1. Introducción
Pequeños caracteres alfabéticos entrelazados, ordenados de izquierda a derecha y un sinnúmero de veces repetidos, van formando líneas que se despliegan de arriba abajo sobre una hoja de papel en blanco. Así es como, normalmente, construimos uno de los principales objetos de nuestra cultura, el texto escrito, que pone en relación a cuantos sujetos intervienen en su visualización, antes y después de plasmarse en un determinado soporte de determinadas características formales. Un texto cuya construcción ha corrido pareja al desarrollo tecnológico y está íntimamente ligada a los cambios culturales de las sociedades.
La entalladura y el grabado posibilitaron las artes de escribir y fueron normalizando formas y gestos convirtiendo en «tipo» (modelo ideal) la escritura manual: los grabadores igualan los espaciados, la forma de la letra y su contorno. La letra manuscrita deja de ser un gesto, un ductus personal para pasar a convertirse en un tipo con el que el punzonista tiene mejores elementos de referencia para dotar de cuerpo a la letra y convertirla así en objeto exento (Ribagorda, 2009, pp. 12 y 17).
En la tipografía móvil, las letras son objetos que pueden trasladarse de un lugar otro, en cortas o largas distancias, tomados de la mano o metidos en cajones, unos pequeños paralelepípedos metálicos con una letra que sobresale, invertida, en uno de sus extremos. La tipografía de caracteres móviles aportó una novedad significativa, portadora y constructora de sentidos: una serie de tamaños fijos. Un componedor (o cajista) contaba con un determinado número de cuerpos o grados (también «gruesos» en la terminología española) diferentes con los que primero construía líneas y luego, bloques. Esto conllevaba un estricto control de ajustamiento de las palabras en el espacio, como jamás lo hizo la caligrafía, y concedió a la escritura una lógica rigurosa y ortogonal (Torné, 2009, pp. 51-52).
La historia de la edición, de la imprenta, como nos dice Eric Gill, un conocido tipógrafo y escultor inglés, ha sido la trayectoria de una explotación comercial que corre unida a la evolución de las sociedades (Gill, 2004, pp. 90-92). La tipografía, la reproducción de caracteres por medio de letras móviles, consistía en su origen en presionar la superficie entintada u «ojo» de una letra de madera o de metal contra una superficie de papel. Lo desigual y áspero del papel, la calidad de las tintas, la irregularidad de los tipos en su superficie de impresión y en las dimensiones de su «cuerpo», y las imperfecciones mecánicas de la prensa y de los métodos de impresión, impregnaron por igual la obra de los primeros impresores con desigualdades e irregularidades, con una ortografía y una puntuación variables. Francisco de la Peña, impresor de la Compañía de Jesús, y Antonio Espinosa de los Monteros, impresor con el que se inaugura el funcionamiento en Santafé de Bogotá de la Imprenta Real, fueron en el Nuevo Reino de Granada los cajistas pioneros de estas «imperfectas marcas» que fundaron un nuevo sistema comunicativo de escritura que lentamente puso en relación a la sociedad con el mundo de la cultura tipográfica a través de dos formas textuales básicas: el libro y el periódico.
Con el nombre de «impresor» se denominaba indistintamente al compositor o cajista, al prensista o tirador, o hasta al dueño o regente de la imprenta. Antonio Espinosa fue el impresor que pone en funcionamiento la Imprenta Real e inevitablemente tenía que conocer la técnica de los cajistas. Junto al cajista, que también desempeñaba funciones correctoras aconsejadas por la tradición de los tratados del arte de la tipografía que normalmente utilizaban, el papel de los correctores, intermediarios entre el texto manuscrito por trasladar y el texto ya impreso, se situaba en un momento en el que se procuraba por la unificación lingüística.
Los procedimientos manuales e intelectuales que contribuyen de manera concreta a la realización de textos o testimonios escritos, son directamente influidos y determinados por los instrumentos, los materiales y las técnicas que se emplean. Esto significa que las técnicas de escritura comprometen de diferentes maneras las aptitudes intelectuales, procedimentales y visuales de quienes escriben y de quienes leen lo escrito, determinando la relación con el espacio y el tiempo a medida que esos procedimientos van tecnificándose (Petrucci, 1999, p. 118). Desde las fuentes documentales que aquí se dan cita y las perspectivas metodológicas que propone la historia de la edición, nos detenemos en un periodo inicial que va de 1738 a 1782 y es básico para entender los que le siguen en la historia de la edición colombiana, un periodo donde se dejan ver los intentos que se hicieron por mejorar las condiciones técnicas y humanas de un arte que de nuevas maneras guiaba el ojo de un lector de la época.2
2. Letras y cajistas hacia un lenguaje impreso
En julio de 1735, por medio de la Compañía de Jesús, llegan a Cartagena de Indias, «tres cajones de letra de imprenta» dirigidas al Colegio Máximo de la Compañía de Jesús, el Colegio de San Bartolomé de Santafé de Bogotá, «con el fin de practicarla». Para ello, para practicarla, se dispuso al religioso Francisco de la Peña. Tres años más tarde, en 1738, se datan los hallazgos de los primeros testimonies impresos por los jesuitas, el Septenario al corazón doloroso de María Santíssima, de Juan Vicente de Ricaurte y Terreros; y la Novena del Corazón de Jesús.
La imprenta de los jesuitas no funcionó con regularidad, era escasa su producción y los métodos empleados para ella, artesanales y lentos, habituales de las prensas de madera de la época.3 Los trabajos de impresión de Francisco de la Peña, en su mayoría son escritos de la Compañía dedicados a su labor evangelizadora y docente, y muestran deficiencias en la calidad de impresión, donde se aprecia un desigual reparto de la tinta y el uso de tipos rotos y deteriorados de letra romana redonda y cursiva. Las «letras de imprenta» que en cajones llegaron desde España en 1735, posiblemente eran tipos ya usados por la propia Compañía que, al menos desde el último cuarto del siglo xvii, se dedicó a fundir caracteres, tuvieron las matrices en propiedad y las cedían en alquiler a varios fundidores hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xviii (Corbeto, 2011, pp. 103-104).
Once años después de la expulsión de los jesuitas, por medio del virrey Manuel Antonio Flórez, a fines de 1777 llega a Bogotá desde Cartagena de Indias el impresor Antonio Espinosa de los Monteros y a partir de 1778 comienzan a aparecer trabajos publicados bajo el sello de la que se inauguraba Imprenta Real. Debido a que Espinosa era un impresor «ejercitado, con alguna letra» y «ésta, además de estar muy gastada, es muy defectuosa», que «solo podrá servir, por ahora, para papeles sueltos», se decide solicitar al rey Carlos III desde España «alguna porción de letra».4 A mitad del siglo xviii español todavía eran evidentes las carencias económicas y la debilidad general que caracterizó al sector tipográfico. La tradicional ausencia de fundiciones de calidad fue un grave problema para los impresores españoles. La falta de grabadores de punzones en el país, tras la sustitución progresiva de las letrerías góticas procedentes del periodo incunable, y el uso cada vez más normalizado de los caracteres romanos, obligó a los impresores españoles a trabajar con tipos fundidos en escasos juegos de matrices, importados normalmente de Francia o de los Países Bajos, o, en menor medida, con letra fundida en obradores extranjeros.
La carencia de tipos y los altos precios que alcanzaban en el extranjero y en la fundición de los pocos juegos de matrices disponibles en España, hizo que los impresores trabajaran con viejas fundiciones que iban pasando de un profesional a otro por venta o herencia. Fue así frecuente que los impresores utilizaran, y es el caso de Antonio Espinosa, letra defectuosa y en mal estado tras una excesiva reutilización de los tipos. A esto se añadían las carencias que presentaban muchas de las nuevas fundiciones, generalmente defectuosas y de escasa duración por el empleo de metales de poca calidad o el desconocimiento de la mezcla adecuada (Corbeto, 2009, pp. 32-33).
La letra solicitada, que costó «quince mil reales de vellón», se embarcó en 24 cajones (Medina, 1904, p. 14) y llegó desde Cádiz a Cartagena posiblemente en el primer semestre de 1781. Antonio Espinosa comienza las gestiones para que dicha letra se le ceda y el 7 de diciembre de 1781 lo encontramos solicitando ante la Real Audiencia «la entrega de los Caxones de Letra de Ymprenta que están en estas Reales Caxas».5
Desde mediados del siglo xviii hay una urgente preocupación de los monarcas borbones por proteger la producción editorial. Bajo el reinado de Carlos III, la tipografía española, al amparo de la Imprenta Real que se crea en 1761, vivió su periodo de máximo esplendor. La labor de los punzonistas españoles activos en esos años, entre los que se pueden destacar a Eudald Pradell, Jerónimo A. Gil y, homónimo de nuestro impresor, Antonio Espinosa de los Monteros,6 tuvo un papel decisivo en la prestigiosa producción de los impresores españoles más afamados. Los punzones abiertos por estos grabadores son referente obligado para caracterizar la letra española en un momento de desarrollo tecnológico e industrial de la imprenta (Corbeto, 2009, p. 38 y Ribagorda, 2009, p. 13).
Durante el último periodo de la administración colonial y hasta comienzos del siglo xix tenemos noticias de que se dieron las importaciones de material tipográfico desde España a diferentes virreinatos americanos. En relación directa con el florecimiento que estaba viviendo la tipografía española, se produce una aceleración en la compra de insumos de imprenta y se traía letra de Imprenta Real (Garone, 2009, pp. 93-94).
A comienzos de 1782, Espinosa pudo disponer de los nuevos tipos y la mayor parte de las producciones que se hicieron en este año demuestran su uso continuado. Demuestran también que en ellas, en comparación con los años precedentes, los tipos que se utilizaron eran tipos nuevos o, al menos, poco usados, pues son evidentes las diferencias del diseño tipográfico y la calidad de impresión que comienza a sentirse a partir de este año y en años sucesivos.7 El taller donde trabajó Espinosa y donde aprendieron el oficio sus hijos Diego y Bruno, fue regulado por relaciones contractuales con el Estado. Estaba dedicado, tanto a la impresión de producciones de procedencia, contenido y financiación oficial, como a las producciones que pro- venían de encargos particulares.
La prensa de madera de los jesuitas, como la prensa de madera que en 1787 se hace construir Antonio Espinosa, son prensas artesanales que necesitaban inevitablemente del auxilio de varios operarios para hacerlas funcionar, distribuyendo tinta en los moldes, moviendo la barra o manivela del tórculo, humedeciendo primero el papel en el que iba a imprimir y colocándolo después de ello en las cuerdas de secado. Con el apoyo de estos auxiliares, la función central de estos llamados «impresores» como José de Rioja en Cartagena de Indias, Antonio Espinosa y su hijo Bruno en la Imprenta Real y, al menos durante 1793 y parte de 1794, Diego Espinosa en la Imprenta Patriótica de Nariño, además de supervisar el proceso completo de la impresión, fue la de trabajar como cajistas.
Los cajistas, también llamados «compositores», «componedores» o «tipógrafos cajistas», fueron la pieza clave en los talleres de impresión, cuya mecanización total solo pudo lograrse hasta muy entrado el siglo xix, dándose los mayores avances tecnológicos, a base de nueva maquinaria, en el proceso de impresión y no tanto en el de composición, donde la labor del trabajador era manual y a la vez intelectual. Como «tipógrafos cajistas» que fueron, el factor de «intelectualidad» que se sumaba a su trabajo manual es el que les concedía prestigio frente a los trabajadores poco cualificados, dedicados a hacer uso de la fuerza física. Si bien las «artes mecánicas» se apreciaban inferiores frente a las «artes liberales», los tipógrafos se consideraron miembros de un arte exclusivista.
Al lado de ellos se situaba el corrector de pruebas, en muchas ocasiones labor asumida por el propio cajista. Debía poseer un buen conocimiento de su lengua y suponía ser un lazo de unión entre el escritor y el tipógrafo.8 Ante la «negligencia», decía José Celestino Mutis, de «todo lo que sale de las dos imprentas» que funcionaban en la ciudad de Santafé de Bogotá, que iba «perpetuando la barbarie, que desacreditará en lo sucesivo igualmente al Gobierno y a una nación, que tan dócilmente se presta a su cultura», en 1798 escribe un borrador de las «normas que deben tenerse en cuenta para los correctores de pruebas», en cuyo encabezamiento se señala que iban dirigidas al virrey: «está en manos de vuestra excelencia atajar desde ahora los progresos de la rusticidad de las dos imprentas, aun solo por su pésima ortografía».9 Se refiere a la Imprenta Real y la Imprenta Patriótica de Antonio Nariño que, después del proceso que se le siguió por la publicación de Los Derechos del Hombre, se le expropió, siendo trasladada primero a la Biblioteca Real y a fines de 1796 comprada por Nicolás Calvo Quijano. Mutis propone para ello las siguientes medidas:
1. El nombramiento de un «corrector de imprentas».
2. La obligación de que los impresores mantengan siempre a la mano en sus talleres el «librito de ortografía, y el diccionario abreviado de la Academia Española».
3. Colocar al final de los textos la «fe de erratas».
4. La redacción por parte del «corrector» de una previa certificación sin la cual no se pudieran presentar al Gobierno tales escritos.
Los impresores/editores, los componedores y correctores ejercieron un papel esencial en la mediación cultural. Gracias a la imprenta, los editores transformaron en objetos durables, multiplicados y difundidos, la información que otros soportes de lo escrito no pudieron divulgar ni proteger de su fugacidad. La función de los correctores en la fijación gráfica y ortográfica de la lengua fue tan decisiva como las propuestas de reforma de la ortografía que pudieran presentar académicos y escritores.
Además de la perspectiva tipográfica, que señala la recomendación de colocar la «fe de erratas» como instrumento de vigilancia, Mutis parece centrarse o incidir en otro aspecto, el de la lengua castellana en perspectiva cultural, nacional e histórica.10 Junto al Diccionario de la Academia de la Lengua Española, las medidas mencionan la obligación de que los impresores utilicen el «librito de ortografía». Este
«librito», un listado de vocabulario de dudosa ortografía ordenado alfabéticamente, está emparentado con la tradición de los tratados tipográficos españoles de la Edad Moderna como el conocido Institución y origen del arte de la imprenta y reglas generales para los componedores, acabado de escribir aproximadamente en 1680 por Alonso Víctor de Paredes.11 Paredes sigue, según él mismo señala, las normas indicadas por Felipe Mey en su edición valenciana de 1606 del Thesaurus verborum ac phrasium, del jesuita Bartolomé Bravo, las reglas del impresor Guillermo Foquel (Suma de la ortografía castellana, Salamanca, 1593) y los usos implantados por el corrector Gonzalo de Ayala.
Dos tratados posteriores ampliamente difundidos en el siglo xix fueron los de Juan José Sigüenza y José María Palacios. En 1811 salió la primera edición del Mecanismo del Arte de la imprenta para facilidad de los operarios que le exerzan, escrita por Juan José Sigüenza y Vera, quien fue discípulo del reconocido «impresor de cámara» de Carlos III, Joaquín Ibarra. En 1822 salió su segunda edición aumentada. En el capítulo dedicado a las «muestras de las fundiciones» repara en el término «impresor», que es común, dice, «a todos los artífices u oficiales» como «compositores ó caxistas, como prensistas ó tiradores» (Sigüenza y Vera, 1822, p. 8). Las instrucciones dadas al cajista son muchas y entre ellas se encuentran las referidas a sus funciones como corrector, siendo, dice, una de sus «principales obligaciones».
José María Palacios en 1845 retoma el modelo de Juan José Sigüenza, de quien menciona en el prólogo su obra Mecanismo del arte de la imprenta, para publicar el Manual del cajista (Palacios, 1845), del cual, en 1861, sale una «nueva edición, muy corregida y aumentada», con el título de Manual del cajista y de la tipografía (Palacios, 1861), un manual que con seguridad, sabiendo de la existente tradición editorial de tratados para impresores, se conoció en el territorio colombiano. De hecho, la edición de 1861 por la que nos estamos guiando pertenece al Fondo Caro de la Biblioteca Nacional de Colombia.12
Cuando la constante fue la presentación a las imprentas neogranadinas de «pésimos manuscritos», el descuido de la ortografía en los papeles públicos que «perpetúa la barbarie», como decía Mutis, y «desacredita a las naciones», no se correspondía con el ideal educativo ilustrado.13 En esta perspectiva referida a los aspectos lingüísticos, el asunto central es otro: la preparación del manuscrito para la composición realizada por los correctores, quienes agregan mayúsculas, acentos y signos de puntuación, normalizan la ortografía y fijan las convenciones gráficas. Las decisiones referentes a la puntuación ya no dependen de los componedores, sino de los correctores, «sujetos instruidos» (letrados, graduados de las universidades, maestros de escuela) empleados por los editores o impresores para asegurar la mayor corrección posible de sus ediciones.
3. La composición tipográfica: el sentido de la vista como desplazamiento de la escritura hacia la lectura
Si la función principal de la imprenta de la Compañía de Jesús fue la de editar literatura misional y didáctica, así como textos que regulaban su funcionamiento interno (novenas, septenarios, compendios, ejercicios, reglas, patentes) al servicio de la propia compañía o al servicio particular de sus religiosos, la función central de la Imprenta Real fue la difundir los papeles oficiales que posibilitaban «el mejor gobierno de este Reyno». Instrucciones, tratados, reglamentos, reales cédulas, reales órdenes, almanaques, edictos, aranceles, discursos, sumarios, guías, avisos, fueron tipologías documentales financiadas por la imprenta estatal.
Sin embargo, el comercio del impreso religioso siguió teniendo amplia aceptación, con un peso significativo en la sociedad del momento. La Imprenta Real editó un alto porcentaje de oraciones, devocionarios, sermones y, sobre todo, novenas, producciones que, con un mercado fiel y estable, se hacían fácilmente vendibles, además de que eran impresos o reimpresos de dimensiones manejables y baratos, generalmente financiados por religiosos, parroquias o cofradías que evitaban el riesgo de inversión.
Además de impresos oficiales e impresos de pequeñas dimensiones que requerían escasa inversión, en la Imprenta Real se editaron obras significativas por su calidad de impresión y por sus dimensiones de paginación, como la reimpresión en 1784 del Arte de construcción, de Fray Pedro Masustegui, con 197 páginas; la conocida traducción del latín al castellano de la Historia de Christo paciente, hecha por el sacerdote José Luis de Azuola e impresa en 1787, con dos tomos de extensión de 230 y 264 páginas cada uno; la Historia de las ciencias naturales en castellano de Alexandre Saverien, editada en 1791 con 425 páginas de extensión en su totalidad; o el Tratado de la fuerza de la fantasía humana del ilustrado italiano Luis Antonio Muratori, editado en 1793 con una extensión de 342 páginas. Las cuatro obras llevaron el sello personal, sin distintivo de la Imprenta Real, de Antonio Espinosa de los Monteros (Garzón Marthá, 2008, pp. 221, 243, 271 y 294).
Al lado de los sucesivos periódicos que la Imprenta Real, por un lado, y los impresores de manera particular, por otro, editaron; estas mencionadas obras, que demuestran los avances en el arte tipográfico y aspiran a lectores de formación académica, son indicativas de dos prácticas lectoras simultáneas: la lectura intensiva, que exige atención y minuciosidad; y la lectura extensiva, más ágil y rápida, cercana a los formatos y contenidos de la prensa periódica.
En estos iniciales momentos no cabría hablar de una sustitución rápida y exhaustiva del acceso tradicional a la lectura, próximo a la escolástica, por otro moderno. Pero, aun evitando el término propuesto por Reinhard Wittmann (2004, p. 499), de
«revolución lectora» a fines del Antiguo Régimen europeo, no puede dudarse que, incluso en el Nuevo Reino de Granada, comienza a destacar de manera variable en lo social y regional, el comportamiento lector de un público que paulatinamente desde inicios del siglo xix va aumentando, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. No podemos poner en relación directa la imprenta con los niveles de lectura, pero los tipos móviles dan inicio al desplazamiento del valor de la escritura hacia la lectura. El Papel Periódico de Santafé de Bogotá (1791-1797), uno de los primeros periódicos que se editaron en el Nuevo Reino de Granada, comenzó a elogiar las cualidades reproductoras del artefacto de la imprenta y habló de la lectura como, en expresión de Renán Silva (2015, p. 292), «práctica expansiva y recreativa» que tomaba en cuenta el tiempo, así decía el periódico, de «descanso» de los lectores. La lectura, para la que debe reservarse un tiempo individual y un necesario poder adquisitivo, comenzaba en ciertas clases que cumplían con condiciones sociales de posibilidad lectora, a desempeñar una función emancipatoria, a convertir a los lectores en miembros útiles de la sociedad y a abrir el camino hacia una mentalidad cercana a las concepciones «burguesas» que aprende a vivir proyectando una determinada ética comercial.14
La letra de imprenta, junto a otros signos gráficos, aparece como vehículo de la palabra y como modelador de su identidad visual y de la estructura de su contenido. La relación entre caligrafía y tipografía inició en el siglo xviii español un debate entre quienes defendían el «arte de la imitación» para trazar la letra, que priman el aprendizaje de la escritura como destreza manual, dibujo y gesto, y quienes promovían la «razón», como método en el que la identidad de la forma surge no como repetición, sino como consecuencia de sus reglas y de las necesidades de su aplicación. Para estos últimos, la escritura más que una marca de clase o un sistema de notación como parece la escritura manuscrita, es una herramienta de desarrollo y de conocimiento cercana conceptualmente a la cultura impresa, donde la lectura es la protagonista (Ribagorda, 2009, pp. 17-18).
Con la impresión tipográfica alfabética la conciencia de que las palabras, que antes eran escritas manualmente, se componen de unidades (tipos), aumenta. Los «tipos» existen como tales antes que las palabras a las que darán forma. La impresión sugiere que las palabras son cosas. La impresión fue reemplazando el predominio del oído que persistía en los textos manuscritos y los primeros textos impresos por el predominio de la vista: la imprenta sitúa las palabras en el espacio con una rigidez que no concedió la escritura. En la impresión las palabras del mundo del sonido se fijan y para ello es fundamental el control de la posición de los caracteres móviles. La «composición» manual del tipo consiste en colocar tipos prefabricados de letras que pueden ser utilizados y reutilizados en futuras ocasiones. La composición tipo- gráfica potenciaba el valor visual del texto. La imprenta así comenzaba a desplazar el valor de la escritura hacia la lectura (Ong, 2002, pp. 120-121).15
Cuando las palabras se escriben, nos dice Marshall McLuhan (1998, pp. 28-40, 119, 130, 181, 200 y 284), pasan a formar parte del mundo visual y si en una determinada cultura se introduce una nueva tecnología, destacando uno u otro sentido, como la imprenta destacó el de la vista; el equilibrio o la mayor proporción entre los sentidos que existía en el mundo del manuscrito, queda alterado. Ya no sentimos del mismo modo ni siguen siendo los mismos nuestros ojos, nuestros oídos, ni el resto de nuestros sentidos.
La mecanización del arte de los escribas supuso la reducción de este oficio a términos mecánicos. Fue la primera traducción del movimiento a una serie de fotogramas o encuadres estáticos. Gradualmente, la imprenta fue restando sentido al acto de leer en voz alta y aceleró la lectura hasta un grado en que el lector podía sentirse «en las manos» del autor. De la misma manera que lo impreso fue lo primero que se produjo en masa, fue también el primer «producto» uniformemente repetible. La imprenta difundió el lenguaje impreso y dio a esta nueva presentación de la escritura el grado de autoridad que jamás ha perdido.
Con los tipos uniformemente repetibles y móviles, se entra con mejores condiciones y con mayor precisión en un mundo de cantidades mensurables. Con la imprenta, el Nuevo Reino de Granada comienza una fase de consumo, pues ella misma como aparato no es solamente un medio y un artículo de consumo, sino que enseñó cómo organizar las actividades sociales sobre una base sistemática lineal. Mostró cómo crear mercados, cómo producir periódicos donde se publicitaba la opinión pública, cómo publicitar la guerra independentista que iniciarían los sucesos de 1808. Porque la alta definición de la materia impresa y su poder de multiplicación y difusión, capacitó a los hombres a visualizar la unidad y el poder nacional en términos de construcción de un nuevo estado. La acumulación del sentimiento nacional colectivo está, pues, estrechamente relacionadas por la acción y los efectos de la tipografía, en cuanto que la nueva tecnología hará visible, centrará y unificará los objetivos de formación de un nuevo Estado y de su gobernabilidad.
Conclusión
Los inicios de la edición neogranadina hay que relacionarlos con la puesta a punto de un aparataje técnico material y humano que comenzó a funcionar de manera artesanal. La urgencia que demostraron las autoridades virreinales por instalar una imprenta a su servicio hizo que en poco tiempo los talleres de la Imprenta Real pudieran ofrecer una continuidad productiva a encargos estatales y privados. La edición de algunas obras que requerían la inversión de un esmero y un tiempo considerables, indicaba que la Imprenta Real había establecido una infraestructura con visos a erigirse en el eje central, como así fue, de la producción tipográfica gubernamental de impresos varios y publicaciones periódicas. Su mantenimiento, tanto en el régimen virreinal como en el republicano, inevitablemente cuando solo se contaba con ella, pero igualmente cuando ya se habían instalado talleres tipográficos privados, posibilitó que numerosos periódicos de Bogotá se imprimieran en ella.
El desarrollo tipográfico de la letra inevitablemente alejará el gesto subjetivo del que escribe para aproximar su forma a la mirada objetivo de quien lee. Los caracteres desplazan el valor personal y simbólico de la letra manuscrita hacia valores de uso y de cambio, más acordes a una sociedad ilustrada, moderna y preindustrial. La posesión de una «imprenta» en el siglo xix colombiano y el aumento progresivo de su número demostrarán que la visión de la información en caracteres tipográficos va adquiriendo cada vez más relevancia, tanto por su capacidad operativa como por el fuerte valor simbólico e identitario que concedía.