1. Introducción
Adoptar una actitud razonable frente a la mentira en política es sorprendentemente difícil. Por un lado, la animadversión que producen ciertas figuras políticas puede provocar una percepción exagerada de la frecuencia con la que los políticos mienten y del reproche que merecen cuando lo hacen. Por otro lado, el rechazo que produce la imagen de que las decisiones políticas dependen de las escaramuzas entre agentes dedicados a perseguir su propio interés puede llevarnos a conceder que la moral no aplica a la política. El debate teórico contemporáneo sobre la mentira en política busca huir de ambos extremos. Una importante pregunta para la consideración filosófica de la mentira política es si esta constituye un fenómeno diferente al de la mentira común y corriente. Aunque muy raramente planteada, esta pregunta es imprescindible para escoger el mejor enfoque de investigación, pues, si no hay diferencias relevantes entre la naturaleza de la mentira común y la de la mentira política, las investigaciones éticas sobre aquella bastarían para comprender los aspectos más acuciantes de esta. Pero si las hay, es necesario caracterizar precisamente aquello que hace especial a la mentira política, considerar cuál es su estatus moral, cuál es el distintivo daño o perjuicio que produce y cuáles deben ser las reacciones morales y legales más adecuadas1.
En este trabajo defenderé la idea de que existen diferencias relevantes entre ambas clases de mentira. Mi propósito es mostrar que las dificultades con la mentira política no tienen que ver solamente con cuestiones conceptuales o metafísicas acerca de la delimitación del ámbito de la política o del concepto de lo político (Jay, 2010), o con la solidez de las excusas y justificaciones morales que se ofrecen en favor de los políticos mentirosos (Ramsey, 2000). Mi sugerencia es que, antes de abordar tales preguntas, vale la pena reflexionar sobre la naturaleza propia de la mentira política. Para mostrar en qué consisten las diferencias entre la mentira política y otras clases de mentira, discutiré algunas definiciones contemporáneas de la mentira común y señalaré algunos rasgos de las mentiras políticas que las hacen peculiares, para, a continuación, indicar aquello que, a mi juicio, hace especial a la mentira política. Aunque mi definición de la mentira política admite mayor precisión, el argumento de este trabajo es suficiente para plantear la tesis de que la mentira política se caracteriza porque su función es socavar diversas clases de condiciones epistémicas necesarias para la discusión imparcial de desacuerdos sociales. En las dos últimas secciones, mencionaré algunas consecuencias de mi propuesta y las preguntas que esta deja abiertas.
2. La definición tradicional de la mentira
Mi discusión en este trabajo parte del supuesto de que reflexionar sobre la naturaleza de la mentira es útil, si queremos ser capaces de explicar por qué consideramos moralmente reprochables los actos de habla que llamamos de esa manera. Precisar qué sea la mentira (y, en particular, la mentira política) facilitaría la reflexión sobre la clase de juicio moral que se amerita en casos concretos, permitiría articular más claramente nuestras actitudes hacia la veracidad y el engaño y, eventualmente, motivaría la reforma de tales juicios y actitudes si llegaran a parecer incoherentes o injustificados (Bok, 2010). Thomas Carson (2010) expresa concisamente el razonamiento subyacente al afirmar:
las cuestiones conceptuales acerca de la naturaleza de la mentira y el engaño son anteriores a las cuestiones sobre el estatus moral de mentir y engañar porque el que la mentira y el engaño sean moralmente incorrectos o no, depende de qué sean la mentira y el engaño (p. 13; traducción propia)2.
Las definiciones disponibles en la literatura especializada sobre la mentira son numerosas (Mahon, 2016). La mayoría de ellas son variantes de la “definición tradicional de mentir”, como la llama Mahon (2016), la cual consiste en cuatro condiciones, conjuntamente necesarias, para calificar un determinado acto de habla como una mentira:
primero, mentir requiere que una persona haga un enunciado (la condición del enunciado). Segundo, mentir requiere que la persona [que miente] crea que el enunciado es falso (la condición de no-verdad). Tercero, mentir requiere que haya otra persona a la que se le dirija el enunciado no verdadero (la condición del receptor). Cuarto, mentir requiere que la persona [que miente] tenga la intención de que la otra persona crea el enunciado no verdadero como verdadero (la condición de la intención de engañar al receptor) (s. p.; traducción propia)3.
De acuerdo con esta definición, hay dos características de la mentira que la distinguen del engaño. Primero, mientras que el término “engaño” se refiere a cualquier método (lingüístico o no) para hacer que otro crea algo que el que engaña no cree, la mentira es aquella forma de engaño que se produce mediante el lenguaje articulado, ya fuere este oral, escrito o simbólico. La definición tradicional busca capturar este rasgo de la mentira mediante la “condición del enunciado”4.
Segundo, mentir es un verbo de conducta, mientras que engañar es verbo de resultado. Esto significa que, para mentir, basta con que el hablante dirija el enunciado falso a otra persona o personas, mientras que, para engañar, es necesario que, además del despliegue de la maniobra engañosa, la víctima resulte efectivamente engañada. En la definición tradicional, este rasgo de la mentira es capturado conjuntamente por las condiciones del enunciado y del receptor y, especialmente, por la ausencia de una condición que sujete la configuración de la mentira a su éxito.
En este trabajo asumiré que la mentira política es una clase de mentira, esto es, que constituye una forma especial de engaño en los dos sentidos explicados en el párrafo anterior. No obstante, sostendré que la mentira política es además una forma especial de mentira debido, primero, a la peculiaridad del uso del lenguaje en política y, segundo, a la función que cumple el despliegue de las mentiras políticas. En la siguiente sección, discutiré la manera en que una caracterización de la mentira política podría beneficiarse de un par de correcciones a la definición tradicional de la mentira, con el fin de iniciar mi argumento cuestionando la plausibilidad de la cuarta condición aplicada a la mentira política. En efecto, la intención de engañar es insuficiente para distinguir qué cuenta como mentira en política. En la sección siguiente explicaré por qué, llamando la atención sobre los usos del lenguaje en la política, y sugeriré en qué podrían consistir las condiciones distintivas de la mentira política.
3. La mentira y las intenciones de los políticos
La definición tradicional de la mentira tiene la ventaja de ser simple e intuitiva. Quizás por ello, la mayoría de autores interesados en el tema la adoptan como correcta, sin preguntarse con cuidado si en realidad sirve para comprender adecuadamente los problemas de la mentira en política5. Sin embargo, no es difícil notar que algunas de las correcciones propuestas para la definición tradicional de la mentira común son especialmente pertinentes para la mentira política. Hay dos que son relevantes para mis propósitos.
Por un lado, Chisholm y Feehan (1977) advierten que aquello sobre lo que el mentiroso quiere engañar a su interlocutor no necesariamente es el contenido del enunciado que hace, sino más frecuentemente sus creencias sobre el contenido del enunciado que hace. Esta observación puede extenderse para dar cuenta de ciertas mentiras en política. Por ejemplo, supongamos que Andrés actuó incorrectamente y que Álvaro lo sabe. Si Álvaro afirma: “Andrés nunca hizo nada incorrecto”, Álvaro puede querer, o bien hacernos creer que Andrés no actuó incorrectamente, o bien hacernos creer que él, Álvaro, no cree que Andrés haya actuado incorrectamente. Incluso, puede hacernos creer que Andrés no hizo nada incorrecto y además que él, Álvaro, no cree que Andrés haya hecho nada incorrecto. En casos diferentes, puede ser crucial si el hablante miente sobre el contenido del enunciado, o sobre sus creencias acerca del contenido del enunciado, o sobre ambos. Si interviene en una entrevista televisiva, lo más efectivo sería hacernos creer en la verdad de ambos, pero si rinde testimonio frente a un juez, sería conveniente para él comprometerse solamente con el enunciado sobre sus creencias acerca del contenido, y no con la verdad del contenido mismo.
Por otro lado, que la intención de engañar (la cuarta condición) sea necesaria para mentir es un punto de álgida controversia actual entre quienes debaten sobre la definición de mentira6. A favor de la condición está que la intención de engañar parece ser el elemento más intuitivo del concepto de mentira, pues no solamente marca su parentesco con el engaño (Chisholm & Feehan, 1977)7, sino que parece explicar el reproche moral que se atribuye al mentiroso (Coleman & Kay, 1981; Hardin, 2010)8. En contra, varios autores (Carson, 2010; Fallis, 2009; Meibauer, 2014, Saul, 2012; Sorensen, 2007) señalan que una definición que incluya tal elemento como condición necesaria no puede cubrir casos de mentiras para el registro (“on record”) y de mentiras descaradas (“bald-faced lies”)9.
Para mostrar que la condición de la intención de engañar excluye las mentiras para el registro (on record), Carson propone imaginar al testigo de un crimen que puede identificar claramente al culpable y es llamado a testificar en un proceso judicial. Su testimonio ayudará a la condena, pero no es la única prueba; de hecho, incluso prescindiendo de su testimonio, la evidencia en contra del culpable es abrumadora. El testigo es consciente de este hecho, y también de que, si atestigua verazmente, la banda criminal de la que el culpable hace parte se vengará de él. En estas circunstancias, cuando el juez lo interroga, el testigo niega saber quién cometió el crimen, contando con que ni el juez ni el jurado serán engañados, dado el resto de la evidencia, y que el culpable será condenado con base en esta. En este caso, según Carson (2010, p. 20), el testigo miente, aunque no tiene la intención de engañar. En otro ejemplo, también propuesto por Carson, el decano de cierta facultad instituye la política de no sancionar a ningún estudiante acusado de fraude académico, a menos que este confiese explícita y voluntariamente. Esta política busca evitar las demandas legales de estudiantes sancionados con base en otra clase de pruebas. Posteriormente, cierto estudiante es atrapado cometiendo fraude de forma evidente en un examen. Pero el estudiante conoce la nueva política instituida por el decano, así que, cuando este le pregunta si cometió fraude, el estudiante lo niega, a sabiendas de que no logrará engañar a su interrogador, pero esperando aprovecharse de la política que este ha establecido. En este caso, el estudiante también miente, aunque tampoco tiene la intención de engañar (Carson, 2010, p. 21).
Es probable que las mentiras para el registro (on record) sean tan frecuentes en política como en la vida cotidiana. Sin embargo, hay dos situaciones en las que los políticos se ven usualmente envueltos y que constituyen tentaciones recurrentes para que mientan para el registro (on record). La primera es la entrevista o intervención en un medio de comunicación masivo, la segunda los interrogatorios semijudiciales de control político. No es inusual que, cuando un político se enfrenta a una pregunta directa sobre su responsabilidad o su conocimiento de un determinado hecho, responda con enunciados que sabe falsos, aunque sepa que con ellos no logrará persuadir a su audiencia. Fue así como algunas personas percibieron la afirmación de Juan Manuel Santos, “el tal paro nacional agrario no existe”10, o la de Ernesto Samper, “todo sucedió a mis espaldas”. En estos casos, así como en el del testigo o el del estudiante en los ejemplos de Carson, es probable que la motivación de los políticos sea que su respuesta mendaz quede registrada (on record), o que la veraz no lo haga, y no engañar con ella a nadie. Se trataría entonces, como sostiene Carson, de mentiras que no son provocadas por la intención de engañar.
En las mentiras descaradas (“bald-faced lies”) tampoco parece haber intención de engañar. Para ilustrar esta clase de mentiras, Sorensen (2007) describe un hecho que ocurrió durante la guerra de Irak en el 2003. La periodista noruega Asne Seierstad ingresó a un hospital civil en una ciudad iraquí y se sorprendió de verlo ocupado por soldados iraquíes heridos. Dado que tal hecho podía implicar que las fuerzas locales estaban a la defensiva, Seierstad preguntó a un médico por el número de soldados admitidos. El médico respondió: “aquí no hay soldados” y cuando la periodista le hizo notar que los pacientes vestían uniformes, el médico insistió: “yo no veo ningún uniforme”. Las mentiras descaradas difieren de las mentiras on record en dos aspectos. Primero, la falsedad de la mentira descarada es absolutamente evidente y, por tanto, no cabe ninguna duda de que la intención de quien miente no es engañar a nadie. Segundo, la mentira descarada no es necesariamente defensiva, como lo es la del testigo y el estudiante en los ejemplos de Carson o en el de los políticos que buscan evadir su responsabilidad. De allí que tampoco sean mentiras motivadas por la necesidad de que queden registradas. Meibauer (2014) sostiene por ello que las mentiras descaradas constituyen en realidad usos ofensivos del lenguaje: cuando se miente descaradamente se busca insultar al interlocutor, más que engañarlo.
Dos ejemplos recientes en política ilustran esta idea. Justo después de que el Colegio Electoral de Estados Unidos declarara su victoria, Donald Trump afirmó que la suya había sido la votación popular más numerosa desde Reagan. El enunciado era patentemente falso, lo que cualquiera que siguiera esporádicamente las noticias, o que tuviera acceso a un texto de historia, podía verificar. Sin embargo, la mentira parecía tener como objetivo agredir a Hillary Clinton, aprovechando que la votación que ella obtuvo sí fue cercana a la de Reagan. No mucho después, en febrero de 2016, justo después de tomar posesión de la presidencia, Trump afirmó que recibía al país con la tasa de homicidios más alta en 47 años. Sin embargo, el Reporte unificado sobre el crimen, elaborado por el FBI y publicado poco antes, sostenía que en el 2015 se había alcanzado la tasa más baja de homicidios en la historia registrada. La ofensa esta vez iba dirigida a su predecesor en el cargo11.
No es inusual entonces que los políticos mientan sobre sus creencias acerca de los hechos de los que hablan o que mientan sin la intención de engañar. Hay dos consecuencias que se siguen de esta discusión: primero, la definición tradicional no parece capturar las mentiras en las que la falsedad no está en lo que el enunciado dice literalmente (recuérdese el caso de Álvaro y Andrés). Segundo, la definición tradicional tampoco parece capturar las mentiras en las que el objetivo principal no es que el interlocutor crea que lo que se dice es verdadero (Santos, Samper, Trump). Ya que en política se dan a menudo estas dos clases de mentira, la definición tradicional no es completamente adecuada para capturar lo específico de la mentira política. Ante tal deficiencia, las alternativas podrían ser, o bien ofrecer una definición general de la mentira que cubra esos casos, o bien plantear una definición de mentira política que atienda a su especificidad. La primera alternativa ha sido probada sin éxito hasta el momento (Mahon, 2016), así que, en vez de sumar otro intento de reforma a la definición tradicional, optaré por la segunda.
4. La mentira y el lenguaje de la política
Considérese la siguiente definición de Carson (2010):
L5'. Una persona S dice una mentira a otra persona S1 si y solo si: 1) S hace un enunciado X a S1, 2) S cree que X es falso o probablemente falso (o alternativamente, S no cree que X sea verdadero), 3) S enuncia X en un contexto en el cual S le garantiza [warrants] la verdad de X a S1, y 4) S no se toma a sí misma como si no estuviera garantizando [warranting] la verdad de aquello que dice a S1 (p. 39; traducción propia)12.
Esta definición toma en cuenta los problemas planteados en la sección anterior. Por un lado, el concepto de garantizar la verdad del enunciado permite incluir los casos de las mentiras para el registro (on record) y de las mentiras descaradas, pues lo que se hace cuando se miente es romper una convención en vigor en contra de la expresión de enunciados falsos, la cual opera independientemente de las intenciones o probabilidades del engaño (Carson, 2010, pp. 20-24)13. Por otro lado, cuando el mentiroso traiciona la confianza de su audiencia, puede hacerlo, o bien porque ofrece un contenido que cree falso, o bien porque hace creer a su audiencia que el valor veritativo que él le atribuye al contenido del enunciado que hace es diferente al que realmente le atribuye.
Sin embargo, la definición de Carson y, como mostraré ahora, una gran cantidad de definiciones sobre la mentira común, son insuficientes para capturar lo que es peculiar a la mentira política. Para empezar, usualmente las definiciones de la mentira común dejan por fuera dos grandes grupos de actos de habla de los políticos por los que usualmente son acusados de mentir: i) la mentira por desorientación y falsa presuposición y ii) la mentira por ironía y lenguaje figurado o “en código”.
i) Mentira por desorientación y falsa presuposición: Las definiciones comunes excluyen aquellos enunciados que el mentiroso considera estrictamente verdaderos, o al menos que no considera falsos, pero que expresa buscando que su audiencia infiera afirmaciones que son, o que él cree, falsas. Quienes recurren a esta clase de enunciados mentirían porque deliberadamente inducen a error a su audiencia, ya fuere desorientándola mediante alguna implicatura conversacional (Meibauer, 2005; Saul, 2012), o ya sea sugiriendo una falsa presuposición (Meibauer, 2014). No es sorprendente que los políticos mientan de estas formas, pues como anota Meibauer (2011, p. 283), así dejan abierta la posibilidad de evadir acusaciones con la excusa del malentendido.
Uno de los ejemplos más famosos de desorientación en la literatura especializada implica a un político14. Se trata de la respuesta que supuestamente ofreció Bill Clinton a la pregunta de un juez sobre si había tenido relaciones impropias con Monica Lewinsky. Clinton habría respondido: “No hay relación impropia alguna” (“There is no improper relationship”). El enunciado era estrictamente verdadero, pues expresado en tiempo presente, se refería al hecho de que en el momento en que Clinton respondía, no mantenía ninguna relación impropia con Lewinsky. Pero, dado que el contexto de la pregunta sugería que lo que se le pedía a Clinton era que dijera si alguna vez había tenido relaciones de esa clase con Lewinsky, la respuesta obligaba a inferir a la audiencia que Clinton negaba cualquier relación con Lewinsky en cualquier tiempo. Dado que Clinton, al parecer, sí mantuvo una relación impropia con Lewinsky mientras ella era su pasante en la Casa Blanca, aquel habría mentido induciendo a error a su audiencia.
Irónicamente, ni la pregunta ni la respuesta sucedieron como cuenta esta anécdota. Pero un suceso real, que de nuevo involucra a Clinton, sirve como ejemplo adicional (Green, 2006, pp. 140-147; Saul, 2012, p. 121). Durante el juicio que se adelantaba en su contra por acoso sexual a Paula Jones, Clinton tuvo que responder a la pregunta de si había tenido relaciones sexuales con Lewinsky. Él lo negó. La definición de relaciones sexuales que había sido admitida durante este litigio por el juez implicaba que no incurría en tales relaciones quien recibía sexo oral, pero sí quien lo administraba, de modo que al negar que hubiera mantenido relaciones sexuales con Lewinsky, bajo esa definición, Clinton estrictamente decía la verdad. Pero dado que se trataba de una definición tan peculiar, gran parte de la audiencia entendió que mentía al negarlo.
Otro par de ejemplos muestran la relevancia y frecuencia en política de la mentira por falsa presuposición. Durante su campaña a la presidencia de Colombia, Iván Duque asistió, junto con otros candidatos, a un debate público sobre la corrupción15. Durante sus presentaciones, cada candidato debía explicar su definición de corrupción. Todos coincidieron en que sus nociones de corrupción incluían los casos usuales en la literatura especializada (Gardiner, 2007), casos en los que el corrupto es un funcionario público: desviación de recursos públicos para provecho particular, abuso de la calidad de servidor público, tráfico de influencias y de información privilegiada, etc. Todos coincidieron, además, en que la corrupción es moralmente reprochable. Cuando el debate estaba a punto de terminar, Duque afirmó que, según él, existía otro ejemplo de corrupción, no mencionado por nadie hasta ese momento, y que le sorprendía que solo él lo considerara condenable: el reclutamiento de menores para la guerra. El reclutamiento de menores no es técnicamente considerado como ejemplo de corrupción política, pero esperando que la imprecisión fuera pasada por alto, Duque intentó provocar la falsa presuposición de que los otros candidatos no consideraban tal acción como condenable.
El otro ejemplo de falsa presuposición en política es la táctica del pushpolling (Saul, 2012, pp. vii-viii). Esta táctica consiste en que, durante el periodo de campaña electoral, una compañía que supuestamente adelanta una encuesta de intención de voto hace llamadas a electores estadísticamente indecisos. Tanto la compañía como la encuesta son ficticias, pero las preguntas están diseñadas para hacer que los electores infieran información falsa que puede perjudicar a determinados candidatos. En las elecciones de las primarias del partido republicano del año 2000, la táctica fue desplegada contra John McCain. Los electores recibían preguntas como “¿Estaría usted más o menos dispuesto a votar por el senador McCain si supiera que es el padre ilegítimo de un niño de color?”. Quien realiza la encuesta no hace una afirmación falsa. De hecho, no hace una afirmación, sino una pregunta. Pero esta contiene una presuposición que puede ser inferida por los receptores de las llamadas como verdadera y así puede afectar sus decisiones de voto.
ii) Mentira por ironía y lenguaje figurado o “en código”: Otra clase de enunciados que las definiciones en cuestión no cubren son las expresiones irónicas. En este tipo de casos, el hablante miente, a pesar de que no lo hace mediante afirmaciones contrarias a lo que cree verdadero. La idea de que también se miente mediante ironía es defendida por David Simpson (1992), quien la ilustra mediante el siguiente ejemplo. Hay un hombre que sabe que hay ladrones en el camino. Cuando otro le pregunta si los hay, él responde que efectivamente los hay, pero exhibiendo signos de ironía (Simpson, 1992, p. 629). El otro individuo capta esos signos e infiere que no hay ladrones en el camino. Suponiendo que los signos irónicos no fueron accidentales, parece correcto decir que aquel hombre mintió. Una ventaja interesante de esta forma de mentira es que deja abierta la posibilidad de que el mentiroso evada su responsabilidad de una forma más efectiva que mediante la mentira por desorientación o por falsa presuposición, pues la defensa del mentiroso irónico sería que, en efecto, dijo literalmente la verdad.
¿Se miente de esta forma en política? Considérese el siguiente pasaje de Alexandre Koyré:
Es verdad que Hitler (como los otros caudillos de estados totalitarios), anunció todo su programa de acción públicamente. Pero porque sabía que sus declaraciones no serían tomadas en serio por los no iniciados, precisamente así, diciéndoles la verdad, estaba seguro de engañar a sus adversarios (Koyré, 1945, p. 296).
El comentario de Koyré es relevante para comprender la mentira en política16. Un rasgo llamativo de la mentira mediante ironía es que permite al mentiroso engañar solo a una parte de la audiencia, mientras que, al tiempo y mediante el mismo enunciado, reafirma la confianza de otra. En efecto, en casos típicos de ironía, se pretende que la audiencia comprenda exactamente lo contrario de aquello que literalmente se dice17. Pero como sugieren Szabados y Soifer (2004, p. 292) , no es inconcebible una situación en la cual quien despliega una ironía quiera dirigirse al mismo tiempo a dos públicos diferentes: uno, al que quiere transmitir el sentido pretendido, y otro, al que quiere que tal sentido se le escape. Szabados y Soifer explican que esto es posible cuando el ironista quiere divertirse con una parte del público a costa de la otra. Pero, en política, es quizás más parecido a lo que, en el contexto del pasaje citado, Koyré llama “conspiraciones a plena luz del día” (1945, p. 296). Koyré se refiere al comportamiento que adoptan los miembros de grupos políticos en condiciones extremadamente polarizadas de pugna por el poder, pero antes de llegar al enfrentamiento violento. En condiciones tales, cuando todavía sobreviven los formalismos de la rivalidad política normal, los partidos en disputa tienden a desarrollar lenguajes codificados que les permiten comunicar sus creencias, ideas y estrategias mediante los discursos públicos propios del proceso político corriente, sin despertar sospechas en sus contrincantes o, incluso, confundiéndolos18.
El uso de lenguaje codificado (dogwhistle) ilustra un rasgo común en el lenguaje al que se recurre en las pugnas por el poder político: hay expresiones, palabras clave, denominaciones cargadas, líneas de argumentos, tópicos y tropos que en boca de los políticos no buscan comunicar o engañar sobre aquello que estrictamente significan. Tomados literalmente, son falsos. Sin embargo, su objetivo consiste más bien en expresar la alianza con un conjunto de valores o modos de pensar (p. ej., “justicia sin impunidad”, “nasty woman”), alertar disimuladamente sobre situaciones que se consideran peligrosas o indeseables para el grupo, clase o partido (p. ej., “la ideología de género del acuerdo de paz”) o sugerir modos específicos de reacción contra grupos o individuos rivales concretos (p. ej., “the basket of undesirables”, “los fascistas paramilitares”19). Estas formas de lenguaje disimulado constituyen en realidad una herramienta corriente de estrategia política y una que hace parte del arsenal usual, no solamente del totalitarismo, sino de los gobiernos y la oposición de los regímenes democráticos20.
La anterior discusión sugiere que no es sensato limitar el concepto de mentira política al tipo de casos en que los actores políticos comunican afirmaciones falsas mediante enunciados directos, pues ello equivale a coartar las posibilidades descriptivas y críticas del concepto. Y esto es así porque el lenguaje político no es siempre directo o literal; no se parece al lenguaje que esperaríamos en un tratado científico o en uno de filosofía analítica. Las formas de la mentira política son variadas, porque los políticos aprovechan los recursos de un lenguaje que no tiene el propósito principal de comunicar literalmente lo que se dice. De hecho, los géneros del discurso político son numerosos: la arenga preelectoral, la propaganda, el discurso de posesión o toma del poder, las alocuciones públicas de ataque o defensa de políticas o de individuos, los informes periódicos frente a la nación, los mensajes públicos en fechas conmemorativas, los testimonios autobiográficos o de memoria histórica, las declaraciones espontáneas en medios de comunicación masiva, y recientemente, los mensajes en redes sociales. Más aún, hay fines políticos legítimos para los cuales el lenguaje literal y veraz sería un obstáculo: los mensajes de aliento a las tropas en tiempos de guerra, o a la nación en general en tiempos de crisis. El lenguaje de la política cumple importantes funciones ilocucionarias y perlocucionarias, muchas de ellas asociadas al objetivo de crear o expresar la cohesión, invitar a la alianza, la simple aquiescencia en torno a estrategias, valores o ideales o, lo contrario, a rechazar alianzas y destruir consensos.
Si unimos estas consideraciones a la discusión de la sección anterior, resulta cada vez menos plausible identificar lo característico de la mentira común con lo característico de la mentira política. Mientras que la desviación intencional de la verdad de lo que se dice es crucial para definir aquella mentira21, comunicar algo distinto que la verdad de lo que se dice no siempre constituye una desviación ilegítima en la política, y más bien es casi que la norma. Sin embargo, lo anterior no implica que todo uso del lenguaje en política sea mendaz. No podría haber una definición de la mentira política más inútil (y más pesimista) que aquella que afirmara seriamente el viejo chiste de que para saber cuándo mienten los políticos, hay que fijarse solamente en si están moviendo los labios.
Para precisar la característica de la mentira política que quiero identificar en esta sección, considérese la distinción entre convencer y persuadir introducida por Perelman y Oldbrechts-Tyteca (1969) 22. Para estos autores, una argumentación persuasiva es aquella que reclama validez solamente para una audiencia particular, mientras que una argumentación que busca convencer es una que pretende ganar la adhesión de todo ser racional (Perelman & Oldbrechts-Tyteca, 1969, p. 28). Dicho de otra forma, persuadir y convencer difieren en función de la extensión de las respectivas audiencias. Pero una audiencia puede ser particular no solo por su número o por las características comunes, aunque específicas de sus miembros (los colegas parlamentarios, los representantes de una agencia gubernamental, los ciudadanos de una determinada nación, los miembros de cierto partido), sino también por su duración temporal: en un discurso en la plaza pública, la audiencia está conformada por quienes estén en la plaza, y durante el tiempo en que lo estén. En una campaña electoral, el público a persuadir existe hasta las votaciones.
Esta forma de distinguir persuasión de convencimiento impide equiparar persuasión y mentira. La persuasión no es una forma inferior o fraudulenta del convencimiento, a la que el hablante recurre cuando advierte que carece de argumentos de validez universal. Más bien, la persuasión es una manera alternativa, y legítima en ciertos contextos, de ganar la adhesión epistémica y pragmática de otros23. La persuasión es apropiada allí donde el mensaje que se quiere transmitir busca, más que simplemente comunicar información, motivar una decisión de acción concreta. Esto implica que los criterios con los que se puede evaluar legítimamente a un intento de persuasión dado no se limitan a la verdad o falsedad del contenido, o al éxito o fracaso en la motivación a la acción, sino que incluyen la moralidad o inmoralidad de las razones para motivar a la acción concreta. Ahora bien, el lenguaje en política es predominantemente persuasivo, o mejor dicho, con él se busca la mayoría de las veces ganar la adhesión de aquellos cuyas actitudes, acciones o disposiciones se necesita movilizar en un lugar y momento histórico dados: el electorado, los gobernados, los políticos rivales, los co-partidarios o, incluso, los enemigos. Por ello, la veracidad de lo dicho, y lo literalmente dicho, son elementos contingentes de los mensajes políticos: para persuadir a su particular audiencia, el político puede recurrir, en principio, tanto a la afirmación directa y veraz o al recurso retórico veraz, como a sus análogos mendaces. En otras palabras, en política, el lenguaje no se usa para ganar la adhesión de todo ser racional, sino solamente de aquellos que importan24.
Williams (2005) sugiere una idea similar al preguntarse si la política puede entenderse como un método de búsqueda y transmisión de la verdad. Los proesos y sistemas políticos no están, por su naturaleza, pensados para asegurar el descubrimiento o la comunicación de la verdad. Más bien, idealmente, los sistemas políticos están diseñados para la toma justa y eficiente de decisiones. Es por ello que nadie se sorprende de que los actores políticos no sean modelos de transparencia, o de que las reglas de su práctica se alejen considerablemente de las reglas de la práctica científica o filosófica25. Desde luego, como también apunta Williams (2005, p. 162), hay ciertos tipos de investigación y comunicación de la verdad que son imprescindibles para cualquier clase de intercambio lingüístico, y más aún, para los intercambios que tienen lugar cuando se administran recursos. Como mínimo, es deseable que cualquier método de investigación evite el razonamiento ilusorio (“wishful thinking”) (Williams, 2005, p. 156) y que aspire, en cuanto sea posible, a generar resultados “tales que P (si P) y que no P (si no P)” (Williams, 2005, p. 156; traducción propia)26. Y, en efecto, la administración burocrática de recursos es algo que ciertos políticos hacen, o a lo que al menos contribuyen normalmente, cuando se definen los detalles de las políticas públicas o cuando tienen que entregar información relevante para su ejecución y control. Pero si se piensa en su uso más visible en política, el lenguaje sirve allí a fines que tienen que ver más con el manejo del desacuerdo, la superación de los conflictos de valores y el logro de acuerdos entre intereses rivales, que con las virtudes de la veracidad27.
Nótese que esta observación sobre el uso del lenguaje en la política no significa un compromiso con una definición particular de lo político. Casi cualquier definición de lo político admitiría la idea de que el uso del lenguaje en la política no es igual a su uso en la investigación científica y que tiene que ver con la acción, más que con las creencias. La conclusión que quiero señalar por el momento es que una definición de la mentira política debería atender al uso especial que predominantemente se le da al lenguaje en política. El lenguaje en política se usa para persuadir, aunque esto no significa que la persuasión sea intrínsecamente mendaz. La pregunta que surge, entonces, es por la naturaleza específica de la mentira política. Si no es en la desviación deliberada en el uso literal y veraz del lenguaje, entonces, ¿en qué consiste?
5. Mentira y discusión política
Para avanzar mi propuesta sobre lo característico de la mentira política, considérense los fenómenos del “negacionismo científico” y de las “noticias falsas”. El negacionismo científico es la estrategia de desprestigio deliberado y sistemático de un concepto, teoría, campo o fuente científica, en favor de los intereses económicos o políticos de quien la promueve (McIntyre, 2018, p. 17). Uno de los casos más escandalosos de esta práctica fue protagonizado por la industria del tabaco en Estados Unidos. Proctor (2011) describe las tácticas que desplegaron los empresarios del tabaco para contrarrestar los peligros que las investigaciones médicas sobre los efectos del consumo de cigarrillos representaban para su negocio. Desde al menos la segunda década del siglo XX, múltiples investigaciones médicas empezaron a indicar una posible conexión entre el consumo regular de cigarrillos y varios tipos de cáncer, especialmente el cáncer de pulmón. Frente a tales resultados, la táctica de las compañías había sido defensiva, enfatizando en su publicidad que sus cigarrillos eran menos perjudiciales que los de la compañía rival. Sin embargo, hacia la mitad del siglo, la evidencia parecía contundente y la comunidad científica parecía haber llegado a un consenso sobre la relación causal: fumar mata28. Por ello, en 1953, los líderes de la industria fundaron el Comité de Investigación de la Industria Tabacalera29, cuya función principal era crear duda en el público sobre la validez de las investigaciones científicas sobre los efectos del tabaco (McIntyre, 2018, p. 21; Proctor, 2011, p. 289). La pieza central de esa estrategia fue contratar científicos dispuestos a fabricar evidencia contraria a la que provenía de las agencias de salud de los gobiernos y de los laboratorios independientes y darla a conocer al público con inusitada intensidad. Para la industria del tabaco, no era necesario que la evidencia se generara de acuerdo con estándares científicos. De hecho, muchos de los resultados eran simples mentiras expresadas en jerga científica.
Esta producción de duda, respaldada tan agresivamente por una de las industrias con mayor capital en el mundo, resultó efectiva. Desde los años sesenta, los consumidores dejaron de prestar atención a las investigaciones provenientes de las agencias de salud de sus gobiernos y las tildaron de precarias, inconclusas, partidarias, procomunistas e, incluso, contrarias a su libertad de conciencia y de expresión y a la libertad de empresa de la industria (Proctor, 2011, p. 333). La gravedad del daño no consistió solamente en que los fumadores siguieron fumando y muriendo, mientras que las utilidades de la industria crecían, sino que la propaganda protabaco logró implantar en el ciudadano corriente una imagen distorsionada de la actividad científica, de sus estándares epistémicos y de la manera apropiada de discutir y criticar la evidencia factual. La estrategia anticientífica de los tabacaleros pronto fue copiada por la industria del petróleo y dirigida, desde finales de los años noventa, contra la tesis del calentamiento global (McIntyre, 2018, p. 27). Más tarde, se convirtió en la maniobra usual de cualquiera que viera que sus intereses o valores eran amenazados por la evidencia científica, o que simplemente intentara sacar provecho de la confusión del público sobre algún asunto que involucrara una interpretación de hechos (Rabin-Havt, 2016)30.
Por su parte, las noticias falsas son “afirmaciones falsas que pretenden referirse al mundo [real] mediante un formato y con un contenido que se asemeja al formato y al contenido de organizaciones de noticias legítimas” (Levy, 2017, p. 20; traducción propia)31. Un caso reciente fue el “Pizzagate”, en el que un vigilante, motivado por información falsa que circulaba en redes sociales, irrumpió fuertemente armado a la pizzería Comet Ping Pong en Washington D. C., con la intención de acabar con el supuesto negocio de tráfico de personas que Hillary Clinton mantenía allí (Rini, 2017, p. E48). La diseminación de noticias falsas no siempre es deliberada y no siempre persigue intereses reconociblemente políticos32, pero produce un efecto similar al del negacionismo científico: promueve una imagen distorsionada de la realidad y, más aún, de la actividad y estándares de quienes buscan reportarla imparcialmente. Como señala McGonagle (2017, p. 206) , hay ciertas características que hacen a este fenómeno más preocupante hoy en día: dada la sofisticación con que son producidas, las noticias falsas son más difíciles de reconocer; y dado el número en el que son producidas y la velocidad de su difusión, son más difíciles de evitar y, en consecuencia, sus fuentes y efectos son más difíciles de rastrear y contrarrestar. El resultado, de nuevo, es la incertidumbre, el desprestigio de las fuentes tradicionales de información y la distorsión de los estándares para juzgar sus afirmaciones.
Es aquí, a mi juicio, donde podemos encontrar el rasgo central de las mentiras políticas. Mi tesis es que la mentira política se caracteriza porque su función no es, o no es solamente, implantar creencias falsas en sus destinatarios, sino más bien socavar diversas clases de condiciones epistémicas que son necesarias para la discusión imparcial de los desacuerdos sociales. El concepto de mentira política así propuesto no es coextensivo con el de negacionismo científico, ni con el de noticias falsas, pero tiene en común con estos la idea de que el efecto de las mentiras políticas es afectar las decisiones y acciones de aquellos a quienes se dirigen, mediante la manipulación de las condiciones epistémicas que permiten la adecuada discusión pública. Esta tesis encaja con la idea de que el lenguaje de la política apunta a la persuasión de aquellos que tienen intereses y valores diferentes a los propios. La mentira política es, entonces, una forma tramposa de ganar la adhesión epistémica y así motivar a la acción a quienes no comparten exactamente los propios valores, creencias u opiniones.
Para lograr este objetivo, una mentira política no tiene que ser creída literalmente por aquellos a quienes se dirige. Basta con que cree estados epistémicos tales que lleven a la acción que el mentiroso desea33. Así como los tabacaleros, para mantener sus ventas, no necesitaban que sus compradores creyeran que el consumo regular de cigarrillos no causaba cáncer, sino solamente que dudaran de la evidencia científica al efecto, así el éxito de algunas mentiras políticas consiste solamente en generar duda (¿cuál es realmente la diferencia entre firmar un acuerdo de paz con la guerrilla y adherir a sus ideales?), despertar emociones (“queríamos que la gente saliera a votar verraca”), y el de otras en activar prejuicios o ciertas disposiciones (“ustedes, los intelectuales que aún viven en la comunidad basada en los hechos”, “no creo en las estadísticas, sino en lo que me dicta el instinto”).
En este sentido, la estructura de la especie “mentira política” guarda sugerentes parecidos con la trampa y el gaslighting34. Según Green (2006), hay dos elementos que definen el hacer trampa: romper cierto tipo de reglas y romperlas con el objetivo de obtener una ventaja injusta. Cuando se hace trampa, según Green, se rompen las reglas obligatorias, que definen o regulan una práctica, en parte cooperativa en parte competitiva, en la que sus participantes se comprometen a limitar su libertad en favor del beneficio que la práctica promete (Green, 2006, p. 58). El tramposo rompe tal clase de reglas porque de esa forma asegura una ventaja frente a sus competidores, una ventaja que no está permitida por las reglas de la práctica (Green, 2006, p. 63). El mentiroso político es una especie de tramposo. Con el objetivo de lograr una ventaja en la discusión política, el mentiroso rompe las reglas que garantizan un cierto nivel de calidad del debate (reglas que pueden estar consagradas explícitamente en normas jurídicas o en normas políticas consuetudinarias). En lugar de las tácticas argumentativas y retóricas veraces para lograr la cooperación y la acción en concierto con los otros, el mentiroso político busca generar estados epistémicos mediante los que obstaculiza el apropiado examen, de aquello que defiende, por parte de los demás. En efecto, algunas mentiras políticas tienen como función perturbar la foración de la voluntad y la toma de decisiones colectivas, procesos usualmente regidos por normas más o menos definidas en la ley o establecidas por la práctica política del país.
Otras mentiras políticas se dirigen a afectar otro conjunto de condiciones epistémicas que, a falta de mejor término, podrían clasificarse como subjetivas. En este aspecto, algunas mentiras políticas se parecen al gaslighting. De acuerdo con Abramson (2014), el gaslighting es “una forma de manipulación emocional en la que el gaslighter intenta [...] inducir en el otro la impresión de que las reacciones, percepciones, memorias y/o creencias de esta otra persona no solo son erradas, sino carentes de todo fundamento” (p. 2; traducción propia)35, al punto de que la víctima misma llega a considerarlas como propias de un demente. Esta forma de manipulación requiere de múltiples incidentes a lo largo del tiempo, mediante los cuales el gaslighter gradualmente aísla a su víctima de la realidad, hasta que esta deja de confiar en sus propias capacidades para distinguir cuáles de sus creencias son confiables y cuáles no. Mediante su estrategia, el gaslighter, en últimas, busca destruir la posibilidad de toda forma de desacuerdo con su propia visión del mundo, aniquilando las competencias de la otra persona para la deliberación y la discusión racional. De allí que las tácticas de las que el gaslighter se vale no solo se dirijan a refutar o a descartar posiciones u opiniones particulares que la víctima pueda adoptar, sino a eliminarla a ella misma como fuente de posible desacuerdo (Abramson, 2014, p. 10). Algunas mentiras políticas se asemejan al gaslighting: sistemática y gradualmente eliminan la posibilidad de desacuerdo, aniquilando las capacidades epistémicas de aquellos a quienes se dirigen. Si son exitosas, las mentiras políticas así desplegadas terminan despojando del juicio a aquellos a quienes se dirigen y logran así que el líder político, el partido, o el Estado sean quienes determinen cuáles creencias hay que adoptar y, por ende, cuáles acciones que hay que ejecutar.
Mi propuesta de caracterización de la mentira política podría entenderse como un replanteamiento de la definición tradicional de la mentira, en especial de su primera, tercera y cuarta condiciones36. Sostengo que hay mentira política cuando i) se dirige un enunciado (posiblemente retórico), ii) que se cree falso, o no se cree verdadero, iii) a una audiencia con capacidad de decidir y actuar sobre asuntos sociales, iv) con el fin de socavar diversas clases de condiciones epistémicas que son necesarias para la discusión imparcial de las decisiones y acciones sobre aquellos asuntos.
Esta caracterización supone que en la actividad política rigen reglas de comunicación diferentes a las del lenguaje cotidiano o del lenguaje propio de la investigación científica o filosófica. Esto se compadece con el hecho de que la política no es una actividad en la cual sea razonable esperar relaciones basadas en la completa sinceridad o transparencia. Esta es la razón central por la cual mentir en política no es igual a mentir en otros ámbitos y, por lo tanto, la razón a partir de la cual se sigue que las respectivas definiciones de mentir deban ser distintas.
En esta propuesta, expreso la primera condición mediante una construcción impersonal (“se dirije”) para evitar incluir como parte de la caracterización de la mentira el requisito de que alguien dirija deliberadamente el enunciado de la siguiente condición. Esto se debe a que hay algunos enunciados que son producidos con fines distintos de los de las mentiras políticas, pero que una vez entran en el dominio público son promovidos de manera que cumplan la función propia de las mentiras políticas. Un caso claro es el de las fake news creadas con fines publicitarios (clickbait), pero que luego son redirigidas a objetivos políticos. En esta misma condición, incluyo la posibilidad de que el enunciado sea expresado retóricamente con el fin de incluir los casos de mentiras por desorientación, falsa presuposición, ironía o lenguaje codificado, así como los casos de ambigüedad en los que el hablante deja abierto a interpretación si quiere decir algo sobre los hechos o sobre sus creencias sobre los hechos. La segunda condición busca mantener un rasgo central de la mentira en general: se dice (en sentido amplio) algo falso, o que no se cree verdadero. La tercera condición constituye la mitad de la explicación de lo que hace específica a la mentira política: es una mentira que aparece en una clase particular de discusiones, definida por la audiencia. La capacidad de decidir y actuar sobre asuntos sociales puede estar formal o informalmente establecida; lo esencial en este punto es que el resultado es una decisión legítima y con el potencial de alterar las condiciones sociales de la vida en común. Finalmente, la cuarta condición remplaza el requerimiento de que para mentir en política debe existir la intención de engañar. En mi propuesta, lo crucial en la mentira política es que el enunciado falso permite ventajas injustas para alguna de las partes de la discusión o que socava la competencia epistémica de los participantes en la discusión política. La mentira es política precisamente porque consiste en una forma anormal y quizás ilegítima de persuadir a los demás en discusiones sobre asuntos sociales. En conjunto, las condiciones de esta caracterización implican que lo distintivo de la mentira política no es el simple falseamiento deliberado de la verdad, sino la perturbación de las condiciones epistémicas que permiten la toma imparcial de decisiones37.
6. Algunas aclaraciones y consecuencias
i. Lo característico de la mentira política no es el falseamiento deliberado de la verdad. Afirmar que lo especial de la mentira política no es el falseamiento deliberado de la verdad no implica afirmar que los políticos no mienten cuando sus mentiras no se ajustan a mi definición, sino solamente que no están diciendo mentiras políticas. En efecto, los políticos pueden ocupar también otros roles, en virtud de los cuales pueden estar obligados a decir la verdad, o a ser sinceros. Para describir tales mentiras, las definiciones de la mentira común pueden ser suficientes.
Por otro lado, negar que el falseamiento de la verdad no es suficiente para definir la mentira política no implica negar que hay situaciones en las que decir la verdad constituye una acción política, pues, como sostiene Arendt (1967/2017a), “allí donde una comunidad se embarca en la mentira organizada por principio, y no únicamente con respecto a asuntos particulares, puede la veracidad [...] convertirse en un factor de primer orden” (p. 58). De hecho, la expresión pública y repetida de la verdad puede ser la mejor forma de combatir a los mentirosos políticos38.
ii. La mentira política tiene que ver con cierta violación de la confianza. Hay un sentido en que la confianza no tiene lugar en la política: la política no es una actividad exclusivamente cooperativa. Como sugiere la idea de las “circunstancias de la política” de Waldron (1999, p. 102) , la política tiene que ver con el desacuerdo y el conflicto: sin estos elementos, no habría ni siquiera necesidad de política. Pero hay otro sentido en que mi propuesta sobre la mentira política la vincula con cierta violación de la confianza legítima. A la luz de las comparaciones con la trampa (cheating) y el gaslighting, las mentiras políticas constituyen atajos ilegítimos, trampas de las que se vale el actor político para lograr un acuerdo o motivar un curso de acción en otros, mediante la destrucción de las posibilidades mismas de que estos otros se opongan legítimamente. La mentira política, en tal sentido, constituye una violación a la confianza legítima que pueden tener los participantes de la práctica antagónica (Applbaum, 1999) del debate de persuasión.
iii. Mi propuesta permite apreciar varias complejidades de la mentira política y sus conexiones con otros fenómenos. La primera complejidad que permite apreciar es que la mentira política no es provocada ni exclusiva, y muchas veces tampoco principalmente, por individuos que hacen parte del aparato estatal. De hecho, la mentira política no puede definirse en función de su autor. La mentira política puede ser cometida por individuos o grupos de cualquier clase con interés de ganar un asunto que es objeto de persuasión en la discusión pública o simplemente de obstaculizarlo: líderes políticos, agencias estatales, medios de comunicación, grupos de interés, asociaciones de ciudadanos o individuos aislados, grupos de oposición o de resistencia política, líderes o miembros de otros estados, o incluso miembros de organizaciones internacionales, legales o ilegales. Por supuesto, los grupos políticos en el poder tienen más incentivos para generar y propagar ciertas mentiras políticas. Pero, en ocasiones, la acción del mentiroso se limita a provocar las condiciones que facilitan que otros agentes produzcan mentiras políticas inadvertidamente. Las noticias falsas y las teorías de la conspiración que fluyen a través de redes sociales son ejemplos pertinentes.
Dada esta complejidad, no es sorprendente que, para trazar el origen y adjudicar las responsabilidades de mentiras políticas dadas, surjan problemas como el de las “manos múltiples” (Thompson, 1999), o el de decidir si es más conveniente fijarse en el contexto o las causas subyacentes que hacen posibles a las mentiras políticas o en las motivaciones individuales de los políticos mentirosos. Finalmente, el sentido e impacto de las mentiras políticas no puede considerarse siempre aisladamente. Como sugiere la comparación con el gaslighting, las mentiras políticas usualmente hacen parte de un sistema. En efecto, el éxito real de las mentiras políticas suele verse solo a largo plazo, cuando los esfuerzos graduales y organizados de los propagadores han surtido efecto. No es una mera excentricidad que el conteo de mentiras de Trump no pare de crecer39. Además, entender las mentiras políticas como parte de un sistema permite conectarlas más fácilmente con otras formas de engaño, frecuentes en la era de la posverdad, y a las que, en conjunto, se recurre para pervertir el juicio de los ciudadanos: la charlatanería (bullshit), y la interpretación sesgada (spin), las medias verdades, el secreto ilegítimo, la desinformación, etc.
iv. Mi propuesta deja abierta la discusión sobre el mal moral que esa clase de mentira puede producir. Una de las dificultades al definir la mentira común y corriente es decidir si se trata de un concepto intrínsecamente moral. Kemp y Sullivan (1993) y Margolis (1962) sostienen que la afirmación “mentir es moralmente reprochable” es tautológica. Estos autores alegan que definir “mentira” sin atender a la carga moral que se quiere transmitir es ignorar la naturaleza misma del término. Sin embargo, otros autores en este mismo debate, como mencioné atrás, consideran importante distinguir entre las cuestiones conceptuales y las cuestiones normativas (Carson, 2010; Chisholm & Feehan, 1977; Mahon, 2016). No obstante, si mi propuesta es correcta, no es posible establecer con detalle qué es la mentira política sin esclarecer cuestiones que, aunque no son morales, sí son normativas y tienen que ver con cuáles sean las reglas y condiciones ideales, epistémicas y morales, para la discusión de los desacuerdos sociales. La mentira política es un concepto completamente normativo, en tanto describe una clase de acción, al tiempo que la ubica en un espectro valorativo, como mínimo, de carácter epistémico.
Quizás la motivación detrás de la distinción entre cuestiones conceptuales y normativas tiene que ver con la necesidad de aislar las preguntas relacionadas con el mal moral que las mentiras pueden producir. Pero entendida de esta manera, la distinción simplifica el problema. Sería más apropiado considerar el mal moral de las mentiras mediante la distinción entre daño (harm) y perjuicio (wrong)40. El daño tiene que ver con los obstáculos o desventajas que se producen en el bienestar de una persona o grupo, mientras que el perjuicio tiene que ver con la violación de una regla moral o un derecho legítimo en cabeza de alguien. Tanto las mentiras como las mentiras políticas pueden producir daños y perjuicios, o solamente unos o los otros. Y aunque, en este esquema, solo sean moralmente reprochables los perjuicios, esto no significa que los daños no exijan alguna medida de corrección o reparación. Esta última consideración es relevante para una reflexión acerca de cuál sea la sanción legal más apropiada para las mentiras políticas.
7. Conclusión: políticos mentirosos y tramposos democráticos
¿Cuáles son exactamente las condiciones epistémicas necesarias para la discusión de los desacuerdos sociales o para la discusión política? ¿Cuáles son exactamente las reglas que supuestamente rompen los mentirosos políticos? La defensa de un modelo de discusión y persuasión política supera el objetivo y la extensión de este artículo. No obstante, creo que es posible señalar al menos dos alternativas que podrían complementar mi propuesta en esa dirección. En primer lugar, está la sugerencia de Arendt, especialmente en “Verdad y política” (1967/2017a, pp. 42-43), según la cual la “opinión imparcial” constituye la forma legítima del conocer político, una forma que se nutre tanto de la verdad factual (establecida trabajosamente por parte de historiadores, periodistas y jueces), como del esfuerzo individual y colectivo por representar imparcialmente los puntos de vista de los demás. Arendt no desarrolla cabalmente esta propuesta, pero se podría especular que, en esta concepción, la mentira política sería aquella forma de usar el lenguaje que obstaculiza la formación imparcial de la opinión política.
La otra alternativa es el llamado “giro epistémico” en la concepción de la democracia deliberativa, iniciado, entre otros autores, por Elizabeth Anderson (2006) 41. La idea central de este “giro” se resume en el eslogan “la democracia no consiste solo en votar, sino también en hablar”. Para Anderson, el potencial de la democracia, como mecanismo de toma de decisiones, solo puede aprovecharse completamente si se explota la contribución de agentes epistémicamente diversos comprometidos con las tareas de deliberar, tomar decisiones, aprender de los fracasos y corregir los errores de decisiones pasadas. La mentira política, en esta concepción, sería una forma de obstaculizar el proceso de aprendizaje y auto-mejoramiento colectivo que permiten las democracias. La socavación que se produce mediante la mentira política podría articularse alternativamente en el modelo de los deberes y responsabilidades o en el de las virtudes y los vicios epistémicos.
Mediante la propuesta que defendí en este trabajo busqué articular la intuición de que la mentira política es peculiar porque, además de transmitir creencias falsas o fracturar la confianza social, se caracteriza por estropear las condiciones de posibilidad o la calidad de las discusiones sobre los problemas que nos afectan a todos. Esto no implica que la mentira política, así concebida, sea inexistente en regímenes no democráticos, pues no hay orden político que no descanse en mayor o menor grado en la opinión de los gobernados. Pero sí implica que no debemos sorprendernos de que las democracias constituyan un suelo fértil para las mentiras políticas. Porque la democracia es el régimen en el que la discusión política depende más que en cualquier otro de frágiles esquemas de formación colectiva de creencias y opiniones; es el régimen en el que las mentiras políticas son más frecuentes. También en el que pueden ser más grandes y más graves.