Introducción
¿Cuál es el resultado de las jerarquías muchas veces inflexibles? ¿A qué conduce la cultura de la competencia y el malestar de quienes se relacionan más bien como adversarios que como colegas y amigos? ¿Qué ha de pasar entre nosotros, si los horizontes de trabajo son metas a las cada quien quiere llegar como el mejor entre sus pares? Poder académico, prestigio intelectual o científico, búsqueda de recursos económicos y personales, sectarismo: son síntomas de la situación que asoman con insistencia. Hablamos de actitudes de desquicio, de personalidades aisladas y de estrés; hablamos de una burocracia hipertrofiada y asfixiante, del acoso laboral y de las luchas feroces por los ascensos, los altercados agresivos, los combates; hablamos de los procesos de individuación en un medio de competencia continua, que son condición de permanentes presiones en el mundo del trabajo y causa de esa fragmentación, tan fácilmente perceptible en las dependencias y oficinas, entre los directivos y los trabajadores1.
Esto es especialmente cierto en el campo universitario, donde los escenarios de disputa son tan frecuentes que hoy en día ya no es extraño pensar que academia y toxicidad van de la mano. En la educación enfrentamos dilemas de gran calibre: acceso, permanencia, graduación, calidad y pertinencia, investigación, regionalización, articulación de procesos (educación media, educación superior, formación para el trabajo), bienestar universitario, nuevas modalidades de educación, internacionalización, financiación2. Son temas gruesos e importantes, nadie lo duda. Pero la educación no solo es asunto de política pública ni de discusiones sobre perspectivas estratégicas y prospectivas institucionales. También es cierto que enfrentamos el problema de saber qué sentido tiene la educación y para qué trabajamos en ella. Esta es una cuestión singular -micro, si se quiere-. Y tiene relación con la pregunta vital de qué es lo que ha pasado con el encanto de trabajar con los demás en la búsqueda del conocimiento. En otras palabras, ¿qué ha pasado con la educación, empresa grata e incondicionada, en el contexto de la institucionalidad educativa -la que ha instaurado papeleos y trámites infinitos, la que parece inclinarse ante los afanes del ranking, la que corre tantos riesgos de elitismo y sectarismo, la que está llena de aspiraciones, astucias y oportunismos-?
Las instituciones, en general, operan según lineamientos explícitos, que se articulan bajo la forma de orientaciones normativas de amplio alcance: misión, visión, estatutos, reglamentos, acuerdos, resoluciones. Por otra parte, las instituciones operan por medio de funciones latentes, hábitos o regularidades implícitas que determinan, más o menos sutilmente, los comportamientos de quienes conviven en ellas. Las instituciones tienen, pues, normas y una pragmática específica. Bajo este marco, es posible apostar por una línea de investigación del ethos académico en las instituciones de educación superior. Si se quiere alcanzar una compresión adecuada del devenir de la educación, en efecto, es preciso revisar el conjunto de normas institucionales que definen, según consensos y públicamente, su deber ser. Sin embargo, la compresión social de las instituciones depende tanto del entendimiento normativo como del de las motivaciones humanas, pues los seres humanos somos, en el terreno de lo político, agentes de actividad mental y emocional, además de agentes racionales. Las instituciones son asunto de imperativos tanto como de voluntades. Esta prespectiva sustenta, entonces, la importancia de una investigación sobre las condiciones psicoanímicas de las instituciones, que trabajan como correlatos funcionales todo el tiempo presentes en las actividades de sus integrantes. Aceptamos que las normas son fundamentales. Pero también que lo son las emociones políticas3.
En esencia, trataremos de mostrar que existen protocolos no explícitos (inconscientes) de las instituciones que suelen estar asociados a lineamientos patológicos y condiciones enfermizas con severas consecuencias en el deterioro de la salud físicoanímica y política de los individuos. Es cierto que las instituciones de educación superior requieren normatividades y estándares. Pero no es cierto que alcancen cimientos inquebrantables o que mejoren necesariamente al homogeneizar actividades y creencias a través de férreos proyectos, inamovibles directrices, fijos reglamentos, clasificaciones internacionales, etc. Es más, con frecuencia es notable el modo en que la cristalización estricta de actividades y creencias se hace motivo de decaimientos, ruinas y daños. Que las imposiciones funcionales, de hecho, pueden atentar contra el curso de las instituciones es un hecho conocido y bien estudiado (Merton, 2010, pp. 98-101).
No sostenemos que sean necesariamente nocivos los planes a largo plazo, las reglamentaciones internas, los estatutos que definen la misión y la visión de las instituciones y las pretensiones de categorización según los estándares que proliferan aquí y allá, las necesidades de financiación, la afinidad con el mercado, la productividad, el afán por conocimiento útil y el desarrollo de tecnologías nuevas e innovación. Queremos mostrar que el ahogamiento en procesos de decisión del estilo top-down tiene efectos en la tendencia a las desconfianzas, las sospechas, las soledades, los aislamientos... Ver los asuntos de la universidad con el punto de vista inclinado siempre hacia arriba tiene profusas consecuencias, como la tendencia a las relaciones solitarias, el florecimiento de intestinas luchas por los prestigios académicos y científicos, la formación de relaciones paranoicas y desconfiadas.
Así pues, nuestra hipótesis de trabajo es que la combinación del punto de vista de la reflexión política con el punto de vista del análisis de las emociones sirve como clave de interpretación de los climas de desconfianza y estrés asociados con frecuencia al trato profesional y académico en las instituciones de educación superior. Se trata del análisis psicopolítico de las emociones asociado al concepto de patología social. Las emociones son incomprensibles si se las limita al campo de la conciencia y la cerrada experiencia subjetiva. No obstante, si se piensan menos como sentimientos “internos” y más como afecciones que comprometen vectores asociados a estados corporales presentes en uno mismo y en los demás, es posible examinar las emociones en rangos más amplios que los de la vida mental4. Esta perspectiva tiene al menos dos ventajas. Suponer que las emociones son afecciones, operando tanto en la dirección progresiva del aumento como en la dirección negativa de la disminución de las capacidades, sirve para evitar el problema de la vivencia interior de las emociones enfocando, en cambio, el problema del comportamiento interrelacionado que tiene efectos recíprocos entre los seres (Deleuze y Guattari, 1994, pp. 260-264; Jeffrey, 2003, pp. 85-100). Lo importante aquí es notar que las emociones traducen afecciones sobre uno mismo y sobre los demás en la medida en que aportan a las condiciones para el florecimiento de las capacidades o cargan con la responsabilidad de disminuir sus posibilidades.
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Por supuesto, los lectores ya habrán notado, con correcta suspicacia, con qué orientación teórica estamos tratando. Ya sabrán, pues, que hablamos en la dirección de Luigi Zoja y su bello ensayo Paranoia. La follia che fa la storia. El ensayo de Zoja nos llega, sin que lo hubiéramos pretendido o anticipado, como un regalo en su primera edición en español, con el título fiel de Paranoia. La locura que hace la historia. ¿Pero qué nos llega con este ensayo? Quizá algo más que la excusa para debates académicos. Paranoia, un texto profundamente sugestivo, guarda intuiciones valiosas, articuladas en razonamientos psicopolíticos lanzados intempestivamente en el horizonte de la compresión de la historia y de la cultura contemporánea5. ¡Qué regalo! Zoja nos concede aires nuevos para pensar y para escribir. ¡Un libro como el suyo autoriza búsquedas y vocabularios nuevos en tiempos de filosofías de salón (Palacios, 2014)!
Ahora bien, no se confunda nuestra intención. Lejos de querer una aproximación árida, según el comentario “crítico” ya tantas veces usado, nuestro interés por el ensayo de Zoja tiene que ver con la caracterización, digamos, axiomática del comportamiento paranoico en individuos y colectivos en determinadas circunstancias y condiciones institucionales. Quizá el ensayo de Zoja alcance su luz en el análisis y la investigación social si puede tomarse como fuente de investigación la hipótesis según la cual la paranoia es el arquetipo de comportamientos humanos sintomáticos de organizaciones institucionales jerarquizadas, con semióticas centralizadas y apoyadas en el paradigma de los hombres que quieren reconocimiento de autoridades abstractas (desde líderes hasta reguladores externos), sometiéndose a delirios insanos y a pujas internas con otros entendidos adversarios.
1. Paranoia
Pequeños indicios de competitividad insana se notan en el instante mismo en que seguimos la (falsa) creencia de que es posible conquistar altas metas sin intervención o ayuda de los demás. A menudo esta creencia afecta a las personas cuyas actividades son objeto de cuantificación según parámetros e indicadores de productividad, eficiencia, rendimiento, impacto. Desde deportistas hasta educadores, el componente de competitividad mina la vida afectiva con cargas insanas de verticalidad.
Es una locura de estos tiempos. Y tiene nombre: paranoia, diría Zoja (2011, p. 13). Locura que tiene ingredientes explosivos, como la tendencia a la sospecha infundada y granítica, la renuncia a los hechos, la necesidad imparable de ensalzamiento, la soledad. Querer triunfar por encima de los demás hace correr el riesgo de nutrir el sentido de las actividades cotidianas con pensamientos enfermizos y con afirmaciones que llevan a resoluciones agresivas. Es más, los asuntos que producen malestares anímicos no son más que las pesadillas y las obsesiones
de quienes pierden el sentido de lo comunitario por dedicarse al problema de hacerse más y más competitivos, más y más ganadores. Es la tragedia de los fuertes, pero obstinados, de los reactivos para quienes solo existe una empresa con valor y un único motivo de acción: conquistar, vencer, obtener réditos, triunfar. Habrá que insistir en que quien compite por la vía de razonamientos así no sabe decir más que esto: “nadie sino yo debe ganar”, “los mayores puntajes deben ser míos”, “los reconocimientos y los aplausos solo valen si son para mí”, “el prestigio me corresponde y es solo mío y quien lo quiera se ha de convertir en mi rival”. “Estoy solo” -esta última no debe olvidarse, pues “el culto de la fuerza pone en competencia con todos y aumenta el aislamiento”; y esto lleva a la desconfianza, “que se autoalimenta, es un círculo vicioso” (Zoja, 2012, p. 16)-.
Todo muy pomposo. Todo muy viril. Muy contrario a las características necesarias para las actividades donde la asociación y la compañía son requeridas y buscadas: introspección, curiosidad, sensibilidad, gusto por los vínculos y los lazos, afecto, familiaridad, cordialidad, buenos modos. En la competencia con los demás están presentes otros rasgos: ansiedad, perturbación, incertidumbre, instinto defensivo, afinidad a la burla (que no es igual a la risa), gusto por el escarnio, lógica simplificadora, agrado por los rankings, por la élite. Ivy League. Podría decirse que en la situación de competencia los requerimientos para el triunfo exacerban las luchas y la búsqueda de demostración de fuerza, además del culto por la victoria. Nos sentimos tentados a resumir la trama en una sencilla y terminante frase:
quien vive en medio de los hombres vive entre los deberes colectivos que los unen: los valores comunes, como el respeto por la familia. Pero quien vive en medio de la desconfianza no vive entre hombres, sino entre adversarios. Y el único deber en relación con los adversarios es vencerlos (Zoja, 2011, p. 19).
Es probable que la paranoia asome en variadísimos escenarios de la vida social (Freeman et al., 2005). Pero no nos hagamos ideas sencillas. No hablamos de locos ni de individuos arrebatados o gritones dementes, ni de personajes extraños que en cualquier esquina son capaces de darse golpes contra las paredes. La cuestión es que la paranoia constituye una experiencia delirante y una racionalidad expresa que se puede asomar al dintel de la puerta de cualquiera de nosotros. La paranoia es extraña, pues se manifiesta como una gradación de razón y delirio. La expresión “folie raisonnante” o “folie lucide” ya dice mucho.
Todas las reflexiones acerca de la paranoia nos recuerdan que pertenece, al mismo tiempo, a dos sistemas de pensamiento: al de la razón y al del delirio. La paranoia es infinitamente más difícil de diagnosticar que otros trastornos mentales porque sabe disimularse tanto en el interior de la personalidad del paranoico, en su totalidad, que no es demencial en absoluto, como entre los sujetos circundantes [“los normales”, diríamos nosotros] (Zoja, 2011, p. 28).
Eso significa que la paranoia traduce “posiciones psicológicas” y no fases de comportamientos erráticos o desequilibrados. En realidad implica “potenciales psicológicos a los cuales pueden retrotraernos determinadas situaciones, incluso siendo adultos” (Zoja, 2011, p. 30). Así, es comprensible menos como una enfermedad clínica y más como una situación afectiva presente en las personas comunes. La paranoia constituye un arquetipo con el que pueden anticiparse rasgos de agresividad y tendencias a la proyección de delirios de persecución y competencia, además de otros atributos, como la necesidad de justificación de la desconfianza, la tentación de negar las responsabilidades propias, la atribución de planes secretos y demás disputas con los demás.
Si se quiere, la paranoia es palmaria cuando una serie de comportamientos específicos afloran. La soledad, en primera instancia, “de manera circular es al mismo tiempo causa y consecuencia de la desconfianza” (Zoja, 2011, p. 33). En segundo lugar está “la sensación de ser poca cosa [que] negada durante largo tiempo, encuentra una solución en apariencia definitiva en la fantasía contraria de grandeza: justamente porque son cada vez más numerosas las personas que toman conciencia de su valor, estas se alían, por celos, para impedir que se reconozcan [los] méritos [propios]” (Zoja, 2011, p. 33). “Ellos no me aprecian. Pero verán cuánto valgo. ¡Se lo demostraré!”.
Miedo y envidia son motor en el paranoico. Así como lo es la sospecha extrema. El paranoico siente que existen planes desarrollándose en su contra y que los enemigos están constantemente al acecho, llenos de motivos, en cualquier circunstancia: conflictos, pujas, ansiedad de recursos (económicos y personales), provocaciones, intereses. El paranoico delira con las razones que lo llevan a actuar. La competencia por sobrevivir y por hacerse el mejor lo convierten en un personaje altamente agresivo. Y no necesita de hechos para confirmar sus suposiciones. Él ya lo sabe. En su fuero interno está convencido. Las suposiciones le son autoevidentes. De antemano, parte de un “presupuesto de base falsificado” que lo conduce a invertir las causas de las cosas que ocurren (Zoja, 2011, p. 33). La realidad no lo desmiente. Sus delirios no nacen de la experiencia. Al contrario, fantasea causas y las hace reales para sí. Al punto de que la realidad es entendida como objeto de prueba de sus fantasías, invirtiendo el orden de la justificación. Como dice Zoja (2011), “la interpretación paranoica procede por acumulación: lo que podría contradecirla encuentra una lógica al revés y se convierte en una confirmación. De este modo, se activa otra característica de esta enfermedad, el autotropismo: una vez puesta en movimiento, la paranoia se alimenta por sí misma” (p. 34).
2. Climas de desconfianza
No se nos malentienda. No es que pensemos que en cada pasillo u oficina de las academias uno se encuentre con potenciales enfermos mentales. Lo que estamos señalando es que la paranoia es el mejor concepto para captar el registro (y riesgo) de emociones y comportamientos que tienen lugar en las organizaciones demasiado jerarquizadas y apegadas a pruebas estandarizadas y medidas cuantitativas de desempeño. Incluso estamos tentados a decir que los rasgos paranoicos están potencialmente condicionados por circunstancias específicas. Las características del paranoico se retroalimentan con accionesy actitudes, a veces peligrosas, y redundan en escenarios que aseguran un enconado clima de desconfianza y lucha. Clima que, en tanto que compartido constantemente, exacerba el potencial paranoico de cualquiera. Siendo una posibilidad latente, la paranoia debe ser entendida como un trastorno cuyo origen no remite necesariamente a leyes bioquímicas o génesis familiares, sino a circunstancias difíciles (Zoja, 2011, pp. 61-64). De allí que no sea tema exclusivo de la clínica, sino que admita un enfoque más denso, el del análisis psicopolítico, que permite asumir el hecho de que el delirio paranoico es el delirio del campo social, esto es, el delirio de la relación con los demás en las muchas dimensiones en las que esto ocurre. Si se acepta lo anterior, describir la paranoia es, entonces, asunto de comprender los entornos que conducen a ella y en los que se compromete la salud pública de los vínculos sociales. Veamos.
En un sistema de organización compacto, cerrado y estructurado en jerarquías indelebles existe poco margen para comprender y asimilar variaciones en las capacidades de los individuos y los grupos, y se agota de manera vertiginosa el crecimiento y el aprendizaje institucional. Recientemente se ha mostrado que las emociones en las organizaciones juegan un papel fundamental en el desempeño de las personas. Las emociones positivas promueven la exploración y la ampliación de horizontes. Por su parte, el incremento de ansiedad, angustia, recelo, etc., conlleva desempeños institucionales precarios. Incremento que es auspiciado por procesos de decisión tipo top-down y por el excesivo impacto de los reguladores basados estándares extrínsecos -por ejemplo, el Academic Ranking of World Universities-.
Sin embargo, que los planes generales, los reglamentos y las directrices institucionales se complementen con plataformas homogeneizantes de seguimiento y cuantificación de las actividades no es lo complicado del asunto. Lo es, en cambio, el medio de competencia en el que florecen tantas actitudes negativas. La desconfianza y la sospecha que permean la cotidianidad no hacen más que apresurar estilos de comportamientos paranoicos. Si en condiciones perturbadas todos compiten por alcanzar una misma meta incondicionada y abstracta, los individuos se harán adversarios y enemigos agresivos, excluyentes y con tendencias a acabar -simbólica o materialmente- con los demás. Se trata de una función patológica latente en el devenir colectivo de las instituciones y a un axioma del comportamiento humano que llega a hacerse irresistible6.
En la vida institucional asistimos a una combinación de varios factores que configuran escenarios como el descrito. El afán por los indicadores y por las mediciones, las aspiraciones de prestigio y reconocimiento, sumadas a las necesidades de seguridad laboral, económica y afectiva, construyen entornos en los que se debe desconfiar, sospechar y competir para sobrevivir. ¿Y no es previsible que en estas condiciones no hagamos sino explotar en terribles emociones? El sujeto, que entre desconfianza y sospecha no quiere más que un respiro y algo que lo haga sentirse mejor, no encuentra otra cosa que la miseria del malestar que le espera. Las amenazas no ceden. Las agresiones se perpetúan. Los rumores circulan. Las mediciones no cejan. Pero este sujeto -que es cualquiera de nosotros- no desea quedar marginado. No busca ser explotado, pero tampoco aceptaría perder los medios para sostenerse. No quiere perder su integridad social. Anhela ser aceptado. Que lo aprecien. Espera ser escuchado. Aspira a que su trabajo sea valorado. También aspira a pasar tiempo con los demás. Quiere sentirse a gusto en las reuniones. Ser saludado. Necesita sonrisas. Por supuesto, reconocimiento. Pero no sabe de confianzas ni de simpatía para con los demás7. Solo sabe tramar sus estrategias, preventivamente más sofisticadas, para alcanzar los estándares que le sobrecogen. Así olvida (o quiere olvidar) la necesidad profunda que tiene de compañía. Sin los amigos, los colegas, los compañeros, los compadres, los compinches, el tiempo de la vida se llena con prejuicios, con ideas solitarias, con resoluciones peligrosas, trampas. Podemos preparar la mente y el cuerpo para los altos rendimientos exigidos aunque, en el fondo, algo oscuro es cultivado: al inhibir la capacidades de colaboración se multiplican los impulsos destructivos (Zoja, 2011, p. 49). Si las circunstancias son favorables, las personas normales, trabajadoras y honestas pueden convertirse en odiosos contendientes en una carrera de alta tensión emotiva, en la que proliferan insanas concentraciones de intereses banales (publicidad, adulación, loa, aplausos) y estímulos negativos (miedo, agresión, coerción), todo en contra de la inteligencia, la capacidad de acción y la ética que cualquier vida en comunidad precisa8.
Queremos decir con esto que los climas de competitividad son escenarios ideales para complejos y patologías compartidas como la paranoia (Bonner, 1998, pp. 255-262). Decirlo tan escuetamente sirve para resaltar el hecho de que, en ciertas condiciones, nos hacemos a la peor parte de la actividad afectiva. En las condiciones propicias, los comportamientos oscuros dan cuenta de lo que somos capaces. En alguna medida, ellos nos descubren9. En escenarios históricos, Zoja (2011) indica que “el hombre inmerso en la multitud, que pide a gritos la muerte de una minoría, es simultáneamente el mismo que, hace unos minutos, ayudaba a sus hijos a hacer su tarea escolar” (p. 54). Los caracteres de la situación o el medio patológico en el que la paranoia se gesta son seis:
Sectarismo. Tendencia relativa al interés por la formación de “parches”. La paranoia conduce a la masa y la masa es el resultado de la diferenciación entre “ellos” y “nosotros” según topos excluyentes10.
Limpieza ideológica y censura discursiva. Tener que pensar dos veces qué decir, saber que hace falta cierta “diplomacia”, cierto toque en la entonación, pensar que es importante saber escoger las palabras, susurrar, etc., son recursos que revelan situaciones en las que predominan ideas, parámetros, valoraciones, etc., contra las que no se debe ir, porque están respaldadas por mayorías o por alguna autoridad. Entre los patriotismos y los fanatismos, pasando por la simple afinidad o cercanía a los ideales que implican entregas incondicionales, se urden condiciones en las que los sujetos arriesgan su visión crítica para entregarse a directrices rígidas y a actividades masivas. Así es que hace falta cuidarse de los grandes proyectos, y las grandes tendencias institucionales, los líderes icónicos y carismáticos, aun si son loables tales proyectos, aun si tales tendencias son muy estimadas, aun si las palabras del líder pretenden estimular “lo mejor” de cada uno. El remedio: no pensar prestado; siempre debe preservarse la sensatez crítica y la resistencia moral, esto es, la capacidad de pensar con autonomía.
Eliminación de diferendos. No poder disentir u oponerse y no poder discutir abiertamente son limitantes que no solo implican silenciamientos explícitos o prohibiciones. Presupuestos implícitos de censura en el discurso hacen imposible algunos razonamientos y el planteamiento de problemas. Esto pasa por muchos lugares: desde la autoridad del interlocutor, hasta el temor a perder el trabajo, la dignidad, la posición ante los demás, incluyendo el rechazo en los pasillos o el miedo a que dejen de extenderse invitaciones a las reuniones. Todo hace parte de una pragmática que determina comportamientos en las discusiones - en las grandes y en las pequeñas-11. Cuando se institucionalizan vocabularios y lenguajes, se deja lugar al riesgo de caer en convicciones ciegas, que es solo el paso anterior al rechazo y la desconfianza feroz contra quienes se expresan de modos diversos12.
Captura de bienes materiales o simbólicos. Semióticas paranoicas son las que centralizan signos, las que se apropian de los espacios, las que cercan las interpretaciones. Una cartelera, una firma, un sello, el orden de las sillas en la sala, el color de las paredes, los libros y autores por leer, el tema de las pláticas, el estilo de las opiniones... todo esto es a menudo leído en clave paranoica (la sugerencia se lee como imperativo, a muchas reuniones se está cordialmente “invitobligado”); la centralización paranoica vive en la ambigüedad ilocucionaria de los signos, y en su homogenización y captura.
El chivo expiatorio. En los pasillos, sotto voce, se escuchan rumores: “Ellos planean, conspiran. Eso está pensado así porque lo que quieren es destruir, acabar. No ayudan. No colaboran. Allá están, mírenlos, esperando a ver cómo nos tiran al agua...” “Quien tiene la sensación de ser perseguido intentará reaccionar eliminando lo antes posible a su ‘perseguidor'”; el motivo consciente es prevenir la destrucción, el inconsciente es eliminar la sensación de persecución atribuyéndoles a los otros la intención de perseguir” (Zoja, 2011, p. 61). Los razonamientos sobre conspiraciones reproducen escenarios institucionalizados en los que es fácil encontrar culpables en vez de proceder mediante autocrítica y reflexividad. Normalmente, se trata de nociones generales. “Ellos”, el Comité, la Junta, el Ministerio, la Rectoría, Control interno, el Departamento administrativo (de lo que sea: de ciencia, de transporte, de educación, de salud), los profesores, los estudiantes, el Capital, etc. En condiciones enfermizas, se renuncia al razonamiento fundado y a la crítica de uno mismo para dar pasos a imágenes que cristalizan los monstruos más temidos. Se trata de un plano de existencia mental en el que uno se siente frágil, en el que parece existir coherencia entre lo que pasa y la convicción de que todo está pensado para atentar contra uno. De nuevo: lejos de la autocrítica y de la reflexividad, la paranoia hace que cualquier exigencia, cualquier llamado, cualquier requerimiento sea entendido como una maniobra diseñada para hacer que uno renuncie, que uno se vaya y se aleje, para que uno lo pierda todo -“el empleado irreprochable, que teme perder su trabajo, le dispara a su jefe y se quita la vida, para evitar que lo despidan” (Zoja, 2011, p. 37). Es el rédito paranoico despertado por la desconfianza (Zoja, 2011, pp. 478-479).
El rumor, las voces. “El secreto como forma paranoica eminentemente viril” (Deleuze & Guattari, 1994, p. 289). En la paranoia no se sabe qué es realidad y qué es delirio fantasioso. Indistinción que es fortalecida por los rumores. “Me contaron. Y me lo dijo alguien que sabía porque otro también le dijo y pidió que no fuera revelado su nombre. Y a él otro -que tampoco quiso decir quién le contó, pues a este le pidieron que no dijera nada-”. Es como escuchar el bajo fondo de las opiniones de muchos; se traslucen hechos, pero es imposible saber qué es habladuría y qué no. Voces: es el murmullo en el que transitan informaciones inverificables, de fuente incierta y que narran eventuales hechos como testimonios oscuros que se hacen en voz baja. En ellos se combinan pensamientos, unas veces sensatos, otras veces contradictorios. Pero que, en suma, solo desorientan, confunden. Los rumores se difunden a mayor velocidad que la información crítica bien fundada13.
3. Homo academicus
Al recordar los rasgos de comportamientos erráticos y patológicos se hace notorio el hecho de que la perturbación insana de la vida de las personas proviene de situaciones que cercan la exploración de posibilidades y limitan las perspectivas de acción en función de cuadros interpretativos distorsionados por los que cedemos a feroces males, en vez de construir medios estables para el desarrollo mutuo. En esa dirección, paranoia es un buen concepto por dos razones. La primera es que concentra psicología y política, abriendo posibilidades de análisis de las emociones públicas. La segunda es que permite la compresión crítica de las situaciones de desconfianza y competencia. Varias de las características de la paranoia se ajustan como un molde a pensamientos, sentimientos y actitudes que emergen en escenarios enfermizos y que no deben ser descuidados ni pasados por alto. Hacerlo sería olvidar la tremenda influencia que tiene la economía afectiva en la existencia de las organizaciones. De hecho, mientras siga ocurriendo que en estas se desatiendan los asuntos anímicos de las comunidades que las activan y sustentan, no habrá lugar a la crítica institucional sensata y prospectiva, y tampoco a la formulación de horizontes distintos de trabajo mancomunado.
Creemos que ese punto de vista es aplicable a la universidad. Ciertamente, el homo academicus corre el “privilegiado” riesgo del malestar, el agotamiento y la perturbación por convivir en el centro de difíciles condiciones institucionales. Condiciones que reflejan los valores culturales y los objetivos políticos vigentes, resultado de la influencia de modelos de producción estandarizados, que requieren de “patrones culturales, medios y conocimientos instrumentales útiles para la formación de una mano de obra calificada” (de Sousa Santos, 2005, p. 11), y que en ese sentido traducen en la cotidianidad universitaria este aspecto del debate académico actual. Nuestro país no está al margen de esa situación. El medio universitario está impregnado de dudas acerca de cómo orientar el contenido, la estructura y la pedagogía del conocimiento: si en torno a los procesos de investigación, innovación y transferencia mejor apreciados por los estándares internacionales o si en torno a las necesidades de formación superior coherente con el imperativo de la movilidad social -i.e., la generación de empleo14-.
Por supuesto, también estamos hablando de la manera en que se han viciado los caminos para construir conocimiento (sobre todo por la égida del comercio y los acuerdos mundiales sobre el tema de servicios), de la cercanía de la universidad a criterios administrativos y empresariales y del excesivo énfasis dado a las demandas de aplicabilidad y rentabilidad que pesan sobre el desarrollo tecnológico y científico15. Esto todo el mundo lo sabe: la redefinición de la investigación y la enseñanza, que se ha promovido a través de las políticas de transferencia, no solo ha impactado la concepción acerca de cómo se produce y para qué se produce conocimiento; también ha tenido consecuencuas sobre la valoración general que hacemos de las disciplinas y los profesionales (Rosovski, 2010, pp. 136-138). Lidiamos con la tensión entre la idea utilitaria del conocimiento como artefacto, y su desprecio implícito por un conocimiento que bajo este canon es a lo sumo meramente decorativo, por un lado, y la aspiración a resguardar de la cultura de la rentabilidad y la utilidad social un espacio para el pensamiento y la reflexión, por otro. (Peters & Olssen, 2005, pp. 57-69).
Por otra parte, proliferan entornos que coartan la libertad de los procesos de formación, investigación y extensión: con el deterioro moral y anímico y el conflicto de las facultades se puede ver que la academia es tan propensa como cualquier otro lugar a los juegos de poder y las estructuras de posición16. La ambición por la dirección de organismos (consejos, comités, etc.), la participación en instancias de decisión, las distinciones académicas, los rangos y los títulos, las menciones mediáticas (apariciones en televisión y colaboración en diarios), las citaciones, las invitaciones a eventos, los niveles y las categorizaciones, etc.; en suma, el modo en que el funcionamiento jerarquizado de la academia tiende a la constitución de luchas y competitividades, en sentido análogo al de otros campos de poder, es preocupante.
Se sabe, a través de algunos de los intelectuales más comprometidos en la discusión sobre la idea de universidad en Latinoamérica, que competencia científica y competencia social se aúnan en el conflicto entre la facultad de conocer, la razón práctica y la lógica de la pertinencia y la aplicabilidad de la técnica (Hoyos, 2011, 2013; de Sousa Santos, 2005). La cercanía de la universidad a las políticas de comercio y las necesidades del mercado, sumada a la preocupación por la calidad de la educación y por la posibilidad de reducir las brechas en las clases sociales, tiene causa en las variaciones de la relación contemporánea entre educación y sociedad. La universidad ya no es como antes. Y la sociedad pide cosas que también son distintas. Los cambios recientes ahondan en ciertas renuncias al conocimiento especulativo en beneficio del conocimiento con relevancia práctica.
También es cierto que los cambios recientes representan la defensa de la solidez administrativa y la cuantificación de procesos académicos, así como el énfasis en la responsabilidad social y la importancia dada a la formación continua. La integración de la academia al ámbito de los servicios y el consumo es perfectamente visible en el prestigio de los profesionales. Se trata de modificaciones históricas que impactan la organización universitaria y el ethos institucional de maneras que son objeto de constante análisis, crítica y reflexión (Wende, 2011, pp. 233-253; Pechar & Lesley, 2011, pp. 25-52).
Es tiempo de reconocer el impacto de los procesos asociados al mercado, las necesidades económicas y la calidad de la educación en la discusión sobre los desafíos que hoy enfrenta la universidad -financiación, transnacionalización, paso del conocimiento universitario al conocimiento aplicable y contextual, educación a distancia, innovación, empleabilidad, transformación social (de Sousa Santos, 2005, pp. 13-36)-. Este sería nuestro modesto aporte en el escenario de la inmensa discusión sobre la universidad: pensamos que no solo la crisis de la idea de universidad en el siglo XXI es la que conduce a los problemas más interesantes. Digamos que la universidad merece más que reflexiones acerca de las características culturales y sociales que ha perdido en el devenir del capital en los últimos años. Es igual en el otro extremo: es insuficiente la apología al conocimiento práctico y a las búsquedas de justicia social que a veces suelen usarse como tutela institucional de los intereses de financiación -y en algunos casos de simple rédito (Wéeraas & Solbakk, 2009, pp. 449-462)-. Quizá se pueda pensar que son los motivos y el sentido mismo de las actividades de formación, investigación y extensión las que se ponen en juego en el escenario que podríamos llamar -con Boaventura de Sousa Santos- el mercado emergente y competitivo de los servicios universitarios17. Cuestión esta en la que estamos profundamente embrollados. Los jefes de unidades y departamentos, los secretarios académicos, los profesores universitarios e investigadores, los estudiantes, los representantes administrativos, los asistentes, el personal de servicios generales, etc., todos nos situamos en una carrera burocrática, seguimos el interés por los ingresos regulares, cargamos con el signo de la evaluación, enfrentamos el tema de la productividad y mantenemos relaciones institucionales -más o menos- jerarquizadas en un armazón de prácticas y luchas dominadas por la síntesis de competitividades empresariales y las nuevas relaciones entre investigación, saber y docencia. Esto tiene efectos directos sobre la producción de conocimiento, sobre las estructuras administrativas y curriculares y sobre el ejercicio libre, independiente e incondicionado del pensamiento y la crítica. Pero, sobre todo, la competitividad empresarial y el espíritu de la técnica tiene efectos negativos en la flexibilidad institucional y los esquemas adaptativos necesarios para la producción de conocimiento nuevo y el ejercicio de la ciudadanía, el cultivo de las emociones y el fomento de horizontes plurales de trabajo y vida. Creemos que es importante atender el hecho de que el éxito académico y el prestigio universitario son valorados según estrictos criterios de productividad y eficiencia.
Por otra parte, la universidad está cada vez más preocupada por el conocimiento socialmente útil y el conocimiento rentable en una indistinción que -de no ser resuelta- deja las puertas abiertas a transformaciones problemáticas en los objetivos, los valores y los procesos de formación, investigación y extensión18. Transformaciones que tocan temas como la erosión de la libertad académica, la seguridad laboral, la valoración de la producción intelectual, las actividades de docencia, las actividades de investigación básica e incondicionada, las actividades de investigación aplicada, la relación entre docencia e investigación, las identidades profesionales, la construcción de programas académicos, entre otras (Naidoo, 2005: pp. 49-53; Peters & Olssen, 2005, pp. 62-69). Nuestra tesis es que el riesgo de comportamientos paranoicos es propio del Homo academicus. Los temas, problemas y factores que hemos mencionado ofrecen terrenos, y bien interesantes, de trabajo e investigación en torno a los efectos en la vida universitaria de la pujante búsqueda de calidad y otros horizontes de la educación superior. Si se nos permite decirlo una vez más: Homo academicus es la condición de quienes coexistimos en el escenario universitario reciente, marcado por la búsqueda de prestigio académico y capital científico y las necesidades de generación de ingresos y aplicabilidad técnica por la vía de un sistema de recompensas y sanciones que favorece un clima de competencia, cuyos resultados en las interrelaciones humanas y en los procesos institucionales hace falta interrogar constantemente.
Conclusión
Todo está ahí: las instalaciones, los recursos, las personas, las convocatorias, los premios, los proyectos y las metas, el sueldo, el tiempo, las descargas... Pero algo pasa. Las personas están mal. No se sonríe mucho. Hay malestar y rumores. Angustias. Pesadumbre. La situación es triste. Empobrece. ¿Qué pasa?19 En entornos institucionales enfermizos no tenemos más que patrones de colegialidad hueca: podemos estar juntos, sentarnos en las mismas reuniones, compartir eventos, transitar en los mismos pasillos, comprometernos con las responsabilidades del departamento, vernos cotidianamente, tomar café y saludarnos, pero nada de esto se traduce -al menos no necesariamente- en acercamientos, proximidades, sociabilidad20. La estructura institucional, aunque eficiente, rentable y con prestigio y calidad, puede al mismo tiempo esquivar aspectos fundamentales de los vínculos humanos. Por ejemplo, el hecho de que la comunicación horizontal es más efectiva que los controles administrativos y las sanciones21. O que la situación de cercanía institucional no conlleva directamente al trabajo mancomunado. La competencia entre colegas, y también entre dependencias y oficinas, por alcanzar mejores resultados y por obtener mayores puntajes en los indicadores de eficiencia y productividad puede producir distorsiones y luchas intestinas en las comunidades académicas (Naidoo, 2005, pp. 45-56).
Mucho del asunto se relaciona con el hecho de que la universidad ha crecido en envergadura y con que la calidad de la educación se ha convertido en un asunto de indicadores, productividad, etc. La universidad opera (a veces sin restricción y a veces con autonomía) en función del capital académico y científico de sus instancias, procesos, agentes, productos, servicios, programas -todos, de nuevo hay que decirlo, evaluados según patrones externos y estándares-. En efecto, es impresionante el número y diversidad de instituciones de educación superior existentes en el mundo. Todas de alguna manera guiadas por sistemas internacionales de clasificación y por criterios de gestión pensados para la medición, comparación y valoración de las actividades de formación, investigación y extensión, además de las actividades de administración institucional. Nos atreveríamos a decir, incluso, que la competitividad es un rasgo estructural de la educación, en el sentido en que el devenir de las instituciones universitarias se conforma según patrones de posicionamiento estratégico correlativos a lineamientos para la medición y valoración de procesos, agentes, productos, actividades. La tinta que corre, y los administrativos y profesores que corren, en torno a aquello de las mejores universidades, de las jerarquías de los programas (técnico, tecnológico, profesional, de posgrado), de la selectividad en la admisión, de la necesidad de recursos, de la ideología del conocimiento útil, de la valoración social de las profesiones, de la cualificación de los profesores -no somos exhaustivos en la lista-, es expresión de la existencia de tales patrones y lineamientos de la educación superior.
Es una realidad circunscrita. Es más, podemos aceptar, sin demasiada resignación y sin pesimismo, que son más o menos forzosas las presiones que produce el mercado, la búsqueda de ranking, los criterios y las jerarquías administrativas, las necesidades de calidad y prestigio, etc. Tan forzosas son, que existen pocas posibilidades de que los cálculos realistas y el jalonamiento político e institucional dejen de influir en el horizonte de las instituciones universitarias. Y, sin embargo, llamamos la atención sobre los desgastes anímicos y las consecuencias laborales que tiene el vaciamiento de orientaciones y sentidos polémicos respecto de la comprensión de la educación como un producto que, para venderse debe diferenciarse, y de la universidad como una empresa que se alimenta de ventajas comparativas. Ninguna organización es perfecta. Ni las universidades privadas ni la públicas. Por otra parte, ninguna organización -y la universidad menos- está fuera de lo real o de las reglas de juego de la sociedad en la que se instala. La escena económica, del mercado y la competencia (que está en la base de la situación), no parece presentar un afuera -algo así como una instancia en la que el capital estaría suspendido y que habilitara la posibilidad de asumir criterios incondicionados de acción en los procesos de educación universitaria o de otra índole-. Ciertamente, podemos ver muchos esfuerzos, de naturaleza diversa, para enfrentar los asuntos actuales de la educación y la sociedad. Pero, aún en la imperfecta organización universitaria y con todo el realismo que se pueda tener, no debería olvidarse el hecho palpable de que la universidad concentra actividades de dignidad superior y que, sobre todo, trata con comunidades de personas. Sobre la dignidad superior de la universidad es fácil encontrar reflexiones elocuentes -prolífica es la literatura sobre el tema (Fejes, 2008; Pritchard, 1992)-. Pero aquí hemos hablado de climas de desconfianza y de condiciones institucionales enfermizas pensando en otra cuestión: que en la universidad -y en las organizaciones, podría decirse ampliamente- existen campos o regiones de influencia donde resulta fundamental tener en cuenta la vida anímica de las personas y sus emociones. Ira, miedo, envidia, culpa, aflicción, etc., son factores íntimos que afectan la estabilidad y los cambios en el devenir de las organizaciones. Las emociones no solo son parte de la interioridad anímica de los individuos, sino que cobran relevancia especialmente cuando se piensa en los compromisos de las instituciones con el fomento de las capacidades humanas. Permítanse unos brevísimos instantes para cerrar con una exposición sucinta de esta cuestión22.
Compartir el espacio común pone en juego tanto los valores ciudadanos como los imperativos y las normas institucionales. Pero son las emociones y los episodios anímicos de la vida común y cotidiana los que, en el fondo, pueden ofrecen vigor y hondura a las prospectivas y horizontes de las instituciones. Las emociones son el motor de la acción humana. Ofrecen terreno de luchas y refuerzan proyectos. Y también hacen eclosionar divisiones, acentuar jerarquías, promover desatenciones, actitudes cerriles, angustias, miedo. Las emociones son asunto político en esa medida. Y no solo por el hecho de expresarse en el ámbito público. Lo son porque hacen parte de las instituciones en las que transcurre y que determinan la existencia humana y porque afectan (potencian o limitan) las oportunidades de acción y pensamiento. Así que tomarse en serio la tarea de valorar su impacto en los procesos de individuación y en la cultura política significa pensar el miedo, la culpa, el resentimiento y la tristeza como el origen y el destino de las comunidades paranoicas más reactivas e impotentes23. Por supuesto, es importante recordar que siempre existe el camino de investigación que conduce a “apreciar todo aquello que nos ayude a ver el desigual, y con frecuencia poco agraciado destino de los seres humanos, con humor, ternura y goce, en vez de con un furor absolutista por una perfección imposible” (Nussbaum, 2014, p. 31); una investigación que aborde, al lado de la crítica de los contextos que promueven la emergencia de episodios emocionales enfermizos (paranoia, como en el caso de Zoja, o ira, como en el caso de Sloterdijk), otros recursos afectivos, como la compasión, el amor y la alegría (Nussbaum, 2014, pp. 139-197).
Un último paso. Hemos dicho: es asunto político la preocupación por las emociones y su rol en el espacio de convivencia pública. Es igualmente importante subrayar que la comprensión política de las emociones se refuerza si se atiende al problema de ver en qué condiciones es posible promover afectos y vínculos anímicos guiados por la búsqueda de desarrollo en uno mismo y en los demás. El énfasis en los logros personales y en el entrenamiento individual para existir en la competencia salvaje que promueve la cultura contemporánea del éxito conduce a estrategias enfermizas, como la de buscar la protección de una interioridad frágil mancillando y doblegando a otras personas por medio de gritos, amenazas, presiones, memorandos, notificaciones, censuras, exclusiones, etc. La lección que quiere transmitirse aquí puede sintetizarse en dos fórmulas: por una parte, es necesario identificar y someter a crítica toda disposición autoritaria (no sólo con respecto a los hombres de poder, sino con respecto a las pequeñas tiranías de la vida cotidiana, y al pequeño tirano que llevamos dentro). Rasgos de imposición se encuentran también en las valoraciones y ajustes a criterios. Evaluaciones cognitivas y presupuestos ontológicos se hallan secretamente guardados en los estándares, lineamientos e indicadores que aparecen aquí y allá -es lo que arriba llamamos procesos del tipo top-down-. Evaluamos, clasificamos y valoramos aquello que es importante y aquello que no, de acuerdo al modo en que describimos y comprendemos el mundo. Por otra parte, hay que estar alerta respecto de todo aquello que pueda originar paranoia en la complejidad de la psicología humana. Es necesario escarbar en los mecanismos psicológicos y políticos tendientes al menoscabo de las posibilidades de acción. Se trata de un trabajo de reforma institucional guiado por una pregunta básica: ¿cómo cultivar las emociones públicas en beneficio de vínculos sociales prospectivos, alegres, potencialmente abiertos y heterogéneos, al tiempo que se hace todo por desalentar e inhibir aquellas emociones que limitan las metas de desarrollo, progresión y búsqueda de posibilidades?