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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.70 Medellìn July/Dec. 2016

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n70a11 

RESEÑAS / REVIEWS

Weinberg, Liliana. El ensayo en busca de sentido. Madrid: Iberoamericana/Frankfurt am Main: Madrid/Vervuert, 2014, 192 p.

Ana Laura Santamaría1 

1Tecnológico de Monterrey, México anasantamaria@itesm.mx

Weinberg, Liliana. ., El ensayo en busca de sentido. ., , Madrid: :, Iberoamericana/Frankfurt am Main: Madrid/Vervuert, ,, 2014. ,, 192p. p.


Cuando Michel de Montaigne dio a la luz pública sus Ensayos inauguró un nuevo continente para la prosa, pero más que un continente -fijo, monolítico- fundó un gran archipiélago por donde, a partir de entonces, discurriría buena parte del pensamiento y de la inteligencia humanos.

Liliana Weinberg nos lleva a navegar por ese archipiélago, a reconocer y disfrutar el paisaje de esas islas flotantes entre cuyas corrientes interconectadas navegan conceptos viajeros, para decirlo con Mieke Bal, mismos que nos permiten acercarnos a la esencia del ensayo a través de un ensayo sobre su esencia. Para el viaje, Weinberg se hace acompañar de una pléyade de autores notables: Lucáks, Benjamin, Bourdieu, Bajtin, y en clave latinoamericana, Martín Cerda, Adolfo Castañón, Margo Glanz y otros tantos con quienes nos lleva a pensar el ensayo como: 1) un ejercicio de la inteligencia, 2) un espacio para la conversación, 3) un acto fundante de la subjetividad y de la sociabilidad, 4) una búsqueda de verdad en medio de un mundo de incertidumbre y, sobre todo, 5) una manifiesta vocación de «buena fe». Por eso el ensayo es en sí mismo, y más allá de cualquier contenido moralizante, una propuesta ética y una apuesta estética.

El ensayo como género literario surge justo cuando una cuarta parte del mundo acaba de revelarse como existente para la otra. América representará para el viejo mundo la amplitud del horizonte, un lugar que no solo será tema de ensayos notables, sino el motivo de toda una reconfiguración del decir.

El nuevo mundo del ensayo surge, en gran medida, porque hay un nuevo mundo que sacude las viejas certezas y pone en cuestión los órdenes jerárquicos que han sancionado la verdad como si esta fuese única y excluyente. Montaigne, desde su subjetividad, funda este nuevo espacio simbólico para el encuentro con la subjetividad otra, la del lector, para realizar con él un diálogo íntimo, una conversación entre amigos.

En el prefacio que acompaña a la primera edición de los Ensayos, Montaigne hace una declaración que es el mapa que orienta el viaje de la autora por el archipiélago del ensayo:

He aquí un libro de buena fe, lector. Él te advierte desde la entrada que con él no persigo ningún otro fin que el doméstico y privado. Yo no he tenido en consideración ni tu servicio ni mi gloria. Mis fuerzas no son capaces de tal designio. Lo he dedicado a la comodidad particular de mis parientes y amigos: a fin de que, cuando me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá) puedan encontrar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y por este medio conserven más completo y más vivo el conocimiento que tuvieron de mí. Si hubiera sido hecho para buscar el favor del mundo, me hubiera adornado mejor y me presentaría en una actitud estudiada. Yo quiero sólo que en él me vean con mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, porque es a mí mismo a quien pinto. Se leerán aquí mis defectos en vivo y mi forma de ser ingenua tanto como me lo ha permitido el respeto público. Que si hubiera yo estado en esas naciones que se dice que viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me hubiese pintado de cuerpo entero y totalmente desnudo. Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no es razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano. Adiós, pues. De Montaigne, este primero de marzo de 1580. (Cit. en Weinberg, 2014)

Esta declaración es, como bien señala Liliana Weinberg, el acta de nacimiento de un nuevo género. Lo primero que destaca es la promesa de «buena fe» y ¿qué es la buena fe? Doscientos años más tarde en su Fundamentación para una metafísica de las costumbres, Kant nos ensañará que lo único que puede ser bueno, incondicional y categóricamente bueno, es la buena voluntad. Es el querer el bien. La «buena fe» es un testimonio de verdad que revela la intencionalidad del bien y que apela a la confianza del otro «lo hice de buena fe», solemos decir y esperamos ser creídos. Podemos pensar la buena fe con la antípoda de la «mala fe», que fue definida por Sartre, en El ser y la nada, como una especie de engaño y autoengaño, como una forma de no asumir el propio deseo, como un acto irresponsable que no se hace cargo del ejercicio de la libertad. Así, la buena fe evitaría el engaño, buscaría la verdad y asumiría la responsabilidad de lo dicho y del acto mismo del decir. La buena fe, por tanto, tiene al menos tres dimensiones: una dimensión epistémica -anhela la verdad-; una dimensión ética -asume la libertad de manera responsable-, y una dimensión estética -da cuenta de la organización de su propio decir-.

Además, la buena fe, como sucederá con la buena voluntad kantiana, se legitima a sí misma y por tanto prescinde de cualquier otra autoridad. He aquí un libro de buena fe lector, inicia Montaigne, y con ello tiende un puente de confianza y de amistad. Es también un acto performativo de la hospitalidad del lenguaje, que en clave levinasiana apela a su vez la hospitalidad del lector, es un «heme aquí». Se establece así un pacto de sinceridad, honestidad y transparencia. Se garantiza, dice Liliana Weinberg, «un ejercicio responsable de la palabra y una palabra responsable de su ejercicio» (Weinberg, 2014, p. 45).

Luego Montaigne advierte -volviendo a su prefacio- que no tiene otro fin que el doméstico y privado, esto es que funda un espacio de sociabilidad basado en el diálogo libre y lúdico, que desdeña la noción de utilidad ni tu servicio, ni mi gloria a favor de la idea de juego y libertad.

Si hubiera sido hecho para buscar el favor del mundo, me hubiera adornado mejor y me presentaría en una actitud estudiada. Esta aseveración es una declaración contra la retórica y la persuasión y a favor de la claridad. La renuncia a la retórica es condición de la buena fe, que busca, como Sócrates, la verdad antes que la persuasión, la sinceridad y no la manipulación.

Y sigue: Yo quiero sólo que en él me vean con mi manera de ser sencilla, natural y ordinaria, sin contención ni artificio, porque es a mí mismo a quien pinto. He aquí otro concepto -claramente viajero- que atraviesa la plástica y la literatura y que resulta clave para la comprensión del ensayo. Todo ensayo es la pintura, el autorretrato del autor, quien está poniendo en palabras su experiencia y con ello su subjetividad misma y su verdad. Siguiendo a Creig Brush, la autora considera que «lo que Montaigne escribió fue un autorretrato antes que una autobiografía» (Weinberg, 2014, p. 72), pues la segunda requiere de narrativa y retrospectiva, elementos que no comparten los ensayos, en cambio Montaigne comparte con el autorretrato diversos elementos como la visión del yo, el autoconocimiento y la conciencia de sí. El siglo de Montaigne es el siglo de la conciencia de sí, que se expresa tanto en la efervescencia de un autorretrato manierista, no idealizado, que intenta captar gracias a los avances de la óptica el movimiento y la contingencia, así como en la expansión del teatro en España e Inglaterra. Es decir, las formas prototípicas de ese mirarse a sí mismo.

Así, Montaigne responde a un proceso de autoobjetivación propio del siglo xvi. Él es el sujeto y el objeto de su propia indagación, por tanto la búsqueda de la verdad está atravesada por su propia experiencia, por su propio cuerpo. En otro momento dice Montaigne «Hace varios años que soy yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y estudio más que mi propia persona» (cit. en Weinberg, 2014,

p. 37). La autora advierte con toda claridad que estamos ante una nueva forma de pensar, que inaugura también una nueva poética del pensar. La autora no lo dice pero tal vez Edgar Morin podría llamar definir al ensayo como el pensamiento del pensamiento. A fin de cuentas, trate el ensayo sobre lo que trate, siempre estará hablando de su autor porque este no puede esconderse en el lenguaje, sino que por el contrario se construye a través de él. Así, ensayar es ensayarse, lanzar el trazo de sí mismo sobre el lienzo del lenguaje con la promesa de la sinceridad y por tanto de la renuncia a todo artificio.

Recordemos: Se leerán aquí mis defectos en vivo y mi forma de ser ingenua tanto como me lo ha permitido el respeto público, y continúa: Que si hubiera yo estado en esas naciones que se dice que viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que gustosamente me hubiese pintado de cuerpo entero y totalmente desnudo. Así, el ensayo es doble mirar, mirar afuera y mirar adentro, y Montaigne se sabe hijo de su tiempo, mira al nuevo mundo como un sitio donde la «naturaleza» no se ha corrompido con la hipocresía social.

Así, el ensayo abandona el ámbito moralista de la vida ejemplar y lo cambia por la sinceridad de la experiencia compartida. Es un viaje que lleva como garante la buena fe y como brújula la búsqueda de verdad pero sin itinerario fijo. Es por tanto, una aventura.

¿Pero qué verdad busca el ensayo? y ¿es verdaderamente posible renunciar a los «artificios» del lenguaje?

A reflexionar sobre estos temas dedica Weinberg buen parte de su libro. En primer lugar, la «verdad» que se busca no es definitiva, cerrada, concluyente, pues lo importante está en su búsqueda, en la sinceridad de su búsqueda a través de la experiencia propia. Así, la verdad tiene que ver con el sentido griego de Aleteia, de desocultamiento y para ello se prescinde de la ornamentación gratuita, de la adulación y de la imitación. Pero lo que se desoculta no es la dimensión de las ideas eternas, sino la experiencia propia. Resulta interesante que para cuestionar la retórica y su capacidad corruptora de la verdad, Platón inventara un género literario: el diálogo filosófico. Nadie antes del Sócrates platónico había expresado con tanta vehemencia su fidelidad radical a la verdad. Veinte siglos después, la búsqueda de la verdad vuelve a estar ligada a la idea del cuidado de sí e inventa un nuevo género, al tiempo que inventa también al sujeto moderno y autónomo, que presidiendo del reino de las ideas, no requiere mayor legitimación que la buena fe de su decir.

Así, el ensayo pone en cuestión el mundo de la experiencia particular y al hacerlo lo trasciende; la crítica de la cultura es siempre una búsqueda de horizonte, una búsqueda de sentido. Siguiendo a Lukács y a Benjamin, la autora explicará que esa fuerza juzgadora aporta también una forma, una configuración, un ritmo, una dinámica que va más allá de lo juzgado, esto es una poética del pensar. Así la fuerza ética del ensayo configura su estética. Late aquí con toda su contundencia el principio vital del impulso creativo. El ensayista se construye a sí mismo en el esfuerzo de ir en busca de sentido. Y se construye en presente

El presente es el tiempo propio del diálogo y el encuentro intelectual, es el tiempo de la conversación, la argumentación la explicación, en cambio el pasado es el tiempo de la narración.

Este presente del ensayo, nos explica Liliana Weinberg, nos permite asistir al momento de encuentro entre el autor, el lector y el mundo. La experiencia se vive en presente, se configura en el presente, y se abre al futuro. Y es este presente, esta experiencia particular, la que paradójicamente permite «abrazar la eternidad», es decir, encontrar el todo en la parte. La lectura del ensayo renueva el aquí y el ahora (del autor), desde otro aquí y ahora (el del lector) en un diálogo intelectual que trasciende tiempo y espacio sin perder la intimidad fraternal de la conversación.

Y si América, ese mundo que hizo exclamar a Montaigne «Nuestro mundo acaba de encontrar otro» (Cit. en Weinberg, 2014, p. 9), fue fundamental para que surgiera el ensayo, el ensayo será fundamental para que surja la América independiente. Es en la prosa ensayística donde se debatirán las ideas políticas ilustradas y sus formulaciones sobre los derechos humanos. Ahí se dará la independencia intelectual del continente. La autora señala con claridad: «La legitimidad de la prosa de ideas irá de la mano del debate a pensar libremente y a pronunciar y publicar la palabra desde la experiencia americana» (Weinberg, 2014, p. 100). América hace suyo el ejercicio del género en un circuito de ideas que llegaron a América como de contrabando, como palabras prohibidas; los ideales ilustrados que costaron la cárcel, la persecución y el exilio a no pocos intelectuales independentistas.

Así, en la segunda parte del libro «El ensayo del nuevo mundo» la autora hace un breve recorrido por los tempranos ensayistas americanos, que va desde Monteagudo, Bello, Bolívar, Martí, Hostos, y culmina con los ensayistas americanos del siglo xx: Martínez Estrada, Enríquez Ureña, Lezama Lima, Segovia, Edwards.

De principio a fin, Liliana Weinberg define el ensayo luminosamente: «El ensayo es la performación de una experiencia intelectual y es también un viaje por nuestro espacio moral resuelto a través de operaciones estéticas, en un ejercicio permanente de comprensión y puesta en valor del mundo» (Weinberg, 2014, p. 20).

En un país que se cae a pedazos entre la corrupción, el engaño y el cinismo, en medio de miles de muertos y desaparecidos, pensar la buena fe, plantear la necesidad humanamente irrenunciable de buscar la verdad, es un acto político, es un desafío. Es un intento por construir un horizonte hacia donde mirar, desplazando el horror y la mentira. Porque a nuestro mundo también le urge encontrar, imaginar, construir, un nuevo mundo para seguir viviendo y conversando.

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