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Acta Biológica Colombiana

Print version ISSN 0120-548X

Acta biol.Colomb. vol.14  suppl.1 Bogotá Dec. 2009

 

DARWIN Y LA IMPOSIBILIDAD DE CAUSAS FINALES EN LA BIOLOGÍA

Darwin and the Impossibility of Final Causes in Biology

ÁLVARO CORRAL CUARTAS1, Ph. D. 1Departamento de Humanidades, Universidad Jorge Tadeo Lozano,Bogotá D.C., Colombia. alvaro.corral@utadeo.edu.co

Presentado el 22 de octubre de 2009, aceptado 30 de noviembre de 2009, correcciones 27 de mayo de 2010.


RESUMEN

La teoría de la selección natural propuesta por Charles Darwin en su obra El origen de las especies no solo colocó las bases para una explicación coherente de los hechos fundamentales de la biología (el origen común de los seres vivos, la diversidad de individuos y especies y la transmisión de características hereditarias), sino que además introdujo maneras nuevas de hacer filosofía. La teoría de la selección natural hace superflua cualquier posibilidad de apelar a explicaciones de tipo finalista en la ciencia. Desde Aristóteles se conocen cuatro tipos de causa: la material, la formal, la eficiente y la final. Aunque la causa eficiente es el paradigma de explicación por excelencia de las ciencias naturales, la causa final sigue desempeñando un papel explicativo, por cuanto parece estar arraigada en nuestra estructura humana de pensamiento y la tendencia a presentar explicaciones finalistas sigue siendo recalcitrante. Quizá por estar los seres humanos tan familiarizados con la complejidad inherente a los procesos de diseño en las artes y en la técnica y quizá por la circunstancia de que los seres humanos organizamos casi todas nuestras acciones en torno a propósitos, es decir, a la definición de unos fines para los cuales buscamos unos medios, suponemos por vía de analogía que la naturaleza en su complejidad exige la presencia y acción de un diseñador inteligente. Kant en la Crítica de la facultad de juzgar hace una defensa del carácter “irrenunciable al género humano” de este modelo explicativo. Para contro-vertir esta opinión milenaria, me apoyaré, en investigaciones recientes de Richard Dawkins y de otros biólogos contemporáneos para mostrar con la evolución de ojos en la naturaleza que el surgimiento de órganos de alta complejidad puede ser explicado sin problema con la teoría de la selección natural propuesta por Darwin en 1859.

Palabras clave: Aristóteles, Darwin, Dawkins, causa final, evolución, ojos, filosofía de la biología, Kant, teleología vs teleonomía, teoría, selección natural.


ABSTRACT

Darwin’s theory of natural selection in The Origin of Species not only laid the fundamental elements for a persuasive explanation of biological facts (as the common origin of all living beings, the rich diversity of individuals and species and partially the transmission of hereditary characters), but rather it introduces new forms for doing philosophy. The theory of natural selection leaves no room for final explanations and causes in the natural sciences. Since Aristotle there are four types of causes: material, formal, efficient and final. The efficient cause is since the 17th century the established model of explanation in natural science. However the final cause type of explanation seems to be well rooted in the structure of our human understanding. As creative artists, as craft designers, as lawgivers in societies, human beings are fully conscious that complexity in organization requires previous intelligence. As free rational beings we tend to organize most of our actions as purposive in terms of selecting ends and means. As I will show we suppose wrongly by way of analogy that the explanation of complexity in nature likewise requires the presence and the action of an intelligent being. Kant in his Kritik der Urteilskraft defended that this model of explanation seems to be “unrejectable for human beings”. With an analysis of contemporary research work done by Richard Dawkins and others on the evolution of eyes in nature, I will show that in 1859 Darwin´s theory of natural selection demolished this millenary way of thinking, in which final cause has a place for explanation in natural science.

Key words: Aristotle, Darwin, Dawkins, evolution, eyes, final cause, Kant, natural selection theory, philosophy of biology, teleology vs teleonomy.


Cuando se produce una obra genial se requiere trabajo de muchas personas, durante años, y a veces incluso siglos para comprender sus implicaciones e interpretar su sentido. Sin lugar a dudas, El origen de las especies, es una de estas obras y por ello Charles Darwin pertenece al grupo de los pensadores más importantes de la humanidad. Entre los historiadores de las ciencias biológicas se reconoce incluso que sus otras publicaciones, por ejemplo, sus trabajos sobre las lombrices de tierra, sus investigaciones sobre orquídeas y sus ensayos sobre la variación en plantas y animales domésticos, constituyen aportes científicos de primer nivel en el proceso de consolidación de la biología como ciencia empírica en la segunda mitad del siglo XIX. Pero Charles Darwin no se limitó solo a eso. Su teoría de la selección natural sentó las bases para una explicación coherente de los procesos biológicos, en particular, las causas de la variación entre los seres vivos y el origen común de los mismos. Theodor Dobzhansky, uno de los grandes biólogos del siglo XX y partícipe de la llamada síntesis de la biología contemporánea, la cual incorpora en el marco de la teoría de la selección los descubrimientos posteriores de Georg Mendel sobre los mecanismos genéticos de la herencia, decía que “nada en biología tiene sentido, si no es a la luz de la evolución” presente en la teoría de la selección natural propuesta por Charles Darwin en 1859.

Pero el aporte de Darwin no se detiene en las fronteras de la biología. Recientemente algunos autores como el biólogo Ernst Mayr y el filósofo Daniel Dennett han llamado la atención sobre la valoración del extraordinario aporte de Darwin a la cultura. Mayr sostiene que “la revolución darwiniana es la más grandiosa de toda la historia de la humanidad. Su importancia radica en el hecho de que Darwin propició la caída de las creencias más arraigadas de su época. Incluso, y esto solo hasta ahora se entiende mejor, Darwin colocó las bases para hacer filosofía de maneras completamente nuevas” (Mayr, 1988: 162). Más recientemente, Daniel Dennett en su libro, La idea peligrosa de Darwin la evolución y los significados de la vida, coloca la teoría de la selección natural como uno de los aportes más significativos a la cultura y la compara con un ácido universal, es decir, con una sustancia tan corrosiva que no puede ser envasada de ninguna manera, pues cualquier envase es incapaz de resistir su fuerza implacable de destrucción. Ninguna idea del pasado queda incólume con su contacto. En palabras de Dennett, “la idea de Darwin, al tener en común un parecido indiscutible con un ácido universal, se traga por completo todos los conceptos tradicionales y deja en su lugar una perspectiva revolucionaria del mundo, en el que son reconocibles todavía las marcas antiguas, aún cuando éstas han sido transformadas de manera radical” (Dennett, 1995: 63).

En lo que sigue a continuación trataré de mostrar que el impacto de las ideas de Darwin ha trascendido el horizonte de las preguntas propias de la biología. Los modelos explicativos que se derivan de la teoría de la selección invaden de manera muy constructiva otros ámbitos del pensamiento desde la cosmología hasta la psicología, pasando por la historia de la técnica y el desarrollo del diseño industrial, y permiten acceder a respuestas que despejan preguntas que habían permanecido sin poderse abordar. La teoría de la selección natural echa por el suelo cualquier posibilidad de apelar a explicaciones de tipo finalista en la ciencia, prueba que a los procesos naturales no subyace intencionalidad alguna e indicaré también cómo esta contribución constituye un aporte notable a las maneras de hacer filosofía.

Para poder entender mejor lo que se quiere exponer aquí sobre el derrumbe de la causa final en las ciencias, es necesario recordar que desde Aristóteles existen cuatro modelos de explicación racional de los fenómenos en general. Desde hace 2.500 años, tenemos una clasificación sobre los tipos de explicación que usamos los seres humanos para tratar de satisfacer nuestra insaciable curiosidad. Aristóteles formuló la teoría de las cuatro causas en el libro compilado por sus discípulos y que conocemos hoy con el título de Metafísica. Se trata de la causa material, la causa formal, la causa eficiente y la causa final. La causa material es la respuesta a la pregunta de qué están hechas las cosas. Cuando atendemos a la estructura y a la forma, nos referimos a la causa formal. Aristóteles reconoce que fue Platón con su doctrina de las ideas y de las esencias, quien descubrió este segundo tipo de causa. La curiosidad humana sobre el origen y las preguntas sobre cómo una cosa es lo que es en la actualidad o por qué se encuentra en este o aquel estado de un proceso, se responde por medio de la causa eficiente. Si en cuarto lugar nos preguntamos por el propósito, por la finalidad, es decir, el para qué, entonces respondemos con causas finales. Desde la consolidación y avance de las ciencias empíricas a partir del siglo XVI, desde Bacon, Descartes, Galileo y Newton, el tipo de explicación más importante es el de la causa eficiente. Incluso el programa de las ciencias físicas ha permitido con gran éxito reducir las explicaciones de tipo material y formal al tipo de explicación propio de la causa eficiente. La teoría química de los elementos nos ofrece información sobre la materia y la forma por medio de explicaciones propias del modelo de la causa eficiente.

Sin embargo, el ideal de reducción de explicación a la causa eficiente se ha frenado notablemente por la aparente omnipresencia de la causa final descubierta por el mismo Aristóteles, quien para comprenderla mejor analizaba las herramientas, los útiles, las obras de arte, los sistemas de organización ética y política de las comunidades humanas. Según Aristóteles, en todas estas actividades se requiere por parte de un ser racional la elección de un propósito o de un fin. Ambos indican una dirección para el obrar. Los seres racionales (seres humanos y eventualmente algunos animales), que se conciben como agentes, deben escoger entre las diferentes posibilidades que tienen a su alcance los medios adecuados para alcanzar el fin propuesto de la acción. En términos cognitivos, se exige de estos seres racionales no solo una capacidad de memoria para identificar en el tiempo lo que se ha hecho hasta el presente para conseguir un fin, sino además una capacidad de predicción y planeación para mantener el curso de la acción y eventualmente para alcanzarlo1.

Detengámonos un instante en el análisis sobre la forma como se producen los artefactos y las obras de arte. La construcción y el diseño de artefactos y obras de arte no se pueden explicar solo por medio de razones que respondan a las preguntas, de qué está hecho algo, cuál es su forma, cómo se hace y en virtud de que cadena de causas y efectos se explica el por qué de su composición. Si consideramos un artefacto, por ejemplo, un azadón, no bastará con indicar que se trata de un utensilio cuya causa material es doble: una lámina de metal engastada a un palo. Tampoco basta con indicar la forma de una “L” alargada que tiene el azadón como una herramienta diferente del rastrillo o del martillo, las cuales pertenecen al grupo de herramientas en las que un pedazo de metal se une a un pedazo de madera. Tampoco es suficiente para la cu-riosidad del ser humano en el momento de responder bajo el tipo de explicación propio de la causa eficiente que la lámina metálica del azadón en aleación de acero con otros metales fue fabricada en una empresa de fundición y que posteriormente fue ensamblado y vendido al campesino en alguna cacharrería de pueblo. Con relación a los artefactos y a las obras de arte en general, la pregunta que los seres humanos queremos ver respondida en primer lugar es, ¿para qué sirve un azadón? ¿cuál es el propósito de esta herramienta en la agricultura? por cuanto ninguna de las respuestas que nos ofrecen los modelos explicativos de las tres causas anteriores nos proporciona razones sobre el para qué del azadón, es que incorporamos la causa final en nuestro repertorio mental de posibles explicaciones. Un razonamiento parecido ocurre cuando buscamos explicaciones por las obras de arte. En ambos casos, la respuesta sobre el propósito y la finalidad de algo nos lleva a suponer que la obra es el resultado de la intervención previa de algún tipo de inteligencia, es decir, de un diseñador que bien pone en marcha un plan para cum-plir con el propósito de uso que tendrá el artefacto, o bien le da sentido a la obra de arte. Según el mismo Aristóteles no basta con saber que la estatua es de bronce y representa al dios Poseidón o que fue hecha en los talleres de algún escultor del año 460 antes de nuestra era, posiblemente Kalamis de Beocia o Mirón de Eleuteria. La pregunta decisiva para Aristóteles es, ¿cuál era la finalidad o la función de esa obra? 2.500 años después la respuesta vacila entre la función de adorno y culto que tuvo en algún templo, y la que tiene desde 1928 para maravillar a los visitantes en el Museo Nacional de Atenas, luego de haber sido encontrada y rescatada del fondo del mar por unos pescadores de la costa del cabo Artemisium. Precisar la función de las obras de arte es un asunto de reflexión tan complejo y con tantas respuestas que vale la pena cerrar este paréntesis, preguntando cuál fue la función de la escultura de Poseidón durante más de 2.000 años en las profundidades del mar.

Estas comparaciones alrededor de la necesidad de incorporar causas finales cuando queremos entender la razón de ser de las obras de arte y los artefactos en general, me permite llamar la atención sobre el hecho de que nuestra curiosidad humana, que se manifiesta de manera natural desde los primeros años de nuestra infancia con las eternas preguntas sobre el por qué y también sobre el para qué, nos hace formular la exigencia por la causa final no solo por cuanto queremos obtener más información sobre la función y la utilidad de los artefactos, sino cuando extrapolamos este tipo de pregunta a la naturaleza en general y nos interrogamos por el propósito, la finalidad o la utilidad de los objetos y de los seres vivos en el mundo2. En esa extrapolación, cuya validez pondremos más adelante en duda, suponemos que así como para la producción de un artefacto o de una obra de arte se exige necesariamente la presencia activa de una mente capaz de diseñar dichos objetos, entonces con igual ímpetu creemos que los seres vivos, al mostrar incluso más complejidad que los artefactos y las obras de arte, exigen también con aparente necesidad la intervención de un diseñador todavía más inteligente que nosotros mismos3. La gran mayoría de las cosmogonías y las tres religiones principales de la cultura occidental, la religión judía, la cristiana y la islámica no solo consideran válida la pregunta por la causa final, sino que la responden de manera doble. Por un lado, colocan a Dios como el creador de todos los seres inanimados y animados, y además entronizan al hombre como una especie de centro de atención alrededor del cual giran todos los seres de la naturaleza, como si el ser humano fuera la razón de ser del universo en su conjunto. Incluso, en la misma tradición griega de Aristóteles, la causa finalísima, es decir, la causa alrededor de la cual giran todas las causas finales, es el llamado ‘motor inmóvil’, que en la tradición medieval se identificó con rapidez con el Dios creador de la religión judeocristiana.

El filósofo alemán Immanuel Kant, en un esfuerzo por articular los límites de la razón, en su obra la Crítica de la facultad de juzgar del año 1790, hace la siguiente reflexión que resume la autoproclamación del ser humano como pináculo y centro hacia el cual fluyen todos los objetos de la naturaleza4:

"Finalmente tenemos la pregunta: ¿Para qué sirven todos los reinos de la naturaleza? Para el hombre, por los diversos usos que su entendimiento le ha enseñado a efectuar de todas esas criaturas. Él es la causa final de la creación aquí en la Tierra, por cuanto él es el único ser sobre la misma que es capaz de articular un concepto de fines y que con su razón puede, a partir de un agregado de cosas constituidas por finalidades, configurar un sistema de los fines" (KU A 379; B 383).

Tanto desde la perspectiva de las grandes religiones como desde la óptica de la filosofía, el ser humano se impone a sí mismo una corona, para reinar en el centro de la creación, apelando a una razón salida del sombrero de su propio ingenio. Al decir de Kant, el ser humano es el único ser de la naturaleza que es capaz de pensar, el único que gracias al uso de su razón es capaz de integrar un sistema de fines, por medio del cual pueda proyectar y diseñar planes para hacer obras. He traído a colación la posición de Kant no solo por cuanto refleja con bastante claridad la omnipresencia del uso que hacemos los seres humanos de nuestras maneras de pensar con las preguntas sobre el para qué y sobre el propósito de las cosas en general, inherente al tipo de explicación propio de las causas finales, sino además por cuanto Kant se encarga también de justificar ese uso indicando que resulta imposible demostrar que los productos de la naturaleza, en particular, el sentido mismo de los seres vivos en cuanto organizaciones altamente complejas, se pueda explicar por medio de un mero mecanismo inherente a la naturaleza. Según Kant, se necesita postular otro tipo de causalidad que vaya más allá de las fronteras de las relaciones causales eficientes cuando se trata de dar cuenta sobre los procesos de la naturaleza viva. En otras palabras, Kant trata de legitimar el tránsito del nivel de las causas eficientes propias de los modelos explicativos de las ciencias empíricas como la física o la química, al nivel que permita el uso de las causas finales cuando se trata de explicar el origen de la vida orgánica o en general de los procesos biológicos. Debemos recordar que Kant era un gran conocedor de la obra taxonómica de Linneo; también conocía aspectos de la teoría de Buffon, quien, sin aceptar una teoría de la evolución, sostenía una teoría de la ascendencia común, a partir de sus investigaciones sobre las similitudes anatómicas entre caballos y asnos. Kant sabía de las investigaciones de Blumenbach y tenía noticias sobre los hallazgos de fósiles, cuyo registro cada vez era más numeroso y mejor analizado por parte de otros geólogos sobre las extinciones en masa de seres vivos como amonitas, trilobites y muchas especies vegetales. En ese contexto del conocimiento de la biología a finales del siglo XVIII, Kant considera que la facultad de juzgar humana exige pensar en una causa mundana que opera de acuerdo con propósitos y fines. Sin embargo, es importante recordar que Kant, en perfecta coherencia con los avances de su propia filosofía crítica, plantea que esta transición hacia un tipo de causalidad diferente de la eficiente para poder explicar la complejidad de los fenómenos biológicos, es decir, aceptando la necesidad de incluir explicaciones bajo la categoría de causas finales, solo puede operar como una máxima subjetiva de la facultad de juzgar, pero nunca como un principio objetivo de la realidad. En otras palabras, el uso de causas finales tiene un trasfondo estrictamente metodológico y, en consecuencia, dicho uso racional, no permite la aceptación de un principio objetivo inherente a la naturaleza. Este último comentario merece una ampliación, por cuanto Kant se distancia de las pretensiones especulativas de la llamada teología natural muy arraigada en la cultura inglesa de finales del siglo XVIII y de la primera mitad del siglo XIX, que sí pretendían erigir como principio objetivo no solo reconocer la presencia explícita de causas finales en la naturaleza, sino que además colocaban un ser supremo como diseñador inteligente de los seres vivos.

Aunque es poco probable que Darwin haya tenido contacto con la filosofía de Kant, es completamente cierto que sí estaba empapado de primera mano con los debates de la teología natural. Este era el ambiente intelectual con el que se formaban los estudiantes universitarios en Inglaterra hasta finales del siglo XIX. Para explicar el surgimiento de la complejidad en el mundo de la vida y en general de los artefactos, William Paley, un teólogo inglés de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, sostenía en su obra, Teología natural o evidencias de la existencia y atributos de la divinidad (Paley, 1803), recolectadas de los fenómenos de la naturaleza, que era imposible pensar “que varias piezas de acero se junten al azar para componer un reloj”. De esta manera se sigue también que si alguien se encuentra un reloj en una playa aparentemente deshabitada no puede menos que concluir que dicho artefacto fue hecho por alguien con la finalidad específica de servir para indicar la hora y el paso del tiempo. Ese hallazgo nos llevaría a pensar cómo ese objeto fue arrastrado hacia la orilla, pero nunca sería posible plantear la conclusión de que el reloj se organizó con base en la refinada interacción de las olas con la arena. Ese sería un tren de pensamiento completamente absurdo y por una razón muy sencilla, los artefactos se hacen con una finalidad que depende estrictamente de la voluntad del artesano que los confecciona o de quien patrocina dicho trabajo. La existencia de un reloj como artefacto producido por un relojero tiene su causa directa en la necesidad que tiene un posible usuario de medir el tiempo. Esa finalidad es la que permite al relojero diseñar un plan, presentar un modelo, usar ciertas herramientas y combinar ciertas partes para poder integrar en un aparato una manera de traducir funcionalmente para el usuario el paso incesante del tiempo. El razonamiento sugerido por el teólogo Paley es el fruto del razonamiento propio del sentido común, cuyas raíces hemos rastreado no solo en el mensaje antropocéntrico presente en las religiones principales, sino además en la filosofía desde Aristóteles hasta Kant. Todo diseño complejo y todo aparato que cumple una función tienen su origen en una mente capaz de organizar entre sí las partes de que está compuesta para cumplir con la tarea asignada. Este razonamiento no solo aplica para los objetos de diseño producidos por el ser humano, sino también para la complejidad presente en la naturaleza. De esta manera, si reconocemos que los ojos, las alas, cualquier planta o cualquier animal constituyen objetos mucho más complejos que los artefactos humanos como el reloj, por cuanto las partes configuran un todo integrado y cohesionado en función del propósito para el cual sirve; entonces debemos aceptar, de acuerdo con Paley, la existencia de un diseñador supramundano de la naturaleza en general. En su opinión, la cohesión que exhiben las partes de un todo orgánico no puede ser resultado del azar, y por esta razón, su diseño depende de un autor o de una mente inteligente, y dios fungía en ese papel de máximo diseñador de los objetos complejos de la naturaleza. Antes de Darwin era muy difícil explicar el surgimiento de la complejidad de un modo diferente al tener que apelar a la presencia de un autor inteligente y creativo detrás de la producción de obras y artefactos complejos y novedosos.5

Mi referencia a Kant (Kant, 1983) en este trabajo es relevante por cuanto me ayuda a mostrar con claridad que para cualquier pensador en la época anterior a Darwin le resultaba casi imposible explicar que estructuras claramente orientadas hacia propósitos y fines como son los órganos, por ejemplo, el riñón o el ojo fuera solo el resultado de procesos azarosos y sin intervención alguna de diseño previo. Esta mención es útil, por cuanto Kant señala también un parecido de familia existente entre el uso de causas finales en la producción de una obra de arte y en los mecanismos de producción de los seres vivos. Así como el artista organiza unos elementos materiales y los configura en la obra que muestra al público, la complejidad de los seres vivos exige pensar la presencia de un “arte de la divinidad” (KU A 330; B 334).

"Resulta completamente cierto que nosotros no podemos conocer ni siquiera suficientemente y mucho menos explicar, los seres vivos organizados y su posibilidad interna de acuerdo solamente con principios mecánicos de la naturaleza; incluso es tan cierto que se podría decir con atrevimiento que para los seres humanos es completamente improcedente, asumir una tarea de esa envergadura y esperar que algún día pudiera surgir un Newton, que también hiciera comprensible de acuerdo con leyes naturales la creación de un tallo de hierba que ha sido organizado sin ninguna intención. Por cierto, tenemos que negar por completo ese conocimiento a los seres humanos. Pero, por otra parte, resultaría presuntuoso haber juzgado que, también en la naturaleza, cuando pudiéramos penetrar hasta el principio de la misma en la especificación de sus leyes generales conocidas para nosotros, pudiera no estar encubierta del todo una razón suficiente de la posibilidad de seres organizados, sin subordinar una intención a su creación (por lo tanto en el mecanismo de la misma); pues, ¿cómo podríamos saberlo? Las probabilidades no cuentan aquí para nada, pues se trata de juicios de la razón pura. Por lo tanto, no podríamos juzgar con objetividad, ni afirmando ni negando, sobre la proposición, de que a la base de lo llamamos con razón una finalidad natural, subyace un ser que actúa de acuerdo con intenciones como causa final de lmundo (encuantocreador); solo esto es seguro, que nosotros debemos juzgar por lo menos en la medida de lo que en virtud de nuestra propia naturaleza nos está permitido conocer (de acuerdo con las condiciones y los límites de nuestra razón), y no podemos de otra manera en absoluto no colocar como fundamento de la posibilidad de tal finalidad natural un ser racional, lo cual es lo único que concuerda con las máximas de nuestra facultad reflexiva para juzgar, que es en consecuencia un fundamento subjetivo, pero irrenunciable al género humano (KU A 334-335; B 338-339).

Este pasaje que hemos transcrito en extenso tiene, en mi interpretación, dos ejes temáticos. El primer asunto se relaciona con la imposibilidad de establecer una ciencia de la biología que excluya causas finales y que por lo tanto adopte solo causas eficientes. Este es el andamiaje conceptual que se viene al suelo estrepitosamente con la publicación de El origen de las especies en 1859. Darwin representa nada más y nada menos que el Newton de la ciencia de la vida, cuya aparición era considerada por Kant un imposible 70 años antes. No solo es factible explicar con la teoría de la selección natural el origen de un tallo de hierba, sino de todos los seres vivos, incluidos nosotros mismos, los seres humanos, nuestra inteligencia y el lenguaje. La teoría de la selección, como lo veremos más adelante, nos coloca en el vocabulario de Kant, un principio de especificación de leyes que se pueden conocer, pero con la característica adicional de que no suponen para nada una determinación de intención alguna, y por lo tanto no se requiere admitir tampoco el desarrollo del mundo, como si hubiera un creador. No obstante la aparente seguridad que nos brinda la conclusión que proporciona el sentido común cuando nos exige pensar en un autor inteligente cada vez que nos encontramos con un ente complejo, es necesario indicar que desde la época de Darwin disponemos de una manera alternativa de explicación. El mensaje de Darwin es que la complejidad presente en los seres vivos, desde los procariotas, hasta los seres humanos, pasando por los organismos unicelulares, y los primates, así como la generación de órganos altamente complejos como los ojos o las alas y finalmente la aparición de la cultura y del lenguaje, en cuanto vehículo para la expresión, discusión y rechazo de las ideas, todos estos procesos son consecuencia de transformaciones graduales y lentos de selección natural a lo largo de los eones.

El segundo eje temático del pasaje anterior de Kant tiene que ver con una dimensión epistemológica. Nuestra razón no puede saber si hay o no un principio objetivo en la naturaleza que nos obligue a aceptar una causa final y por lo tanto a suponer también un autor de la naturaleza. La creencia del ser humano en una teología cósmica es el resultado para Kant de la constitución de nuestra racionalidad. Por eso la validez del principio, es decir, suponer que existe un autor racional del mundo, solo puede ser subjetiva. En la última línea citada, Kant llama la atención sobre la sospecha de que esa manera de pensar, la cual nos lleva a colocar causas finales, parece ser “irrenunciable” o incluso una forma connatural al género humano para indicar que resulta casi imposible desembarazarnos de la postulación de causas finales o de la afirmación de fines y propósitos, cuando en la experiencia se nos muestran objetos complejos. Esta inclinación en la estructura del pensamiento humano es un problema poco estudiado en filosofía y en las teorías del conocimiento. A pesar de que sabemos, con base en la obra de Darwin, que la naturaleza no tiene autor y que los seres vivos no se organizan en estructuras racionales de medios a fines, muchas personas recaen una y otra vez en la tendencia recalcitrante de querer buscar instancias concretas de la causa final a la hora de explicar la complejidad de los seres vivos. Es como si la tendencia a formular preguntas sobre el por qué de los objetos de la naturaleza y el deseo por resolverlas con respuestas que involucran causas finales, fuera inmune a lo que se conoce en biología desde hace 150 años.

Es hora entonces de considerar la estructura de la teoría de la selección natural propuesta por Darwin:

"Si bajo condiciones variables de vida, los seres orgánicos presentan diferencias individuales en casi todas las partes de su estructura, lo cual no puede negarse, si debido a la proporción geométrica de su incremento, hay una intensa lucha por la vida en alguna edad, estación o año, y esto ciertamente no puede negarse, entonces, considerando la infinita complejidad de las relaciones de todos los seres orgánicos entre sí y con sus condiciones de vida, por la cual resulta ventajosa para ellos una infinita diversidad de estructura, constitución y hábitos, sería un hecho extraordinario que nunca hubiesen surgido variaciones útiles para el bienestar de cada ser, del mismo modo que han surgido variaciones útiles al hombre. Pero si alguna vez surgen variaciones útiles a un ser, con seguridad los ejemplares caracterizados por ellas tendrán las mejores posibilidades de ser preservados en la lucha por la vida y, debido al fuerte principio de la herencia, tenderán a producir descendientes caracterizados de la misma manera. Este principio de la preservación, o la supervivencia de los más aptos, es lo que he llamado selección natural. Esta conduce al desarrollo de cada ser en relación con sus condiciones de vida orgánicas e inorgánicas, y en consecuencia, en la mayoría de los casos, a lo que podrían ser considerados como avances en la organización" (Darwin, 1872: 98).

A diferencia de las leyes de la física que suelen estar acompañadas de fórmulas matemáticas con las cuales se realizan las operaciones de cálculo, y a diferencia también de las construcciones mentales requeridas en la química para explicar la estructura de la materia, la teoría de Darwin constituye una síntesis brillante de tres hechos observables en la cotidianidad. En primer lugar tenemos el hecho de la variación: dos individuos que descienden de una pareja por vía de reproducción sexual presentan grandes similitudes entre sí, pero también algunas diferencias significativas. Hoy sabemos con base en los hallazgos de la genética, que la recombinación del material genético de dos individuos que se aparean acontece aleatoriamente y por eso no existen dos individuos idénticos en una población dada, salvo el caso de los individuos que provienen de un mismo cigoto. El segundo hecho es el de la competencia a la que están sometidos los individuos frente a la escasez de recursos (alimento, protección, pareja). El tercer hecho es lo heredita-ble de características individuales que pueden convertirse con el paso de las generaciones en elemento común de los individuos de un grupo. Con base en estos tres factores, variación, com-petencia y herencia, que interactúan permanentemente durante largos periodos de tiempo se produce lenta y gradualmente por vía de selección una acumulación de ventajas que favorece la preservación de los individuos. Bajo estas tres condiciones, la biología no puede ser una ciencia predecible ni de tipo determinista, ni de tipo probabilístico. Aun cuando es cierto que hoy en día con las herramientas de la genética de poblaciones es posible manipular las características de los individuos. La biología no ofrece métodos para establecer con antelación cuáles serán las condiciones de competencia bajo las que tendrán que vivir dichos individuos cuando nazcan, ni tampoco predecir a largo plazo cuáles seres vivos continuarán la lucha por la supervivencia.

Adicionalmente encontramos otros factores que dificultan cualquier predicción. Todos los seres vivos estamos sometidos por los menos a tres tipos de presiones. En primer lugar nos encontramos sometidos al influjo de los cambios físicos, climáticos y medioambientales. A estos cambios se suman, en segundo lugar, los posibles conflictos de un individuo con otros de su misma especie o con otros individuos de especies diferentes con las cuales se enfrenta en competencia. En tercer lugar podemos padecer las consecuencias de las modificaciones internas que se hacen visibles en la enfermedad, en las malformaciones, etc. Todas estas presiones externas e internas afectan las posibilidades de supervivencia individual y colectiva, pero son circunstancias azarosas, contingentes, o incluso de aparición repentina y casual. Estas eventualidades imposibilitan una adecuada predicción científica. Por lo anterior, la biología comparte parcialmente los métodos de las ciencias físicas, pero al admitir hechos irrepetibles debe acercarse a los métodos de la historia. La biología es entonces una ciencia que da cuenta del pasado y solo en algunos aspectos parciales del futuro. Con base en una suerte de análisis retrospectivo, la biología puede dar cuenta suficiente de cómo a lo largo del tiempo se generaron los seres vivos y los órganos más complejos. Para la adecuada explicación retrospectiva no es necesario abandonar en ningún momento el andamiaje trifactorial de variación, competencia y heredabilidad de las ventajas adquiridas.6

En ese orden de ideas resulta imprescindible aclarar un asunto que fue objeto de muchas controversias durante el siglo XIX y que se ha convertido en uno de los imaginarios más equivocados con el que aún hoy en día se asocia la teoría de Darwin. La supervivencia del más apto no significa ni más fuerte ni más capaz, como lo creyeron personajes como Spencer y muchos otros. El más apto es una manera completamente neutra de referirse a los individuos que por cualquier circunstancia han logrado sobrevivir hasta ahora. Esa es la lección que debemos aprender cuando constatamos con base en los hallazgos de fósiles que el 99,9% de las especies que algún día vivieron sobre la Tierra ya se extinguió. Los miles de millones de seres vivos que habitamos hoy el planeta somos tan solo los representantes de un selecto grupo, casi insignificante del 0,1% de proyectos de vida que gracias a una o varias ventajas tenemos la suerte de seguir existiendo en ambientes tan hostiles como el hábitat de los microorganismos que encontramos en los pantanos azufrados y envenenados de ácido sulfúrico en la cercanía de los volcanes o en el hábitat de los peces en los mares abisales. Por estas circunstancias, en la teoría de la selección natural no cabe tampoco la noción de progreso y mucho menos la noción de perfectibilidad. De forma retrospectiva se puede explicar que el aumento de la complejidad en alguna característica, la aparición de una nueva especie, o de un organismo o de un órgano es tan solo la muestra histórica de la variación y de la circunstancia de que ese incremento de complejidad ha sido significativo para uno u otro individuo hasta el momento presente. Un avance no es en biología una muestra de progreso, sino tan solo la muestra de una variación exitosa que resulta hasta ahora significativa para su poseedor.

Con lo dicho hasta ahora queda claro que la teoría de la selección ofrece, en términos de la exigencia planteada por Kant a una ciencia de la vida, un principio de la naturaleza con la especificación concreta de leyes mecánicas, sin tener que suponer intencionalidad ni autoría inteligente alguna. Se sabe que Charles Darwin demoró durante muchos años la publicación de su teoría de la selección natural. El era perfectamente consciente de que su obra sentaba las bases seguras para el desarrollo de la biología en cuanto ciencia. Quisiera suponer que la razón de su demora, tenía que ver con la sospecha de que con la publicación de su teoría se derrumbaban por completo las posibilidades y las pretensiones de una teología natural. Quizá por esta razón, Darwin aplazó una y otra vez la publicación de su Opus Magnum, pues era consciente del efecto cultural profundamente demoledor que tendría para la cultura europea de mediados del siglo XIX la publicación de una teoría, con base en la cual, los llamados procesos creativos de la naturaleza, en particular, el surgimiento de la mente humana con toda su complejidad para posibilitar el pensamiento abstracto, con el lenguaje como medio de comunicación, son el resultado de procesos mecánicos de interacción, completamente carentes de intención, y sin necesidad de apelar a la supuesta autoría, de un diseñador supramundano, como se creía desde Aristóteles. Solo hasta 1858 tomó Darwin la decisión de publicar su teoría, cuando recibió los manuscritos de Alfred Rusel Wallace en los cuales planteaba también una teoría evolutiva con base en procesos de selección natural. En ocasiones se considera a Wallace un coautor de la teoría de la selección. Sin embargo, es conocida también la fuerte discrepancia de Darwin con Wallace, quien al final de su vida defendió una posición espiritualista y opinaba que el surgimiento de la mente humana era un acontecimiento inexplicable para la ciencia. Se cuenta que Darwin le escribió con pesadumbre en un carta diciéndole lo siguiente: “Espero que no hayas matado por completo tu propio hijo y de paso también el mío”7. Si el surgimiento de la complejidad del ser humano en cuanto ser vivo y del lenguaje humano entendido como un hecho biológico no puede explicarse por medio de los mecanismos de la teoría de la selección, entonces toda la teoría de Darwin se viene al suelo8, pues una teoría no puede tener excepciones.

Así como una excepción constituye una posible instancia de refutación para la teoría, Darwin consideraba que los procesos de cambio acontecían de manera muy lenta y gradual. En otras palabras, Darwin era un antisaltacionista de tiempo completo. En una carta a Charles Lyell, uno de los geólogos más importantes de su tiempo, Darwin le confesaba que su teoría de la selección natural carecería por completo de valor, si fuera necesario introducir intervenciones no explicables naturalmente, en el sentido del famoso precepto, natura non facit saltum (la naturaleza no procede a saltos), para dar cuenta de los fenómenos de variación, de la especiación y de la adaptación. La teoría de las catástrofes y el saltacionismo han sido una estrategia recurrente de muchos pensadores, incluidos varios biólogos importantes antes y después de Darwin, para indicar la presencia activa de fuerzas no naturales capaces de intervenir en la generación de nuevas especies o de avances en la constitución relevante de procesos complejos. Pero Darwin no se detiene aquí, sino que nos ofrece un acervo muy importante de análisis concreto de casos con el soporte empírico disponible para su época. Una de las explicaciones más interesantes, pero no la única, para abordar la gradualidad y la acumulación de complejidad, es la que Darwin ofrece sobre el surgimiento del ojo.

"La razón me indica que si se pueden mostrar muchas gradaciones entre un ojo simple e imperfecto hacia uno más complejo y perfecto, siendo cada grado útil a su poseedor, como es ciertamente el caso; si además el ojo varía permanentemente y las variaciones son heredadas, lo cual también es el caso; y si tales variaciones resultan útiles para cualquier animal bajo condiciones variables de vida, entonces la dificultad para creer que un ojo perfecto y complejo pueda formarse por selección natural, a pesar de ser insuperable para nuestra imaginación, no tiene por qué ser considerada como subversiva de la teoría" (Darwin, 1872: 133).

Bajo este esquema de explicación, Darwin hace un recorrido gradual desde las condiciones iniciales de algún tipo de tejido sensible a la luz y que pueda convertir esa información lumínica en información nerviosa relevante para el organismo. En la actualidad sabemos, que desde las células fotorreceptoras al ojo de cámara con lente hay muchos pasos evolutivos, cuya generación se presenta lentamente gracias a la variación permanente y la selección de las pequeñas ventajas comparativas a lo largo de millones de años y de millones de seres vivos en constante competencia.

"Si tenemos que comparar el ojo con un instrumento óptico, tenemos que imaginar que tomamos una capa gruesa de tejido transparente, con espacios llenos de líquido y por debajo con un nervio sensible a la luz, y luego suponer que cada parte de esa capa cambie continua y lentamente en densidad, hasta separarse en capas de diferentes densidades y grosores, localizadas a diferentes distancias unas de otras y cambiando lentamente la forma de las superficies de cada capa. Adicionalmente, tenemos que suponer que hay un poder representado por la selección natural o la supervivencia del mejor adaptado, que siempre está detectando intencionalmente cualquier modificación por mínima que sea de las capas transparentes y preservando cuidadosamente cualquiera que bajo circunstancias variables, de cualquier manera y de cualquier grado, tienda a producir una imagen más clara. Tenemos que suponer que cada estadio del instrumento debemos multiplicarlo por un millón; cada uno de los cuales debe conservarse hasta que se produzca uno mejor y hasta que se destruyan todos los viejos" (Darwin, 1872: 135).

Por cuanto hoy en día la información empírica que se conoce con respecto a la evolución de los ojos es mayor a la disponible hace 150 años; quiero terminar con la brillante exposición que planteó recientemente el biólogo inglés Richard Dawkins en su libro Escalando el monte improbable (1998). En el capítulo titulado, Las cuarenta sendas hacia la iluminación, muestra que, en contra de lo que se cree normalmente, la evolución de ojos ha acontecido en la naturaleza más de cuarenta veces y se han identificado por lo menos nueve principios básicos, según los cuales se pueden organizar y formar ojos funcionales. En ese texto ofrece tres argumentos para mostrar que no es necesario apelar al ejercicio de las causas finales, ni a la intervención de un diseñador en el proceso de organización y producción de ojos. En primer lugar, expone con gran detalle las características de esos tipos de ojos, entre los que se destacan las primeras células sensibles a la luz, por ejemplo en lombrices; los ojos de copa típicos de muchos organismos marinos como platelmintos, moluscos; los ojos de cámara oscura con y sin lente que tienen peces, reptiles, aves y mamíferos; los ojos simples y compuestos por aposición o por superposición que tienen algunos crustáceos, arácnidos e insectos.

En segundo lugar, Dawkins se refiere a las investigaciones de Dan Nilsson y de Susanne Pelger, dos biólogos suecos, quienes desarrollaron un modelo informático para calcular los pasos requeridos para producir un ojo de pez funcional y toman los elementos ya mencionados por Darwin en el texto recién citado. Parten de la presencia de una capa plana de tejido transparente como la piel que es sensible a la luz, incorporan un sistema nervioso para la conducción de la información lumínica y ponen en marcha un proceso de combamiento de la capa plana para producir la cámara y el lente. Con los principios ya mencionados de variación permanente de los avances, la heredabilidad de las ventajas obtenidas y de la intervención de la selección natural que preserva aquellas ventajas que, al suponer un avance en el diseño, constituyen también una ventaja a su poseedor en la lucha por la existencia; entonces poco a poco es posible avanzar hasta llegar al ojo de pez con cristalino. Haciendo cálculos de la manera más pesimista posible, en el sentido de reducir las variables al escenario menos probable, “la estimación de Nilsson y Pelger resultó demasiado corta. Al final del cálculo se obtuvo que se tardarían unas 364.000 generaciones para producir evolutivamente un ojo de pez con cristalino funcional. La estimación habría sido todavía menor, si los supuestos hubieran sido más optimistas (lo que probablemente significa más realistas)” (Dawkins, 1988: 186).

En tercer lugar, Dawkins ofrece el que quizá sea su argumento más poderoso para explicar la evolución de los ojos, pues va más allá de ser una simulación computarizada y hace referencia directa a la realidad biológica, es decir, al programa genético según el cual se generan ojos en la naturaleza. Este argumento se apoya en las investigaciones del Profesor Gehring en Suiza sobre el gen denominado eyeless de la mosca de la fruta (Drosophila). Según los investigadores asociados a este grupo, cuando se presenta una mutación en ese gen, el individuo nace sin ojos. También se ha observado que si se introduce el gen no alterado en otras partes del cuerpo, se induce la formación de ojos funcionales. “Aplicando ingeniosos tratamientos a larvas de Drosophila, consiguieron que el gen ey se expresara en antenas9, alas y patas. Sorprendentemente, las moscas adultas resultantesostentabanojoscompuestoscompletamenteformadosenpatas,antenasyotraspartes” (Dawkins, 1998: 213). Pero el hallazgo más relevante es haber encontrado un notable parecido entre ese gen y el gen small eye del ratón. En palabras de Dawkins: “esto significa que un mismo gen se ha perpetuado casi sin cambios desde los remotos antepasados comunes de animales modernos tan distantes entre sí como mamíferos e insectos”. De manera igualmente sorprendente, los investigadores lograron mostrar que una introducción del gen small eye del ratón en la secuencia genética correspondiente de los embriones de la mosca, produjo ojos en esta. “Lo que estos experimentos probablemente significan es que el remoto antepasado común de Drosophila, ratones, seres humanos, ascidias, etc., tenía ojos. Este tipo de antepasado común tenía algún tipo de visión y sus ojos, fuera cual fuera la forma que tuviesen, se desarrollaban probablemente bajo la influencia de una secuencia de DNA similar al moderno gen ey. Pero la forma concreta de los distintos tipos de ojos, los detalles de las retinas y de las lentes o espejos, la elección entre simple y compuesto y, en este último caso, entre aposición o superposición, todos estos aspectos evolucionaron de forma independiente y rápida. Sabemos que es así al observar la esporádica (casi caprichosa) distribución de todos estos sistemas, que salpican la totalidad del reino animal” (Dawkins, 1998: 216). Con este último argumento se muestra que el principio genético requerido para la construcción de ojos, debió ser una adquisición muy antigua en el proceso evolutivo y ha servido desde entonces para la configuración de los ojos en todos los animales. Para tener una idea de que tan antiguo puede ser ese antecesor, Dawkins nos muestra una imagen de ojos compuestos fosilizados de un trilobites de por lo menos 400 millones de años (cf. Dawkins, 1998: 212). De conformidad con los sistemas de datación actuales del registro fósil, este acontecimiento ocurrió tan solo 300 millones de años después de la aparición de los primeros organismos multicelulares.

De acuerdo con los resultados empíricos aportados por esas tres investigaciones, la conclusión, para no tener que apelar a causas finales, sigue siendo tan contundente como ya lo creía Darwin en su momento, cuando se preguntaba:

"En los seres vivos, la variación causará modificaciones leves, la generación las multiplicará casi de manera infinita (sic) y la selección natural, con una destreza casi sin ningún error, escogerá cualquier avance. Dejemos que este proceso transcurra a lo largo de millones de años y que aparezcan durante cada año millones de individuos de muchas clases, entonces ¿no creeríamos que se produzca un instrumento óptico viviente superior a uno de vidrio... ?" (Darwin, 1872: 135).

PIES DE PÁGINA

1 Con lo dicho hasta aquí, y en claro contraste con lo que ocurre en la ciencia natural, se reconoce que resulta muy difícil renunciar al empleo de causas finales cuando se trata de comprender el sentido de la acción de agentes racionales. En las teorías sobre la acción de seres racionales, desde Aristóteles hasta nuestros días, en las cuales la intencionalidad juega un papel significativo, las causas finales parece que no pueden ser eliminadas. Analizar este problema con más detalle desborda las posibilidades de este texto. Sin embargo, para una versión de un análisis reciente y no reduccionista en el cual la intencionalidad aparece como una variante de causa eficiente, pero de tipo mental, es decir, como una razón para actuar, la cual supone trascender, mas no contradecir las restricciones físicas, véase por ejemplo la posición del filósofo John Searle, cuando afirma: “Solo hay un tipo de causación, la causación eficiente. Sin embargo, en el marco de la causación eficiente, se encuentra una subcategoría que tiene que ver con la causación mental. Estos son los casos en los cuales algo causa un estado mental o en los cuales un estado mental causa otra cosa. En el marco de la subcategoría de causación mental existe también otra subcategoría, la de la causación intencional. En el caso de la causación intencional, un estado intencional, o bien puede causar sus condiciones de satisfacción, o bien las condiciones de satisfacción de un estado intencional pueden causarlo” (Searle, 2001: 41. Cursivas del texto original. Traducción personal). Sobre el problema acerca de la posible eliminación de causas finales en ámbitos diferentes al de la ciencia natural, como es el ámbito de la acción intencional por parte de seres racionales, agradezco a los árbitros anónimos de la revista Acta Biológica Colombiana por sus sugerencias, observaciones y comentarios, los cuales me han servido para revisar algunos puntos, pero sobre todo para entender mejor algunos de los problemas discutidos en este texto.

2 En la naturaleza algunos procesos físicos como la cristalización o el comportamiento de los gases y muchos de los procesos biológicos exhiben ciertamente un direccionamiento en su organización o en su desarrollo. Estos procesos se encuentran regulados por mecanismos ‘teleonómicos’ estrictamente mecánicos. Para evitar confusiones con los problemas aquí mencionados sobre la causa final, algunos biólogos, como Mayr y Monod, 1970: 23, han introducido el concepto de ‘teleonomía’, para referirse en el ámbito de la ontogenia a la puesta en marcha de programas y procesos mecánicos especificados genéticamente, tal como ocurre por ejemplo en el desarrollo del embrión. Recientemente Thomas Lloyd Short en un libro sobre la teoría de los signos en la filosofía de Charles Sanders Peirce ha planteado la necesidad de ampliar el espectro de explicaciones mecanicistas para comprender ciertos procesos en los cuales, ora bien se instaura algún tipo de organización, ora bien se pone en marcha un proceso con algún direccionamiento. Short dedica dos capítulos a la discusión sobre la causación final (Short, 2007: 91-150) y considera apoyándose en Peirce, que los mecanismos ‘teleonómicos’ de explicación propuestos por Monod y Mayr no son suficientes. En su opinión, tanto a los procesos biológicos como a los procesos físicos irreversibles descritos por la Segunda Ley de la termodinámica les subyace una tendencia ‘anisotrópica’. Se trata de procesos en los cuales se constata una dirección, pero carentes de finalidad. La tendencia anisotrópica consiste “en un comportamiento dirigido a uno u otro resultado de un tipo dado”..., suponiendo que “hay selección de los resultados de ese tipo. El tipo seleccionado debe ser mencionado para explicar la tendencia. Nótese que el comportamiento con un propósito puede parecer mecánico, cuando es exitoso; su característica diferenciadora es que puede ser modificado si resulta que no es exitoso” (Short, 2007: 146). Short quiere plantear que incluso en la naturaleza “esta forma de finalidad en el propósito es esencial para la interpretación, por lo tanto para la signicidad y para la significación”. Agradezco al profesor Douglas Niño por haberme llamado la atención sobre este aspecto ‘compatibilista’ de la filosofía de Peirce, quien consideraba que la causa final no se opone a la ciencia moderna, sino que está presente en algunas de sus teorías más importantes, punto en el cual dicha reflexión toca muy de cerca la teoría de la selección natural de Darwin, la cual junto con la teoría cinética de los gases causó un gran impacto en el pensamiento de Peirce. El rechazo de Darwin de las causas finales no debe entenderse únicamente como un rechazo a la visión determinista de la naturaleza que se derivaría de un plan o proyecto teleológico fijado con antelación. Se trata también de una clara apuesta a favor del valor explicativo de la causa eficiente en la ciencia natural, frente al casi nulo aportado por las explicaciones de causa final. Quizá para señalar que la intervención de un ser superior, se limita, en el mejor de los casos a la generación de leyes universales, pero no a la creación de seres vivos y especies en concreto con altos grados de variación (este era un problema muy discutido en la época), Darwin trae a colación nada más y nada menos que en el epígrafe de El origen de las especies, una cita de William Whewell, quien además de ser uno de los filósofos de la ciencia más importantes en la primera mitad del siglo XIX, era también un declarado teísta de gran reconocimiento intelectual. Dice Whewell: “Pero en consideración al mundo de la naturaleza, nosotros solo podemos llegar hasta el punto en el cual percibimos que los eventos no son causados por intervenciones aisladas del poder divino, ejercido en cada caso particular, sino por la consolidación de leyes universales” (Darwin, 1872: 2. Resaltados y traducción personal). Recientemente Stuar Kauffman, 1993, ha propuesto ampliar la noción darwiniana sobre la selección natural para indicar que la aparición de orden y organización en la naturaleza deben incorporar también la noción de auto-organización. Los organismos en cuanto sistemas vivos complejos son capaces de producir respuestas adaptativas para sobrevivir. Los seres vivos son seres autónomos dotados con grados variables de subjetividad, en otras palabras, son agentes que responden a las circunstancias del medio. Esta versión aparentemente neofinalista y de carácter no determinista presente en algunas de las concepciones de la biología actual es coherente con la visión de Darwin. Una discusión más detallada de los varios problemas mencionados en esta larga nota escapa el horizonte de este artículo.

3 John Locke en su Essay Concerning Human Understanding de 1690, plantea un argumento en total concordancia con la doctrina aristotélica de la causa final y con los dogmas de la religión judeocristiana para mostrar que es inconcebible pensar que la materia pueda generar un ser inteligente o el pensamiento y apela al juicio del sentido común cuando dice “que así como no es posible concebir que la materia ha sido producida por la nada, tampoco el pensamiento pudo haber sido producido por la sola materia” (Locke, 1988, (1690), IV, x, 10).

4 Esta idea no solo la encontramos en el mensaje antropocéntrico de las grandes religiones, sino que también forma parte de la tradición griega. Aristóteles en el libro I de la Política, 1256 a-b, afirma que “si la naturaleza no hace nada incompleto y nada en vano, la conclusión es que la naturaleza ha hecho todos los seres vivientes para los propósitos del ser humano.”

5 Es notoria la excepción de David Hume, quien en sus Diálogos sobre la religión natural (Parte V: 77) propone una alternativa de solución que anticipa un aspecto de la teoría de Darwin. En boca de Philo el interlocutor escéptico de Cleantes, Hume dice: “pero si fuera este mundo una producción perfecta, resulta completamente incierto, si toda la excelencia del trabajo es consecuencia de lo que hace el artesano. Si observamos con detalle un barco, tendríamos una idea exaltada del ingenio del carpintero que hizo una máquina tan compleja y a la vez tan funcional”. Sin embargo, a esa consecuencia que con tanta facilidad nos ofrece el razonamiento del sentido común, se opone una alternativa, cuando Hume a continuación pregunta, “¿cuál sería entonces nuestra sorpresa si nos encontramos con un mecánico estúpido que imita a otros y copia su arte el cual se mejora gradualmente después de una larga sucesión de épocas, después de muchos ensayos, errores, correcciones, deliberaciones y controversias? muchos mundos habrían sido fruto de la chapucería y los remiendos durante tiempos eternos, antes que este sistema pudiera escogerse. Habría mucho trabajo perdido y se desarrollarían muchos ensayos infructuosos. Pero poco a poco, surgiría una mejoría continua sostenida durante épocas indefinidamente largas en el arte de hacer mundo” (Hume, 1990: 77. El subrayado es mío y señala un principio de selección natural, ¡casi 90 años antes de Darwin!).

6 Stephen Jay Gould asumió recientemente la tarea descomunal de presentar en un solo libro el desarrollo intelectual que rodea la teoría de Darwin, esto es la historia de la ciencia biológica desde finales del siglo XVIII, con Goethe y Lamarck hasta nuestros días pasando por las dificultades previas a los hallazgos de la genética de Mendel y los esfuerzos de la llamada síntesis teórica de la biología en la primera mitad del siglo XX, terminando con las teorías más recientes. En ese monumental esfuerzo, una de las tesis de Gould es la sostener que los tres soportes fundamentales del darwinismo se encuentran bajo estricto escrutinio con los avances contemporáneos. Se trata, en primer lugar, de la restricción del poder de la selección al nivel del organismo. En segundo lugar, la validación de la selección como el único mecanismo del cambio evolutivo manifestado por medio de la adaptación. En tercer lugar, el supuesto de la uniformidad geológica en cuanto ámbito adecuado para el lento desarrollo de los procesos de evolución. Gould utiliza la metáfora de un trípode y sostiene que para una versión actualizada del darwinismo es necesario hacer las siguientes consideraciones. “For the first leg, and most importantly, the hierarchical theory of multilevel selection retains Darwin´s emphasis on the centrality of selection as a mechanism, but rejects the notion that the organismal level must hold nearly exclusive away as a causal locus of change... On the second leg, modern ideas of constraint and channeling deny the crucial isotropy of variation, so necessarily for the logic of selection as the primary directional force in evolution, and therefore envision important roles for structural and internal causes as patterning agents of evolutionary change. These internal channels work with selection as conduits for its impetus –that is, as auxiliary (not alternative) forces to natural selection. For the third leg, current notions of mass extinction do not challenge the Darwinian mechanism of selection per se, but suggest that any full explanation of macroevolutionary pattern must integrate the accumulated Darwinian effects of normal timers with the profound restructurings of diversity that occur in environmental episodes too rapid or too intense for adaptative response by many species and clades.” (Gould, 2002: 590)

7 Para más detalles de esta anécdota, véase Dennett, 1995: 66-67.

8 Como hombre de ciencia, Darwin siempre deja abierta la opción de estar equivocado. “Si se pudiera mostrar queexiste algún órgano complejo cuya formación no se pueda explicar como consecuencia de una serie no interrumpidade incontables modificaciones imperceptibles, entonces se derrumbaría completamente toda la teoría.” (Darwin,1872: 135). A pesar de las dificultades para explicar a cabalidad ciertos procesos biológicos, hasta la fecha no seha podido identificar una instancia de falsación adecuada de la teoría de la selección.

9 Sobre la razón de Dawkins para cambiar la denominación del gen eyeless por ey, usada en el resto del texto citado, véase (Dawkins, 1998: 212).

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