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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.30 no.61 Bogotá July/Dec. 2013

 

LA INDIVIDUACIÓN, FORMA Y PENSAMIENTO: MÁS ALLÁ DE LA FORMA ORGÁNICA EN LA OBRA DE GILLES DELEUZE

INDIVIDUATION, FORM AND THOUGHT: BEYOND THE ORGANIC FORM IN GILLES DELEUZE'S WORK

Juan David Cárdenas Maldonado*

*Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.

Recibido: 15.01.13 Aceptado: 14.12.13


RESUMEN

La tradición filosófica ha identificado con insistencia la noción de diferencia con la de individuo. Sin embargo, a la luz del pensamiento deleuziano, esta evidencia es puesta en crisis. Para el pensador francés, los individuos son el resultado de procesos intensivos pre-individuales de una gran riqueza. El presente artículo intenta explorar algunas posibles consecuencias de esta intuición en el campo de la estética, la política y el pensamiento.

Palabras clave: Deleuze, organicidad, inorganicidad, individuo, pensamiento


ABSTRACT

Philosophical tradition has frequently confused the notion of difference and the notion of the individual. However, deleuzian's thought has faced that supposition taking it to a crisis. According to Deleuze the individual is the result of a richest pre-individual life. This article tries to approach this perspective in order to reach some new points of views related to aesthetics, politics and what thinking means.

Key words: Deleuze, organicity, inorganicity, individual, thought


Ya en su primer trabajo sobre Hume, Deleuze se concentraba en uno de los autores clave que sirven para ofrecer una versión inusual del principio de individuación. Desde el autor del Tratado de la naturaleza humana, hasta Bergson, pasando por Nietzsche, Simondon y Spinoza, estos pensadores no dejan de ofrecerle al filósofo francés una alternativa al sustancialismo de la forma como principio de unidad y modelo de los individuos. Frente a la presuposición de un principio formal a priori que explica la unidad sustancial, sensible e inteligible, este conglomerado de autores ofrece una serie de alternativas por medio de las cuales se intenta escapar a la comprensión del individuo como algo que está presupuesto, como algo anterior a la actividad individuante. Deleuze expone en Diferencia y Repetición en qué medida ya, con Duns Scoto, esta búsqueda se planteaba como algo acuciante para la filosofía. Sin embargo, la comprensión neutra del ser propia del filósofo medieval resultaba aún insatisfactoria. Serán Spinoza y Nietzsche quienes le impongan una movilidad positiva y productiva al devenir que produce formas diversas sin depender de la prioridad ontológica de ningún modelo formal fundamental (Cfr. Deleuze, 2002:77-79). Para estos autores no hay ni causa formal ni final en la base de la aparición de los individuos, ni siquiera una ley dialéctica como principio móvil de la determinación de lo indeterminado. Por el contrario, Deleuze se inclina por una especie de mecanicismo dinámico en el que la actividad inmanente del flujo de fuerzas -Nietzsche- o de las causas -Spinoza- produce singularidades individuales liberadas del canon que regula su generación según la ley de la conservación de la identidad1 y, más bien, actúa según una suerte de delirio creador que se ejecuta en un espacio no repartido de antemano. En un declarado anti-aristotelismo y antihegelianismo, a la explicación del individuo por causas formales, Deleuze opone la distinción modal spinocista. La distinción modal intenta pensar la realidad efectiva del cuerpo como efecto de una variación compositiva del mundo en devenir. "El otro tipo de distinción -a diferencia de la distinción formal-, la distinción modal, se establece entre el ser y los atributos por una parte y, por otra, las variaciones intensivas de las que son capaces. Estas variaciones, como grados de lo blanco, son modalidades individuantes cuyo infinito y finito construyen precisamente las intensidades singulares" (Deleuze, 2002: 77). Desde la óptica de la distinción modal spinocista, las cosas dejan de ser instanciaciones de paradigmas por modelación y pasan a ser, más bien, efectos o, mejor, modos de la capacidad compositiva del mundo. De acuerdo con esto, más que unidades sustanciales, los cuerpos se entienden como compuestos que se exponen, por su propia naturaleza y la del mundo, a la actividad compositiva que no cesa de presionar por su recomposición. En suma, el énfasis aristotélico en la interioridad formal del individuo se ha desplazado a la atención por el carácter siempre expuesto a reconstituciones de todo individuo como compuesto arrojado al exterior. Así, y en un sentido aún muy prematuro y general, más que forma hay composición. Se pasa del esencialismo de la forma al mecanicismo de la composición2. Nos ocuparemos, entonces, en este artículo, de todas las consecuencias estéticas, epistemológicas y ontológicas que se siguen de este redireccionamiento; todo ello orientado hacia la pregunta ¿qué significa, entonces, un pensamiento que se ubica más allá de la forma?

La individuación y el espacio pre-individual.

En su artículo "el método de dramatización", publicado en 1967 con la intención de ofrecer una presentación resumida de su reciente tesis doctoral -hoy conocida como Diferencia y Repetición-, Deleuze insiste en la reconsideración del principio de individuación. Allí, ofrece la imagen del mundo y del pensamiento como un huevo plagado de migraciones, plegamientos, concentraciones y rearticulaciones, de acuerdo con una dinámica mucho más compleja que la que ofrece la mecánica moderna o la lógica formal. Pero, más allá de este desbordamiento del estrecho campo de las leyes de la física, la química o la lógica, lo interesante de esta formulación consiste en que tales dinamismos siempre presuponen: "el campo en el cual se producen y fuera del cual no podrían tener lugar" (Deleuze, 2005: 30). Es decir, la posibilidad de que aparezcan los individuos como entidades separadas depende de la existencia de un campo diferencial previo a partir del cual su consolidación se alcaza. "No se puede separar al individuo de su medio, y ambos resultan de esa operación de individuación que los produce juntos" (Sauvagnargues, 2006: 32). Antes de las unidades sustanciales como unidades separadas viene el continuo del campo que les preexiste y que sobre ellas insiste. En las palabras de los autores de Mil Mesetas:

Aunque la experiencia nos ponga siempre ante intensidades ya desarrolladas en extensiones, ya recubiertas por cualidades, hemos de concebir, justamente como condición de la experiencia, unas intensidades puras implicadas en una profundidad, en un spatium intensivo que preexiste a toda cualidad y a toda extensión (...) Un campo de estas características constituye un entorno de individuación (Deleuze, 2005: 130).

Así, este campo inorgánico e intensivo en el que aún no habitan sustancias individuadas sirve de condición general para la individuación. Esto, según una gama mucho más amplia que la que ofrece el régimen formal aristotélico de la especificación. No obstante, resultaría contraintuitivo concluir este esfuerzo en la negación la existencia de unidades sustanciales, de individuos y de linajes por géneros y especies; antes bien, esta apertura consiste en el intento de hacer visible todo ese juego de diferencias ínfimas, pero definitivas, de las que el esquema orgánico no puede dar cuenta. En efecto, las consecuencias que de acá se siguen, para una filosofía de la diferencia, no son pocas. Según esta inversión, el potencial multiforme del embrión y de los diversos bosquejos que él supone viene antes que la determinación de su destino en la forma orgánica. Y, es allí, en el orden de lo larvario donde el pensamiento de la especificación aristotélica alcanza su límite por ceguera. La representación filosófica no cesa de ser un pensamiento del cuerpo adulto, formado y normalizado y, por tanto, desatiende las aventuras del embrión cuya flexibilidad es monstruosa; además, desatiende el embrión que el cuerpo adulto, en algún sentido, aún es. Una filosofía del embrión apunta hacia donde el pensamiento del Estado no alcanza. "Hay movimientos que sólo el embrión puede soportar" (Deleuze, 2005: 130), pero en los que la potencia diferencial de la vida se expresa en su diversidad creadora, en un espacio continuo de diferencias en el que, por dar un ejemplo de la biología, "se ha de pasar del cefalópodo al mamífero por variación continua" (Sauvagnargues, 2006: 42)3. Estamos así en un único espacio continuo de los seres y ya no en el ajedrezado de los géneros y las especies. Es la naturaleza naturante spinocista, es decir, la naturaleza lleva dentro de sí el dinamismo de su propio artificio. En esta medida, la naturaleza por su propio impulso se encuentra en situación de desbordarse, de desnaturalizarse pero, a la vez, en un movimiento de conservación puede tomar la vía contraria y respetar por mimesis la organicidad de las formas alcanzadas. Tal vez, en este momento sea pertinente la fórmula de Clement Rosset a propósito de Nietzsche: "La negación de toda naturaleza es probablemente el sentido más profundo de eso que Nietzsche entendía por la «inocencia del devenir»" (Rosset, 1974: 77).

Pero, a esta desnaturalización de la naturaleza le acompaña otra, la desnaturalización del pensamiento. Pensar ya no es, no puede ser, una actividad espontánea de una facultad; por el contrario, consiste en el ejercicio experimental por el que las ideas y conceptos larvarios se componen e impurifican en un espacio problemático en el que las ideas y los conceptos flotan aún en su estado larvario pre-individual.

Pero, debemos hacer una aclaración en la que Deleuze esmeradamente se detiene: este campo pre-individual en el que las formas y las propiedades aún no se han consolidado no es la pura indeterminación como en la noche oscura en la que, como ironizaba Hegel, todas las vacas son negras. Ni es tampoco esa sustancia indistinta que de nuevo Hegel creía ver en el Dios spinocista carente de negatividad, en el que los modos se disolvían en el mundo como entre una colada indiferenciada. A esta disyuntiva individuo-indiferenciación Deleuze responde en una entrevista publicada en Marzo de 1969:

Durante mucho tiempo hemos permanecido en esta alternativa: o bien el individuo o la persona, o bien la caída en un fondo anónimo indiferenciado. Sin embargo, hoy descubrimos un fondo de singularidades pre-individuales, impersonales, que no remiten ni a individuos ni a personas, pero tampoco a un fondo sin diferencias. Se trata de singularidades móviles, rapaces y volátiles, que van de uno a otro, que provocan fracturas, que forman anarquías coronadas, que habitan en un espacio nómada. Hay una diferencia abismal entre repartir un espacio fijo entre individuos sedentarios, y repartir singularidades en un espacio abierto sin vallas ni propiedades (Deleuze, 2005: 187).

La diferencia ya existe en este espacio impersonal previo a los individuos. Como en el inconsciente literario, al escapar de la cordura de la conciencia el lenguaje no se diluye en la pura indistinción. Allí, en el flujo de conciencia, aún hay figuras, imágenes, abortos de narración y embriones de sentido, lo que indica la invalidez de la tesis del fondo como pura indistinción. A este fondo diferencial pre-individual que la literatura alcanzó hace rato, es al que Deleuze quiere llevar el concepto filosófico.

La invitación al problema obliga a pensarlo de otro modo: "en lugar de una cosa que se distingue de otra, imaginemos algo que se distingue -y que, sin embargo, aquello de lo cual se distingue no se distingue de él-" (Deleuze, 2002: 61). Como ocurre, por dar un ejemplo de la pintura, en los cuadros del Turner maduro -Anibal cruzando los alpes, Tormenta de nieve, para puntualizar-. En ellos el espacio se deja recorrer a través de zonas de intensificación del color pero, del mismo modo, nos permite pasar por otras regiones de disolución de los tonos, en un continuo ininterrumpido en el que aunque no distinguimos individualidades perfectamente formadas según una estructura separada, sí podemos diferenciar zonas y grados de intensidad del color y de la textura en la pincelada. El fondo, del que los tonos, las texturas y los colores emergen, está ya diferenciado al modo de un espacio que, a pesar de no presentar la fractura cualitativa que significa una membrana que limita la forma de lo indeterminado, ofrece una amplia gama gradual y continua de borrosidades pictóricas diferenciales. En este espacio pre-individual el fondo sube a la superficie, se contrae y repliega sobre sí, produciendo diferencias singulares que no por ello dejan de ser fondo. De allí la fascinación del pintor por los estados gaseosos de la tormenta o las turbulencias de la mar. En su pintura, usando las palabras de Deleuze, "lo distinguido se opone a algo que no puede distinguirse de él, y sigue uniéndose a lo que se divorcia de él" (Deleuze, 2002: 61)4. Así, la diferencia no es ya la nítida diferencia de la forma individual, sino la desenfocada gradación diferencial5.

La siguiente cita resume perfectamente nuestro sentir: "La individuación precede por derecho a la forma y la materia, la especie y las partes, y cualquier otro elemento del individuo constituido (...) la diferencia individuante precede en el ser a las diferencias genéricas, específicas e incluso individuales" (Deleuze, 2002: 76). Luego, toda individualidad diferenciada está siempre precedida por un campo de individuación del que ella emerge por consolidación de sus componentes heterogéneos en un compuesto consistente, pero, a la vez, siempre expuesto a nuevas combinatorias de composición por la presión, la persistencia, de este campo pre-individual que no cesa de rodear con sus fuerzas a los individuos despertando en ellos siempre su potencial de devenir6.

La génesis del individuo

Hemos establecido ya las condiciones de base que hacen pensable la diferencia más allá o, mejor, más acá, de la cuadrícula de la representación por especificación. Sin embargo, aún no hemos establecido de qué manera surge la organicidad en este espacio continuo y gradual. Nos acosa, entonces, la necesidad de alcanzar una mayor precisión ¿cómo surgen el individuo, la forma, la especie y el género, de este plano de composición poblado de diferencias graduales, intensivas y preformadas? La respuesta más contundente está, creemos, en Bergson. Pese al padrinazgo niestzcheano-spinocista en la obra de Deleuze, es en la exposición de Bergson donde el autor de los Estudios sobre el cine alcanza la mejor formulación de esta actividad individuante.

En el capítulo cuarto del tomo I de los Estudios sobre el cine, Deleuze ofrece una síntesis del pensamiento bregsoniano y, más precisamente, de su ontología de la imagen. En su exposición, el autor asegura que el cine nos ofrece una forma del movimiento completamente acentrado, un movimiento que no se rige según las causas finales de una vida intencional, ni las causas eficientes de una vida mecánica. El cine se constituye a partir un plano de luz en el que todas las imágenes se golpean entre ellas sin cesar por todas sus caras. Y esto que ocurre con el plano de luz cinematográfico coincide con el plano de inmanencia que es el mundo mismo. El mundo es así, como propone Bergson, un continuo de imágenes que se traslapan unas a otras en un perpetuo movimiento que opera como condición trascendental de toda génesis. El mundo, y a la vez el cine en su estado más en bruto, como luz, es ese espacio pre-individual desde el cual los individuos alcanzan la determinación de su forma. Es decir, el cine como juego de imágenes en devenir en nada se asemeja a la percepción natural. De ahí que se aproxime más a la ontología -desde la técnica- que a la psicología7. En las palabras mismas de Deleuze:

Para Bergson el modelo no puede ser la percepción natural, pues esta no posee ningún privilegio. El modelo sería más bien un estado de cosas que no cesaría de cambiar, una materia-flujo en la que no serían asignables ningún punto de anclaje y ningún centro de referencia. Partiendo de este estado de cosas habría que mostrar de qué modo pueden formarse, en puntos cualesquiera, unos centros que impondrían vistas fijas instantáneas. Se trataría pues de "deducir" la percepción conciente, natural o cinematográfica (Deleuze, 2003: 89).

En este sentido, el cine, como plano lumínico pre-individual, sería no sólo anticartesiano, sino, en general, anti-fenomenológico. Toda forma de la conciencia es un efecto "deducido" de este campo lumínico que le precede. La forma de la conciencia presupone para la fenomenología, mágicamente, el anclaje del movimiento a un centro subjetivo. De tal forma que toda expresión de la fenomenología, como ocurría ya desde Kant, asume como un dato la subjetividad sin dar cuenta de su génesis. Nuestro interés apunta a "deducir" los individuos a partir del plano inmanente de la materia-flujo automoviente. A este respecto, la salida bergsoniana, además de ingeniosa, nos ofrece una solución satisfactoria al problema sin recurrir al deus ex machina de un principio organizador externo a la dinámica del mundo para explicar su organización en entidades orgánicas. Finalmente, Bergson no recurre al milagro para explicar el ordenamiento del movimiento como vida orgánica. Veamos:

¿Qué acontece y qué puede acontecer en ese universo acentrado donde todo reacciona sobre todo? No cabe introducir un factor diferente, de una índole diferente. Entonces lo que puede acontecer es esto: en puntos cualesquiera del plano aparece un intervalo, una desviación (écart) entre la acción y la reacción. Bergson no pide más: movimientos, e intervalos entre movimientos (Deleuze, 2003: 94).

Es claro, no hay un agente exterior al plano lumínico impersonal que actúe desde su trascendencia para imponer la forma sobre lo informado, ni mucho menos hay la negación de lo indeterminado como principio de la determinación formal. En el sistema abierto de la luz que no cesa de actuar en un continuo de materia-flujo, surge una zona de detención, una opacidad que detiene el movimiento perpetuo y se especializa en la percepción de ciertas intensidades lumínicas desatendiendo otras. Es decir, por sustracción aparecen los primeros esbozos de un sistema que se cierra sobre sí y empiezan lentamente a particularizar su propio movimiento en torno a un centro. Por una suerte de síntesis pasiva, sin agente, por una desviación aleatoria del campo intensivo de luz, surge una opacidad en torno a la cual se genera el esbozo orgánico de una vida sistemática. "Aquí es donde podrán constituirse sistemas cerrados" (Deleuze, 2003: 95). Así, las formas vivas aparecen por sustracción y no por milagro. Esta es la gran intuición bergsoniana. La vida orgánica y la conciencia como una de sus expresiones más sofisticadas se explican, no por un plus sobre la actividad inorgánica del mundo sino, todo lo contrario, por un enfriamiento de su inorganicidad, una sustracción pasiva de su movilidad. Nada le adviene al mundo desde afuera, antes bien, algo en él se detiene y, en su regulación, allana el terreno para la emergencia de la forma orgánica.

Bergson no introduce factores diferentes para explicar la formación de una percepción en el sentido ordinario del término, le basta con hacer intervenir entre los movimientos un intervalo, una separación entre las acciones y las reacciones. Al lado de las imágenes que reaccionan unas sobre otras en todas sus partes, se forman imágenes particulares, imágenes o materias vivas que especializan sus caras (Marrati, 2003: 39).

En el retardo que significa este intervalo, las imágenes se organizan en compuestos que las seleccionan integrándolas en un movimiento que tiende a su cerramiento por sistematización. "[E]n virtud del intervalo, son reacciones retardadas, que tienen tiempo para seleccionar sus elementos, organizarlos o integrarlos en un movimiento nuevo" (Deleuze, 2003: 95). Surge así un centro de interés determinado por los criterios de discriminación del intervalo emergente que distingue, aísla y privilegia según su propia especialización perceptiva.

Este intervalo extrae la cosa de las infinitas relaciones de duración para restringir la recepción de estos movimientos a una de sus caras, y sus reacciones a otra. Pero al hacer esto el intervalo realiza una operación adicional, la cual consiste en sustraer de la imagen todos los movimientos de duración que no envuelven directamente el interés del intervalo (Zepke, 2005: 84)8.

Hablamos, entonces, de una suerte de proto-intencionalidad de la vida orgánica. Y, es en esta separación temporal entre la acción y la reacción que estos centros de condensación alcanzan su forma propia, que por una suerte de especialización técnica de la percepción los conduce a actuar según el modo propio que les corresponde. De acuerdo con esto, Bergson y, Deleuze que lo sigue, logran introducir la vida orgánica en el mundo sin necesidad de duplicarlo. La aparición del intervalo arrastra consigo la emergencia de la vida y, como uno de sus efectos más singulares, la vida conciente, la conciencia. Hemos pasado del caldo intensivo prebiótico a la vida en la variedad de sus expresiones orgánicas.

Ya al nivel de los seres vivos más elementales, habría que concebir unos micro-intervalos. Intervalos cada vez más pequeños entre movimientos cada vez más rápidos. Más aún, los biólogos hablan de una "sopa prebiótica" que hizo posible lo viviente y donde las materias llamadas dextrógiras y levógiras desempeñan un papel esencial: entonces aparecerían, en el universo acentrado, esbozos de ejes y de centros, una derecha y una izquierda, un alto y un bajo. Habría que concebir micro-intervalos incluso en la sopa prebiótica (Deleuze, 2003: 96-97).

El mismo principio de enfriamiento de la materia-flujo produce las formas más elementales de lo vivo y, a la vez, las formas de vida consciente. En suma, la vida en su formulación orgánica es sustractiva, ella sustrae del mundo y de las cosas lo que no le interesa. Pero, acompañando a esta sustracción, como correlato de la percepción especializada por sustracción, los sistemas cerrados se proyectan sobre el mundo trazándose un horizonte de reacción. "El mundo ha adoptado una curvatura, se ha vuelto periferia, forma un horizonte" (Deleuze, 2003: 98). La percepción como sustracción se complementa en la acción como proyección pero, claro, ambas mediadas por la suspensión del movimiento inmediato que entraña la condensación de luz en el intervalo. Entonces, se ha organizado la percepción y la proyección como acción intencional sobre el mundo en torno a un centro de vida. Lo orgánico ha emergido de la inorganicidad. Se forma entonces lo que Deleuze llamará un doble sistema de referencia de las imágenes que simultáneamente se agitan a velocidades distintas según temporalidades diferentes que cohabitan:

En el primero todas la imágenes actúan unas sobre otras en todas sus caras; en el segundo, en cambio, todas las imágenes varían para una sola, imagen viva que ha especializado sus caras y se ha vuelto capaz de seleccionar los movimientos recibidos y los movimientos ejecutados (...) la conciencia surge como una función de necesidades de la vida, la percepción natural se forma en la percepción objetiva y completa de cosas que se vuelve menos fina, percibe menos, y traza en la continuidad de los movimientos y cualidades sensibles delimitaciones más groseras, pero perfectamente aptas para las exigencias de lo que llamamos vivir (Marrati, 2003: 42).

Tanto Hegel como Aristóteles confunden la diferencia con la determinación formal, pues ambos presuponen, aunque sea como ejercicio mental, la indeterminación pura, bien sea del abismo negro o de la materia, como estado anterior al advenimiento de lo diferente. Lo que ocurre, si seguimos a Deleuze y a Bergson, es todo lo contrario. Cuando aparece la forma orgánica individual no surge con ella la diferencia, sino que, al revés, la diferencia radical, la diferencia gradual del continuo de modulación lumínica, debe ceder y organizarse según las estructuras generales de las formas vivas. Con la determinación formal orgánica el campo de las diferencias borrosas se enfría y aparecen las diferencias nítidas aptas para la experiencia conciente. En suma, la determinación formal no produce la diferencia, más bien, la organiza y sistematiza empobreciéndola como tal diferencia. El precio que se paga por la forma orgánica y la vida que le acompaña es una cierta ceguera para la monstruosa diferencia inorgánica. Y es justo en ese aspecto donde el enfrentamiento con Kant y con la fenomenología rinde sus mejores frutos. Mientras continuemos sujetos a la percepción consciente y, en general, al régimen del pensamiento y de la percepción orgánica, jamás entenderemos lo que se juega por debajo de la forma y en el proceso de su génesis y, sobre todo, jamás sabremos de lo que somos capaces por desconocimiento de las fuerzas que nos habitan. En Conversaciones, Deleuze ofreciendo una mirada regresiva a sus textos sobre cine comenta: "Hay siempre un marchamo central que normaliza las imágenes y retira de ellas lo que no debemos percibir" (Deleuze, 2006: 70). Devolvernos la percepción, a la vez que regresarnos el pensamiento en su potencia inorgánica, de eso se trata el potencial oculto de esta filosofía. Se trata de alcanzar una gran conquista sobre uno mismo, sobre la propia forma que invisibiliza el embrión que aún podemos ser.

Partiendo entonces de este campo pre-subjetivo desde el que las formas acabadas de los objetos y de los sujetos se consolidan, Deleuze lanza su ataque más certero contra la filosofía trascendental kantiana y sus sucesivas resonancias en la tradición fenomenológica. Las facultades trascendentales del sujeto y, en general, el privilegio ontológico y epistemológico de la subjetividad trascendental no son otra cosa que el efecto de una confusión. La naturaleza de nuestro espíritu, el uso legítimo de nuestras facultades, es producto de un empobrecimiento de ese plano abierto de posibilidades no orgánicas para el pensamiento y la percepción. Por eso, el pensamiento para Deleuze no es una actividad de la conciencia, sino el efecto de la tensión que ella puede establecer con la espontaneidad de las fuerzas inconscientes. Badiou lo formula así: "Para comenzar a pensar hay que apartarse de la conciencia; podría decirse incluso que es preciso «inconscientizarse»" (Badiou, 2002: 38). Así, la tarea del filósofo consiste en mostrar lo que late por debajo de las formas subjetivas a priori y, con ello, deshacer el mito de la subjetividad trascendental. En su texto sobre Nietzsche, Deleuze lo ve así: "En lugar de principios trascendentales que son simples condiciones de pretendidos hechos, establecer principios genéticos y plásticos que refieren el sentido y el valor de las creencias, de las interpretaciones y las evoluciones" (Deleuze, 2000: 132). De tal forma que el problema no es ya el de las formas a priori, sino el de su génesis: esto es, el verdadero trascendental. Por ello debe haber un nuevo enfoque que apunte no sólo a las condiciones de la experiencia consciente, sino a las de una forma más amplia, a las condiciones de lo que Deleuze llamará en Nietzsche y la filosofía una experiencia real. En pocas palabras, la confusión radica en calcar las condiciones de toda experiencia y del pensamiento de las formas acabadas de la conciencia. "La equivocación de Kant consiste en haber «calcado lo trascendental sobre lo empírico» dándole la forma de un sujeto consciente correlativo a la forma de un objeto" (Zourabichvilli, 2003: 34)9.

En consecuencia, tras la disolución del sujeto originario, el nivel trascendental y el ontológico se traslapan en ese empirismo superior desde el que se hace visible el movimiento simultáneo por el cual salen a flote el sujeto y el objeto. Hay una continuidad entre el sujeto y el mundo en cuanto ambos son materializaciones resultantes del enfriamiento de un único y mismo plano de inmanencia. "Pero ¿por qué parece deslizarse tan fácilmente del estilo trascendental al estilo ontológico, invocando por ejemplo el <puro plan de inmanencia de un pensamiento-Ser, de un pensamiento-Naturaleza)? Esta impresión se debe al hecho de que no hay ya un Ego originario que marque las fronteras entre los dos discursos" (Zourabichvilli, 2003: 35)10. Deleuze acepta el reto de la crítica kantiana al asumir un pensamiento radical de las condiciones de la experiencia y del pensamiento previas a su conformación en el orden subjetivo11.

De momento, entonces, hemos establecido el plano continuo e intensivo como condición a priori del pensamiento, de la subjetividad y del mundo mismo en su organicidad. Con ello, hemos ampliado las posibilidades de devenir de los compuestos orgánicos por efecto de esto informe que los habita palpitando silenciosamente en su seno. Resta extraer las consecuencias que esto puede significar al nivel del pensamiento.

Lo sublime y una nueva modalidad del pensamiento

TODO ESTO ENTRAÑA UNA NUEVA IDEA DE LO QUE SIGNIFICA PENSAR, ya no como el ejercicio facultativo de una subjetividad constituida a priori. Las palabras de Alain Badiou resumen perfectamente la postura de quien en algún sentido fue su mentor:

[L]a intencionalidad presenta el pensamiento como si fuera una relación interiorizada, la conciencia y su objeto, la ideación y lo ideado, el polo noético y el polo noemático, o, en la variante sartreana, el en-sí y el para sí. Ahora bien, como el pensamiento es precisamente el despliegue del ser-uno, su condición nunca puede ser la visión interiorizada, la re-presentación o la conciencia-de (Badiou, 2002: 38).

El pensamiento como facultad no es un estado originario que se enfrente al mundo natural como su objeto; por el contrario, Deleuze apunta a comprender cuáles son las fuerzas a partir de las que tal o cual manera de pensar llega a constituirse siempre a partir del continuo que es el mundo del que surgen toda conciencia y subjetividad. En su aislamiento:

El pensamiento aparece como una simple facultad; pero he aquí una visión abstracta, o bien el estado de un pensamiento "separado de lo que él puede" y que, desde ese momento, piensa abstractamente, se limita a reflexionar sobre los datos de la representación. Para Deleuze, el estado de simple facultad, de simple posibilidad sin capacidad efectiva no es natural u originario (...) En estado de simple facultad, el pensamiento opera abstractamente, reflexivamente, en el horizonte cerrado de la representación. No es afectado y no tiene que vérselas con fuerzas (Zourabichvilli, 2004: 40)12.

Y justo por esta reformulación de las facultades y del pensamiento, Deleuze se concentra con particular atención en la categoría estética de lo sublime en la obra de Kant, pues allí lo individuado en la subjetividad se ve arrojado a la violencia extrema que interroga la nitidez de su delimitación. Como es bien sabido, el filósofo de Kõnisberg se niega a contentarse simplementemente con la estética de lo bello. El alma tiene para él un espacio más amplio de experiencia. Kant abre un espacio particular a lo sublime como forma de la experiencia estética, fundando tal estado en una especie de desequilibrio o impotencia de las facultades en sus relaciones mutuas. En la discordancia de las facultades que significa el sentimiento de lo sublime el sujeto se enfrenta a un desequilibrio que lo obliga a transformarse para estar a la altura de aquello que le ocurre. Lo sublime opera como un fenómeno de desestabilización que exige un devenir. Veámoslo con detenimiento:

El juicio "esto es sublime" ya no expresa un acuerdo entre el entendimiento y la imaginación, sino un acuerdo entre la imaginación y la razón. Pero esta armonía de lo sublime es harto paradójica. La razón y la imaginación no alcanzan este acuerdo más que en el seno de una tensión, de una contradicción, de un doloroso desgarramiento. Hay acuerdo, pero es un acuerdo discordante, una armonía en el dolor. Y solamente el dolor hace posible el placer (Zourabichvilli, 2004: 84).

El acuerdo discordante de las facultades entraña el principio de una violencia de la que el sujeto es paciente y a partir de la cual es impelido a la actividad espiritual. Ante la experiencia de lo sublime la subjetividad es arrastrada por algo que no es ella misma, pero que, a la vez, activa los elementos que componen su espíritu en una especie de mecanismo del alma que va de afuera hacia adentro. Pero esta no es la violencia empírica de un evento accidental que se rehúsa a ser captado por la razón, sino que es la violencia crítica, trascendental, por la cual todo pensamiento es activado. Desde el punto de vista trascendental, la violencia que padece el sujeto entraña el ejercicio trascendental de las facultades (Cfr. Smith, 1996: 34). Ejercicio que implica el enfrentamiento de cada facultad con aquello que se le escapa. Se trata de establecer una relación discordante de las facultades entre ellas y frente a aquello que las desafía. Por eso, en la experiencia de lo sublime la armonía entre inconmensurables obliga a las facultades a movilizarse. "Hay algo que se comunica de una facultad a otra, pero que se metamorfosea y no forma un sentido común. También se diría que hay ideas que recorren todas las facultades, pero no son el objeto de ninguna en particular" (Deleuze, 2002: 225). De esta forma, las facultades, ante la imposibilidad de traducir en armonía sus contenidos y, sobre todo, ante la anarquía que significa la falta de dominio de una sobre las demás, se ven arrastradas desde afuera a un esfuerzo bien particular: al esfuerzo por comunicar entre ellas lo incomunicable, de traducir lo intraducible. Este esfuerzo trae consigo un extrañamiento de cada facultad con relación a las demás y con relación a sí misma. Las facultades son obligadas a ejecutar un ejercicio superior que no se basta en el despliegue de su operatividad ordinaria, sino que reclama una creatividad extraordinaria. "Cada facultad es obligada a enfrentar su propio límite diferencial y empujada a su ejercicio involuntario y trascendental" (Smith, 1996: 34)13. Ante la dificultad las facultades y, en general, la subjetividad, muestran de lo que están hechas. En otros términos, en lo sublime, cuando el sujeto se enfrenta a lo indeterminado, finalmente se enfrenta a su propia indeterminación, lo que es, a su propia plasticidad. La determinabilidad del sujeto lo enfrenta a las virtualidades que lo habitan y lo sublime pone de manifiesto el potencial inorgánico del sujeto. A propósito de la búsqueda de sublimidad del cine expresionista alemán, Deleuze formula así la tensión con la inorganicidad propia de la experiencia de lo sublime:

En lo sublime dinámico, es la intensidad la que se eleva a una potencia tal que ciega o aniquila a nuestro ser orgánico, lo deja aterrorizado, pero suscita una facultad pensante por la cual nos sentimos superiores a aquello que nos aniquila, para descubrir en nosotros un espíritu supraorgánico que domina toda la vida inorgánica de las cosas: entonces ya no tenemos miedo, pues sabemos que nuestra "destinación" espiritual es lisa y llanamente invencible (Deleuze, 2003: 83).

El modo en que Deleuze ve la materialización de lo sublime en el expresionismo alemán nos ofrece una formulación interesante del problema. Allí, lo que opera como agente activo es una vida inorgánica superior que arrastra consigo las configuraciones orgánicas determinadas, empujándolas hacia el abismo que en principio puede significar su propio aniquilamiento, pero que a la vez puede significar su redención, su superación. Es decir, el peligro que significa la desarmonía que siembra la experiencia de lo sublime en el sujeto tiene el poder redentor de relanzarlo más allá de sí mismo, por encima de su propia actualidad, o, en términos nietzscheanos, hacia su sobrehumanidad. De acuerdo con esto, el potencial inorgánico de lo sublime no se agota en la negación de lo determinado por una fuerza perturbadora, sino que a este movimiento le acompaña una elevación. El destino final de lo sublime es el otorgamiento de una dignidad superior14. Lo que se juega en la irrupción del potencial inorgánico de la vida que invade para desestabilizar al sujeto no está en otro mundo, no es otra vida, ni la armonía del reino de los cielos; es, más bien, la intensificación de lo que puede una facultad o de lo que puede un sujeto. El alto destino al que se abre el hombre en su propia desorganización es el de los devenires que significan un aumento de potencia, ya que el poder de lo inorgánico siempre se efectúa como porvenir, pero no como el destino de una revolución que apunta a su actualización en un estado de cosas. Es el porvenir de la pura virtualidad que no cesa de sustraerse a una actualización definitiva. El proyecto al que se abre el hombre es el de su propio afuera, tan indeterminado como potente, peligroso y prometedor15.

Consideraciones finales: sobre el vidente cinematográfico

Es claro, entonces, el porqué de la obstinación deleuziana con la figura del vidente en el cine moderno. El autor de los dos volúmenes de Estudios sobre cine encuentra que ciertas expresiones cinematográficas, herederas del neorrealismo italiano, materializan la experiencia del poderoso sobrecogimiento que entraña el enfrentamiento a algo extraordinariamente superior, intolerable para la mirada y para el pensamiento. Esta es una cinematografía de rostros desnudos, desprovistos de toda gestualidad y, a la vez, de cuerpos estáticos, incapaces de reaccionar ante aquello a lo que se enfrentan. Utilizando una expresión de la teoría del drama, este cine ya no ofrece personajes, sino más bien, el retrato de su crisis, impersonajes (Cfr. Sarrazac, 2006). Mientras el cine clásico nos presenta personajes que actúan siempre de manera lógica de acuerdo con las circunstancias que los conducen a la acción en un perfecto mecanismo causal de acciones y reacciones, el cine moderno nos enfrenta a un panorama distinto. Los personajes del cine moderno ya no actúan sino que vagabundean, ya no reaccionan sino que contemplan. El esquema sensorio-motor característico del drama clásico fracasa en el cine moderno para abrir un nuevo ámbito de la imagen cuya potencia es la inacción. "Sus miradas abandonan la función práctica de una ama de casa poniendo en su lugar cosas y seres, para pasar por todos los estados de una visión interior, aflicción, compasión, amor, felicidad, aceptación, hasta en el hospital psiquiátrico (...) es un cine de vidente, ya no es un cine de acción" (Deleuze, 2007: 13). Pero esto no es efecto de una elección voluntaria del personaje. Los personajes del neorrealismo o de la nueva ola francesa no deciden detenerse ante el mundo en una especie de actitud huelguista. Por el contrario, a ellos les adviene, desde afuera, un encuentro que los absorbe, una visión que los desborda y, en consecuencia, les impide reaccionar.

El personaje se ha transformado en una suerte de espectador. Por más que se mueva corra y se agite, la situación en que se encuentra desborda por todas partes su capacidad motriz y le hace ver y oír lo que en derecho ya no corresponde a una respuesta o a una acción. Más que reaccionar, registra. Más que comprometerse con una acción se abandona a una visión, perseguido por ella o persiguiéndola él (Deleuze, 2007: 13).

La acción ejecutada conscientemente por el personaje ha entrado en crisis y la ha reemplazado una especie de hipnosis que absorbe su espíritu apoderándose de él. Ya no es el personaje quien actúa, sino algo que le adviene, por un encuentro o un azar, desde afuera. Como ante la experiencia de lo sublime, la naturaleza activa y funcional de las facultades cede ante algo que las desborda y les exige hablar un idioma que no es el propio. Pero, igualmente, como en la experiencia de lo sublime, no meramente se entorpecen las funciones subjetivas ante algo que las desborda, sino que allí mismo se prepara un proyecto de mayor dignidad. En este caso, se dispara el automatismo espiritual del vidente, el porvenir de su mirada y de su pensamiento. El personaje aprende a ver. Recordemos que lo que hacía posible la percepción orgánica del mundo no era otra cosa que una especie de recorte, de sustracción de la acelerada materia lumínica e intensiva pre-individual que opera como campo trascendental de toda individuación. Sustracción que hace posible nuestra relación funcional y económica con el universo entero. Pero, cuando el hábito se fractura y nuestra relación operativa con el mundo se disloca, tal sustracción se debilita y el océano de aspectos del mundo que obviábamos se nos abalanza arrastrándonos como la ola de un mar embrabecido. El personaje se vuelve sensible a lo que usualmente ni siquiera percibía, llevando su sensibilidad al límite de lo sensible. "La percepción, en lugar de encadenarse a la acción, no deja de volver sobre el objeto. Ella pierde así su función pragmática para preparar la respuesta adecuada al medio y a la situación" (Marrati, 2003: 66-67). En un comentario sobre su segundo volumen de Estudios sobre el cine Deleuze lo resume de la siguiente manera:

Ya no se confía igual que antes en las posibilidades de reacción ante las situaciones, y sin embargo no se permanece pasivo ante ellas (.) ya no es únicamente la acción (y por tanto la narración) lo que se viene abajo, sino que las percepciones y las afecciones cambian de naturaleza, pasan a un sistema distinto del sistema sensomotor del cine "clásico" (.) No hay sólo una imagen. Lo que cuenta es la relación entre imágenes (Deleuze, 2006: 85-86).

Lo que ocurre, el alto destino al que se proyecta el vidente, consiste en la divergencia de las series perceptivas y del pensamiento. Contra el ejercicio convergente de las facultades según el modelo kantiano, el sujeto se enfrenta ahora a la desarmonía que entraña la divergencia ante el misterioso objeto que lo arrastra. Este sujeto desarticulado se abre a circuitos abiertos de trazados sobre los objetos que no cesan de procrear, ante la mirada, versiones múltiples de aquello a lo que se enfrentan. El sujeto se encuentra objetos que disparan su actividad espiritual en múltiples sentidos, ya no en el reconocimiento por convergencia de las facultades, sino, por el contrario, en la divergencia productiva de un porvenir que se niega a cerrarse. Es la acción directa de lo virtual sobre lo actual. "Es como un circuito que intercambia, corrige, selecciona y nos vuelve a lanzar" (Deleuze, 2007: 21). Series que ya no convergen en un centro que atrae hacia sí al pensamiento, sino circuitos que se interrumpen y re-lanzan multiplicando tanto a los objetos del mundo en un perspectivismo intensificado como al pensamiento en lo que respecta al uso de sus medios y a los campos a recorrer. No hay la centralidad de un origen ni el cerramiento en un fin, más bien hay trazados multiformes, recorridos sin trayecto a priori que se alcanzan sólo como efecto de un elevadísimo rigor experimental. En esta experiencia, el espíritu se activa en cuanto deslinda. Y, así, el cine moderno nos enfrenta al porvenir del pensamiento como su propia divergencia. Probablemente esta es la ganancia más significativa de este tipo de cine: "la multiplicación de los parámetros, la constitución de series divergentes" (Deleuze, 2006: 88). En esta divergencia, el pensamiento es invocado como cartografía sin centro de mando ni límites de contorno previos al recorrido mismo. Entonces, el cine moderno nos ofrece una Imagen inorgánica de lo que significa pensar: el pensamiento como carnaval. Las palabras de Paola Marrati al respecto son concluyentes: "La grandeza de los cineastas del tiempo es haber sabido crear, en las imágenes mismas, otras configuraciones visibles del pensamiento" (Marrati, 2003: 87-88). No se trata de ninguna metáfora cinematográfica. El cine no se comporta meramente al modo en que se comportaría un filósofo. El realizador materializa con sus propios recursos una idea alternativa de las posibilidades pensantes del cine y con ello le ofrece una posible línea de contagio -no un modelo- al filósofo en su campo de competencias. Lo que puede hacer el realizador es trazar su propia línea de experimentación y hacerla tan poderosa como para que afecte espacios más allá del ámbito cinematográfico y, con ello, se espera, se hace patente en un ámbito muy concreto, la posibilidad de un nuevo pensar más allá de la solicitada organicidad del pensamiento.


Pie de página

1Esta es, a los ojos de Michael Hardt, la intuición más radical e intelectualmente potente del pensamiento deleuziano: su irrenunciable mecanicismo. Contra el fundamento trascendente de la forma, el fin o la ley, Deleuze opone el argumento inmanente de la causalidad eficiente como sistema abierto de producción multidireccional de composiciones aleatorias pero consistentes (Hardt, 2004).
2Según Deleuze, Spinoza es un acérrimo opositor del finalismo, pues esta idea entraña el equívoco surgido de las ilusiones de la conciencia, ya que como ésta actúa en virtud de fines, traslada al mundo este mismo comportamiento. Por el contrario, incluso la actividad intencional de la conciencia puede ser expuesta en términos de causalidad eficiente, esto es, en términos de composición. "Las condiciones en que conocemos las cosas y somos concientes de nosotros mismos nos condenan a no tener más que ideas inadecuadas, confusas y mutiladas, efectos separados de sus propias causas" (Deleuze, 2001: 30).
3El caso de Geofroy Sain-Hilaire es emblemático para Deleuze como ejemplo de esto en la biología.
4Podríamos dar una amplísima gama de ejemplos de las artes, en general. Por ejemplo, el cine de Antonioni o el de Lucrecia Martel, hacen lo suyo en función de la disolución de la conciencia del personaje en el fondo pulsional de un inconciente angustiado. Ibsen y Chejov, en el teatro, llevan el relato a su disolución en lo anecdótico sin que por ello la trama se pierda. Burrougs y Lispector arrastran el lenguaje hasta su propia deformación rítmica en el plano de la literatura. O, en la pintura, Rothko y Hartung establecen espacios de color plagados de variaciones intensivas diferenciales en las que la diferencia no significa individualidad.
5En la base de esta caracterización de la diferencia se encuentra la discusión entre la univocidad y la equivocidad del ser. Este asunto de la univocidad del ser desató una feroz contienda entre Deleuze y Alain Badiou, pues éste, como lo consigna en su libro El clamor del ser, no cesa de reprocharle Deleuze un problema sustancial en la base de su comprensión del ser en su univocidad. Badiou entiende que la defensa de la univocidad apunta a hacer de lo real un espacio de producción de diferencias anárquicas, liberadas del modelo de las categorías. Badiou entiende que la univocidad del ser consuma el proyecto nietzscheano de la inversión del platonismo. Pero, justamente por esta liberación de las diferencias, dice Badiou, Deleuze recae en una suerte de emanación ontológica neoplatónica precrítica. Deleuze recae en una metafísica de lo virtual que le permite explicar la diferencia desde el fundamento de la virtualidad: "Deleuze se consagró (...) a un platonismo de lo virtual (...) el fundamento virtual de Deleuze termina siendo una trascendencia" (Badiou, 2002: 69). A los ojos de Badiou, Deleuze conserva el fundamentalismo metafísico a través de su categoría protagónica de lo virtual, pues ella operaría como el soporte de base de toda diferencia, como un más allá trascendental a las cosas que las sostiene. Lo virtual opera como una totalidad abierta que en su amplitud ontológica soporta lo real en su devenir. Por eso, Badiou es escéptico en esa comprensión de un todo virtual por detrás de lo actual. En su actitud, Badiou acude a la teoría de conjuntos para rechazar el idealismo de lo virtual deleuziano pues, desde allí, resulta insostenible la idea de un conjunto total, de un conjunto-Todo al modo del plano de lo virtual, de tal suerte que sólo habría para él multiplicidades actuales y un fondo vacío. No obstante, Deleuze, antes de morir, tuvo una pequeña oportunidad para exponer su respuesta. En ¿Qué es la filosofía? dedica un par de páginas al problema. Allí formula la imposibilidad de pensar la virtualidad en los términos de la teoría de conjuntos, pues ella escapa a ese nivel de problematización. Lo virtual no es un conjunto, pues no está cerrado, ni mucho menos es objetivable. En una entrevista sobre el primer tomo de sus Estudios sobre el cine lo formula del siguiente modo: "Lo importante es la distinción entre los conjuntos y el todo. Si se confunden el todo pierde su sentido y caemos en la célebre paradoja del conjunto de todos los conjuntos" (Deleuze, 2006: 91). Pero, además, Deleuze sostiene la necesidad de una doble instancia, lo actual y lo virtual, para hacer viable la movilidad del mundo como producción de la novedad en el acontecimiento: "Las multiplicidades, se requieren por lo menos dos, dos tipos, desde el principio. Y no porque el dualismo tenga más valor que la unidad; pero la multiplicidad es precisamente lo que ocurre entre ambos" (Deleuze y Guattari, 2005: 154). Los ataques a la teoría deleuziana de lo virtual no sólo vienen de parte de Badiou; Zizek y Rancière también hacen lo propio desde sus propios campos de problematización.
6Slavoj Zizek considera este aspecto de la filosofía deleuziana como un rasgo característico de un pensamiento de la diferencia. Esta nueva comprensión de lo trascendental kantiano a la luz del ser unívoco e impersonal soporta, para Zizek, el genio de la obra del autor de Mil Mesetas. La resemantización del término "trascendental" según un nuevo empirismo, un empirismo superior, como lo llama Deleuze, es el piso de su refrescante pensamiento. En la obra de Deleuze, este elemento recibe el nombre de empirismo trascendental. "El genio de Deleuze reside en su noción de Empirismo trascendental": en contraste con la noción habitual de lo trascendental como la red formal que estructura el rico flujo de datos empíricos, lo "trascendental" deleuziano es infinitamente más rico que la realidad; es el campo potencial infinito de virtualidades a partir del cual la realidad se actualiza. El término trascendental se utiliza aquí en el sentido filosófico estricto de condiciones de posibilidad a priori de nuestra experiencia de la realidad constituida. El acoplamiento paradójico de los opuestos (trascendental-empírico) apunta hacia un campo de experiencia más allá (o, más bien, por debajo) de la experiencia de la realidad constituida o percibida. En este punto, permanecemos en el ámbito de la conciencia: Deleuze define el ámbito del empirismo trascendental como una pura corriente de conciencia a-subjetiva, una conciencia prerreflexiva impersonal, una duración cualitativa de conciencia sin yo" (Zizek, 2006: 2021). Desde su texto sobre Nietzsche, Nietzsche y la filosofía, Deleuze se sirve del filósofo alemán para denunciar lo incompleta de la crítica kantiana, en cuanto su pregunta por lo trascendental no cesa de estar amarrada a nuestra experiencia conciente de la realidad, lo que le impide ver el fondo informe que habita silenciosa pero perturbadoramente en las formas a priori de la subjetividad. Kant asume la forma a priori, pero nunca responde por su génesis. "Kant no realiza su proyecto de crítica inmanente. La filosofía trascendental descubre condiciones que permanecen aún exteriores a lo condicionado. Los principios trascendentales son principios de condicionamiento, no de génesis interna. Exigimos una génesis de la propia razón, y también una génesis del entendimiento y sus categorías ¿cuáles son las fuerzas de la razón y del entendimiento?" (Zourabichvili, 2003: 34). El empirismo trascendental se pregunta por lo que hay detrás, por la génesis de toda forma, sea de los objetos, del sujeto en la experiencia o en el pensamiento. Al sujeto kantiano ya formado en sus formas a priori de la sensibilidad y del entendimiento, Deleuze enfrenta un campo pre-individual, inconsciente, de subjetivación, como su condición trascendental.
7Deleuze repite con insistencia que es impertinente abordar el cine desde categorías heredadas de disciplinas externas a él, pues ellas, lejos de enriquecer la teoría cinematográfica, invisibilizan la imagen por efecto de su prefabricación en campos problemáticos diferentes. Según esta preocupación, el filósofo francés insiste en la insuficiencia de la lectura fenomenológica del cine que asegura que la cinematografía reproduce la percepción natural subjetiva. Por el contrario, Deleuze defiende el cine como una suerte de anti-fenomenología materializada en imágenes, pues su dato inmediato es más el devenir sin ley que la percepción subjetiva o la acción intencional.
8"This interval extract the thing from its infinite relations in duration by confining the reception of these movements to one of its sides, and its reactions to the other. But in doing so the interval performs a further operation, which is to subtract from the image all the movements of duration which do not directly involve the interval's own interest."
9"Le tort de Kant est d'avoir (decalqué le transcendental sur l'empirique) en lui donnant le forme d'un sujet conscient corréleé à celle d'un objet".
10"Mais pourquoi semble-t-il glisser si aisément du style transcendental au style ontologique, invoquant par example (le pur plaine d'immanence d'une pensée-Être, d'un pensée-nature>? Cette impression vien de ce qu'il n'y a plus d'Ego originaire pour marquer une frontière entre les deux discourses".
11Es notable el esfuerzo de Zourabichvili por inscribir a Deleuze en una tradición crítica y por tanto de alejarlo de la tradición metafísica. También es clara la insistencia de Deleuze mismo en que su filosofía es un pensamiento de las condiciones de toda experiencia posible -no sólo la experiencia consciente-. Sin embargo, debemos recordar que la discusión con la metafísica no es un punto relevante del pensamiento del autor de Diferencia y repetición. En esta medida, debemos aceptar que Deleuze hace propiamente ontología, aunque su preocupación nunca supere la inquietud por la génesis intensiva como condición desde la que todo lo que es llega a ser tal y no otra cosa; es decir, su pensamiento es post-kantiano, esto es trascendental. En este sentido Deleuze celebra el paso decisivo que significó Heidegger de la conciencia al ser, de la fenomenología a la ontología, aunque el filósofo alemán no lleve este giro a sus últimas consecuencias. No obstante la lectura de Zourabichvili, Alain Badiou no duda en inscribir de lleno a Deleuze dentro de un retorno a la metafísica pre-crítica a la que él mismo, Badiou, dice pertenecer (Badiou, 2002: 40).
12Deleuze, en un exhaustivo seguimiento al modo de quien busca la salvación en aquello que lo condena, encuentra en el seno de la filosofía misma de Kant los recursos para deshacer esta abstracción subjetiva. En un artículo de juventud titulado "La idea de génesis en la estética kantiana", el autor del antiEdipo se esfuerza por hacer visible un aspecto particular y a la vez definitivo del juicio estético según la Crítica del juicio. En el juicio estético, las facultades coinciden para hacer posible el sentimiento subjetivo de lo bello pero, a la vez, que coinciden en un movimiento sincrónico, como en las otras formas del juicio, práctico y especulativo, aquí el movimiento de convergencia de las facultades se asienta sobre un terreno especial: en la colaboración desinteresada de las facultades, ya no de acuerdo con fines prácticos o epistemológicos, el juego "libre e indeterminado" hace tan sólo pensable la posibilidad de una asincronía. Esta libertad como fondo sin ley sobre el que las facultades deslizan sus relaciones actúa a la vez como plano de posibilidad no sólo de su convergencia sino, a la vez, como escenario de sus posibles desequilibrios. "Si la Crítica del juicio abre un paso, lo hace ante todo porque desvela un fondo que quedaba oculto en las dos Críticas precedentes (...) Este es, en efecto, el sentido de la Crítica del juicio: bajo las relaciones determinadas y condicionadas de las facultades, descubre el libre acuerdo determinado e incondicional" (Deleuze, 2005: 93). "Se entiende perfectamente que la colaboración desinteresada de las facultades inconmensurables para construir la unidad de un objeto, si bien puede estar determinada por intereses prácticos o especulativos de la razón, es sólo posible a partir del acuerdo "libre e indeterminado" entre las facultades del tipo del que se produce en la Crítica del juicio (.) Entrever esa posibilidad es ya liberar por un momento a las facultades de su sentido común al reconocer su independencia, y presentir una discordiafacultatum que destruya la unidad del sujeto y con ella la imposición formal de objetividad" (Pardo, 1990: 75). Es decir, en la Crítica del juicio se establecen las condiciones mismas de existencia y de relación mutua entre las facultades. Por tanto, la última Crítica nos ubica un paso atrás de las facultades mismas y, por ello, pone en evidencia la zona de indeterminación sobre la que se llega a determinar la naturaleza convergente de su juego de relaciones. Las intuiciones propias del juicio de gusto no se adecuan a ningún concepto y obligan a inventar uno, equivalente, en un despliegue inédito de libertad facultativa que ya no puede meramente calcar con sus propios recursos lo que ocurre en su facultad vecina. Allí se expresa el germen del desorden que desatiende Kant y sobre el que se detiene Deleuze. Finalmente, Kant renunciará a su intuición resucitando la unidad subjetiva en la determinación operativa de cada facultad según su propio ejercicio de síntesis. No obstante, la semilla del mal ya ha sido sembrada.
13"Each faculty is made to confront its own differential limit, and is pushed to its involuntary and «transcendental» exercise".
14En Kant, el sujeto se enfrenta a la apertura de algo superior que cabe esperar, según los síntomas terrenos que disparan la experiencia de lo sublime en el sujeto. Claramente, esta no es la dignidad que le interesa a Deleuze.
15Resulta valioso en este punto atender al pensamiento de Rancière y de Lyotard. Para Lyotard, la estética de lo sublime reapropiada por las vanguardias es el recurso idóneo para superar la idea de totalidad en la obra y, con ello, el arte ofrece a la política un modelo de rechazo de la totalización. El arte moderno demuestra la posibilidad de la acción que se rehúsa a la totalidad y que nos emancipa, entonces, de todo imaginario totalitario. Sin embargo, mientras para él lo sublime recoge el espíritu general de nuestra época agotada de meta-relatos, para Deleuze, lo sublime señala tan sólo un campo posible de efectuación del amplísimo poder de lo inorgánico sobre la organicidad (Lyotard, 2005). Por su parte, Rancière afirma que la actitud estética y política de nuestros días parte del principio de una propuesta irrenunciable en relación al porvenir. Desde Marx hasta las vanguardias, de lo que se trata es de alcanzar un sensorio común emancipado. Así, nuestra política y nuestro arte coinciden en la postulación de una promesa, la promesa de un pueblo por venir (Rancière, 2002) Finalmente, ambos, a pesar de sus diferencias, constatan que la ruptura con la estética de lo bello y la armonía que esta presupone entraña la actitud política característica de la voluntad de emancipación de nuestro presente.


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