1. Introducción
Son abundantes las referencias en las fuentes que constatan ya para las dos últimas décadas delsiglo xix la considerable magnitud del público lector en el país, más orientado hacía lo político pero con intereses, generalmente lúdicos, en lo literario. Dicho aumento en el número de lectores se asoció, esencialmente, a la proliferación de las imprentas, al incremento de la tasa de alfabetización, a la circulación de revistas y de libros, a la expansión de lugares de lectura (bibliotecas, sociedades literarias) y a las distintas modalidades de la misma. Desarrollos de una cultura letrada que habían sido incentivados y favorecidos por las políticas del liberalismo implementadas durante el período de 1845 a 1884 y que se habían comenzado a concretar desde la década del setenta con el decreto orgánico de instrucción pública que establecía obligatoriedad y gratuidad en la escuela primaria y secundaria, con la intensificación de espacios de sociabilidad en torno a la literatura, con la garantía de la libertad de imprenta desde 1863 -pese a sus posteriores restricciones- y con la aparición de la profesión de literato2 Durante el período de La Regeneración tendría lugar el afianzamiento de algunas de esas políticas ya en funcionamiento y la continuidad y el avance de muchas de esas prácticas.
Entre ese nuevo público lector comienzan a destacarse las mujeres y los obreros.3 La anterior afirmación no niega la existencia desde décadas atrás de las mujeres como lectoras, incluso también como escritoras,4 ni de los obreros -como un grupo emergente de trabajadores asalariados- en relación con los artesanos de los que habían heredado tradiciones culturales y organizativas entre las que se encontraban las prácticas de lectura.5
Las condiciones particulares favorables a la formación de mujeres y obreros como nuevos lectores tuvo correspondencia con la introducción de ciertos cambios sociales relacionados, en primer lugar, con un incremento en la educación primaria femenina desde los años de 1870 y con el valor social ganado por la escuela. En segundo lugar, con el interés de un amplio sector de la sociedad, generalmente de tendencia conservadora y agrupados en asociaciones, en apoyar «la cuestión educativa» con énfasis católico y en favorecer la práctica de la lectura de manera orientada. Este sector de la sociedad resultó ser aquel que durante el período federal se presentó contrario a la educación oficial en la forma establecida por los radicales y, en ocasiones, fundó o contribuyó a las llamadas «sociedades católicas» y a sus proyectos educativos, entre estos, a la formación de lectores.6 En tercer lugar, con la búsqueda de la Iglesia y del Gobierno de corte conservador en turno, además de los patronos, por resguardar y controlar al naciente grupo de los trabajadores de las influencias de las corrientes revolucionarias del pensamiento. Finalmente, con el incentivo por parte del Gobierno al desarrollo de actividades que procuraran estabilización social y progreso patrio como complemento al trabajo bajo el rótulo de actividades para el «tiempo libre».
El propósito principal de este artículo será, pues, analizar las condiciones que posibilitaron la formación de mujeres y obreros como nuevo público lector; así como estudiar las representaciones que se fueron configurando sobre ambos grupos como tipos específicos de lectores y las formas de control social que se ejercieron sobre sus lecturas, especialmente de novelas, por parte de los llamados hombres de letras (políticos, periodistas y escritores).
2. Condiciones de surgimiento del público lector femenino y obrero7
Entre los cambios sociales que fueron condición de posibilidad para la formación del nuevo público lector en la sociedad colombiana de finales del siglo xix consideraremos la alfabetización, los procesos de educación y los usos del«tiempo libre». Debemos comenzar advirtiendo que de ninguna manera quiere este trabajo presentar como equivalencia del aumento de la alfabetización, el aumento de la lectura. Pensamos sí, en términos del análisis, que el factor «alfabetización» debe ser precisado como parte del engranaje del proceso de la formación lectora y comprendido como una noción para acercarse al estudio de los consumidores potenciales de la literatura.
Así, el número potencial de mujeres y obreros lectores puede ser, parcialmente, verificable mediante la revisión de la información consignada sobre instrucción pública en los anuarios estadísticos. Decimos parcialmente poniendo de presente que solo desde el censo nacional de 1905 se presenta como ítem «Población alfabeta y analfabeta» y solo hasta el censo de 1918 aparece esta misma información discriminada por sexos (Gómez, 1969, p. VIII). A lo anterior, se suma que entre los registros, incluso desde el censo nacional de 1870 hasta los primeros censos del siglo xx, en lo referente a la instrucción pública, tanto en ámbitos urbanos como regionales, solo se despliegan subregistros de la educación no oficial, datos que sin duda alterarían los porcentajes finales de número de alumnos y de posibles lectores.
Con estos anuarios es posible acercarse, más que a los grupos obreros, al grupo de mujeres como potenciales lectoras. Los censos nacionales de la época presentan ya a partir de 1870 y, sobre todo, desde 1880 según los censos departamentales, un incremento de alumnas mujeres matriculadas en la instrucción primaria respecto a las estadísticas de años anteriores y en crecimiento, también, en relación con el número de alumnos hombres matriculados en la misma instrucción primaria. Por ejemplo, para el caso de Antioquia en 1880, de 14.526 alumnos matriculados en total en la instrucción primaria 7.342 eran mujeres, es decir que el porcentaje total de estudiantes femeninas representaba el 50,54 % del número total de matriculados. Esta última cifra puede compararse con el 38,83 % que representaban el total de las alumnas matriculadas respecto al total de alumnos (hombres y mujeres) matriculados en ese mismo departamento en el año 1873 (Departamento Administrativo Nacional de Estadística [DANE], 1981).
Asimismo, puede verificarse tal incremento en la instrucción primaria femenina en regiones como Cundinamarca, Cauca, Santander y Boyacá, estas dos últimas regiones con crecimientos significativos desde los años setenta del siglo xix. Observemos brevemente ambos casos. Santander contaba para 1874 con un número total 13.295 alumnos de las cuales 3.388 eran mujeres, es decir el 25,48 % («Cuadro estadístico de la instrucción primaria pública i privada formada con los datos que suministran los informes de los directores de instrucción pública de los Estados en 1873 i 1874», 1875). Para el año de 1905, la instrucción primaria de ese departamento, si bien tuvo una reducción en el número total de alumnos matriculados (11.791),8 contó con un incremento de estudiantes mujeres (5.441) a un porcentaje del 46,14 % en relación con el censo anteriormente referido. De igual manera, Boyacá, que contaba para 1874 con un número total de 9.264 alumnos matriculados, de los cuales 1.912 eran mujeres (20,63 %), asistió para 1905 a un incremento de sus alumnas femeninas que pasaron a ser 3.121 entre una población total de alumnos inscritos en la instrucción primaria de 8.691, es decir, aumentaron a un porcentaje del 35,91 % (Palau, 1906).
En el caso de la alfabetización de los obreros, parece que su ingreso a la educación oficial fue escaso.9 Sin embargo, su alfabetización y educación, en muchos casos, más como una sombra de las formas utilizadas por el artesanado del medio siglo xix, fueron emprendidas a través de procesos de educación popular que generalmente no quedaron entre la información consignada en los anuarios estadísticos. Su educación corrió, en el mayor número de los casos, por cuenta de la ayuda institucional y de la caridad privada. Estas dos formas de beneficencia contribuyeron y sustentaron, desde los años 70 del siglo xix, la formación y el desarrollo de escuelas de artes y oficios, colegios dominicales y nocturnos para obreros. En dichas instituciones recibieron los trabajadores entrenamiento en «distintos oficios artesanales, complementados con algo de instrucción básica» (Castro, 2007, p. 141). Las motivaciones asociacionistas forjadas por los mismos trabajadores bajo la forma de sociedades políticas o de ayuda mutua ofrecieron, también, algunos espacios para la educación y la formación básica de sus miembros (Sowell, 2006, p. 180). No en pocas ocasiones el grupo femenino también gozó de la educación popular soportada por grupos laicos y, en menores ocasiones, por órdenes religiosas.
En este sentido, dichos procesos de educación popular fueron, generalmente, adelantados por asociaciones voluntarias particulares compuestas por individuos de diversas procedencias y con propósitos de trabajo que iban desde la caridad y la beneficencia hasta el fomento cultural.10 Estas asociaciones asistieron, como complemento de sus actividades y de las acciones que en materia de educación adelantaba el Estado, la educación de mujeres y obreros y se esforzaron por su control moral a través de la motivación y la orientación de sus lecturas, entre otras acciones.11 Entre esas asociaciones se encontraban las literarias, las cuales desempeñaron un papel importante en la formación de ese nuevo público lector. Por ejemplo, El Liceo Antioqueño desde 1881 convocó a las señoras y señoritas de la sociedad a la formación de gabinetes de lectura y realizó para ellas conferencias sobre educación, ética y salud (Botero, 1884). La Tertulia Literaria promovió la formación del Instituto Jorge Isaacs para señoritas interesadas en rezar semanalmente ante la tumba del escritor y auspició la formación de su biblioteca y centro de lectura a partir de 1895 (Cano, 1896). Asimismo, esta agrupación literaria y sus asistentes colaboraron con las lecciones para los obreros impartidas los días domingos en los «salones de lectura dominical de la sociedad San Vicente de Paúl y donaron libros para su biblioteca (Perpena, 1899; «A Granel», 1899).
De manera similar, otras agrupaciones literarias como la que tenía por órgano de difusión El Mosaico en Bogotá incentivó la formación educativa femenina a través de la lectura y la escritura presentando en marzo de 1864 un número de su revista escrito exclusivamente por mujeres. Sería la publicación de dicho número el antecedente de la revista La Mujer. Lecturas para las familias. Revista quincenal, redactada exclusivamente por señoras y señoritas, bajo la dirección de la señora Soledad Acosta de Samper, que comenzó a circular desde 1878 y lo hizo hasta 1881. Aunque esta revista no hizo parte de ningún circulo intelectual, desde sus páginas su directora instruyó «con amor» a señoras y señoritas y brindó para ellas consejos e información sobre las lecturas recomendables, tal y como lo había hecho antes para el público lector granadino en las páginas de la revista Biblioteca de Señoritas (Alzate y Ordóñez, 2005, p. 422). Valga este punto para señalar que aquellos grupos de la sociedad que hicieron parte de la cultura letrada se permitieron establecer vínculos, en este caso literarios, con sectores de la población para quienes sería difícil acceder a dicha cultura letrada. La preocupación de las asociaciones de hombres de letras por incentivar el acercamiento a la lectura de grupos sociales como mujeres y obreros, al mismo tiempo que buscaban controlarla, muestra que, efectivamente, sí había una forma de relación y filtraciones de los mundos letrados a los tradicionalmente no letrados.12
En cuanto al factor del «tiempo libre», estimado como una condición para el surgimiento de los lectores desde mediados del siglo xix, este ha sido presentando y considerado por la historiografía nacional de manera muy ligera -digamos nominal- en los términos de ocio y entretención.13 La historiografía ha partido de la idea de que la expectativa de mujeres y obreros al acercarse a la lectura era, en el fondo, solo por ocio y por ello se realizaba durante el «tiempo libre». Pensamos que puede ser esa una visión reducida si se pone de presente que en las dos últimas décadas del siglo xix las prácticas de lectura no se encontraban aún entre las formas tradicionales de diversión, si se tiene en cuenta que, en no pocas ocasiones, las lecturas fueron hechas en medio de las labores domésticas, en el caso de las mujeres, y después de extensas horas de trabajo, en el caso de los obreros, y, sobre todo, que se ejerció sobre la práctica una acción de control moral incentivado, en especial, por la Iglesia católica y llevado a cabo, generalmente, por padres, esposos y hermanos, en el caso de las mujeres, y de patronos, en el caso de los obreros.
La literatura misma de la época nos ofrece algunos ejemplos respecto de estas últimas condiciones que citamos para el caso femenino. Advertimos que aún no las encontramos en la literatura para el caso de los obreros. Por ejemplo, María, personaje protagónico de la novela del mismo nombre (1867) de Jorge Isaacs, no se animaba a releer Atala (1801), novela de René Chateaubriand, que Efraín había leído para sus hermanas y para ella, por contener un pasaje lleno de erotismo del que ya había sido advertida por el mismo Efraín (Isaacs citado por Alzate y Ordóñez, 2005, p. 327). Doña Elisa de Gamboa, madre del personaje principal de Hace tiempos (1936), novela de Tomás Carrasquilla, se presenta como una lectora «chiflada» por las obras de «Lamartine y Chateubriand, [del] abate Gaune y Mazo, […] [y] de autores españoles, […] [como] Larra y Zorrilla, […] Trueba y Fernán Caballero» y, en especial, por las obras nacionales. Obras todas que doña Elisa había «encontrado en los forros complementarios de [la revista para damas] El Hogar» y que leía confiada por lo recomendada de la revista entre las costuras o cuando estas le daban tiempo (Carrasquilla, 2008, p. 329). Asimismo, aparecen en Frutos de mi Tierra (1896), del mismo autor, doña Marucha y su hijita Paulita, quienes regentaban una casa de pensión para estudiantes y, mientras hacían sus oficios domésticos, escuchaban las lecturas de los muchachos que ya «despuntaban como doctores» (Carrasquilla, 2008, p. 49).
Por su parte, sabemos de los obreros que eran consumidores de las novelas ilustradas baratas que inundaban las librerías y se les veía con ellas en el taller («Familia cristina» citado en Archila, 1991, p. 201). El tiempo de lectura de este grupo estuvo asociado, generalmente, al espacio de participación en actividades educativas en el interior de las escuelas de artes y oficios, los colegios y los salones de lectura dominical y a las sociedades voluntarias particulares y a las impulsadas por ellos mismos. En este sentido, la lectura fue una actividad grupal y realizada en voz alta. Entre las bibliotecas ideales de artesanos estudiadas por Gilberto Loaiza sabemos que estos grupos estuvieron en contacto con lecturas de «obras generales y especializadas en sus oficios» y, en los casos de asociaciones obreras con tendencia liberal, sabemos que leyeron autores como Allan Kardec, Louis Blanc, Lamartine, Víctor Hugo, Eugenio Sue, socialistas utópicos, ya censurados para finales del siglo xix por la Iglesia católica. Estas últimas lecturas permiten pensar en un interés de los obreros por continuar formándose políticamente, como lo había hecho el grupo de artesanos desde mediados del siglo xix (Loaiza, 2011, p. 379).
De acuerdo con la documentación, lo que podemos pensar es que, si bien fue necesario la obtención de un «tiempo» para dedicarse a la lectura, no resultó ser este, justamente, un «tiempo libre» para mujeres y obreros, sino que eran horas de diversión o de estudio que sumaban a las horas de trabajo.14 Dicho en otras palabras, el ejercicio de la lectura se presentó como una actividad complementaria al trabajo y en este caso mujeres y obreros se esforzaron por encontrar horas libres para realizarlo. Lo creemos así, por lo menos, para las dos últimas décadas del siglo xix y las dos primeras del xx antes de que pudiera hablarse de la reducción de la jornada de trabajo y del ingreso de algunos aparatos eléctricos de uso doméstico que descargaran a las mujeres de las labores en que se desempeñaban (Mayor, 1979).
3. El nuevo público lector y la novela
Los cambios sociales anteriormente mencionados coincidieron con el apogeo de la novela en el país.15 El apogeo de la novela consistió en el aumento de la oferta de este género literario por parte de librerías y de publicaciones literarias, científicas, políticas y de variedades, tanto nacionales como extranjeras, que mediante sus propias páginas o a través de folletines o cuadernillos anexos ofrecían las novelas en entregas fragmentadas y coleccionables (Acosta, 2009). En este punto debemos agregar que, mientras más aumentaba la alfabetización femenina más se desarrollaron publicaciones dirigidas expresamente a las damas. En general, estas publicaciones tuvieron como única novedad el público al que se destinaban porque sus secciones fueron similares a las de otras revistas y presentaron novelas de igual manera. Asimismo, el gran número de estas publicaciones debe ser constatación de un público en crecimiento y con posibilidades adquisitivas.16
Se trataba, pues, de una forma de popularización de la lectura de novelas -nacionales y, sobre todo, extranjeras (la mayoría francesas)- en el marco de una relación con las literaturas europeas y con las corrientes de pensamiento extranjeras que a través de los libros, la prensa, la traducción y, sobre todo, mediante las sociabilidades culturales y políticas se conocían en el país. El libre comercio económico, político y cultural por el que se aventuraban liberales y conservadores desde los años cincuenta y sesenta del siglo xix, «como una forma de internacionalización política el país», contribuyó a avivar, por sus mismas características, la popularización de la lectura de novelas (Martínez, 2001, p. 149).
Aunque las novelas iban dirigidas al público lector en general, la documentación parece confirmar que eran los lectores de este género las mujeres y los obreros. En su extenso ensayo titulado «La novela», Juan José Molina comentaba con recelo que «la novela se ha apoderado del hogar» (Molina, 1884, p. 82) por cuenta de que el folletín que contiene el periódico o la revista quedaba para la mujer y, por esta vía, para la familia. El hogar se convertía, pues, en el lugar para la lectura y el ascenso de la mujer como lectora aparecía en el marco de la familia. Precisamente, era al grupo familiar como espacio para la lectura al que apuntaba la Iglesia y los patronos de talleres y fábricas. En consecuencia, puede pensarse que era a la familia a la que se deseaba formar como lectora, no obstante la presencia de elementos de diferenciación entre el grupo. Por ejemplo, el padre o el marido entretenido con la lectura de «los artículos de fondo, y [solaz] con las noticias sueltas [y con] las crónicas [del] […] periódico que representa su parcialidad política» (El Liceo Antioqueño, 6, 1884, p. 83) dejaba a la mujer las lecturas amenas y novelescas del folletín.
Según Molina, ese tipo de novelas ofrecían a las mujeres «las pasiones que la religión no les permite estudiar» (1884, p. 83) y, por lo tanto, les generaba confusiones entre las prosaicas realidades de la vida y el idealismo que en ellas hacía presencia, en este punto sustentaba el autor el temor que se tenía frente a la lectura de este género por parte del «sensible» público femenino. Concluía, pues, el autor que «la novela, y especialmente la novela francesa, tiene para las mujeres el sabor acido de la fruta prohibida» (p. 85). Entre esas novelas o autores que citaba J. J. Molina como peligrosas o nocivos para las mujeres se encontraban las citadas en la tabla 1:
En cuanto a los «obreros», era este grupo, junto a la juventud, según la prensa de la época, los asiduos lectores de las bibliotecas públicas y de las bibliotecas de alquiler (A de Peralta, 1898). La misma prensa afirmaba que el problema de este grupo de lectores residía en su falta de criterio que los conducía hacía la lectura de novelas de la corriente realista, las cuales eran calificadas como «fuente de corrupción para el espíritu y un veneno sutil para el corazón» (1898, p. 385). Dicha consideración tenía fundamento en la creencia que se registraba desde los años 70 del siglo xix de que era la novela instrumento para el adoctrinamiento político. Del grupo de trabajadores particularmente podemos decir que pasaron de ser lectores de diarios o revistas políticas a ser lectores de novelas; aunque imaginamos que lo que había era una combinación de ambas prácticas. Debió ser esta combinación la que atemorizó y convenció, en especial, a la Iglesia católica y a grupos de la sociedad de la necesidad de ejercer un control social sobre las prácticas de este grupo y de su «tiempo libre», conforme se hacía en el caso de las mujeres. Es posible pensar que la prevención de la Iglesia y de los hombres de letras frente a las lecturas de este grupo social radicaba en un temor que asociaba la lectura de ciertas obras con la posibilidad del desencadenamiento de una insurrección.18 Así lo habían pensado, por ejemplo, en el caso de la revuelta de 1854 (Loaiza, 2011).
Las novelas o autores que se citan como peligrosos para los obreros coinciden, en muchos casos, con los que se citan para las mujeres. Debemos recordar que fueron estas obras, que hoy denominaríamos de literatura moderna, posiblemente leídas por ambos grupos. La importancia de las críticas que registran los libros o autores que se consideraban de perjuicio, y que son aquí estudiadas, radica en que presen tan aquellos textos que se encontraban circulando en todo el país y que podían ser leídos a pesar de las restricciones. Como ejemplo puede verse en la tabla 2 la serie de autores y novelas «de perjuicio» para la juventud y los obreros que menciona en su artículo «Por los libros» A de Peralta:
Asimismo, incluía también el autor los nombres de escritores europeos que, encontrándose prohibidos por la Iglesia católica, hacían parte de los catálogos de las bibliotecas populares del país. Entre esos citaba a: Bentham, Filangieri, Gibbon, Cabauis, Broussais, Diderot, D’Alembert, Draper, Dupuy, Vigil, Condorcet, Raynal, Rousseau y Voltaire. Autores que, según él y poniendo en funcionamiento la crítica literaria apoyada en el discurso religioso,
[…] han tratado de substituir en el arte […] la concepción del ideal cristiano […] han hecho distinción entre el estilo y el pensamiento, entre la belleza natural y la belleza ideal [y] […] han tomado un rumbo peligroso […] [razón por la cual] no pueden ser puestos en manos de todos los lectores. (A de Peralta, 1898, p. 387)
4. Las representaciones sobre el nuevo público lector y las formas de control social
Aunque el temor frente a la lectura de novelas francesas y, en general, frente al contacto con la literatura extranjera por parte de ciertos grupos se puede verificar desde mediados del siglo xix; pensamos que se presentó y expresó de manera diferente a finales de ese siglo con respecto al medio siglo. Lo anterior, poniendo de presente que la referencia europea fluctuó a lo largo del siglo xix e influyó, indistintamente, en las formas de relación de la sociedad tanto con la literatura extranjera como con la literatura que se producía en el país. Contrario a los años cincuenta y sesenta del siglo xix, cuando se advertía a los escritores sobre lo nocivo de cierta literatura extranjera que anularía la posibilidad del desarrollo de la propia, para el final del siglo el temor se hizo extensivo, en forma de «enjuiciamiento crítico», a un grupo de lectores (los nuevos), quienes se suponían «no preparad[os] a recibir impresiones demasiado realistas» que les dejaba la lectura de novelas (Molina, 1884, p. 83).
Probablemente, ese temor inicial, que localizamos en los años sesenta del siglo xix, se asociaba a la relación que hombres como José María Samper y Manuel Murillo Toro, cercanos al liberalismo, y José María Vergara y Vergara, conservador, entre otros dirigentes políticos, escritores y periodistas de ambos bandos, hacían entre la lectura de la literatura extranjera y la falta de producción de literatura nacional, especialmente de novela (Jiménez, 2009, p. 57).20 El problema estaba en que dicha literatura extranjera promovía modelos literarios distantes de la tradición hispánica y católica, lo que argüían limitaba el desarrollo de la literatura como parte de un proyecto de contenido nacional y entraba en competencia con la producción de poesía nacional, género favorecido desde mediados del siglo. Asimismo, pensamos que ese primer temor se presentó como una extensión de la decepción y la desconfianza que se cernía desde América sobre Europa vista como imperialista; no obstante, a que ideológicamente el gobierno en turno de orden liberal siguiera en su esfuerzo por construir el Estado colombiano los modelos políticos de Alemania y Francia.
Más adelante, en las dos últimas décadas del siglo xix durante La Regeneración, el temor frente al contacto con la literatura extranjera continuaba recayendo sobre los escritores y se abría paso sobre un nuevo grupo de lectores: mujeres y obreros. En el caso que se refería a los escritores podemos pensar que el temor se centraba sobre la nueva escritura literaria moderna, aplicada ya por muchos de los nacionales, que no respondía a la tradición nacional y que fue asociada con las influencias del modernismo, el naturalismo y el realismo, y con la estética del «l´art- pour- l´art», es decir la idea de la constitución de la obra de arte autónoma (Rincón, 1978, p. 19). El debate sobre estas influencias y su implicación en los modelos de escritura se popularizó en el país por cuenta de la discusión entre Miguel Antonio Caro y Baldomero Sanín Cano, discusión que David Jiménez estudia en su libro Historia de la crítica literaria. 1850-1950 (2009).
Asimismo, ese temor ante las posibles lecturas e influencias de la literatura extranjera sobre los escritores nacionales se asociaba al discurso del régimen conservador que, seguidor para ese momento del modelo político español, se encargaba
de difundir el miedo hacía la subversión europea que representaba Alemania y, sobre todo, Francia, país del que los liberales radicales de las décadas del cincuenta hasta principios de los ochenta habían tomado sus planteamientos políticos. Ese «contra afrancesamiento» promovido por los regeneracionistas está presente, pero por mo tivos diferentes a los propiamente políticos, en el discurso sobre el decadentismo «Los novísimos en literatura» de Saturnino Restrepo (1899), en las «Homilías» de Tomás Carrasquilla (1895), e, incluso, en «La novela» de Juan José Molina (1884) y en otros textos críticos de los hombres de letras del país que se quejaban de la escritura fingida de los decadentes franceses, que se había popularizado y servía de modelo, o mejor de receta preparada, a muchos de los escritores del país.
De igual manera, en esta última parte del siglo el temor se sitúa también sobre la lectura de novelas extranjeras por parte de mujeres y obreros. Dicho temor se funda mentaba en la representación que tanto la Iglesia como los hombres de letras se habían hecho de ambos grupos de lectores considerados «de carácter flexible y con imagi naciones débiles, que no distinguen la realidad del idealismo» (Molina, 1884, p. 82).
La representación sobre las mujeres y los obreros como un tipo de lectores con características particulares, en muchas ocasiones, partió de las sociedades literarias las cuales, a su vez, sirvieron como promotoras de prácticas de lectura para ambos grupos. Los escritores de estas sociedades literarias se presentaron a ellos mismos como lectores diferentes a otros grupos, en la medida que eran poseedores de cierta «constitución moral» que los preservaba de los posibles daños de la lectura de no velas extranjeras, contrario a mujeres y obreros a quienes había que orientar. Fue así como en una de las sesiones de El Liceo Antioqueño Juan José Molina, presidente de esa sociedad literaria, explicaba a sus contertulios que «hay libros completamente inofensivos para nosotros que conocemos el mundo y las pasiones, pero son nocivos para […] [la] juventud», y afirmaba además que «si están buenos en nuestras manos, […] no pueden ser adecuados para otros», pues según él un buen número de dramas en la sociedad «deberán su existencia a lecturas perniciosas!» (1884, p. 82).
En otras palabras, los grupos de hombres de letras construyeron un estereotipo de sí -en esa medida lo construyeron también de quienes no fueran lectores con sufi cientes cualidades morales como ellos- y por esa vía se autoasignaron legitimidad basados en su discernimiento moral entre lo que podía ser o no leído dependiendo de quién leyese. Por ejemplo, José María Samper como prologuista de las obras de su esposa ofrecía al público lector «sensible» explicaciones sobre el porqué de las publicaciones y lo aconsejable de las novelas de doña Soledad Acosta por su bene volencia frente a otras que circulaban (Alzate y Ordóñez, 2005, p. 326). Asimismo, Carlos E. Restrepo en 1905 en su discurso titulado «Feminismo», ante sus pares en la Universidad de Antioquia, persuadía a las lectoras femeninas de lecturas que «a su sexo no convengan por indebidas» (Restrepo, 1905).
5. A modo de conclusión
Es en las dos últimas décadas del siglo xix colombiano cuando mujeres y obreros se consolidan como nuevo público lector. Dicha consolidación tiene relación con la introducción, desde el período federal, de cambios sociales relacionados con el incremento de la tasa de alfabetización, con el apoyo de un amplio sector de la sociedad favorable a la práctica de la lectura orientada y a la cuestión educativa, y con el interés, sobre todo de la Iglesia, por resguardar y controlar los usos del tiempo de grupos «sensibles» de la sociedad mediante actividades que incidiesen en procesos de estabilización social como la lectura.
El ascenso como lectores de ambos grupos sociales -la mujer formada como lectora en el marco de la familia y el obrero como lector mediante la educación popular- coincidió con el apogeo de la novela en el país, de ahí que básicamente pueda decirse que eran estos dos grupos lectores de novelas. La condición de mujeres y obreros como lectores de novelas, generalmente extranjeras y particularmente francesas, y la representación que la Iglesia y los hombres de letras, reunidos en sociedades literarias, se habían hecho de ambos grupos considerados de «carácter flexible y con imaginaciones débiles» (Molina, 1884, p. 82), desencadenó que se ejerciera sobre sus lecturas un serio control social y moral. Este control se presentaba además como una extensión del temor que se cernía sobre las posibles influencias de la literatura extranjera.
En forma de enjuiciamientos crítico, hombres de letras se encargaron, en las páginas de la prensa nacional, de censurar aquellas novelas que consideraban de perjuicio para este grupo de la población y, al mismo tiempo, de promocionar a ciertos autores por considerarlos «ideales» o «no nocivos» para un público de «constitución moral» diferente a la propia. Los hombres de letras basados en su supuesta «constitución moral» de carácter superior construyeron un estereotipo de sí y, por esa vía, se autoasignaron legitimidad para orientar lo que debía ser o no leído, compartiendo, así, esa tutela con la Iglesia católica.
No parece, pues, que haya habido en la sociedad colombiana de finales del siglo xix ninguna tendencia cultural crítica a la práctica de la lectura. En este sentido, lo que fue discutido a finales de ese siglo con respecto a la lectura de ciertos grupos sociales por distintos grupos de la sociedad y por la Iglesia -institución prohibitoria e impulsadora de ciertas lecturas- no fue el valor social de la lectura, sino los autores y los tipos de libros que debían leerse. Así, el estudio de las condiciones de posibilidad de un público lector, en este caso las mujeres y los obreros en la sociedad colombiana de finales del siglo xix, exige un examen de la formación lectora por relación con el tipo de lectura.