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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.65 Medellìn ene./jun. 2014

 

LAS «FÁBULAS TRÁGICAS» QUE CORROMPEN LA SOCIEDAD. CONDENA MORAL DE LA LITERATURA POPULAR EN LA PRENSA ARGENTINA A PRINCIPIOS DEL SIGLO XX*

THE «TRAGIC FABLES» THAT CORRUPT THE SOCIETY. MORAL CONDEMNATION OF POPULAR LITERATURE IN THE ARGENTINE PRESS AT THE BEGINNINGS OF THE 20TH CENTURY

 

Ana María Risco

Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. anamrisco@gmail.com.

Recibido: 14/09/2013 - Aceptado: 23/10/2013


 

Resumen

A comienzos del siglo XX, en la Argentina, la atención particular de la prensa a los folletines produce un discurso de rechazo a una «retórica popular» por lectores asociados a una intelectualidad ilustrada, comprometida en la construcción de un sentimiento universalista moralizante a través de la alta cultura. Este es el caso concreto del artículo Las fábulas trágicas, de Federico Quevedo Hijosa, publicado por el vespertino tucumano El Orden (01/03/1912). En el presente trabajo, analizamos su argumentación a fin de develar los presupuestos que intentan despojar la literatura de los elementos populares considerados «inmorales».

Palabras clave: folletines, Tucumán, literatura popular.


 

Abstract

At the beginnings of the 20th century, in Argentine, the particular attention of the press to the newspaper serials produces a rejection discourse to a «popular rhetoric» by readers associated to an illustrated intelligentsia, compromised in building a uni-versalistic moral sentiment through the high culture. This is the particular case of the Federico Quevedo Hijosa's article Las fábulas trágicas, published in the journal El Orden of Tucumán (03/01/1912). On this paper, we analyse the presuppositions that reveal the intention to eliminate from the literature the popular elements considerate «immoral».

Keywords: Newspaper Serials, Tucumán, Popular Literature.


 

1. Introducción. Recepciones del folletín: estereotipos y crítica

Con frecuencia se sostiene, por un lado, la relación entre el folletín y la retórica del sentimiento, cuyo público aparentemente preconfigurado es el femenino; y, por otro lado, la preferencia del sector popular obrero por los dramas monstruosos, de aventura o policiales-detectivescos, completándose así un esquema del gusto del público lector del folletín decimonónico y de principios del siglo XX dividido por género (entiéndase masculino o femenino indistintamente, aunque predomina el femenino) o sector social. Basados en la experiencia del mercado literario europeo, se busca identificar fenómenos similares en las latitudes latinoamericanas (Risco, 2012). Los casos de Argentina, Perú y México resultan excepcionales frente a otros países de incipiente desarrollo.

Este esquema del gusto lector circula asiduamente en la prensa escrita, que implica ciertas representaciones sociales simplificadoras sobre el público del folletín. Tanto obreros como mujeres parecen configurar, para la crítica literaria, un receptor apasionado por la literatura popular, identificando el género y el orden socio-laboral como factores determinantes de definición de lo popular.

La cuestión de las representaciones sociales del género también se circunscribe en la producción literaria folletinesca, concretamente, en torno a una moralidad considerada propia e inherente de la escritura de mujeres. Dicha moralidad respondería a la preceptiva de una elite letrada, predominantemente masculina, involucrada en el proyecto de construcción de una identidad cultural nacional en la época entre centenarios independentistas. Según Susana Zanetti, precisamente la cuestión nacional en los proyectos literarios frente a la importación literaria internacional (europea y norteamericana) se convierte en una de las preocupaciones centrales de la literatura argentina en su momento de fortalecimiento en el periodo comprendido entre fines del siglo XIX y principios del XX (1997: 11). Para Hebe Molina, la novela ingresa en suelo americano entre 1830 y 1840 como un «género cuestionado» (2011: 24).

En Argentina, la idea de la necesidad de nacionalización de la sección de folletín de la prensa cotidiana proviene de ciertas afirmaciones de Bartolomé Mitre en Los Debates a mediados del siglo XIX, lo que para Molina representa una muestra de la necesidad de nacionalizar o americanizar la literatura local como contrapartida al predominio de la literatura foránea en la prensa escrita de la época (2011: 51). En la disputa de géneros prestigiosos privilegiados por la crítica, la poesía siempre gana la partida frente a la vilipendiada novela, por ser pasible de contenido moral e inmoral, por ser considerada como instrumento de educación y de perdición al mismo tiempo, lo que torna al género vulnerable a la censura y desconfianza por atentar contra o favorecer el orden social.

En este punto, a nuestro entender, el discurso condicionado configurado por la crítica argentina con afanes de corrección de estilo y de sugerencias temáticas que los letrados proponen a las mujeres y a la sociedad en general a través de la prensa escrita ingresa en el terreno del dogmatismo estético nacionalista.

Por su parte, entre fines del siglo XIX y principios del XX la prensa de la época acoge (o recoge) la multiplicidad de voces y de discursos a favor y en contra del folletín identificado con la novela, sobre todo los de una temática en particular: el policial, además de las críticas que la misma cultura letrada dirige a la prensa por sostener al respecto una postura «democrática» (Risco, 2011c).

La situación adquiere mayor tensión en el circuito cultural de provincias frente a la pluralidad metropolitana porteña, aunque con matices. Hay que tener en cuenta que, dentro de dichos circuitos, las provincias se muestran complejas, ya que, a su vez, los letrados de las capitales provinciales se encuentran en polémica permanente con los metropolitanos y con los del interior de sus propias provincias. La prensa escrita no acoge por igual a dichos interlocutores, pues, más allá de su origen, los factores determinantes de su participación como ciudadanos en las disputas publicadas en las páginas de los grandes diarios son su trayectoria intelectual-profesional, reconocimiento y procedencia social.

Esta situación contrasta con la práctica de la compra de derechos de exclusividad para la reproducción de folletines policiales detectivescos, fantásticos, de terror, sentimentales, etc., por parte de las empresas periodísticas de la época, cuyo éxito en la prensa extranjera augura el crecimiento de la venta local.

En Argentina, y particularmente en el interior del país, los críticos denuncian esta actitud «comercial» o «mercantilista» como propia de los grandes diarios argentinos aparentemente de acuerdo con los gustos de un público lector considerado anónimo y masivo. Dichas denuncias encuentran su espacio de canalización en los medios de prensa escrita de circulación alternativa al gran circuito hegemonizado por los diarios de grandes tiradas, particularmente a través de la prensa de las capitales de provincias, sin advertir que estos mismos diarios reproducen los modelos porteños predominantes.

 

2. Breve panorama del folletín en una provincia argentina

A lo largo del siglo XIX, gran diversidad y variedad de periódicos circulan por el espacio de la opinión pública de la provincia de Tucumán, en la región delimitada como noroeste argentino. A partir de la instauración en dicha provincia de una imprenta destinada, en un principio, a informar sobre las acciones militares del ejército libertador del general Manuel Belgrano, se publica en 1817 el primer periódico de Tucumán, el Diario Militar del Ejército Auxiliar del Perú (García Soriano, 1972: 7). Los sucesivos medios de prensa se constituyen inicialmente como portavoces políticos y militares, pero desde mediados y hacia los últimos treinta años del siglo XIX comienza a percibirse cierto interés de autonomía con respecto al poder político oficial.

En dicho escenario, compiten los diarios a través de la sección «Folletín». Se publican en ella relatos, novelas, ensayos y artículos críticos de diversa índole, tanto de carácter nacional como internacional, latinoamericano pero fundamentalmente europeo o norteamericano. Como muestra de ello, se puede mencionar la publicación por entregas de Amparo (memoria de un loco), de Manuel Fernández y González, en la sección del folletín de El Pueblo, editada entre las páginas 3 y 4 del periódico (07/07/1867, N° 57, Segunda Época); María, publicada como «Novela original de Jorge Isaacs», en La Razón, (01/07/1872); El Dr. D. Bernardo Monteagudo, de Juan María Gutiérrez, en el folletín de El Argentino (24/02/1878); y La carta robada, de E. A. Poe, también editada por entregas en El Republicano (se pudo corroborar la 2° entrega de dicho texto correspondiente al 14/07/1881).

En la década de los ochenta, la prensa de provincias se limita a continuar su política editorial de introducir, como sección diferenciada de las noticias locales, la reproducción de las novedades de la capital del país. La presencia de la novela extranjera en la sección del folletín será prioritaria a la novela nacional, en igualdad de proporciones que lo sucedido en los grandes diarios porteños considerados de tendencia liberal. La reproducción de folletines resulta ser característica de los diarios tucumanos, la cual se realiza con frecuencia desordenadamente, sin el reconocimiento de las fuentes de origen. La producción de novelas de folletín de autores tucumanos se promueve recién a partir de la segunda década del siglo XX, cuando el fenómeno trasciende la capital porteña hacia las provincias, a modo de onda expansiva.

Entre fines del siglo XIX y principios del XX se pueden señalar dos momentos significativos de la sección del folletín en el periodismo provincial, el de su auge y el de su paulatina desaparición, observables en dos medios representativos: El Orden (1883-1943), diario que hegemoniza el campo periodístico de entre siglos y que apoya la publicación sostenida de la sección «Folletín» hasta la década de los treinta del siglo XX aproximadamente; y La Gaceta (1912 hasta la actualidad), periódico de competencia directa que logrará permanecer en el tiempo sustituyendo posteriormente a El Orden en su posición dominante en el terreno de la prensa tucumana a mediados del siglo XX.

El momento de auge se encuentra fuertemente señalado, en el caso de El Orden, entre los últimos años del siglo XIX y la primera década del XX, con periodos de discontinuidad. La evidencia de la inminente desaparición de dicha sección se observa claramente en La Gaceta, en cuyas páginas el «Folletín» no logra desarrollarse con una potencia sostenida como para competir en dicho terreno con el diario dominante. La constitución de un suplemento literario en ambos diarios instaurará no solo la alternativa que sustituirá la sección del folletín en La Gaceta, sino también el ámbito de disputa por firmas consagradas y el síntoma más evidente del progresivo desinterés por su publicación (Risco, 2009).

En el caso de El Orden, la sección se desarrolla a partir de la publicación de artículos críticos, ensayos, novelas nacionales y extranjeras, cuentos, dramas y poemas. Predomina posteriormente la publicación de narrativa, relatos y novelas, privilegiando aquellas de corte naturalista, policial y sentimental, la mayoría de ellas con fuerte acento en la moral (Risco, 2011 a, b, c, d).

Por su parte, en la sección «Folletín» de La Gaceta no predominan los géneros de ficción. El espacio aparece reservado para los ensayos de historia, las proclamas universitarias y manifiestos políticos de diversa índole, no ligados necesariamente a discusiones de principios estéticos, y eventualmente se publican relatos (Risco, 2011b).

 

3. De «fábulas trágicas» y literatura extranjera

Acorde con la cuestión de la polémica permanencia de la novela foránea en la prensa argentina, hacia la primera década del siglo XX, la publicación de un artículo de Federico Quevedo Hijosa,1 Las fábulas trágicas, en El Orden de Tucumán, testimonia el sentimiento de incomodidad y rechazo de la literatura policial extranjera difundida en la todavía persistente sección del folletín:

Los diarios más importantes del país por su circulación, su cultura, su autoridad, rivalizan en la publicación de folletines policiales. La Prensa adquirió derecho exclusivo para la versión castellana de Balado, la última novela de Gastón Leroux. La Nación, para no quedar en condiciones de inferioridad, insertó en esos mismos días la horripilante narración de Mr. Srelley (sic), titulada Frankenstein. No se equivoca la prensa cuando consulta el gusto de los lectores. Y en este caso los dos grandes diarios sabrán por adelantado que hacían mérito para obtener el favor del público. Por eso hicieron exagerados elogios de los folletines, complaciéndose previamente en insinuar sus episodios velados de misterio y plenos de angustia (Quevedo Hijosa, 1912: 3).2

En el artículo citado advertimos, por una parte, un testimonio de la predilección de la prensa escrita por la difusión de un género literario de procedencia extranjera, índice del éxito de la venta de los diarios locales, y, por otra parte, un documento de las estrategias de competitividad en el ámbito periodístico de la época ligado al terreno literario a través de la narrativa popular. Este éxito se manifiesta en el discurso del crítico en la constatación de las tensiones del campo periodístico dominado por los diarios porteños La Prensa y La Nación, en evidente rivalidad por obtener la exclusividad de las novelas por entrega extranjeras más populares.

No sin desprecio, el crítico plantea una breve caracterización del estado «actual» del género, identificándolo como «literatura popular», señala la moda del policial e infiere una suerte de «evolución del género»:

La literatura popular, novelesca y teatral, es en nuestros días esta de los Conan Doyle, Leroux, Leblanc, Moir, Decourcelle, Invernizzio, y es un progreso sobre aquella envejecida, desacreditada, de los precursores: Montespin (sic), Gabareau (sic), Ebeot (sic), Ohnet -ramplones literatos que, al decir de las gentes formales, escribían para la plebe "grosso modo". Y no solo se ha perfeccionado como factura, sino que se ha impuesto a todo el mundo, hasta a las clases superiores. Arsenio Lupin, el ladrón de levita; Rafles (sic), el ladrón elegante; El perfume de la dama enlutada, La aguja hueca, están en todas las manos, en el hogar, en los viajes, en los clubs, en todas partes, y han desalojado, o por lo menos subalternizado a las novelas psicológicas de Burget; históricas de Walter Scott y Sienkievich (sic); naturalistas de Zola, Balzac, Flauber (sic), Mauppassant (sic); idealistas, picarescas, sociales, de intriga (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Evidentemente, el autor identifica como «literatura popular» un corpus de textos predilectos de un público masivo, que supera las diferencias sociales («hasta a las clases superiores») y que ha alcanzado, a su parecer y en su contexto, una perfección formal tal que justificaría el éxito de su recepción. Recordemos, al respecto, que en Europa, a fines del siglo XVIII, cuando comienza el auge del folletín, la novela no representaba un género prestigioso, y mucho menos la literatura ligada a los diarios. Recién en el primer cuarto del siglo XIX se le reconoce a la novela cierto estatus entre los géneros literarios (Lyons, 2001: 542).

En este canon aparentemente exitoso de «literatura popular» mencionado por el crítico no figura ninguna referencia a posibles filiaciones con el mismo género cultivado en Argentina desde el siglo XIX -como ser el conocido caso de los folletines de Eduardo Gutiérrez, entre los que se destaca Juan Moreira (cfr. Rivera, 1980)-, omisión significativa que enfatiza el predominio en el mercado local e internacional de una particular retórica de literatura popular (en cuanto estilo y temática), en el que no entra en consideración la producción de países latinoamericanos.

Una pregunta organizadora del enunciado del autor, que indaga sobre la naturaleza del folletín y funciona retóricamente como el punto problemático (o la causa) de su ensayo, motiva el cambio en la tónica de su discurso, de valorativa a expositivo-didáctica. De este modo se pone en funcionamiento el rol del letrado que «corrige» el gusto popular:

¿Qué irresistibles atractivos poseen las fábulas trágicas? Ante todo conviene no confundir. La tragedia de folletín no es la tragedia griega, de origen olímpico, dionisíaco; ni la moderna, interior o de almas. La tragedia ática era parodia sublime de la vida, agitada por altísimos ideales y la lucha desesperada con los instintos; el choque de la voluntad y el fatalismo en la familia, en el pueblo, en la historia (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Esta pregunta nos introduce en la cuestión del posible reconocimiento de la existencia de una retórica popular. El crítico indaga sobre los elementos de persuasión de la literatura popular que atrae o convence con mayor eficacia a un público anónimo y numeroso, frente a los procedimientos de una retórica de la literatura culta, cada vez más ajenos a los intereses de los lectores contemporáneos.

El didactismo del crítico conduce la argumentación en apoyo de su tesis (la definición de las «fábulas trágicas» por la ausencia de los elementos de los géneros sublimes) a la exposición de ejemplos de cada caso: en primer lugar, la tragedia ática y su consideración por parte de grandes pensadores a lo largo de la historia «universal» («los antisocráticos, Nietzsche, el emperador Juliano»), género estimado como «remedio» del alma pecadora y atormentada, fundamento de su sublimidad; en segundo lugar, «la tragedia interior o de almas», como culminación del «espíritu humano» y «expresión excelsa del arte» y su consideración por dos de sus mejores representantes (Ibsen y Maeterlinck).

Luego de la identificación de los rasgos ausentes y de la acentuación de su contenido vacío, la observación del crítico se detiene en una supuesta presencia (hechos inverosímiles), que por contraste resulta deficiente. De este modo, retoma la valoración negativa del comienzo del artículo:

No; la tragedia policial de nuestro tiempo, es pura fábula vacía de simbolismos trascendentales. Es eso no más: fábula. Y urdía de manera burda, toda visualidad. El afán que tiene el novelador de asombrar a los lectores, con sucesos inverosímiles, de una extraordinaria intensidad dramática, le hace ser disparatado (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Aquí el crítico se aproxima a los cuestionamientos vigentes desde mediados del siglo XIX en la crítica literaria a la novela en general (Molina, 2011: 45-47). Observamos en el caso estudiado una particularización en el policial de los condicionamientos y exigencias que la prensa impone a las novelas para ser publicadas en su medio y que pueden sintetizarse en cuatro rasgos, todos ellos presentes en el artículo analizado: moral, útil, instructiva, verosímil.

Del mismo modo que los casos anteriores, el crítico se apoya en ejemplos demostrativos de las situaciones inverosímiles (Leroux, en particular). Como punto determinante de caracterización de los atractivos de este género popular, que el autor considera «imbécil», encuentra una proximidad de rasgos con los de «las crónicas del delito»: «despiertan la curiosidad, estrujan los nervios» (Quevedo Hijosa, 1912: 3). Y como cierre final de su argumentación se detiene en afirmaciones de índole moral con un matiz condenatorio: «Pero terminada la narración queda al lector una sensación de fatiga y asco como después de un exceso de vicio innoble» (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

La condena moral del folletín policial se torna cada vez más agresiva, lo que en el discurso se manifiesta de modo gradual cuando el crítico analiza la evolución del género: de «imbécil» a viciosa, y luego a «populachera». Nuevamente remarca la contraposición entre una literatura popular naif y su transformación decadente posterior:

Antes era simplemente disparatada, de mal gusto; ahora es perversa. Ponzon du Terrail (sic) y Montepin narraban crímenes, robos, raptos, más los delincuentes concluían siempre mal e inspiraban odio o lástima invencible antipatía. Gaboreau (sic) y Conan Doyle hicieron el detective protagonista en sus obras, dotándole de facultades geniales. Moucieur (sic), Lecocq (sic), Cherlock Holmes (sic), Nick Carter, persiguiendo asesinos y ladrones y esclareciendo dramas complicados, absorben por entero al lector, que se interesa por las investigaciones pseudocientíficas y siente admiración por los prodigios de inteligencia. No ocurre lo mismo con las modernas novelas populares. Maurice Leblanc y Gastón Leroux han hecho del vulgar criminal una divinidad, todopoderosa y extraordinariamente simpática y cuyas fechorías enajenan al público (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Tal como puede observarse, el crítico condena una literatura popular que conoce bastante bien como para delimitar, como un observador letrado, una evolución del género y confeccionar listas que corresponden a un canon internacional, fundamentalmente con títulos del campo literario francés e inglés, que supone lo suficientemente conocido por el público lector, ya que no se detiene en detalles contextuales. Obsérvese, además, que esta distinción evolutiva delimita un corpus de literatura policial particular frente al cual se delinea otro, que resulta de mayor agrado para el crítico.

Una vez alcanzado este punto, el autor introduce posibles objeciones que matizan la argumentación. La más significativa se refiere a una valoración universal y atemporal de las «fábulas trágicas», lo que se constataría con ejemplos de la misma «gran literatura». Nuevamente emplea el contraste para diferenciar las dos retóricas, la letrada y la popular: los héroes y las aventuras de las «fábulas trágicas» de Dumas, por ejemplo, frente a «los personajes como prototipo de una clase de hombres superiores» (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

El mayor protagonismo que adquiere el delincuente en esta etapa de evolución del género, para el crítico, responde al gusto de un sector social, cuya valoración connota desprecio clasista: «Y esta literatura, fuerza es reconocerlo, es disolvente. Tiene sus más asiduos y encariñados lectores en la masa semianalfabeta de todos los países» (Quevedo Hijosa, 1912: 3). Denuncia, además, los peligros de este tipo de gestos literarios y la inmoralidad de una retórica que promueve, a su entender, la «apología del delito». El menosprecio por la «masa» lectora de folletín se manifiesta en la creencia en su incapacidad de discernimiento entre el bien y el mal, entre el respeto por las normas sociales y su distorsión: «Para las mentes incultas, incapaces de ese discernimiento, endiosar el bandolerismo es francamente cumplir» (Quevedo Hijosa, 1912: 3). Su gran preocupación, entonces, radica en la inmoralidad deformante de este tipo de arte literario y en la ingenuidad del público lector que debe ser instruido con buenas lecturas.

La mención de Thomas De Quincey, con su obra Del asesinato considerado como una de las bellas artes, y la advertencia preliminar del autor conducen al crítico a matizar un poco más su argumentación, explayándose en mostrar con otros ejemplos la veracidad de sus tesis. Observa la necesidad de introducir en el libro una advertencia del autor, por medio de la cual el lector «ilustrado» logra interpretar correctamente la obra sin cometer delito, frente al ignorante lector de masas que se ve movido a cometerlo. De este modo, de la cuestión de la literatura como apología del crimen, el crítico pasa a la actitud de una lectura polarizada que resulta en una correcta (letrada) / incorrecta (popular) interpretación de una obra literaria. En este punto se unen sus afirmaciones: la responsabilidad del crimen no solo proviene de una mala literatura popular sino también de su inadecuada recepción (por parte del lector inculto):

El autor de la versión castellana, Diego Ruiz, hizo una advertencia oportuna diciendo que un intelectual imagina una teoría razonada del robo, y no roba; y que un latino, o mejor dicho, un indio, lee algunos párrafos de la teoría y desciende al mal gusto de ponerla en práctica. Ruiz lo sabía bien. Escribió una Defensa de la avaricia, y él mismo cuenta que empezó en broma y acabó por sentir. No somos reaccionarios, lejos de eso. Admitimos que hasta los ignorantes lean obras que para comprenderlas se necesita cierta cultura. Obras como el Elogio de la locura, El derecho a la pereza, La propiedad es un robo. Hay en ellas ciencia y la ciencia educa (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Se manifiesta claramente, sobre todo en la última sentencia de la cita, la idealización ilustrada de la literatura con contenido científico-naturalista. En este sentido, el crítico señala una tendencia en la narrativa que contrasta con la definida por él mismo como «populachera»: la ilustrada, es decir, con fines educativos. Obsérvese, además, la identificación y diferenciación, que roza el prejuicio racista, común en la época, entre un «intelectual» (que presupone un hombre culto y europeo) y un «latino» reconocido como «indio» (que implica un ser ignorante e ingenuo, un «sin cultura» que debe ser cultivado).

A este tipo de narrativa corresponde, según Quevedo Hijosa, un lector particular, capaz de comprender los guiños humorísticos y críticos de sus cultores, es decir, un erudito:

De Quincey presenta al célebre bandido Williams como un epicúreo del asesinato y hace una soberbia estética del delito. El lector ilustrado sonríe amargamente, pero un adolescente, una mujer, un obrero, han de sentirse maravillados de ese arte estupendo que consiste en aplastar cráneos, destripar con maestría y repartir cuchilladas con bello gesto (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Obsérvese la indefinición de la categoría «lector ilustrado», que connota a los hombres adultos no obreros, por oposición a los ignorantes que a continuación menciona («un adolescente, una mujer, un obrero»). En esta distinción funciona la representación social que el crítico construye sobre un sector popular que considera ignaro, mezclando cuestiones generacionales (adolescente), de género (mujer ignorante) y laborales-clasistas (obrero).3

Para reforzar la idea de la persistencia del «melodrama policial» nocivo en la literatura popular, el crítico se detiene en la exposición de ejemplos del teatro y opina sobre una obra de Octavio Wirberan o Wirheran,4 recientemente representada en Argentina, en la cual el delincuente resulta simpático y honrado, sin importar su delito ni las faltas a las normas sociales y legales.

Se lamenta nuevamente por la indeterminación de clases sociales que produce la literatura folletinesca, al ser la preferida por todo tipo de público:

Este nuevo género ha producido en el público un furor insano. Las mismas clases aristocráticas y capitalistas que se ofenden por las tendencias subversivas de la dramática moderna; que no toleran que aparezcan en los escenarios las multitudes sublevadas por las inquietudes sociales, que abominan de la exhibición de los dolores del pueblo, asisten complacidas a las hazañas de los ladrones elegantes que burlan la ley y se mezclan con las gentes distinguidas y son afortunados en el juego, en el duelo, en el amor y en el crimen (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

En este lamento se presupone una consideración de la literatura como signo de distinción de clase. Pero también se implica que a cada clase social le corresponde una expresión cultural diferente. Estas premisas entran en crisis en esta época, motivo que, consideramos, origina el ensayo de Quevedo. El crítico constata este hecho al observar que el género de las «fábulas trágicas» ha evolucionado de tal modo que ha producido una ruptura sociocultural, promoviendo el interés de todas las clases sociales por un mismo género literario. Se alimenta, de este modo, la utopía de la desaparición de fronteras sociales en la literatura, lo que para el crítico resulta algo inquietante y catastrófico, ya que rompe su esquema de armonía de clases basada en la creencia de que a cada cual (en este caso, a cada clase) le corresponde un género literario particular.

Para contrastar con esta angustia producida por el fenómeno de la literatura popular, el autor invoca la visión de Brunetière sobre el porvenir de la narrativa que derivaría en un idealismo, cuyos máximos representantes se distinguen, para Quevedo, entre los simbolistas. El problema de una literatura de «calidad superior», al entender del crítico, reside en el selecto grupo de sus seguidores y de su recepción, situación que la ubica en desventaja frente a la «otra literatura, la hueca de ideas y de grosero estilo, la de las fábulas trágicas, truhanescas», que tiene su público en la «masa del pueblo, comprendidas todas las clases sociales, las más humildes y las más cultas» (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

La explicación que arriesga Quevedo Hijosa de este fenómeno de la literatura popular se apoya en la hipótesis de que es resultado o consecuencia del lado negativo de la vida moderna: «Concurre a la explicación del fenómeno el estado de espíritu del hombre moderno, solicitado por absorbentes preocupaciones, y el natural deseo de no aumentarlas voluntariamente. La literatura ha ganado así en comisión, con tendencia a hacerse cinematográfica» (Quevedo Hijosa, 1912: 3). En la cita se observa, además, la consideración negativa de la relación cine-literatura, presentida por los letrados de entre siglos.

Para explayar su explicación del fenómeno, el crítico desarrolla a continuación la idea de la coexistencia de escritores que viven y producen para diarios, de vida literaria efímera e imperecedera, junto a escritores de gran valor universal, que perdurarán en la historia literaria: «Para la labor literaria intensa, ¿qué importa que se eclipsen absorbidos por el periodismo y el cinematógrafo los Prévost, Margheritte, Lemaitre? Basta que haya un Ibsen, un Tolstoi, cada siglo» (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

En esta explicación subyace la creencia esencialista de una suerte de «selección histórica» de las obras literarias de valor universal, que podría leerse como correlativa, hasta cierto punto, de su similar evolucionista de la selección natural del más fuerte. Dicha selección está basada, para Quevedo, en la presencia de «Arte» en las obras literarias de valor universal, algo de lo que -Quevedo está convencido en este punto- carecen las «fábulas trágicas» de la literatura popular.

Finaliza el artículo con una advertencia al público letrado: «Pero el arte está ausente en esta monstruosa literatura que nos invade y de la que deberíamos defendernos porque es un ultraje a nuestra dignidad de hombres civilizados» (Quevedo Hijosa, 1912: 3).

Queda sellada, de este modo, la condena ilustrada, intelectual y moral de la literatura popular, no tanto por su carácter de extranjera, sino fundamentalmente por responder a un gusto masivo indiscriminado de una vertiente del folletín policial de principios del siglo XX, sin proponer ni promover como contrapartida el cultivo de una literatura nacional controlada (moral, instructiva, bella y erudita), presupuesta en sus juicios de valor.

 

4. Conclusiones

De acuerdo con lo analizado, deducimos en el artículo de Federico Quevedo Hijosa la existencia de dos retóricas de la narrativa de la época: por un lado, la popular, de fuerte raigambre en los intereses y gustos de un público lector considerado «ignorante» en formación literaria, que, por lo general, muestra interés por la morbosidad, la cursilería y el melodrama, vertiente privilegiada por la prensa; por otro lado, la letrada, asociada con la clásica literatura sublime con vínculos con las obras literarias consideradas en la época como universales, dentro del canon admitido como dominante en el mundo letrado, que no se corresponde con el gusto masivo (en el sentido de «sin distinción de clases sociales»).

La condena moral de la literatura popular, que atentaría contra la humanidad, según el crítico, representa una expresión simbólica de la reacción del sector de la elite intelectual que domina el campo literario de la época y que ve amenazada su posición dominante ante la emergencia de un mercado editorial popular y masivo ligado a las empresas periodísticas y a las editoriales literarias extranjeras.

Las tensiones entre los escritores en el incipiente campo literario argentino se materializan en la competencia por un público lector masivo que lee indistintamente «alta literatura» y «literatura popular», sin reconocer distinciones estilísticas.

 

_____________________________
Notas
* El presente artículo forma parte del proyecto de investigación desarrollado por la autora en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET) como miembro de la Carrera de Investigador Científico. El proyecto se titula: «El folletín en la prensa tucumana desde fines del siglo XIX y principios del siglo XX (1880-1930). Tensiones entre "alta cultura" y "cultura popular". Los casos de El Orden y La Gaceta». Se encuentra en ejecución desde 2010 y actualmente sigue vigente bajo el tema: «Tensiones literarias en los periódicos de Tucumán entre fines del siglo XIX y principios del XX». Una primera versión del siguiente análisis fue presentada en el I Coloquio Nacional de Retórica «Retórica y política» y I Jornadas Latinoamericanas de Estudios de Retórica, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, en 2010.
1 Federico Quevedo Hijosa, como periodista y escritor, transita por las redacciones del diario La Nación y de la revista El Hogar, entre otras publicaciones argentinas. En 1921 publica bajo su propia edición una novela breve titulada El casamiento de Gilda. En El Orden, en el artículo analizado, el segundo apellido del autor aparece con un error tipográfico que consiste en la eliminación de la vocal final, es decir, figura como «Quevedo Hijos» (sin la a final).
2 En los fragmentos citados del artículo analizado se actualizó solo parcialmente la ortografía del texto para agilizar su lectura. Se respetaron los errores tipográficos de los nombres de los autores citados para poder visualizarlos. No se pudo constatar el origen de dichas faltas, que pueden ser atribuidas tanto a los editores del diario como al propio autor del artículo.
3 En estas cuestiones persiste una línea de bajada al lector presente en El Orden de Tucumán, desde fines del siglo XIX, momento en que se publica un trabajo sin firma que condena las novelas policiales francesas de la época (Risco, 2011c).
4 El error de transcripción pertenece al original. Dicho error no permite identificar ni al autor ni a la obra a la que Quevedo Hijosa hace referencia.

 

Referencias bibliográficas

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