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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.64 Medellìn jul./dic. 2013

 

CASAS, FANTASMAS, VIENTOS, CULPAS... RELACIONES INTERTEXTUALES ENTRE THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES DE HAWTHORNE Y CIEN AÑOS DE SOLEDAD DE GARCÍA MÁRQUEZ*

HOUSES, GHOSTS, WINDS AND GUILTS... INTERTEXTUAL RELATIONSHIPS BETWEEN HAWTHORNE'S THE HOUSE OF THE SEVEN GABLES AND GARCÍA MÁRQUEZ'S CIEN AÑOS DE SOLEDAD

 

Manuel Cabello Pino

Universidad de Huelva, España, manuel.cabello@dfesp.uhu.es.

Recibido: 18/03/2013 - Aceptado: 30/05/2013


 

Resumen

Nuestro objetivo en este artículo es mostrar cómo la lectura temprana que García Márquez hizo de la novela de Hawthorne tuvo un impacto tan grande sobre él que le influiría muchos años más tarde en su obra maestra, en el tratamiento literario de aspectos tales como la casa, la culpa, el viento o las sagas familiares.

Palabras clave: García Márquez, Hawthorne, casa, culpa, viento.


 

Abstract

Our aim in this article is to show how the early lecture that García Márquez did of Hawthorne's novel had such a great impact in him that would influence many years later in his great masterpiece in the literary treatment of aspects such as the house, the guilt, the wind or the family sagas.

Keywords: García Márquez, Hawthorne, House, Guilt, Wind.


 

1. Introducción

Es bien sabido que cuando Gabriel García Márquez entró a formar parte del grupo de Barranquilla, sus compañeros (Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, etc.) lo introdujeron en la lectura de los narradores anglosajones de la primera mitad del siglo XX (Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Virginia Woolf...) que, como se ha repetido hasta la saciedad, a partir de entonces se convirtieron en la piedra de toque de su formación como escritor. Sin embargo, apenas se ha prestado atención al periodo inmediatamente anterior a su llegada a Barranquilla. Y es que, si bien es cierto que en Barranquilla García Márquez completó su formación como escritor con la lectura de los autores anteriormente mencionados, no es menos cierto que ya en Cartagena había recibido el escritor colombiano una intensa formación literaria con la ayuda de sus amigos Gustavo Ibarra Merlano y Héctor Rojas Herazo. Estos le introdujeron en la lectura y el estudio de numerosos autores desde Sófocles a Kierkegaard. Entre ellos destacaban tres narradores norteamericanos del siglo XVIII, tres autores a los que el propio García Márquez describió en alguna ocasión como «tres tipos clave» (García Márquez, 2002: 93). Estos son: Edgar Allan Poe, Herman Melville y, sobre todo, Nathaniel Hawthorne. Precisamente por eso resulta más llamativo que haya pasado prácticamente desapercibida para los críticos la importante huella dejada en la obra de García Márquez por este último, un escritor al que apenas se le suele asociar.

A continuación vamos a tratar de subsanar esta laguna crítica, empezando por determinar por qué se sintió atraído García Márquez por el narrador norteamericano.

Nathaniel Hawthorne causó en el joven García Márquez un gran impacto, pero curiosamente no por su novela más conocida, The Scarlet Letter, sino por otra menos popular pero que, tal como ha asegurado Ibarra Merlano (Eligio García Márquez, 2002: 93), impresionó enormemente al escritor colombiano: The House of the Seven Gables. El propio García Márquez contó en su biografía, refiriéndose a Ibarra Merlano, que «me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida» (García Márquez, 2002: 407).

Si se leen con atención los artículos periodísticos que el joven García Márquez escribía en aquella época,1 se puede comprobar esa enorme impresión que la obra le causó por la cantidad de referencias que hace en dichos artículos a Hawthorne y, más concretamente, a The House of the Seven Gables. Así, por ejemplo, aparte de referencias pasajeras en notas de mayo de 1950 en El Heraldo de Barranquilla (Gilard, 1991: 233) o junio del mismo año en el mismo periódico (Gilard, 1991: 258), en una nota de octubre de 1949 para El Universal de Cartagena dice: «Conmovedora condición humana fue el sentimiento de culpa de Hawthorne patente en La casa de los siete tejados, y convertido en discurso filosófico en La letra escarlata» (Gilard, 1991: 97).

Pero es que, además, esa influencia se dejó sentir desde el primer momento en los escritos del joven periodista hasta tal punto que, tal como han señalado algunos críticos avezados como el propio hermano del autor, Eligio García Márquez, dos textos narrativos publicados por García Márquez en 1950 en su columna del periódico El Heraldo, titulados «El huésped» y «El desconocido» (Gilard, 219-22), tienen, sobre todo el primero, un vínculo directo con La casa de los siete tejados de Hawthorne. Según Eligio García (2003: 203), «"El huésped" parece inspirado, casi calcado, del capítulo siete de esta novela, donde un hombre, Clifford, que es esperado ansiosamente por dos mujeres, Hepzibah y su sobrina Phoebe, llega por fin a la casa familiar. Más aún: el capítulo en referencia se titula, al igual que en "La jirafa" de García Márquez, "El huésped"».

Y no solo influyó Hawthorne en su obra periodística, sino que lo hizo además en sus cuentos y novelas, como por ejemplo, en el cuento «Un día después del sábado». El propio García Márquez ha contado en su autobiografía cómo para la elaboración de ese cuento utilizó:

Retazos de La casa, parodias del Faulkner truculento de Luz de agosto, de las lluvias de pájaros muertos de Nathaniel Hawthorne [...] Fui dejándolos fluir a su antojo en mi oficina estéril, donde no quedaba más que el escritorio descascarado y la máquina de escribir con el último aliento, hasta llegar de un solo tirón al título final: "Un día después del sábado". (García Márquez, 2002: 504)

Por lo tanto, queda claro que, a pesar de no haber sido muy estudiada,2 la referencia de Nathaniel Hawthorne fue muy importante para García Márquez ya desde sus primeros años como escritor, aquellos en los que estaba aprendiendo el oficio, aquellos en los que aún estaba asimilando las técnicas de los grandes narradores para, posteriormente, hacerlas suyas y aplicarlas a su particular mundo de ficción. A continuación, veremos qué es lo que García Márquez aprendió de The House of the Seven Gables para aplicarlo a su novela más popular, Cien años de soledad. Pero, antes, recordemos brevemente el argumento de la novela de Hawthorne que hoy en día ha quedado un poco olvidada.

The House of the Seven Gables, escrita por Hawthorne en 1851, un año después de su exitosa The Scarlet Letter, es la historia de un pecado y de la culpa que este produce en sucesivas generaciones de una misma familia a lo largo de casi un siglo y medio. Ese pecado de sangre viene motivado por el intento de usurpación por parte del viejo Coronel Pyncheon de un terreno sobre el cual Mathew Maule había construido su cabaña. Para conseguir la posesión de dicho terreno el coronel acusa a Maule de brujería y consigue que sea condenado y ejecutado por ese delito. Pero, justo antes de morir, Mathew Maule desde el cadalso pronuncia una profecía dirigida al Coronel: «-¡Dios, Dios le dará a beber sangre!» (Hawthorne, 1983: 59).

El Coronel pasa a ser el poseedor de ese terreno sobre el que decide edificar la casa de los siete tejados, trabajo del que se hace cargo el propio hijo de Maule, Thomas Maule. Pero el día de la inauguración de la casa el coronel aparece muerto, a causa de una apoplejía según diagnostican los médicos, ahogado en su propia sangre, tal como constatan todos los invitados a la fiesta. A partir de entonces la profecía del viejo Maule se convierte en una maldición que perseguirá a todos los Pyncheon propietarios de la casa a lo largo de varias generaciones hasta el momento en el que tiene lugar la acción, casi un siglo y medio más tarde.

Es entonces cuando nos encontramos a Hepzibah, su hermano Clifford y su virginal sobrina Phoebe, habitando todos en la casa junto a un único inquilino, un joven llamado Holgrave. Todos ellos son además acosados por el dueño real de la casa, su primo el juez Pyncheon. A lo largo de la novela vamos siendo informados de cómo durante esos años los Pyncheon han sufrido una paulatina decadencia, provocada por una serie de pugnas violentas con los Maules y entre ellos mismos por la posesión de la casa. Solo cuando Pyncheons y Maules se reconcilien y decidan abandonar para siempre la casa de los siete tejados terminará para siempre la maldición del viejo Maule.

En este estudio lo que nos proponemos hacer es tratar de determinar cómo se relaciona la novela de Hawthorne con la obra posterior de García Márquez, para lo cual nos centraremos en la que, sin duda, es de todas las novelas del escritor colombiano la que guarda una relación intertextual más intensa con The House of the Seven Gables, que no es otra que Cien años de soledad. Para ello, a continuación llevaremos a cabo un estudio comparativo entre estas dos novelas, centrándonos en los principales puntos de contacto entre ambas, empezando por el uso de la casa, no solo como un escenario más, sino como un auténtico elemento protagonista de la trama.

 

2. La casa

Ya en el resumen anterior quedaba claro que en The House of the Seven Gables la casa no es solo el escenario principal de la novela sino que se convierte en un personaje con vida propia, casi podríamos asegurar que la casa se erige en el personaje principal. No en vano es ella la que da título a la obra y Hawthorne construye toda su novela (o romance, tal como él prefiere llamarla) en torno a la casa. Tal y como señala Montes (1983: 13) «el lugar es simbólico y la casa es simbólica en una Nueva Inglaterra que se da como real». Este es, sin lugar a dudas, uno de los aspectos de la novela de Hawthorne que más debió interesar al joven García Márquez cuando la leyó por primera vez allá por 1948. Y es que el narrador colombiano siempre ha estado muy marcado por su infancia, que transcurrió en la gran casa de sus abuelos en su Aracataca natal,3 hasta tal punto que llegó a confesar a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza (1994: 19) que:

Mi recuerdo más vivo y constante no es el de las personas sino el de la casa misma de Aracataca donde vivía con mis abuelos. Es un sueño recurrente que todavía persiste. Más aún: todos los días de mi vida despierto con la impresión, falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa. No que he vuelto a ella, sino que estoy allí, sin edad y sin ningún motivo especial como si nunca hubiera salido de esa casa vieja y enorme.

De hecho, la primera novela que intentó escribir y que comenzó con apenas dieciocho años llevaba por título La casa porque, como ha asegurado en más de una ocasión el propio escritor colombiano, tenía la intención de que toda la historia transcurriese dentro de la casa protagonista.4 Así, en cierta ocasión, refiriéndose al proyecto inicial de La casa dijo:

Yo me daba cuenta de que tenía que ser la historia de una familia contada en el tiempo en que duró esa casa. Fue esa la primera casa que construyeron, a su alrededor se fue formando y desarrollando un pueblo. Todo lo que allí ocurrió durante el tiempo que existió iba a ser la novela. Y todo lo que sucedía en esa casa era un reflejo de lo que estaba sucediendo en el pueblo. Entonces lo que yo quería era contar la vida de toda una comunidad (García Márquez , 2003: 192).

Posteriormente, García Márquez fue aún más explícito cuando explicó que:

En los años inmediatamente anteriores al 50 yo estaba escribiendo una novela que llamé «La casa». Se trata en ella de hacer algo así como una historia, diríamos biográfica, de una casa a través de las generaciones que en ella habitaron, porque es claro que la casa sola, sin moradores, no era tema para desarrollar. Sin embargo, en esa novela inicial, quería que la casa fuera el personaje principal, y los habitantes de ella algo así como los «motores», los que infundían acción a la obra en la que se narraba la vida de aquella casa (García Márquez, 203: 210).

Esta primera novela que no llegó a concretarse, pero de la que llegaron a publicarse tres fragmentos en los periódicos en los que trabajaba en aquel entonces (Crónica y El Heraldo), con los títulos de La casa de los Buendía, La hija del coronel y El hijo del coronel, constituye el germen del que surgiría dieciocho años más tarde Cien años de soledad. Precisamente por esta razón resulta muy revelador el hecho de que García Márquez iniciara aquella primera novela bajo el influjo de The House of the Seven Gables, según Eligio García (2002: 183) «uno de sus primeros modelos o ejemplos literarios del manejo de una mansión o casa en decadencia a través de los siglos y las generaciones». Porque, aunque La casa evolucionara mucho hasta llegar a convertirse en Cien años de soledad, ese interés de García Márquez por el tema de la gran mansión en decadencia persistió a lo largo de los años y sigue estando presente en su obra maestra, por lo que todo lo que él aprendió de Hawthorne sobre el manejo literario de la casa sigue estando presente en Cien años de soledad.

Así García Márquez, al igual que hace Hawthorne, convierte la casa de los Buendía, no solo en el escenario principal, sino en el auténtico eje central en torno al cual se vertebra la novela. A la vez que el autor nos va narrando los avatares de los miembros de la familia Buendía, nos va contando de modo paralelo cómo va evolucionando la casa, casi como si se tratase de un personaje más. De este modo las alusiones a dicha casa se repiten una y otra vez: se nos cuenta cómo fue la primera ampliación de la casa que emprendió Úrsula (García Márquez, 2004: 69), hasta conseguir "no solo la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga" (García Márquez, 2004: 70). Luego se nos dice que «la casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile» (García Márquez, 2004: 74), que «la casa se llenó de amor» (García Márquez, 2004: 81), que «[...] la casa había perdido la paz de otros días» (García Márquez, 2004: 83), que «[...]la casa pareció enorme y vacía» (García Márquez, 2004: 90), que «Remedios había llevado a la casa un soplo de alegría» (García Márquez, 2004: 104). Y así durante toda la novela siguen las constantes alusiones a «la casa».5

Aun así, la casa no es el escenario único de Cien años de soledad, ya que, con la madurez, García Márquez había abandonado el proyecto de juventud de que toda la novela ocurriera en la casa. De hecho, muchos de los personajes abandonan la casa familiar en múltiples ocasiones para viajar a otros lugares, como es el caso del Coronel Aureliano Buendía y sus treinta y dos levantamientos armados, o para trasladarse a vivir a otras casas, como en el caso de Aureliano Segundo cuando se traslada a vivir a casa de su concubina Petra Cotes. Sin embargo, no es solo que todos los personajes de la novela y todos esos otros escenarios están siempre condicionados por la casa de los Buendía, sino que, además, todos los acontecimientos de la vida del pueblo son siempre contemplados desde la casa de los Buendía. Lo ha explicado muy bien García Ramos (1989: 43):

En Cien años de soledad García Márquez persigue la creación de dos espacios: Macondo, por una parte; la casa de los Buendía, por otra. Pero el primero se nutre del segundo. La casa de los Buendía posibilita, en esencia, la génesis de Macondo, así como José Arcadio Buendía hace posible el mismo descubrimiento de esa localidad. Los habitantes de la casa construida por José Arcadio desatan e imponen la vida del pueblo. La residencia de los Buendía genera, desde el primer momento, la vida de la comunidad, la condiciona, la hace posible (José Arcadio Buendía el fundador) y la desmantela (Aureliano Babilonia) [...] El autor de Cien años de soledad no opera desde el exterior al interior, desde Macondo a la vivienda de los Buendía, sino de dentro afuera: desde la casa de Úrsula hacia el pueblo.6

Es exactamente la misma técnica que ya utilizaba Hawthorne en The House of the Seven Gables, donde la casa se convertía en un espacio simbólico, epicentro del pueblo de Salem, que a su vez se convertía en una representación cifrada del mundo. De este modo, tanto la casa de los siete tejados como la de los Buendía se convierten en microcosmos que funcionan como representación de un espacio universal. Son, en definitiva, lo que Borges denominó un punto Aleph, es decir, un punto en el que se hallan contenidos todos los espacios y todos los tiempos.

Otra semejanza entre ambas novelas es que en ambas la casa se construye a partir de un primer pecado y de una muerte violenta. En la novela de Hawthorne, la casa de los siete tejados la construye el juez Pyncheon al quedarse con los terrenos del viejo Maule acusándole falsamente de brujería y consiguiendo que lo ajusticien. En la novela de García Márquez, José Arcadio Buendía construye su casa (fundando así Macondo) tras huir de donde vivía para escapar del fantasma de Prudencio Aguilar, al que había dado muerte.

Sin embargo, una clara diferencia entre la concepción de uno y otro respecto al tema de la casa radica en el hecho de que, mientras la casa que según se cree sirvió de inspiración para Hawthorne fue la de Susannah Ingersoll, una prima de su padre que, tras ser abandonada por un amor de juventud, vivió sola en dicha casa, en el caso de García Márquez la casa que le sirvió de inspiración para Cien años de soledad fue la casa de sus abuelos en Aracataca, una casa superpoblada por una familia numerosa. De ahí que mientras la casa de los Buendía es durante casi toda la novela el centro de la vida de Macondo, la casa de los siete tejados sea claramente un lugar de muerte y decrepitud. Pero también es cierto que a medida que va avanzando la trama de Cien años de soledad, la casa se va despoblando y adquiriendo también ese simbolismo de decadencia de lo que fue un pasado glorioso, de soledad y de muerte. Y es que, como ha señalado Dieter Janik (1992: 123), en la obra de García Márquez «la casa cerrada es símbolo de la muerte», igual que ocurre en la novela de Hawthorne. En este sentido el momento más simbólico es, sin lugar a dudas, cuando, tras la muerte del juez Pyncheon, Clifford y Hepzibah escapan dejando el cadáver en la casa cerrada, donde distintas personas llaman a la puerta y, al no recibir respuesta, lo perciben como un síntoma de alguna desgracia, alguna muerte.

 

3. Apariciones de fantasmas y espíritus

Tal y como dijimos antes, tanto en la casa de los siete tejados como en la de los Buendía se hallan contenidos todos los espacios y todos los tiempos. Esto incluye hasta el mundo de los muertos. Y es que en ambas casas la presencia de lo sobrenatural es una constante. Las apariciones de fantasmas son descritas con total naturalidad, como parte de la vida cotidiana de ambas casas. Desde luego, no cabe duda de que la presencia de fantasmas en la casa de los Pyncheon debió ser uno de los aspectos de la novela que más impresionaron a García Márquez cuando la leyó, despertando probablemente recuerdos de su infancia. Como cuenta Dasso Saldívar en su biografía del escritor colombiano, su infancia transcurrió en una «casa tomada» en la que casi la mitad de los cuartos estaba dedicada a la memoria de los familiares muertos, muertos con los que su abuela trataba de asustar al pequeño Gabito para que este permaneciese quieto:

Lo sentaba en una silla y le decía: «No te muevas de aquí, porque si te mueves va a venir la tía Petra, que está en su cuarto, o el tío Lázaro, que está en el suyo». Gabito se quedaba inmóvil, respirando al compás de los espíritus endémicos, del jazminero y los grillos del patio, hasta que lo llevaban a la cama, en el cuarto de los santos, donde continuaba la pesadilla, pues en sus sueños se ampliaba y profundizaba el mundo fantasmagórico de la abuela, de tal manera que su zozobra no concluía hasta el amanecer, cuando el canto de los gallos y los primeros brotes del alba entraban en las rendijas y derrotaban a los fantasmas de la abuela (Saldívar, 1997: 16).

Aunque, desde luego, el testimonio más revelador de hasta qué punto esa «convivencia natural» con los muertos afectó a García Márquez como persona es el suyo propio. En palabras del novelista colombiano:

Nunca pude superar el miedo de estar solo, y mucho menos en la oscuridad, pero me parece que tenía un origen concreto, y es que en la noche se materializaban las fantasías y los presagios de la abuela. Todavía a los setenta años he vislumbrado en sueños el ardor de los jazmines en el corredor y el fantasma de los dormitorios sombríos, y siempre con el sentimiento que me estropeó la niñez: el pavor de la noche. Muchas veces he presentido, en mis insomnios del mundo entero, que yo también arrastro la condena de aquella casa mítica en un mundo feliz donde moríamos cada noche (García Márquez, 2002: 102).

Pero, además, ese miedo a los espíritus que le quedó de su paso infantil por la casa de los abuelos le dejó sin duda una atracción especial por el tema literario de los fantasmas. No en vano, si se leen los artículos de prensa que el joven García Márquez escribía por la época en que leyó por primera vez la novela de Hawthorne, se nota claramente que las apariciones de fantasmas debieron ser uno de los aspectos de The House of the Seven Gables que más impresionaran a García Márquez, porque por aquella época el tema de los fantasmas parece ser uno de sus favoritos, ya que dedica a él varias notas de prensa.7

En The House of the Seven Gables hay varios momentos en los que se describen apariciones de fantasmas como, por ejemplo, cuando se dice en referencia a Alice Pyncheon que «[...] aún rondaba por la casa de los Siete Tejados, y a menudo -especialmente cuando uno de los Pyncheon estaba a punto de morir- se la oía tocar tristemente en su clavicordio» (Hawthorne, 1983: 123). O cuando se cuenta que:

Se sabía que el viejo Matthew Maule salía del sepulcro tan fácilmente como un hombre vivo salta de la cama, y se le veía con tanta frecuencia a medianoche como a mediodía igual que si estuviera vivo. Aquel brujo pestilente, que no había escarmentado con su castigo, adquirió la costumbre de rondar por cierta casa llamada de los Siete Tejados, contra cuyo dueño pretendía tener un agravio.

El fantasma insistía en que él era el propietario del terreno en el cual se levantaba la casa. Reclamaba que se le pagara la renta del terreno o se le diera la casa, pues de lo contrario él, el fantasma, metería mano en los asuntos de los Pyncheon y haría que todo les saliera mal (Hawthorne, 1983: 208).

Y, lo que es más, hasta algunos de los últimos habitantes de la casa, como Clifford y Hepzibah, se sienten como fantasmas, tal como expresa este último cuando exclama:

«-¡No puede ser, Hepzibah! ¡Es demasiado tarde!-murmuró Clifford con profunda tristeza-. Somos como fantasmas. No tenemos derecho a estar entre los hombres... no tenemos derecho a estar en ninguna parte, excepto en esta maldita casa, que nos vemos condenados a habitar. Y además -continuó- no sería oportuno... Me asusta que yo pueda resultar desagradable a mis semejantes, y que al verme los niños se peguen a las faldas de sus madres» (Hawthorne, 1983: 191).

Aunque, sin lugar a dudas, el pasaje más impactante de la novela de Hawthorne desde el punto de vista de la aparición de fantasmas es aquel que tiene lugar en el capítulo intitulado «El gobernador Pyncheon», en el que el cadáver del primo Jaffrey permanece un día entero solo en la casa de los siete tejados.

En esta escena asistimos a un auténtico desfile de espíritus pertenecientes a diversas generaciones de la familia Pyncheon. A continuación reproducimos la parte más significativa de este pasaje, si bien la fantasmal escena es bastante más extensa:

Primero llega el propio fundador de la estirpe, con su casaca negra, su sombrero cónico y su cinturón de cuero, del cual cuelga la espada con puño de hierro. Lleva en la mano un bastón, tanto por la dignidad peculiar del objeto como por la ayuda que le presta. Mira el retrato. ¡Un ser sin substancia contemplando su imagen pintada! Todo está en orden. Su retrato se halla en el lugar debido. Sus deseos siguen siendo respetados mucho después de que su cadáver se haya podrido en el sepulcro. ¡Mirad! Levanta la mano y toca el marco del retrato. Bien... ¿Sonríe? ¿O es un ceño mortal que ensombrece aún más sus facciones? El obeso coronel no está satisfecho. Una mirada de enfado se dibuja en su semblante que la luna ilumina con sus rayos. Al pasar, algo ha molestado al viejo antepasado. Se marcha, enojado, meneando la cabeza. Y ahora entran otros Pyncheon, la tribu entera, media docena de generaciones, empujándose, abriéndose paso a codazos para llegar hasta el retrato. Vemos a ancianos y a damas, a un clérigo de rígido porte puritano y a un oficial con casaca roja. Aquí viene el Pyncheon que hace un siglo abrió la tienda, con los vuelos de los puños doblados hacia arriba. Le sigue el caballero del cuento de Holgrave, con peluca y cubierto de brocados, con la hermosa y pensativa Alice, que ha dejado su orgullo en su tumba de virgen.

Todos tocan el marco del cuadro. ¿Qué busca esta gente fantasmal? ¡Hasta una madre levanta a su hijito, para que sus manitas lo toquen! Evidentemente envuelve al cuadro un misterio que deja perplejos a esos pobres Pyncheon que deberían estar descansando en sus sepulcros (Hawthorne, 1983: 279-280).

También en Cien años de soledad las apariciones de fantasmas y espíritus comienzan ya casi desde el comienzo de la historia, desde que José Arcadio Buendía mata a Prudencio Aguilar:

Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una expresión, muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. "Los muertos no salen", dijo. "Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia." Dos noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión triste.

-Vete al carajo -le gritó José Arcadio Buendía-. Cuantas veces regreses volveré a matarte.

Prudencio Aguilar no se fue ni José Arcadio Buendía se atrevió a arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa buscando el agua para mojar su tapón de esparto. "Debe estar sufriendo mucho", le decía a Úrsula. "Se ve que está muy solo." Ella estaba tan conmovida que la próxima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió lo que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José Arcadio Buendía no pudo resistir más.

-Está bien, Prudencio -le dijo-. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo (García Márquez, 2004: 33-34).

Desde este mismo momento, los Buendía se acostumbran a vivir con la presencia de fantasmas y espíritus, tal y como hacían los Pyncheon en The House of the Seven Gables. Y, al igual que ocurre en la novela de Hawthorne, las apariciones siempre tienen lugar en la casa protagonista, que poco a poco se va llenando, se va poblando de presencias fantasmales a la vez que se va produciendo «la reducción de los habitantes de la casa» (García Márquez, 2004: 393). Primero es el espíritu del propio Prudencio Aguilar el que llega a la casa de los Buendía en Macondo buscando la compañía de su propio asesino, José Arcadio Buendía (García Márquez, 2004: 93-94). Más tarde es el propio José Arcadio Buendía quien, tras su muerte, se convierte en un espectro que permanece siempre bajo el castaño de la casa (García Márquez, 2004: 201 y 251). Después, es el gitano Melquíades quien comienza a aparecérsele a Aureliano Segundo (García Márquez, 2004: 208-209) y se convierte en otra presencia habitual de la casa. Hasta que ya casi al final de la novela, en el penúltimo capítulo, se nos dice que un albañil le contó a Amaranta Úrsula «que la casa estaba poblada de aparecidos» (García Márquez, 2004: 414), y poco más adelante se nos dice también que Gabriel, el amigo de Aureliano, «se pasaba las noches en vela, perturbado por el trasiego de los muertos que andaban hasta el amanecer por los dormitorios» (García Márquez, 2004: 428). Pero, probablemente, el pasaje de Cien años de soledad que más directamente recuerde a la escena del desfile de los espíritus de los miembros de la familia Pyncheon en la novela de Hawthorne lo encontramos casi al final de la novela, cuando se nos informa, en referencia a los amantes Aureliano y Amaranta Úrsula, que:

Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando con las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad quimérica de los grandes inventos, y a Fernanda rezando, y al coronel Aureliano Buendía embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando de soledad en el aturdimiento de las parrandas, y entonces aprendieron que las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos, mucho después de que otras especies de animales futuros les arrebataran a los insectos el paraíso de miseria que los insectos estaban acabando de arrebatarles a los hombres (García Márquez, 2004: 450).

Y es que esa idea de que «las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte» bien pudiera haberla tomado García Márquez de la novela de Hawthorne, ya que es exactamente lo que le sucede a los espíritus de los Pyncheon en el pasaje que citamos anteriormente que tiene lugar en el capítulo «El gobernador Pyncheon» (Hawthorne, 1983: 279-281). Si en la casa de los Buendía cada uno de sus miembros tenía una obsesión dominante distinta: Úrsula, pelear con las leyes de la creación para preservar la estirpe; José Arcadio Buendía, buscar la verdad quimérica de los grandes inventos; Fernanda, rezar, etc., en la de los Pyncheon todos y cada uno de los miembros de la familia que han ido muriendo tenían una misma obsesión: hacerse con la posesión de los terrenos del este que Maule poseía. Como los papeles que atestiguan la propiedad sobre dichos terrenos habían sido ocultados tras el cuadro, todos y cada uno de los espíritus van y tocan el cuadro, porque haciéndose con los papeles que están detrás del cuadro se harían con la posesión de dichos terrenos. Y como esa era su obsesión dominante harán eso una y otra vez, eternamente, hasta que algún miembro de la familia los descubra finalmente.

 

4. El viento como símbolo de destrucción y muerte

Si se leen atentamente ambas novelas no cabe la menor duda de que el viento se presenta como un símbolo de muerte y destrucción, tanto en Cien años de soledad como en The House of the Seven Gables. En la novela de Hawthorne el viento está presente de manera repetitiva en cada una de las muertes de los miembros de la familia Pyncheon. Para empezar, el viento hace su aparición por primera vez en la muerte del propio coronel Pyncheon, en la que, según se nos cuenta, en el momento de encontrar el cadáver el subgobernador:

Empujó la puerta, que cedió bajo su mano y se abrió de súbito por efecto de una ráfaga de viento que pasó como un suspiro por todas las estancias de la casa nueva, haciendo crujir los vestidos de seda de las damas, temblar los rizos de las pelucas de los caballeros y ondear los cortinajes de las ventanas (Hawthorne, 1983: 65).

Posteriormente, el viento también aparece explícitamente en la muerte de la joven Alice Pyncheon. De hecho, la noche en que esta comienza a mostrar la debilidad que la conduce finalmente a la muerte se dice que «era una noche inclemente. El viento del sureste lanzaba la nieve y la lluvia contra el pecho de la muchacha, cuyos chapines de raso se mojaron y cubrieron de barro. Al otro día, tuvo que quedarse en cama. Luego apareció una tosecilla» (Hawthorne, 1983: 224). Por último, tras la muerte del juez Pyncheon cuenta el narrador cómo:

El viento sopla con más fuerza. No tiene el tono triste y quejumbroso que durante cinco días torturó la vida de los mortales. Ha cambiado; ahora viene ruidosamente del noroeste, y, apoderándose del viejo armazón de la casa de los Siete Tejados, lo sacude como un luchador que midiera sus fuerzas con un adversario. Sopla con furia. La casa cruje, vocifera ininteligiblemente por la garganta de la chimenea, quejándose por la rudeza del viento, expresando una desconfianza basada en siglo y medio de intimidad con los huracanes. El viento ruge en el hogar. Una puerta se cierra estrepitosamente en el piso superior. Una ventana se ha quedado abierta o la ha abierto una ráfaga de viento. No es posible imaginarse qué maravillosos instrumentos de viento son en estos casos estas viejas casas de madera: resuenan con los más extraños ruidos, que cantan, suspiran, chillan y sollozan, mientras se oye un sordo martilleo en alguna estancia lejana y en las escaleras se levanta un misterioso frufrú de seda...

Basta, para todo ello, que el vendaval encuentre una ventana entreabierta. ¡Ojalá no nos encontremos aquí! Es horrible ese clamor del viento en la casa solitaria, esa quietud del juez, sentado, invisible, en el sillón de roble, y ese pertinaz tic-tac de su reloj (Hawthorne, 1983: 277-278).

En el caso de Cien años de soledad, el simbolismo del viento como señal de muerte apenas está presente a lo largo del desarrollo de la novela. Pero, a pesar de ello, es aún más notorio que en la novela de Hawthorne, ya que hace su aparición durante el famoso final de la novela que todo el mundo conoce. Cuando el último Aureliano está finalmente leyendo los pergaminos de Melquíades que cuentan la historia de toda la familia, se nos dice que:

En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser [...]. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos [...]. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos [...]. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra (García Márquez, 2004: 455-456).

Para García Márquez, al igual que para Hawthorne, el viento es también claramente un símbolo de muerte. Pero en su caso ese símbolo de muerte tiene unas connotaciones mucho más radicales incluso que en Hawthorne. Y es que en el novelista norteamericano el viento está presente en cada una de las muertes individuales de los miembros de la familia Pyncheon que sucumben a la maldición y que, por lo tanto, son en mayor o menor medida culpables. Con lo cual el viento es símbolo de muerte pero, tal vez, de una muerte que hace justicia a los miembros de la familia Pyncheon que son culpables (los que tienen aspiraciones de poseer la casa). Una muerte hasta cierto punto considerada como necesaria por el lector. En cambio, en Cien años de soledad, el viento aparece como símbolo de muerte solo al final de la novela, pero ese viento supone no solo la muerte de un individuo, sino la destrucción primero de toda una familia, los Buendía, y en última instancia de todo un pueblo, Macondo. Por lo tanto, el viento pierde ese componente de justiciero, ya que nadie se salva, ni los culpables (los que han cometido incesto) ni los inocentes (como el último Aureliano). El viento final arrasa con todo y, al contrario que sucede con los Pyncheon, no concede a la estirpe condenada una segunda oportunidad para vivir en paz.

 

5. Las sagas familiares con características hereditarias

En The House of the Seven Gables ambos «fundadores» de la saga familiar, Mathew Maule y el Coronel Pyncheon, tienen en común el perpetuar en su descendencia sus propias características personales. Según Catalina Montes (1983: 18-19):

Si Maule era considerado brujo terrible en su día y como tal sentenciado y ejecutado, su nieto, que siguió el oficio y estatus social de su padre, heredó las características cuestionables de su abuelo; como a un brujo se le tenía y como tal se le consultó, y el último Maule, Holgrave, que tiene como él poderes de hipnotización, comparte su heterodoxia en cuanto a la ley y a la política. Todos ellos mantienen el orgullo que les da la conciencia de la superioridad de su espíritu y sus derechos sobre los Pyncheon.

En cuanto al coronel, avaricioso, sensual y ceñudo, tiene su réplica siglo y medio después en el juez, aunque oculte lo negativo de ese parecido bajo su fingida benignidad. Gervayse, nieto del primer Pyncheon, no comparte algunas de sus características, no se ajusta fielmente a ese primer modelo, perenne en el retrato, pero mantiene la pretensión familiar al dudoso territorio del este.

Los antepasados de las dos familias tienen pues en común el perpetuarse en sus descendientes, aunque con grados diferentes de identificación o evolución.

Así podemos leerlo en la propia novela, ya que el mismo narrador explica en un determinado momento respecto a los Pyncheon que:

Casi en cada generación había algún descendiente dotado de la energía, la agudeza y el sentido práctico que tanto distinguieron al fundador de la casa. A través de esos miembros mejor dotados se podía ver, algo diluido, es cierto, como si el coronel poseyera una intermitente inmortalidad en este mundo (Hawthorne, 1983: 69).

Y posteriormente, cuando Phoebe conoce al gobernador Pyncheon y le recuerda al juez Pyncheon, se dice que:

Un filósofo más profundo que Phoebe habría encontrado algo terrible en esta idea, que implicaba que las debilidades, defectos, tendencias viles y enfermedades morales que llevan al crimen, pasan de generación en generación, por un proceso de transmisión mucho más seguro que el que han establecido las leyes humanas para las riquezas y honores que intentan asegurar a la posteridad (Hawthorne, 1983: 150).

Y la comparación entre ambos Pyncheon se extiende en las páginas siguientes, y se vuelve a hacer hincapié en el parecido entre ambos en otros momentos (Hawthorne, 1983: 242). Lo mismo ocurre con los Maule, como se puede ver claramente cuando, casi al final de la novela, el propio Holgrave dice: «en este largo drama de crimen y expiación yo represento al viejo brujo y soy probablemente tan brujo como él» (Hawthorne, 1983: 312).

En Cien años de soledad esta misma premisa se hace patente ya casi desde el comienzo de la novela, cuando el propio José Arcadio Buendía dice a su mujer Úrsula: «No tienes de qué quejarte. [...] Los hijos heredan las locuras de sus padres» (García Márquez, 2004: 53). Efectivamente, a lo largo de la novela vemos cómo también los varones de la familia Buendía van heredando el carácter de sus antepasados de generación en generación. Pero en la novela de García Márquez, en lugar de encontrarnos con dos tipos de caracteres distintos que van heredando los miembros de dos familias distintas, como ocurre en la novela de Hawthorne, existen dos tipos de carácter radicalmente distintos que se van heredando en el seno de una misma familia. Y, lo que es más, ni siquiera se heredan a través de distintas ramas de la familia, sino que curiosamente vienen aparejados con el nombre. Todos se llaman José Arcadio o Aureliano, y según lleven un nombre u otro, heredan un carácter o el otro: los José Arcadios son altos y fuertes, y están orgullosos de ello, ya que les gusta todo a lo grande, les encanta la desmesura, son además alegres y desenfadados y acaban llevando una vida frívola, son activos, con fuerte determinación, independientes y dictatoriales cuando tienen la ocasión. En cambio, los Aurelianos son bajos y menudos, son además introspectivos, tímidos, solitarios, y les encanta la lectura y, aunque en determinado momento muestran interés en los asuntos públicos, todos acaban por encerrarse para tratar de descifrar los pergaminos de Melquíades.

Además existe otra característica hereditaria de los Buendía que también se hereda a través del nombre. El propio García Márquez lo explicó en su famosa entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza. A la pregunta de Mendoza «[...] creo saber que hay una pista para distinguir a los Aurelianos de los José Arcadios, ¿cuál es?» el novelista colombiano respondió: «Una pista muy fácil: los José Arcadios prolongan la estirpe, pero no los Aurelianos. Con una sola excepción, la de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, probablemente porque siendo gemelos exactamente iguales fueron confundidos en la infancia» (Mendoza, 1994: 97-98).

Pero es que, además, en ambas novelas la repetición en las sucesivas generaciones de esas características hereditarias, entendidas como vicios, provoca la decadencia de ambas casas y de ambas familias. En The House of the Seven Gables la decadencia de la familia comienza a hacerse patente con la muerte de la joven y arrogante Alice Pyncheon, a partir de la cual las posteriores gene raciones de Pyncheons van perdiendo todo el poder de la familia hasta llegar a la época de los pobres Hepzibah y Clifford. De hecho, el narrador dedica el comienzo del Capítulo VI, «La fuente de Maule», a explicar el porqué de este proceso, aunque lo hace recurriendo de manera nada sutil al simbolismo de ciertos elementos de la naturaleza vinculados a la familia Pyncheon. En primer lugar, habla del jardín de la casa y de su decadencia, que se debía a que el suelo se había alimentado con los restos de vegetales podridos y estaba lleno de una enorme cantidad de hierbas y cizaña, en los cuales el narrador encuentra un símbolo de los vicios de la sociedad que se transmitían de generación en generación (Hawthorne, 1983: 125). Y a continuación se sirve del gallinero que hay al fondo del jardín y de sus habitantes para continuar explicando la decadencia de la familia. Según el narrador las cuatro aves que allí vivían:

Eran los cuatro de una raza transmitida hereditariamente en la familia Pyncheon y se decía que sus primeros ejemplares alcanzaron el tamaño de pavos, con carne digna de la mesa de un príncipe. [...]

Sea lo que fuere, las gallinas no eran ahora mayores que palomos, tenían un aire extraño y de vejez, como de cosa marchita, una manera de moverse que hacía pensar en la posibilidad de que sufrieran la gota, y su cloqueo un tono adormecido y melancólico. Era evidente que la raza se hallaba en plena degeneración, como ocurre con otras nobles razas, a consecuencia de una vigilancia demasiado estrecha para mantenerla pura. Aquellos personajes de pluma habían permanecido demasiado tiempo en su altivo aislamiento, de cuyo hecho sus actuales representantes parecían darse cuenta, a juzgar por su lúgubre aspecto. Indiscutiblemente estaban vivos: de vez en cuando ponían un huevo e incubaban un polluelo, no tanto por su placer como para que el mundo no se viera privado de lo que en su tiempo fue admirable raza de aves de corral.

Su rasgo distintivo era una cresta tan mustia, tan singular y extrañamente parecida al turbante de Hepzibah, que Phoebe, con gran turbación de su conciencia, pero sin poderlo evitar, encontró una semejanza general entre esos bípedos y su respetable prima (Hawthorne, 1983: 127).

En Cien años de soledad, esa decadencia de los Buendía, por culpa de sus características hereditarias, es aún más clara, hasta el punto de que en un determinado momento se dice que Úrsula decidió hacerse cargo del hijo de Aureliano Segundo porque quería:

[...] formar al hombre virtuoso que había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba Úrsula, habían determinado la decadencia de su estirpe (García Márquez, 2004: 213).

Y lo vemos de forma todavía mucho más directa ya casi al final del libro, cuando nace el último Buendía, y se nos dice que:

A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor (García Márquez, 2004: 451).

Por último, otra similitud entre ambas novelas, relacionada con este tema, está en la actitud ante la vida que toman los hombres y las mujeres de la familia en ambas novelas, y que también parece una herencia familiar. En ambos casos, los hombres acaban por permanecer indolentes ante todo, se enclaustran en la casa y se dedican a actividades no lucrativas, mientras que son las mujeres las que mantienen la economía doméstica desde el principio hasta el final. En Cien años de soledad son Úrsula, con su fábrica de animalitos de caramelo que luego continúa Santa Sofía de la Piedad, luego Petra Cotes, con las rifas, y, por último, hacia el final de la novela, es Amaranta Úrsula quien tiene que luchar en vano contra la decadencia y la ruina general de la casa. Del mismo modo, en The House of the Seven Gables son Hepzibah y su sobrina Phoebe, con su tienda, las que sostienen la economía familiar, mientras Clifford se limita a admirar la belleza de las cosas. Por lo tanto, la concepción del papel de hombres y mujeres en el mundo es coincidente en ambos autores.

 

6. La culpa como herencia que se perpetúa a través del tiempo. Las maldiciones familiares

Si se repasan las biografías de los dos novelistas que estamos tratando resulta cuando menos significativo que ambos autores tuvieran en común un aspecto relacionado con su percepción de sus ancestros, y que en ambos casos esa percepción, esa sensibilidad, haya condicionado sus respectivas obras. Y es que, tanto Nathaniel Hawthorne como Gabriel García Márquez heredaron de sus antepasados un sentimiento de culpa por los malos actos de estos, por sus pecados. En el caso de Nathaniel Hawthorne, lo ha explicado muy bien Catalina Montes (1983: 9), para la que el autor de Salem:

[...] es heredero consciente, dos siglos después, de ese puritanismo que produjo en su propia familia la sombría grandeza del primer antepasado que llegó a Nueva Inglaterra con su Biblia y su espada, soldado y dirigente religioso, legislador y perseguidor de cuáqueros, y la terrible intolerancia de otro antepasado de la generación siguiente que tomó parte, como juez, en la persecución y ejecución en Salem de los sospechosos de brujería. Nathaniel Hawthorne siente esas persecuciones como una vergüenza y una maldición que pesan sobre su estirpe y, aunque disienta de la ortodoxia calvinista o mantenga respecto a ella una postura ambigua, hereda de sus mayores la preocupación por el mal, por el pecado y las consecuencias del pecado, que hace centro de su obra literaria.

Por su parte, García Márquez tuvo que oír repetido en infinidad de ocasiones desde su más tierna infancia el episodio del duelo en el que su abuelo, el coronel Márquez, mató a un hombre, desagradable suceso que era sentido por toda la familia y especialmente por el propio abuelo como un acto vergonzoso. Así, el autor confesó en su autobiografía que «estos detalles me impresionaban tanto en la niñez que no solo asumí el peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora, mientras lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por la mía» (García Márquez, 2002: 52). De modo que ambos autores acabaron dando una salida literaria a esa vergüenza, a esa culpa ancestral que pesaba sobre su estirpe. Nathaniel Hawthorne a través de la familia Pyncheon en The House of the Seven Gables y García Márquez a través de los Buendía en Cien años de soledad.

Pero no es desde luego casual que ambos autores trataran el mismo tema. Todo lo contrario, este es otro de los aspectos de la novela de Hawthorne que más llamó la atención del joven García Márquez cuando leyó The House of the Seven Gables. No hay más que recordar la nota de octubre de 1949 para El Universal de Cartagena, que citamos al comienzo de este análisis, en la que García Márquez hablaba sobre el sentimiento de culpa en Hawthorne. Efectivamente, en The House of the Seven Gables el propio autor establece en el prefacio a la obra la tesis en forma de moraleja que quiere defender con su novela, que no es otra que «la verdad de que la mala conducta de una generación sobrevive en las generaciones posteriores, desprovista de sus hipotéticas ventajas accidentales, convirtiéndose en un puro e incontrolable perjuicio» (Hawthorne, 1983: 52). La historia que cuenta Hawthorne en su novela es, en definitiva, una historia de pecado y de culpa que perpetúa durante dos siglos las consecuencias de ese primer pecado, de ese primer delito, en las sucesivas generaciones de una familia.

Ese primer pecado que arrastra la familia Pyncheon lo lleva a cabo el fundador de la estirpe, el juez Pyncheon, quien, recordemos, codiciando unos terrenos que pertenecen a Mathew Maule, le acusa falsamente de brujería y consigue que este sea condenado a morir en la horca, con lo que logra quedarse con sus terrenos para edificar la casa de los siete tejados. Pero, antes de morir, Maule desde el cadalso pronuncia una profecía dirigida al Coronel: «-¡Dios, Dios le dará a beber sangre!» (Hawthorne, 1983: 59). A partir de entonces la maldición es repetida en diversas ocasiones a lo largo de la historia. Dicha maldición acompañará a los Pyncheon herederos del juez en diversas generaciones, creándoles en general un sentimiento de culpabilidad y remordimiento por lo que hizo su antepasado, tal como explica el joven Holgrave:

Fíjese usted... bajo esos siete tejados que estamos mirando y que el coronel Pyncheon deseaba que fueran el hogar de sus descendientes, prósperos y felices bajo ese techo, durante un tiempo que abarca parte de tres siglos, ha habido perpetuo remordimiento de conciencia, esperanzas frustradas, disputas entre parientes, miserias, obscuras sospechas, muertes extrañas, desgracias inexplicables. Y todas esas calamidades pueden achacarse al afán del viejo coronel por fundar una familia poderosa. [...]

Más aún: el perpetuador y padre de esas injusticias o fechorías parece haberse perpetuado y todavía pasea por las calles... por lo menos su propia imagen en cuerpo y alma... con el lindo proyecto de transmitir a sus descendientes la misma herencia maldita que él recibió (Hawthorne, 1983: 204-205).

En Cien años de soledad también existe un primer «pecado» que provoca el sentimiento de culpa en los dos primeros miembros de la familia, Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía. Este pecado no es otro que las relaciones sexuales entre miembros de la misma familia. De Úrsula y José Arcadio se nos dice que tenían «un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí» (García Márquez, 2004: 32), y que su familia había tratado de evitar su unión por miedo a que engendraran hijos con cola de cerdo como les había ocurrido a una tía de ella y a un tío de él. Además, tal como ha señalado muy acertadamente Philip Swanson (1991: 58-59), en Cien años de soledad es este pecado lo que lleva indirectamente a la construcción de la casa de los Buendía y a la fundación de Macondo. Y es que, temiendo el castigo mencionado, Úrsula, con la ayuda de una especie de cinturón de castidad artesanal, había impedido a su marido que hiciera el amor con ella. Surgió así el rumor en el pueblo de que Úrsula seguía virgen un año y medio después de casada, y un día, un amigo, Prudencio Aguilar, furioso por haber perdido una pelea de gallos, puso en ridículo a José Arcadio Buendía en público. La defensa de la virilidad de José Arcadio Buendía provocó la muerte del ofensor y generó un fantasma que lo persiguió hasta el punto de que aquel decidió trasladarse para poner distancia con este, y así construyó la primera casa en Macondo.

Como este primer «pecado» se repite a lo largo de la historia de la familia, ya que los Buendía están «condenados» a atraerse sexualmente entre sí (como es el caso de José Arcadio y Rebeca, cuya relación, aunque no sean hermanos de sangre, como dice Pietro Crespi «es contra natura» (García Márquez, 2004: 121), de Aureliano José y su tía Amaranta (García Márquez, 2004: 189) o, ya casi al final del libro, de Aureliano Babilonia y su tía Amaranta Úrsula), el sentimiento de culpa y el temor a engendrar hijos con cola de cerdo que lleva aparejado se convierte también en algo «hereditario». Tal como ha asegurado Ana Pizarro (1992: 198): «este sentido de la culpabilidad encontrará su relación con todo el estigma, el destino negativo y fatal que determinará a la estirpe». Esa culpa hereditaria alcanza su clímax al final de la novela con el nacimiento, por fin, del hijo de Aureliano Babilonia y su tía Amaranta Úrsula, que nace con la anunciada cola de cerdo.

Los paralelismos entre ambas historias son claros: en ambas tenemos un primer pecado, que va aparejado a una profecía o maldición, que provoca un sentimiento de culpa que se va heredando de generación en generación, y, por si fuera poco, en ambas historias ese primer pecado es el causante de una muerte y la causa última de la construcción de la casa familiar.

Pero respecto a este tema de las maldiciones familiares todavía hay en The House of the Seven Gables otra idea que parece corresponderse aún mejor con lo que García Márquez posteriormente mostraría en su novela. En un determinado momento de la novela el narrador explica que:

[...] las supersticiones antiguas, una vez han penetrado en el corazón y se han alojado en el aliento humano, pasando de boca en boca, a lo largo de las generaciones, quedan embebidas con una interminable transmisión, mezclada con hechos familiares, acaban adquiriendo las apariencias de cosas ciertas, que ejercen una influencia muy superior a la sospechada (Hawthorne, 1983: 154).

Y es que, como podemos ver en la novela, tras la profecía lanzada por el viejo Maule y las sucesivas muertes de distintos miembros de la familia Pyncheon, todas de igual forma, atragantados con su propia sangre, la creencia popular da por cierta la maldición. Es la propia gente la que, aprovechando cualquier oportunidad para recordarla, la va perpetuando y metiendo el miedo en el cuerpo de los Pyncheon, hasta el punto de condicionar sus acciones (Hawthorne, 1983: 70). Es decir, es la propia superstición popular la que convierte en maldición de los espíritus lo que probablemente solo fuera una predisposición genética a sufrir apoplejías. Tal como dice el propio Holgrave en un determinado momento de la novela en referencia a la muerte del gobernador Pyncheon:

El modo como ha muerto constituye una idiosincrasia familiar durante generaciones; no ocurre a menudo, pero cuando ocurre, ataca a individuos de la edad del juez, generalmente en alguna crisis espiritual, o quizá en un acceso de ira. La profecía o maldición del viejo Maule se basaba, probablemente, en el conocimiento de esa predisposición física de los Pyncheon (Hawthorne, 1983: 300).

Es exactamente lo que les ocurre a los Buendía con la maldición de los hijos, frutos del incesto, que nacen con cola de cerdo. Desde que al comienzo del segundo capítulo se nos explica que Úrsula y José Arcadio Buendía:

[...] estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio (García Márquez, 2004:31-32),

la maldición del hijo con cola de cerdo está siempre presente en la vida de los Buendía y es transmitida de generación en generación como una verdad incuestionable. Encontramos alusiones a ella en referencia a la relación entre Aureliano José y su tía Amaranta (García Márquez, 2004: 53, 171), en relación a José Arcadio Buendía (García Márquez, 2004: 257, 277), en relación al coronel Aureliano Buendía (García Márquez, 2004: 192, 376, 377 y 406). De modo que lo que probablemente empezara como una mera superstición que relacionaba, sin ningún tipo de base científica, incesto con hijos con cola de cerdo, a fuerza de ser tan repetida, va poco a poco condicionando el comportamiento sexual de los miembros de la familia (que sienten una inclinación natural por el incesto). Esa alteración del comportamiento sexual es capaz de provocar indirectamente muertes como la de Prudencio Aguilar y llega hasta tal punto de que acaba haciendo realidad lo que era una simple superstición con el nacimiento del hijo del penúltimo Aureliano y su tía Amaranta Úrsula:

Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo (García Márquez, 2004: 451)

La diferencia con The House of the Seven Gables está sobre todo en el desenlace de ambas historias. Y es que, en esta última, con la llegada del personaje de Phoebe, culmina la evolución del carácter de los Pyncheon. Ella es una heroína pura y es, por lo tanto, el primer miembro de la familia «despojada de orgullo y de pretensiones de aristocracia capaz de curar de ellos a Pyncheons y Maules» (Montes, 1983: 20). Su unión final con Holgrave, que simboliza la unión de Pyncheons y Maules, implica un final feliz que se asienta en la comprensión, el perdón y el amor como forma de superar el remordimiento y la culpa. Y sobre todo, muy importante, tal como recuerda Spengeman (1977: 173), ese matrimonio final con Holgrave supone la devolución de la casa a su dueño legítimo, el último descendiente de los Maule. De este modo, los protagonistas de la novela de Hawthorne sí que logran superar al final la «maldición» que les perseguía y consiguen rehacer la vida de la casa. En cambio, los Buendía son incapaces de superar su «maldición». Son, en primer lugar, incapaces de evitar la repetición de los caracteres de los varones de la familia y, por lo tanto, son también incapaces de suprimir las tendencias incestuosas para las que están predeterminados y evitar el nacimiento del hijo con cola de cerdo, lo que les avoca a su exterminio. En definitiva, la conclusión de la novela de García Márquez es mucho más pesimista que la de Hawthorne.

 

7. Conclusiones

No cabe la menor duda de que son las lecturas de juventud y primera madurez las que suelen calar más profundo en los escritores, ya que es esta la etapa de la vida de un escritor en la que más se aprende sobre el oficio, y se aprende, sobre todo, leyendo a los grandes escritores. Después de lo expuesto en las páginas precedentes queda claro que The House of the Seven Gables fue una de las lecturas que dejó una huella más profunda en Cien años de soledad. Y es que, en aquella época de juventud, el novelista de Aracataca estaba aún buscando, probando y experimentando técnicas narrativas que aprendía de las obras que le impresionaban e intentando aplicarlas a sus propias creaciones. Cuando escribía La casa, una de las obras bajo cuyo influjo se hallaba, sin duda, era The House of the Seven Gables de Nathaniel Hawthorne, pero aquel primer intento de escribir lo que luego sería Cien años de soledad fracasó, tal y como reconoció el propio autor en su entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza «porque no tenía en aquel momento la experiencia, el aliento ni los recursos técnicos para escribir una obra así» (1994: 95). García Márquez, inexperto aún, tenía que solucionar todavía asuntos tanto de carácter técnico como cuestiones de concepción y contenido.

Pero cuando, años más tarde, un García Márquez mucho más maduro y experto y en plena posesión de todos sus recursos como escritor retomó el viejo proyecto de La casa, bajo el nuevo título de Cien años de soledad, no olvidó todo lo que le había impresionado de la novela de Hawthorne y, como hemos demostrado, el influjo original de The House of the Seven Gables aún se percibe en Cien años de soledad. No cabe duda que uno de los primeros ejemplos del tratamiento literario de una casa se lo dio la novela de Hawthorne, como también es clara y evidente la relación de intertextualidad entre ambas novelas respecto a la temática de las apariciones de fantasmas y espíritus. Aunque tal vez el eco más profundo de Hawthorne se sienta en la creación de una saga familiar con características hereditarias que se repiten y en la concepción de la culpa y el pecado que se perpetúan en las distintas generaciones de esa familia.

En definitiva, Hawthorne, a pesar de haber pasado casi desapercibido para los críticos y estudiosos de García Márquez, tuvo una importancia fundamental en la configuración del tratamiento literario que el novelista colombiano dio a algunos de los aspectos de su novela cumbre por los que posteriormente ha sido más alabada y recordada por crítica y público.

 

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Notas
* Este artículo hace parte de las actividades del grupo de investigación en literatura comparada y crítica textual «Antonio Jacobo del Barco», de la Universidad de Huelva (PAI: HUM-766), España.
1 Recopilados por Gilard (1991).
2 Entre los pocos estudios que vinculan a ambos autores, cabe citar el de McFarland (1992), si bien es cierto que dicho artículo se ocupa a nivel muy superficial de sendos relatos de ambos autores que nada tienen que ver con los que se tratan en nuestro estudio.
3 De hecho, el tema de la casa, su influencia en la obra de García Márquez y el tratamiento que este le ha dado en sus novelas ha sido ampliamente estudiado por los críticos. Destacan en este sentido estudios como el de Detjens (1993) o el de Janik (1992).
4 Primero le comentó a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza «[...] se llamaba La casa, porque pensé que toda la historia debía transcurrir dentro de la casa de los Buendía» (Mendoza, 1994: 95). Posteriormente, en su autobiografía Vivir para contarla explicó también que «El título tenía fundamento en el propósito de que la acción no saliera nunca de la casa» (2002: 420).
5 Véanse también las páginas 109, 111, 128, 143, 169, 177, 190, 194, 199, 202, 203, 206, 242, 255, 281, 298, 306, 369, 371, 381 y 414, entre otras.
6 En este sentido resulta muy revelador que para García Márquez, en sus propias palabras, «más que un hogar, la casa era un pueblo» (García Márquez, 2002: 83). Y es que, para el autor colombiano su casa de infancia era un auténtico microcosmos, un mundo en sí mismo, que condicionaba la vida de todo el pueblo, como ocurre con la casa de los siete tejados y como hace él con la de los Buendía.
7 Véanse El congreso de los fantasmas (Drama en tres actos) (Gilard, 1991: 222-229), Los fantasmas andan en bicicleta (Gilard, 1991: 435-436) o Nuestro futuro fantasma (Gilard, 1991: 520-521).

 

Referencias bibliográficas

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