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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.71 Medellìn Jan./June 2017

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n71a02 

Artículos

CONSIDERACIONES INICIALES SOBRE LA CULTURA LETRADA EN LA COLOMBIA DEL SIGLO xvi *

INITIAL CONSIDERATIONS OF WRITTEN CULTURE IN SIXTEENTH-CENTURY COLOMBIA

Álvaro Garzón Marthá1 

11 Investigador independiente, Colombia. alvarogarzonm@yahoo.com


Resumen:

El ensayo discute la difundida creencia de que en los orígenes de la formación de Colombia -y, en particular, durante el siglo xvi- no fueron significativas las prácticas de lectura y de escritura dentro de la población común, básicamente porque la aplastante mayoría de la población era analfabeta, y las urgencias de la conquista hacían irrelevantes los esfuerzos para el aprendizaje educativo; a pesar de la inexistencia de estadísticas confiables, el autor presenta testimonios que demuestran la vitalidad del interés social por apropiarse de los valores de la palabra escrita.

Palabras clave: Virreinato de la Nueva Granada; prácticas de lectura; siglo xvi; alfabetización.

Abstract:

This paper discusses the common belief that in the origins of formation in Colombia, particularly during the 16th century, reading and writing were not significant practices among common people. This was basically because the overwhelming majority of the population was illiterate, and the urgency for conquest made educational learning efforts irrelevant. Despite the absence of reliable statistics, the author provides testimonies that prove the vitality of society’s interest in appropriating the value of the written word.

Key words: Viceroyalty of Nueva Granada; reading practices; 16th century; literacy.

El 14 de junio de 1514, hace poco más de quinientos años, Martín Fernández de Enciso, capitán en la expedición española que bajo el mando de Pedrarias Dávila venía a poblar el Darién, leyó un perentorio documento ante dos caciques zenúes, en el Golfo de Morrosquillo, el cual había sido el fruto de prolongadas e intensas discusiones por los teólogos convocados a la Junta de Valladolid, en 1513, y que originó el retraso de la partida de dicha expedición durante varios meses; el motivo de su redacción se debió a las enérgicas protestas que frailes de Santo Domingo habían formulado una y otra vez ante la Corte, por las torturas, los robos y las crueldades a que los conquistadores sometían a los indios que caían bajo su dominio, y se basaba en la ingenua pretensión de adelantar el proceso de conquista bajo el modelo de un ‘acuerdo de voluntades’, según el cual las comunidades indígenas aceptarían el dominio regio y su condición de vasallos libres, luego de comprender su lugar en el engranaje de la civilización cristiana; esta instrucción pasó a la historia con el sencillo nombre de El Requerimiento.

El papel en cuestión notifica a los indios que Dios Nuestro Señor creó cielo y tierra, y a Adán y Eva, de quienes proceden todos los mortales; que, por la multiplicación del género humano «desde cinco mil y más años que ha que el mundo fue creado», se hizo inevitable la dispersión de los hombres «por muchos reinos y provincias»; luego, escogió Dios a San Pedro, a quien llamaron papa, para que gobernara a todas las criaturas; uno de sus sucesores hizo donación de las tierras del Nuevo Mundo a los reyes de España, «con todo lo que en ellas hay», por lo cual insta a los indios a que reconozcan «a la Iglesia por señora y superiora del universo mundo, y al sumo pontífice llamado papa en su nombre, y a Su Majestad en su lugar, como superior y señor y rey de las islas y tierra firme, por virtud de la dicha donación»; en caso contrario, Enciso les hará guerra y los esclavizará, junto con las mujeres e hijos y los venderá, «y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere» (Serrano y Sanz, 1918, p. CCXCII).

Luego del asombro inconmensurable de aquellos dos caciques cuando se les tradujo el texto, vino la respuesta antológica de los mismos, uno de los más bellos pasajes de la conquista, en que califican de borracho al papa y de idiota al rey, por dar y recibir lo que pertenece a otros, y los amenazan de muerte si se atreven a incursionar por sus territorios; esas palabras las reprodujo el mismo Fernández de Enciso en su Suma de Geographia, publicada en Sevilla en 1519, primer libro impreso en España y en español sobre América, y una fuente insustituible sobre los orígenes de la historia colombiana; todavía a finales del siglo xix se preguntaba Miguel Antonio Caro, desconcertado, cómo había sido posible que la censura española permitiera la circulación de semejantes palabras.

Si traigo a cuento un documento tan conocido, lo hago por la convicción de que no se ha subrayado con suficiencia la prueba que los circunspectos teólogos de Valladolid incluyeron en el texto, previsores como eran, para el caso de que los jefes indígenas se mostraran escépticos ante la filigrana dogmática del requerimiento; el argumento se sintetiza en que todo lo allí expresado «se contiene en ciertas escrituras que sobre ello pasaron, según dicho es, que podéis ver si quisiereis» (cursivas añadidas).

Desde el mismo inicio de la penetración española en el continente americano, entonces, queda patente que todo el proceso de conquista cobrará legitimidad sobre la base del valor acordado a la palabra escrita, cuyo diversificado empleo será determinante para la configuración de la complicada urdimbre organizativa del naciente imperio; en él, todo se registrará y todo se organizará a partir de la escritura; los caciques del Zenú, libres y dueños de sus tierras por siglos, deberán someterse al vasallaje impuesto por los nuevos invasores, no tanto por la superioridad logística de estos, sino porque así lo dictamina el documento que traen.

1. Necesidad social de la escritura

Casi desde los albores de la Conquista se impone entre los emigrantes a América, cualquiera sea el rol que desempeñen (funcionarios, sacerdotes, soldados, mercaderes, artesanos, etc.), una creciente necesidad de escribir; aunque provenientes de una sociedad en que los asuntos cotidianos, legales, comerciales y administrativos se ventilaban y definían en instancias en buena parte orales, los miles de kilómetros que ahora imposibilitaban el acceso a los órganos de poder peninsulares (e incluso a las otras colonias) y la vastedad territorial del imperio español, en trance de expandirse por tres continentes, exigían la adopción de distintas alternativas de escritura, tales como cartas, testimonios, memoriales, actas, probanzas, relaciones, informes, etc.; y era esta una exigencia de doble vía, pues si la recurrencia a los niveles decisorios del aparato burocrático español para pedir justicia, entablar una queja, denunciar un crimen, formular una sugerencia o reportar un descubrimiento, obligaban al americano a elaborar una carta o una relación escrita, también la Corte tenía necesidad del libre y constante flujo de información, única manera para conservar la dirección de los procesos económicos y misionales que a sí misma se había impuesto; por esa razón encontramos reiteradas disposiciones de las autoridades españolas dirigidas a preservar la idoneidad del canal comunicativo con sus súbditos de ultramar, revistiendo a las expediciones españolas del quinientos con una peculiar libertad de palabra, insólita en empresas militares de asalto y despojo; en una fecha tan temprana como el 14 de agosto de 1509, el rey Fernando ordenaba que «ningún oficial impidiera a nadie enviar al rey o a cualquiera otro cartas u otra información concerniente al bienestar de las Indias» (Hanke, 1949, p. 86); en los meses sucesivos y hasta en vísperas de su muerte, siguió insistiendo en el mismo precepto; en las instrucciones que dio a Pedrarias Dávila, el 2 de agosto de 1513, para el poblamiento de Castilla de Oro, le previene sobre la libertad de escribir que deben tener todos los colonos (Fernández de Navarrete, 1945, tomo 3, p. 352); a fines de 1525 o principios de 1526, es ahora el emperador Carlos quien expide cédula al gobernador de Castilla de Oro, en la cual le ordena que permita «a los particulares escribir lo que quisieran» (Restrepo Tirado, 1917, tomo 1, p. 207); el 25 de febrero de 1530 dirige provisión a las justicias de Santa Marta por la cual confirma la real cédula de 15 de diciembre de 1521, en que se permite que todas las personas puedan informar libremente a España (Cedulario, 1913, pp. 43-46; Friede, 1955, tomo 2, 212, p. 131); el 8 de diciembre de 1535 despacha cédula a Pedro de Heredia, gobernador de Cartagena, en que transcribe otra vez la citada cédula de 15 de diciembre de 1521, por la cual ordenaba que el gobernador no impida escribir libremente a la gente y que otorgue licencias para viajar a España, y le manda que la cumpla (Cedulario, 1913, pp. 379- 382; Friede, 1955, tomo 4, 778, p. 19); por cédula del príncipe, de 28 de octubre de 1553, al doctor Maldonado, fiscal de la audiencia del Nuevo Reino y juez de residencia en Cartagena, se le ordena que investigue la denuncia según la cual el gobernador Pedro de Heredia no dejaba escribir libremente cartas a los vecinos de la provincia, e impedía la circulación de las mismas (Friede, 1975, tomo 2, 135, pp. 81-82); en Valladolid, el 28 de diciembre de 1556, y por pedido de la ciudad de Vélez, se despachó provisión al presidente y oidores del Nuevo Reino de Granada, en que se exige que ninguna persona detenga cartas, «así de las que se envían de estos Reinos a aquella tierra como las que de ella se enviaren a estos Reinos… y la guarden y cumplan» (Friede, 1975, tomo 3, 397, p. 121).

Quien haya pasado algún tiempo examinando los muchos tomos de documentos que recogen sucesos del siglo xvi, no puede dejar de experimentar desconcierto ante el cúmulo de versiones contradictorias que dan los protagonistas de un mismo evento, al punto de que con frecuencia se torna difícil entrever la probable verdad; es el resultado inevitable de una política que no solo permitía sino que alentaba la libre expresión individual, que no reportaba mayores perjuicios incluso a quienes la usaban con los más siniestros fines; ese sentimiento de frustración está en la base de la queja de García de Lerma, gobernador de Santa Marta, quien denuncia, el 10 de febrero de 1530, que cuando alguien con autoridad se niega a satisfacer los caprichos de sus gobernados, estos «desquítanse con cartas y con escribir mil mentiras y ruindades» (Friede, 1955, tomo 2, 209, p. 129); la cosa llegaría a tal punto, que los oficiales reales en Cartagena no tuvieron empacho en proponerle al rey, por carta de 20 de abril de 1539, que se quemara toda esa producción escrita para empezar otra vez desde cero:

Lo que más se trata es muchos pleitos y diferencias, que es la cosa de este mundo que más destruye tierras nuevas y aún viejas. Vuestra Majestad mande que todos estos procesos y papeles vayan a esos Reinos y, vistos en su Real Consejo y determinados, los mande quemar y que comience esta tierra de nuevo, porque de otra manera será nunca acabar y antes nos acabaremos todos. (Friede, 1955, tomo 5, 1265, p. 150)

Vana petición, pues otra vez los oficiales reales afirman desde Santafé, el 25 de octubre de 1559, que son tantas las «informaciones y cartas de muchas gentes» que se le da poco crédito a lo que aquellos escriben (Friede, 1975, tomo 3, 505, pp. 370 y 377-378); el presidente Andrés Díaz Venero de Leyva, en carta al Consejo de Indias firmada en Santafé el 1º de enero de 1564, se lamenta:

De este Reino soy informado van con cada armada más testimonios y cartas y quejas que hay vecinos en él. Muchos de los cuales, y aún entiendo que todos, son falsos y hechos por escribanos que algunos no lo son aunque se lo llaman, y otros falsarios, y que solamente los han sustentado algunos de los que mandaban para este efecto y para se hacer mal unos a otros. Por tanto suplico a Vuestra Majestad mande que de aquí adelante no sean oídos ni creídos, antes los mande enviar acá para que se sepa la verdad y se averigüen y castiguen semejantes maldades. (Friede, 1975, tomo 5, 721, p. 126 y Friede, 1979, tomo 2, p. 315)

El mismo Venero escribe ahora al rey, desde Santafé, el 20 de agosto de 1564:

Ya Vuestra Majestad tiene entendido la libertad de la gente de esta tierra y cuán fá- cilmente con testimonios y probanzas falsas, buscando testigos a su propósito, contra toda la verdad tratan de vida y honra de los que gobiernan y especialmente de los que estamos en esta Audiencia. Lo cual en tanta manera no pudiera creer, aunque por mandado de Vuestra Majestad fui avisado de ello, si por vista de ojos no lo hubiera visto. Porque cierto, hay muchos cronistas y falsos escritores de vidas de jueces. Suplico a Vuestra Majestad no se les de más crédito del que es razón, por lo que se tiene entendido de negocios pasados. (Friede, 1975, tomo 5, 770, p. 226)

2. Los muros de la ciudad, un palimpsesto colectivo

Además de la inmensa producción escrita que las condiciones de gobierno exigían para la atención de problemas de toda índole, tanto en la relación con la península como en el interior de las mismas colonias, es importante destacar la frecuencia con que clérigos y funcionarios utilizaban las paredes de las ciudades y las puertas de sus respectivas instituciones para difundir, en un nivel mucho más local, informaciones y decisiones corporativas que revestían de naturalidad el ejercicio cotidiano de su poder político; para que tal mecanismo de dominación surtiera efecto necesitaba, como condición sine qua non, la capacidad lectora de la comunidad a la cual se dirigía; hasta donde pude averiguar, nunca se argumentó el analfabetismo como motivación para desatender el llamado que se hacía; por ejemplo, el obispo de Santa Marta, fray Martín de Calatayud, debió viajar a Lima para poder consagrarse; cuando llegó a Popayán, cuenta en una carta de 3 de junio de 1546:

[…] en conformidad de todos los de aquella ciudad publiqué en la iglesia mis cartas de edicto y las hice afijar en las puertas de la iglesia, para que todos viniesen diciendo los pecados públicos que supiesen y otras cosas dignas de corrección, para la enmienda de ellos, y en esto estuve cerca de un mes… tuvo esto muy gran efecto. (Pacheco, 1971, pp. 191-192)

De igual manera, el obispo de Popayán, Juan del Valle, escribía muchas y eruditas cartas pastorales, que hacía leer por todos los curas de su diócesis (Pacheco, 1971, p. 194) y pegar en las puertas de las iglesias (Ariza, 1992, tomo 1, p. 110 y tomo 2, pp. 1055 y 1056).

Es necesario matizar, sin embargo, que el ejercicio y la imposición de la autoridad que sectores de la sociedad en formación ventilaban en los muros urbanos, no siempre eran en dirección vertical, es decir, de poderosos a débiles, sino que muchas veces tenían una trayectoria horizontal; quiero decir, núcleos de poder que se enfrentaban entre sí, o en el interior de cada uno de ellos, en el reacomodo incesante por ampliar la respectiva esfera de hegemonía excluyente; pienso, por ejemplo, en los cedulones que hicieron fijar en las puertas de iglesias y conventos de Santafé y Tunja tanto el provisor de los dominicos como el obispo Juan de los Barrios, en 1560, pródigos en insultos (Ariza, 1992, tomo 1, pp. 380-381 y 663); también, en otros pegados en Santafé, en 1570, por enfrentamientos entre dominicos y franciscanos, de un lado, y el cabildo eclesiástico, del otro, con excomuniones mutuas y acusaciones de here jía (Pacheco, 1971, pp. 186 y 407); y en los enfrentamientos del agustino Vicente Mallol con el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero, en 1600, con edictos que fijaban y desfijaban los contendientes en las puertas de la catedral, con el apoyo de clérigos armados, y las amenazas de cárcel, multas, destierros y las infaltables excomuniones (Ariza, 1992, tomo 1, p. 405).

Otros papeles que se fijaban públicamente podían ser más o menos neutros, como el que se debió a la negra Juana García, en el que, según El Carnero, pronosticó el trágico naufragio en altamar de algunos de los galeones, en enero de 1555; pero los que tienen un mayor interés son aquellos que generan una reacción visible y escrita de quienes se sienten interpelados y afectados por el causante, como sucedió al oidor Zorita en 1550, quien, cuando llegó a hacer la residencia a Díaz de Armendáriz, asevera el cronista Pedro Simón, «hizo poner edictos en las puertas de las iglesias. Y fue la insolencia tal de los que se juntaron a la resistencia de Zorita que sin respeto a las letras ni lugar sagrado donde estaban, amanecieron borrados con asquerosas suciedades» (Simón, 1981, tomo 4, pp. 297-298).

Un caso más radical es el de multitud de libelos que en los expedientes de la época no pueden dejar de ser ‘infamatorios’, ‘injuriosos’ o, cuando menos, ‘escandalosos’, no solo (o no tanto) porque contengan expresiones irreverentes o blasfemas, sino porque implicaban un reto al frágil equilibrio social, a veces asimilado a transgresiones subversivas, como el que ocasionó el ajusticiamiento de Bartolomé Sánchez, en 1543 (Avellaneda, 1994, pp. 37-38 y 54); o aquel otro que terminó en el ahorcamiento de Juan Rodríguez de los Puertos, hacia 1578 (Groot, 1953, tomo 1, p. 297); todos estos libelos y pasquines se fijaban de noche, subrepticiamente, en lugares emblemáticos que garantizaran la mayor visibilidad de lo que se hacía en forma clandestina, por la conciencia de sus autores de que utilizaban la palabra escrita como un arma de confrontación contra una ley o una norma considerada injusta, tal cual se vio en los panfletos contra las alcabalas puestos en Tunja, en 1596 (Liévano, 1979, p. 205; Rivas, 1923, p. 391 y 1938, tomo 2, p. 87).

3. Estimación del alfabetismo

La dependencia de la escritura para conseguir, aumentar o defender determinados privilegios dará paulatino y constante arraigo a la apreciación del alfabetismo como una muestra de inteligencia y una firme garantía de éxito en las actividades económicas y mercantiles en territorios de próspera colonización; por eso no extraña que una de las cláusulas del testamento de Pedro de Vadillo -quien fuera gobernador de Santa Marta-, escrito por él mismo en octubre de 1530 y registrado en La Española, diga:

[…] mando que se le provea de comer y vestir y libros y bachiller a su hijo bastardo de mi hermano Martín Fernández Marmolejo y de Ana de Morales, diez años, para que se haga letrado; y para se graduar le mando cien mil maravedíes y para lo que más le convenga, los cuales cien mil maravedíes se le den de mis bienes antes que mis herederos lo posean. (Friede, 1975, tomo 2, 202, p. 122)

José Ignacio Avellaneda Navas, doctor en historia latinoamericana y profesor de la Universidad de la Florida, estudió (y publicó entre 1990 y 1995) la conformación de las primeras seis expediciones en llegar al territorio muisca, entre 1537 y 1542; fueron ellas las de Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar, Nicolás Federmán, Jerónimo Lebrón, Alonso Luis de Lugo y Lope Montalvo de Lugo; en un admirable esfuerzo investigativo, buscó identificar los centenares de miembros de esas empresas y reunir la mayor cantidad de apuntes biográficos relevantes; la conclusión más sorprendente, desde el punto de vista que aquí nos interesa, es la muy elevada proporción de sujetos alfabetizados, pues sus pesquisas lo convencieron de que el 80 % de aquellos soldados leía y escribía; se podrán debatir sus procedimientos y conclusiones pero, sin duda, tales indagaciones demuestran que el grado de instrucción de los fundadores y primeros habitantes de las ciudades más antiguas del altiplano cundiboyacense era bastante más alto del que, todavía hoy, se da por sentado, aún entre especialistas.

Para reforzar el argumento que defiendo acerca de que las condiciones de la conquista en el siglo xvi favorecían el aprendizaje de la lectoescritura, citaré lo que sucedió con algunos de aquellos soldados que, hacia 1540, eran demostradamente analfabetas; sea el caso de Juan García Manchado y Juan Rodríguez Parra, rodeleros de Quesada; el primero afirmó, en 1543, no saber firmar (Friede, 1955, tomo 7, p. 123); luego, por sus enfermedades, quedó ciego; en 1569 no puede firmar un testimonio y aduce que la causa es «por estar ciego e impedido de las manos con enfermedad» (Posada, 1920, p. 160); por consiguiente, o había aprendido a firmar o sentía vergüenza de su ignorancia; es el mismo caso de Rodríguez Parra, pues el 16 de mayo de 1544 declaró que no sabía escribir, pero en 1587 dijo que no podía firmar por estar impedido de la mano (Avellaneda, 1995, p. 219); algo distintos son los casos de Bartolomé Camacho (Rivas, 1923, p. 53), Antonio de Castro (Avellaneda, 1995, p. 76) y Miguel Sánchez (Rivas, 1923, p. 312), también rodeleros de Quesada, y de Francisco Barajas (Avellaneda, 1994, p. 85), soldado de Alonso Luis de Lugo, quienes se declararon incapaces de firmar en los años 40, pero sí pudieron hacerlo en edad avanzada; Juan de Alcalá (Avellaneda, 1995, p. 55; Libro de Acuerdos, 1938, p. 94; Rivas, 1923, p. 44) y el portugués Francisco de Silva (Avellaneda, 1995, p. 257 y Rojas, 1965, p. 13) vinieron con Quesada y eran analfabetas, pero ambos tuvieron hijos mestizos que escribían con desenvoltura; el hijo del primero ejercía oficio de pluma; el del segundo, llegó a ser cacique de Tibasosa y en esa condición escribió importantes documentos en defensa de los indios; todavía más significativo es el caso de Juan Corzo, soldado de Federmán, quien en 1539 era analfabeta, pero no solo aprendió a leer, sino que en una declaración del 25 de mayo de 1578 su hijo Antón Corzo aseguró que su propio padre le había enseñado a leer y escribir (Avellaneda, 1990, p. 112).

Otro acervo documental de inestimable importancia está depositado en el fondo Indiferente General, del Archivo General de Indias; se trata de 650 cartas que particulares radicados en América dirigieron a sus familiares en la península, entre 1540 y 1616, exhortándolos para que se vinieran a las nuevas tierras; fueron transcritas por Enrique Otte y publicadas en el libro Cartas privadas de emigrantes a Indias 1540-1616; 84 de esas cartas fueron escritas por residentes en ciudades de la actual Colombia; en ellas encontramos reconvenciones, exigencias y recomendaciones doblemente significativas por el carácter íntimo y reservado del interés que expresan; pueden leerse allí los afanes y las preocupaciones de quienes ya conocen las necesidades de las tierras conquistadas y los recursos para garantizar un mejor futuro a la nueva generación, entre los cuales figura en lugar destacado una educación básica; es así como Juan de Ezpeleta escribe desde Cartagena, el 25 de mayo de 1573, a su amigo Juan de Sama niego: «envío a mi sobrino Juan Jiménez de Oco ochenta y cinco pesos de oro para ayuda a algún socorro de su estudio. Deseo que se aplique a virtud, y procure algún colegio» (Otte, 1993, carta 327); Francisco del Barco, desde Cartagena, el 24 de mayo de 1575, comenta a su hermana Catalina González, residente en Plasencia: «Dice v. m. por la suya que tiene un hijo que se llama Juan, que, según entiendo… es hábil, y que sabe bien escribir y contar. Recibiré gran contento se me envíe acá, porque nos vandearemos bien» (Otte, 1993, p. 291); Alonso Rodríguez, desde Popayán, el 4 de febrero de 1578, le responde a su padre Alonso Rodríguez de Cuéllar, quien previamente le ha informado de la venida de Juan, hermano menor del primero: «Yo haré por él todo lo que un padre puede hacer por un hijo, porque aquí un señor se me ha ofrecido, diciéndole yo cómo venía, y me respondió que se holgaba mucho, porque si es hombre diligente, en tres años valdrá su hacienda cinco mil ducados, si es como yo se lo he encarecido, que sabe leer y escribir y contar, y diligente en el trato de la mercadería. Porque el que por acá no entiende en estas cosas, no gana de comer» (Otte, 1993, p. 354); Luis de Larraga, desde Cartagena, dice, orgulloso, a su mujer, el 8 de junio de 1581, en referencia al hijo de ambos: «Jerónimo os escribe por sí sus cartas como hombre» (Otte, 1993, carta 336); Alonso de Herojo, desde Tunja, el 10 de marzo de 1583, escribe a su yerno Juan Hernández de León, en la villa de Reina: «Dos o tres cartas tengo recibidas… las cuales me parece que las escribistes en nombre de mi mujer y vuestro, y me parece que la letra es toda de una mano, y creo que es de la mano de v. m. Si es así, me huelgo mucho más, porque los hombres que no saben escribir no valen nada» (Otte, 1993, p. 326); Baltasar de Valladolid, radicado en Santafé, recomienda a su mujer Clara de los Ángeles, en Toledo, el 1º de mayo de 1591, acerca de la educación de su hijo Juanico: «Encárgote tengas cuidado de azotarle muy bien, porque aprenda a leer y escribir, que es lo que le importa» (Otte, 1993, p. 285).

Miles de españoles atravesaron el Atlántico durante el siglo xvi con intenciones de establecerse en tierras actualmente colombianas; los que lograron sobrevivir se ubicaron en florecientes centros urbanos y, al igual que hicieron sus compatriotas en otras regiones de América, progresaron con rapidez y escribieron a sus parientes y amigos para que siguieran su ejemplo, a veces con una insistencia próxima al delirio; aunque para ellos es claro que la jerarquía del saber asegura el éxito en los negocios y el acceso a cargos públicos de dirección y dominio, como hemos visto, también vale destacar que la capacidad de leer y escribir no tiene solo un aprecio instrumental, sino también una valoración afectiva que ayuda a mantener vivos los lazos sentimentales con la lejana patria; no deben desdeñarse las manifestaciones de alegría que transmiten los signos que se trazan sobre el papel; por ejemplo: Isabel Rodríguez escribe desde Santafé a su padre, el lunes 4 de enero de 1557: «Una de v. m. recibí hoy… y fue tanto el placer mío y de mi marido… que no lo puedo escribir, y me he holgado mucho en saber que v. m. había recibido las mías» (Otte, 1993, carta 318); Pablo de Salazar, desde Anserma a su hermana, el 19 de septiembre de 1567: «Querer significar la merced y contentamiento que recibí con la letra de v. m. sería imposible por carta, y así dejaré de tratar de esto y remitir el sentimiento de ello a lo interior de las entrañas de amor tan verdadero, de hermana tan querida, como v. m. lo fue siempre de mí» (Otte, 1993, carta 383); Francisco González, desde Popayán, el 7 de mayo de 1570, a un amigo: «V. m. me escriba largo lo que allá pasa… porque habré muy gran placer en saber las cosas de España» (Otte, 1993, carta 401); Francisco del Barco a sus hermanos, desde Cartagena, 24 de mayo de 1575: «por recibir algún descanso todas las horas del día procuraba leer la carta» (Otte, 1993, carta 330).

Aun las expresiones de dolor subrayan la ventaja incomparable que el saber proporciona a quien escribe por sí mismo: María Bazán de Ezpeleta expresa a su hijo, desde Tamalameque, el 25 de abril de 1575: «No puedo escribir con lágrimas… van en cada carta más lágrimas que letras… Creo que no ha de entender bien esta letra, que con lágrimas no veo lo que escribo, y por darle a él y a mi amada hija consuelo con mi letra, no quise que criado mío lo escribiese» (Otte, 1993, carta 361); Alonso Ramírez Gasco, desde Muzo, el 1º de enero de 1577, expresa a su hijo y a su yerno: «aquí estoy escribiendo, y me está saliendo el alma por ellas»; Alonso Herojo, en su carta ya citada de Tunja, le dice a su mujer: «Cuatro cartas vuestras tengo recibidas… y las tengo guardadas como a la lumbre de mis ojos, hasta que mis ojos os vean. Y en ellas no hago sino leer, y cuando las leo es por mis regalos, y me harto de llorar cada vez que las leo»; 4 años después, el mismo Herojo le insiste a su mujer: «esta carta estoy escribiendo y las lágrimas de mis ojos me mojan el papel» (Otte, 1993, carta 372).

4. Enfrentamientos entre letrados y soldados

Si tan buen destino se presagia para quienes tienen alfabetización básica, mucho mayor es el encomio de los letrados; el abogado Miguel Hidalgo, desde Cartagena, el 4 de junio de 1587, le insiste a su suegro, el médico Juan Martínez, radicado cerca de Madrid, y quien se resistía con fútiles argumentos a su venida:

[…] me envió v. m. a decir que, si tuviera doscientos ducados que dejarles para comer, se viniera, malditos sean los doscientos ducados, que juro a Dios que los he ganado yo aquí en un día solo… son millares los que aquí ganan dos o tres cirujanos o boticarios, que médico no hay en tres meses que dura la flota… La tierra es la mejor del mundo… Esta tierra es propia para v. m., que andan las barras de plata y oro bien al grueso, y aunque más se gaste, se tiene en poco… los médicos son aquí tan tenidos que admira, y sus ganancias, que no se puede encarecer… Aquí en una flota gana un médico diez mil pesos. (Otte, 1993, pp. 302-303)

De un futuro económicamente promisorio no se apartan los eclesiásticos que así lo quieran, como le confía Alonso Zamora, desde Santafé, el 26 de enero de 1577, a su mujer: «venga con vos Bartolomé de Ortega, y deje el ser fraile, que acá cantará misa, que tendrá cada año de renta quinientos ducados y más, que para clérigos es muy buena tierra las Indias» (Otte, 1993, p. 281); Francisco Sánchez de Migolla, desde Popayán, el 26 de marzo de 1578, a su padre: «Yo quería que viniese mi hermano Pedro López, y si acá quiere ser clérigo, en pocos años será rico» (Otte, 1993, p. 356); y el capellán tesorero de Popayán, escribe a su hermano, desde Cali, el 7 de abril de 1578: «Confío en Nuestro Señor que han de ser nuestro remedio, en especial las vacas que tengo, demás de tres minas muy ricas de plata que Nuestro Señor me ha dado en otro pueblo llamado San Sebastián de la Plata» (Otte, 1993, p. 356); en fin, como gráficamente lo expresaba desde Quito el capellán Hernando Juárez de Vinuesa a su padre, el 4 de febrero de 1580: «en estas partes los asnos ganan de comer, cuanto más los letrados» (Otte, 1993, p. 349).

En medida en que el siglo xvi avanza hacia su término, es más evidente la pérdida de influencia de los antiguos conquistadores, desplazados de sus lugares de privilegio por los nuevos letrados y sus inevitables aliados, los escribanos; esta inédita confrontación entre las letras y las armas suscitó la siguiente amarga reflexión del

cronista Fernández de Piedrahita:

[…] apenas se hallará gobernador, alcalde ni corregidor en Indias ni en Castilla, que no se gobierne por escribanos o por alguno otro de la tal profesión, y que es plaga que ha cundido más adelante, si se atiende a que no hay caballero ni señor de vasallos que no pase por el mismo gobierno? ¿Y para qué será bueno disimular lo que es más, si los príncipes, reyes y monarcas hacen lo mismo, guiándose en todo y por todo, y poniendo todo lo sustancial de los negocios más graves respectivamente en este género de ministros, el gobernador en su escribano, el señor en su escribiente y el príncipe en su primer secretario? Cosa bien digna de consideración, haber llegado la pluma a tal extremo de estimación, que olvidada de su primer origen se aliente a oponerse a todo el mundo, y, lo que es más, vuele a competir con la lanza y el mosquete, que tan estimados fueron en todos los siglos como defensores únicos de la libertad y de las repúblicas, y que tanto desprecio haga de ellos, siendo tanta su pequeñez y tanta la grandeza de sus contrarios; desorden, si lo es, que fácilmente se remediara con que los secretarios y escribanos solamente firmasen las resoluciones y sentencias de los príncipes y jueces, y no que estos autorizasen con sus firmas las determinaciones de aquellos. (Fernández de Piedrahita, 1973, tomo 2, p. 642)

De que en el Nuevo Reino abundaban también los escribanos, se tiene prueba suficiente al comprobar que el 3 de marzo de 1573, la audiencia de Santafé decidió no otorgar ese título a cierto escribiente que lo solicitó, «ni aun conviene que para este reyno se de titulo a otro alguno por aver en él muchos»; cinco años después, el mismo organismo es más explícito al negar otra petición similar, ya que «por ahora ay copia de escribanos en esta cibdad pues parece que hay ducientas casas en este lugar y ay veinte y siete escribanos y más» (Libro de Acuerdos, 1938, pp. 26 y 49).

Mención aparte merecen los abogados: la propia índole de la administración burocrática española, tan distinta de la que caracterizó a otras potencias europeas, abonó el terreno para el auge inusitado de los juristas, en proporción tal que ya a comienzos del siglo xvi era asimilado al de una plaga; en una fecha tan temprana como 1512, Vasco Núñez de Balboa, desde Santa María la Antigua del Darién pedía al rey «que ningún bachiller en Leyes… pase a estas partes de la Tierra Firme… porque ningún Bachiller acá pasa que no sea diablón i tiene vida de diablos»; no era la primera vez que se hacía tamaña solicitud a la Corte, pero en esta ocasión fue al punto atendida, pues en las instrucciones que se dieron a Pedrarias, el 2 de agosto de 1513, se le prohibió que llevara abogados, pero que si alguno iba, no litigara, pues era funesta su proclividad para embrollar cualquier asunto y crear pleitos y alborotos (Fernández de Navarrete, 1945, tomo 3, pp. 370 y 351 y Romoli, 1988, pp. 151 y 159); en 1526 se repite la orden (Restrepo Tirado, 1917, tomo 1, pp. 72 y 206; Serrano y Sanz, 1918, pp. CCLXXI y CCLXXXV; ver también Castillo, 1990, p. 50 y Melo, 1978, p. 82).

No obstante, las continuas denuncias sobre atropellos, malos manejos, muertes alevosas o sospechosas y abusos de toda clase cometidos por los conquistadores y los funcionarios reales, obligaban al envío de oidores, visitadores, licenciados y jueces de residencia, quienes, a su vez, casi siempre eran objeto de similares acusaciones, porque cada cual aprovechaba sus atribuciones -normalmente muy extensas pero por un corto periodo- para satisfacer su propio afán de enriquecimiento, situación propicia para nuevos litigios y la actuación de más abogados, con las consabidas declaraciones, pruebas, sumarios y procesos que engrosaban sin cesar los repositorios documentales.

Otras manifestaciones del mismo tenor encontramos en el pleito adelantado por Gonzalo Fernández de Oviedo, en abril de 1546, por la gobernación de Cartagena; en su alegato pide: «que no pasen letrados ni procuradores ni frailes a aquella tierra ni se admitan, porque estos han destruido las Indias» (Friede, 1955, tomo 8, 1830, pp. 145-146); no menos vehemente se muestra Luis Lanchero, conquistador que vino con Federmán, quien en carta al rey, desde Santafé, el 1º de marzo de 1554, hace estas denuncias:

[…] estamos espantados todos los que deseamos el bien y salvación de Vuestra Majestad cómo no se tiene cuenta con estos letrados que acá vienen, pues todos van ricos de estas partes… Hasta aquí peleábamos con un gobernador, ahora con veinte letrados, mal por mal… los letrados no tienen cuenta sino con sus libros y con sus parientes y hermanos… Por amor de un solo Dios, que Vuestra Majestad no nos envíe aquí más letrados. (Friede, 1975, tomo 2, 160, pp. 130 y 133-135; ver también tomo 2, 281, p. 323; 283, pp. 324-325 y 296, pp. 336-337)

Para completar el espectro de quejosos, cito, por último, el testimonio de Andrés de Santo Tomás, provincial dominico del Nuevo Reino, quien en carta al rey desde Santafé, escrita el 16 de noviembre de 1564, reclama

[…] cercenar tanta densidad de licenciados y doctores, porque realmente comen este Reino por la multitud de pleitos, con que la hacienda de nuestra España se ha puesto en una ininteligible confusión… Hay tantos jueces, oficiales y comisiones, que en algunas partes son más que los vecinos de la tierra. Todos los cuales llevan crecidos salarios, allende de muchos cohechos y corrupciones. (Friede, 1975, tomo 5, 779, pp. 255-256)

Pero para compensar las cargas conceptuales, es necesario sopesar el argumento contrario, sostenido nada menos que por Ernesto Schäfer, doctísimo investigador en los archivos españoles; asegura él que:

El hecho de que la administración de la justicia en las colonias se ha mantenido intachable -y así fue a pesar de las excepciones descritas en estos renglones- no se debe al sistema de control efectivamente poco oportuno, sino de un lado a la alta calidad de los Letrados españoles, y de otro lado a la permanente preocupación del Consejo de Indias de proponer para cargos judiciales en las Indias solamente personajes realmente idóneos. Esto fue así no solamente en el siglo xvi, sino quedó también en el xvii por otra parte bastante mal afamado. De los muchos centenares de Letrados españoles en las Indias, al final, muy pocos fueron los que se mostraron indignos de su clase. (Schäfer, 1947, p. 156-157)

Porque, a pesar de todo, siguieron pasando; con sus leyes, reglamentos, probanzas, códigos, minutas y expedientes; y no podía ser de otro modo, pues el sistema exigía la presencia última del letrado y de su socio, el escribano; así fue desde el principio, cuando el capitán Martín Fernández de Enciso, quien tuvo participación protagónica en la redacción del Requerimiento (y quien también, a propósito, era abogado), invitaba a los incrédulos caciques del Zenú a que leyeran por sí mismos el inefable documento que le otorgaba el poder sobre las tierras recién descubiertas.

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Recibido: 13 de Mayo de 2016; Aprobado: 05 de Julio de 2016

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