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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.30 no.60 Bogotá jan./jun. 2013

 

AUTORIDAD, IDEOLOGÍA Y VIOLENCIA

AUTHORITY, IDEOLOGY AND VIOLENCE

Chaím Perelman*

*Traducido por Julián Fernando Trujillo Amaya, Universidad del Valle (Cali-Colombia) y Salvador David Hernández Latorre, Universidad de Quebec (Montreal-Canadá). Perelman, Ch., (2012). Autorité, idéologie et violence. Ethique et droit. Bruxelles. Con la autorización de Éditions de l'Université de Bruxelles, 2d ed. (pp. 399-409); fue publicado originalmente en los Annales de l'Institut de Philosophie de l'Université de Bruxelles, 1969, (pp. 9-19).

Recibido: 24.07.12 Aceptado: 05.11.12


RESUMEN

Este artículo argumenta que debemos reconocer la existencia de un poder legítimo cuya autoridad se basa en una ideología reconocida. La crítica de esta ideología sólo puede ser realizada en nombre de otra ideología. Este conflicto de ideologías se encuentra en la base de nuestra vida espiritual contemporánea. Impedir la discusión y el debate entre ideologías es restablecer el dogmatismo y la ortodoxia, y permitir que el poder político domine la vida del pensamiento. La negación de todo valor a las ideologías es una manera de hacer retornar la vida política a una lucha armada por el poder en la que el líder militar más fuerte resultará el vencedor indiscutible. Permitir a las universidades funcionar bajo la salvaguardia de la libertad académica es un reconocimiento de la existencia de valores distintos a los de la fuerza. Es el reconocimiento de que ninguna ideología está libre de la crítica y de que ninguna ideología puede contar con la fuerza bruta para asegurar su supervivencia.

Palabras clave: autoridad, ideología, violencia, universidad, libertad, poder


ABSTRACT

This article argues that we must recognize the existence of a legitimate power whose authority rests upon a recognized ideology. A critique of this ideology can only be made by another ideology and this conflict of ideologies is at the base of our contemporary spiritual life. To deny conflict among ideologies is to foster dogmatism and orthodoxy and allow political power to dominate the life of thought. Denying all value to ideologies is to return political life to an armed struggle for power from which the most influential military leader will undoubtedly emerge successful. Allowing the universities to function under the safeguard of academic freedom is recognition of the existence of values other than those of force. It is the admission that no ideology is free of criticism and that no ideology can count on brute force to assure its survival.

Key words: authority, ideology, violence, university, freedom, power


Las manifestaciones políticas, las campañas de desobediencia civil y la movilización universitaria que se han extendido por todo el mundo en los últimos años, han sido presentadas en casi todas partes como una rebelión contra la autoridad. Esta última se identifica con el poder que, gracias al uso público de la fuerza, constituye una amenaza constante para las libertades individuales.

Hace un siglo, John Stuart Mill, en su famoso estudio Sobre la libertad, opuso la autoridad a la libertad. Me gustaría citar aquí el siguiente fragmento:

La lucha entre Libertad y Autoridad es el hecho más conspicuo de la historia que nos es familiar, particularmente la de Grecia, Roma e Inglaterra (...) Por libertad se entiende la protección contra la tiranía de los gobernantes políticos. Los gobernantes (.) constituidos en un gobierno ejercido por un hombre, una tribu o una casta, que derivan su autoridad de la sucesión o de la conquista, quienes, en todo caso, no cuentan con el beneplácito de los gobernados, y cuya supremacía los hombres no se atreven, o quizás no desean contestar. Toda precaución debe tomarse contra este ejercicio de opresión. (Mill, 1961: 187-188)

En el desarrollo de su argumentación, John Stuart Mill no volverá a utiliza el término "autoridad", en su lugar usará, regularmente, el de "poder", como si estos dos términos fueran sinónimos. ¿Son estos términos intercambiables? Si hablamos de los detentadores del poder como las "autoridades", se entiende que su poder es reconocido y, por tanto, estamos añadiendo un matiz de respetuosa sumisión o de adulación. A fuerza de proceder de esta manera, los dos términos se convierten en sinónimos. Esto es lo que el Littré -el bien conocido diccionario lexicográfico francés- nos dice en una nota sobre la palabra "autoridad"; allí se admite que "en un aspecto de su uso, esas dos palabras están muy cerca la una de la otra", pero añade esta restricción: "ya que la autoridad es lo que autoriza y el poder lo que permite, hay en la autoridad un matiz de influencia moral que no está implícito necesariamente en poder".

En el Siglo XVIII estas dos nociones eran concebidas como opuestas, tal como también lo fueron el "hecho" y el "derecho". Así, Joseph Butler, el obispo y moralista inglés, en su segundo sermón (1967), opone el poder de las pasiones a la autoridad de la conciencia. El primero es seguido por su dominio de los hechos, el último seguido por su superioridad moral. Auctoritas, en latín, es lo que el tutor suma a la voluntad del menor para la validación de la misma. Transforma una expresión de la voluntad, jurídicamente sin efecto, en un acto jurídicamente válido. Jacques Maritain se refiere a la misma oposición en un importante ensayo titulado "Democratie et Autorité", que fue publicado en el segundo tomo de la obra que el Instituto Internacional de Filosofía Política ha dedicado al poder. Maritain ofrece dos definiciones:

Llamamos "Autoridad" al derecho de dirigir y de comandar, de ser escuchado o ser obedecido por otros. "Poder" es la fuerza de la que disponemos y a través de la cual podemos obligar al otro a escuchar u obedecer. El justo, privado de todo poder y condenado a beber la cicuta no disminuye, sino que aumenta su autoridad moral. El gánster o el tirano ejercen un poder sin autoridad. Instituciones como el antiguo senado romano o la Corte Suprema de los Estados Unidos tienen una autoridad mucho mayor en cuanto no ejercen funciones determinadas en el orden del poder (...) Toda autoridad, en lo que atañe a tiene que ver con la vida social, necesita ser complementada por el poder (este poder no es necesariamente jurídico, sino que puede ser de cualquier naturaleza) poder sin el cual corre el riesgo de hacerse vana e ineficaz entre los hombres. Todo poder que no sea la expresión de una autoridad es inicuo. Separar el poder y la autoridad es separar la fuerza y la justicia. (Maritain: 1957: 26-27)

Bertrand de Jouvenel en sus dos notables estudios: Sobre el poder, y Sobre la soberanía, ha insistido desde hace mucho tiempo en la importancia de la autoridad en los asuntos políticos.

Por "autoridad" me refiero a la facultad de obtener el asentimiento de otro hombre. O lo que es lo mismo, ésta puede ser llamada la causa eficiente de la asociación voluntaria. En donde constato una asociación voluntaria, veo el trabajo de una fuerza; dicha fuerza es la autoridad.
Nadie duda del derecho de un autor para utilizar una palabra en el significado que elige, siempre y cuando se dé aviso preciso de lo que significa. Eso no quiere decir que no se preste a confusión si el significado que da está demasiado lejos de su significado habitual. Me parece a primera vista que este es el caso de la utilización actual de "gobierno autoritario", ése que recurre ampliamente a la violencia, tanto en el acto como en la amenaza, para conseguir hacerse obedecer, de un gobierno del que se tendría que decir, según mi definición, que su autoridad no es suficiente para el cumplimiento de sus planes, por lo que llena ese vacío con la intimidación.
Pero esta corrupción de la palabra es muy reciente, y yo no estoy haciendo nada diferente a devolverle su acepción tradicional. (De Jouvenel, 1955: 2)

La misma distorsión que señala Jouvenel, se produce cuando la autoridad de la ley se identifica con el temor a la sanción. La policía sólo debe intervenir si el respeto a la ley no impide su violación.

La Autoridad siempre se muestra bajo un aspecto normativo, es lo que debe ser seguido u obedecido, por ejemplo, la autoridad de la cosa juzgada, la autoridad de la razón o de la experiencia. En efecto, los que poseen el poder, sin autoridad, pueden forzar a la sumisión pero no el respeto.

Dentro de la tradición judeo-cristiana, la autoridad es una noción moral y no un concepto jurídico: ella está ligada al respeto. El modelo de la autoridad, entendido en este sentido, es el que tiene el padre para con sus hijos, a los que educa y orienta, a los que muestra lo que debe hacerse y lo que debe evitarse; ese que enseña a sus hijos las tradiciones, las costumbres y las normas del medio social y familiar a las que los niños deben integrarse. Una autoridad que se deriva de la del padre es la del maestro, quien enseña a los niños el método correcto para leer y escribir y lo que deben considerar como verdadero o falso. El maestro lo ha dicho: magister dixit, esta expresión es el mejor ejemplo del argumento de autoridad. En ningún caso, ni en la sumisión de los hijos a la autoridad del padre, ni en la relación del profesor, maestro de escuela primaria, con sus alumnos, se trata de una cuestión de igualdad. De hecho, todas las instrucciones, en cualquier área que sea, comienzan con un período inicial en el que sería absurdo admitir la igualdad entre el iniciador y el iniciado. Es indispensable dar cierta autoridad a la persona a cargo de la iniciación, incluso si se trata de relaciones entre adultos. Si me dirijo a un instructor que me enseñe los rudimentos de la química o de idioma chino, durante las primeras etapas debo conformarme con su instrucción e información. Toda crítica presupone el conocimiento del dominio en el cual se ejerce. Esta es la razón por la cual es normal que la enseñanza primaria sea más dogmática que la secundaria, y que la universitaria se caracterice por la formación de un espíritu crítico. Esto no es únicamente una cuestión de edad y del nivel de educación porque, incluso en la enseñanza universitaria, cuando se trata de asuntos desconocidos para el estudiante, es inevitable, sin embargo, un periodo de orientación y de ensayo que se hace sobre una base ya habituada al espíritu de crítica en otros campos.

Dejando de lado la contribución de la educación, haciendo tabula rasa del pasado, Descartes llegó a creer en la existencia de ideas innatas en la mente de todo ser racional. Esto también llevó a Rousseau, en su Emilio, a la teoría errónea de que no había necesidad de enseñar las ciencias a los niños: ellos deben descubrirlas por sus propios medios. Hoy sabemos que estos métodos activos requieren de la concurrencia de un profesor mucho más competente y creativo que aquellos requeridos por los métodos tradicionales, donde, de ser necesario, el instructor podría ser remplazado por un manual. El papel indispensable de la autoridad del padre y del educador para los niños pequeños no se puede discutir. El verdadero problema es saber en qué momento y de qué manera la relación de autoridad, poco a poco, debe ceder el paso a una relación de colaboración crítica y, sobre todo, debemos saber cuál es el papel de la autoridad en las relaciones entre los adultos.

En el ámbito político y religioso, la apelación a la imagen del padre es muy común para expresar el respeto debido a un líder carismático. El padre de la patria es un líder político cuya acción fue y sigue siendo creativa y protectora. Los padres fundadores de los Estado Unidos de América crearon la Constitución americana y contribuyeron al respeto que esta conserva. El culto a los antepasados es bien conocido en varios países de Asia y África. La tradición judeo-cristiana es notable en este aspecto porque para manifestar a Dios el respeto y el amor que le debemos, lo llamamos "nuestro Padre, nuestro Rey". En el judaísmo y en el cristianismo la oración diaria comienza con las palabras bien conocidas: "Padre nuestro que estás en el cielo". El magisterio del Papa posee, al mismo tiempo, la autoridad del padre y la del maestro, éste conoce las verdades útiles y, además, se preocupa por el bienestar de los fieles.

En la tradición hebrea, Dios tiene el poder político y todo poder real no puede provenir sino de una delegación suya, el Ungido del Señor es el vicario de Dios, todo poder político emana de Dios y es responsable ante Dios. Esta imagen del padre se usó en la Edad Media para representar las relaciones entre el señor y su gleba y, más tarde, fue usado para justificar moralmente al colonizador en su relación con los pueblos de color, sus "niños grandes". El paternalismo que demuestra esta conducta está, hoy en día, en total descrédito1.

La tradición filosófica occidental, desde Sócrates hasta la actualidad, siempre se ha opuesto -en nombre de la verdad- al argumento de autoridad. Una de las razones para la condena de Sócrates es que, en nombre de la verdad, se opuso a la autoridad paterna. Más tarde, Bacon opuso la autoridad de los sentidos y la experiencia la de la tradición, mientras que Descartes opuso la autoridad de la razón a esa misma tradición. En el conflicto entre la Iglesia y Galileo, este último opuso la observación y el método experimental a la Biblia y a Aristóteles. Los filósofos de la Ilustración llamaron prejuicios a todas las declaraciones basadas en autoridades religiosas o laicas.

Cuando el método fundado en la experimentación nos permite demostrar el significado de la afirmación y el control de su verdad, ninguna autoridad puede oponerse a la misma: "un hecho es más respetable que un señor alcalde". Si teniendo que recurrir a la experimentación o al cálculo, nosotros, sin error, llegamos al mismo resultado, el recurso a una autoridad es extraño e incluso inútil. Para decir que dos más dos es igual a cuatro no se requiere de la autoridad, cuando los métodos que todo el mundo puede aplicar conducen al mismo resultado, todos somos iguales y la apelación a una autoridad es simplemente ridícula.

Durante siglos, la tradición clásica, apoyándose en consideraciones a veces religiosas, a veces filosóficas, pretendió la existencia de una verdadera respuesta a todos los problemas humanos propuestos. Esta respuesta, que Dios conoce desde toda la eternidad, es la que todo ser dotado de razón debe tratar de encontrar. ¿Es cierto, sin embargo, que existe una respuesta verdadera para todas las preguntas que el hombre puede razonablemente formular? ¿Podemos admitir que esta verdad se puede encontrar o, al menos, que existen métodos que nos permiten probar cada hipótesis que se pueden formular en relación con ella? Es innegable que en muchas áreas del conocimiento el ideal de la verdad debe prevalecer sobre cualquier otra consideración. Pero en lo que se refiere a la acción, ¿existen criterios objetivamente controlables para saber lo que es justo o injusto, bueno o malo, lo que vale la pena fomentar o proscribir? ¿Podemos hablar de verdad objetiva cuando nos referimos a las decisiones, las elecciones y la conducta preferible? Si este no es el caso, ¿puede la razón guiarnos en el comportamiento? ¿No es la idea de razón práctica, como Hume creía, una contradicción de términos? Personalmente creo que hay un papel para la razón práctica, pero es negativo, ya que ésta nos permite descartar soluciones no razonables. Sin embargo, en los asuntos prácticos, no hay garantía de una única solución razonable. En este caso, si no hay una solución única, como se puede encontrar en materias teóricas, la elección de una solución viene de la voluntad y ya no de la razón. Desde esta perspectiva, para muchos teóricos, las leyes y las normas obligatorias de un Estado son la expresión de la voluntad del soberano, desde el Trasímaco de Platón hasta Marx, se demuestra que éste impone a todos las leyes que sean más favorables a su propio interés.

Si, contrario a los teóricos del derecho natural para los que objetivamente existen leyes vigentes que el legislador debe descubrir y promulgar, las reglas obligatorias son la expresión de la voluntad del legislador, entonces es normal que aquellos sobre los que recaen dichas leyes reclamen el derecho a participar en su formación y dar su consentimiento directamente o por medio de sus representantes. Es así que, después de la Carta Magna de 1215 que prometía a la nobleza y a los burgueses que ningún impuesto se les impondría sin su consentimiento, hemos visto desarrollarse la ideología democrática para la que los poderes no emanan de Dios o de sus representantes en la tierra, sino de la nación y de sus elegidos.

La ideología democrática se opone a la idea de que objetivamente existen normas vigentes en materia de conducta, porque la mayoría no puede decidir qué es verdadero o falso. Aquellos que, como Godwin, un discípulo anarquista de Bentham, creen que en materia de conducta hay modos de determinar de manera objetiva lo que es "la mayor felicidad para el mayor número", se oponen a la idea de que es necesario un legislador para formular nuestras reglas de conducta. En efecto, en el campo científico no se trata de imponer la autoridad. Si cada persona posee en su corazón y en su conciencia los criterios objetivos para determinar lo justo y lo injusto, la idea de recurrir a un legislador, no sólo podría ser odiosa, sino simplemente ridícula.

Si, para nosotros, la anarquía no significa sólo ausencia de gobierno, sino también desorden, es porque cuando se trata de tomar decisiones, de elaborar las reglas, o de elegir las personas para desempeñar ciertas funciones, es indispensable -después de dejar de lado las decisiones poco razonables-confiar a una persona o a un cuerpo constituido el poder para tomar decisiones que serán reconocidas por todos. Sólo el poder legislativo puede formular reglas obligatorias dentro de los límites de su circunscripción. Puesto que las reglas a menudo pueden ser objeto de interpretaciones divergentes, un poder judicial debe tener la competencia para interpretar y aplicar la ley.

Los poderes constituidos encargados de dirigir una comunidad políticamente organizada serían poco eficaces si la fuerza fuera la única causa de la obediencia. Para ejercer el poder es esencial que su legitimidad sea reconocida como tal y que goce de una autoridad que entrañe el consentimiento general de los que están sometidos a ella. Este es el papel necesario de las ideologías. Ya se trate de ideologías religiosas, filosóficas o tradicionales que aspiran, más allá de la verdad, a la legitimidad del poder. A menudo, la legitimidad del poder es el resultado de su legalidad, es decir, del hecho de haber sido designado de conformidad con los procedimientos legales de elección y nominación, pero esto presupone que estos procedimientos en sí mismos no son cuestionados, que ellos están de acuerdo con una ideología reconocida, explícita o implícitamente.

En efecto, los procedimientos científicos no tratan de establecer lo verdadero o lo falso, o al menos, lo probable o lo improbable, tampoco los que nos permiten justificar nuestras decisiones, o los que nos dan razones para actuar o elegir. Los métodos científicos nos permiten sólo establecer los hechos, pero no sirven para considerar estos hechos como razones para actuar o elegir. Para algunas filosofías naturalistas o positivistas, los únicos motivos de nuestras acciones consisten en el placer que éstas nos proporcionan, o en el sufrimiento que evitan; en la satisfacción que pueden dar en tanto nos permiten satisfacer nuestros múltiples instintos, necesidades e intereses. Cada juicio de valor esconde un interés, la racionalización de un deseo. Toda ideología no será sino la máscara falsa para el dominio en nombre de los más fuertes. Es esta la conclusión que se deriva de los escritos de Marx y de Nietzsche.

Efectivamente, la crítica filosófica de la ideología dominante cuando desnuda las falacias y los sofismas que legitiman un poder fundado en la autoridad, se convierte en precursora de la acción revolucionaria. Tan pronto como el poder es considerado como la simple expresión de una relación de fuerzas, no dudamos en oponerle una fuerza revolucionaria al servicio de intereses antagónicos. Pero el partidario de la revolución no puede contentarse con oponer una fuerza revolucionaria a la fuerza que busca la protección del orden establecido. Debe, además, convertirse en el apologista de un nuevo orden que será más justo y más humano, que salvará al hombre de sus diversas alienaciones y que le devolverá la libertad perdida. Una nueva ideología, entonces, tendrá que ser creada para mostrar la superioridad del nuevo orden en relación con el orden antiguo, del orden revolucionario sobre el orden establecido.

Como los métodos científicos, a lo sumo, sólo pueden servir para poner en cuestión los hechos que fundamentan una teoría, pero no pueden criticar las razones que utilizan para justificar sus preferencias, es solamente en nombre de otra ideología, otro ideal de hombre y de sociedad, que la ideología dominante puede ser criticada. Pero esta nueva ideología, de forma semejante, no podrá escapar a la crítica. El debate filosófico se presenta de esa forma como una lucha permanente entre las ideologías que intentan, en nombre de la verdad, dominarse unas a las otras. De hecho, las críticas que los unos formulan a los otros son la ocasión, para unos y otros, de un progreso espiritual, ya que cada uno, en la medida en que toma en cuenta las objeciones del otro, modifica su posición en la conciencia de su vulnerabilidad. Después de un debate prolongado y algunas veces secular, las posiciones actuales muestran una profunda diferencia con las originales. Sin embargo, hoy día lo que presenciamos a menudo no es una lucha entre ideologías, sino una confrontación que muestra desprecio por toda la construcción teórica, que toma, arbitrariamente, consignas contradictorias y ofensivas, y que se contenta con oponer al orden establecido la violencia, negando toda autoridad y poder existente.

Esta actitud encuentra su justificación entre aquellos a quienes nos negamos a escuchar, a los que negamos el privilegio de ser interlocutores y que, por ello, se ven obligados a usar la violencia para hacerse oír. Esta confrontación, he comprendido, merece respeto sólo si puede ser acompañada de una ideología que afirme, por ejemplo, el respeto de la dignidad humana o el establecimiento de una sociedad más democrática. Sólo una ideología permite a los revolucionarios justificar su rebelión contra un llamado de la policía, como en el caso de los desórdenes y disturbios en las universidades. Sin una ideología todo es únicamente relaciones de fuerzas. ¿Por qué, entonces, indignarse si los defensores del orden establecido oponen la fuerza a la fuerza?

De hecho, si nos encontramos con que es tradicional en las universidades no recurrir a fuerzas externas para mantener la disciplina, es porque tradicionalmente las universidades han sido cautelosas con el poder y lo han considerado como una amenaza para la libertad académica. Es en el nombre de un valor superior, el respeto por la libertad académica, por lo que no nos gusta hacer un llamado a la policía, ya que podría constituir un peligro para la libre expresión de opiniones. Esto porque las universidades en Occidente son consideradas como santuarios tradicionales de la libertad de pensamiento y de expresión, de la libre investigación de la verdad y la justicia, y ellas deben ser protegidas contra el uso de la violencia, venga de donde venga. Es sólo a través de una ideología que el recurso a la fuerza se puede negar. Pero si rechazamos todas las ideologías como racionalizaciones sin fundamento, si toda la vida política no se presenta sino cómo una correlación de fuerzas, entonces, no sólo el derecho del más fuerte aparecerá siempre como lo mejor, sino que incluso la idea de derecho desaparece y sólo queda lugar para la violencia.

En conclusión, para que la vida social y política no se reduzca sólo a un puro equilibrio de fuerzas, debemos reconocer la existencia de un poder legítimo cuya autoridad se basa en una ideología reconocida. La crítica de esta ideología sólo puede ser realizada en nombre de otra ideología, y es este conflicto de ideologías que se encuentra en la base de nuestra vida espiritual contemporánea2. Impedir la discusión y el debate entre ideologías es restablecer el dogmatismo y la ortodoxia y, también, permitir que el poder político domine la vida del pensamiento. La negación de todo valor a las ideologías es una manera de hacer retornar la vida política a una lucha armada por el poder en la que el líder militar más fuerte resultará el vencedor indiscutible.

Permitir a las universidades funcionar bajo la salvaguardia de la libertad académica es un reconocimiento de la existencia de valores distintos a los de la fuerza. Es el reconocimiento de que ninguna ideología está libre de la crítica y de que ninguna ideología puede contar con la fuerza bruta para asegurar su supervivencia.


Pie de página

1Aunque podemos constatar que en este tipo de retórica que personifica la figura del padre en el gobernante, es todavía común en el discurso político latinoamericano, donde presidentes y candidatos a la presidencia en varios países, fungen como "padres" o "madres" que han de cuidar a sus "hijitos". (N. de los T.)
2Recientes protestas estudiantiles alrededor del mundo ponen en evidencia que asistimos a la confrontación entre, por un lado, la ideología neoliberal global que defiende su visión de una educación para la renta y la mercantilización de la existencia humana y, por el otro, la concepción de un mundo sin ánimo de lucro por la que lucha una nueva generación hastiada del consumo y la acumulación de capital como única meta para nuestra sociedad. (N. de los T.)


Referencias

Butler, J. (1726). Fifteen Sermons upon Human Nature. Londres. Citado por: Melden, A.I. (1967). Ethical Theories. New York: Prentice Hall.         [ Links ]

De Jouvenel, B. (1995). De la Souveranité. Paris: M.-T. Génin.         [ Links ]

Maritain, J. (1957). Le Pouvoir. Tome II. Paris: Presses Universitaires de France.         [ Links ]

Mill, J. S. (1961). On Liberty. The Philosophy of John Stuart Mill. M. Cohen (Ed.). Nueva York: Random House.         [ Links ]