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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.66 Medellìn jul./dic. 2014

 

ECO (1960-1984) Y LAS DINÁMICAS DEL CAMPO LITERARIO COLOMBIANO DE MITAD DEL SIGLO XX*

ECO (1960-1984) AND THE DYNAMICS OF THE COLOMBIAN LITERARY FIELD DURING THE MIDDLE OF THE 20TH CENTURY

 

Paula Andrea Marín Colorado

Universidad de Antioquia, Colombia, paulanmc@hotmail.com.

Recibido: 01/02/2014 - Aceptado: 28/03/2014


 

Resumen

La revista Eco (1960-1984) fue una de las revistas culturales de más larga trayectoria e influencia en la vida literaria de la segunda mitad del siglo XX en Colombia. Esta publicación permite entender algunas de las dinámicas del campo literario de la época en relación con la jerarquía de los géneros literarios y con el papel del crítico literario como agente legitimador de diversas funciones, normas y valores estéticos que influyen en la configuración del horizonte de expectativas del público lector y en la consagración de ciertos escritores y obras literarias.

Palabras clave: crítica literaria, publicaciones periódicas literarias, historia de la literatura colombiana.


 

Abstract

The Eco magazine (1960-1984) had one of the longest and most influential trajectories in the Colombian literary life during the second half of 20th century. This magazine makes possible to understand some dynamics of the literary field from this period, such as the literary genders hierarchy and the performance of the literary critic as a qualifier of aesthetics roles, rules and values. These dynamics affect the readership expectations and the validity of writers and literary works.

Keywords: literary criticism, periodical literary publishing, Colombian literature's history.


 

1. Introducción

Eco. Revista de la Cultura de Occidente (1960-1984) fue una publicación periódica bogotana editada por la librería-galería Buchholz y publicada, entre otros, por Karl Buchholz, Ernesto Guhl, Danilo Cruz Vélez, Carlos Patiño Rosselli y Antonio de Zubiaurre.1 «Sus redactores fueron Elsa Goerner (1960-1963), Hernando Valencia Goelkel (1963-1967), José María Castellet (1964), Nicolás Suescún (1967-1971), Ernesto Volkening (1971-1972) y Juan Gustavo Cobo Borda (1973-1984)» (Jaramillo, 1989, p.3). Con la publicación de ensayos sobre literatura, arte, lingüística, estética, filosofía y sociología, y con la sección «Reseñas y Comentarios», la revista Eco se propuso difundir, servir como «eco» -a través de traducciones de textos inéditos en español- de «toda la cultura y espíritu de Occidente» ([Los Redactores], 1960, p.1) -centroeuropeo-, especialmente de Alemania, por las dificultades que presentaba el conocimiento de su idioma para que los autores alemanes pudieran ser divulgados en Colombia.2 Sin embargo, a partir de mediados de la década de los sesenta, Eco sirve como «caja de resonancia a la nueva novela latinoamericana» (Jaramillo, 1989, p.9), debido al éxito que estaban teniendo los autores latinoamericanos en todo el continente y en Europa; de esta manera, las críticas que, en un comienzo, tuvo la revista por su poco interés en las letras colombianas (Jaramillo, 1989, p.10), ceden paso a la configuración de un espacio de sociabilidad para la difusión de una crítica literaria especializada sobre autores latinoamericanos.

 

2. La afirmación de un campo literario más autónomo en Colombia3

Eco pretendía divulgar las ideas del humanismo centroeuropeo, «estimular, en la medida de sus fuerzas, la aventura espiritual del hombre de Occidente y, de modo más concreto, del hombre hispanoamericano» ([Los Redactores], 1960, p.2); para lograr este propósito, la traducción de textos era una tarea fundamental, en tanto en cuanto la difusión de textos extranjeros permitía que se forjara una «conciencia sobre el carácter de lo global y se estable[ciera] una conexión y diálogo con el mundo exterior» (Restrepo, 2011, p.313). Esta conciencia universalista, cosmopolita, hacía que Eco se dirigiera, no específicamente a un lector colombiano, sino a uno hispanoamericano; por lo tanto, su propósito no podía circunscribirse a la literatura colombiana. Eco deseaba contribuir a la discusión acerca de la crisis que vivía el mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial (y la consiguiente Guerra Fría),4 desde un punto de vista filosófico.

En una de las editoriales de la revista, Hernando Valencia Goelkel afirmaba lo siguiente:

ECO no puede, y no quiere tampoco, seguir paso a paso las manifestaciones de estos conflictos en un país determinado. Tal cosa sería ajena a la índole de la revista; sería extraña a su propia esencia, pues ésta consiste en la certidumbre de que la idea y su expresión constituyen un todo, una unidad cuyo recinto mejor -el libro, la cátedra, las publicaciones periódicas como ECO- no se identifica con la urgencia, por lo demás generalmente ilusoria de la polémica cotidiana. (1965, pp.588-589)

Este distanciamiento frente a las situaciones sociales y políticas inmediatas se traduce en un signo de un cambio sustancial en la forma histórica que adquiere el campo intelectual de esta época respecto a la inmediatamente anterior y también, en este caso, contemporánea: el paso de la existencia de un campo intelectual en donde los saberes no están del todo delimitados y especializados a la afirmación de un campo literario más autónomo en Colombia. En Eco no aparece el intelectual que se siente responsable de su actuación pública, de su participación inmediata en las situaciones sociales y políticas del país; en Eco se defiende «la idea y su expresión», no la repercusión de esta en la esfera social: «La vida del escritor es una permanente lucha por lograr la perfección de la expresión» (Ruiz, 1967, p.236).

Según Bourdieu, la autonomización del campo literario tiene que ver con la separación de este del campo del poder político y religioso. Esta separación se da a partir de una «despolitización» y de una asimilación de la «estética pura», las cuales derivan en una «política de la pureza» (Bourdieu, 2005, pp.189-190). Cuando el campo intelectual se independiza del campo del poder político surge el campo literario, pues si el intelectual ya no puede legitimar su actuación pública a través de su pertenencia al poder político debe buscar otras vías de validación de la letra, de su palabra, en el campo intelectual. Esta vía será la delimitación de los saberes y la búsqueda de un lenguaje especializado para cada uno de ellos; en el caso de la literatura, será el lenguaje especializado, que se materializa en el ejercicio de la crítica literaria y que se dirige a un lector, también especializado, con una competencia estética, quien puede comprender las directrices trazadas por la «estética pura» en el campo de la producción artística:

Lectores que, según la definición de Schopenhauer, han dejado atrás la fase de receptividad primitiva, caracterizada por el afán anecdótico, la curiosidad, un tanto elemental, de querer saber «qué pasa»; son las cuestiones de composición y de estilo las únicas que verdaderamente importan. (Volkening, 1967, p.293)

Según Bourdieu, «es incrementando su autonomía [la del intelectual] (y, por ello [...] su libertad de crítica respecto a los poderes) que los intelectuales pueden incrementar la eficacia de una acción política» (2005, p.188). Si bien la independencia del campo intelectual permite que en este, en un primer momento, se produzcan tomas de posición5 críticas frente al campo del poder político y religioso, en un segundo momento la separación del campo intelectual en diferentes campos (literario, artístico, científico, académico, etc.) hará que el intelectual se apropie de un saber y de un lenguaje especializados y concentre allí sus acciones, lo que creará un distanciamiento cada vez mayor entre los diferentes campos y la esfera pública, social. En el caso de Eco, considerar la idea y su expresión como la esencia de la revista subraya el hecho de que ya, en este momento del campo literario colombiano, el intelectual se ha separado de la actuación pública a la que se sentía impelido en épocas anteriores y se concentra en su saber, en este caso, la escritura, tanto en las humanidades (filosofía, lingüística, sociología) como en las artes (campo de la producción -creadores en el campo literario- y campo de la recepción -crítica literaria y artística).

La importancia que adquiere la «expresión» de las ideas en Eco se puede comprobar en la resolución que aparece en ella de la problemática planteada entre el realismo6 y la «estética pura», a favor de esta última. En Eco, primero, se traducen los textos que actualizaron dicha problemática y, luego, se ponen en discusión a través de su relación con otros textos y autores. Así, en Eco se traduce el texto de Georg Lukács «El reflejo de la realidad en el arte» (Eco, 31, 1961), y se publican los textos de Francisco Posada, «Vanguardia y arte realista» (Eco, 85-86, 1968), y Jaime Mejía Duque, «"Realidad" y "realismo"» (Eco, 163, 1974).7 Los textos de Lukács sobre el problema del realismo en el arte fueron escritos en la década de 1930, pero su traducción al español data de la década de 1960;8 Posada y Mejía Duque actualizan la discusión que se dio entre Lukács, Brecht y Bloch en la década de 1930 para contribuir a la polémica que, en ese momento, se daba en el campo literario latinoamericano y colombiano acerca de la contraposición entre el realismo y el vanguardismo (entendido este como actitud estética, no como movimiento literario, el cual, como se sabe, pertenece a las primeras décadas del siglo XX).

Las conclusiones de Posada y Mejía Duque no dejan dudas: para Posada, la actitud de Lukács -y la de todos sus seguidores- es una actitud dogmática que deja por fuera de la historia del arte y de la literatura a muchos autores y obras, y que recae en otra especie de «formalismo» igual al que él tanto critica:9

¿Quiénes son los formalistas? ¿Los que utilizan libremente las nuevas formas o los que no permiten utilizar sino las viejas? ¿Quiénes menosprecian las formas, porque para ellos es el contenido lo decisivo, o quienes falsamente aseguran que los más diversos contenidos caben en unas pocas recetas? (Posada, 1968, pp.144-145).

Y más adelante: «La realidad cambia, y consecuentemente deben cambiar la estética y los modos de confeccionar el fenómeno artístico» (Posada, 1968, p.147).

La actitud de Lukács es, a los ojos de Posada (de Brecht y de Bloch), una actitud esquemática, antirrevolucionaria, porque niega el dinamismo de las obras artísticas (cuando se considera su desarrollo en un sentido diacrónico), porque recae en la ya caduca oposición entre forma y contenido, y limita la complejidad de la forma artística entendida como un todo y, finalmente, porque, al pensar la realidad como una entidad estática, elimina la conciencia histórica que es inherente a toda expresión artística.

Por su parte, Mejía Duque afirma:

Tolstoi, Joyce, Kafka, Proust, Mann, Faulkner [...]. Cada uno de estos autores es «realista», pues confiere a determinada manifestación social una jerarquía y unas formalizaciones verbales que, además de estimular en el lector un goce característico, motivan el reordenamiento de la visión del mundo en nuestra conciencia. [...] Las concepciones planas y empiristas del realismo confunden de modo flagrante lo literario con lo pragmático. (Mejía, 1974, p.62)

La diferenciación entre lo literario y lo pragmático, y la comprensión del realismo como un elemento inherente a toda expresión artística, es decir, ya no como un deber ser sino como una forma de representación de la realidad que es siempre cambiante, de acuerdo con el punto de vista del autor y las «formalizaciones verbales» que emplee, son elementos que permiten entender la obra literaria de manera más compleja y especializada; de la crítica preceptiva centrada en definir y defender la función de la literatura se pasa a la interpretación del hecho literario, a la necesidad de entendimiento de la obra y de la construcción de herramientas técnicas para lograrlo (la teoría literaria).

Posada y Mejía Duque no hacen más que afirmar la autonomía del arte, su libertad para dar cuenta de la realidad en la forma que le parezca más adecuada al «sentir» del autor y a su comprensión particular de aquella. Pero no hay que olvidar que, para el caso de la literatura latinoamericana, el problema de la autonomización del campo literario está estrechamente relacionado con el problema de la afirmación de la autonomía cultural. La búsqueda de la afirmación de la autonomía artística y la de la autonomía cultural definen las dicotomías que orientan las tomas de posición principales en la historia de la literatura latinoamericana, desde la Colonia10 y hasta el boom:11 estética pura-modernista12-vanguardista-formalista-universalistacosmopolita / arte costumbrista-social-americanista-autóctono-realista-nacionalistacomprometido- regionalista. El boom de la novela latinoamericana se revela como el encuentro entre la autonomía literaria y la cultural; sin embargo, es necesario recordar que los autores que abanderaron este fenómeno del campo literario (García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes) siempre defendieron en sus discursos sociales, escritos y orales, la necesidad de ver la literatura como un acto de libertad no comprometido con ningún partido político, ninguna idea de patria o nacionalidad y ninguna ideología.

Los escritores del boom demostraron que la independencia frente al campo del poder político les permitía una mayor libertad de creación y, al mismo tiempo, una mayor efectividad política (entendida en el sentido amplio de la palabra), en tanto en cuanto podían ser críticos de todos los poderes políticos existentes, pues ya no dependían directamente de ellos para su subsistencia. La independencia del campo político lleva a los creadores a afirmar un lenguaje propiamente literario (legitimado en la novela), una intención «estética pura», libre de las imposiciones de la «ciudad letrada», y, paradójicamente, en esta afirmación encontrarán para todo el continente la ratificación de la autonomía cultural: «Un género que al ganar su independencia como lenguaje ha ganado también su madurez, su más aguda incidencia americana y su mayor eficacia estética universal» (Ortega, 1970, p.110). Sin embargo, es necesario decir que esa lucha por la autonomía cultural dada desde la Colonia, enunciada como un deber después de la Independencia (el continente en busca de su autodescubrimiento y definición) y buscada como particularidad durante la primera mitad del siglo XX -sin desprenderse totalmente de la referencia cultural hispánica, en el caso de Colombia-, permite que los autores del boom ya no tengan que buscar esa particularidad ni afirmarla como un a priori y que se apropien de la tradición literaria universal, sin complejos de influencias o imitaciones,13 sino sabiendo que dicha tradición y sus recursos técnicos propios están a disposición de cualquier escritor:

La técnica literaria ya no puede ser explicada a partir de sus iniciadores o descubridores; utilizar el monólogo interior ya no significa estar bajo la influencia de Joyce, utilizar los hablantes impersonales no implica rendir tributo al nouveau roman. El monólogo interior, el hablante neutro, la discontinuidad espacial o de tiempo, el montaje, el corte segmentario, los puntos de vista, las traslaciones, no son más mecanismos de determinado autor, son simplemente el amplio registro de la técnica narrativa contemporánea. (Ortega, 1970, p.108)

Para el caso de Colombia, la tendencia hacia la novela «americana» es mayor que hacia las propuestas estéticas vanguardistas entre las décadas de 1930 y 1950 (Marín, 2013); en la década de 1960, la propuesta de una novela social será aceptada por una buena parte de la crítica literaria y se relacionará con la tendencia del arte comprometido y de la estética marxista, propias de la coyuntura ideológica producida por los fenómenos de la Violencia y de la Revolución Cubana, pero, desde finales de esta década, con la consagración de Gabriel García Márquez en el campo literario, la función del arte dejará de estar asociada tanto a un preciosismo propio de la estética clásica, tradicional, de la «ciudad letrada», como a un compromiso político o ideológico.

Se valida así, por fin, la intención «estética pura», la autonomía del arte; el intelectual (incluido el creador artístico y el crítico de arte) se distancia de la lógica de la «ciudad letrada», debido -en el caso específico de Colombia- a la hecatombe social, política y cultural producida por el fenómeno de la Violencia y por el Frente Nacional. Estos hechos, así como la tecnificación de la sociedad y la especialización de los saberes, ocasionan que el intelectual se distancie del campo del poder político y que este revele su cinismo,14 pero, al mismo tiempo, que busque otras formas de validación de su hacer, pues se ve reemplazado por el «financista y el comerciante» (Maya citado por Mejía, 1966, p.479): la intención «estética pura» se convierte pues en la validación de ese saber-hacer.

 

3. La crítica literaria: «la tentación científica»

En Eco, la crítica literaria se afirma como un saber especializado15 y como un lenguaje especializado para hablar sobre lo literario,16 lo que separa, enfáticamente, el campo de la producción literaria y el de la recepción; de esta manera, la crítica literaria, entendida, durante la primera mitad del siglo xx colombiano, como una práctica separada «de cualquier tentación "científica" en dirección a una "especificidad" formal de la literatura», según las conclusiones de David Jiménez Panesso en su estudio sobre la crítica literaria en Colombia (1992, p.200),17 adquirirá otra dimensión en el caso de la revista bogotana.

En Eco, así como el creador afirmará la «estética pura» como su derecho a construir una obra literaria autónoma, el crítico literario defenderá su potestad sobre la interpretación del sentido de esta -que es múltiple, «plurisignificativo»; de allí que sea necesario que alguien competente lo «esclarezca» para el público lector-,18 de esa autonomía, de la construcción de un mundo propio, independiente de la realidad inmediata, de las academias y de la cultura oficial. De hecho, la contraposición entre la crítica literaria y el creador literario se empieza a evidenciar, claramente, al enunciar que la crítica «mata» la obra literaria debido a la «aplicación» de teorías que desvirtúan el objeto creado por el autor:

Un drama, una novela, hasta una creación literaria tan delicada e inmaterial como lo es un buen poema lírico, se puede interpretar a la luz de las teorías más variadas, de la sicoanalítica, la sociológica, la estructuralista o de cualquier otra que se invente una vez que el estructuralismo en la crítica haya pasado de moda -el resultado, incluso en los casos de mayor refinamiento y diferenciación de procederes, es casi siempre el mismo: El infortunado autor ya no reconoce su propia criatura meticulosamente disecada ni el nexo de consanguinidad que lo vincule a ella. (E.V., 1972a, p.228)

Si en épocas anteriores la obra literaria se juzgaba de acuerdo con criterios gramaticales (el «correcto» o «incorrecto» uso de la lengua),19 ahora la crítica literaria juzga al autor literario, ya no de acuerdo con la falta o con la adecuación idiomática, moral/ ideológica de sus obras, sino por el valor estético de la forma literaria que construye:

Deducciones libremente estéticas que deliberadamente dejan de insistir en el hábito de buscar un reflejo de la realidad contextual en el texto [...]. En su lectura [la del crítico] prefiere buscar el nivel independiente del lenguaje y las formas, del proceso literario y la cosmovisión implicada, nivel donde un texto adquiere o pierde su fundamental validez estética. (Ortega, 1970, p.110)

Asimismo, la crítica literaria se distancia de la lengua oficial para proclamar la validación de un lenguaje propiamente literario que se debe interpretar según sus propias reglas, según su propio contexto, pero este acto de validación también producirá una pugna, vigente hasta la actualidad, dada entre los escritores, quienes piensan que los críticos hacen interpretaciones basadas en teorías de «moda» que desvirtúan el sentido y la «esencia» de la obra literaria, y los críticos, quienes opinan que el autor no está autorizado para interpretar su propia creación y que este ejercicio se debe dejar en manos del «especialista».

El ejercicio de interpretación de la obra literaria y la complejidad que adquiere produce un distanciamiento entre el acto de creación y el de crítica, y asistimos a un cambio en la proporción de creadores-críticos; si antes la mayoría de creadores eran también críticos, en esta época ese equilibrio se transforma: el número de creadorescríticos ya no sobrepasa al número de creadores y críticos especializados, y la crítica, cada vez menos, se concibe como un acto de creación.20 La creación literaria publicada en Eco (poemas y fragmentos de novelas: Cien años de soledad,21 Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón22) es menor en comparación con la cantidad de ensayos revisados, y este hecho evidencia un mercado del libro en aumento y el desplazamiento de la producción literaria de las publicaciones periódicas al libro en una proporción cada vez mayor.23

El crítico literario se ha apropiado ya de un lenguaje técnico (especializado) para abordar la obra literaria y esta especialización señala una ruptura definitiva con la lógica de la «ciudad letrada», en la cual solo algunos seres privilegiados con «buen gusto» podían emitir juicios sobre las obras. Paralelo a este hecho, ya empieza a ser audible la queja de la crítica literaria frente al poder de la publicidad:

Hace unos cuarenta o cincuenta años el silencio de la crítica fue todavía un arma terrible, mortal. Hoy día, en cambio, ha perdido mucho de su fuerza aniquiladora por la sencilla razón de que ya no es el crítico el que hace (o deshace) al autor, sino los departamentos de publicidad de las grandes editoriales. (E.V., 1972a, p.225)

Esta queja, sin embargo, es mínima frente al panorama que presenta la revista, en el que se afirma la potestad de la crítica literaria para dar cuenta del sentido de las obras y, por otro lado, para cuestionar la tradición literaria. Esta actitud de disentimiento de los críticos literarios colombianos frente a la tradición historiográfica literaria colombiana es también un índice de una actitud contestataria frente al orden letrado que imperó en el país hasta la década de 1940.24 Autores como Helena Araújo, Umberto Valverde, Ernesto Volkening, Jaime Mejía Duque y Óscar Collazos dan cuenta de esta actitud, a través de ensayos en los que cuestionan las posiciones nacionalistas tanto de la crítica, de la historia, como de la creación literarias:

Porque no es cosa de engañarse: lo que entre nosotros (colombianos, y, tal vez, latinoamericanos) suele llamarse tradición no es otra cosa que la invención de la cultura oficial o el resultado de una suma generosa de productos, ordenados indiscriminadamente por razones geográficas (que no culturales) cuando no por una manía harto familiar a los manuales: la bibliografía confundiéndose con la historiografía, esta con la Literatura y una y otra con una no definida nacionalidad. (Collazos, 1972, p.80)

De igual forma, estos críticos cuestionan la tradición «andina» hegemónica que había caracterizado toda la historia de la literatura colombiana (obviamente, también gracias a la consagración del escritor «costeño» Gabriel García Márquez):25 la posición dominante de algunos autores consagrados en el pasado por la Academia y, en general, por la crítica literaria (Eduardo Caballero Calderón, José Antonio Osorio Lizarazo, Fernando González, Jorge Zalamea),26 y la de otros contemporáneos: los nadaístas27 y la «dominación» mayoritariamente masculina en la tradición literaria colombiana.28

Plantea Helena Araújo:

¿Pertenece acaso el quehacer literario a tierra alguna? ¿No es el escribir mismo una negación de lo telúrico, de lo concretamente físico? Si lo intentáramos definir, por ejemplo, como una aventura en que el yo se halla a sí mismo y simultáneamente se proyecta hacia el mundo, ¿dónde estaría su teluricidad? (1967, p.416)

Esta autora señala, pues, la necesidad de desligar la obra literaria y el autor literario de un deber hacia la representación de una realidad concreta y de un compromiso de exaltación de dicha realidad, y la afirmación de un «compromiso», únicamente entendido como una «aventura del yo», como la libertad del autor para expresarse literariamente.

 

4. El caso García Márquez

¿Qué sería de la historia literaria si todos los críticos consideraran que se debe esperar veinte o más años después de la muerte de un autor para hacer un análisis de su obra? ¿Qué sería de la crítica literaria si todos los críticos pensaran que solo algunas obras se «prestan» para ser analizadas? El caso de García Márquez desdice estos prejuicios de «objetividad» de algunos críticos literarios actuales. El número de artículos publicados en Eco sobre la obra de este autor, realizados por críticos que hoy constituyen una referencia insoslayable para quienes desean abordar las creaciones del premio Nobel colombiano (Volkening, Maturo, Jitrik, Ludmer, Rama),29 demuestran que la historia literaria depende de la responsabilidad que asuma la crítica literaria para abordar los fenómenos literarios contemporáneos, pese al descrédito que su figura pueda tener frente al mercado editorial y frente a los lectores (en la actualidad).

Con la consagración de García Márquez en Latinoamérica y Europa, este escritor deja de ser un «costeño», un «provinciano», para convertirse en un colombiano y, luego, en un latinoamericano. Su obra se convierte en la consagración del arte autónomo, ya que se opone, directamente, a la tradición hegemónica andina en Colombia (concentrada en su capital: Bogotá), es decir, a la lógica de la «ciudad letrada», en cuanto introduce elementos de la cultura popular y utiliza un lenguaje que se aleja de la norma. Por otra parte, la configuración de Macondo, como un lugar que funciona como un símbolo y no como una referencia espacial concreta, ratifica la toma de posición de García Márquez en contravía a la del realismo que había imperado en la tradición literaria latinoamericana para dar cuenta de su singularidad cultural;30 de esta manera, la obra de García Márquez se entiende a partir de su autonomía: «Conviene tener en cuenta el mundo autónomo de la creación literaria, un mundo que "se sostiene" de su propia fuerza y se rige por su propia ley inmanente, cuando uno intente situar Cien años de soledad en una urdimbre de correlaciones más vasta» (Volkening, 1967, p.290).

La síntesis construida por García Márquez en su obra, entre el realismo y el «mundo posible» autónomo que proclama la literatura en la época,31 desemboca en el ya famoso «realismo mágico». Si bien, en un primer momento, en Eco las características que definirán esta toma de posición se explicarán a través de la presencia de la literatura fantástica en la obra del premio Nobel colombiano (Volkening, 1967), ya a partir de 1970 se empieza a hablar del realismo mágico como un desarrollo posterior a la toma de posición de Carpentier de lo «real maravilloso» (Levine, 1970).

Con García Márquez se afirma la novela en Colombia como un género que, si bien, aún no era más dominante que la poesía -como pasa en la actualidad-, sí obtiene lo que se podría denominar como su «mayoría de edad», el derecho a legitimarse como un lenguaje con sus propias reglas: «Hay que hablar de la existencia de un lenguaje de novelista. Cualidad que es importante, sin duda, en un país donde con tanta gratuidad se dan los sucedáneos del género» (Ruiz Gómez, 1965, p.470). Las palabras de Ruiz son reveladoras porque, aunque Jaime Mejía Duque afirme que «sigue siendo escandalosa la proporción de libros de versos respecto a los demás en las estadísticas editoriales del país» (Mejía, 1966, p.491),32 el hecho de que aquel hable de la «gratuidad» con la que aparecen novelistas verifica una transformación significativa en relación con la situación de este tipo de escritor en épocas anteriores (toda la primera mitad del siglo XX), en las cuales se afirmaba que nuestra novela estaba en una etapa inicial de desarrollo y que carecíamos de novelistas.

 

5. Una nueva imagen de escritor

Si la actitud ante la novela cambia, también lo hace la actitud hacia la poesía y hacia los poetas. En uno de sus textos, Jaime Mejía Duque afirma:

¿Qué es esto de «evolución»? ¿Acaso la poesía no es eterna? No, señores, la poesía no es eterna. Es histórica. Está sometida al cambio, de modo más mediatizado y sutil que las sociedades, pero en todo caso va expresando al nivel de las formas (por las eclosiones y decadencias de las formas) las entrañables variaciones de la comunidad. (1966, p.468)

Esta actitud ante la poesía es contraria a la que tenía gran parte de la crítica en épocas anteriores, la cual consideraba la poesía como una esencia inmutable, un compendio de temas (fondos) y palabras de las que se servía el poeta para expresar lo más «auténtico» del ser humano, pero siempre en un sentido abstracto. Esta actitud hizo que el poeta se viera como una especie de «avestruz» que repulsaba la realidad (Gombrowicz: 1966, p.86) y se adecuaba a todas las formas del poder oficial; el novelista, por oposición al poeta, asumió ese dar cuenta de la realidad, pero distanciándose del campo del poder político y religioso, y, consecuentemente, la poesía también se vio obligada luego a cambiar sus «formas» (abordando el tema de la ciudad o de la cotidianidad en los poemas, por ejemplo).

Ante estos cambios que se estaban produciendo en el campo literario colombiano frente a la manera de concebir la literatura, el escritor y la relación jerárquica entre los géneros, las instituciones literarias parecían resistirse. Esto lo demuestra el hecho de que, para un coloquio de escritores que se llevó a cabo en Berlín en 1964, el gobierno colombiano decidiera enviar a Germán Arciniegas, Eduardo Caballero Calderón y Eduardo Mendoza Varela como representantes de la literatura del país.33 La intervención de Arciniegas deja ver su toma de posición como «envejecida» (Bourdieu, 1997) en el campo literario colombiano y latinoamericano:

Germán Arciniegas hizo ver entonces que en su país [...] nunca los intelectuales habían sido meramente estetas [...]. El escritor tiene, sí, una misión política, que consiste en poner el oído a lo inmediato, abierto a los problemas universales. Su tema, para el escritor nuestro, debe ser crear un continente, crear la conciencia de americanidad; a eso llamo su compromiso político. (Arciniegas citado por Silvetti, 1964, p.227)

El interés en problemas universales y no concretos, y la creación de una conciencia de americanidad, corresponden a los ideales defendidos por los intelectuales de la generación de Arciniegas y no a la realidad defendida por los de la época.

Este desfase en la posición sostenida por Arciniegas ya es evidente en un escritor que pertenece a la generación inmediatamente posterior a la suya y anterior a la de García Márquez, Jorge Zalamea:

Quiero confesar a mis lectores que solo entiendo el arte como testimonio. A mi entender, ese testimonio es doble: por una parte, el artista da testimonio de sí mismo, confesándose ante sus semejantes. Por la otra parte, da testimonio del mundo que lo circunda, de la vida que lo asedia. En cierto sentido, esto quiere decir que la creación artística es, en sí misma, un acto de compromiso. (Zalamea, 1965, p.648)

Ese compromiso es gratuito o, en todo caso, no pagadero en especies negociables ni en cuotas de poder. Ni derivado de imposiciones políticas, sociales o de cualquier otra naturaleza. (Zalamea, 1965, p.652)

Pero tampoco es un artista puro en el sentido que hoy suele darse a ese concepto vago. Es un artista testigo en cuanto da testimonio del mundo que lo circunda. Y es un artista puro en la medida en que sus creaciones corresponden al estilo personal que fue fraguando lenta, penosa, pacientemente, mientras se iba conociendo mejor a sí mismo. (Zalamea, 1965, p.661)

Zalamea actualiza la discusión entre «arte puro» y «arte comprometido» para encontrar una posición no disyuntiva, una síntesis entre ambas tomas de posición: el arte como «testimonio», distanciado de las «imposiciones políticas y sociales». La «estética pura», que para el campo literario francés emerge en la segunda mitad del siglo XIX y se afirma sobre el final del mismo, en Colombia tiene su primer antecedente en la obra de José Asunción Silva y se va afirmando paulatinamente durante toda la primera mitad del siglo XX. Si en la época de Silva el «artista puro» es excluido de la lógica de la «ciudad letrada» porque ella imponía el compromiso con los poderes existentes (no con un arte autónomo), ya en la mitad del siglo XX la «ciudad letrada» se rompe y el poder vincula, ya no al letrado, sino al administrador, al financista; el intelectual busca otro espacio de validación de la letra y afirma su independencia a través de una actitud contestataria frente a los poderes y sus instituciones oficiales, y a través de la legitimación del arte autónomo, de un «estilo personal». La especialización del saber del intelectual le permite encontrar ubicación profesional en esferas independientes del poder político y esto, en el caso del escritor-creador-crítico, le permite desligarse de su función social y concentrarse en la configuración de su arte.

A pesar de que Zalamea se refiera al artista puro como una «vaguedad», se debe recordar que en Colombia esta tendencia nunca fue mayoritaria y que, por el contrario, fue siempre blanco de vituperios por parte de la crítica literaria y de los mismos creadores; se puede, en cambio, hablar de la búsqueda de una relativa y particular «estética pura», que rara vez dejó de lado la reflexión acerca de la tensión constante entre arte y política (característica singular de la autonomía del campo literario colombiano hasta mediados del siglo XX), pero que procuró introducir la necesidad de que el arte no tuviera compromisos con un partido político o con la Iglesia católica, de que el artista pudiera manifestar una autonomía intelectual, un pensamiento independiente.

Aunque se hable en este texto de la década de los sesenta y los setenta como la época en Colombia en la que se presenta una mayor afirmación de una «estética pura» y de un arte autónomo, se debe entender que tal situación no es equiparable con la que se propone con Gautier, Baudelaire, Flaubert y Valéry en el campo francés de finales del siglo XIX e inicios del XX. De Silva a Zalamea y a García Márquez,34 se pasa de la pretensión de una estética purista que debe buscar su legitimación en un campo intelectual no apto aún para el florecimiento de un arte autónomo, a una relativa «estética pura» en búsqueda de su validación en un campo literario que afirma cada vez más su independencia de la función ancilar cumplida hasta hacía poco tiempo. Al mismo tiempo, ese campo literario debía defenderse de la cultura show que empezaba a imponerse con la lógica del mercado editorial y que va convirtiendo al escritor-creador en una figura mediática.35

 

6. Conclusiones

Es entre mediados de la década de 1960 y finales de la de 1980 que se puede ubicar la afirmación enfática de un campo literario autónomo en Colombia y la resolución, a través de posiciones no disyuntivas, de las dicotomías que predominaron en momentos anteriores («formalismo»/«realismo», «cosmopolitismo»/«americani smo»). La novela se afirma como un género en igualdad de jerarquía con la poesía, y será el novelista -más que el poeta- quien enunciará una posición crítica frente a la lógica de la «ciudad letrada».

A principios de la década de 1960, Rolf Schroers se quejaba acerca de la toma de posición de los intelectuales convertidos en «simples» universitarios: «En nuestros días los universitarios muchas veces son tan sólo trabajadores especializados, altamente calificados, de inteligencia admirablemente adiestrada; pero no son, en modo alguno, intelectuales» (1963, p.611). La especialización del campo intelectual produce, pues, «inteligencias adiestradas» que señalan otro momento en la historia intelectual latinoamericana. Si bien la especialización le permite al escritor ubicarse en otras esferas profesionales diferentes a las del poder político y religioso, su palabra se convierte en una herramienta funcional que va perdiendo, poco a poco, su capacidad de repercutir en los ámbitos social, cultural, político y económico.

El intelectual de esta época, como «científico social» (Gómez García, [2008], p.19), puede explicar los hechos, las situaciones, pero ya no incidir, de manera directa, en las decisiones políticas. La «bidimensionalidad» inherente del intelectual (Bourdieu, 2005, p.188) -y, en este caso, del escritor-, en esta época, se define a través de su posibilidad de realizar su libertad personal y, en esa medida, también de entablar una crítica más directa al campo del poder: «La misión de la época es la realización de la persona y de la libertad personal. En el intelectual se plasma esta libertad. El exige a la política -como testigo y concretamente- dicha libertad» (Schroers, 1963, p.625). Pero, al mismo tiempo, este ideal de la «realización de la persona» alejará, gradualmente, al intelectual de la esfera pública y acercará al escritor a la cultura show.

De la década de 1920 a la de 1970, el escritor pasa de tratar de independizarse de la burocracia administrativa-pública a tratar de hacerlo de la naciente industria cultural y sus imposiciones mercantiles. Si entre la década de 1920 y la de 1940, su autoridad letrada se basaba aún en su uso correcto de la lengua, en su cualidad de hombre culto, de «buen gusto» (asociado con la perfección moral considerada como inherente a las élites),36 y en la de 1950 en su erudición (gracias a su formación especializada, aunque de manera incipiente), en las de 1960 y 1970 el escritor se apropia de un lenguaje especializado y científico (en el caso del crítico literario) y, específicamente, el novelista señala la capacidad de su género para trastocar esa lógica de la «ciudad letrada», es decir, de la dependencia del campo intelectual frente al campo del poder político y religioso. La lucha siguiente sería para mantener su independencia frente al campo económico.

 

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Notas
* Este artículo deriva de la investigación «El crítico de lo cultural en las publicaciones periódicas de 1900 a 1960. Una forma histórica del intelectual colombiano», desarrollada por el grupo de investigación de la Universidad de Antioquia Colombia: tradiciones de la palabra, y ejecutada con recursos de la convocatoria 2012 de proyectos de investigación en ciencias sociales, humanidades y artes del Comité para el Desarrollo de la Investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia; se inscribe en el marco de la estrategia de sostenibilidad para grupos de investigación CODI 2013-2014.
1 Para la elección de los artículos que sirvieron como referencia en la elaboración de este texto se tomó en cuenta el «Índice general de Eco. Mayo 1960-Diciembre 1975. Números 1 a 182» (pp.429-471). Eco se publicaba mensualmente y costaba cinco pesos.
2 Algunos de los ensayos que dan cuenta de este propósito son: «¿Hay todavía occidente?» (Pietro Quaroni, Eco, 2, 1960), «El mundo alemán a través de la Revista de Occidente» (Cayetano Betancur, Eco, 16, 1961) y «¿Qué es lo occidental? Cinco figuras directrices de la literatura europea» (Hans Egon Holthusen, Eco, 41, 1963).
3 Pierre Bourdieu explica que el campo intelectual es un espacio de «luchas» por la obtención del capital simbólico y su legitimación, y por la apropiación de los bienes culturales; tales «luchas» son entendidas como «las relaciones objetivas que se dan entre las posiciones relativas que los agentes ocupan en él [el campo intelectual], es decir, la estructura que determina la forma de las interacciones» (Bourdieu, 1997, p.272). El campo intelectual y, específicamente, el literario, se define, entonces, en función del sistema de posiciones que ocupan los agentes, concebidos como «operador[es] práctico[s] de construcciones de lo real» (Bourdieu, 1997, p.269). No referirse a personas o individuos, cuando se habla acerca de quienes participan en el campo literario, lleva a centrar la atención en estos participantes como representantes de posiciones que ponen en juego, en todo momento, la fuerza (importancia) de esa posición. Es decir, no se trata de señalar una determinada esencialidad abstracta de la persona, sino su rol práctico en ese campo literario, sobre todo a partir de las interacciones que lo comprometen con el funcionamiento de algún sector del campo intelectual/literario (la producción o la recepción -incluido el proceso de difusión).
4 Algunos de los ensayos que dan cuenta de este propósito son: «La controversia entre Moscú y Pekín» (Boris Meissner, Eco, 17, 1967), «La libertad en un mundo desgarrado: proposiciones sobre el sisma del hombre» (Otto Veit, Eco, 22, 1962) y «¿El último marxista?» (George Steiner, Eco, 49, 1964).
5 Hago referencia a toma de posición como a las representaciones discursivas asumidas o defendidas por cada uno de los intelectuales en sus intervenciones públicas o en sus obras, y a posición como el lugar que ocupa un intelectual dentro del campo, según su grado de reconocimiento o legitimación dentro del mismo (Bourdieu, 1997).
6 Entendido aquí como adjetivo, como característica del proceso de representación de la realidad en la obra literaria, como un «tipo de descripción narrativa» (Bedoya, 2006, p.49), y no como movimiento literario.
7 Sobre esta discusión se pueden revisar otros ensayos: «El arte actual y la realidad de nuestro tiempo» (Emil Preetorius, Eco, 16, 1961) y «Realismo y realidad en nuestra época» (Elias Canetti, Eco, 87, 1967).
8 Según lo referencia Jorge Eliécer Ruiz en el ensayo «¿Estética marxista o sociología del arte?» (Eco, 76, 1966, pp.446-449). El título y el tema de este ensayo dan cuenta de cómo la discusión referida no solo repercute en el campo de la producción artística sino también en el de la recepción: si bien el creador se vio inmerso en la dicotomía entre producir un arte «realista» o «vanguardista», la crítica literaria también se vio en la dicotomía entre abordar la obra de arte desde lo ideológico (marxista) o desde lo propiamente literario. A la tendencia de la sociología de la literatura (con Lukács -en su segunda etapa- y Goldmann a la cabeza, de quien se publica un texto en Eco, 61 (1965): «El método estructuralista genético en la historia de la literatura»), le seguirá la tendencia teórica estructuralista (que tenía como modelos a Genette, Todorov y Barthes), la cual afirma también cómo la problemática se resuelve a favor de la «estética pura».
9 En este punto se debe tener en cuenta que, para Lukács, el realismo crítico se circunscribe a la literatura clásica (la del siglo xix), mientras que la literatura del siglo xx reproduce la alienación a la que está sometido el hombre moderno: por esta razón, es una literatura acrítica y que no contribuye a la revolución social.
10 Cabe mencionar aquí que, en esta época, algunos críticos literarios analizan el barroco colonial como una afirmación de la «expresión americana» y que, asimismo, se empieza a hablar del neobarroco como característica de la expresión literaria latinoamericana de ese momento (finales de la década de los sesenta y la de los setenta).
11 Desde lo que se ha denominado como el postboom, los escritores latinoamericanos han tratado de desligarse de la categoría «latinoamericano» y asumirse como «escritores», a secas. Lo negativo del boom consistió en convertir a Latinoamérica en «parque de atracciones» para la mirada exotista-consumista de los extranjeros (europeos, estadounidenses), y al «realismo mágico» en una estrategia de venta (Villoro, 2000, p.92). Jorge Volpi, escritor que ingresa en el campo literario mexicano-latinoamericano en la década de los noventa, enunció el «fin de la literatura latinoamericana», es decir, el final de una literatura, producida desde América Latina o por latinoamericanos, reproductora de las miradas exotistas sobre Latinoamérica, creadas por una parte de la crítica literaria extranjera que abordó las obras literarias durante el boom y el postboom. Volpi afirma lo siguiente: «Desnudo, despojado de todo exotismo, el escritor de América Latina al fin puede realizar sus piruetas y cabriolas sin red de protección: depende sólo de su talento -y, claro, de las leyes del mercado, de la moda y del azar- que sus obras se vuelvan perdurables o se despeñen en el olvido» (2009, p.77). Esta nueva fase de la lucha por la autonomía literaria se aleja, así, de la afirmación de la autonomía cultural y se enmarca en la defensa de la libertad del creador artístico frente a las imposiciones del mercado.
12 No solo referido al movimiento literario de finales del siglo xix, sino como una actitud artística que se opone a lo tradicional o academicista.
13 Esta preocupación por la autonomía cultural (y ya no por la definición de Latinoamérica o la búsqueda, exaltación y afirmación de su particularidad) se hace evidente en artículos como «Aspectos contradictorios de la apropiación de bienes culturales de raíz ajena» (Volkening, Eco, 76, 1966), «La América Latina y el mundo occidental (ensayo sobre el encauzamiento y la asimilación de influencias culturales» (Volkening, Eco, 100, 1968), «La capacidad asimiladora de América Latina: Ensayo sobre la asimilación creativa» (Volkening, Eco, 141-142, 1972) y «El problema de la autonomía científica y cultural en Colombia» (Fals Borda, Eco, 126, 1970). Esta «apropiación» y «asimilación», como características de la cultura latinoamericana, serán luego desarrolladas por Ángel Rama en su trabajo Transculturación narrativa en América Latina (1982) como cualidades positivas: Latinoamérica no debe buscar su «pureza», sino tomar posición frente a su naturaleza híbrida y frente al influjo de elementos extranjeros que buscan ejercer sobre ella nuevas formas de colonialismo.
14 Esta actitud se evidencia en el comentario que hace Ruffinelli sobre la obra de García Márquez: «Las siempre inexistentes diferencias ideológicas entre ambos partidos (las diferencias radicaban en los intereses económicos y en la estructura feudal y nepótica del poder) se mostraron a la luz. La amarga ironía de García Márquez en Cien años de soledad poseía allí una comprobación básica; en efecto, la única diferencia entre liberales y conservadores radicaba en que los liberales iban a misa de cinco y los conservadores a misa de ocho» (1974, p.610).
15 De allí que haya un uso mayor (en relación con publicaciones periódicas anteriores) de las notas a pie de página y que ya aparezca más sistemáticamente, después de cada ensayo, un apartado con el listado de referencias bibliográficas.
16 Ejemplo de lo anterior es un fragmento de la crítica de Helena Araújo sobre una obra de Arturo Alape: «Alternando las funciones distributivas con las integrativas mediante substituciones creadoras de ritmos poéticos. A la persona sicológica la respalda así la persona lingüística» (Araújo, 1973, p.493).
17 Jiménez se refiere específicamente a Luis Tejada, Rafael Maya, Jorge Zalamea, Hernando Téllez y Jorge Gaitán Durán (quienes eran también creadores literarios).
18 «El lenguaje de García Márquez se cifra en elementos y situaciones símbolos que, en cuanto tales símbolos, no admiten una unívoca equivalencia sino que convocan una fluida y plural significación, creando además entre sí un sistema de mutuas referencias» (Maturo, 1972, p.220).
19 «Desde esa pureza, desde esa intocabilidad, desde ese casticismo, se juzgaban las obras literarias, se determinaba qué estaba bien o mal escrito. Las pautas [...] surgían del Diccionario de la Real Academia y de las reglas prescritas por los académicos y gramáticos colombianos» (Ruffinelli, 1974, p.608).
20 Esto, posiblemente, es lo que produzca que la crítica literaria y, por ende, el ensayo, dejen de ser concebidos como géneros propiamente literarios.
21 Eco, 82, 1967.
22 Eco, 157, 1973.
23 La prensa, entonces, deja de ser el lugar de «materialización» de lo literario y pasa a ser, paulatinamente, el lugar de publicitación del mismo, una especie de «vitrina» a través de la cual el lector se entera de las novedades del mercado editorial.
24 Jaime Mejía Duque argumenta cómo, desde la década de los cuarenta, los intelectuales (escritores) manifestaron una actitud contestataria, tanto en el plano público-social como literario: «Su obra [la de Jorge Zalamea] de intenciones políticas responde a planteamientos que la historia ha venido a formular a los intelectuales colombianos con claridad a partir de 1948» (1966, p.482); «ahí el verso comienza a liberarse del metro y de la rima tradicionales en nuestra lengua, formaletas a las que después de Silva retornaría la poesía colombiana casi unánimemente, hasta cuando, después de 1940, los poetas se lanzan al asalto masivo contra los clasicismos (1966, p.470).
25 «Fuenmayor al igual que Isaacs, José Eustasio Rivera y García Márquez se revela como un narrador insular, rebasando el panorama literario de su época, creando al igual que el autor de Cien años de soledad una obra de mucha fuerza imaginativa, con un mundo propio y una singular capacidad narrativa» (Valverde, 1972, p.446).
26 En Eco, Osorio Lizarazo se considera un autor con una toma de posición que deviene en «envejecimiento» (Bourdieu, 1997) lógico, debido a las transformaciones sociales que no permiten narrar en la contemporaneidad del mismo modo en que lo hacía el autor bogotano en las décadas de los treinta y los cuarenta (E.V., 1972b, p.348). En el caso de Caballero Calderón, se revisará su filiación con la cultura hispánica como causa de su conservadurismo (Araújo, 1967, pp.416-430); en Jorge Zalamea se llamará la atención acerca de su toma de posición ambigua entre una actitud crítica y una reproductora del orden letrado (Araújo, 1974, pp.524-555); por último, en Fernando González se revisará su «provincianismo» y la «inocencia» -eufemismo de «ingenuidad»- de su toma de posición (Collazos, 1972, p.82). Fernando González y José Félix Fuenmayor son autores que se hacen vigentes en Eco, gracias a su relación con autores contemporáneos; en el caso de González será la filiación de los nadaístas con él y, en el de Fuenmayor, el reconocimiento que le hacen a su obra García Márquez y Cepeda Samudio (Volkening, 1970, p.485; Collazos, 1972, p.95; Valverde, 1972, p.443).
27 «De la insinuación pasarían [los nadaístas] a la congelación del espectáculo: rebeldía e intolerancia quedaron en kermesse, desafío en gesticulación, humor en chiste pasajero» (Collazos, 1972, p.83). Por su parte, Volkening dirá que la de los nadaístas es una posición «postiza» (Volkening, 1966, p.430).
28 «Talvez [sic] por "sexismo" me interesan especialmente los personajes femeninos. Entre los trece que incluye
el libro, seis son narrados por mujeres -sorprendente proporción» (Araújo, 1973, p.493). La presencia de los ensayos de Helena Araújo y de Monserrat Ordóñez en Eco muestran un cambio significativo respecto a la proporción de autoras (críticas) que aparecían en las publicaciones periódicas anteriores, tales como: Universidad, Revista de América, Revista de las Indias, Letras Nacionales y Mito.
29 Ernesto Volkening (1963): «Gabriel García Márquez o el trópico desembrujado» (Eco, 40); Manuel Hernández (1969): «Los muertos: un abordaje a Cien años de soledad» (Eco, 109); Tulia A. de Dross (1969): «El mito y el incesto en Cien años de soledad» (Eco, 110); Josefina Ludmer (1972): «Cien años de soledad: una interpretación» (Eco, 147); Noe Jitrik (1974): «La perifrástica productiva en Cien años de soledad» (Eco, 168); Lia Neghme Echavarría (1974): «La ironía trágica en un relato de García Márquez» (Eco, 168); Ángel Rama (1975): «Un patriarca en la remozada galería de dictadores» (Eco, 178); Jacques Gilard (1975): «La obra periodística de Gabriel García Márquez» (Eco, 179).
30 Obviamente, hay antecedentes claros de esta toma de posición: la obra de Rulfo y la de Onetti.
31 Y que ya Ángel Rama explicó tan bien en su libro García Márquez: Edificación de un arte nacional y popular (un curso dictado por Rama en 1972 y publicado por primera vez en 1985). Por otra parte, esta síntesis lograda por García Márquez en su obra se opondrá en Eco a la que no logran escritores como Manuel Mejía Vallejo, quien no logra crear una mitología como la del Nobel (Volkening, 1973, p.106), y Manuel Zapata Olivella: Zapata, que evitó a lo largo del libro ese defecto tan común en la novela social americana, el melodrama, ha caído víctima de otro no menos corriente, la superficialidad» (Suescún, 1964: 232). Mejía y Zapata son escritores objeto de críticas encomiásticas en otra revista bogotana: Letras Nacionales. De esta forma, es posible señalar que en Eco se contraponen dos tomas de posición en relación con el género novela: la encarnada por García Márquez y Cepeda Samudio, y la encarnada por Zapata Olivella y Mejía Vallejo. Como autores consagrados, Eco identifica a Caballero Calderón y a Osorio Lizarazo, aunque -como ya se ha explicado en este texto- la actitud de los redactores de la revista hacia ellos sea la revisión crítica de sus tomas de posición. En cuanto a los nombres de narradores que empiezan a surgir en el campo literario, Eco menciona a Albalucía Ángel, Arturo Alape, Ricardo Cano Gaviria, Óscar Collazos, Darío Ruiz Gómez, Daniel Samper Pizano, Umberto Valverde, Helena Iriarte, Helena Araújo, Marvel Moreno, R.H. Moreno-Durán, Héctor Sánchez, Nicolás Suescún, Luis Fayad, Policarpo Varón y Fanny Buitrago. Nótese, por ejemplo, la cantidad de escritoras que se mencionan en relación con su mínima presencia en épocas anteriores o el predominio de nombres que algunos años más adelante continuarán afirmando la toma de posición del arte más autónomo.
32 Los poetas colombianos referenciados en Eco son Álvaro Mutis, Mario Rivero, Juan Gustavo Cobo Borda, Elkin Restrepo, Giovanni Quessep y Darío Jaramillo Agudelo.
33 Entre los otros escritores latinoamericanos se encontraban Borges, Mallea, Guimaraes Rosa, Alegría, Ribeyro, Asturias y Roa Bastos.
34 Pasando por Rivera, Restrepo Jaramillo, Zalamea Borda y Ardila Casamitjana, y llegando a Albalucía Ángel, autores fundamentales para comprender el desarrollo de la toma de posición de una relativa «estética pura» en la novela colombiana.
35 Refiriéndose a los «admiradores» de los escritores que asistieron al Coloquio de Berlín, dice Silvetti: «Los cazadores de autógrafos vivieron una tarde inolvidable» (1964, p.231).
36 Dice Helena Araújo sobre esta época: «Se vive, a la postre, una cultura elitista y oratorial donde el intelectual ostenta su saber sin preocuparse mucho por comunicarlo» (1974, p.527).

 

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