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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.65 Medellìn Jan./June 2014

 

LA SOLEDAD DEL HÉROE TRÁGICO. MORAL RELIGIOSA Y DECISIÓN ÉTICA EN SÓFOCLES*

THE SOLITUDE OF THE TRAGIC HERO. RELIGIOUS MORAL AND ETHICAL DECISIONS IN SOPHOCLES

 

John Fredy Lenis Castaño

Universidad de Antioquia, Colombia, johnlenisc@gmail.com.

Recibido: 12/09/2013 - Aceptado: 5/12/2013


 

Resumen

La relación entre mandatos divinos y decisiones humanas se plantea como problema fundamental para la ética occidental desde tiempos inmemoriales. En Sófocles, aquella corresponde a un paralelismo que se intersecta cuando la acción humana transgrede la ley divina, sin que a los dioses les competa alguna responsabilidad por las faltas de los hombres. El propósito de este artículo es mostrar cómo Sófocles y su tesis de la soledad de la decisión ética se convierte en uno de los predecesores fundamentales de la tensión entre moral alienante y resistencia individual, poniendo al héroe trágico como símbolo de lo problémico y agonal.

Palabras clave: Sófocles, moral culpabilizadora, dioses griegos, ética, héroe trágico.


 

Abstract

The relationship between divine commandments and human decisions has been a fundamental problem for Western ethics since ancient times. In the tragedies of Sophocles, both components of the relationship interact without causally subjecting each other, as their dynamism corresponds to a parallelism that is intersected when human action transgresses divine law and gods are not responsible for the transgressions of men. This paper aims to show how Sophocles and his thesis on the loneliness of ethical decisions becomes one of the fundamental predecessors to the tension between alienating morality and individual resistance. The tragic hero is depicted as a symbol of the agonistic and problem-related issues both in theory and praxis.

Keywords: Sophocles, Blaming Morality, Greek Gods, Ethics, Tragic Hero.


 

1. Introducción

En la mixtura de tradición y renovación presente en las obras de Sófocles encontramos cabida para categorías religiosas muy marcadas como «mancha, purificar, sanar» (Lasso de la Vega, 1992: 12), lo cual da pie a otros conceptos asociados tales como culpa, ley y perdón. En Sófocles quizá también sea posible encontrar esa mezcla de amargura y sonrisa ante la vida que señala Lasso de la Vega (19): esa hibridación entre «dolor absoluto» y felicidad. Pero si el escenario más propicio para el despliegue y, por tanto, el análisis de la culpabilidad lo constituyen el dolor y el sufrimiento, el reto que se plantea es cómo no banalizarla si se ve en un contexto también compuesto por el guiño sonriente ante las desgracias de la vida. Precisamente, el héroe sofócleo se empieza a revelar contra el héroe esquíleo y su sufrimiento ineluctable en la tensión mundano-familiar y divina que constituye las tragedias tejidas alrededor de este último. «Sófocles no presenta, como Esquilo, grandes sucedidos a lo largo de toda una historia familiar. Lo suyo es el individuo que obra su acción, conlleva su destino y sufre su dolor. De donde se genera un nuevo tipo de tragedia, de composición cerrada, rotunda» (28).

Para el problema de la culpabilidad esta cerrazón de lo trágico en la acción y la vida individual silencia en efecto gran parte de la corresponsabilidad humano-divina tan presente en Esquilo. Y si la culpa se vive ahora como experiencia del individuo, la cadena hereditaria y el peso de las culpas de los antepasados se quiebra para circunscribirla al ámbito estrecho de una subjetividad atormentada que, sin embargo, puede responder con una actitud altiva -más que feliz. Sería importante señalar por ende que la responsabilidad quedaría delimitada a la interacción de daños y castigos, correspondiente, fundamentalmente, a la esfera del sujeto y no a la de un grupo. El sentido tanto de la imputación como de la pena adquiriría entonces una precisión protagónica personal mayor: el agente sí aparece acá como este o aquel, no solo como el paciente, ignorante, muchas veces, de una carga heredada.

Consecuentemente, la relación con los dioses y la resolución de estos como solución final de las tragedias de Esquilo es matizada en Sófocles por la consciencia -también desgraciada, solitaria y altiva- de una exterioridad de lo humano respecto a lo divino, como dice Lasso de la Vega: «su desarraigo de lo divino es un desgarro íntimo, el de poder o no poder el hombre hacer sin el dios, el de no tener en lo divino el hombre el asidero que tuvo y que no se sabe ahora quién lo llenará» (47).

Por eso, insistimos, la culpa es humana; ya no se podrá poner en cuestión -en una cierta actitud de igualación- la responsabilidad de los dioses. Y en esta línea se hace comprensible que tampoco se pueda hallar un final feliz dependiente de estos y mucho menos moralizante o aleccionador como sí ocurría en Esquilo.1 Pero si es cierto que «el espectador no puede preguntarse por culpas y castigos, sino que, y a causa de que esos desdichados son generalmente inocentes, su sufrimiento les viene de la condición humana, nacida en el dolor» (49), habría que aclarar entonces lo siguiente: si la culpa se radicaliza como la consciencia de un pecado original, tipo cristianismo: dolor de inocentes, desconsuelo sin mérito; y si el hombre no siempre es históricamente culpable, ¿cómo justificar las penas que se le imponen toda vez que el mismo vivir es ya soportar el sufrimiento como signo de estar siempre en condición de conminación?, ¿terminan siendo aquellas una aplicación arbitraria de la ley, un martirio injusto?, ¿estamos pues ante una naturalización metafísica del sufrimiento que hace vana cualquier pregunta por el dolor o el castigo merecidos? Quizá la clave para entender este problema sea dada por Festugière (1986) cuando dice que «el Dios lo dirige todo, no comprendemos nada de ello, no nos queda sino bajar la cabeza y aceptar» (19); siendo empero una aceptación con areté, como fuerza ante el infortunio (25), incluso como mueca retorcida nacida de la certeza de la separación entre el orden divino y el terrenal. La culpa entonces es un tipo de desgracia, la conjunción de factores involuntarios que se vuelven contra el agente; se padece pues la misma culpa como si se fuese también un paciente de ella, una víctima y no solo un victimario. Pero, enfaticémoslo, el héroe sofócleo asimismo es representante de la fuerza de la decisión personal: el Coro (la ciudad) le dice cómo debe comportarse, pero él, «que no oye ni ve más que aquello que le sale del corazón» (Lasso de la Vega, 1992: 51), solo acata su propia verdad nacida en la soledad de su dolor y en las exigencias de una respuesta personal; el sufrimiento se constituye así en escuela y en prueba, en ocasión para realizar su conflictiva heroicidad. El error entonces no solo es fruto de las pasiones o de las determinaciones externas sino también de las ilusiones gnoseológicas de un ser que ya no cuenta con el respaldo de las deidades.

 

2. Áyax

En Áyax (Sófocles, 1992) y en su aislamiento se puede percibir mejor este enfrentamiento del héroe con su propio destino como algo totalmente suyo:

Y ahora, ¿qué debo hacer? Yo que soy claramente aborrecible a los dioses, al que el ejército de los helenos odia, y Troya entera, así como estas llanuras, detestan... ¿Acaso atravesaré el mar Egeo en dirección a mi casa abandonando estos lugares que nos sirven de puertos y dejando solos a los Atridas? ¿Y qué rostro mostraré cuando me presente ante mi padre Telamón? ¿Cómo va a soportar verme, si aparezco sin galardones, de los que él obtuvo una gran corona de gloria? No es cosa soportable. (vv. 457-465)2

Es la soledad ante el peso de la responsabilidad intransferible lo que le abruma: ¿cómo aparecerse ante su padre sin haber cumplido con su deber? Algo que se agrava con el reclamo de su esposa Tecmesa cuando le dice que si él muere podrá ser esclavizada junto con su hijo por los argivos (vv. 500-505). La complejidad de esta doble responsabilidad -como héroe y como esposo y padre- se convierte en peso que le impele a tomar la decisión de morir por no haber cumplido con sus deberes ante la patria o seguir viviendo para no sumarle más penas a sus seres queridos. Su recurso es intentar purificar sus manchas (vv. 655-660), pero ya está padeciendo la soledad del abandono de las diosas (Atenea y Ártemis) por no haber hecho los sacrificios cuando debía, pues él «nada más abandonar su casa, se mostró un inconsciente, a pesar de los buenos consejos de su padre, que le decía: "Hijo, desea la victoria con la lanza, pero siempre con la ayuda de la divinidad"» (vv. 760-765). Empero, el aislamiento respecto a los dioses no es solamente decisión de estos: el soberbio Áyax también lo elige debido a su «obstinado corazón» (v. 925). En el discurso de Menelao se enfatiza esta soledad del hombre ante su destino cuando dice:

Y donde se permite la insolencia y hacer lo que se quiera, piensa que una ciudad tal, con el tiempo caería al fondo, aunque corrieran vientos favorables. Que tenga yo también un oportuno temor, y no creamos que, si hacemos lo que nos viene en gana, no lo pagaremos a nuestra vez con cosas que nos aflijan. (vv. 1080-1086)

Sin embargo, los dioses siguen estando ahí, como referente de la vida moral y religiosa de los hombres aun cuando sean estos los que tienen que responsabilizarse de sus actos. El mismo consejo de Teucro cuando le indica al hijo de Áyax: «¡Oh hijo, acércate aquí, colócate a su lado y, como suplicante, toca al padre que te engendró! Siéntate implorante, teniendo entretanto en tus manos cabellos míos, de este y, en tercer lugar, tuyos, tesoro del suplicante» (vv. 171-176), revela la importancia de los rituales, los gestos y los símbolos religiosos.3 La soledad del héroe no implica pues una indiferencia total por parte de los dioses, sino la certeza de su presencia exigente y punitiva, aunque en el resto de las cosas aquel se sienta abandonado por ellos. Al final, el mismo Odiseo convence a Agamenón de enterrar el cadáver (vv. 1360-1366), acatando así las leyes rituales para los muertos aunque hayan sido enemigos. So pena de impiedad y de desacato el hombre lleva a cabo lo que le es mandado por las deidades a pesar de su desamparo frente al dolor propio de su condición. Ahora, no se trata, como dice Lesky (2001), de que aquí no se dé el juego entre culpa y expiación que regía en Esquilo (194 y 195); lo que sucede es que el sentido de estas no se resuelve en relación con los mandatos divinos sino en el muchas veces incomprensible acontecer de la existencia meramente humana. La culpa y el intento de expiación no desaparecen sino que dejan de ser explicados únicamente a partir de la trascendencia de una voluntad superior, a pesar de que esta siga ejerciendo su derecho a castigar.

 

3. Las Traquinias

Precisamente a partir de Las Traquinias (Sófocles, 1992) puede pensarse que, a diferencia de Edipo rey, «está ausente toda distinción entre culpa voluntaria e involuntaria» (Lasso de la Vega, 1992: 58), y ello puede apoyarse en Bowra (1948) cuando afirma que en esta tragedia se da «un sentimiento de la injusticia de los dioses» (78) pues la condición humana queda, más acá de la trascendencia y la justicia divinas, envuelta en una intriga compleja: choque cuasi permanente con las circunstancias, colisión de valores, imposibilidad de elegir entre el sufrimiento puro y la dicha inmaculada, ambigüedad de toda decisión, constante reparo del desastre a la felicidad, lucha constante por realizar la metamorfosis y transferencia de las culpas, perenne tentativa de justificación y la difícil precisión de los motivos de la acción. Sin embargo, en ella aparece claramente que no se trata simplemente de que el mundo de los dioses y el de los hombres estén desconectados: como ya se ha dicho, las deidades siguen castigando y haciendo respetar sus leyes, pero el hombre es autónomo en obedecerlas o no. De todas formas, la hýbris es sancionada. La soledad del héroe trágico no encierra entonces al individuo en una burbuja aséptica respecto a la penalización divina, con lo cual se trata de una culpabilidad más radicalmente humana que aquella de la corresponsabilidad con los dioses que aparecía en Esquilo, toda vez que la función de estos es sancionar las transgresiones, no compartir responsabilidad ni culpa por ellas. Licas, describiéndole a Deyanira la disputa entre Heracles y Éurito y su desenlace, hace la siguiente referencia al castigo de Zeus ante la soberbia y la injusticia humana:

A causa de esta acción, se irritó el soberano Zeus Olímpico, padre de todos, y le echó fuera para ser vendido [a Heracles], no tolerando que hubiese matado a traición, aunque fuera a este solo. Si se hubiera vengado públicamente, Zeus hubiera consentido en que le sometiera con justicia, pues ni siquiera los dioses aman la insolencia. Aquellos que mostraron su arrogancia con palabras desmesuradas, todos son habitantes del Hades y su ciudad es esclava. (vv. 275-283)

La pasión de Heracles es causante de su castigo, pero demasiado poco la influencia de alguna deidad. Incluso es su decisión de vivir, su relación con Yole en el terreno de Eros, es ese ceder frente al poder de un dios (vv. 440-550), el dios del amor, lo que en muchos sentidos lo pierde. Deyanira ni siquiera culpa al dios o al mismo Heracles por sucumbir ante los encantos y juventud de Yole: lo ve como algo natural, lo cual tiende a suavizar su propia culpa por haber matado inconscientemente -enviándole el manto envenenado- a su esposo con el ánimo de competir con Yole por su amor (vv. 575-589), es un crimen -inconsciente- también por amor, amor que al fin y al cabo igualmente existe entre Heracles y Yole. Pero esta matización ¿suaviza o disminuye a su vez la culpa?: la verticalidad de la relación entre hombres y dioses no lo hace posible aunque Deyanira intente justificar su crimen: los mandatos divinos y su poder punitivo están ahí para imponerse. No puede contar ya con una justificación que convenza a las deidades pues la horizontalidad de la relación se ha perdido. Los dioses están a la espera de la hýbris humana para desplegar su potestad de castigar. Ni siquiera la «bella esperanza» (v. 667) o intención de retener a su esposo a su lado y mantener la armonía amorosa del hogar exime a Deyanira de su error. Esta comprensión a posteriori atormenta su consciencia y le hace sentir todo el peso de una culpa que la induce a la muerte como la sanción merecida. En esta deliberación post facto ya ni siquiera importa la ley divina: es en la inmanencia de su propio doble error (haber matado a su esposo y haberlo hecho sin darse cuenta -por caer en los engaños del centauro- que ella se dispone a darse el autocastigo. Reflexión que vale la pena transcribir:

Veo que he llevado a cabo una terrible acción, pues ¿por qué motivo y en agradecimiento de qué me iba a ofrecer el centauro al morir un favor a mí, que era la causa de que sucumbiera? No es posible, sino que, deseando que pereciera el que arrojó la flecha, me estaba engañando. Y yo demasiado tarde llego a la comprensión de esto, cuando ya no aprovecha. (vv. 705-711)

Y más adelante se dicta su sentencia, «si Heracles sufre desgracia, con el mismo golpe moriré yo también con él, pues no es soportable que viva con mala reputación quien estima no haber nacido con malos sentimientos» (vv. 720-722), sin siquiera considerar la exculpación que el Corifeo le sugiere, dándole aquella famosa fórmula de que su error fue involuntario (v. 730). De hecho, Deyanira le responde aduciendo la imposibilidad de comprensión para el que no lleva el peso de la culpa, la exterioridad del espectador termina siendo insensibilidad y obstáculo comunicativo. La exacerbación de su sentimiento moral se acrecienta cuando el que le da la noticia de la muerte de su amado es el propio hijo, acompañándola de una maldición: «¡Has sido sorprendida, madre, habiendo tramado y realizado tales cosas contra mi padre, por las que ojalá Justicia vengadora y las Erinis te hagan pagar!» (vv. 805-810). Esta condena proferida por su otro ser amado, fruto de la familia que ella, paradójicamente, quería salvaguardar, se convierte en la peor condena: la condena del propio amor. Y si «Cipris [Afrodita], ayudando en silencio, resultó claramente autora de estas cosas» (v. 860) fue porque inflamó de amor el corazón de Heracles por Yole, pero no porque haya empujado la mano de Deyanira para enviarle el manto asesino a su esposo. Más bien, ante el suicidio de la misma Deyanira, el Corifeo señala a Yole como la que «ha engendrado una gran Erinis para esta casa» (v. 896). Las diosas vengadoras no son las culpables, simplemente son la mano ejecutora de una punición buscada y merecida por los mortales. Los efectos de esta cadena de humana culpabilidad se extienden hasta el hijo cuando la Nodriza relata que este se dio cuenta más tarde de que su madre, habiendo cometido un crimen involuntario, se había quitado la vida empujada también por la condena que él mismo le lanzó (vv. 930-940). Ni el mismo Heracles en su agonía responsabiliza a los dioses: «ni la esposa de Zeus ni el odioso Euristeo me impuso algo semejante a esto; red tejida por las Erinias, que la traidora hija de Eneo echó sobre mis hombros por la que perezco» (vv. 1048-1052). El hijo intenta justificarla diciéndole que fue un crimen involuntario ya que creía que hacía lo mejor, ante lo cual Heracles se resigna a morir sin poderle echar la culpa a nadie: «¡Ah, ah, negro destino! ¡Me muero, infortunado! ¡Estoy perdido, estoy perdido!» (vv. 1143-1145). Ni siquiera el Centauro hacedor de la artimaña queda atrapado como principal agente del suceso, y eso se comprende bien puesto que no fue su acción la que directamente causó el daño. Finalmente no le queda a Hilo y a su padre Heracles sino el consuelo de cumplir con las leyes divinas y humanas, de realizar los últimos deseos del padre, efectuando para ello los rituales que ordena la tradición en el tratamiento de la memoria y de la muerte (vv. 1185 y ss.). La última queja resignada de Hilo pronuncia una amarga verdad: la función paternal de los dioses conlleva la dura cara del juez castigador, pues «aunque han engendrado y son invocados como padres, consienten sin protesta tales sufrimientos» (vv. 1267-1269), sin olvidar que, al fin y al cabo, fueron la propia ceguera y Ate de los hombres las que los llevaron hacia el desenlace fatal.

 

4. Antígona

Otro ejemplo de ello es la famosa Antígona (Sófocles, 1992): su pecado consistió en contravenir las leyes de la ciudad al sepultar a su hermano Polinices. La heroicidad y mancha de esta valerosa mujer contrasta con la sumisión y el miedo de su hermana Ismene, quien le intenta hacer caer en la cuenta de «con cuánto mayor infortunio pereceremos nosotras dos, solas como hemos quedado, si, forzando la ley, transgredimos el decreto o la orden del tirano» (vv. 58-60). La agudeza de Antígona le permite ver qué vano es cualquier intento de comprometer a Ismene con su causa, pues con ningún argumento podrá convencerla: su decisión ya ha sido tomada, y ni una orden ni la voluntad moverán a Ismene a cambiar de opinión (vv. 69-70). Y lo que allí queda de manifiesto es la inaccesibilidad de ese núcleo íntimo de la convicción ética: ni siquiera se trata ya de la ley del tirano sino de la fuerza del convencimiento de la propia Ismene. Se manifiesta además la lucha que Antígona plantea con su decisión, a saber, el conflicto entre las leyes divinas y las órdenes humanas: los dioses obligan a dar adecuada sepultura a los muertos, y la ciudad, en este caso regida por el rey Creonte, le niega ese derecho a uno de los hermanos (vv. 75-80). En este caso la culpa se complejiza toda vez que uno de los resortes principales de la convicción de Antígona es el amor por Polinices, al punto de hablar de estar dispuesta a llevar a cabo «un piadoso crimen» (v. 74). No habría posibilidad de este tremendo contraste y contradicción si no fuera por el amor que matiza la violencia del acto a realizar:

CREONTE. -El enemigo nunca es amigo, ni cuando muera.
ANTÍGONA. -Mi persona no está hecha para compartir el odio, sino el amor.
CREONTE. -Vete, pues, allá abajo para amarlos, si tienes que amar, que, mientras yo viva, no mandará una mujer. (vv. 522-525)

Llama la atención que Antígona ni siquiera ponga en cuestión los crímenes por los cuales Creonte dice que Polinices no merece sepultura. Es más, ella asume la culpa de la que la acusa el rey con la tranquilidad que le permite distinguir entre la ley divina y la ley humana. No es que ignore esta última; es que le da primacía a la primera (vv. 445-450). La posibilidad de oposición y resistencia al derecho y al orden establecido por los hombres encuentra en la heroína una de las primeras representantes para el mundo occidental. Incluso llega a acusar a los ciudadanos (bien ejemplificados por el viejo que hace las veces de Corifeo) de no ir en contra de sus imperativos simplemente por miedo: «estos también lo ven, pero cierran la boca ante ti» (v. 509), le dice al rey. Ante la autojustificación de Creonte como tirano, «al que la ciudad designa que se le debe obedecer en lo pequeño, en lo justo y en lo contrario» (vv. 666-667), Antígona se revela como posibilidad de transgresión moral, jurídica y política. Su ética religiosa se plantea como protesta ante una ley unilateral. Y aunque Creonte pretenda sobre todo justificar su decreto ante los hombres, ante su ciudad y no ante los dioses, la convicción de su propio hijo, Hemón, le intenta disuadir del error (vv. 735 y ss.).

El viejo Corifeo termina reconociendo que Antígona va hacia la muerte por su propia voluntad, lo cual hace patéticos la autoridad y el veredicto del rey, más aún cuando aquel también le reconoce todo el mérito que hay allí: «Famosa, en verdad, y con alabanza te diriges hacia el antro de los muertos, no por estar afectada de mortal enfermedad, ni por haber obtenido el salario de las espadas, sino que tú, sola entre los mortales, desciendes al Hades viva y por tu propia voluntad» (vv. 818-822). Mérito que, aunque pueda parecer de héroe romántico, patentiza la dignidad (y altivez) que envuelve toda la decisión de Antígona al ir hasta las últimas consecuencias de su verdad. Incluso el Coro no está convencido de que ella, en nombre de la piedad o respeto a los dioses, transgreda las leyes del gobernante. La oposición se plantea claramente cuando aquel dice: «Ser piadoso es una cierta forma de respeto, pero de ninguna manera se puede transgredir la autoridad de quien regenta el poder. Y, en tu caso, una pasión impulsiva te ha perdido» (vv. 871-876). Distanciamiento que la deja aún más sola puesto que se aúna al abandono de su hermana y a la desprotección de los mismos dioses a los que pretende alabar.

Con la intervención de Tiresias, el adivino ciego, se le pone de presente a Creonte que se minimiza la hamartia y la culpa si, una vez se cae en cuenta del error, se recapacita y se intenta redireccionar el curso de las acciones, pues «la obstinación, ciertamente, incurre en insensatez» (vv. 1028-1029). Con lo cual, si de algo terminará siendo culpable el rey, es de su rigidez al no reconocer el respeto debido a los muertos. Pero cuando él recapacita es ya demasiado tarde. La recomposición de la reflexión y la flexibilización de su veredicto inicial llegan tarde, y así el intento de suprimir una culpa se ve obstaculizado por el desenvolvimiento involuntario de las circunstancias: Antígona ya había muerto y su hijo Hemón decidió quitarse la vida por ella (vv. 1175 y ss.). Esta lógica aparece implacablemente presente: cuando los protagonistas se enteran de su error y tratan de repararlo, ocurre el desenlace fatal, y con ello se demuestra que el tiempo invertido en la reflexión parece darle ocasión a la consumación de lo nefasto. La tragedia recobra entonces cada vez la esencia de su manifestación, a saber, su insolubilidad. La diacronía entre la reflexión y los actos reparadores colocan la culpa en la intersección siempre tensa entre un error precedente y una consecuencia inevitable:

CREONTE. -¡Ah, porfiados yerros causantes de muerte, de razones que son sinrazones! ¡Ah, vosotros que veis a quienes han matado y a los muertos del mismo linaje! ¡Ay de mis malhadadas resoluciones! ¡Ah hijo, joven, muerto en la juventud! ¡Ay, ay, has muerto, te has marchado por mis extravíos, no por los tuyos!
CORIFEO. -¡Ay, demasiado tarde pareces haber conocido el castigo! (vv. 1262- 1271)

Y no solo la muerte de su hijo viene a concretar toda la angustia y el dolor de su culpa. Como si fuera poco, el suicido de su esposa (vv. 1280 y ss.) aumenta sus pesares. No tratándose de una culpa meramente reflexiva y abstracta sino de una culpa sentida con todo el peso corpóreo-emocional de muertes concretas. De hecho, la única salida que entrevé el atormentado Creonte es la propia muerte: ya no hay deliberación que lo tranquilice ni exculpación que le valga; ante la presencia desnuda de la muerte no ve como compensación sino el mismo acto mudo en contra suya: «¡Ay, ay, estoy fuera de mí por el terror! ¿Por qué no me hiere alguien de frente con espada de doble filo?» (vv. 1308-1310); el Corifeo tampoco le da ninguna esperanza: «No supliques ahora nada. Cuando la desgracia está marcada por el destino, no existe liberación posible para los mortales» (vv. 1335 y ss.). Destino que fue buscado por el mismo rey con su falta de cordura, su impiedad y arrogancia frente a los mandatos divinos, como lo confirma el Corifeo al cerrar la obra (vv. 1350 y ss.). La tragedia muestra así el carácter agonal y polémico de la instauración de la ley como autolimitación de la sociedad. Pero el desgarramiento se da no solo en relación con el caos-mundo sino también con el mundo-psique y, en este sentido, el argumento de esta obra presenta como fundamental la dimensión ética o personal de toda tragedia, la confrontación no solo en la dimensión de la relación entre individuo y sociedad sino también en la del individuo consigo mismo. Este se encuentra en la encrucijada de dos fidelidades: la de la obediencia y el deber (en este caso terrenal) y la de la convicción (afectivo-religiosa), que son, muchas veces, irreconciliables. La ética sin culpabilidad pertenece precisamente a ese ámbito en el que la decisión puede acarrear incluso la propia muerte. La culpa permanece entonces en el orden de las exigencias recíprocas, esto es, en el orden de la moral y del derecho y la política, cuando es la fidelidad a la convicción la que prima en esa lucha de opuestos.

 

5. Edipo rey

La ignorancia y la deficiencia kairológica de la reflexión es otro tema recurrente en Edipo rey (Sófocles, 1992). Desconocimiento atrevido toda vez que es el mismo Edipo con sus órdenes quien camina hacia la verdad que lo destruirá: dirigiéndose al Coro dice: «aquel de vosotros que sepa por obra de quién murió Layo, el hijo de Lábdaco, le ordeno que me lo revele todo» (vv. 225-227). Exigencia de parresía que lo llevará a su propio castigo y destierro. Este casi macabro juego entre verdad-culpa y sufrimiento coloca el deber de verdad en la encrucijada de elegir entre la feliz ignorancia y el terrible conocimiento. La culpa se reviste así con el hálito de la franqueza, pues es su develamiento el que hace propiamente culpable al que, sin saberlo, vive como si estuviera exento de toda imputación. En este sentido no es el acto propiamente dicho el que hace de Edipo un sujeto con consciencia de su atrocidad: es saberlo lo que lo pone en el lado de los reprochables. En efecto, él pudo vivir durante mucho tiempo como un hombre inocente solo porque a la vez era ignorante. El mismo Tiresias se resiste a ser el revelador de tan amarga verdad: «Yo no quiero afligirme a mí mismo ni a ti. ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí» (vv. 332-334), pero, consciente de que las verdades surgirán a su pesar y ante la insistencia de Edipo, termina por anunciarle su cruenta situación (vv. 335 y ss.). Este acoso del rey parece subordinar el sufrimiento inherente de la culpabilidad a la confrontación vis a vis del individuo con su propio destino. Su valor reside en la obstinada decisión de saberlo todo a pesar suyo y con las consecuencias que ello pueda acarrear. Pero tan duro es ser consecuente que, al comienzo, Edipo se muestra reacio a creer en las palabras del adivino y lo acusa de engaño y alianza con Creonte para ir en contra suya (vv. 380 y ss.). Esta angustia que punza desde la consciencia naciente de la culpabilidad embota la misma inteligencia de Edipo al punto de hacerlo hablar únicamente desde sus miedos, y no desde la sensatez que reconoce la coherencia de la descripción del servidor, que no sin temor ha accedido a revelarle el secreto de su perdición.4 Ni siquiera el mismo Coro está dispuesto a creer en el oráculo del adivino: su confianza en la razón, que le dice que la acusación de la que se hace responsable a Edipo no concuerda con el carácter y la historia conocida de este, se presenta como obstáculo para aceptar tan macabras revelaciones (vv. 500-512). Irónicamente es su esposa y madre, Yocasta, la que le confirmará lo que el oráculo ya le había vaticinado y que ahora corre por boca de Tiresias (vv. 800 y ss.). Edipo sufre, preso de su temor frente a la confirmación de la verdad profetizada: una tensa relación con los dioses que se refleja en su escepticismo para confiar en estos y en la imprecación del Coro para que dichas profecías se cumplan so pena de que el mundo divino caiga en descrédito:

Antístrofa 2a.

Ya no iré honrando a la divinidad al sagrado centro de la tierra, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si estos oráculos no se cumplen como para que sean señalados por todos los hombres. Pero, ¡oh Zeus poderoso!, si con razón eres así llamado, que riges todo, no te pase esto inadvertido ni tampoco a tu poder siempre inmortal. Se diluyen los antiguos oráculos acerca de Layo, extinguiéndose, y Apolo no se manifiesta, en modo alguno, con honores, y los asuntos divinos se pierden. (vv. 897-910)

Y más adelante,

EDIPO. -¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberle tocado con arma alguna, a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por mi intervención. En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor. (vv. 964-972)

Finalmente, el Mensajero -que le anuncia al Corifeo el desenlace fatal del suicido de la esposa de Edipo y la destrucción de los ojos de este con sus propias manos, usando los broches del vestido de su amada esposa y madre (vv. 1260-1279)- predica, como decretándolo, que «esto estalló por culpa de los dos, no de uno solo, pero las desgracias están mezcladas para el hombre y la mujer» (vv. 1280-1282), con el subsiguiente trastoque de su felicidad en desgracia. Desdicha no obstante causada por ellos mismos: los oráculos simplemente se cumplieron, los que no supieron ver -durísima metáfora para la ceguera física de Edipo como castigo- terminan padeciendo el infortunio de su propia pasión. El rey incluso llega a pedir también la sordera: «si hubiera un medio de cerrar la fuente de audición de mis oídos, no hubiera vacilado en obstruir mi infortunado cuerpo para estar ciego y sordo. Que el pensamiento quede apartado de las desgracias es grato» (vv. 1387-1391). Ciego y ojalá sordo, para no ver, oír ni sentir remordimiento; para aislarse del mundo que lo señala, como si la memoria no tuviera su propio modo de torturar. Con todo, se restablece la creencia en los dioses y la resistencia de Edipo frente a los oráculos queda vencida: Creonte se lo confirma en una rápida sentencia: «y tú ahora sí que puedes creer en la divinidad». El gran revés de Edipo -arrastrando con él a su estirpe, Antígona e Ismene (vv. 1480 y ss.)- es cantado por el Corifeo como la muestra contundente de que no se puede saber si alguien fue feliz hasta el día de su muerte:

CORIFEO. -¡Oh habitantes de mi patria, Tebas, mirad: he aquí a Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo; aquel al que los ciudadanos miraban con envidia por su destino! ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar! De modo que ningún mortal puede considerar a nadie feliz con la mira puesta en el último día, hasta que llegue al término de su vida sin haber sufrido nada doloroso. (vv. 1524-1531)5

Este Edipo nos coloca ante la ambigüedad de la justicia, pues si los buenos padecen sufrimientos y los malos buena fortuna, ¿qué es lo justo? La tragedia no es maniqueísta: la definición de lo justo se vuelve problemática al punto de relativizarse y por ello el dictamen que asigna culpas, responsabilidades y castigos resulta siendo tan cuestionable como la acusación infundada o carente de pruebas. Así, «desde la perspectiva característica de la tragedia, el hombre y sus actos no se perfilan como realidades estables que se podrían delimitar, definir y juzgar, sino como problemas, como preguntas sin respuesta, como enigmas cuyo doble sentido siempre queda por descifrar» (Vernant y Vidal-Naquet, 2002: 25).

Por ello, la tragedia permite ver el carácter agonal y polémico de la culpabilidad, que es una experiencia irresoluble en la mera reflexión teórica toda vez que también comprende las vicisitudes de una praxis problémica. «Normalmente se cree que la justicia es incuestionablemente buena, pero Sófocles nos muestra cuán problemática es» (Kaufmann, 1978: 210), siendo precisamente esta ambigüedad de lo justo lo que legitima el derecho a la defensa y a la contraacusación (cfr. Jaspers, 1998). Sin embargo, esto no es desesperanza: es crudo realismo y fortaleza existencial. Edipo no se doblegó a pesar de hacerse consciente de sus actos, ni renunció totalmente a su vida a través de un suicidio desesperado: permaneció allí, en esa existencia que cada vez se le revelaba como aciago destino y padeció el sufrimiento como atleta de la angustia.

 

6. Electra

En Electra (Sófocles, 1992), la culpa de Clitemnestra no solo reside en el complot con Egisto para llevar a cabo el asesinato de su esposo Agamenón, sino en el soberbio desacato y descarada burla frente a las diosas de la venganza (Erinis):

ella, tan malvada como para vivir con un infame sin temer a ninguna Erinis; antes bien, como quien se regocija por lo que ha hecho, cuando descubre el día en el que otrora mató a mi padre con engaño, organiza coros y ofrece ovejas para ser sacrificadas mensualmente a los dioses salvadores. (vv. 275-282)

La Antístrofa del Coro hace pensar esta descripción como muestra de la tensión con los dioses pues, si no se realiza el castigo de tan vil crimen, «no existen señales de adivinación para los hombres en los sueños terribles o en los oráculos» (vv. 497-501). Pero en el nivel de la responsabilidad y la decisión humana es Electra quien le señala a su madre lo injustificable de su crimen, pues, con razón -el que Agamenón haya sacrificado a su hermana Ifigenia para salvar a su ejército y a su pueblo- o sin ella, no puede limpiarse de su acto. Es más, a esta injustificabilidad del crimen Electra añade otra espina de sospecha al señalar que quizá Clitemnestra también lo hizo empujada por su amante Egisto (vv. 560 y ss.); con lo cual la pureza del motivo del amor a su hija alegado por Clitemnestra se ve empañada por la pasión que siente hacia aquel, quedando así ese amor maternal subordinado y subsumido frente a la sospecha de traición e infidelidad. El alegato de Electra nos enseña otra cosa bien interesante para los procesos de enjuiciamiento y atribución de culpabilidad, a saber, la distinción de actos, crímenes, esferas, agentes y circunstancias de imputación: por un lado está el acto de Agamenón y, por otro, el de Clitemnestra y Egisto. Una cosa es el análisis y las implicaciones del asesinato de la hija en aras de la conservación de la polis y, otra, los escorzos y características del asesinato del esposo en aras de vengar esa muerte por parte de la dolida madre (vv. 570 y ss.). La búsqueda de justicia a través de las propias manos y la aplicación de la ley del talión quedan supeditadas a la objetividad de la ley y al análisis del caso que puede hacer el tribunal de la ciudad apoyándose también en el código de las deidades. La sospecha de que pudo más el amor de amante que el de madre desvanece la fuerza del argumento de venganza y compensación. Clitemnestra no aparece entonces como la madre herida sino como la amante oportunista, y la estrategia de nublar la propia culpa con la culpa ajena aumenta el carácter vil de su crimen. Según esto, no debe juzgarse un crimen en función de otro sino mantener la distinción de esferas de cada uno: cada acto deberá circunscribirse al ámbito de causas, motivos, circunstancias, consecuencias e implicaciones que lo rodean para no pretender exculparse apelando a lo que otro hizo. La obtusa función de las Erinias, o «perras que persiguen a los humanos para vengar crímenes de sangre» (Alamillo, 1992: 426, nota 65), no atiende a intentos autojustificatorios ni a transferencias de responsabilidad: su tarea se cumple con la terquedad y la infalibilidad de lo ineluctable.

 

7. Filoctetes

En Filoctetes (Sófocles, 1992), por su parte, estamos ante una doble carga de consciencia moral para Neoptólemo: por un lado está la vergüenza al pensar que debe obtener una victoria con engaños (mintiéndole a Filoctetes para que le entregue sus armas, famosos arco y flechas, y así poder capturarlo) y, por otro, el principio de parresía que le obliga a ser franco y honesto en todas sus empresas, digna herencia de su padre. Odiseo representa el principio de que el fin justifica los medios, y aquel, la duda sobre tan famosa prédica (vv. 50 y ss.). Esta discusión entre el hombre honesto y el dios engañador se presenta como dialéctica entre la decisión informada de los humanos y la inducción de los dioses: «Y no inculpo tanto a aquél [a Odiseo] como a los que están en el poder. Porque la ciudad y el ejército por entero son de los que mandan, y quienes de los mortales obran contra la ley llegan a ser malvados por los consejos de sus maestros» (vv. 385-388).

Filoctetes representa la duda sobre la buena voluntad de los dioses: él mismo se muestra como víctima de ellos y como un suplicante no escuchado:

[dirigiéndose a Odiseo] ¡Ojalá perezcas! En muchas ocasiones he pedido esto para ti, pero los dioses nada agradable me conceden, y, mientras tú disfrutas de vivir, yo me atormento por eso mismo, porque vivo entre abundantes desgracias, miserable, siendo objeto de burla por parte tuya y de los dos jefes hijos de Atreo, de quienes ahora tú estás cumpliendo órdenes. (vv. 1019-1024)

Y aunque Neoptólemo decide devolverle las armas a Filoctetes, rompiendo con los propósitos de Odiseo (vv. 1230 y ss.), no duda en señalarle que la suerte de la que él tanto se queja no depende solo de esa cuestionada voluntad divina sino de su propia acción, pues al realizarla se hizo merecedor de castigo: «Entérate de esto y grábalo dentro de tu corazón: tú padeces este mal por un destino que te viene de los dioses, ya que te acercaste a la guardiana de Crisa, a la serpiente vigilante» (vv. 1325-1328). El apoyo del dios Heracles al honesto proyecto de Neoptólemo y la liberación de Filoctetes también enfatiza la debida obediencia de los hombres a los dioses (vv. 1434-1444), lo cual finalmente también es una decisión, pues entre obedecer y ser reacio resta la libertad de la condición humana.

 

Conclusión

En el debate moral es pues el imputado el que deberá tomar en sus manos su propia responsabilidad, su propia respuesta sobre lo que tiene que hacer(se). Aquí es la conciencia moral la que entra en tensión con el ideal ético-personal mientras que en el juicio es la ley la que entra en colisión con su ser. Dichos comienzos jurídicos se comprenden mejor si se tiene en cuenta que con Sófocles se deja atrás la relación culpa-maldición familiar. El derecho vendrá pues a individualizar las culpas y los castigos haciendo de la intersubjetividad el marco de la acción, el juicio, el veredicto y la pena; y de la subjetividad el blanco hacia donde apunta todo el proceso.

Por su parte, el arrepentimiento aparece como correlato de la culpabilidad. Esta vergüenza ante sí mismo traslada el señalamiento exterior a la autobservación puesto que con ella es imposible escapar a la mirada de los propios ojos. La conciencia moral se presenta así como una conciencia que padece fundamentalmente gracias a su carácter reflexivo. La relación entre el interior y el exterior, lo mental y lo físico, lo natural y lo divino, el individuo y la comunidad, es tan íntima que la culpabilidad, aunque sea una experiencia del tormento privado, no deja de encontrarse y producirse en el cruce de la ley y la convicción, el pensamiento y el desfallecimiento corporal. De hecho, la culpa es, propiamente, un problema relacional y no algo meramente subjetivo. Y no es objetivo solo porque se trate del efecto de la transgresión de una ley sino por el atentado hecho a otro, hombre o dios. Como polo intencional de la culpabilidad aparece entonces la alteridad concreta del otro. Así queda más claro que aunque el derecho estaba en ciernes, la culpa aparecía ligada a la condición intersubjetiva.

De este modo, la inexorable situación y conjunto de determinaciones a las que se veía expuesto el héroe trágico y, en medio o frente de ellas, la capacidad que este demostraba para adaptarse, confrontarlas, resolverlas, tomando decisiones y siendo consecuente con ellas, es una escuela para la subjetivación ética contemporánea entretejida también en medio de los distintos condicionamientos sociales, políticos, económicos, culturales y religiosos. Culpa y subjetivación ética se constituyen así en dos polos de una misma situación humana. La primera como modo de control social y psicológico y, la segunda, como estrategia de autodeterminación más allá de las imputaciones y las angustias de una culpabilización anquilosante; lo cual se concreta -como lo plantea Foucault- en prácticas y en la articulación de «nuestros espacios y nuestro tiempo hasta conformar un modo de vida. Ello comporta un alcance político, ya que trastorna los entornos, implica a los otros y se ofrece desafiante, con independencia de la voluntad explícita de que sea así, respecto de modelos previamente definidos» (2004: 27). Por ello hay que decir que si los trágicos fueron maestros de la angustia, el sufrimiento y la culpabilidad, también lo fueron del heroísmo ético como forma de enfrentarse individualmente a las cargas que pretenden someter a cada hombre. De ahí que la subjetivación ética también implique, como en la Antígona de Sófocles, un debate inagotable contra la omnipotencia del Estado que, en palabras de Lesky, queriendo «erigirse en poder absoluto incluso frente a la norma ética, parece formulada directamente para nuestra propia época» (2001: 206).

 

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Notas
* Este artículo deriva de la tesis doctoral Tribulaciones de la consciencia. Culpabilidad y subjetivación a partir de Michel Foucault, presentada para obtener el título de Doctor en Filosofía en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, entre febrero de 2008 y diciembre de 2012.
1 Al respecto es interesante la diferencia que Vernant y Vidal-Naquet señalan con la epopeya: «en el espacio de la escena y en contexto de la representación trágica, el héroe deja de ser el modelo que era en la epopeya y en la poesía lírica: se ha convertido en el problema» (2002: 82).
2 Las referencias de las tragedias se harán con los versos (vv.) y no con los números de las páginas.
3 Alamillo (1992) lo explica de la siguiente manera: Teucro «sabe que mientras [el niño] está en tal actitud [como suplicante de rodillas con la mano en el cuerpo de su padre] nadie podrá tocar el cuerpo sin una ofensa a Zeus, dios de los suplicantes» (172, nota 107); el ofrecimiento de los cabellos también está explicado en el sentido de que «el simbolismo de esta acción es que la persona de la que se ha cortado el rizo se inmola al muerto y le acompaña a la región de las sombras» (nota 108).
4 Algo distinto a lo que dice Lesky (2001) al defender la tesis de que esta tragedia no puede verse a la luz del tema de la culpa, pues su centro lo constituye «la extraordinaria actividad y una línea de conducta inquebrantable» en el protagonista (219); en nuestra opinión lo inquebrantable en él es precisamente su decisión de confrontarse con la posibilidad de la culpabilización.
5 De hecho, en Edipo en Colono (Sófocles, 1992), el final de Edipo y sus hijas se ve emplazado en la dura pugna entre un padre ciego -que se resiste a reconocerse totalmente culpable toda vez que sus crímenes fueron involuntarios y en defensa propia-, el acompañamiento incondicional de sus hijas sufrientes, el intento de Creonte de llevárselas y castigar así aún más al padre, y la defensa que Teseo le otorga no sin recibir beneficios por mantener la voluntad del moribundo y torturado Edipo. Cadena de culpas y castigos, herencias y conflictos encuadrados en la trágica convicción de la penuria como condición inherente de lo humano. Así lo dice la Antistrofa del Coro cuando señala:

El no haber nacido triunfa sobre cualquier razón. Pero ya que se ha venido a la luz lo que en segundo lugar es mejor, con mucho, es volver cuanto antes allí de donde se viene. Porque cuando se deja atrás la juventud con sus irreflexivas locuras, ¿qué pena se escapa por entero? ¿Cuál de los sufrimientos no está presente? Envidia, querellas, discordia, luchas y muertes, y cae después en el lote, como última, la despreciable, endeble, insociable, desagradable vejez, donde vienen a parar todos los males peores. (vv.1224-1238)

La reflexión viene asociada así al reconocimiento de la responsabilidad y al sufrimiento que ello implica, pues saberse agente en medio de las interacciones y condicionamientos del mundo sume al hombre en la desgracia de una consciencia inmersa en la circunstancia siempre probable de hacer su aporte a la cadena de los males del kosmos.

 

Referencias bibliográficas

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