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Universitas Philosophica

Print version ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.30 no.61 Bogotá July/Dec. 2013

 

"SER FRENTE A LA MUERTE": UN ESTUDIO A PROPÓSITO DE LA MUERTE SEGÚN PAUL RICOEUR Y EMMANUEL LÈVINAS

"BEING FACING THE DEATH": A STUDY ON THE DEATH ACCORDING TO PAUL RICŒUR AND EMMANUEL LÈVINAS

Esteban Josué Beltrán Ulate*

*Universidad de Costa Rica. San Pedro, San José, Costa Rica.

Recibido: 12.04.13 Aceptado: 14.12.13


RESUMEN

La pesquisa pretende analizar las principales tesis presentes en el pensamiento de Paul Ricœur y Emmanuel Lèvinas, a propósito de la muerte y, a partir de sus postulados, establecer un diálogo del cual emerjan desavenencias y concomitancias respecto al tema.

Palabras clave: muerte, antropología, Ricoeur, Lèvinas, ser-frente-a-la-muerte


ABSTRACT

The research aims to analyze the main theses on the subject of death present in Paul Ricoeur's and Emmanuel Lèvinas' thought, and from their postulates to establish a dialogue in which some disagreements and concordances should emerge.

Key words: death, anthropology, Ricoeur, Lèvinas, facing the death


Introito

La muerte es un tema propio de los estudios antropológicos, ya que éste atañe directamente al ser humano, por ello no debe ser obviado y no puede permanecerse impávido ante él. Con este escenario resulta oportuno reconocer las posturas de autores que se han decantado por el tema y establecer un abordaje a profundidad de sus posturas. En este caso el investigador apunta a un diálogo entre dos autores franceses: Paul Ricœur y Emmanuel Lèvinas. Ambos presentan como elemento común su experiencia de vida de entreguerras, lo cual interpela íntimamente sus planteamientos éticos y, por esto, en sus principales tesis se desvela un proyecto humanista contestatario al contexto social de inicios del siglo XX, caracterizado por un individualismo, una preponderancia del tener sobre el ser, una visión de existencia vacía, y en el que las ideologías han devenido en enfrentamientos de lo humano contra lo humano, mientras la angustia se apodera de la comunidad mundial, y hombres y mujeres quedan desvalidos en la existencia frente a un destino ineludible: la muerte, su única certeza.

Tanto Ricœur como Lèvinas, a partir de sus vivencias de entreguerras, esbozan una serie de consideraciones a propósito de la vida, y en sus planteamientos emergen algunas preguntas como: ¿qué es la muerte?, ¿cuál es la significación de la muerte?, ¿la muerte del Otro?, ¿es posible un más allá de la muerte?

El presente artículo asume el desafío de desvelar y establecer un diálogo entre el pensamiento de Ricœur y el de Lèvinas a respecto a la muerte, como respuesta a un contexto en el cual los estudios en torno a esta materia resultan difusos.

Para una comprensión de la noción de muerte en cada uno de los autores, resulta pertinente, en primer lugar, presentar una serie de consideraciones acerca de la visión antropológica de los dos autores; en un segundo momento, plantear las consideraciones acerca de la muerte, para concluir con un diálogo entre ambos filósofos a propósito de lo que sería una tesis genérica: Ser-frente-a-la-muerte.

Antropología ricœuriana

Paul Ricœur concibe al ser humano como un ser falible, un agente endeble, lo cual se evidencia en su continua disposición al error. El autor asume ésta falibilidad como un elemento innato a cada individuo y presente en cada cultura, que se exterioriza en diferentes relatos históricos, tales como el libro de Iyov en el Ketuvim del Tanaj Judío, o el poema mesopotámico Ludlul bel nemeqi (Job Babilónico); en las crónicas de los diluvios; en las narraciones de las manifestaciones iracundas de las deidades ante los deslices y en las faltas de hombres y mujeres.

Si bien, la naturaleza no evidencia corrupción, lo cual es verificado a partir de la observación empírica, la praxis humana revela una constante falla producto de la fragilidad propia del ser humano. Esta inestabilidad, según expresa Ricœur, es resultado de una desproporción acaecida en el ser humano, un auto-desplazamiento de sí mismo, una no-coincidencia con su propio ser.

Esta desproporción es ineludible porque todo ser humano está marcado por esta condición que, producto de una lucha interna, es resultado de una continua tensión desproporcional entre la voluntad infinita del ser humano y su razón finita. Es decir que existe una polaridad en el individuo que recorre desde la finitud del bio hasta la infinitud del logos, polaridad que se engarza en diferentes esferas de lo humano, por lo que además de verse manifestada en el ámbito del conocimiento, se reconoce en el ámbito de la praxis y en la esfera de los sentimientos (Cfr. Ricœur, 2011).

La visión ricœuriana, se ubica en las antípodas de planteamientos dualistas y de posturas reduccionistas, que pretendan sumir al hombre como simple res cogitans, o mero res extensa, ya sea considerándolo como un 'To Pienso", resultado de una exacerbación del racionalismo, o como un conglomerado de masa dinamizado, en el cual la diversidad de cada ser humano se ve emasculada por una visión totalizante.

Aunado a esto, el autor francés, desvela una crítica a los excesos de su época, su planteamiento procura desplazar los planteamientos egoístas, individualistas, consumistas, y apunta a una concepción de hombre como una realidad dinámica y, a su vez, se contrapone a los planteamientos filosóficos que absolutizan al hombre. Según Ricœur, el ser humano no es un sí garantizado, es un enigma en sí, un proyecto inconcluso; por esta razón, no puede ser reducido a una definición puesto que la comprensión del hombre no es cabal, lo único que puede referirse de él es un acercamiento. Esta aproximación a la concepción de hombre se despliega a partir de una lectura interpretativa de la realidad, en un desvelamiento de símbolos y signos presentes en la historia de la humanidad que fungen como una suerte de narración a propósito del ser humano.

La labor del autor no se enmarca en problematizar la existencia del mundo, sino en presentar una metodología a partir de la cual se puede llegar a interpretar el mundo. Para el pensador francés, la comprensión del hombre es tan íntima como su capacidad de pensar, en este sentido, considera pertinente establecer que a partir de esta potencialidad en el campo de la comprensión, nace una misión desde la cual el ser, en su constitución, evoque la acción de la comprensión.

El escenario expuesto por el autor apela a una concepción de ser humano como una línea tendida entre dos polos, de los que no logra tener conocimiento más que por relación indirecta. En esta forma, Ricœur rompe con el dualismo y se circunscribe en la tesis aristotélica del justo medio. Este equilibrio es el paso necesario para vencer la desproporción, con lo cual el ser humano ingresa en el umbral del reconocimiento de sí.

El reconocimiento como desvelamiento de la identidad se genera a partir de la dialéctica del sí, lo cual traduce el equilibrio que resuelve la desproporción. El movimiento dialéctico planteado por Ricœur se sintetiza en un recorrido a partir del cual la ipsedad del sí se desborda en salida hacia el otro, cuyo carácter de intimidad permite asumir al otro como sí mismo y viceversa (Cfr. Ricœur, 2003).

En Ricœur se descubre al ser humano como proyecto, la fragilidad inherente a su desproporción si bien, es una limitación, le permite presentarse a sí mismo como un ser capaz de superarse, de trascenderse, pues de su finitud se desprende una infinitud que se solventa en el encuentro con el Otro.

El encuentro que se predica con la plenitud del ser, a través del cuerpo vivo (Leib), "El cuerpo (...) me muestra el adentro sobre el afuera y se convierte en signo para el otro, descifrable y brindado a la reciprocidad de las conciencias" (Ricœur, 2011: 38), lo cual manifiesta lo necesario e indisoluble del ser humano, razón por lo cual no se puede dividir cuerpo y mente. Esta plenitud desde la que se puede distinguir y predicar mas no dividir, permite al ser humano presentarse ante los demás, y atestarse a sí mismo en el reconocimiento de sí en cuanto otro. Esta afirmación evoca un despertar de la estima de sí que confabula como motor para aspiración a un vivir bien. Así, el ser humano capaz brota a partir del reconocimiento del sí mismo como otro, a partir de la síntesis de la dialéctica idem-ipse (Cfr. Ricœur, 2003), identidad narrativa que emerge en la triada: asignación, adscripción, y prescripción (Cfr. Zapata, 2009), el ser humano que logra identificar al otro, imputarse actos y dar referencia de los sucesos, se torna acción reflexiva.

De este modo, se comprende que el Otro ocupa un sitio preponderante en el pensamiento ricœuriano, ya que el Otro, a través de la escucha de la voz de la conciencia, resulta ser un paso necesario y obligado hacia la conminación, un llamado que indica al ser humano que ha de vivir bien, con los Otros y para los Otros. En esto radica la convicción.

Vivir en instituciones y sociedades justas es el anhelo ricœuriano, empero, la muerte acontece inevitablemente intersecando no solo al Otro sino al sí mismo. Ante esto se desencadena una serie de interrogantes: ¿qué es la muerte?, ¿qué puedo decir de la muerte?, ¿cuál es el papel de la estima de sí, ante la muerte del Otro?

Ricœur aborda el tema de la muerte desde una óptica contestataria al pensamiento Sein zum Tode heideggeriano, y apela al posicionamiento del ser humano como un ser vivo hasta la muerte, desprendido de la angustia y asumiendo la realidad a partir de la atestación de sí. El ser humano capaz, resuelto de la desproporción, ha de asumir la muerte de manera que ésta no evoque desproporción, en el siguiente apartado se procura un acercamiento a la concepción de muerte según el autor.

Circunspecciones ricœurianas a propósito de la muerte

Para Ricœur, la plataforma mediante la cual el Yo asume al Otro es a partir de la estima de sí; este es el momento desde el cual se accede al Otro. En este movimiento de exterioridad, el Yo aguarda pasivo la declaración de su humanidad por parte del Otro, un Otro que "me devuelva la imagen de mi humanidad, que me estime declarándome mi humanidad" (Ricœur, 2011: 140). A partir de esta aseveración emerge un problema por considerar, ya que si el Otro es paso necesario para asumir la humanidad del Yo, ¿Cómo puede adquirir su humanidad un Yo frente a la imagen de un fallecido?, la atestación del sí se desvanece en el rostro de aquel difunto y lo que evoca es la no constatación del sí.

Ante esta situación el autor concibe que, si bien, en el ausente se imposibilita la atestación de sí, en los Otros que lloran al fallecido, en aquellos que elaboran el duelo, eo ipso, se constata mi sí. El ser humano al estimar al Otro está estimándose a sí mismo, está reflejando su humanidad, pero en el caso de la muerte existe una ruptura de ese reflejo y el individuo no puede encontrar la humanidad sino muertes singulares mismas, de tal manera que el vínculo desaparece.

Si 'Yo creo que valgo a los ojos del otro que aprueba mi existencia" (Ricœur, 2011: 141), ¿cómo será valorado aquel que se refleja frente al rostro impávido de alguien que falleció?, inevitablemente no podrá verse reflejado, la muerte acaba con el existente, y el único reflejo que puede ser percibido por quien lo recuerde será el de obviar el egoísmo vital.

Por esta razón, la pregunta en torno a la muerte es una interrogación de vivos (Cfr. Ricœur, 2008), y aunque resulte simple esta afirmación, encierra el carácter antropológico del tema de la finitud humana respecto a una realidad que se asume colateralmente. Por ello, dado que la constatación que cada individuo tiene con respecto a la muerte es de modo indirecto, pues emerge de la experiencia de la muerte del Otro, esto no implica que la relación del hombre esté cumplida ya que no se ha vivido la muerte, y como no se puede aseverar que se pueda vivir la muerte, la constatación se mantiene en los linderos del enigma.

Lo que se puede manifestar es que la muerte implica intrusión y que su aparecimiento provoca confusión, genera angustia en los cercanos, ya que a pesar de ser la certeza más patente en cada individuo, está sumida en un ámbito de sorpresa y temor, ' mors certa, hora incerta". Con todo, el tener que morir es el mandato ineludible de todo ser humano.

La disposición que asume el ser humano ante este hecho es la de anticipar la agonía, y de este sentimiento no puede huir porque jamás se deja a los muertos, no pueden olvidarse, emascularse del pensamiento, están siempre presentes en la memoria y en la historia, y en ellos se evoca un constante relato que transita de generación en generación, ya que sus crónicas resultan necesarias en la construcción de la identidad de cada pueblo. "[La] memoria no es nada sin contar. Y el contar no es nada sin escuchar" (Cfr. Ricœur, 2008), esta memoria narrativa mantiene presente al pasado y a los muertos latentes en el pensamiento y en los sentimientos, pues el remembrarlos ejerce una acción terapéutica en aquellos que sobreviven.

Ante la muerte de los Otros el sobreviviente se anticipa a su tiempo, se proyecta en el antefuturo de manera obsesiva. A partir de ello, Ricœur esboza su crítica, ya que el ser humano al imaginar al muerto del mañana llega a incorporar su rostro en ese muerto, por lo que "anticipar la agonía es angustia ante la muerte" (Ricœur, 2008: 37). Sin embargo, esa actitud se resuelve en un vivir para la muerte, noción característica del pensamiento heideggeriano; por tanto, hay que luchar contra esa imagen de 'estar muerto de mañana" porque ello sería vivir en la desproporción.

Si bien, la muerte del ser cercano procura dolor y queja en el sobreviviente, este duelo debe convertirse en consentimiento, ya que este asentimiento hacia la muerte del otro permitirá la alegría como antípoda de la angustia. Se trata de un dejar de pensar en vivos y muertos para asumir una concepción desde la cual los vivos conviven con el recuerdo de los muertos, en su memoria viva.

Para el autor, si bien se está solo en el morir, no se muere solo. Existen miradas de acompañamiento, testigos que confirmarán, memorias que narrarán y, a su vez, fungirán en el desarrollo del duelo. La muerte es desapego, "es en verdad el fin de la vida en el tiempo común a mí" (Ricœur, 2008: 63). El expirar no implica invisibilización o anulación, sino más bien una condición de la cual no puede brindarse más noticia que aquella que germine de las voces cercanas al fallecido. Así, la tesis ricœuriana se reitera en la medida en que la vida es lo que prevalece, pues incluso en el agonizante brota lo esencial, aquello religioso común, según indica el autor, aquello que trasciende y emascula cualquier barricada entre religiones, la vida, el buen vivir.

La muerte para aquel que existe es simplemente la disociación de lo mortal frente a lo inmortal en el nombre propio, de modo tal que más allá de la muerte se perdura, según enuncia Ricœur; sin embargo, este permanecer no es una espera en la resurrección, sino que apela en su defecto a la espera, a la confianza en la gracia, obvia cualquier desenlace fatídico, análogo al juicio final. Para el autor francés es necesario desmitologizar el juicio y aguardar a la espera de Dios que se acuerda-acordará del hombre, un Dios de cuya memoria deviene el perdón. Por esta razón, el ser humano no ha de esperar resurrección, como recompensa, o un desenlace del juicio final. Estar viviendo a expensas de un Juez sumador de actos buenos o malos implica estar viviendo como un ser para la muerte, a la espera de retorno o restauración.

El vivir en la esperanza de la gracia es sustentado por el autor a partir de la consideración mediante la cual ubica a Dios en una condición más allá del hombre, lugar donde permanece oculto, del cual el hombre es incapaz de imaginar o concebir su sentido.

En síntesis, Ricœur adhiere a la visión de vivir para un más allá de la muerte, esto implica no renunciar a la historia, a sus antecesores, a la memoria y, sobre todo, a aquello que se ha amado, aquello en lo cual el ser humano ha incorporado su cuerpo vivo. En palabras del francés: 'pedirme que renuncie a lo que me ha formado, a lo que he amado tanto, es pedirme que muera" (Ricœur, 2008: 104), frente a esto lo que resta es estar vivo hasta la muerte.

Una vez bosquejado el planteamiento ricœuriano respecto a la muerte, se procede a reconocer, de igual manera, la visión antropológica Lèvinasiana para, posteriormente, recaer en su planteamiento a propósito de la muerte, lo cual permitirá establecer criterios póstumos, donde se confronten los aportes de ambos autores.

Antropología Lèvinasiana

Emmanuel Lèvinas desarrolla un planteamiento antropológico contestatario a su contexto social, ya que éste se caracteriza, según indica el mismo Lèvinas, por una cosmovisión en la que se evidencia una supresión de valores suprasensibles (Cfr. Lèvinas, 2006), ya que la concepción del Dasein heideggeriano como muestra de la finitud del ser humano se denota en el imaginario colectivo de la Europa de inicios de Siglo XX, seres humanos sesgados ante ideologías totalizantes, que han reducido al ser humano a un simple Sein-zum-tode, en el ser y quehacer de los totalitarismos que devienen en guerras, masacres y aniquilación del Otro.

Aunado a esto el autor realiza una crítica al culto de la libertad de las filosofías de la existencia (Cfr. Lèvinas, 1998), considerando que éstas procuran una arbitrariedad que deviene en absolutización de criterio que imposibilita cualquier modo de moral, pues implica una oclusión del individuo, anula cualquier posibilidad de relación y evidencia una alergia hacia el Otro.

Esta filosofía desarrollada en occidente se centra en la inmanencia misma que superpone la libertad sobre la ética, desde la óptica de la ontología heideggeriana; por tanto, no existe obligación ni responsabilidad con el Otro y la relación entre los hombres termina mediada por 'la dominación imperialista (.) la tiranía" (Lèvinas, 2006: 70). En este contexto, el ser humano es percibido como un enemigo, como un competidor que debe ser suprimido, justamente ante este escenario emerge la voz profética de Lèvinas.

La propuesta antropológica Lèvinasiana surge a partir de la idea de ser humano como un ser capaz de descubrir el infinito en el rostro del Otro. Lèvinas concibe el Yo como sí mismo, en busca de Otro, un giro de la ipsedad a la otredad. El autor judío asume de manera pedagógica a través de dos relatos, la crónica homérica del Rey Ulises de Ítaca que desembarca del puerto con el anhelo de regresar a su hogar, y el relato del TiKWíi (Bereshit) del Tanaj Judío en el cual de Abraham emigrando de Ur de los Caldeos, camina sin esperar volver, consumido en una salida de sí, sin retorno (Cfr. Lèvinas, 1998).

Este contraste de visiones evidencia las dos concepciones antropológicas que trae a colación el autor; en un primer momento, el ser humano sale en miras de una recompensa, y espera volver para externar sus glorias; en un segundo momento, se expone una concepción de ser humano que se desplaza a lo totalmente Otro, a lo totalmente infinito.

En Lèvinas, se traza un humanismo del Otro hombre, en el que el encuentro es la tónica, lugar donde el Mismo recibe al Otro de modo hospitalario sin que esto implique que lo posee. Este planteamiento se puede ejemplificar pensando en un pueblo que recibe al extranjero con amabilidad, sin que esto implique que el segundo olvide su cultura, su lengua, su identidad, pensar en rostros que hablan, es pensar en diálogo, en interculturalidad, el Otro es alteridad, y está más allá del Yo.

La concepción antropológica Lèvinasiana postula una humanidad que se brinda en encuentro hacia los demás, descubriendo en cada uno su otredad, "el pobre, la viuda, el huérfano" (Cfr. Lèvinas, 2006) y percibiendo en la epifanía de sus rostros un llamado hacia el infinito, una diacronía. Así, el autor concibe la libertad humana como capacidad de partir totalmente y absolutamente hacia el Otro que es a su vez infinitamente lejano, del cual la única noticia que se tiene es de su huella (Cfr. Lèvinas, 2006).

El encuentro con el rostro del Otro es el paso necesario para que germine la responsabilidad infinita: "Yo soy para el Otro en una relación de diacronía: estoy al servicio del Otro" (Lèvinas, 2005: 193). Este ligamen implica no solo un compromiso con el cercano sino con la sociedad completa, esta responsabilidad es vocación a la vida política, de manera que pueda alcanzarse un bienestar comunitario a partir del desvelamiento del rostro y, con esto, el des-hechizamiento de la sociedad para sí, en pos de la sociedad para el Otro.

Esta relación ética, que plantea el autor, parte de la escucha y requiere el reconocimiento de cada uno de los que en sí revelan un rostro. Esta concepción de rostro refiere a una alteridad, ya que en su condición de huella funge como signo de salida sin retorno, en cada rostro se percibe la alteridad del Otro, del "extranjero [que] viene de la lejanía y desde una absoluta altura" (Santiesteban, 2008: 174).

Es en el Mismo donde surge un deseo metafísico, un deseo de exterioridad, ahí se revela un sentimiento de responsabilidad perpetua, este es el ethos Lèvinasiano (Santiesteban, 2008: 174). El reconocimiento que la existencia no es soledad, y que la presencia del Otro interpela y compromete, y sobre todo remembra el mandato de "No matarás", como un principio de convivencia.

La filosofía Lèvinasiana parte de la postura de la recuperación de la egología del Otro dominado por el Mismo (Cfr. Lèvinas, 1998). En estas circunstancias, la alteridad es un mecanismo para descubrir al Otro, a través de lo que Lèvinas llama el rostro, "Le visage parle". El encuentro con el rostro del Otro compromete al ser humano, como expresa Robert Bernasconi "the human face (...) demands an ethical response" (Lèvinas, 2001: xiii). La antropología Lèvinasiana es ante todo una propuesta ética, donde la alteridad como exterioridad que interpela la pasividad del Mismo, se postula como el argumento base del planteamiento.

Una vez bosquejado el plan antropológico Lèvinasiano, resulta meritorio considerar el aporte teórico respecto a la muerte, si el rostro del Otro revela la huella del infinito, ¿cómo asumir la muerte del Otro?, ¿cómo asumir la propia muerte?

Circunspecciones Lèvinasianas a propósito de la muerte

Lèvinas considera que bajo una noción heideggeriana de ser para la muerte Sein-zum-tode, la humanidad ingresa en un umbral de desesperanza, el sentimiento que emana del sentirse solo ante la nada, arrojado en la existencia, no es alentador y evoca un sentido tanto de dominación como de tiranía.

Ante esto, el autor propone un giro ético que apunta a rescatar al ser humano de sus propias garras, propone un salto trascendental del pensamiento antropológico de Heidegger, desplazando al Dasein hacia un planteamiento antropológico donde el ser humano sea comprendido como un ser más allá de la muerte; por ende, como otro modo de ser.

Frente a la idea de la reducción del Otro, presente como característica potenciada de la modernidad, Lèvinas se plantea la idea del alejamiento como alteridad absoluta, puesto que existe una distancia infinita entre el Yo y el Otro, donde el segundo no puede ser alcanzado por el primero (Cfr. Lèvinas, 2006). El autor descubre en su experiencia como prisionero de guerra que el ser humano, a pesar de estar ante el asesino que procurará su muerte, no será alcanzado en su totalidad, esto por cuanto el asesino al tener en sus manos a la víctima la puede torturar, mancillar, flagelar, incluso hasta matar, pero jamás la podrá ocupar como parte de su ser, nunca podrá hacerla parte de sí. El espacio que ocupa el Otro no puede ser sumado al de aquel que quiere atraparle, el Mismo no puede ser erradicado, emasculado, ya que el ser humano como tal está para ser más allá de la muerte.

La muerte para el autor resulta no ser claramente el final de la existencia, sino el salto de la sincronía y la diacronía, comprendiendo la primera como la sucesión de acontecimientos acaecidos, y la segunda, como acepción, como lo Eterno. Pero, ¿qué comprende Lèvinas por la muerte?, ¿cómo la caracteriza?

El autor judío concibe la muerte como un misterio, enuncia que es ámbito donde radica lo más desconocido de lo desconocido (Lèvinas, 1999: 153)1, una suerte de incógnita no resuelta, que acaece de manera indirecta mediante un correlato que emerge de la experiencia. La muerte es percibida, entonces, por el ser humano a partir de la muerte del Otro y, además, dado que la percepción sobre el fenómeno de la muerte no es un hecho claro para la razón, pues el ser humano carece de una experiencia empírica que defina el definiens, la relación que el hombre tiene ante la muerte no es más que la relación con el misterio mismo (Cfr. Lèvinas, 1993).

A pesar del carácter de misterio del fenómeno de la muerte, Lèvinas desvela en ella una serie de consideraciones. Por una parte, establece que esta experiencia manifiesta la pasividad del ser humano, ya que evidencia el acontecimiento en el cual el sujeto deja su categoría de sujeto (Cfr. Lèvinas, 1993), momento en el cual el cuerpo yace impertérrito y no es más que inacción. Es el fin de lo que el autor denomina la virilidad, el heroísmo; es la inmovilización del rostro; es el cataclismo de la apariencia (Cfr. Lèvinas 2005).

Por otra parte, Lèvinas sostiene que la muerte acaba con la fantasía del hombre considerado como majestuosidad, pompa y vigor. Toda egología se ve consumida por la muerte, toda apariencia yace en el silencio del destino ineludible de cada miembro de la humanidad. Lèvinas asevera que la muerte imposibilita tener un proyecto dado que su llegada es inesperada, y ante ella el sujeto no puede poder, se desvanece en el momento mismo, y cualquier posibilidad de acción se ve invertebrada.

El acontecimiento mismo de la muerte está fuera, es inadmisible de manera infinita porque la ésta es completa otredad, está lejana del ser humano y, por ello, no es controlable. Sin embargo, es un acontecimiento tan cercano que, en un momento dado, interseca sin dar marcha atrás, no existe un regresar postmuerte, como menciona el mismo Lèvinas. Con todo, la muerte resulta ser un secuestro al cual todo ser humano está condenado.

Ante la expiración no debe existir angustia, considera Lèvinas, ya que este hecho ha de ser más bien una experiencia central, desde la cual cada sujeto pueda abrirse a la vida, puesto que la muerte del Otro es el mecanismo a través del cual se puede concebir la propia muerte (Cfr. Lèvinas, 1999).

Este absurdo al cual todo ser humano está forzado a recibir, permite que el hombre se responsabilice hacia el prójimo, de manera gratuita, sin intervención imperativo que se lo indique, pues la relación con el infinito manifiesta una responsabilidad entre mortales (Cfr. Lèvinas, 1999). Este misterio que se oculta tras la muerte como un profundo desconocido nos permite saber que el tiempo no es el límite del ser, sino la intriga de la subjetividad presente en la relación con los demás.

Para Lèvinas, en todo momento se percibe el llamado ético, incluso, en la muerte misma: "la priorité de l'autre sur le moi, par laquelle l'être la humain est elu et unique" (Lèvinas 1991: 214). Lo primero es el Otro, pues en él se descubre lo humano, y éste es lo único, razón de nuestra existencia porque sin el Otro el ser humano individual resulta incompleto. Por tanto, la existencia radica en el compromiso mutuo entre iguales, en la convivencia de los unos con otros frente al mandamiento "no matarás", que más que imposición resulta ser instrucción, pedagogía que encamina hacia la vida.

Lectura colativa: Ricœur y Lèvinas a propósito de la muerte

Si bien, existe una clara desavenencia entre los autores a propósito de elementos propios del tema de alteridad en sus correspondientes visiones antropológicas, resulta seductor considerar los puntos de encuentro, concomitancias, a propósito de la muerte.

Entre el pensum ricœuriano y lèvinasiano existe una tensión a propósito de la perspectiva de alteridad que interpela en lo más íntimo de sus criterios antropológicos. Al respecto, Ricœur emprende una acérrima crítica contra el autor judío, reprochando lo que él considera como una reducción simétrica de la alteridad, específicamente, en la visión exterioridad del otro, "Quizá el filósofo, en cuanto filósofo, debe confesar que no sabe y no puede decir si este Otro, fuente de conminación, es otro al que yo pueda contemplar o que pueda mirarme" (Ricœur 2003: 397).

Desde la óptica ricœurina, Lèvinas quebranta su argumentación al no permitir la distinción entre la identidad idem-ipse y, por ende, con suponer que la Identidad del mismo mantiene una línea base sobre una ontología de la totalidad. Otro de los puntos de quiebre se encuentra en la relación Mismo-Otro, desde la cual, para el judío, existe un movimiento infinito, una disimetría en lo que el francés concibe como una hipérbole, donde luego de criticar el absoluto termina rindiéndole homenaje al infinito cual absoluto; empero, esta consideración podría ser rebatida y dar continuidad a una controversia que no tiene por objetivo el presente estudio.

Frente a lo que el autor de Valence considera como exceso de exterioridad de Lèvinas, asume el desafío de proponer una modalidad de alteridad distinta, en la cual el ser conminado conforma la estructura de la ipsedad. Por tanto, idem-ipse se concreta a partir de la unidad entre la atestación de sí y de la conminación venida de Otro, lo cual justifica que se reconozca la modalidad de alteridad a la pasividad de la conciencia, vista desde el plano fenomenológico.

Lejos de la distinción entre el tema de la alteridad, tanto en Lèvinas como en Ricœur se encuentra manifiesto un talante ético, mismo que emerge de modo contestatario al contexto sociocultural en el que se ven inmersos durante el Siglo XX. Si bien la disputa antropológica parece inquebrantable, resulta necesario acercarse a la concepción que esbozan respecto al tema de la muerte para observar, con detenimiento, el tratamiento que le brindan a la muerte, no desde una concepción de finitud, ni de culminación de la existencia, sino como ser que deriva de sus planteamientos una serie de considerandos que apelan a un llamado ético hacia el buen vivir.

Ambos autores postulan al ser humano como un ser más allá del Sein zum Tode heideggeriano. La modernidad ha legado una visión cerrada de ser humano, concibiéndolo en dos polos, como un mero individuo, o como parte de un conglomerado masa, en ambas opciones limitándolo a un simple ser arrojado en el mundo, angustiado por su muerte, y viviendo condenado a una aparente libertad que no le permite reconocerse a sí mismo con los demás.

El reconocimiento de la muerte como un misterio, desde el cual solo podemos tener referencia a partir de la experiencia truncada en la muerte de los demás, despierta un llamado para el buen vivir, para responder frente al rostro del Otro de una manera ética. La muerte no es una fatalidad que ha de dejar al ser humano en un incesante dolor, o llanto, sino más bien ha de ser la posibilidad en la cual emerja una aurora ética, que permita una nueva humanidad, donde los ausentes permanecen en la memoria, en la historia, en lo narrado, como rostros presentes en una diacronía, de modo tal que no se hablará de vivos y muertos, sino de vivos que encarnan los rostros de sus ancestros y que se reflejan unos a otros en una completa comunión.

Para ambos autores la muerte es una realidad, es un acaecimiento que no puede ser obviado ni aplazado; sin embargo, ante lo inevitable surge una respuesta ética, que además de ser personal puede convertirse en comunitaria, esto en cuanto la reflexión y acción pre-muerte puede desplazarse de una angustia ante la ausencia anticipada a un ser capaz de actuar en consecuencia, en compromiso con los demás.

La muerte resulta ser ineludible y siempre un misterio y lo que se puede indicar de ella es lo que se obtiene a partir de la experiencia que surge de la muerte del Otro. Es así como el ser humano logra caracterizar la muerte de diversas maneras a lo largo de la historia, manteniendo como línea común su aparición resultado del pecado, de la culpa, del error. Desde la antigüedad, diversos relatos han correlacionado la muerte como mecanismo para expiar culpas y liberar a la humanidad del mal, esta visión se ha mantenido hasta la actualidad, acompañada en occidente por la cosmovisión postmoderna del culto a la virilidad, promoción del placer, muerte de Dios como emasculación de vida eterna, angustia ante el sin sentido de la existencia y una aparente libertad que resulta ser un paliativo frente a la fatalidad.

La significación de la muerte en el Siglo XX, a partir de los embates bélicos, acentúa la desesperanza humana. Lo único seguro es la muerte, y esta actitud de ocaso provoca una pre-muerte en muchos, la desproporción se realza y la indiferencia por el Otro se extiende. Esta modalidad de existencia imprime rechazo por la vida misma, un olvido por el Otro y, con ello, la imposibilidad de reflejar la humanidad en el cercano y en el lejano, pues todos resultan ajenos, seres en condición de cosa y, por tanto, manipulables, al punto de poder ser extirpados. Esto asoma un tipo de muerte anticipada, pues aquel que olvida a su similar humano está olvidándose de su humanidad, está siendo participe de una muerte prematura.

Este escenario se percibe con gran facilidad en el pensamiento sartreano y heideggeriano en cuanto la existencia yace nauseabunda, tras una falsa libertad que convierte a cada individuo en un ser para sí, y un enemigo para los Otros; una libertad sesgada, pues no asume el compromiso con los demás. Desde esta perspectiva, la vida se resume a un estar en un mundo, del cual nadie tuvo oportunidad de aceptar o rechazar, puesto que cada individuo es un mero Dasein, con una vocación clara: Sein zum tode.

La respuesta ricœuriana y levianasiana ante este contexto evoca un reconocerse a partir del encuentro con el Otro, en Ricœur a partir de la dialéctica del sí y, en Lèvinas, con el revelamiento del rostro. Ambos autores apelan a mecanismos diversos, empero, atienden a un ser humano como proyecto, como un ser no acabado y en constante salida de sí para algo más de sí. La muerte no pone, de esta manera, un freno a la existencia, mucho menos un castigo o una pena producto de algún pecado original, sino que el fallecimiento brinda la oportunidad de reconocerse en el rostro de los demás, en el relato de los que lloran por el ausente.

Aquel sujeto que deja su condición de sujeto permanece como crónica en la memoria de los que le frecuentaban, de ahí que se guarde un respeto hacia él. Por ejemplo, sus restos corpóreos no son desechados ni arrojados sobre la tierra sin más, su adiós envuelve simbólicamente el duelo de aquellos que en el ausente encontraron el eco de su humanidad, el rastro del Eterno.

El Otro, una vez muerto, no es extirpado de la memoria, ni debe serlo, sino que constituye una narración que mantiene viva su existencia en la reciprocidad de las conciencias que en reminiscencias atienden a sus actos, una suerte de pasado-presente que revive el sentido de aquel que no está. El Otro, fallecido, ha pasado a un plano distinto, ha sido desplazado de la sincronía a la diacronía, su tiempo es distinto al de aquellos que lo lloran, es el tiempo de la narración, de la presencia eterna.

Consideraciones conclusivas

Las tesis esbozadas por Paul Ricœur y Emmanuel Lèvinas promueven la reflexión a propósito del hombre mismo. La visión antropológica esbozada por estos autores, no obstante presentan divergencias en torno al tema de la exterioridad, se confabulan en la refutación al postulado de ser humano como entidad finita y encerrada en sí misma, como ser ególatra.

La muerte deja de ser fatalidad y procura un llamado en los que viven para asistir al encuentro con el Otro, como vocación misma de la humanidad y como la salida de sí, en miras del Otro que da memoria de la existencia misma.

La postura de los autores, lejos de propiciar un destino metafísico maquillado con seres alados, interpela en los que acompañan en el dolor o el recuerdo de los ausentes, evocando un compromiso perdurable, capaz de posibilitar una nueva civilización.

Así, con la emasculación del sentido trágico de la vida ha muerto el sentido trágico de la muerte. Aquel que ha vivido de manera digna muere de igual manera, viviendo hasta el final de sus días en reciprocidad con quienes le rodean. Por ello, la primera obligación es con lo humano atendiendo al llamado "No matarás", que se encuentra entremezclado en todos los cánones morales de las diversas culturas, al igual que despierta un llamado ético por dialogar con el Otro, por descubrir la huella del infinito, por ver reflejado en cada rostro el rostro de la humanidad.

Con todo, la muerte no es fatalidad, es el misterio que da sentido a la existencia misma, ser frente a la muerte, es vivir, entonces, hasta la muerte.


Pie de página

1"Death is the most unknown of unknowns".


Referencias

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