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Universitas Philosophica

versão impressa ISSN 0120-5323

Univ. philos. vol.34 no.68 Bogotá jun. 2017

https://doi.org/10.11144/Javeriana.uph34-68.epvr 

Artículos

EDUCACIÓN DE LA NATURALEZA Y PROFESIÓN DE FE DEL VICARIO SABOYANO DE ROUSSEAU

EDUCATION OF NATURE AND ROUSSEAUS’S PROFESSION OF FAITH OF A SAVOYARD VICAR

María Cristina Conforti-Rojas* 

*Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: conforti@javeriana.edu.co


RESUMEN

Este escrito presenta una síntesis de la idea de la educación de la naturaleza y su significado en el Emilio o de la Educación de Rousseau; aborda la forma como el ginebrino expone, de acuerdo a la edad, el desarrollo de las disposiciones fundamentales de la naturaleza humana. Afronta, también, la reflexión roussoniana a propósito de la educación moral y religiosa, la crítica al escepticismo de los filósofos que lleva a Rousseau a decantarse por consultar la propia interioridad desde donde hallará los principios de su fe y de su relación con Dios.

Palabras clave: educación; naturaleza; profesión; moral; Dios

ABSTRACT

This paper presents a summary of the idea of natural education and its meaning in Emile or On Education, and addresses Rousseau’s view on the progressive appearance of fundamental dispositions in human growth and development. It deals, too, with Rousseau’s stance on moral and religious education, and his criticism of skepticism that led him to trust his own inner voice as his main spiritual beacon, principle of faith and direct link to God.

Key words: education; nature; profession; moral; God

Emilio o de la educación es una obra sorprendente, genial, larga, provocativa; invita a leerla con cuidado, está llena de sutilezas, aborda muchos temas que tocan la vida humana. Desde el principio Rousseau (2002) advierte que “nuestro verdadero estudio es la condición humana” (p. 45).

El Emilio es la obra de alguien que ha vivido y pensado acerca de la condición humana, acerca de las posibilidades, de la perfectibilidad, pero también acerca de la finitud; es más, el Emilio representa un ejercicio del pensamiento introspectivo, una especie de legado, el legado del hombre maduro, que vio muchas cosas, que experimentó toda clase de miserias propias y ajenas pero al que le resulta fascinante la condición humana, le resulta fascinante que no todo está concluido: podemos aprender, podemos cambiar. Ya desde el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres,Rousseau (1989, p. 220) reconoce la facultad de perfeccionarse como la cualidad específica que distingue al hombre del animal.

Estudiar la condición humana conduce a Rousseau a convertirse en un hábil observador de los demás, de sí mismo, a hacer un elenco de nuestras contradicciones, sentimientos, luchas interiores, pero también sociales, en las que afloran intereses egoístas. Estudiar la condición humana supone ponerse a sí mismo como objeto de reflexión.

De ahí que el Emilio contenga la problemática fundamental de los temas en los que Rousseau se ocupó; los presenta no bajo la forma de un tratado de moral o de un tratado sistemático acerca de cómo aprender, cómo enseñar, en qué creer, sino bajo la forma de una novela pedagógica. Concibe un niño imaginario, a través del cual le da estatuto a la infancia, la convierte en problema de estudio, de reflexión, de acción, al tiempo que determina la finalidad de la educación, a saber: trabajar y guiar al ser humano desde el momento del nacimiento hasta aquel en que, convertido en hombre hecho, ya no tenga necesidad de otro guía distinto de sí mismo (Rousseau, 2002, p. 60).

La reflexión de Rousseau acerca de la felicidad, la capacidad del hombre de ponerse en un orden equilibrado, justo, según el orden moral, lleva a nuestro autor a presentarnos de nuevo sus viejas preocupaciones, las de la crítica a la sociedad, al lujo; de nuevo vuelve sobre el orden natural, del que afirma “por ser todos los hombres iguales, su vocación común es el estado de hombre” al contrario del hombre social, de quien dice que “donde todos los puestos están marcados, cada cual debe estar educado para el suyo” (Rousseau, 2002, p. 45).

Preservar el orden natural sigue el camino de la educación negativa, que consiste no en enseñar la virtud y la verdad, sino en preservar el corazón del vicio y la mente del error. Rousseau (2002, p. 125) obtiene este principio de los primeros movimientos de la naturaleza que, según él, son siempre derechos, rectos, la perversión del corazón humano, desviación y vicio vienen del exterior.

Preservar el corazón y la mente supone tener una amplia comprensión, pues así como “la humanidad tiene su puesto en el orden de las cosas; la infancia tiene el suyo en el orden de la vida humana, hay que considerar al hombre en el hombre, y al niño en el niño” (Rousseau, 2002, p. 104). Cada edad tiene su perfección, respeto por el niño, por sus tiempos, por sus exigencias, de ahí que nuestro autor trace un principio fundamental de su filosofía de la educación, a saber: no partir de los contenidos sino del sujeto de la educación y del conocimiento de su evolución. Se trata de un recorrido del estado de naturaleza al estado social, bajo la guía del educador. A continuación presentaremos, brevemente, la observación y conceptualiza- ción que hace Rousseau (2002, pp. 666-723) en el Emilio, obra en la que entreteje en el avanzar de los capítulos el desarrollo del niño hasta llegar a la vida adulta, momento en que despliega el verdadero propósito de la educación como la virtud.

1. Educación de la naturaleza

Rousseau considera que es un error separar la educación de la naturaleza; distingue que el desarrollo evolutivo y el crecimiento humano se encuentran íntimamente vinculados a nuestra capacidad de aprender de acuerdo con la edad y la conveniente guía y dirección en cada etapa. De ahí que cada capítulo del Emilio o de la educación corresponda a dicho desarrollo. Caracteriza las diferentes edades y sus correspondientes objetivos en el orden de la vida humana y de la infancia (Rousseau, 2002, p. 104). Así, en el Libro I Rousseau (2002) es contundente al afirmar:

la educación nos viene de la naturaleza, o de los hombres, o de las cosas. El desarrollo interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que nos enseñan a hacer de tal desarrollo es la educación de los hombres; y la adquisición de nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan es la educación de las cosas. (p. 39)

El desarrollo de nuestras facultades y el uso que debemos hacer de la educación los describe Rousseau en el primer libro; en clave de disposiciones fundamentales de la naturaleza humana, desarrolla la importancia de los aprendizajes de la primera edad, de cero a dos años. En este tiempo, aduce nuestro autor, tiene lugar la educación de la sensibilidad: aprender a distinguir los objetos del mundo externo y de sí mismo, a familiarizarse con el ambiente físico.

Distingue, también, una segunda fase de la infancia a partir del Libro II, que comprende la edad de dos a doce años; a esta edad de la vida le corresponde la educación de la razón sensitiva, aprender a reflexionar sobre sus propias percepciones. Esta fase ha sido llamada también educación negativa, pues toda la responsabilidad de la educación del niño recae en el educador, que planificará pacientemente cada cosa con el fin de que el niño obtenga por sí mismo sus conocimientos del mundo -se percate y reflexione sobre ellos-; este es el principio de la educación activa, punto que ha tenido un amplio desarrollo en la pedagogía posterior. En esta segunda fase de la infancia, la razón no se ha desarrollado todavía, de manera que el educador debe proceder en consecuencia, sin exigir razonamientos, ni juicios, ni imponer castigos, pues no ha llegado todavía la capacidad de discernir el bien y el mal.

En los libros I y II Rousseau (2002) muestra que entre los cero y doce años discurre un tiempo importantísimo para el primer aprendizaje porque “nacemos capaces de aprender, pero sin saber nada, sin conocer nada. El alma encadenada a órganos imperfectos y semiformados, no tiene siquiera sensación de su propia existencia” (p. 76). Dos de los requisitos sobre los que insiste Rousseau (2002) para la primera fase consisten, en primer lugar, en que las lecciones se dan más con acciones que con discursos (pp. 132-145) y, en segundo lugar, no se enseñe nada que no esté ligado a la experiencia (pp. 149-154). El aprendizaje no se derivará de los libros, discursos, sino de las experiencias concretas.

Rousseau considera particularmente importante esta edad, de los cero a los doce años, para la educación moral y de la conducta, porque los vicios asumidos en este tiempo no podrán ser erradicados. De ahí que Rousseau propenda a proteger al niño de la influencia del medio ambiente social, al tiempo que favorece el desarrollo de sus inclinaciones naturales. Rousseau imagina un desarrollo cognitivo que empieza en la sensación y que en una segunda etapa accede a la reflexión y la razón, a través de una conducción gradual. El niño debe obedecer y la autoridad se ejercerá sin discusión, pues para el ginebrino el tiempo de razonar no ha llegado aún, ya que razonar es propio de adultos.

En el Libro III presenta la tercera fase, la cual comprende de los doce a los quince años; en esta edad las capacidades del niño se han formado, puede empezar el estudio de las disciplinas, en primer lugar, geometría y física, y aunque no se dará todavía ninguna noción abstracta, cada trabajo, conocimiento o actividad que se realice debe tener una utilidad. El niño construirá por sí los principios de la ciencia. Solo a partir de las máquinas y aparatos fabricados por él mismo, a partir de un aprendizaje con esfuerzo es que Rousseau encuentra que se desarrolla un gusto por la ciencia, en la medida en que el niño gana una experiencia directa, un aprendizaje de las cosas.

En el Libro IV presenta la última fase, sobre los quince años, edad en la que se abre un nuevo tiempo para la educación. Muchas cosas han cambiado en Emilio: antes solo tenía sensaciones, ahora tiene ideas; antes sentía, ahora juzga y establece relaciones entre las cosas; el imperativo es enseñar a juzgar bien, pues Rousseau piensa que todos nuestros errores vienen de los juicios.

En esta fase empiezan a manifestarse en los niños las pasiones, las cuales se acrecientan con la imaginación. El amor de sí que lo ligaba a la pura autoconser- vación se está transformando en amor propio, lo cual implica que se confronte con los demás. Emilio entra en relación con sus semejantes, pero de este encuentro con los demás todavía no sabe nada, no ha tenido experiencia, ha vivido apartado. Aunque Emilio ha crecido mirando la naturaleza y, como el hombre natural, es fuerte, curioso, autónomo y está solo, hay una gran diferencia entre ambos. La diferencia radica en que el destino de Emilio no es el desierto o el apartamiento, sino la ciudad.

De ahí que en la última fase haya llegado el momento de la educación moral, social y religiosa. También, es el momento en el que Emilio no debe dejarse llevar por las pasiones, ni de las opiniones de los hombres, que vea con sus ojos y sienta con su corazón; deberá haber aprendido que ninguna autoridad de fuera debe gobernarlo, sino su propia razón. Este es el ideal de la Ilustración, debe ser por eso que Kant tendrá al Emilio como libro de cabecera.

2. Educación moral y religiosa

La educación moral disciplina las pasiones, no las cancela ni las modifica; encauza lo aprendido acerca del amor natural, de sí mismo, al tiempo que desmiente todo lo que hay de ficticio, de inauténtico en el amor propio y de ampliación de las necesidades sociales: para Rousseau la educación moral tiene lugar en la elección que se hace según las luces de la razón en unión con la voz de la conciencia, guía de cada uno.

Rousseau afronta la educación política con el modelo del contrato social, que prepara a Emilio para su entrada en una vida social disciplinada y ordenada por el derecho; con ella, Emilio estará en condiciones de distinguir autónomamente lo justo y lo injusto de las instituciones sociales y actuará de acuerdo a su propio discernimiento de lo que en la propia voluntad particular le concierne a la general de la comunidad.

El ideal ético religioso que inspira esta fase de la educación la expone Rousseau en la profesión de fe del vicario saboyano, inserta en el Libro IV. Asistimos a un cambio de tono en la obra: Emilio no aprenderá de las cosas y de la naturaleza, sino de la palabra y el lenguaje, iniciando con ello una etapa en la obra en la que se suceden los discursos, entre los cuales el primero es el religioso. La profesión de fe del vicario alcanza un tono íntimo, autobiográfico, a la manera de una declaración, o de una confesión incluso (Foucault, 1991, pp. 74-79); en esta, vuelve Rousseau sobre el regreso al orden natural, al llamado de la naturaleza a la vida, también para la relación del hombre con Dios, un tema que lo ha obsesionado. El hecho de que el vicario haya asumido la voz del que confiesa es muy significativo, pues en occidente las confesiones han estado ligadas a la declaración de la verdad, al compromiso con la verdad (Derrida, 2002, pp. 9-11), a la revelación de lo más íntimo de sí, al reconocimiento de las propias faltas, a la declaración de lo que para una persona es una verdad a la que ha sido muy difícil llegar y que se atreve a legar a un joven. En la introducción de la profesión Rousseau realiza un giro inesperado, por el cual la obra asume la forma de autobiografía; la conversación del vicario ya no discurrirá con Emilio, sino que Rousseau (2002, p. 389) nos revela que el joven rescatado por el vicario hace 30 años es él mismo. Declara, después de haber dado muchas vueltas, haber conocido la miseria y la injusticia, haber abandonado la propia casa y patria, inclusive haber abandonado la fe de su país y de su padre. La descripción del vicario es la de una autoridad moral, un cura con experiencia de la finitud humana; por su caracterización, puede decirse que se identifica con él: nos lo descubre como un eclesiástico honesto, pobre, al que una aventura de juventud había indispuesto con su obispo [...], un hombre por naturaleza humanitario, compasivo, [que] sentía las penas ajenas como propias y el bienestar no había endurecido nada su corazón; por último, las lecciones de la prudencia y una virtud esclarecida habían fortalecido su buen natural. (Rousseau, 2002, p. 390)

Se trata de un hombre humilde, sincero, que profesa la verdad de lo que es y ha hecho, de lo que cree y por qué lo cree.

Veamos, entonces, la exposición del vicario. El primer argumento al que recurre es una censura contra el escepticismo de los filósofos; la razón: no se puede vivir felizmente con tantas dudas, pues es preferible equivocarse que no creer en nada. No obstante, declara que al pertenecer a una iglesia que lo decide todo y que no permite dudas, lo conduce a rechazar uno de los puntos, o dogmas, que a su vez lo lleva a rechazar los demás. Aquí se refiere a la Iglesia católica, que opone a la protestante, pues esta solo exige fe en la Sagrada Escritura y en la razón.

Sus dudas lo llevan a consultar a los filósofos, cosa que no le ayuda mucho, pues encuentra en estos tantas contradicciones y dogmas como en la fe en la que dudaba; de ahí obtiene su primera conclusión, a saber, “la insuficiencia del espíritu humano es la causa de la diversidad de sentimientos, y el orgullo la segunda” (Rousseau, 2002, p. 400). La crítica del vicario no solamente abarca a la filosofía, sino también a la actitud orgullosa de los filósofos, pues dice que estos aun habiendo conocido la verdad, no la reconocen y prefieren seguir sosteniendo la mentira que ellos mismos han hallado; para Rousseau este es el origen del orgullo de los filósofos. De ahí que debe continuar sus reflexiones, acotando sus búsquedas a los asuntos que más le interesan y con la actitud de no inquietarse ante las dudas.

Ya que seguir a los filósofos no lo condujo a ninguna parte en materia de fe, debe entonces buscar otro guía, que encuentra en la luz interior, camino que parece más seguro; dice el vicario: “al menos el error sería mío y me depravaré menos siguiendo mis propias ilusiones que entregándome a las mentiras de los filósofos” (Rousseau, 2002, p. 401).

La vía que propone, entonces, es de introspección, de interioridad, de atender a los propios movimientos de su corazón a través del entendimiento de la reflexión personal sobre temas que debe resolver él mismo. Decide empezar por el examen de sus propios prejuicios, encontrando que hay objeciones insolubles, comunes a todos, debido a que el espíritu humano es demasiado limitado para resolverlas, lo cual no supone una prueba en particular contra nadie, ni siquiera contra los filósofos. El móvil es el amor por la verdad, por la filosofía, actitud que lo lleva a examinar los conocimientos que le interesan a él. Esta es su primera regla, una regla fácil: partir de sí mismo, del propio interés, de lo que lo apela a uno desde el fondo de sí mismo. No es un camino sencillo de seguir, descubrir los propios móviles, no dejarse caer en las certidumbres y errores de los demás (Moreau, 1977), valerse de la propia luz interior y examinar con las propias luces, las propias creencias; seguir este camino lleva a Rousseau a poner las bases de la Ilustración, de la crítica. Así mismo dirá Kant (1999) en su respuesta a la pregunta “¿qué es la Ilustración?”: “La ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Minoría de edad es la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otro” (p. 63). En su declaración Rousseau (2002) tiene en cuenta un elemento primordial de los conocimientos que interesan al hombre, que nos interesan, de ahí que se declare resuelto a:

admitir por evidentes todos aquellos a los que, en la sinceridad de mi corazón, no pueda rehusar mi consentimiento, por verdaderos todos aquellos que me parezcan tener una relación necesaria con esos primeros, y a dejar todos los demás en la incertidumbre, sin rechazarlos ni admitirlos, y sin atormentarme esclareciéndolos cuando no lleven a nada útil para la práctica. (p. 402)

La tarea que se impone el vicario no es pequeña, pues emprende un camino de conocimiento de sí; debe contar con las propias fuerzas, de ahí que le asalten dudas y se pregunte “¿quién soy yo? ¿Qué derecho tengo a juzgar las cosas y qué es lo que determina mis juicios? ¿Dependen mis juicios de las impresiones que recibo?”. Se impone volver la mirada hacia la fuente de nuestros juicios, hacia la pregunta acerca de si estos dependen de las impresiones que recibimos; de la respuesta a estas preguntas es que Rousseau (2002 p. 403) establecerá hasta dónde es fiable nuestra propia capacidad; la prueba de su fiabilidad, la obtenemos de su uso.

El vicario no duda de la propia existencia, de que los sentidos nos afectan, esa es la primera verdad que sostiene. No obstante, continúa preguntándose si la convicción que tiene de su propia existencia se deriva de sus sensaciones, o más bien si es un sentimiento. No obstante, nuestro autor constata que no solo existe él, sino que existen otros seres y “aún cuando esos objetos no fueran más que ideas, sigue siendo cierto que esas ideas no son yo” (Rousseau, 2002, p. 403).

Después del reconocimiento del mundo exterior, Rousseau, a través del vicario, inicia un examen del mundo material; es su manera de responder a las disputas de los idealistas, pues los seres individuales que percibimos constituyen lo que llamamos cuerpos, al tiempo que las discusiones sobre apariencia y realidad de los cuerpos se le antoja que son quimeras. Lo anterior quiere decir que nuestra percepción del mundo no se limita al modo como capturamos los estímulos de las cosas, sino que nuestro conocimiento del mundo incluye la comparación y el juicio. De ahí la afirmación de Rousseau (2002) “percibir es sentir; comparar es juzgar; juzgar y sentir son lo mismo” (p. 404). De esto se sigue, como nos lo propone Rousseau, que podemos conocer el tamaño y la cantidad de los objetos, de los cuerpos, de estos podemos tener ideas comparativas como mayor y menor, al igual que las ideas de los números, que no son meras sensaciones.

Comparar y juzgar, sospecha el vicario, suponen la verdadera actividad del espíritu humano que encuentra su expresión en el conferir un sentido a la palabra es;Rousseau (2002) lo expresa de la siguiente manera: “en mi opinión, la facultad distintiva del ser activo o inteligente es poder dar un sentido a la palabra es” (p. 404). La forma como nos afecta el mundo y las cosas, lo que percibimos y juzgamos, podemos expresarlo a la manera de un predicado, fruto de la comparación y el juicio; entonces ¿por qué nos equivocamos en las comparaciones que hacemos? El ejemplo de Rousseau (2002): “¿por qué digo yo que el palo pequeño es la tercera parte del grande, cuando solo es su cuarta parte? La respuesta: la operación de comparar es falible y el entendimiento, que juzga relaciones, mezcla sus errores a la verdad de las sensaciones, que solo muestran sus objetos (p. 405). La conclusión de Rousseau es reveladora, pues a la certidumbre de la existencia añade su propio punto de vista de carácter antropológico, cuando afirma: “no soy, pues, simplemente un ser sensitivo y pasivo, sino un ser activo e inteligente, y diga lo que quiera la filosofía, me atreveré a pretender el honor de pensar”.

La réplica a los filósofos, en particular a los espiritualistas, está apenas esbozada, pues en adelante centra su argumentación en la consideración de la materia en movimiento, de la que percibe dos clases: movimiento comunicado y movimiento espontáneo. En el primero, la causa motriz es ajena al cuerpo movido y en el segundo está en él mismo (Rousseau, 2002, p. 406). Rousseau sostiene que las primeras causas del movimiento no están en la materia, pues esta recibe el movimiento y lo comunica, pero no lo produce. Por lo tanto, el movimiento se debe a una causa externa y dicha causa no puede ser física; debe ser semejante a la voluntad. Este es el primer principio que expone el vicario al muchacho: “creo, pues, que una voluntad mueve el universo y anima la naturaleza. He ahí mi primer dogma, o mi primer artículo de fe” (Rousseau, 2002, p. 408). Dios aparece así como la voluntad suprema.

El segundo artículo de fe guarda relación con la regularidad de la naturaleza: “la materia movida según ciertas leyes me muestra una inteligencia” (Rousseau, 2002, p. 411). Dios aparece así como una inteligencia suprema. Estos dos artículos de fe se complementan, pues la causa primera que dota de movimiento a la materia y organiza el mundo tiene que ser una voluntad inteligente. Dios mueve el universo y ordena todas las cosas.

El tercer principio o artículo de fe afirma la libertad ontológica del hombre, esto es, la posibilidad de elegir al margen de cualquier determinismo. En palabras de Rousseau (2002), “el principio de toda acción está en la voluntad de ser libre; no podríamos remontarnos más allá. No es la palabra libertad la que no significa nada, es la necesidad. El hombre es, por tanto, libre en sus acciones y, como tal, está animado de una sustancia inmaterial” (p. 419). En este punto Rousseau es más cartesiano de lo que declara, pues defiende la naturaleza material, el cuerpo y la sustancia inmaterial, la voluntad humana.

Rousseau cree que la “existencia de la libertad es inseparable de la existencia del alma, pues es un principio inmaterial, independiente del mundo físico, el cual debe ser indestructible y capaz de sobrevivir a la corrupción del cuerpo” (Grimsley, 1973, p. 78). Para él, “el mal moral es, de modo irrefutable, obra nuestra, y el mal físico no sería nada sin nuestros vicios que nos lo han vuelto sensible” (Rousseau, 2002, p. 420).

En la libertad del hombre se funda también el origen del mal moral, que Rousseau reconduce a una ruptura del orden de las cosas establecido por la Divina Providencia, por lo que es necesario creer en Dios para ser salvados.

Los conceptos religiosos que presenta Rousseau son en su opinión los requeridos para una auténtica religión natural. Natural significa aquí que obtiene su evidencia en las facultades humanas innatas; una religión natural es un teísmo que se funda sobre la razón del corazón y es hostil a cada dogma. Se opone a las religiones reveladas, encamina su crítica a la superstición, el fanatismo y la intolerancia de la ortodoxia religiosa de su tiempo. La religión revelada es aquella en la que la revelación de la doctrina la hace Dios mismo; ante esto el vicario replica: “habladme de la revelación, de las escrituras, de esos dogmas oscuros sobre los que voy errante desde mi infancia sin poder concebirlos ni creerlos, y sin saber admitirlos ni rechazarlos” (Rousseau, 2002, p. 441). Basta mirar en el interior de sí mismo y en el orden universal para hallar la verdadera religión.

Para Rousseau (2002) honrar a Dios en un culto público puede ser conveniente, pero “el culto esencial es el corazón” (p. 462). Rousseau no quiere mediadores, es un creyente que busca seguir un camino de interioridad y de relación personal e íntima con Dios, y se pregunta: “¿quién ha hecho esos libros? Hombres, y ¿quién ha visto esos prodigios? Hombres que los atestiguan. ¡Vaya! ¡Siempre testimonios humanos! ¡Siempre hombres que me cuentan lo que otros hombres han contado! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!” (Rousseau, 2002, p. 445).

La religión sigue también los deberes de la ley natural, casi borrados del corazón por la injusticia de los hombres, por el paso del tiempo y de la historia que desfiguraron el alma humana, tal y como lo describe en el segundo discurso (Rousseau, 1989).

Referencias

Derrida, J. (2002). Universidad sin condición. (Trad. C. Peretti & P. Vidarte). Madrid: Editorial Trotta. [ Links ]

Foucault, M. (1991). Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber. 18a ed. (Trad. U. Guiñazú). México: Siglo XXI Editores. [ Links ]

Grimsley, R. (1973). The Philosophy of Rousseau. Oxford: Oxford University Press. [ Links ]

Kant, I. (1999 [1784]). Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (Trad. J. Alcoriza & A. Lastra). Barcelona: Alba Editorial. [ Links ]

Moreau, J. (1977). Rousseau y la fundamentación de la democracia. (Trad. J. D. Agua). Madrid: Espasa-Calpe. [ Links ]

Rousseau, J. J. (1989). Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. (Trad. M. Armiño). Madrid: Alianza Editorial. [ Links ]

Rousseau, J. J. (2002). Emilio, o De la educación. (Trad. M. Armiño). Madrid: Alianza Editorial . [ Links ]

Para citar este artículo Conforti Rojas, M.C. (2016). Educación de la naturaleza y profesión de fe del vicario de Rousseau. Universitas Philosophica, 34(68), pp. 285-296. ISSN 0120-5323, ISSN en línea 2346-2426. doi:10.11144/Javeriana.uph34-68.epvr

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