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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.70 Medellìn July/Dec. 2016

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n70a07 

LITERATURA / LITERATURE

EL MONSTRUO INDOLENTE: EL ÁNGEL DE «UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES» DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

THE INDOLENT MONSTER: THE ANGEL IN «UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES» BY GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Carolina Sanabria1 

1 Universidad de Costa Rica, Costa Rica. carolina.sanabria@ucr.ac.cr


Resumen:

El presente artículo analiza la imagen del monstruo como mutación de la representación de lo fantástico en el relato «Un señor muy viejo con unas alas enormes» de García Márquez. Dado que el supuesto ángel defrauda las expectativas de un pueblo ávido de milagros, no cumple ninguna función en términos positivos, pero tampoco negativos. Simplemente se limita a aparecer, a mostrarse, en un apego estricto a la etimología de monstruo. De esta manera, los efectos iniciales que despierta dan cuenta de una degradación del personaje pero sobre todo del pueblo.

Palabras clave: Gabriel García Márquez; «Un señor muy viejo con unas alas enormes»; cuento colombiano; iconografía

Abstract:

The current proposal of García Márquez’s short story «Un señor muy viejo con unas alas enormes» analyzes a monster’s image as a mutation of the representation of the fantastic. Given that the so-called angel falls short of the expectations of people thirsty for miracles, it is not intended to play any negative or positive role. It simply limits itself to appearing, or showing up, strictly in accordance with the monster’s etymology. This way, the initial effects make people realize both a character’s degradation and more so the entire population’s degradation.

Keywords: Gabriel García Márquez; «Un señor muy viejo con unas alas enormes»; Colombian short story; iconography

1. Introducción

En la ficción occidental, de marcada tradición cristiana, un suceso fantástico como la aparición de una figura alada se interpreta casi maquinalmente como una manifestación divina. El escritor colombiano Gabriel García Márquez parte de la realización de esta posibilidad que le permite volver a su reconocida obsesión por el mundo bestial (Joset, 1974, p. 86) en «Un señor muy viejo con unas alas enormes» (1968), contenido en los relatos de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1977).

Los acontecimientos tienen lugar a partir de la aparición de una figura insólita en el pueblo, aunque no en el mundo garciamarquiano: un ángel, aparentemente. Lo interesante de esta criatura, mezcla no solo de elementos animales y humanos, sino también divinos, va más allá de sí misma y se centra en la expectación que genera a su alrededor. De entrada, es claro que funciona como una excusa para plantear los usos populares de la religiosidad, pero el relato propone una cuidadosa estilización de lo maravilloso a partir de elementos híbridos disonantes que funcionan de manera más compleja dentro de la retórica de lo monstruoso. A partir de aquí se estructura entonces un texto que entraña una manera particular de concebir las construcciones y derivaciones de lo que se representa como diferencia, constante a lo largo de la narrativa de su autor.

2. Antecedentes garciamarquianos: el protoangel

En tanto manifestación de tipo sobrenatural, esta criatura a la que el pueblo y el narrador llegan a identificar como un ángel vendría a determinar una primera instancia de diferenciación que lo inscribe en una distinción básica de la naturaleza que opone lo divino a lo humano (Adriano, 1999, p. xvi). Pero también cabe determinar otra categoría de carácter ambivalente a raíz de la degradación anterior que cobra distintas formas, como lo monstruoso. La matización correspondiente exige pensar que no todos los monstruos se conciben necesariamente como fuerzas malignas o depredadoras, sino que, siguiendo a Timothy Beal, existen variantes donde el monstruo se deifica como una revelación de la otredad sagrada: «Here the monster is an envoy of the divine or the sacred as radically other than ‘our’ established order of things. It is an invasion of what we might call sacred chaos and disorientation within self, society and world» (2002, p. 6). Es el carácter fantástico de otras representaciones divinas como los ángeles, que funcionan como símbolo «de lo invisible, de las fuerzas que ascienden y descienden ante el origen y la manifestación» (Cirlot, 1992, p. 68). Pero a pesar de la propagación generalizada de los ángeles como signos distintivos del cristianismo, sus primeras representaciones se remontan a la antigua Mesopotamia en la apariencia de genios protectores como figuras investidas de divinidad de animales en los toros androcéfalos alados. Tal dato permite apreciar la hibridación de características divinas, animales y humanas que en la narrativa contemporánea reelabora García Márquez.

En realidad, la idea ficcional del ángel como monstruo ya había sido contemplada por el mismo autor con escasa anterioridad, en la novela Cien años de soledad ([1967], 2012), donde tienen lugar una serie de condiciones atmosféricas anormales de calor extremo, precedidas por una peste de pájaros muertos que anunciaban la aparición de una figura de características sobrenaturales. Sucede en el momento posterior a la muerte de Úrsula y antecede la devastación última de Macondo:

Dos semanas después de la muerte de Úrsula, Petra Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por un llanto de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se levantaron, ya un grupo de hombres estaba desensartando al monstruo de las afiladas varas que había parado en el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado de berrear. Pesaba como un buey, a pesar de que su estatura no era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera plagada de garrapatas menudas, y el pellejo petrificado por una costa de rémora, pero al contrario de la descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque las manos eran tersas y hábiles, los ojos grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron de ser desbastadas con hachas de labrador. Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se quedara sin verlo. (García Márquez, 2012, pp. 465-466)

En el anterior fragmento, lo mismo que en el relato posterior, la criatura propuesta como monstruo se presenta como objeto de exhibición pública. En este caso, sin embargo, aparece herida de muerte a partir de una descripción que rezuma detalles de cierta crudeza o escatología. Viene a formalizar una suerte de antecedente o prefiguración de la figura del cuento, como parte de una de las estrategias narrativas más notables de García Márquez: la elaboración de temas, motivos y personajes que circulan de manera interreferencial en sus obras. Por eso aquí el extraño habrá de adquirir autonomía o centralidad, pero en realidad solo es el pretexto para abordar el verdadero interés: la colectividad con la que se relaciona.

En la novela se destaca la naturaleza híbrida de la aparición, que tiene la particularidad de integrar tres componentes de distinto orden (angélico, animal y humano) los cuales la hacen merecedora de una exposición pública. Por un lado, los elementos monstruosos vienen a equivaler a los bestiales, lo que en cierto modo emparienta a la figura con lo demoníaco: se habla de sus berreos antes de morir, de su peso equivalente al de un buey y de las garrapatas en su pelambre -que en el relato se corresponden a parásitos en las alas-. Además, el color de la sangre que mana de sus heridas recuerda la de otro memorable espécimen del bestiario de García Márquez, la monumental abuela de la cándida Eréndira. No obstante, es una criatura que comparte rasgos atribuidos a las representaciones de los ángeles: las huellas en los omoplatos de lo que habían sido las alas sugieren o evocan una semejanza con lo humano, como lo elabora con mayor fuerza el relato. Es como si en el mundo fantástico garciamarquiano el monstruo certificara el paso intermedio entre la condición angelical y la humana.2

3. En el mundo triste y cenizo

La ambientación donde tienen lugar los acontecimientos no deja de sugerir la clara presencia del intertexto bíblico manifiesto desde el distintivo estilo de la narración garciamarquiana. Consiste en un innominado pueblo costeño que resulta asimismo extraordinario por, lo mismo que en la novela, sus particulares condiciones de alteración climatológica, en este caso de lluvia durante tres días hasta haber anegado el patio de la casa donde viven los protagonistas: Pelayo, Elisenda y su niño pequeño. Parece una plaga no de langostas ni de escorpiones, según anuncia la quinta trompeta del Apocalipsis (9, 1-12), sino de cangrejos, más adecuados al entorno caribeño.

El escritor colombiano elabora una sutil parodia del horror cósmico del libro del Apocalipsis: el ambiente es de pestilencia, con un cielo y mar cenizos y la arena convertida en un caldo de lodo y mariscos podridos. Sus circunstancias están más a tono con las de un mundo en decadencia como con el que su autor suele dar inicio a sus relatos:3 igualmente el monstruo está asociado a la idea ecológica de catástrofe, entendida como la «inversión del curso consuetudinario de eventos, por tanto irrupción en la norma y transgresión/subversión de la regla» (García de la Huerta, 1993, en línea). No es gratuito que a la categoría de lo monstruoso, como ha dicho también Carroll, se le atribuyan adjetivos relacionados con la impureza y la suciedad (1990, p. 23). A partir de esos dos aspectos García Márquez establece la técnica del contraste con la situación celestial que la religiosidad popular suele identificar en las apariciones: como un ángel que -al menos hasta el final- no levanta vuelo y, por su aparición en el lodazal, se acerca más a los animales rastreros. Precisamente por eso el elemento angélico resulta ambivalente: porque la criatura incorpora al mismo tiempo rasgos de animalidad, lo cual abunda en la representación bíblica del demonio como bestia inmunda (Gubern, 2005, p. 73), además de que su literalidad reafirma su estatus de ángel caído, es decir, expulsado del cielo por desobediencia a las órdenes de Dios.

De esta forma, la tristeza que destila el mencionado paisaje vendría a remitir a un escenario afín a la idea apocalíptica: de relámpagos, truenos y voces con un mar transparente semejante al cristal4 y la consiguiente aparición de los ángeles como parte de la intromisión del caos que se desata dentro del cosmos. La aparición del personaje da pie a la llegada posterior de curiosos, primero del pueblo y luego de otras partes, una feria ambulante con un acróbata volador y penitentes de asombro- sos padecimientos -con efectos atribuidos aún más inverosímiles, a tal punto que quebrantan una reputación que aquel, en cambio, nunca se interesó en pretender-. Es así como el ángel garciamarquesiano resulta disfuncional por cuanto sus singularidades no se adecuan a lo que cabría esperar ni como enviado divino del castigo ni como mensajero, y menos aún como consuelo, según su estampa.

4. Alas de gallinazo grande

La criatura del cuento de García Márquez resulta una actualización paródica de la remisión de lo mítico a lo imaginario, en donde estudiosos como Joset han visto un mito irrisorio y lamentable del hombre que vuela -Ícaro- (1974, p. 85), un híbrido que adquiere otras derivaciones relacionadas con una condición supuestamente divina: las alas que, traducidas a la visualidad (representación), funcionan como la simplificación que ha dicho Gombrich de un código más amplio concentrado en un número mínimo de características distintivas (2000, p. 142).

Sin duda, este elemento físico resulta el dispositivo de mayor conflictividad en el extraño. No solo desconcierta a los personajes sino también al templado narrador que establece correspondencias sardónicas con animales domésticos más cotidianos y mucho menos insignes. No se trata, por tanto, de unas alas cualesquiera: son de gallinazo grande y la estampa en la que se imprimen refuerza la contigüidad física con las gallinas -las cuales se someten al escarnio en el habla coloquial comparativa-, de modo tal que se termina confinando a la criatura en un corral, donde casi alcanza mimetizarse con ellas y llega a parecer «una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas» (García Márquez, 1997, p. 11).

A esas alturas tiene lugar el pronunciamiento de la procelosa institución eclesiástica que somete la consulta -destinada de antemano a la perpetua irresolución- en torno a la problemática condición de la criatura.5 Su representante local en el pueblo, el párroco Gonzaga, sospecha de la impostura de la calidad divina -atribuida, nunca asumida por el forastero-, sintomática de una colectividad de la que se evidencia la materialización de «las gramáticas cambiantes de ansiedades, repudios y fascinaciones que atraviesan las ficciones culturales y la imaginación social» (Giorgi, 2009, p. 323). Históricamente las reproducciones de la misma imagen de Dios y del universo bíblico a su alrededor se habían también gestado alrededor de un clima polémico. Desde los inicios de la Iglesia cristiana su uso infundió el temor a la idolatría, pero durante el papado de Gregorio Magno en 590 se prioriza el poder comunicativo de las imágenes (Gombrich, 2000, pp. 155-156) que habría de hacerse extensivo a sus intermediarios angélicos. Resulta entonces inevitable que la representación se inserte en el imaginario cotidiano, alimentado por la rica y vasta plasticidad del caudal de imágenes devotas, apologéticas, didácticas, hagiográficas, ejemplaristas y glorificadoras señaladas por Román Gubern (2005), quien sostiene que las primeras ilustraciones del siglo xiii habían tenido la dificultad de codificar las convenciones icónicas manteniendo el ingenio y el respeto a la tradición dogmática que permitieran hacer visible lo invisible o lo jamás visto por su creador, dentro de la que se cuenta esta figura:

El ángel, mensajero del más allá, tomó sus alas prestadas de la pagana Victoria de Samotracia, aunque se ha hecho observar la equivalencia simbólica y funcional entre los ángeles y los mensajeros célticos del Otro Mundo, que se desplazan con frecuencia en forma de cisnes, con alas similares a las de los ángeles cristianos. (2005, pp. 72-73)

Una generalización presente en prácticamente la totalidad de la iconografía plástica y en especial pictórica de la cultura occidental apunta al tópico angelical de una figura de corta edad con alas. Si bien tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento abundan en menciones a estas criaturas, el consenso y la difusión las establece como fuerzas espirituales carentes de forma visible.6 En términos generales, en el Antiguo Testamento funcionan como ayudantes, mensajeros o seres al servicio de la adoración de Dios organizados en una jerarquía ortodoxa, dentro de la cual a los únicos que se menciona como figuras propiamente aladas es a los querubines (Ezequiel 1, 10).

Por eso la aparición del personaje en el cuento de García Márquez se plantea como radicalmente opuesta en tanto lleva a cabo una inversión total de los atributos asignados: De la codificación bíblica las interpretaciones que se han desgajado coinciden en una abundante iconografía de figuras con rasgos comunes como la tez blanca, la juventud -buena parte de las veces sin llegar a alcanzar la pubertad-, con la ocasional suspensión en los aires. Mientras que en el relato no es, ni siquiera como lo indica el título, un ángel: apenas un señor muy viejo con alas.

El narrador amplía algunos rasgos físicos del personaje: viste como un trapero, de su cráneo pelado sobresalen hilachas descoloridas y asoman muy pocos dientes en la boca. Por contraste, en la representación plástica tradicional la pureza del ángel se traduce en pulcritud como metáfora de la integridad. El personaje de García Márquez es sucio -aparece en el mencionado lodazal del cual además aparentemente no puede levantar vuelo-, tiene parásitos en las alas y está débil y enfermo. Su figura se enmarca en un hálito de vulnerabilidad: la ancianidad. Toda su estampa, en definitiva, queda resumida en el oxímoron de «un ángel de carne y hueso» (García Márquez, 1997, p. 10) que contrasta con el ángel poderoso del Apocalipsis (5, 2) o con la imagen digna y egregia que cabría esperar de una representación de condición semejante, según la iconografía en el arte gótico en relación con la protección y sublimidad (Cirlot, 1992, p. 68). Los espectadores del relato tampoco le procuran un trato afín a su pretendida categoría una vez que aparece, todo lo contrario, le otorgan un trato más bien rayano en el descomedimiento: retozan con él sin la menor devoción y le lanzan cáscaras de frutas y sobras de desayuno «como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo» (García Márquez, 1997, p. 10).

Por sus mismas condiciones y características, el ángel es conducido en la narración misma a una vertiginosa degradación de su condición. No tiene nada que ver con la figura sublime de lo sagrado y está más enclavada al bestiario de García Márquez. De este modo, su imagen riñe estrepitosamente con la condición de inmortalidad en tanto tales referencias subrayan la inscripción sacralizada de lo eterno reducida a la más pura ley de la ruina.

5. El habla: trabalenguas de noruego viejo

Muy ocasionalmente la tradición cristiana les atribuye a los ángeles nombres propios (en el caso de arcángeles como Miguel o Gabriel), pero tratándose de uno con el que los protagonistas se ven -irónicamente a su pesar- obligados a convivir durante una larga temporada, no se menciona que le designen ninguno, empezando por el hecho de que no hay forma ni interés de comunicación directa entre las partes. El sujeto en cuestión emite una jerigonza indescifrable («dialecto incomprensible»,

«lengua hermética», «trabalenguas de noruego viejo») de la que el párroco Gonzaga descarta que pudiera tratarse del latín, el idioma oficial del Vaticano. En el relato se consulta a la institución, que no resuelve si su lengua está vinculada con el arameo, por estar más concernidos en otra serie de discusiones bizantinas improductivas. 7

En principio, la presencia de esta aparición tal y como se narra parece asentarse en la teoría del deus otiosus, donde la trascendencia y pasividad de la divinidad suprema, «demasiado alejada del hombre para satisfacer sus innumerables necesidades religiosas, económicas y vitales» (Eliade, 1992, p. 65), requiere de intermediarios o mensajeros. Pero aquí el intermediario -cuya función debería recaer, según la etimología latina y griega, en el sujeto que anuncia- paradójicamente no puede, no sabe o no quiere comunicarse. Y más allá de proponer que la incomunicación tenga necesariamente que ver con la lejanía entre la colectividad y sus dioses (y mediadores), este detalle refuerza el sentido de su carácter sobrenatural. Carlos Herrera lo plantea en los siguientes términos:

El problema de Dios es un problema de su imagen formada por la predicación o por la falta de ella, por la catequesis o por el ambiente tradicional. No es un problema teológico sino más bien existencial. Una imagen imperfecta de Dios forma una imperfecta relación del bre [sic] con la Divinidad. (1973, p. 460)

La ausencia de habla -particularmente de lengua común- constituye una de las especificidades de las retóricas de lo monstruoso, la cual contiene la paradoja de la exclusión de la convención del lenguaje8 (que lo determina y al mismo tiempo lo construye): «although the monster is situated within language, its trademark is that it is unspeakable» (Hock-Soon Ng, 2004, p. 3), de la misma manera como sucede con el referente clásico de la ficción literaria: Calibán. Pero en este caso es una figura cuya función apunta más bien a la transmisión de una noticia.

6. De la amenaza a la habituación: la mostración

A diferencia de otros especímenes de ontología diferente de la humana en la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo xx -Asterión en Borges, el Minotauro de Cortázar, el mudito de Donoso-, la criatura de García Márquez no da cuenta nunca de conciencia de su diferencia ni tampoco se problematiza su situación existencial y menos aún padece un proceso de humanización -acaso porque lo que se pone en duda sea la cuestión misma de humanidad de la colectividad que lo acoge-. En ese sentido, la narración no se focaliza nunca en el ángel ni tampoco muestra el menor acercamiento o interacción con la comunidad.

Pero desde el inicio su aparición es conflictiva, despierta temor y sus consiguientes intenciones de aniquilación. El relato considera la posibilidad de amenaza que abona la eliminación del intruso, no porque se trate de una encarnación que haya de subyugarse o dominarse, como ocurre con las apariciones monstruosas tradicionales (Hock-Soon Ng, 2004, p. 8), sino porque no deja de ser una proyección de carácter metafísico (religioso) que se asienta sobre las creencias populares, de carácter casi primitivo, que suele suscitar el temor a una fuerza sobrenatural. De ahí que su ontología se mueva entre la de representante divino, portador siempre de una buena nueva para el alma (Chevalier, 1986, p. 100), y la de mensajero funesto. Sin embargo no es posible decantarse entre lo uno o lo otro, en virtud de que el supuesto ángel no da muestras más que de displicencia. Lo que no deja de representar es lo que la teoría básica de lo monstruoso define como una amenaza (Hock-Soon Ng, 2004,

p. 4) al orden constituido. Es como se percibe en el relato desde el inicio: por eso se le aísla del resto de la colectividad todo el tiempo, activado por el temor.

Pero el temor es solo una de las formas que proceden del asombro:9 «[t]anto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar» (énfasis agregado) (García Márquez, 1997, p. 10). Del asombro o temor a la destrucción («matarlo a palos») solo media un paso, que aquí se evita por ese efecto familiar que intuitivamente ambos perciben en la naturaleza de la criatura y que hacia el final parece, sin pretenderlo, entrever el médico que lo ausculta: «Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres» (García Márquez, 1997, p. 15). Esta idea había igualmente sido destacada por Braunstein en una de las variaciones de la idea de Sófocles en Antígona, donde planteaba que lo más monstruoso (o terrible o siniestro, unheimlich) reside en el hombre mismo (2001).10 Por eso, como concesión que hace sentir magnánimos a sus protagonistas, resuelven inicialmente poner a la criatura «en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar» (García Márquez, 1997,

p. 10), lo que equivaldría a enviarlo a una muerte segura y de autoría indirecta. Sin embargo, la reacción de los vecinos curiosos mueve a un cambio de decisión de la pareja, la cual pasa de querer deshacerse de él a mantenerlo prisionero como si de un delincuente se tratase -un ángel cautivo, vigilado toda la tarde de su aparición por Pelayo armado con su garrote de alguacil-. Sin embargo, la pareja termina admitiendo y sacando partido de lo que pese a todo resulta una incómoda convivencia, la cual finalmente se extiende a varios años, lo que habrá de suponer una ruptura del ritmo de los acontecimientos familiares y locales, marcado, como no podía ser de otra forma, por el cobro de la exhibición.

Lo que a lo largo de la narrativa garciamarquiana se propone como uno de los temas recurrentes, propicia una convivencia canalizada de tipo exhibitivo que por otro lado termina generando la costumbre de la visión11. Esta premisa no significa que sea aceptado o integrado en ella: ya se dijo que Pelayo y Elisenda lo mantienen a distancia, lo que implica que de algún modo sigue percibiéndolo, como amenaza a la familia. El contacto en especial es evitado con el niño -como si el ángel padeciera una peste, cuando en realidad lo que se dice es más bien que ambos contraen la varicela al mismo tiempo, sin que sea uno el que contagie al otro- e incluso aun habiendo transcurrido el lapso suficiente como para que remodelaran la casa y cambiaran a un nivel superior de vida, su presencia no deja de representar un incordio. De ahí que los protagonistas constantemente sacaban al ángel a escobazos de las habitaciones y solo cuando pensaban que estaba agonizando Pelayo acepta que duerma en el cobertizo.

Conforme la curiosa aparición deja de representar una amenaza, cobra carácter de cotidiano. Por eso la etimología del monstruo12-que se deriva del verbo mostrar- viene a ser autorreflexiva: él se muestra, él es lo directamente mostrado. El acto de mostrar no equivale a la asignación de sentidos o significados porque ni siquiera hay mensaje. Por eso, en el problemático personaje del cuento, la ausencia de mensaje (que define la función del ángel) corresponde a uno de los elementos que lo lleva a acercarse más a la ontología del monstruo. Como sugiere Beal, la fuerza de los monstruos reside en su invisibilidad (2001, p. 165), dada la exposición y habituación a la mirada. En efecto, la mirada naturaliza, conduce a la pérdida del poder que alguna vez se les pudo haber endosado (y en este caso, defraudado). Lo que en su narrativa, y en este relato en particular, García Márquez pone en evidencia es la visibilidad del otro como monstruo en su desarticulación, la propiedad visual13 que justamente lo vence y elimina (Hock-Soon Ng, 2004, p. 12), es decir, anula su figurado poder: si entonces el ángel es un mensajero divino, no deja de ser una irreverencia irónica -como parte del estilo que caracteriza al autor- que se cuestione su supuesta acción, como los escasos milagros atribuidos, los cuales

[…] revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. (García Márquez, 1997, p. 14)

Resulta claro que el desorden mental no proviene del ángel, sino de sus creyentes, que es de donde deriva el particular efecto de comicidad. De este modo se está ante un procedimiento reversible: la presencia identificada como el ángel se muestra como una visión sobrenatural a los ojos de los demás, pero en el acto mismo, quien termina verdaderamente mostrándose es la colectividad, la cual le asigna significados, arriesga interpretaciones y vierte expectativas ante lo nuevo. Se trata de una dinámica que permite también que sus habitantes queden expuestos en la inconsciencia hostil que le dispensan en su trato, en la proyección de sus conveniencias particulares de lo que no se revela sino como pequeñas mezquindades que destilan del ingenio y la ironía de la narrativa garciamarquiana. En suma, el temor a lo extraño, a lo diferente o desconocido, o, parafraseando a Todorov, el miedo a los bárbaros es lo que pone en peligro a los habitantes de terminar convertidos en bárbaros (2008, p. 18) por la reacción que los define, que los muestra en términos peores que al monstruo mismo.

Este, por tanto, se construye como una estilización artística de lo que la comunidad rechaza como barbárico.

En este sentido, la otra presencia insólita, la mujer araña, permite complementar esa dimensión. Su conversión precisamente en ese insecto no resulta tan gratuita. Los antiguos griegos habían hecho de la araña una caricatura de la divinidad, castigada por rivalizar con la diosa Atenea, de modo que «simboliza el menoscabo del ser que quiso igualarse a los dioses: es el demiurgo castigado» (énfasis agregado) (Chevalier, 1986, p. 116). También constituye otra excentricidad, solo que de carácter pagano y foráneo -los monstruos siempre lo son, y en cualquier parte, pero en especial en las comunidades cerradas de García Márquez-. De esa forma el ángel y la mujer araña quedan nivelados en su índole extraña, monstruosa que conduce a una misma recepción: la de su calidad de espectáculo.

Sin embargo, lo verdaderamente decisivo es que en la mujer araña resulta más dramática la neutralización de la intimidación que puede contener, puesto que, a diferencia del ángel esquivo, admite «toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror», lo que apunta a la visión de un espectáculo «cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento» (García Márquez, 1997, p. 14). Esta particular circunstancia ofrece al menos una explicación a su naturaleza y por tanto matiza -por vía de la racionalización y de la palabra- el impacto de la visión de lo monstruoso. Y ello está justificado en tanto esta mostración parece apuntar a una expresión que explica su razón de ser: el ejemplarizante y punitivo propiciado por una indocilidad de su adolescencia, cuando siendo prácticamente una niña había escapado de la casa de sus padres para asistir a un baile. Su misma conversión viene dada directamente por un castigo sobrenatural, 14a diferencia del ángel, que hasta en eso defrauda, pues se queda sin ofrecer razón de ser a las vivencias mínimas de su calculador auditorio. Así, a su irregular apariencia y a la incomunicación con los demás personajes, se añade la imposibilidad de significar como parte de la fenomenología de lo monstruoso.

Esta habituación o cotidianización que matiza lo monstruoso tiene que ver con el tiempo de permanencia en la comunidad. Se plantea con referencia al de la mujer araña, cuyo lapso se define por la duración estándar -a lo sumo de algunos cuantos meses- de un espectáculo circense. La estancia, en cambio, del ángel con la familia no es fácil establecerla con precisión, pero se extiende mucho más, a varios años -medidos por el crecimiento del niño, desde que estaba recién nacido hasta que va a la escuela-. Es un intervalo suficiente para producir una convivencia que termina habituando la mirada que procede inicialmente a la espectacularización, luego a la naturalización que ofrece la exhibición y de ahí al olvido que se consuma con su partida.

El relato viene así a proponer una colectividad compacta y normalizada que se identifica y logra su cohesión interna por oposición al monstruo. Al aislar y construir a la criatura como excentricidad, aquella se muestra también a sí misma, desde un criterio autodesignado -la humanidad- que asimismo supone la automática estigmatización del otro. Por tal razón, los monstruos resultan interesantes o sintomáticos de los efectos que desencadenan en un entorno que no deja nunca de mostrarse hostil.

7. Conclusión: inherentemente demostrativos

Ese portento de forma anormal compuesto de elementos vinculados a la religiosidad explica que el pueblo asuma al forastero como una manifestación divina15 Pero la criatura de García Márquez funciona como objeto de parodia, dado que no hace más que mostrarse y que no intercede propiamente en nada -ni para bien ni para mal- por cuanto se cuestiona incluso su carácter atribuidamente mediador, de modo que no se produce más cambio ni acontecimiento que su propia llegada. Y así planteado se reafirma la premisa de Beal: «Monsters are inherently demonstrative» (2001, p. 2) que el escritor colombiano representa con la actitud indolente y por momentos despectiva de su ángel.

La historia del relato se asienta en suma sobre la paradoja de una normalidad que establecería que la criatura en cuestión esté dotada para el pueblo de cierto carácter anormal, el cual se concibe como monstruoso y se percibe en función de paradigmas que exceden su ontología.16 Los monstruos, de los que Hock-Soon Ng decía que nacen en el lenguaje pero se enraízan cuando el significado titubea, no constituyen sino ese otro que da cuenta de que la aparición está narrativamente imbricada con los protagonistas y con el espacio donde emerge, como proyección de ansiedades sociales (2004, pp. 3, 5). No basta pues con decir que se trata tan solo de un pueblo victimizado por las condiciones económicas desfavorecedoras, como se desprende de lo unidimensionalmente señalado en su momento por algunos críticos literarios como Herrera (1973, p. 460). Se debe comprender la aparición en ese espacio que destila su propia crisis -social, económica, existencial- tal y como queda materializado en el uso y el consumo de la imaginería religiosa. El supuesto ángel resulta ser la proyección de los deseos del otro y al mismo tiempo permite dar cuenta de sus frustraciones. Es la base ideológica, o la visión de mundo, que refunde la estilización cargada de cierto tono irónico del tan ponderado mundo magicorrealista del autor colombiano. De tal suerte que en ese proceso de deificación de lo inexplicado, de lo sobrenatural atribuido a la fe, no queda sino evidenciada la deshumanización de sus pobladores, la impenetrabilidad a la diferencia que convierte al ángel en la excrecencia teratológica de su propia miseria: una que no es producto de su victimización sino de su propio funcionamiento.

Referencias bibliográficas

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1Este artículo de investigación se deriva de los proyectos ejecutados como integrante del Instituto de In vestigaciones en Arte, Universidad de Costa Rica (2015- presente), y del Grupo de investigación Hermes, Technology, Knowledge and Intelligence Architecture, Universitat Autònoma de Barcelona (2012-presente).

2Esta condición híbrida que asoma rasgos biológicos —tratándose de un cuerpo celestial— es subrayada más adelante cuando la pareja manda a llamar al médico para auscultar al niño y aquel no puede resistirse a explorar al ángel también enfermo, en el que identifica severos males mortales en órganos claramente mamíferos: soplos en el corazón y ruidos en los riñones (condiciones prácticamente imposibles en un ser viviente).

3Esta condición híbrida que asoma rasgos biológicos —tratándose de un cuerpo celestial— es subrayada más adelante cuando la pareja manda a llamar al médico para auscultar al niño y aquel no puede resistirse a explorar al ángel también enfermo, en el que identifica severos males mortales en órganos claramente mamíferos: soplos en el corazón y ruidos en los riñones (condiciones prácticamente imposibles en un ser viviente).

4«Del trono salen relámpagos y fragor y truenos; delante del trono arden siete antorchas de fuego, que son los siete Espíritus de Dios. Delante del trono como un mar transparente semejante al cristal» (Apocalipsis 4, 5-6).

5Sucede en otro de los relatos del autor, «La santa», contenido en Doce cuentos peregrinos (1992), donde el protagonista, Margarito Duarte, pasa 22 años en peregrinación infatigable para la canonización de su hijita muerta, de cuerpo incorrupto. Pero aquí el sentido final diverge del cuento, como concluye el narrador: «Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización» (García Márquez, 1992, p. 73).

6Según la Biblia, en ocasiones los ángeles se manifiestan a los hombres de manera antropomórfica, pero sin alas, como en el episodio previo a los acontecimientos de Sodoma, en el que a Abraham se le aparece Dios acompañado de dos ángeles disfrazados de hombres (Génesis 19, 1). En otros evangelios se menciona a los ángeles que vuelan (Daniel 9, 21), de donde se infiere que usarían alas, pero no se ofrece ninguna razón para pensar que funcionen como vehículo de movilización.

7En ese sentido, el relato abunda en sarcasmo con respecto a la parsimonia que toman los trámites de admi nistración religiosa en el Vaticano: «Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia». «El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas» (García Márquez, 1997, p. 13).

8Esta particularidad de lo monstruoso que se vierte no a la apariencia sino a la ausencia de la lengua se aprecia en las aprensiones de José Arcadio ante los temores de Úrsula sobre la posibilidad de parir un monstruo: «No me importa tener cochinitos siempre que puedan hablar» (García Márquez, 2012, p. 108), que permite perfilar la definición esencial de un ser humano.

9El término ‘asombro’ proviene de ‘asombrarse’, verbo derivado de ‘sombra’ en el siglo xiv que inicialmente designaba el acto de «espantarse las caballerías por la aparición de una sombra» (Coromines y Pascual, 2012). Por ello el Diccionario de la lengua española tiene como primera acepción ‘susto’ o ‘espanto’.

10«Ser lo más unheimlich, lo más siniestro de lo siniestro, es la esencia del hombre y todos los adjetivos que pueden aplicársele están supeditados a esta definición» (2001, p. 196).

11La llegada de la visita o la aparición del extraño-extranjero de modo dramático turba el orden de una comu nidad cerrada, la cual se siente amenazada y por ello culpabiliza al forastero. Son los casos repetidos bajo muchas y variadas formas desde los inicios de su autor: en el médico arisco y forastero de La hojarasca, en la intransigente condena del cura y el pueblo a Carlos Centeno de «La siesta del martes», en el negro de «En este pueblo no hay ladrones», en Mr. Herbert de Cien años de soledad, en el Bayardo San Román perturbador de un orden que no es más que aparente en Crónica de una muerte anunciada

12En la que se acentúa el sentido visual, donde originalmente monstrare deriva de monstrum, prodigio, que a su vez parece serlo de mŏnēre, ‘avisar’, ‘advertir’.

13En casos como el de la mujer araña se encarna en su propia corporalidad su función didáctica ilustrativa de coerción social.

14Sin duda, esta figura en particular reelabora la idea de las historias orales, según un personaje de Vázquez Montalbán: «Toda la edad media y moderna está llena de relatos de aparecidas en los caminos que luego des aparecen después de haber dejado una advertencia» (1991, p. 48). En concreto en algunos pueblos latinoameri canos ese sentido admonitorio adquiere una forma punitiva a través del mensaje de una criatura monstruosa. Recuerda especialmente el caso de la Cegua, una leyenda colonial de origen prehispánico mesoamericano. Una de sus versiones más conocidas se funda en la aparición de una mujer espectral con características animales físicas: la cabeza de una calavera de caballo -una hibridación, lo mismo que el ángel- en la que se metamorfoseaba tras haber faltado el respeto a su madre, eso es, por el desacato a la institución familiar, que de manera evidente recupera la mujer araña garciamarquiana.

15Más distanciado —y siempre irónico—, el narrador reconoce en la criatura un par de características cercanas a una condición divina. Una está vinculada con su infinita paciencia frente a los tratos inhumanos de los espectadores, que van desde los curiosos hasta los provocadores. El otro rasgo se sugiere hacia el final del relato: la capacidad de ubicuidad o desdoblamiento. Sin embargo, se trata de atributos que al mismo tiempo son, como argumentaba el párroco Gonzaga, insuficientes para identificar a un ángel.

16Desde el aprovechamiento mercantil que pueda hacerse de él en función de su misma anormalidad —junto a la mujer araña, convertido finalmente en materia de espectáculo—.

Recibido: 25 de Junio de 2015; Aprobado: 26 de Abril de 2016

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