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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.65 Medellìn ene./jun. 2014

 

EN BUSCA DE UNA ÉTICA LITERARIA Y VITAL DEL DESARRAIGO EN LOS DETECTIVES SALVAJES DE ROBERTO BOLAÑO*

SEARCHING FOR A LITERARY AND VITAL ETHICS OF UPROOTEDNESS IN ROBERTO BOLAÑO'S LOS DETECTIVES SALVAJES

 

Jorge Mario Sánchez Noguera

Universidad de los Andes, Colombia, jeinzu2003@yahoo.com.

Recibido: 02/07/2013 - Aceptado: 10/11/2013


 

Resumen

En el presente artículo se analiza la novela de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, a partir de la condición de exiliados de sus protagonistas. Se rastrean las propuestas éticas y estéticas de Bolaño con respecto al exilio a la luz de las teorías de Zygmunt Bauman, y se observa cómo en la novela Bolaño va más allá del cinismo, el hedonismo o el nihilismo que pueden surgir cuando las utopías encaminadas al cambio social se desvanecen.

Palabras clave: Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, exilio, Zygmunt Bauman, ética.


 

Abstract

In this article we analyse Roberto Bolaño's novel Los detectives salvajes, based on the exiled condition of its main characters. We trace Bolaño's ethical and aesthetical responses to this exile, taking into account Zygmunt Bauman's theories, and we observe how in the novel Bolaño goes beyond the cynicism, hedonism or nihilism that could emerge when the utopias aimed to achieve the social change vanish.

Keywords: Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Exile, Zygmunt Bauman, Ethics.


 

1. Introducción

Uno de los temas centrales de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, es la forma como el exilio o desarraigo puede sumir al individuo en el horror, la fragmentación, la desesperanza, la incertidumbre y la soledad, pero también puede brindarle la oportunidad de dar un salto ético y vital que no podría dar de otra manera. El desarraigo y nomadismo constante de los protagonistas (Ulises Lima y Arturo Belano), en la segunda parte del libro, es consecuencia del desmembramiento del grupo poético de neovanguardia realismo visceral, fundado, con una clara intención contestataria y revolucionaria, por Lima y Belano en México DF en la década de los setenta, así como de la muerte de la poeta Cesárea Tinajero, precursora de dicho movimiento. En la novela, el fracaso del realismo visceral y la muerte de Tinajero representan el fracaso de las utopías revolucionarias colectivas que acompañaron a muchos de estos movimientos en Latinoamérica y a muchos narradores e intelectuales latinoamericanos durante buena parte del siglo XX, y la forma como estas utopías resquebrajadas dieron paso al desencanto de las nuevas generaciones de latinoamericanos, quienes han vivido en carne propia la diáspora como consecuencia de las dictaduras de derecha e izquierda que asolaron el continente y de la terrible situación económica de la región. Por todo lo anterior, en el presente artículo se rastrean las propuestas éticas y estéticas de Roberto Bolaño a este desarraigo a la luz de las teorías de Zygmunt Bauman, y se observa cómo en Los detectives salvajes Bolaño va más allá del cinismo, el hedonismo o el nihilismo que pueden surgir cuando las utopías encaminadas al cambio social se desvanecen.

 

2. Ética literaria

El conflicto entre la creación literaria, el consumismo contemporáneo y la primacía del mercado sobre la producción y el consumo culturales es abordado por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, en el capítulo sobre la Feria del Libro de Madrid de 1994. Uno de los conferencistas/narradores de este segmento, Pere Ordóñez, refiere que, «antes», los escritores españoles y latinoamericanos se ajustaban a la figura del héroe, ya que «entraban en el ruedo público para transgredirlo, para reformarlo, para quemarlo, para revolucionarlo» (Bolaño, 2006b: 485). Estos escritores «procedían generalmente de familias acomodadas, familias asentadas o de una cierta posición, y al tomar ellos la pluma se volvían o se revolvían contra esa posición: escribir era renunciar, era renegar, a veces era suicidarse» (485). Sin embargo, para Pere Ordóñez, los escritores de la actualidad buscan ante todo convertirse en celebridades, y para ello se pliegan a los mandatos del mercado y de quienes ostentan el poder:

Hoy los escritores de España (y de Hispanoamérica) proceden en número cada vez más alarmante de familias de clase baja, del proletariado y del lumpenproletariado, y su ejercicio más usual de la escritura es una forma de escalar posiciones en la pirámide social, una forma de asentarse cuidándose mucho de no transgredir nada [...]. Y se comportan como empresarios o como gánsteres. Y no reniegan de nada o solo reniegan de lo que se puede renegar y se cuidan mucho de no crearse enemigos o de escoger a estos entre los más inermes. No se suicidan por una idea sino por locura y rabia. Las puertas, implacablemente, se les abren de par en par. (485)

En este capítulo leemos también las confesiones de algunos escritores españoles asistentes a la Feria del Libro, todos reputados y consagrados, todos viviendo holgadamente de la literatura y plegándose a lo que su nicho de mercado espera de ellos (tenemos el escritor de izquierdas, el escritor nacionalista, el escritor católico, el escritor outsider o «maldito»...). Estas confesiones tienen su contrapunto irónico en el último relato de este capítulo, el de Felipe Müller, que habla de los dos escritores latinoamericanos (el cubano y el peruano) que inicialmente combinan su creación literaria con el heroísmo de la causa revolucionaria, pero que terminan fracasando estrepitosamente, perseguidos por la misma revolución que impulsaban, solitarios, decepcionados y enfermos (484-500). Así, en la literatura hispanoamericana contemporánea los héroes revolucionarios han sido derrotados y han dado paso a las celebridades. El consumismo que contamina todos los aspectos de nuestra vida permea igualmente la creación, la distribución y el consumo literarios, y la mayoría de los nuevos escritores no parece muy dispuesta a cambiar esta situación.

Para Bolaño la verdadera literatura sería la opuesta a la que ejercen los escritores ávidos de respetabilidad, es decir, aquella que se sumerge con los ojos abiertos, que «vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes» (2006a: 284). En su Discurso de Caracas, Bolaño afirma que la patria de un escritor no es el país en el que nace, sino que esta puede ser su lengua, la gente que quiere, su memoria, su lealtad y su valor; en fin, «muchas pueden ser las patrias de un escritor [...], pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura» (2006a: 36).

Y esta escritura de calidad significa «saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura es básicamente un oficio peligroso» (36). En estas declaraciones hay dos aspectos, fuertemente relacionados entre sí, que a continuación analizaremos: el énfasis que Bolaño pone en el carácter extraterritorial de la literatura en general y de su obra en particular, y el hecho de que la escritura de calidad sepa «meter la cabeza en lo oscuro».

2.1 Literatura y exilio

Para Bolaño un escritor no tiene «patria» en el sentido estricto del término. La obra de un escritor no puede ser etiquetada a partir del país de origen del autor. En otro de sus ensayos, titulado Literatura y exilio, Bolaño declara que para él el exilio es una «actitud ante la vida» (2006a: 40), y recuerda a su gran amigo, el poeta mexicano Mario Santiago (cuyo álter ego en Los detectives salvajes es Ulises Lima), quien es expulsado de Austria en 1978 e imposibilitado de regresar hasta 1984, lo que lo ubicaría «en el no man's land del ancho mundo» (42). Sin embargo, a Mario Santiago

Austria y México y Estados Unidos y la felizmente extinta Unión Soviética y Chile y China le traían sin cuidado, entre otras cosas porque no creía en países y las únicas fronteras que respetaba eran las fronteras de los sueños, las fronteras temblorosas del amor y del desamor, las fronteras del valor y el miedo, las fronteras doradas de la ética. (42-43)

A partir de esta semblanza, Bolaño concluye que «[l]iteratura y exilio son, creo, las dos caras de la misma moneda, nuestro destino puesto en manos del azar», y afirma que «[p]ara el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria» (43).

Esta relación entre exilio y creación poética es analizada por Zygmunt Bauman en el epílogo de Modernidad líquida. Como primera medida, Bauman reconoce, siguiendo a Milan Kundera y su Arte de la novela, que «para el poeta, escribir significa derribar el muro tras el cual se oculta algo que "siempre estuvo allí"», y

[p]ara estar a la altura de esa misión, el poeta no debe someterse a las verdades ya conocidas y gastadas, a verdades que ya son «obvias» porque han sido sacadas a la superficie y han quedado flotando allí. No importa si esas verdades «dadas por sentado de antemano» son consideradas revolucionarias o disidentes, cristianas o ateas... o si se les ha considerado nobles, correctas o adecuadas. Sea como fuere, esas «verdades» no son «eso oculto» que el poeta está llamado a revelar, sino que son, más bien, parte del muro que el poeta debe derribar. (2008: 213)

Bauman conecta esta idea con lo observado por Alfred de Musset dos siglos atrás: «los grandes artistas no tienen país» (en Bauman, 2008: 215), en el sentido de que el «"no tener Estado Cultural" significa tener más de una patria, construir un hogar en la encrucijada de culturas», y por lo tanto

el arte, como los artistas, tiene muchas patrias, y siempre más de una [...]. El truco no es no tener hogar, sino tener muchos, y estar al mismo tiempo fuera y dentro de cada uno de ellos, combinar la intimidad con la mirada crítica de un ajeno, el involucramiento con el distanciamiento -un truco que las personas sedentarias tienen pocas probabilidades de aprender-. Aprenderlo es la oportunidad del exiliado: de alguien técnicamente exiliado -el que está en el lugar, pero no es de él-. La falta de confianza consecuencia de esta condición (que es esta condición) revela que las verdades natales son hechas y deshechas por el hombre, y que la lengua materna es una interminable corriente de comunicación entre las generaciones y un tesoro de mensajes siempre más ricos que todas sus interpretaciones. (2008: 217)

Bauman recuerda que George Steiner mencionaba a aquellos escritores (como Beckett, Borges y Nabokov) que se movían con facilidad en varios universos lingüísticos, por lo que podían atisbar «la invención humana detrás de cada imponente y aparentemente indomeñable estructura de cualquier universo» (218). Y aquí hay que tener en cuenta que todo universo es «lingüístico », ya que solo puede estar hecho de palabras que «dividen el mundo en las clases de objetos nombrables» y «elevan todos esos artefactos al nivel de realidad, la única realidad que existe» (218). Son escritores, por lo tanto, que se mueven en las grietas inmanentes de los múltiples sistemas que intentan abarcar la realidad, y por lo tanto nunca se amoldan completamente a las leyes de ninguno de estos sistemas.

Si entendemos que «seguir una norma es mera rutina, más de lo mismo, no un acto de creación», el acto de «[c]rear (y por lo tanto también descubrir) siempre implica transgredir una norma» (Bauman, 2008: 218). En este sentido, la situación de los exiliados es especialmente fructífera, ya que para ellos, por su propio carácter de desterrados, «transgredir las normas no es resultado de una libre elección, sino una eventualidad que no puede evitarse» (218). Sin embargo, este exilio

no implica necesariamente un traslado físico, corporal [...]. [L]a marca distintiva de todo exilio, y particularmente del exilio de un escritor (es decir, el exilio articulado con palabras, convertido en experiencia comunicable), es el rechazo a ser integrado -la determinación de sobresalir del espacio físico, de conjurar un lugar propio, diferente de aquel en el que los demás están establecidos, un lugar diferente de los lugares que se han dejado atrás y del lugar del destino-. El exilio no se define en relación con cualquier espacio físico en particular ni con la opción entre una cantidad de espacios físicos, sino por medio de una postura autónoma con respecto al espacio como tal. (218-19)

2.2 Meter la cabeza en lo oscuro

La idea de la escritura exiliada que sabe «meter la cabeza en lo oscuro» se relaciona con una concepción del arte en la que este, como propone Bauman, «es como una ventana sobre el caos: lo muestra al mismo tiempo que trata de enmarcar su deforme fluir» (Bauman et al., 2007: 14). El «gran arte» sería para Bauman (a partir de las ideas del filósofo francés Cornelius Castoriadis) aquel que logra que

tras cada una de las formas que hace aparecer, veamos el ilimitado caos del ser. Cada forma in-forma que es solo eso: una forma, una construcción, un artificio. Es en este desvelar el caos cuando el arte «cuestiona todos los significados establecidos, también el sentido de la vida humana y todas las verdades tenidas por irrebatibles». (14)

En este aspecto el gran arte tomaría distancia tanto de la religión premoderna, que es ante todo una «máscara» que esconde «el caos constitutivo del ser», como de la herencia de la Ilustración, ya que con esta, según Castoriadis, surgió «una fatal y quizá inevitable tendencia a buscar fundamentos absolutos, certezas definitivas, catalogaciones exhaustivas» (Bauman et al., 2007: 14). El racionalismo proveniente de la Ilustración enmascara, al igual que la religión, «la contingencia y fluidez del ser» (14). De allí que la labor de desenmascaramiento siga estando, y ahora más que nunca, en manos del gran arte: «Evitar que la humanidad olvide su propia mortalidad, es decir, su propia naturaleza -evitar que se olvide a sí misma- es tarea que compete hoy en día, justa y abiertamente, al arte» (15). Por lo tanto, el gran arte se encuentra al margen de la ambición del artista, de su búsqueda de reconocimiento, y por ello su devenir es independiente de las leyes del mercado y del consumismo desaforado. Bauman entiende, a partir de filósofos como Arendt, Gadamer y Ortega y Gasset, que el arte, «[p]recisamente por estar por encima y alejado del ajetreo de la lucha diaria por la supervivencia», porta «el mensaje de aquello que puede durar e ir más allá de la vida de cualquier individuo» (17). El arte, en un mundo fluido y en constante movimiento como el nuestro, «anima a hacer visible lo que de duradero pueda tener lo pasajero [...]. El arte respira eternidad» (17). Los artistas son los primeros en «percibir, sentir, aprehender, articular y mostrar (haciendo visible lo inteligible) lo nuevo, lo que está por nacer [...], la experiencia humana del estar-en-el-mundo» (95-96).

En otro de sus textos, Literatura + Enfermedad = Enfermedad, Bolaño formula algunas ideas similares cuando cita un poema de Baudelaire (El viaje) que resume su credo estético. Bolaño hace énfasis en los siguientes versos del poema:

¡Saber amargo aquel que se obtiene del viaje!
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!
[...]
Deseamos, tanto puede la lumbre que nos quema,
Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?,
Al fondo de lo ignoto, para encontrar lo nuevo. (cit. por Bolaño, 2009: 151-54)

Y concluye que este último verso «es la pobre bandera del arte que se opone al horror que se suma al horror» (154). El poeta, el artista, se halla en movimiento constante en su intento desesperado por cruzar el oasis de horror que se encuentra en algún lugar de los desiertos del tedio, pero su afán último es justamente asomarse a este horror y cruzarlo para encontrar lo nuevo. Esta es, por supuesto, una «batalla perdida de antemano, como casi todas las batallas de los poetas». Pero, a pesar de ello, «hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo» (155-56), de que

son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí. (158)

En este sentido, lo nuevo sería aquello que se encuentra en el interior del individuo (sea poeta o no) y que es nuevo justamente porque siempre ha estado allí, aunque oculto bajo pesadas máscaras culturales. No tiene que ver con una búsqueda superficial por las «nuevas formas», sino con una búsqueda interna, moral, espiritual y mística, que no rehúye el horror, el caos y la muerte.

Ese algo nuevo, que a la vez es algo que «siempre ha estado allí», y que se encuentra luego de atravesar el destierro y de asomarse al abismo, parece ser aquello que encuentra el poeta Ulises Lima en su exilio, sobre todo en Israel, tal y como lo entiende uno de los personajes de Los detectives salvajes que pasa varios días con él en Tel-Aviv, Norman Bolzman. A pesar de que en el libro jamás se nos presenta algún poema de Ulises Lima, podemos entender su recorrido vital como un recorrido poético y espiritual según el credo estético de Bolaño, y podemos apreciar igualmente el efecto desestabilizador que producen en ciertas personas que lo conocen no solo sus poemas, sino en general su presencia, sus palabras y actos. Como veremos a continuación, en Los detectives salvajes Roberto Bolaño nos presenta a Ulises Lima como un verdadero poeta (un místico o iluminado, incluso) que sabe meter la cabeza en lo oscuro, tanto en su obra como en su vida.

Tras la muerte de Cesárea Tinajero, a mediados de la década del setenta, Ulises Lima se marcha de México y se separa de Arturo Belano. Inicialmente se radica en París y se hospeda en una habitación lúgubre que a uno de los personajes le recuerda un ataúd (Bolaño, 2006b: 230), en la cual «había algo brillante en el cielorraso. Una luminiscencia que nacía en la única ventana -sucia a más no poder- y se extendía por las paredes y el techo como una marea de algas» (243). De él se dice que «nada de lo que hacía parecía obedecer a un proyecto prefijado» (228). A Ulises le gusta caminar sin rumbo fijo por las calles lluviosas de París, nunca consigue un trabajo y el dinero con el que llega se le agota rápidamente, y es tal la precariedad en la que vive que llega a contagiarse de sarna (243). Luego se radica un tiempo en Port Vendres, Francia, y quienes lo frecuentan afirman que el mexicano se encuentra al borde del suicidio (264). Consigue trabajo en un barco pesquero, y a las pocas horas de haber abordado el barco, a pesar de que los marineros llevan varias semanas sin pescar gran cosa y se encuentran al borde de la miseria, logran una pesca sensacional, «como nunca antes la habíamos visto ninguno» (267). Gracias al dinero ganado con la pesca, Ulises logra marcharse a Tel-Aviv, ciudad en la que vive Claudia, su amor de juventud.

Es en Israel donde Norman Bolzman, compañero sentimental de Claudia, conoce a Lima. Norman es un judío mexicano residente en Tel-Aviv, ávido lector de filosofía neokantiana, que nunca «supo apreciar el valor» de los versos que alguna vez leyó de Lima (Bolaño, 2006b: 284). Vive con Claudia y con otro mexicano, Daniel, quienes tuvieron tratos con Lima en México, en la década de los setenta. Cuando Ulises llega a su casa de Tel-Aviv, en 1979, Norman dice de él que «no parecía un poeta sino más bien un mendigo» (284), y desde ese momento le empieza a resultar muy difícil leer a los neokantianos. Poco después Norman se entera de que una de las razones por las cuales Ulises ha llegado a Tel-Aviv es para ver a Claudia, de quien está enamorado. Norman acepta esto con una cierta pasividad, y Lima termina viviendo con ellos durante algunas semanas en las que, según Norman, «reinó un nuevo orden en nuestra casa» (286). De hecho, Ulises escribe poemas a Claudia que lee en presencia de todos. A pesar de su indiferencia confesa hacia la poesía, a Norman lo afectan profundamente estos poemas de Lima, al igual que a sus compañeros. Norman cuenta sobre el primero de esos poemas: «El poema era más bien un conjunto de fragmentos sobre una ciudad mediterránea, Tel-Aviv, supongo, y sobre un vagabundo o poeta mendicante. Me pareció hermoso y así lo dije» (286).

Esa misma noche, al ir al baño, Norman ve que Ulises, quien duerme en la sala, está tirado boca abajo en el sofá, llorando. Esto se repite todas las noches, alterando de forma inexplicable la tranquilidad de Norman:

[...] la cabeza me daba vueltas porque cada noche, cuando salía a orinar, encontraba a Ulises llorando en la oscuridad, y eso no era lo peor, lo peor era que algunas noches pensaba: hoy lo veré llorar [...]. Y cuando pensaba que vería su rostro, lo imaginaba alzándose en la oscuridad, un rostro anegado en llanto, un rostro tocado por la luz de la luna que se filtraba a través de las ventanas de la sala. Y ese rostro expresaba tanta desolación que ya desde el mismo momento en que me sentaba en la cama, en la oscuridad, sintiendo a Claudia a mi lado, su respiración algo ronca, el peso como de una roca me oprimía el corazón y yo también sentía ganas de llorar. Y a veces me quedaba mucho rato sentado en la cama, aguantándome las ganas de ir al baño, aguantándome las ganas de llorar, todo por el miedo de que aquella noche sí, de que aquella noche su cara se levantase de la oscuridad y yo pudiera verla. (287)

Así, es gracias a Ulises, gracias a los poemas de Ulises e incluso a su sola presencia, que Norman se adentra sin quererlo en el horror, en la irracionalidad que incluso ya no le permite leer filosofía neokantiana, en el abismo que Ulises ha venido recorriendo sobre todo a partir de su exilio. Incluso la vida sexual de Norman se ve trastocada por este contacto con el horror:

Simplemente no podía hacerlo [...]. Claudia me preguntó qué me ocurría. No me ocurre nada, le dije, ¿por qué me lo preguntas? Porque estás más silencioso que un muerto, dijo ella. Y así era como yo me sentía, no como un muerto pero sí como un visitante involuntario en el mundo de los muertos. Debía permanecer en silencio. (287-88)

Al poco tiempo, Ulises, que nunca consigue un empleo y por lo tanto no puede pagar la estadía, se marcha de Tel-Aviv para continuar su trasegar sin rumbo por todo Israel. Angustiado por el poeta, Norman llega a exclamar: «¡Hemos condenado a Ulises al Desierto!» (Bolaño, 2006b: 293). Sin embargo, la historia de la transformación que Lima produjo en la vida de Norman no termina acá. Es retomada varios capítulos después por otro narrador, el propio Daniel Grossman, que compartía departamento con Claudia y Norman. Daniel da su testimonio en 1993. Tanto él como Claudia y Norman viven ahora en México, pero estos dos se han separado. Norman pasa largas temporadas en una casa en las playas de Puerto Ángel, «una casa sin teléfono en la que Norman se recluía para escribir y pensar» (449). Daniel lo visita en esta casa, pasan unos días juntos y luego vuelven al DF. Es en este trayecto donde tienen una conversación reveladora. Norman le confiesa a Daniel que ha estado teniendo problemas sexuales con las mujeres, y en algún momento empieza a hablar de Ulises Lima. Daniel recuerda su adolescencia en el DF con Ulises y con Claudia, y recuerda que «por aquellas fechas aún creíamos que íbamos a ser escritores y que hubiéramos dado todo por pertenecer a ese grupo más bien patético, los real visceralistas, la juventud es una estafa» (454). Bolzman le va haciendo saber poco a poco a su amigo que él ha deducido el significado oculto de los sollozos de Lima durante su estancia en el departamento de Tel-Aviv, cuando Ulises estaba locamente enamorado de Claudia:

Y entonces Norman dijo: no se trata de los real visceralistas, no has entendido nada, buey. Y yo le dije: ¿de qué se trata, pues? Y Norman, para mi alivio, dejó de mirarme y se concentró durante algunos minutos en la carretera, y después dijo: de la vida, de lo que perdemos sin darnos cuenta y de lo que podemos recobrar. ¿Y qué es lo que podemos recobrar?, dije. Lo que perdimos, podemos recobrarlo intacto, dijo Norman [...]. Podemos volver a entrar en juego en el momento en que queramos, oí que decía. (454)

Justo en ese momento Daniel ve en Norman «la misma cara que tenía a los dieciséis o a los quince» (456). Es decir, Norman, influenciado por la poesía pero sobre todo por la presencia poética de Ulises, ha logrado cruzar el desierto, el exilio y el horror y ha encontrado lo nuevo, que es, paradójicamente, lo que siempre ha estado allí, solo que oculto bajo las máscaras que la realidad impone desde afuera. Norman ha encontrado, junto con Ulises, ese «algo» (Cesárea Tinajero) que los impulsaba de jóvenes a rebelarse, a cambiarlo todo, a hacer la revolución. Solo que ahora la revolución que intentan hacer es interna, es una revolución espiritual.

En cuanto a Ulises, como su búsqueda se ha transformado a partir de su exilio -primero en Europa e Israel y luego, tras su regreso a México, en varios países de Centroamérica- en una búsqueda ante todo interna, en una revolución espiritual, aquella revolución colectiva de los real visceralistas, la que intentaba boicotear el establecimiento literario y transformar la sociedad, ya no es posible ni necesaria. Como dice Norman a Daniel, «no se trata de los real visceralistas» (Bolaño, 2006b: 454). Por ello, en los últimos capítulos de la segunda parte de la novela, Ulises hace las paces con Octavio Paz, su némesis durante la época del real visceralismo, el símbolo que los real visceralistas habían elegido como representante de aquella élite cultural y política contra la que intentaban rebelarse.

Ulises Lima sería, pues, la encarnación del gran poeta según el credo estético de Roberto Bolaño, no solo por su obra, que los lectores de la novela desconocemos, sino por su vida errante y azarosa y por el efecto desestabilizador que su sola presencia produce en ciertas personas que lo frecuentan. Pero también Cesárea Tinajero entra en esta categoría de «gran poeta» a pesar que desconozcamos igualmente su obra. En los años veinte, Cesárea deja atrás los ímpetus revolucionarios y «modernizadores» de los estridentistas para exiliarse en el desierto (Sonora), lo que, al parecer, la hace cruzar los oasis de horror y soledad extrema (las ciudades de Santa Teresa y Villaviciosa) que la sumergen en arrebatos místicos y proféticos.

Durante su estadía en Santa Teresa sigue escribiendo en cuadernos de tapas negras, lee mucho y trabaja en una fábrica de conservas (Bolaño, 2006b: 594). No es ajena al horror: vive en la calle Rubén Darío, «la cloaca adonde iban a dar todos los desechos de Santa Teresa», una calle poco «recomendable para una mujer decente» donde la pobreza, el abandono, la prostitución y la violencia son el pan diario (595). Del cuarto donde vivía Cesárea, a pesar de que estaba limpio y ordenado, emanaba algo que pesaba en el corazón -según una maestra que fue amiga de Cesárea y que cuenta esta historia-, «como si la realidad, en el interior de aquel cuarto perdido, estuviera torcida, o peor aún, como si alguien, Cesárea, ¿quién si no?, hubiera ladeado la realidad imperceptiblemente, con el lento paso de los días» (595). Cesárea incluso posee un cuchillo, porque, según ella misma dice, está «amenazada de muerte». Y, al recordar su habitación, la maestra recuerda un plano colgado de la pared, un plano al parecer de la fábrica de conservas en la que trabajaba:

[...] un plano que había dibujado Cesárea, en algunas zonas con gran cuidado en el detalle y en otras de forma borrosa o vaga, con anotaciones en los márgenes aunque la letra en ocasiones era ilegible y en otras estaba escrita con mayúsculas e incluso entre signos de exclamación, como si Cesárea con su mapa hecho a mano estuviera reconociéndose en su propio trabajo o estuviera reconociendo facetas que hasta entonces ignoraba. Y entonces la maestra tuvo que sentarse, aunque no quería hacerlo, en el borde de la cama y tuvo que cerrar los ojos y escuchar las palabras de Cesárea. E incluso, aunque cada vez se sentía peor, tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano de la fábrica. Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban, aunque la maestra suponía que si Cesárea se había entretenido en la confección de aquel plano sin sentido no era por otra razón que por la soledad en que vivía. Pero Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico1. (596)

Este plano puede ser, según podemos inferir, un poema de Cesárea Tinajero, en el que la poeta ha plasmado sus visiones y premoniciones, provocadas por su soledad extrema en ese cuarto donde la realidad se ha torcido, por los libros que lee y por su trato diario con el horror. Este proceso vital incluso cambia físicamente a Cesárea, quien con los años se transforma en una gigante (según recuerda la maestra):

Cesárea estaba de pie y le pareció mucho más grande que en su recuerdo. Debía de pesar más de ciento cincuenta kilos y llevaba una falda gris que acentuaba su gordura. Los brazos, desnudos, eran como troncos. El cuello había desaparecido tras una papada de gigante, pero la cabeza aún conservaba la nobleza de la cabeza de Cesárea Tinajero: una cabeza grande, de huesos prominentes, el cráneo abombado y la frente amplia y despejada. (598)

Incluso, cuando Lima y Belano, acompañados por Lupe y por García Madero, encuentran por fin a Tinajero, a pesar de que ella tiene más de setenta años, sigue siendo colosal: «Parecía una roca o un elefante. Sus nalgas eran enormes y se movían al ritmo que sus brazos, dos troncos de roble, imprimían al estregado y enjuagado de la ropa» (602). Más adelante García Madero recuerda que la espalda «acorazada» de Cesárea era «como la popa de un buque que emerge de un naufragio de hace cientos de años» (607).

Como afirma el poeta Czeslaw Milosz (citado por Bauman): «El exilio es una prueba de libertad, y esa libertad asusta [...]. El exilio destruye, pero si resistes la destrucción, la prueba te hará más fuerte» (2006b: 182). Así, de todo ese proceso de inmersión en el exilio y en el horror, Cesárea Tinajero ha resurgido mucho más fuerte y libre que antes, y su poesía (ese «plano de la fábrica», por ejemplo) es visionaria, profética y desestabilizadora, tanto que logra generar en la maestra que tiene contacto con ella «un peso en el corazón» y logra, incluso, torcer la realidad (algo similar a lo que, como ya vimos, Ulises Lima genera en la vida de Norman Bolzman).

 

3. Ética vital

El credo estético de Bolaño tiene un componente vital y ético importante. Tener el coraje suficiente para aventurarse por los caminos del desarraigo podría engendrar el impulso moral que escasea en nuestras relaciones con los otros, en un mundo donde priman los intereses consumistas, donde las personas tienen el mismo carácter desechable de los artículos de consumo con los que nos satura el mercado, y donde las relaciones humanas son frágiles porque su permanencia depende de la utilidad y el placer que los involucrados puedan hallar mutuamente. En la actualidad nos encontramos, según Bauman, en un punto en el que «[u]na fluidez, fragilidad y transitoriedad implícita que no tienen precedente (la famosa "flexibilidad") caracterizan a toda clase de vínculos sociales» (2007: 121), y por ello «[l]a solidaridad humana» se ha convertido en «la primera baja de la que puede vanagloriarse el mercado de consumo» (104).

El movimiento constante tiene sus peligros, pero también tiene posibilidades éticas, sobre todo cuando se exploran caminos que no han sido recorridos con anterioridad. Los nómadas del mundo contemporáneo pueden moverse en las grietas de los sistemas que intentan apropiarse de la realidad, y es justamente gracias a este desarraigo, a esta no-pertenencia, que es posible vislumbrar una chispa de esperanza, ya que

[l]a ausencia de significados garantizados -de verdades absolutas, normas de conducta predeterminadas, límites preestablecidos entre lo correcto y lo incorrecto, reglas seguras para una acción exitosa- es conditio sine qua non de una verdadera sociedad autónoma y, al mismo tiempo, de la verdadera libertad individual. (Bauman, 2008: 223)

Según Bauman, «[p]ara los ciudadanos de la sociedad moderna durante su fase sólida la mayor oposición era la existente entre la obediencia y la desviación» (2008: 223). En nuestra sociedad moderna líquida, por el contrario, «la oposición que debemos resolver para preparar el terreno de una sociedad verdaderamente autónoma es la que se nos plantea entre asumir la responsabilidad o buscar un refugio donde la responsabilidad por las propias acciones no sea propia» (223). Sin embargo, estos refugios, estas «bases morales sólidas e inamovibles obligatorias para todos los seres humanos» (2006a: 32), han perdido el peso y la autoridad de los que gozaban en la etapa sólida de la modernidad y se han tornado, sobre todo, ambivalentes, debido justamente al «pluralismo de reglas» con las que nos encontramos a diario. En la actualidad, «las autoridades en las que podríamos confiar están en pugna, y ninguna parece tener el suficiente poder para darnos el grado de seguridad que buscamos» (28). Por eso, tarde o temprano, comprobamos «que seguir las reglas, por escrupulosamente que lo hagamos, no nos salva de la responsabilidad» (28). Bauman plantea que

[l]a apuesta de hacer a los individuos universalmente morales al dejar su responsabilidad moral en manos de los legisladores fracasó, al igual que la promesa de que todos serían libres en el proceso. Ahora sabemos que siempre enfrentaremos dilemas morales sin soluciones claramente buenas (esto es, soluciones de consenso universal, no cuestionadas), y que nunca tendremos la certeza de encontrar dichas soluciones, ni siquiera de saber si sería bueno encontrarlas. (2006a: 40)

Ahora es necesario aprender a vivir en un mundo abrumado por el misterio, un mundo donde el azar tiene una influencia enorme sobre todos los aspectos de nuestras vidas, la mayoría de acontecimientos y actos son inexplicables y «no todas las acciones, ni siquiera las más importantes, necesitan una justificación o explicarse como dignas de nuestra estima» (42). Ahora, más que nunca, es posible comprender que es inevitable que el destino de la convivencia humana solo pueda ser confiado a la «capacidad moral del ser humano», es decir, a la «moralidad personal», con todos sus peligros pero también con la esperanza que esto conlleva (43). Y este impulso moral, que emana de la responsabilidad individual, es ante todo no-racional o prerreflexivo.

La «espontaneidad prerreflexiva» de los impulsos morales ha sido propuesta tanto por Knud Lögstrup como por Emmanuel Lévinas. Lögstrup, citado por Bauman, afirma que «[l]a piedad es espontánea, porque la más mínima interrupción, el más mínimo cálculo, la más mínima vacilación o idea de cumplir con otra cosa la destruye por completo, y de hecho la convierte en su opuesto, la impiedad» (2007: 123). Por su parte, Lévinas deja claro que

la pregunta «¿por qué debo ser moral?» (es decir, esgrimiendo argumentos del tipo «¿en qué me favorecería eso?», «¿qué ha hecho por mí esa persona para que yo me preocupe por ella?», «¿por qué debería preocuparme si tantos otros no lo hacen?» o «¿no podría otro hacerlo en mi lugar?») no es el punto de partida de la conducta moral sino una señal de su muerte. (Bauman, 2007: 123)

El impulso moral es prerreflexivo porque la «necesidad de moralidad» no puede «ser establecida y menos aún comprobada discursivamente. La moralidad no es más que una manifestación innata de la humanidad, no "sirve" a ningún "propósito" y, por cierto, no está guiada por la expectativa de ningún provecho, comodidad, gloria o elevación» (Bauman, 2007: 123). No hay «motivos ulteriores » en la «expresión espontánea de la vida», y por esta razón «la demanda ética, esa presión "objetiva" de ser moral que emana del hecho mismo de estar vivo y compartir con otros el planeta, es silenciosa y así debe seguir siendo» (124). Según Lögstrup, «[l]a inmediatez del contacto humano está sostenida por las expresiones inmediatas de la vida», y «no necesita ni tolera ningún otro sostén» (Bauman, 2007: 124).

La responsabilidad individual tiene en cuenta que esta relación con el otro debe ser independiente de la reciprocidad, es decir, «programáticamente no simétrica» (Bauman, 2006a: 59). Siguiendo con Lévinas, Bauman propone que

[l]a actitud moral engendra una relación esencialmente desigual; esta desigualdad, no equidad, este «no pedir reciprocidad», este desinterés en la mutualidad, la indiferencia al «equilibrio» de ganancias o recompensas; en síntesis, este carácter orgánicamente «desequilibrado» y por ende no reversible de la relación «yo frente al otro» es lo que hace de este encuentro un acontecimiento moral. (2006a: 59)

La actitud moral no-simétrica no es «estar con otro», sino «ser para otro»: «Yo soy para Otro al margen de que el Otro sea para mí o no; el que él sea para mí es, por así decirlo, su problema, y cómo "maneje" ese problema no afecta en lo más mínimo el que yo sea para Él» (60-61). «[Y]o soy el guardián de mi hermano», pero lo soy al margen de que él lo sea para mí, y al margen de lo que otros «hermanos» hagan o dejen de hacer, es decir, al margen de las reglas o leyes vigentes en el tiempo y lugar en los que me encuentro (62). De hecho, tal como lo afirma C.H. Waddington, citado por Bauman,

las guerras, torturas, migraciones obligadas y otras brutalidades calculadas que constituyen gran parte de la historia reciente, han sido en su mayoría llevadas a cabo por hombres que consideraban que sus acciones eran justificadas y, de hecho, exigidas conforme a ciertos principios básicos en los que creían [...]. (2006a: 81)

El individuo moral, guiado por su propio impulso moral, elude las reglas que impone la sociedad: «Si mi responsabilidad puede expresarse como una regla, esta será una regla singular [...], una regla que, por cuanto sé y creo, ha sido hecha únicamente para mí y escucho aun cuando los oídos de los otros permanezcan sordos» (Bauman, 2006a: 63). En este sentido, el individuo moral sería comparable al santo, ya que «[l]os santos son personas únicas, personas cuyas acciones evitarían otros, por ser demasiado temerosos o débiles o egoístas para hacerlas» (63). Lévinas llama «norma de santidad» a aquella norma

que sobrepasa la medida compartida, universal, convencional o el promedio estadístico de decencia moral. Una norma -digámoslo- de lo imposible, lo inasequible; una utopía que siempre deja cualquier logro real lastimosamente atrás, que siempre será lamentablemente no satisfactorio. (Bauman, 2006a: 63)

Por todo lo anterior, «la moralidad es endémica e irremediablemente no racional, en el sentido de que no es calculada y, por ende, no se presenta como reglas impersonales que deben seguirse» (Bauman, 2006a: 72).

Como ya vimos, en Los detectives salvajes Ulises Lima y Arturo Belano, y antes de ellos Cesárea Tinajero, exploran ese lugar oscuro y sin reglas en busca de lo nuevo, que es a su vez lo que siempre estuvo ahí. Saben «meter la cabeza en lo oscuro», asomarse en las grietas de la realidad preestablecida, llegar a ese no man's land que existe en sí mismos y en el mundo y en el que no habita la razón, donde no se pueden calcular los costos y los beneficios, donde las leyes y las ideologías se resquebrajan. Si es un lugar que siempre estuvo ahí, es un lugar anterior al ser, a las máscaras que todos usamos para desenvolvernos en el mundo (y justamente por eso es, también, lo nuevo). Por lo tanto, es un punto no ontológico, el «antes del ser» en el cual, para Lévinas y para Bauman, se encuentra la «relación moral», el punto que representa

el rechazo de todo orden, de las estructuras que arrojan a los seres «al lugar que les corresponde» [...]. El «antes» de la moralidad se instituye no por la ausencia de la ontología, sino por su remoción y destronamiento. La moralidad es la trascendencia del ser [...], la oportunidad de esa trascendencia (Bauman, 2006a: 85).

Por ello, en la relación moral, al Otro se le confronta, no como persona, ya que persona es la «máscara utilizada para significar el papel desempeñado, una vez descrito y prescrito en el escenario», sino como Rostro, en el sentido de que «[l]a absoluta desnudez de un rostro, el rostro absolutamente indefenso, sin nada que lo cubra, vista o enmascare, es lo que se opone a mi poder sobre él, a mi violencia, y lo opone de manera absoluta, con una oposición que es en sí oposición» (Bauman, 2006a: 86). En esta relación «yo soy para el otro», es decir, «me doy al Otro en calidad de rehén» (86):

Yo asumo la responsabilidad del Otro, pero no en el sentido en que uno firma un contrato y asume las obligaciones en él estipuladas. Soy yo quien toma la responsabilidad. Y puedo tomarla o rechazarla, pero como persona moral la asumo como si no fuera yo quien la asume, como si la responsabilidad no pudiera ser tomada o rechazada, como si hubiera estado ahí «desde ya» y «desde siempre», como si fuera mía sin que la hubiera tomado. Mi responsabilidad, que abarca simultáneamente al Otro en tanto Rostro, y a mí como ser moral, es incondicional. (86-87)

Esta responsabilidad ilimitada, como dice Lévinas, proviene «del otro lado de mi libertad», es decir, de algo «previo a cualquier significado», de un tiempo «ulterior a cualquier logro», del «no presente por excelencia, el no original, lo anárquico, previo a la esencia o más allá de ella» (citado en Bauman, 2006a: 87). En síntesis, «no hay ningún lugar para la moralidad que antes del ser», esto es, «en el ámbito no ámbito que es mejor que el ser. Y es el ser moral quien debe buscar este ámbito, ya que no hay caminos trazados ni señalados para llegar a él» (Bauman, 2006a: 88). Esa búsqueda constante, ese viaje sin destino predeterminado, ese «acto de buscar ahí», en el «antes del ser», es «lo que fundamenta al ser moral» (89), aquel que está más allá de las normas éticas y de las convenciones sociales que le exigen un comportamiento para con los otros basado en la racionalidad, en el cálculo de costos y beneficios, en la utilidad. En este sentido, el ser moral se asemeja a los verdaderos poetas del credo estético de Bolaño, aquellos que se aventuran por «caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo [...]: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí» (2009: 158). Volvemos nuevamente a la semejanza entre el ser moral y el santo, en el sentido de que

[l]os santos son santos porque no se esconden tras los anchos hombros de la ley. Saben, o sienten, o actúan como si sintieran que ninguna ley, por generosa o humana que sea, puede agotar el deber moral, trazar las consecuencias de «ser para» hasta su extremo más radical, hasta la elección última de vida o muerte. (Bauman, 2006a: 95)

La moralidad «escapa a cualquier codificación», «no cumple ningún propósito fuera de sí», y por lo tanto «no es una relación que pueda ser vigilada, estandarizada, codificada» (Bauman, 2006a: 142-43). La acción moral «no aporta éxito ni ayuda a la supervivencia», elude por igual «el juicio de "interés racional" y el consejo sobre la conveniencia de la autopreservación» (143). Y para las organizaciones humanas, todas esas acciones que «no reúnen los criterios de consecución de metas o de disciplina se declaran antisociales, irracionales... y privadas» (143). El individuo moral se encuentra completamente solo, marginado de la sociedad donde imperan las reglas, así permanezca físicamente en el interior de dicha sociedad. Es, de cierta forma, un outsider.

A partir de Lögstrup y Lévinas, Bauman observa que «aunque un ser humano se resienta por estar solo (en última instancia), librado a su propia responsabilidad, es precisamente esa soledad la que contiene la esperanza de una unión impregnada de moralidad» (2007: 124). Sin embargo, esta es una esperanza y no una certeza, ya que

[l]a espontaneidad y la soberanía de las expresiones de la vida no aseguran que la conducta resultante sea éticamente adecuada ni una elección laudable entre el bien y el mal. El punto, sin embargo, es que las elecciones incorrectas y las correctas emanan de la misma condición, al igual que los intensos impulsos de evadirse y la solidez para aceptar responsabilidades, reacciones siempre provocadas por las exigencias. Sin protegerse de la posibilidad de hacer elecciones erróneas, no hay manera de perseverar en la búsqueda de la elección correcta. Lejos de ser una amenaza contra la moralidad [...], la incertidumbre es el terreno propio de la persona moral y, por lo tanto, el único en que la moralidad puede arraigarse y florecer. (124-25)

La maldición y la esperanza de la persona moral siguen siendo su imposibilidad de «derrotar la ambivalencia», y por lo tanto su única opción es «aprender a vivir con ella» (Bauman, 2006a: 207). Si queremos evitar la tentación de huir hacia esos defectuosos refugios de que disponen las organizaciones sociales, exacerbada por la «insoportable conciencia de nuestra propia impotencia» (Bauman, 2007: 129), debemos aceptar que la moralidad es ante todo un proceso de imaginación y creación constantes, un arte que «solo puede ser el arte de vivir con la ambivalencia, y tomar en nuestras propias manos la responsabilidad de la vida y sus consecuencias» (Bauman, 2006a: 207). No hay refugios ni salvavidas para la moralidad, no existen ya reglas universales que puedan quitarnos la responsabilidad individual como seres morales, que nos digan exactamente qué debemos hacer y cuáles son las consecuencias de nuestros actos. Ser conscientes de esto es la sabiduría que recibimos de la incertidumbre y la turbulencia reinantes en el mundo contemporáneo. «[D]arnos cuenta de que esta es justamente la realidad, que todas las promesas de evitar que esta sea la realidad son -y necesariamente deben ser- ingenuas o fraudulentas, esa es la mejor oportunidad de la moralidad y también su única esperanza», concluye Bauman (2006a: 209).

En Los detectives salvajes hay un capítulo en especial donde Bolaño propone, por medio de su álter ego Arturo Belano, una respuesta ética a la fragilidad de las relaciones humanas y la indiferencia reinantes en el mundo contemporáneo, y que presenta ecos de lo planteado por Bauman a partir de Lögstrup y Lévinas. El capítulo refiere el largo viaje que Belano, en calidad de periodista free lance, realiza al África en 1996, el cual es narrado por el fotógrafo argentino Jacobo Urenda (Bolaño, 2006b: 526-49). Cronológicamente hablando, Urenda es el último narrador que ve a Belano con vida: después de su relato perdemos completamente de vista al chileno; es probable incluso que haya muerto, por lo que podemos suponer que es acá donde Belano toma su última elección ética.

Por la forma despreocupada como el chileno se desenvuelve, por su aparente temeridad, Urenda cree que Belano, quien parece estar gravemente enfermo, está buscando en África una «muerte bonita» al estilo Rimbaud, pero al mismo tiempo se percata de que «tomaba cada día religiosamente sus pastillitas», de que «se comportaba más bien como si su salud le importara mucho» (Bolaño, 2006b: 528). Belano viaja mucho en África por tierra, lo cual a Urenda le parece casi imposible debido a las enormes distancias y a la violencia que asola al continente. Urenda nota además que con el paso del tiempo Belano va adquiriendo, a pesar de su enfermedad, una apariencia saludable e incluso juvenil (531).

Los últimos sucesos del capítulo transcurren en Liberia, en abril de 1996. El país se encuentra azotado por una cruenta guerra civil. Es tal su situación que las aldeas se han vuelto «una copia fiel del fin del mundo, de la locura de los hombres, del mal que anida en todos los corazones» (Bolaño, 2006b: 532). Urenda se encuentra en la capital del país y sabe que Belano ha estado ahí, pero nadie conoce su paradero. Debido a la violenta situación que se vive en Liberia, la mayoría de diplomáticos y periodistas extranjeros se marcha a la primera oportunidad, pero un grupo de periodistas, entre los que se encuentra Jacobo Urenda, decide hacer una gira hacia el interior. En algún momento de su recorrido, el convoy es atacado y uno de los periodistas es asesinado. Llegan por fin a una aldea semidesierta llamada Brownsville, donde encuentran a un grupo de personas, soldados y civiles, que se refugia en una casa, y entre ellos Urenda reconoce a un famoso fotógrafo español llamado Emilio López Lobo y a Arturo Belano (quien parece estar muy bien de salud). Las personas de la casa se hallan en una situación comprometedora, ya que son mandingas, y la aldea está rodeada por soldados krahn, sus enemigos mortales. Para tener una oportunidad de salvarse, los civiles mandingas deciden que al día siguiente van a caminar los más de 30 kilómetros que los separan del pueblo de Brewerville, de donde saldrán para la capital, Monrovia, y Belano, Urenda y sus acompañantes resuelven irse con ellos. Por su parte, los soldados mandingas se irán en dirección contraria, «a enfrentarse con una muerte segura» (542).

Esa noche, sin embargo, en medio de la oscuridad de la casa, Urenda tiene una visión aterradora:

[...] solo entonces comprendí que estaba nerviosísimo y que lo que me hacía falta, si es que quería dormirme, era hablar con alguien, y entonces me levanté y di unos pasos a ciegas, primero un silencio mortal (pensé, durante una fracción de segundo, que todos estábamos muertos, que la esperanza que nos mantenía era sólo una ilusión y tuve el impulso de salir huyendo desaforadamente de aquella casa que apestaba), después oí el ruido de los ronquidos, los murmullos apenas audibles de los que estaban aún despiertos y conversaban en la oscuridad en lengua gio o mano, en lengua mandinga o krahn, en inglés, en español.

Todas las lenguas, entonces, me parecieron aborrecibles.

Decirlo ahora, lo sé, es un despropósito. Todas las lenguas, todos los murmullos sólo una forma vicaria de preservar durante un tiempo azaroso nuestra identidad. En fin, la verdad es que no sé por qué me parecieron aborrecibles, tal vez porque de forma absurda estaba perdido en alguna parte de aquellas dos habitaciones tan largas, porque estaba perdido en una región que no conocía, en un país que no conocía, en un continente que no conocía, en un planeta alargado y extraño, o tal vez porque sabía que debía dormir y no podía. (543)

Urenda percibe que todos los hombres y mujeres que están en el interior de esa casa, en medio de la oscuridad, se encuentran sumidos en el horror, en una grieta de la realidad donde todas las lenguas son aborrecibles, donde los significados y las identidades se disuelven, donde todos son refugiados y están perdidos. Y Urenda ve la intensidad de ese horror y es incapaz de cerrar los ojos y dormir.

Belano y López Lobo, por su parte, están despiertos y conversan. Belano habla «de los nombres de la gente» y dice cosas como «imperdonable llamarse López Lobo, imperdonable llamase Belano»2 (Bolaño, 2006b: 544). Luego le dice a López Lobo que «cuando él llegó a África también quería que lo mataran [...]. Había perdido algo y quería morir, eso era todo»3 (544-45). Belano se echa a reír, y Urenda supone «que se reía de aquello que había perdido, su gran pérdida, y de él mismo y de más cosas que no conozco ni quiero conocer» (545). Luego López Lobo cuenta su historia, habla de su antifranquismo militante y de su juventud, donde no escasearon «el sexo ni la amistad» (545). Cuenta que «[s]e hizo fotógrafo casi por azar» y que «[n]o le daba ninguna importancia a su fama o a su prestigio o a lo que fuera» (545). Todo esto, podemos ver, lo asemeja al propio Arturo Belano. Luego, López Lobo cuenta que uno de sus hijos enfermó y murió tras una larga agonía, y que él se culpaba a sí mismo de su muerte. Después se divorció de su mujer y ella se marchó con su otro hijo. Belano habla de nuevo, cuenta su historia y la cierra con estas palabras: «quise morirme, pero comprendí que era mejor no hacerlo» (547). En ese momento Urenda sentencia: «Solo entonces me di cuenta cabal de que López Lobo iba a acompañar a los soldados al día siguiente y no a los civiles, y que Belano no lo iba a dejar morir solo» (547).

Esa mañana, efectivamente, López Lobo y Belano se preparan para irse con los soldados que van «a enfrentarse con una muerte segura». Urenda relata:

Me levanté y le dije a Belano que no fuera. Belano se encogió de hombros. La cara de López Lobo estaba impasible. Sabe que ahora va a morir y está tranquilo, pensé. La cara de Belano, por el contrario, parecía la de un demente: en cuestión de segundos era dable ver en ella un miedo espantoso o una alegría feroz. (547)

Urenda sigue insistiéndole a Belano, le dice que va a hacer una barbaridad, le dice que López Lobo está loco:

Después Belano me preguntó si me había dado cuenta de lo jóvenes que eran los soldados. Todos son jodidamente jóvenes, le contesté, y se matan como si estuvieran jugando. No deja de ser bonito4, dijo Belano mirando por la ventanilla los bosques atrapados entre la niebla y la luz. Le pregunté por qué iba a acompañar a López Lobo. Para que no esté solo, respondió. (547-48)

Belano y López Lobo, acompañados por los soldados, se pierden en la espesura de la selva. Urenda y los demás civiles se marchan en dirección contraria, como habían acordado, y llegan, por fin, a la capital, sanos y salvos.

En medio de una cruel guerra civil, en la que varias tribus se matan entre sí siguiendo los mandatos de sus líderes y los «principios» en los que creen ciegamente, Belano decide arriesgar su propia vida para acompañar a su amigo, a su hermano López Lobo, para que no esté solo y para intentar que desista de su idea de hacerse matar. En ese momento, Belano ha recuperado lo que «siempre estuvo ahí», lo que tuvo en su juventud real visceralista junto a Ulises Lima, cuando querían hacer de México, por medio del arte y la rebeldía, un lugar mejor, más justo. Después de la pérdida irreparable de Cesárea Tinajero, después de una vida fragmentada, de decenas de relaciones efímeras, de un exilio permanente que al parecer no llevaba a ninguna parte, después de cruzar el horror y de asomar la cabeza en lo oscuro, Belano decide sacrificarse por una sola vida (un Rostro, según Lévinas y Bauman), porque ya no es posible cambiar el mundo, porque las grandes utopías han muerto. Solo queda su responsabilidad individual para con su hermano, una responsabilidad que ha estado ahí «desde ya» y «desde siempre», que no tiene nada que ver con el cálculo racional, con el costo-beneficio de las relaciones contemporáneas, con los refugios de las leyes que se multiplican y se contradicen entre sí.

Esta entrega absoluta al impulso moral, espontánea y profundamente individual, esta entrega al Otro, la veremos también, en las últimas páginas de la novela (cuando regresamos al año 1976 y al desierto de Sonora), en Cesárea Tinajero, quien da su vida para defender, de unos asesinos, a una prostituta (Lupe) y a unos jóvenes poetas que acaba de conocer (Juan García Madero, Ulises Lima y Arturo Belano). Cesárea, de forma casi impulsiva, lo arriesga todo por unas personas que, en teoría, no significan nada para ella (Bolaño, 2006b: 603-04). Muchos años después, en Liberia, Belano ha completado esa búsqueda vital que desde siempre fue una búsqueda ética, y que estuvo iluminada (al igual que la de Ulises Lima) por la figura ausente de Cesárea Tinajero, a quien perdió en algún momento de su juventud, pero cuyo legado ético (es decir, poético) recupera después de un largo exilio que lo condujo por los desiertos del tedio y los oasis del horror.

 

4. Conclusión

En Los detectives salvajes el desarraigo de los personajes es físico e ideológico: los protagonistas son conscientes de que la realidad no puede ser reducida a sistema de pensamiento alguno, y saben que por lo tanto siempre habrá lugar para la sinrazón, el caos y el horror. Toda «realidad» impuesta social y culturalmente tiene grietas, y solo unos pocos individuos son capaces de moverse en ellas. Para Bolaño, el verdadero poeta es justamente el que acepta estas grietas y se asoma a ellas, y, por lo tanto, es aquel que, citando a Bauman, no se somete «a las verdades ya conocidas y gastadas», ya que «esas "verdades" no son "eso oculto" que el poeta está llamado a revelar, sino que son, más bien, parte del muro que el poeta debe derribar» (2008: 213). Para lograr derribar dicho muro tras el cual se halla «eso oculto», es decir, «lo nuevo, lo que siempre ha estado allí» (Bolaño, 2009: 158), es necesario, según se nos plantea en la novela, enfrentar la derrota de las utopías colectivas, vivir en carne propia el destierro y todo lo que ello implica -incertidumbre, precariedad, fugacidad, indeterminación, enfermedad y pobreza, profunda soledad...-, y, por último, cruzar los desiertos de tedio y los oasis de horror. Este recorrido vital se convierte, además, en un recorrido ético, ya que, como lo plantea Bauman, solo escapando de los refugios sociales para la moralidad, de las normas de conducta, de los consensos, de las leyes y las naciones, podría darse el salto moral que permita que el individuo sea «el guardián de su hermano».

Así, los protagonistas de la novela, a pesar de haber vivido la derrota de sus ideales revolucionarios de juventud, y del desencanto y el escepticismo del exilio, siguen conservando ese impulso vital que los guio en la época del real visceralismo, y se hacen paulatinamente conscientes de que podrán recuperar intacto aquello que perdieron, de que podrán volver a entrar en juego en cualquier momento (Bolaño, 2006b: 454). Esta es quizá la verdadera enseñanza que les deja la vida (más que la obra, que permanece oculta) de Cesárea Tinajero, una enseñanza que solo después de atravesar el horror logran comprender. Por lo tanto, una lectura atenta de Los detectives salvajes (y, en general, de la obra de Bolaño) nos permite descubrir que el autor no quiso caer en el simple escepticismo o cinismo (como excusa para un hedonismo consumista) de muchos otros escritores latinoamericanos, más jóvenes que él, que fueron también, como dice Jorge Volpi, «[t]estigos del desmoronamiento del socialismo real y del descrédito de las utopías» (2009: 168). Escritores que, según el propio Bolaño, ahora buscan ante todo el reconocimiento de quienes detentan el poder y, con ello, «el reconocimiento del público, es decir, la venta de libros» (2006a: 311). Sus propuestas éticas y estéticas acercarían a Bolaño más a la tradición seguida por los autores del llamado Boom que a sus contemporáneos latinoamericanos. Por lo tanto, podríamos afirmar que la literatura de Bolaño sigue siendo militante y sigue teniendo en mente una revolución que no necesariamente tiene que ver con ideología alguna, una revolución para la cual no estamos todavía preparados y que, según afirma la propia Cesárea Tinajero, no llegará antes del siglo xxii (Bolaño, 2006b: 461).

 

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Notas
* Este artículo se deriva de la investigación El desarraigo en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: el horror, la fugacidad y la ética realizada en la Maestría en Literatura y presentada como trabajo de grado para obtener el título de Magíster en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (2010).
1 Recordemos que la colosal novela inconclusa de Bolaño, que transcurre en su mayor parte en Santa Teresa, se titula 2666.
2 En su relación con López Lobo, Belano está entrando, al parecer, en un punto no-ontológico, en el antes del ser. Los nombres nada significan. Ha dejado de ver a López Lobo como persona (máscara) y lo ha empezado a ver como Rostro.
3 Podemos asumir que se refiere a la pérdida de su ideal de juventud: Cesárea Tinajero.
4 Es de notar que con esta frase Belano relaciona nostálgicamente la actitud de los soldados con su propia militancia de juventud en el realismo visceral. Sin embargo, a pesar de que, luego de atravesar el horror, Belano recupera «lo que siempre estuvo ahí», es decir, el impulso de su juventud, este impulso (que ahora es un impulso moral) ya no sigue, como veremos en seguida, una causa COLECTIVA (como los soldados mandingas y los real visceralistas) sino algo mucho más concreto, individual y desinteresado: salvar a López Lobo.

 

Referencias bibliográficas

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2. Bauman, Z. (2006b). Vida líquida. Barcelona: Paidós.         [ Links ]

3. Bauman, Z. (2007). Amor líquido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

4. Bauman, Z. (2008). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.         [ Links ]

5. Bauman, Z. et al. (2007). Arte, ¿líquido? Madrid: Sequitur.         [ Links ]

6. Bolaño, R. (2006a). Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama.         [ Links ]

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