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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.34 no.68 Bogotá jun. 2017

https://doi.org/10.11144/Javeriana.uph34-68.deac 

Artículos

DESCARTES Y LAS ESTRATEGIAS ANTIESCÉPTICAS CONTEMPORÁNEAS

DESCARTES AND CONTEMPORARY ANTI-SKEPTICAL STRATEGIES

Modesto Gómez-Alonso* 

*Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, España - University of Edinburgh, Edinburgh, Reino Unido. Correo electrónico: modestomga@hotmail.com


RESUMEN

Uno de los cargos habituales contra el proyecto epistemológico cartesiano consiste en señalar que su principal objetivo (la superación de la duda escéptica) y los medios para alcanzarlo (la duda metódica) son incompatibles, de forma que el método bloquea ab initio su propia función. En este artículo argumento que dicha acusación solo es plausible al precio de ignorar tanto la naturaleza terapéutica del método cartesiano como los procedimientos concretos que Descartes emplea para alcanzar una posición epistémica desde la que las hipótesis escépticas radicales dejan de tener sentido. La estrategia antiescéptica cartesiana compite con ventaja con procedimientos rivales contemporáneos, se trate de estrategias externistas de orden revisionista o de estrategias de minimización del escepticismo que acentúen el carácter a-racional de nuestras creencias fundacionales.

Palabras clave: escepticismo radical; escepticismo terapéutico; hacedores de verdad; norma de la creencia; paradojas escépticas

ABSTRACT

It is usual to claim that Descartes’ epistemological project is such that its main objective (overturning the doubts of the sceptics) and the means to attain it (the method of doubt) are incompatible, so that Descartes necessarily blocks his own project. In this paper I argue that the above opinion comes from a blindness of sorts that prevents us from appreciating both the therapeutical nature of Descartes’ method and the specific procedures that he uses to work himself into a position from which radical sceptical hypotheses no longer make sense. Far from obsolete, Descartes’ strategy fares much better in terms of overcoming radical scepticism than contemporary rival approaches, whether they are overriding strategies or undercutting procedures that, stressing the groundless character of our basic beliefs, fall prey to the bewitchment of scepticism.

Key words: norm of belief; radical scepticism; sceptical paradoxes; therapeutical scepticism; truthmakers

De acuerdo con las interpretaciones estándar, los elevadísimos niveles de escrutinio que operan en las Meditaciones obedecerían a la naturaleza misma del proyecto cartesiano, un proyecto que, intrínsecamente revisionista, aspiraría tanto a determinar qué es lo que debemos creer racionalmente en nuestras prácticas epistémicas ordinarias como a proporcionar una respuesta directa a escenarios escépticos radicales que, además de erosionar intuitivamente nuestro conocimiento cotidiano, constituyen posibilidades racionales genuinas. Sin embargo, un modelo epistemológico tan estricto no solo nos privaría -en el mejor de los casos- de la mayor parte de nuestras creencias, sino que, sucumbiendo ante los mismos obstáculos que reconoce y afronta, abordaría una tarea humanamente irrealizable. No es de extrañar, por ello, que en el panorama contemporáneo el programa epistemológico cartesiano haya sido sustituido por un proyecto más modesto y que la función de las estrategias antiescépticas actualmente más reconocidas haya sido, más que la refutación del escepticismo extremo -algo que se considera imposible-, su minimización. La lejanía modal de las posibilidades escépticas, la constatación del carácter a-racional de nuestros presupuestos básicos o las reglas introducidas por el externismo epistemológico, son solo tres de los numerosos procedimientos que, minimizando el impacto epistémico del escepticismo radical, han hecho aparentemente posible la convivencia pacífica de sentido común y escepticismo.

Mediante un uso atento de los textos, en este artículo argumento que la imagen tradicional del proyecto cartesiano es errónea, tanto en lo que se refiere a la supuesta revaluación del conocimiento ordinario como a los procedimientos que Descartes emplea para afrontar el reto escéptico. Por una parte, las Meditaciones desarrollan un proyecto epistemológico reflexivo o de segundo orden que ni cuestiona el conocimiento animal ni exporta su criteriología más allá de los objetivos específicos que delimitan la investigación. Por otro lado, Descartes emplea y extiende el escepticismo con un objetivo terapéutico que le permitirá alcanzar un punto donde la política epistémica extrema que se ha autoimpuesto no pueda seguir desarrollándose y donde, por consiguiente, el escepticismo deje de tener sentido, o bien disolviéndose en la imaginación de la que procede o bien transformándose en una cuestión meramente empírica. Las limitaciones de las estrategias antiescépticas contemporáneas podrán así resolverse mediante un giro cartesiano.

En la sección 1 desarrollo dos paradojas escépticas basadas una en el principio de cierre; otra, en el principio de indeterminación, que han posibilitado la reintroducción del escepticismo radical en la agenda epistemológica contemporánea. En la sección 2 discuto varias estrategias antiescépticas preeminentes en la literatura reciente, contrastándolas con la imagen heredada del proyecto cartesiano y mostrando sus limitaciones. En la sección 3 elaboro pormenorizadamente la estrategia terapéutica cartesiana, sometiéndola a evaluación y mostrando que está muy lejos de ser insolvente. La tesis general que estructura el artículo es la de que el procedimiento antiescéptico cartesiano compite con ventaja frente a procedimientos rivales contemporáneos, de forma que, al fin y al cabo, Descartes todavía tiene mucho que enseñarnos.

1. El escepticismo radical tras los casos de Gettier

El problema que ha dominado la agenda epistemológica de los últimos cincuenta años ha sido el de la naturaleza o estructura del conocimiento humano, a saber, qué cláusulas o condiciones ha de cumplir la creencia de un sujeto S para que podamos atribuirle conocimiento. Los casos de Gettier mostraron que para que S sepa que P no basta con que su creencia sea verdadera y con que se encuentre, de acuerdo con los criterios que regulan nuestras prácticas cognitivas ordinarias, adecuadamente justificada (Gettier, 2007, pp. 13-15). Con ello, inauguraban un programa de investigación que, aunque cuestionado en la última década por autores de la talla de Timothy Williamson (2014, pp. 1-9) o de Richard Foley (2012, p. 56), continúa siendo mayoritario.

Procedimentalmente, lo que los casos de Gettier pusieron de relieve es una intuición epistémica fundamental: la incompatibilidad de suerte y conocimiento. Un corolario plausible de dicha intuición es el principio de razones concluyentes: Principio de razones concluyentes (PRC): S no sabe que P si las razones a las que tiene acceso y sobre las que basa su creencia de que P son conciliables con - P (dejan indeterminada la verdad de P).

Un acierto en ausencia de razones concluyentes es fortuito, por lo que no cuenta como conocimiento. El problema es que, en la medida en que las hipótesis escépticas globales -aquellas que, como el argumento del sueño, el cerebro en la probeta, o la hipótesis del Dios engañador cartesiano, no pueden refutarse apelando a evidencias cuyo valor epistémico neutralizan- o implican o son compatibles con la falsedad de cualquier creencia empírica, el principio anterior -que es un principio cognitivo ordinario- desemboca en una paradoja cuya eliminación escéptica señala que, porque ninguna de las razones a las que podemos tener acceso para justificar cualquier creencia empírica es concluyente o factiva, el conocimiento empírico es imposible. Así, el escepticismo extremo pasa a ser una opción natural de acuerdo con la dinámica misma de los casos de Gettier. O, lo que es igual, su eliminación se presenta como requisito necesario para la posesión de conocimiento, como parte sustantiva del programa epistemológico inspirado en el problema de Gettier.

El objetivo de buena parte de las posiciones aparecidas en los últimos años, desde las que defienden el criterio de seguridad hasta las distintas variantes de fiabilismo de procesos, ha sido la minimización de los escenarios globales o, lo que es lo mismo, la demostración de que, al no ser modalmente próximos, la suerte que introducen no es relevante para la posesión de conocimiento. No se pretende refutar dichos escenarios (algo que se considera imposible). De lo que se trata es de aislar el programa de determinación de las cláusulas que definen el conocimiento del tema del escepticismo radical, de forma que el primer problema pueda resolverse con independencia de que haya (o no) una solución para el segundo. De este modo, el programa definido por los casos de Gettier no cargaría con el lastre de la refutación del escepticismo extremo y, en concordancia con nuestros cánones cotidianos, un sujeto podría saber que P aunque no supiese que no es un cerebro dentro de una probeta, es decir, aunque no poseyese conocimiento superlativo de que sabe que P.

No es mi propósito evaluar el éxito de estas estrategias de minimización del escepticismo en lo que se refiere al problema de la suerte epistémica. Lo que sí me interesa es subrayar la versatilidad del problema escéptico, que ha reaparecido sin perder un ápice de su poder persuasivo más allá de la cuestión específica de la incompatibilidad de suerte y conocimiento. Dos formas de escepticismo radical se han desarrollado recientemente, una basada en el principio de cierre; otra (más laxa) fundamentada en lo que Jonathan Vogel (2014, p. 108) ha denominado principio de indeterminación. Ambos modelos tratan de mostrar que nuestras intuiciones cognitivas ordinarias, entre las que se incluyen los principios epistémicos antes mencionados, conllevan paradojas que reducen al absurdo nuestros

compromisos de sentido común, es decir, paradojas fruto de nuestro asentimiento natural a tesis mutuamente incompatibles. Sucintamente, la paradoja basada en el principio de cierre resulta del carácter intuitivo de cada uno de los siguientes enunciados:

  1. No podemos saber que - H (donde H es cualquier escenario escéptico global: por ejemplo, que seamos cerebros en una probeta).

  2. El principio de cierre: si S sabe que P (donde P representa una proposición empírica paradigmática, a la que otorgamos nuestro asentimiento en circunstancias cognitivas inmejorables, por ejemplo “Tengo dos manos”), y sabe que P implica - H, entonces sabe que - H (que no es un cerebro en una probeta).

  3. Sabemos que P.

Por otra parte, la paradoja basada en el principio de indeterminación resulta del carácter intuitivo de:

  1. S dispone de las mismas razones a favor de P que a favor de H (que implica o es conciliable con - P).

  2. El principio de indeterminación o isostheneia: si S dispone de las mismas razones a favor de P que a favor de - P, S no sabe que P.

  3. S sabe que P.

Resulta obvio que, en ambos casos, solo podremos evitar la paradoja eliminando una de las tesis suscritas. Sin embargo, ninguno de los tres candidatos es recusable prima facie. Los principios epistémicos que (en ambas paradojas) configuran el puente entre las tesis (1) y (3) son requisitos normativos básicos que definen nuestra racionalidad epistémica mínima. Por otra parte, aunque pudiésemos demostrar que disponemos de más razones a favor de nuestras creencias perceptivas paradigmáticas que a favor de una hipótesis escéptica alternativa, disolviendo así la paradoja generada por el principio de indeterminación, no podemos, dada nuestra situación cognitiva presente, saber que - H. De forma que la negación bruta de que seamos cerebros dentro de una probeta, además de dogmática, carece de peso epistémico. ¿Deberíamos, entonces, eliminar (3), asumir una posición escéptica sustantiva en lo que se refiere al conocimiento empírico? Tal vez, pero una conclusión así, escindiendo irremediablemente racionalidad y naturaleza, la suspensión del juicio a la que nuestro entendimiento nos obliga y un asentimiento animal compulsivo, es tanto epistémica como humanamente inasumible. Reaparece el trilema y, con él, el problema que el escepticismo radical plantea para el conocimiento ordinario.

2. Programa cartesiano y escepticismo cartesiano

Es curioso que el nombre de Descartes se haya convertido en criterio básico de demarcación, al que apelan para definirse -y, por tanto, para diferenciarse- corrientes epistemológicas de la más diversa índole. La dinámica que acabamos de exponer nos permite identificar tres sentidos del término “cartesiano” que sobresalen en la epistemología analítica reciente.

En su acepción más general, podría considerarse que el programa epistemológico cartesiano determina el núcleo mismo del proyecto epistemológico estándar hasta nuestros días, de modo que este, sean cuales fueren las posiciones concretas a las que nos refiramos, sería constitutivamente cartesiano. Dicho proyecto, que habría dominado la historia de la epistemología de los últimos cuatro siglos, se habría centrado en el análisis de la naturaleza, estructura, límites, fuentes y fundamentos del conocimiento humano (Baehr, 2011, p. 10). La ecuación anterior resulta de la perspectiva adoptada por autores que pretenden abandonar dicho proyecto toto coelo (posiblemente porque lo consideran irrealizable) y reemplazarlo por un programa de investigación que, más que fijar las condiciones suficientes para saber, tiene como objeto analizar el papel que desempeñan las virtudes éticas de carácter (que se predican respecto a la totalidad del individuo) en nuestras prácticas cognitivas, en concreto, en tareas complejas de investigación. Paradójicamente, posiciones como externismo o contextualismo serían, de acuerdo con este punto de vista, inherentemente cartesianas.

En un sentido más específico, el presupuesto fundamental (y definitorio) del programa cartesiano sería el de la relevancia epistemológica del escepticismo, mejor dicho, el de la necesidad de la refutación del escepticismo extremo para la posesión y atribución de conocimiento ordinario. Dado que el escepticismo sería el resultado natural de nuestras normas epistémicas cotidianas, resultado que solo la falta de reflexión y el imperio de la práctica hacen invisibles, ningún proyecto epistemológico podría aislarse, sin dogmatismo, del problema escéptico. Las paradojas escépticas arriba señaladas serían, por tanto, naturales e ineludibles:

paradojas bona fide o genuinas. Su superación exigiría una refutación filosófica de los escenarios escépticos globales y esta, la implementación de una epistemología revisionista que, reemplazando nuestra dotación natural, orillase el obstáculo escéptico. Aquí, el programa cartesiano se opondría a programas epistemológicos contemporáneos que, más que su refutación, buscan bien la minimización, bien la suspensión de interés, en lo que se refiere a la cuestión escéptica: naturalismo, ex- ternismo o contextualismo, entre otros.

Finalmente, es habitual contrastar escepticismo cartesiano y escepticismo pirrónico señalando que, aunque ambas formas de escepticismo subrayarían el carácter paradójico de nuestras intuiciones cognitivas naturales, el escepticismo pirrónico no suscribiría posición sustantiva alguna, ni siquiera una posición escéptica, limitándose a constatar las paradojas en cuestión y a recomendar como actitud racional apropiada la suspensión del juicio sobre cada uno de los términos que las generan; mientras que el escéptico cartesiano, al igual que el académico, eliminaría las paradojas eliminando la tercera intuición, esto es, suscribiendo la tesis de que el conocimiento empírico es imposible (Pritchard, 2000, pp. 187196). El escepticismo pirrónico sería condicional; el cartesiano, afirmativo. Descartes, quien, por supuesto, no fue un escéptico cartesiano, habría intentado refutar una tesis: algo en principio más fácil, pero también menos convincente que lo que supondría la tarea de enfrentarse a alguien (el escéptico pirrónico) que ni siquiera se compromete con la validez de las herramientas que emplea, pues carece de posición alguna qué defender. De acuerdo con el escepticismo pirrónico, sería únicamente a nosotros -en tanto que usuarios epistémicos competentes- a quienes competería enfrentarnos a las paradojas a las que nuestras propias afirmaciones nos comprometen.

Pienso que, dada su extensión, una concepción que con intenciones negativas obvias identifica el programa epistemológico cartesiano con el proyecto epistemológico estándar es filosóficamente vacía y pedagógicamente confusa. Pienso, además, que, en la medida en que los problemas epistemológicos tradicionales constituyen el núcleo identificable (e irreemplazable) de esa disciplina y en que son autónomos (la epistemología no es un departamento de la ética), dicha concepción es artificial y erística: ambas razones suficientes para no considerarla epistemológicamente relevante1.

Por otra parte, las diferencias entre el escepticismo pirrónico y el cartesiano son significativas: Descartes, a diferencia de los pirrónicos, emplea escenarios globales, extiende el escepticismo no solo a nuestro sistema evidencial al completo, sino al ámbito de las apariencias fenoménicas, y no hace uso de los tropos de rela- tivización o isostheneia. Sin embargo, y por razones que desarrollaremos más adelante, Descartes proporciona una versión neutral y esquemática de escepticismo, conciliable tanto con una interpretación académica como con una pirrónica.

Como indicaremos, a lo que Descartes se enfrenta es al proceso de generación de las paradojas escépticas, no a sus resultados. Lo que nos interesa, por tanto, es contrastar los programas antiescépticos cartesiano y contemporáneo. La pregunta es: ¿en qué medida son cartesianos los proyectos epistemológicos de la tradición posterior a Gettier?

La filiación cartesiana parece garantizada a nivel fundacional: al fin y al cabo, y en la medida en que el carácter intuitivo de las paradojas escépticas socava el conocimiento ordinario, toda concepción del conocimiento ha de incluir una respuesta al escéptico. Existen, sin embargo, diferencias procedimentales importantísimas. Por lo pronto, la epistemología analítica contemporánea se centra exclusivamente en el problema del conocimiento del mundo externo o, lo que viene a ser lo mismo, en las credenciales epistémicas, bien de nuestras creencias perceptivas, bien de la fiabilidad de la facultad perceptiva y, en menor medida, de la memoria. En este sentido, dos tipos de escepticismo hiperbólico cuya presencia en las Meditaciones es conspicua, el escepticismo respecto a las sensaciones fenoménicas2 y el problema de la autovalidación de la racionalidad (Gómez- Alonso, 2011, pp. 11-26), han sido borrados de la agenda epistemológica actual. Además, parece existir un acuerdo unánime respecto a tres puntos: (a) Descartes habría suscrito una versión de la teoría del acceso privilegiado, habiendo demostrado la indubitabilidad del cogito y de lo interno -el cogito como primera certeza o certeza fundacional-, algo que no se cuestiona ni hermenéutica ni filosóficamente. (b) El proyecto de reconstrucción de la totalidad de nuestro conocimiento a partir del punto arquimédico del cogito es impracticable, de forma que el cogito es escépticamente invulnerable pero epistémicamente inútil -o vacío: una quasiproposición, no una proposición generatriz-. (c) La teología epistemológica de las Meditaciones es obsoleta e ineficaz, es más, ni siquiera es reemplazable por versiones metafísicas alternativas contextualmente más atractivas. El problema radica en que no puede apelarse a metafísica alguna para refutar el escepticismo sin que ello conlleve el cargo de circularidad.

Nos encontramos con una versión mínima de epistemología cartesiana que, además de reducir dramáticamente el alcance del problema escéptico, considera completamente fallido (desde su propia concepción) el proyecto fundacional de la epistemología actual. Hemos heredado los problemas, pero no la solución de Descartes. No deja de resultar paradójico que: lo que deberíamos haber aprendido del (hipotético) fracaso de Descartes es el fracaso de cualquier forma de epistemología, la melancólica verdad de nuestra inalterable condición humeana, la necesidad de convivir con un escepticismo extremo e intratable.

Lo que ha evitado esta deriva pesimista y filoescéptica en la epistemología contemporánea es aquello que, precisamente, marca su diferencia fundamental con Descartes. Como dijimos arriba, la estrategia empleada para evitar el problema generado por los escenarios globales en lo que respecta a la suerte epistémica fue la de minimizar modalmente su relevancia. Se aplica el mismo procedimiento, que da por supuesto el carácter irrefutable del escepticismo radical, a todas las paradojas escépticas. De lo que se trata es de mostrar que podemos conocer empíricamente, aunque las hipótesis escépticas sean metafísicamente posibles. Para ello, podemos recurrir a dos procedimientos opuestos. Por una parte, a una estrategia terapéutica que muestra que las paradojas escépticas no son genuinas, es decir, que son el resultado de exportar al sentido común tesis filosóficas de credenciales dudosas, en concreto, determinada interpretación del alcance de la estructura ordinaria de razones epistémicas contenida en una lectura fuerte del principio de cierre. De este modo, si la aplicabilidad del principio de cierre es restringida, limitada a creencias cuya base es evidencial, podremos saber que P (disponer de evidencias suficientes a favor de P) aunque no sepamos que no somos cerebros en una probeta3. Por otro lado, a un procedimiento revisionista que, aceptando que las paradojas escépticas son patrimonio del sentido común, propone alguna forma de reconceptualización deflacionaria del conocimiento que las evite -por ejemplo, vaciando la noción de conocimiento de componentes internistas-, de modo que, aunque los escenarios escépticos sean irrefutables, eso no afecte en nada la posesión de conocimiento4. Ambas son estrategias de impermeabiliza- ción. Ambas subrayan que es necesario dar una respuesta al escéptico para salvaguardar el conocimiento ordinario, aunque para ello no es ni posible ni necesario refutarlo. El escepticismo es irrefutable e irrelevante, y no relevante mientras no sea refutado, tal como (supuestamente) piensa Descartes. El error de Descartes habría consistido o en tratar de eliminar la primera tesis de las paradojas escépticas o en intentar reconstruir nuestro sistema cognitivo de modo que este, conservando su carácter epistémicamente robusto, garantizase el conocimiento.

Curiosamente, la epistemología contemporánea se las ha arreglado para seguir el precepto humeano, buscando formas intelectualmente satisfactorias de convivir en paz con el escepticismo. Sin embargo, no resulta del todo convincente que lo que aquí se presenta como victoria (aunque se trate de una victoria pírrica) no sea otra cosa que la melancólica constatación de un fracaso que, en cierto sentido, es intelectualmente muy poco satisfactorio. Eso y la seguridad de que la imagen contemporánea tanto de la función que desempeña el escepticismo cartesiano como de los procedimientos que Descartes emplea para, no digo refutarlo, sino disolverlo mostrando que es absurdo, hacen que se planteen dos cuestiones: ¿qué fue lo que realmente pensó Descartes?, ¿qué es lo que su proyecto puede hoy enseñarnos? Para responderlas, no me limitaré a un mero ejercicio de reconstrucción arqueológica. Trataré de mostrar que Descartes tiene más que ofrecer que acomodación y fracaso.

3. Las Meditaciones: terapia escéptica frente al escepticismo

¿En qué consiste la amenaza escéptica? ¿Qué es lo que cuestionan, de acuerdo con Descartes, los argumentos esgrimidos en la “Primera meditación”? La respuesta estándar es: el conocimiento ordinario. Sin embargo, esto no puede ser correcto. Aunque solo sea porque, una y otra vez, el filósofo se encarga de subrayar el carácter hiperbólico de la duda y de impermeabilizar nuestras prácticas epistémicas cotidianas del ejercicio propuesto en las Meditaciones5, hasta el punto de señalar que, pese a la radicalización del escepticismo, nuestras creencias habituales son “opiniones altamente probables [...] que, aunque en cierto sentido dudables, es mucho más razonable creer que negar” (AT VII: 22; CSM II: 15).

Fijémonos en la brusca respuesta de Descartes a Hobbes respecto a un punto sobre el que, curiosamente, el filósofo inglés parece concordar con Descartes: la validez de las razones escépticas esgrimidas en la “Primera meditación”. Lo único a lo que Hobbes objeta es a la utilización (y sobreutilización) de un “material” tan “antiguo” (AT VII: 171; CSM II: 121) trillado e indiscutible que resulta filosóficamente superfluo. Descartes justifica su procedimiento apelando implícitamente a los objetivos del método de exposición analítico: que el lector haga suya la conclusión y “la comprenda tan perfectamente como si la hubiese descubierto por sí mismo” (AT VII: 155; CSM II: 110), y a la dimensión terapéutica del ejercido meditativo y de la duda metódica, cuya utilidad “es, sin embargo, muy grande, por cuanto nos libera de toda suerte de prejuicios, y nos prepara un camino muy fácil para acostumbrar a nuestro entendimiento a separarse de los sentidos”(AT VII: 12; CSM II: 9). Sin embargo, previamente a ello escribe algo cuya importancia para el desarrollo del escepticismo pasa generalmente desapercibida. Dice: “los argumentos para dudar, que el filósofo [Hobbes] aquí acepta como válidos [verae], son razones que he presentado simplemente como plausibles [nisi tanquam verisímiles]” (AT VII: 171; CSM II: 121).

El contraste entre argumentos válidos y argumentos plausibles arroja luz, como en seguida veremos, sobre la distinción entre certeza metafísica y certeza moral, que ya aparece en el Discurso del método (AT VI: 37-8; CSM I: 130) y que fija el área de demarcación del escepticismo radical. Para que el procedimiento escéptico no sea arbitrario o vacío ha de basarse en “razones sólidas y bien consideradas” (AT VII: 21-2; CSM II: 15). Este hecho (el ejercicio de la racionalidad) introduce un componente normativo que permite determinar la actitud episté- mica correcta del sujeto en función de las razones de las que dispone, esto es, que fija la posición epistémica de S respecto a P -si debería o no creer que P- con independencia de cuál sea su convicción psicológica -su grado subjetivo de convicción-. Aquí, sin embargo, lo importante es subrayar que para Descartes la ra- zonabilidad -o la máxima razonabilidad- de una creencia no depende de su indubitabilidad, es decir, que S puede creer razonablemente que P, aunque dicha creencia no sea metafísicamente cierta. Este derecho es también un deber: adecuarse al imperativo de la razón implica creer de acuerdo con las evidencias, por mucho que estas no sean concluyentes.

Así, en un curiosísimo pasaje de la Carta a Hyperaspistes de agosto de 1641 (carta que por su ubicación temporal y relevancia doctrinal equivale a las Respuestas a las octavas objeciones), Descartes disocia claramente la razonabilidad de la creencia de su indubitabilidad (e, incluso, de su verdad), independizando el imperativo racional de dichos factores. Escribe:

Suponga que un hombre decide abstenerse de alimento alguno hasta el punto de la inanición porque no está seguro de si está envenenado, que, además, piensa que no está obligado a comer porque no le resulta evidente que la comida sea el medio adecuado para mantenerse con vida, y que considera que es una opción más razonable esperar la muerte por inanición que matarse comiendo. Dicho hombre sería correctamente considerado un demente responsable de su propia muerte. Suponga además que es verdad que todo el alimento del que pueda disponer está envenenado y que su naturaleza es tal que el ayuno le resulta beneficioso: pese a ello, y siempre que le parezca que la comida es inofensiva y saludable y que crea que con toda probabilidad el ayuno producirá sus habituales efectos dañinos, sería su deber [la cursiva es nuestra] comer y, por tanto, actuar de acuerdo con el curso de acción que le parece beneficioso y no de acuerdo con aquel que realmente lo es. Esto resulta tan evidente a todos que me extraña que alguien pueda pensar de otro modo. (AT III: 422-23; CSM III: 189)

Pero volvamos a la distinción entre razones válidas y razones plausibles para dudar. En una conocidísima reductio ad absurdum del argumento del sueño, Moore (1959, pp. 248-249) señaló que la primera premisa del argumento, la premisa fáctica de que a veces hemos soñado, solo puede ser empleada por el escéptico si este sabe que es verdadera, cosa que no puede saber a no ser que también sepa que está despierto (y no, soñando que a veces ha soñado). De lo que se sigue que la premisa y la conclusión del argumento se contradicen, que no podemos concluir que podemos estar soñando cuando, para hacerlo, debemos saber que estamos despiertos. El error de Moore es idéntico al de Hobbes. Radica en pensar que las razones para dudar han de ser indudables para cumplir su cometido o, lo que es igual, en no distinguir entre certeza moral y certeza metafísica. Podemos estar moralmente seguros de que estamos despiertos y, al mismo tiempo, no poseer certeza metafísica de ese hecho: lo que los argumentos escépticos erosionan no es nuestra seguridad moral, sino una convicción tan firme y estable que sea irreversible, una convicción que equivale a “la certeza más perfecta” (AT VII: 45; CSM II: 103). Para eliminar dicha convicción se requieren razones bien consideradas, pero tan endebles epistémicamente que se reducen a meras posibilidades hiperbólicas, posibilidades que no solo preservan incólume nuestra confianza natural, sino que en nada dañan ni nuestro conocimiento ni nuestro deber racional de creer. En otras palabras: para Descartes, mientras que la norma del conocimiento se aplica en todos los casos, la norma de la certeza metafísica posee una aplicación más restringida, respecto a problemas lo suficientemente importantes como para exigir una cautela especial.

¿Cuáles son esos problemas? ¿Sobre qué terreno opera la angustia escéptica si, a fin de cuentas, Descartes concordaría con las estrategias impermeabilizado- ras contemporáneas y suscribiría una convivencia pacífica entre escepticismo y sentido común? Basta con que recurramos a los objetivos disociativos del escepticismo pirrónico, resucitados en el contexto francés posrenacentista por Montaigne y Charron, para que la respuesta resulte evidente. Lo que el escepticismo extremo pone en entredicho no es nuestro conocimiento, sino la posibilidad del sujeto de apropiarse reflexivamente de sus creencias, de integrar racionalmente sus respuestas cognitivas espontáneas y de no estar a merced de compulsiones que no puede evitar, pero con las que no se identifica racionalmente. En este sentido, el “peligro escéptico” es el de la desintegración o fragmentación cognitivas, esto es, el del divorcio del sujeto reflexivo respecto a sí mismo, de forma que aquel se relacione con sus creencias como si fuesen las creencias de otro, o como si fuesen imperativos naturales coactivos y, por tanto, ajenos. De este modo, lo que el escepticismo genera es una disociación cognitiva análoga a la disociación ética que se produce en el individuo cuando este se encuentra alienado de su naturaleza empírica, lo que crea con sus argumentos es una distancia insalvable entre la confianza animal y el refrendo reflexivo de la misma, entre la operación de nuestras facultades y la suscripción racional de dichas operaciones, distancia especialmente traumática cuando lo que sucede es que la razón se escinde de sí misma, es decir, cuando son argumentos racionales los que ponen en entredicho la fiabilidad de las operaciones racionales mismas. El terreno del escepticismo es, por consiguiente, el conocimiento reflexivo superlativo. El objetivo de las Meditaciones: exorcizar los fantasmas escépticos que, contaminando a la razón misma, generan una parálisis cognitiva y que, resultado de los prejuicios, nos impiden adquirir un tesoro que ya poseemos por dotación innata. Al fin y al cabo, y como Descartes comenta a Burman, nadie podría haber llegado a ser escéptico si hubiese usado su razón correctamente, es decir, si no hubiese confundido los dictados de la razón con los delirios de una imaginación guiada por opiniones confusas (AT V: 146; CSM II: 332-333).

Lo que más llama la atención en lo anterior es la actitud terapéutica de Descartes: su convencimiento de que las paradojas escépticas, en vez de naturales -en el sentido de racionales-, tienen su origen en la contaminación de la razón por parte de los prejuicios, es decir, en la exportación al entendimiento de opiniones filosóficas inmaduras y, por ello, cuestionables. En este sentido, liberar a la razón equivale a expurgarnos, no de nuestra naturaleza, sino de nuestros prejuicios, en un sentido literal del término, esto es, de interpretaciones solidificadas como datos, de modelos intelectuales reificados. No es de extrañar, por tanto, que Descartes conciba nuestra situación cognitiva como un “estado de prejuicio” y no como un “estado de naturaleza”; que considere la infancia teórica no como una situación puramente sensorial o animal, sino como una circunstancia en la que se amalgaman confusamente sensación y entendimiento, juicio y fenomenología y que, por consiguiente, describa la condición premeditativa de la razón como un estado corrupto, impuro o incompleto6. De lo que se trata es de acostumbrar al entendimiento a operar por sí mismo, de forma que podamos descubrir que, pese a las apariencias, no es la razón la que genera las paradojas que erosionan su autoridad o, lo que es igual, de forma que podamos disolver el escepticismo en tanto que resultado del prejuicio. El golpe maestro de Descartes consiste en emplear la propia fuerza de su enemigo para derribarlo, en hacer uso de una terapia escéptica con el fin de resquebrajar la inercia de los prejuicios y, así, facilitar las operaciones de un entendimiento puro, operaciones que, a su vez, nos liberarán de los prejuicios sobre los que se basa esa terapia. Aquí, el escepticismo es una escalera que arrojamos una vez hemos ascendido epistémicamente, un purgativo que desechamos con el resto de la materia indigesta.

El proceso terapéutico de la “Primera meditación” es suficientemente conocido. Me limitaré a subrayar algunos de sus rasgos más característicos. El proceso de profundización escéptica pone en entredicho, sucesivamente, tres facultades cognitivas: percepción, imaginación -a la que se encuentra vinculada la memoria- y entendimiento o racionalidad. A su vez, dos pasos estructuran el examen escéptico de cada facultad o principio. En un primer momento, se identifican creencias particulares basadas en una facultad concreta que son susceptibles de error o duda. Sin embargo, tales errores particulares, corregibles mediante el empleo de la facultad misma en la que tienen su base, no bastan para desacreditar epistémicamente dicha facultad, fiable y operativa en lo que se refiere a casos paradigmáticos. Se necesita, por tanto, un segundo momento, en el que, mediante un escenario global, se muestra que, porque los casos paradigmáticos también son dudosos, la facultad en cuestión carece de crédito reflexivo superlativo. Así, creencias perceptivas fundamentales como que tengo dos manos o que estoy leyendo estas palabras, creencias que no son cuestionables apelando a contextos desfavorables o a la posibilidad de doppelgängers, solo quedarán en entredicho por el argumento del sueño que, cuestionando nuestro sistema evidencial al completo, hace metafísicamente incierto, no nuestro compromiso con la existencia de nuestro mundo externo, sino nuestra creencia en que el mundo externo es tal como nos parece que es. El descrédito de la percepción nos obliga a emplear cognitivamente la imaginación en dos sentidos: como los sueños (adscritos a la imaginación) son estados corporales7, del hecho de que soñemos se sigue que existe un mundo externo (sea como fuere este mundo), mundo que, a su vez, podrá ser determinado a grandes rasgos por los elementos simples a partir de los que se componen nuestras imágenes. Aquí se repite el procedimiento bipartito: primero, se restringen los simples a elementos puramente formales, de los que solo podría deducirse una matriz esquemática de mundos físicamente posibles; inmediatamente después, se emplea la hipótesis del Deceptor, que pone en cuestión, no solo que exista un mundo externo, sino que existan estados fenoménicos de consciencia (por ejemplo, que esté soñando) que presupongan una actividad corporal. La “Primera meditación” finaliza constatando casos de operaciones racionales erróneas, cosa que, por el momento, no genera una duda racional sobre la facultad racional misma.

Esa duda se producirá al inicio de la “Tercera meditación” cuando la razón encuentre razones para cuestionar su autoridad última y, con ella, el criterio de claridad y distinción y la propia certeza del cogito. Es aquí cuando Descartes, señalándonos que esta duda “metafísica” (AT VII: 36; CSM II: 25) solo podrá superarse demostrando la existencia de Dios, introduce su "infame" epistemología teológica y, con ella, el problema del círculo. Es aquí, también, donde se juegan la solvencia y la propia inteligibilidad de su proyecto.

La primera cuestión es: ¿tiene sentido una duda así? Mejor dicho: ¿tiene sentido tratar de justificar la razón cuando esta es el último tribunal de apelación epistémica, cuando, en palabras de Thomas Nagel, se trata de la última palabra? ¿No es eso tan absurdo como tratar de fundamentar los primeros principios de la lógica, cuando estos, al posibilitar cualquier justificación, se encuentran más allá de ella, cuando, siendo primeros principios, no pueden basarse en algo más fundamental o básico? Comparto esta sensación de absurdo, pero pienso que obedece a una confusión: a que creemos que lo que Descartes busca es un apoyo externo de la razón (¿Dios?), cuando de lo que se trata es de mostrar que las aparentes razones que la razón proporciona contra sí misma son eso mismo: aparentes. Justificación aquí es justificación interna y esta, más que en un ejercicio positivo, consiste en un ejercicio negativo, en el desbroce de una selva de opiniones que nos impiden apreciar su carácter fundamental y normativo.

La segunda cuestión: ¿es concebible una duda sobre el cogito, si este imposibilita cualquier forma de disociación escéptica -tratándose de un conocimiento no representativo, es decir, de una proposición a la que el escepticismo confirma porque no es posible dudar que se duda sin dudar-? En otras palabras: uno puede errar cuando juzga que le duele la cabeza porque no identifica correctamente la sensación que experimenta, pero de lo que no puede dudar es del hecho de que juzga que le duele la cabeza -por muy equivocado que esté respecto al valor de verdad del contenido del juicio-; podemos juzgar que sentimos algo y que, en virtud de nuestra susceptibilidad ante una voluntad superior, erremos -así funciona, por cierto, el argumento del Deceptor, que explota epistemológicamente la hipnosis-, pero de lo que no podemos dudar es de la condición misma del engaño: el juicio. Aquí no hay distancia entre apariencia y realidad: la posibilidad de error precisa algo sobre lo que equivocarse, el engaño, algo sobre lo que no podamos engañarnos. Entonces, si no podemos emplear las artes del Deceptor para dudar del cogito, ¿cómo es posible una duda así, por mínima que sea?

Para encontrar la respuesta debemos tanto tomar en serio el hecho literal de que esta duda es metafísica, como prestar atención al ejemplo que Descartes señala, una y otra vez, como paradigma de noción común, es decir, como principio primario del entendimiento del que se derivará, entre otras cosas, el concepto de causalidad: el viejo axioma parmenídeo, de la nada nada sale (AT VII: 135; CSM II: 97). Para escindir apariencia y realidad en lo que respecta al cogito, para haciendo uso del principio de falsificación8, hacer inteligible lo que raya en la ininteligibilidad: la posibilidad de que lo que realmente es el caso se oponga a lo que aquí pensamos que es el caso, el escéptico recurre a una de sus opiniones filosóficas: de que pudiese no haber existido nada (posibilidad que incluye la pregunta de por qué el ser y no más bien la nada) se sigue, por axiomas modales, que puede no existir nada, posibilidad lógica que basta para cuestionar la existencia del cogito. De este modo, de la posibilidad metafísica de la nada se sigue su posibilidad epistémica.

El ejercicio de un entendimiento no constreñido, ejercicio que la ascesis de la duda terapéutica ha hecho posible, permite que el Meditador cobre consciencia de que una opinión tan arraigada -y, como acabamos de ver, con consecuencias escépticas tan radicales- es racionalmente absurda: cuando hablamos de posibilidades escépticas nos referimos a la posibilidad de su verdad; sin embargo, que no haya nada no es una verdad posible porque no es una verdad acerca de algo, es decir, porque, si fuese verdadera, habría algo que la haría verdadera (su hacedor de verdad), cosa que el propio contenido de la proposición impide y contradice. Así, excluyendo un hacedor de verdad, dicha proposición excluye la posibilidad de su verdad. Una proposición verdadera es respecto a algo y, consecuentemente, carece de sentido pensar en una proposición que es verdadera respecto a nada. No existe alternativa lógica alguna al ser: lo que significa que tampoco existen ni razones para dudar del cogito ni razones para dudar de los resultados de la razón cuando estos son casos paradigmáticos, casos con el grado de claridad y distinción de esta noción primaria. El propio uso del entendimiento disuelve las dudas que parecía incluir.

El procedimiento anterior ni implica circularidad ni incluye una teología epistemológica sustantiva: el Dios que la razón alcanza no es otra cosa que el ser mismo. Además, resulta imprescindible para la comprensión y la justificación de los distintos pasos de la estrategia antiescéptica cartesiana en dos sentidos. Primero, porque, distinguiendo entre los contenidos de la opinión y los del entendimiento, permitirá diferenciar posibilidad epistémica (o subjetiva) y posibilidad metafísica (u objetiva), distinción de la que se seguirá un principio epistémico restrictivo: que las posibilidades de la imaginación (por ejemplo, la posibilidad del Deceptor) no constituyen automáticamente posibilidades reales, es decir, que no nos sirven de criterio apriori para establecer lo realmente posible; y se seguirá también un programa de identificación de posibilidades objetivas, de verdaderas naturalezas o estructuras que contienen propiedades necesarias que se imponen a la voluntad y que poseen contenido no tautológico. Con ello, podrá apreciarse que las posibilidades escépticas no poseen siquiera el rango de posibilidades lógicas o, lo que es igual, que son el resultado de la imaginación y no del entendimiento; por tanto, que no pueden arrojar duda alguna sobre los resultados de la razón a los que se oponen. Así, el error básico del escepticismo extremo queda al descubierto: la presentación de los productos de la imaginación como resultados de la razón. Constatado este hecho, las posibilidades escépticas no pueden competir en igualdad de condiciones -o, lo que es lo mismo, en el espacio de razones- con las realidades del entendimiento. Segundo, porque, garantizada la autoridad de la razón, todo aquello que esta avale se encontrará automáticamente garantizado. El asentimiento silencioso que esta otorga a nuestras creencias perceptivas básicas, que no son rectificables racionalmente, las justifica metafísicamente.

Descartes mostró que el escepticismo extremo es una ilusión intelectual a la que nos llevan nuestros prejuicios filosóficos. Los problemas filosóficos no tienen su origen en el entendimiento, sino en las debilidades de nuestra voluntad sumisa. La lección que la epistemología contemporánea debería aprender de Descartes es doble: audacia filosófica y autonomía. Repito: el escepticismo filosófico solo es un problema mientras no pensamos por nosotros mismos, es decir, mientras no descubrimos por nosotros mismos lo que alguien como Descartes puede enseñarnos.

Referencias

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Para citar este artículo Gómez-Alonso, M. (2017). Descartes y las estrategias antiescépticas contemporáneas. Universitas Philosophica, 34(68), pp. 17-38. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi:10.11144/Javeriana.uph34-68.deac

1 Lo que no significa que no sea por sí mismo filosóficamente interesante el análisis de cómo virtudes tales como la honestidad o la perseverancia ayudan a que el sujeto se encuentre en posición de saber. Sin embargo, convendría tanto distinguir entre las condiciones -accidentales en lo que se refiere a la constitución del conocimiento- que ayudan al sujeto a estar en posición de conocer y las cláusulas que definen el conocimiento y que remiten a facultades cognitivas y a sus operaciones, como resistir un programa de sustitución que obvia bien la autonomía, bien la relevancia intrínseca de las cuestiones que configuran el proyecto epistemológico. El análisis de las virtudes de carácter podrá complementar una epistemología de virtudes puramente epistémica, nunca reemplazarla. Este es el punto de vista adoptado por Ernest Sosa (2015, pp. 34-61) en el proyecto de una epistemología de virtudes extendida y unificada.

2 El escepticismo referido a los contenidos fenoménicos de la experiencia es especialmente conspicuo en la discusión de las “ideas materialmente falsas" y en el subsiguiente debate entre Arnauld y Descartes acerca del alcance y del significado de dicha doctrina. Para un análisis pormenorizado de esta variedad extrema de escepticismo, véase: Gómez-Alonso, 2015, pp. 177-185.

3 Se trata de la estrategia que, inspirada en la distinción categorial que Wittgenstein establece en Sobre la certeza entre “proposiciones-gozne" y creencias empíricas, ha desarrollado Duncan Pritchard (2015, pp. 89-120) en su última obra.

4 Se trata, en este caso, de la estrategia antiescéptica paradigmática del externismo epistemológico que, restringiendo las condiciones de conocimiento a factores a los que el sujeto evaluado puede no tener acceso o que, por la misma razón, podrían ser inaccesibles para cualquier sujeto epistémico, disocia la posesión de conocimiento de la disponibilidad para el sujeto de razones para saber que sabe. Además de que parece basarse en un procedimiento ad hoc, el externismo amenaza con escindir conocimiento y justificación o, en su defecto, con reconstruir el concepto de justificación de forma que este pierda su significado intuitivo.

5Uno de los pocos lectores de Descartes que cuestionan la versión canónica de los objetivos de la duda metódica es Ernest Sosa (2015, pp. 233-254), quien, de forma plenamente apta, subraya que la investigación cartesiana es un proyecto de segundo orden (reflexivo), y, por consiguiente, que ni niega ni problematiza nuestro conocimiento ordinario.

6 Para un análisis del método terapéutico cartesiano véase: Marlies, 1978, pp. 89-113 y Cunning, 2010, pp. 14-43.

7 Que la imaginación no pertenece a la naturaleza de la mente es algo que Descartes enfatiza a lo largo de la “Sexta meditación”, en concreto, en los textos que, estableciendo un dualismo estricto, preceden a la prueba del mundo externo. Véase: AT VII: 73; CSM II: 51, y AT VII: 78; CSM II: 54.

8 El principio de falsificación, que constituye la base de cualquier variedad de escepticismo, señala que la realidad posee en sí misma una esencia independiente de nuestros procedimientos cognitivos, esquemas conceptuales e intereses y que, por tanto, siempre es lógicamente posible un conflicto entre ambas instancias. El escepticismo radical se nutre de la escisión entre apariencia y realidad, es decir, de la posibilidad de que no haya concordancia entre lo concebible y lo real.

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