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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.71 Medellìn ene./jun. 2017

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n71a06 

Artículos

JORGE ROA Y LA LIBRERÍA NUEVA: ANTECEDENTES Y ASPECTOS ESENCIALES SOBRE EL EDITOR COLOMBIANO A FINALES DEL SIGLO xix

JORGE ROA AND THE LIBRERÍA NUEVA: BACKGROUND AND ESSENTIAL ASPECTS REGARDING COLOMBIAN PUBLISHERS AT THE END OF THE NINETEENTH CENTURY

Miguel Ángel Pineda Cupa1 

1Pontificia Universidad Javeriana, Colombia. miguelpineda93@gmail.com


Resumen:

Este artículo tiene como objetivo analizar los principales aspectos que caracterizaron al editor de textos literarios en Colombia a finales del siglo xix. Este análisis se divide en tres partes: primero, se busca observar al editor-librero como un oficio con antecedentes histórico-culturales el cual puede ser considerado al final del siglo como una figura cuya principal intención fue la renovación y la actualización de discursos nacionales; segundo, es necesario realizar un análisis formal de elementos editoriales que identificaron la colección editorial ideada por Jorge Roa en 1893, denominada Biblioteca Popular. Por último, se intenta comprender el fenómeno de la proliferación de las librerías en Bogotá a finales del siglo xix, que posibilitó la consolidación del oficio y su futura ‘profesionalización’. Así, se busca ofrecer una mirada histórica a una profesión que poco o nada ha sido abordada por los estudios sociales locales; además, se propone un nuevo camino para la interpretación y la exploración de la historia de la edición y de la comunicación escrita en Colombia.

Palabras clave: historia edición en Colombia; editor colombiano; Jorge Roa; Biblioteca Popular; Librería Nueva.

Abstract:

The aim of this paper is to analyze the main aspects that characterized literary text publishers in Colombia at the end of the 19th century. This analysis is divided in three parts. First, it is important to see a Publisher-Bookseller as an occupation with a historical cultural background which at the end of the century was considered a figure whose main intention was to renew and update national discourses. Second, it is necessary to conduct a formal analysis of the publishing elements which identified the publishing collection devised by Jorge Roa in 1893, named The People’s Library (Biblioteca Popular). Finally, it is necessary to understand the phenomenon of bookshops in Bogota in the late 19th century, which allowed the consolidation of the occupation and its future “professionalization”. Thus, the aim is to offer a historical look at a profession which has been addressed little or nothing in local social studies. Furthermore, this article proposes a new path to interpret and explore the history of publishing and written communication in Colombia.

Key words: history of publishing in Colombia; Colombian publisher; Jorge Roa; Biblioteca Popular; Librería Nueva.

1. Introducción

Para pensar en un primer acercamiento hacia una historia de las publicaciones (que además implica ver otros procesos históricos subyacentes como la historia de la edición y la historia de la lectura) es importante anotar que todo proceso editorial cuenta con círculos de producción, materiales y agentes culturales que buscan contribuir, en sus determinados contextos, a lo que Pierre Bourdieu llama ‘campo de producción cultural’ (Bourdieu, 1995). Sin todavía entenderlo (al menos en el ámbito local), hoy los estudios editoriales tienen a su favor una base conceptual y metodológica para empezar a considerar su aspecto histórico y la consolidación de sus investigaciones: lo comúnmente conocido como ‘cadena de valor’, o lo que Robert Darnton (2006) señaló particularmente como el ‘circuito de comunicación’ del libro. Indudablemente estos modelos de producción y circulación de libros proporcionan insumos necesarios para comprender el profundo rastro que ha dejado la historia intelectual y cultural nacional, y con esto es posible identificar cómo históricamente se han hecho libros en Colombia. El desafío hoy es ver la historia de las publicaciones, de la edición y de la lectura como procesos temporales dentro de un ciclo dividido por actores, decisiones y acontecimientos que requieren una mirada histórico-interpretativa de cada una de las fases de ese acto en el que «un texto se vuelve objeto y encuentra lectores», es decir, editar (Chartier, 1999, p. 59).

Sin lugar a dudas la historia de las publicaciones y del libro en Colombia es un asunto por resolver que permitiría definir y complementar dos principales asuntos igualmente pendientes: por un lado, sería posible entender los tipos de publicacines (y sus características) que predominaban y circulaban en las diferentes épocas que han marcado la construcción de este país (es decir, comprender una serie de intenciones, demandas y procesos de elaboración en torno a la creación de empresas editoriales y sus productos); por otro, asimilar los más profundos asentamientos de la vida intelectual nacional a partir de lo que se publicaba, se leía y se discutía en los diversos periodos y grupos sociales que han vivido en esta nación a lo largo de los años. En los impresos como objetos y en los sujetos que los idean y los fabrican está la clave de la dinamización de discursos, prácticas, tradiciones y paradigmas de una buena parte de la vida letrada colombiana que aún no ha sido contada.

En medio de disputas, de la defensa del territorio y de idearios políticos desencadenados durante el siglo xix fue necesario el establecimiento de empresas ideológicas, como los periódicos, que buscaron durante todo el siglo resaltar los acontecimientos recientes y antiguos de una nación que pedía a gritos encaminar una unificación nacional. Sin embargo, no solo fue necesario plasmar el relato noticioso de luchas bipartidistas o encuentros políticos para las reformas constitucionales acordadas entre las clases dirigentes más poderosas del país, sino también los periódicos incluyeron relatos literarios, poesías y novelas por entregas que ayudaron a intensificar las relaciones del lector con su mundo social y cultural. Es quizás allí, en la elección semanal o diaria de memorias, relatos y poemas, en donde los redactores de periódicos inauguran medios para ejercer su criterio de presentación, selección y opinión, con lo que constituirían, a partir de las columnas editoriales y los comentarios en torno a las vicisitudes de publicación de textos, los primeros desarrollos del ejercicio editorial en Colombia. Este artículo intenta, a rasgos generales, caracterizar al editor de textos literarios en Colombia a finales del siglo xix, que parece consolidarse a finales de los noventa con un caso especial: el ministro, poeta, traductor, orador, gramático y editor vallecaucano Jorge Roa (1858-1927). Con la fundación de una propia colección editorial, la Biblioteca Popular, y un establecimiento comercial y cultural como la Librería Nueva entre 1891 y 1893, Jorge Roa fue uno de los primeros editores colombianos que se dio a la tarea de pensar un prototipo de negocio editorial que se caracterizó por la indagación y reelaboración de discursos, autores y obras del pasado independentista, muchos de ellos inéditos, olvidados y poco o nada conocidos por los círculos letrados de ese entonces. La Biblioteca Popular estuvo compuesta por 25 tomos y cerca de 250 títulos publicados semanalmente desde 1893 hasta 1910. Fue característico de esta colección el uso amplio y adecuado de formas tipográficas, grabados en sus portadas y colores; a su vez se atribuyó y se presentó a sí mismo como editor en cada una de las portadas de los volúmenes de la colección, pero aun así contó con un grupo de colaboradores entre traductores y prologuistas como José Asunción Silva y Rafael Pombo, quienes colaboraban con la preparación de las obras publicadas para el proceso de traducción y redacción de noticias biográficas y literarias: prólogos que presentaban y sugerían la lectura de las obras.

2. Antecedentes de la labor editorial de finales del siglo xix

Con la Constitución de 1863, los estados federales de los Estados Unidos de Colombia tenían la libertad de que sus habitantes y gobernantes pudieran salir del país sin restricción alguna, portar armas y escribir en periódicos sin ninguna prevención o condición. Las disputas entre federalistas y centralistas dieron como resultado una serie de guerras civiles entre los partidos políticos, pero a su vez permitió que intelectuales, cumpliendo al mismo tiempo la labor de políticos y literatos, pudieran publicar distintos tipos de textos que iban más allá de la opinión en contra de idearios políticos de otro color. Este ambiente dio la posibilidad de que redactores de periódicos como Manuel Ancízar, José María Vergara y Vergara o Alberto Urdaneta pudieran abrir espacios para difundir la literatura y el pensamiento nacional e internacional, asumiendo desde el papel y la imprenta su propio reto de cuestionar y explicar la realidad caótica de la conformación del Estado nacional colombiano.

Un buen ejemplo de lo anteriormente dicho es Manuel Ancízar (1812-1882), escritor, político y periodista, quien en 1849 funda El Neogranadino. Cuando surge este diario, las oposiciones políticas entre liberales y conservadores se intensificaron con las elecciones ganadas en ese tiempo por los liberales, la creación de periódicos de tintes conservadores como El Nacional y las revueltas artesanales que empezaban a tener voz en los medios impresos de ese entonces. Lo que vale rescatar de este oficio de redacción de periódicos como El Neogranadino es que en él empiezan a aparecer los folletines literarios formados por la experiencia de un intelectual que viajó e introdujo nuevos cambios y avances en la producción de impresos. Esas innovaciones son descritas por Lucella Gómez como una labor que estaba

[…] acompañad[a] de hábiles impresores, dibujantes, pintores y litógrafos notables, Ancízar fundó un gran establecimiento tipográfico, la Imprenta del Neogranadino, a la que se anexaron otras litografías. De aquel tiempo, dice José María Samper, datan los mayores progresos de la tipografía, la litografía y la encuadernación en Colombia, así como la elegancia, la serenidad y compostura, la decencia y la útil variedad en nuestro periodismo. (Gómez, s. f., párr. 1)

Además, en su sección «Semana Literaria» se difundieron obras nacionales y extranjeras, como Matilde de Eugène Sue o Paulina de Alejandro Dumas padre, añadidas como un «cuaderno semanal bellamente impreso». Se sabe también que Ancízar, en su perfil como editor, y sus colaboradores ya pensaban en elementos de distribución como el precio (se vendía a dos reales), suscripción al periódico utilizando este anclaje literario para el mantenimiento de la empresa periodística y el uso de formatos (obras comúnmente con 32 o 16 páginas en cuarto).

Por otro lado, debe señalarse que Ancízar fue, como lo indica Gómez,

[…] subsecretario de Relaciones Exteriores en la administración del general Tomás Cipriano de Mosquera, y director general de rentas durante el gobierno de José Hilario López; se enriqueció con su vinculación a la Comisión Corográfica en 1850, en la cual Ancízar se encargó fundamentalmente de los aspectos sociales, culturales y estadísticos. (Gómez, s.f., párr. 2)

Esto muestra cómo sus conocimientos cercanos a la política están relacionados en paralelo con la constitución de sus labores como editor-impresor,2 escritor y redactor de periódicos; si se quiere es la amplitud de un criterio especializado a partir de la elaboración de varias labores.

Otros avances y contribuciones a esa figura del editor y redactor de periódicos se pueden hallar más adelante consolidadas con las propuestas de José María Vergara y Vergara (secretario de Hacienda y luego de Gobierno en 1854 y 1855; congresista en 1858), con su periódico El Mosaico (1858), en el que se difundieron obras como Manuela de Eugenio Díaz y en el que colaboraron personajes de la talla de Rafael Pombo, Tomás Carrasquilla, José Joaquín Posada, José Manuel Marroquín, Jorge Isaacs, entre otros. Asimismo lo hizo Alberto Urdaneta (comandante del Estado Mayor del Ejército en 1885), con su experiencia artística, quien se preocupó por la edición de la imagen y el cuidado y métodos de ilustración y grabado con su Papel Periódico Ilustrado. Ambos notorios avances que desde el periodismo se dio lugar para la aparición de un sujeto ‘director’ de procesos de la elaboración y puestas a disposición de materiales comunicativos de diversa índole.

En 1886 se crea una nueva constitución que animaba a los Estados federales a adaptarse a estas nuevas oportunidades y constituirse como regiones unidas por un poder central y unitario, lo que permitiría la constitución de los departamentos dirigidos por alcaldes y gobernadores. Esta nueva carta constitucional traía un nuevo panorama de protección económica, la aparente libertad de cultos, el reintegro de comunidades expulsadas tras la guerra y la persecución política, la educación impartida por la Iglesia o el clero, ciertas condiciones o controles a la prensa («es libre en tiempo de paz; pero responsable, con arreglo a las leyes, cuando atente a la honra de las personas, al orden social o a la tranquilidad pública»). Para los años ochenta la economía colombiana abriría la posibilidad de que comerciantes efectuaran e inauguraran negocios y establecimientos aprovechando incluso la naciente y firme economía de exportación. Al respecto, Sánchez, Fazio y López (2010) corroboran dicho avance gracias a que el «aumento de los precios del café marcó, a finales de la década de los ochenta, la recuperación económica y el principio de una nueva era de desarrollo exportador» (2010, p. 257). A partir de finales de los años setenta y, todavía más, en la década de los noventa surgirían negocios comerciales culturales como las librerías,3 que lideradas por los mismos políticos e intelectuales, tales como Miguel Antonio Caro o Salvador Camacho Roldán, configurarían nuevos escenarios para el ejercicio del criterio y selección de textos literarios, es decir, un ejercicio editorial. Ya no se pensaba en cómo, a partir del medio difusor más cercano y accesible por la población letrada, el periódico, transmitir la producción literaria nacional y extranjera de forma diaria, fragmentada e inmediata. Con el surgimiento de librerías, como la Librería Americana perteneciente desde 1876 a Miguel Antonio Caro y luego en los noventa a José Vicente Concha (ambos presidentes de Colombia), o la Librería Colombiana, inaugurada en 1882 por el escritor, economista y presidente encargado de la República en 1868, Salvador Camacho Roldan y su socio Joaquín Emilio Tamayo. Estas primeras muestras de circulación de los libros a final de siglo permitió, años después, la consolidación de una de las primeras empresas editoriales familiares colombianas como la de Lázaro Pérez e hijo, quienes en principio crearon y administraron la Librería Torres Caicedo4 a partir de 1870 y luego la convirtieron en la Casa Editorial J. J. Pérez para 1890.

Estos personajes de la vida cultural y pública colombiana darían origen y apertura a la comercialización del libro, principalmente desde Bogotá donde ubicaron sus negocios libreros y difundieron textos en otras regiones del país a través del sistema de envíos y encargos. No solo se trataba de difundir un pensamiento dinámico y volátil con la agitación política como funcionó con la prensa, sino que ahora se piensa en volúmenes que se anuncian a partir de la circulación con los diarios políticos o literarios; en ello radica la diferencia entre editores-impresores y editores-libreros. Mientras que los primeros concentran sus propósitos en la difusión ‘inmediata’ junto con el trabajo al lado del taller de impresión, los segundos, si se quiere, piensan en el libro como objeto producido bajo ciertas condiciones de tiempos más progresivos que permiten la inclusión de otros elementos editoriales y textos pre y posliminares. Con esto, se consolida la labor del editor-librero: aquella persona que se encarga del cuidado y la adaptación de obras nacionales y extranjeras y que sustenta su negocio librero bajo la selección del mismo dueño a partir de diversos catálogos extranje- ros y la edición e impresión de textos locales. Es el encargado de la aprobación, la reimpresión y la difusión de libros que sustenten su propio y especializado catálogo.

Así, en los amplios catálogos de libros importados de agencias internacionales como la Sea-Side Library o Appleton y Cía. para la Librería Colombiana se encontraban textos como Trough the looking glass and what Alice found there (With illustrations) de Lewis Carrol (1 tomo, a 1 $ el volumen); Strange adventures of a phaeton de William Black o The uncommercial traveler de Charles Dickens. Estos son reflejo de aquello que el librero o comerciante traía de Europa y Norteamérica y con los que, bajo su criterio selectivo, pretendería abarcar una demanda que estaba mediada por lectores e intereses culturales que conocieran el idioma inglés. Es decir, no solo se trataba de abastecer a lectores en lengua castellana, sino también lectores que supieran interpretar otros idiomas y así el comercio y distribución, pensados desde el editor-librero, relacionaría o conjugaría los contenidos extranjeros con las capacidades lectoras locales.

Con Camacho Roldán, los lectores letrados de la década de los ochenta del siglo xix conocieron las primeras compilaciones en volúmenes de cuadros de costumbres como El libro de Santafé: cuadros de costumbres, crónicas y leyendas de Santa Fe de Bogotá; textos educativos para la enseñanza básica auspiciada por la Iglesia como Gramática elemental adaptada para texto en las escuelas primarias y para primer año en los colegios o Curso elemental de gramática castellana, escrito por Jorge Roa (1858-1927), muestra de esa cercanía entre colegas y círculos intelectuales en colaboración y textos nacionales o compendios que recuperaban la historia patria como Biografía del general Joaquín Acosta: prócer de la Independencia, historiador, geógrafo, hombre científico y filántropo, escrito por Soledad Acosta de Samper.

El perfil de editor-librero (representado en principio, y no siendo los únicos, por Camacho Roldán y Miguel Antonio Caro) tiene dos facetas importantes de considerar: la primera y ya mencionada tiene que ver con que la profesión de librero es una labor que se separa de las imprentas, lo que hace que este personaje tenga la libertad de administrar su negocio y por ende le resulta accesible realizar viajes y relacionarse con otras casas editoriales-libreras en busca de materiales para alimen- tar sus catálogos de venta.5 A ello también se debe, como indica Mendoza (1992), que para los gobiernos de Núñez y más que todo de Caro y la constante censura y persecución política,

[…] provocan el cierre temporal y la desaparición definitiva de muchos diarios, semanarios y revistas, razón por la cual, los viejos talleres de impresión deben iniciar un proceso de diversificación, que sin lugar a dudas, incidió en la constitución de una industria editorial, es decir, la formación de unas empresas apoyadas en la existencia de un acervo tecnológico para la impresión de libros. (Mendoza, 1992, p. 121)

De ahí que surja un interés de estos editores-libreros para enviar a imprimir tanto sus propias obras como las de sus colegas y textos mundialmente conocidos ahora mediados e intervenidos por su criterio de escogencia y presentación.

Segundo, muy cercana a esta última idea, es quizás este oficio de editor-librero una de las ocupaciones que se interesa por abastecerse de mercados internacionales, considerando en sus métodos y mecanismos de obtención, suministro, reproducción y distribución de mercancías la importación de textos y títulos para ser difundidos en el mercado nacional. Ese fue el caso del mismo Camacho Roldán, que desde Nueva York realizaba procesos editoriales de libros en conjunto con la editorial Appleton y Cía., y que como lo menciona Cobo (1990) se dedicaron colectivamente a la publicación de, por ejemplo, casi toda la obra del político, escritor y periodista colombiano Julio Arboleda. La aparición de estos hechos que marcarían los primeros inicios de la edición y la industria editorial en Colombia pertenecen a movimientos de ese entonces, como al «librecambismo y al internacionalismo, a la visión de un mundo unido pacífico y en constante progreso con todos los beneficios del capitalismo internacional del siglo xix», que, como advierte el mismo Marco Palacios, «a esos principios adhirieron en general las clases dominantes colombianas» (Palacios, 1983, p. 102).

2.1. El editor-librero como el renovador de discursos históricos nacionales del siglo xix: el caso Jorge Roa y la Biblioteca Popular

Cerca de 1891 Jorge Roa funda su Librería Nueva, en la calle 12 número 171, exactamente en frente de la Librería Colombiana de Camacho y Tamayo; hoy la parte trasera del Palacio de Justicia. En dicha librería se vendían libros o reducidos volúmenes de autores como Poe, Rubén Darío, Dickens, Tolstoi, Shakespeare, France y autores nacionales como Antonio Nariño, Sergio Arboleda, Miguel Antonio Caro, José María Groot, Soledad Acosta de Samper, Simón Bolívar, entre otros.

En 1893, Roa junto con la iniciativa del escritor y redactor de La Crónica, José Camacho Carrizosa, idean la colección editorial Biblioteca Popular que intentaba asemejar publicaciones francesas y españolas que imprimían y difundían semanalmente un título de autores reconocidos mundialmente, reducidos sustancialmente a 50 páginas y vendidos a diez centavos o un peso. La Biblioteca Popular por año, desde 1893 (año en el que empieza a tener registro la colección), publicó y difundió alrededor de quince títulos y autores hasta 1899. Llegada la guerra, en 1900, al parecer no se registra una producción firme y constante y solo desde 1901 se vuelven a publicar siete títulos, lo que refleja un periodo de inestabilidad y vicisitudes que posiblemente tuvieron relación con el conflicto en curso, la Guerra de los Mil Días.

Para comprender al editor-librero como dinamizador de discursos históricos con el caso de Jorge Roa, vale la pena citar la obra Recuerdo histórico del escritor y político bogotano Luis Vargas Tejada, quien fue publicado por Roa en el tomo VII de su Biblioteca Popular en el año 1894. En ella se encuentran reflexiones y recuentos de las guerras independentistas que se dieron en Hispanoamérica a principios del siglo xix y a su vez se revelan detalles de la posterior construcción de la República independiente colombiana, siendo Vargas un testigo y cronista de ese tiempo. Dichas memorias recuperaron y especialmente criticaron algunas actitudes de los protagonistas de esa historia de Independencia como Simón Bolívar, que en algunos casos es referido por Vargas como ‘Tirano’. Para Carmen Elisa Acosta, este género fuertemente cultivado y mayormente considerado por los editores-libreros a final del siglo

[…] narra y justifica la actuación del escritor como hombre público, o acredita unos hechos de los cuales fue partícipe. Ya predomine una opción como otra, se evidencia el sentido didáctico, la particular importancia a las enseñanzas prácticas que devienen de los sucesos. (Acosta, 1993, 50)

En cuanto a las intervenciones o composiciones editoriales de esta obra en la Biblioteca Popular, Recuerdo histórico es precedida por un prólogo escrito por el mismo Vargas en 1829 y publicado en el periódico El Alarma; posteriormente fue reimpreso en una de las páginas del periódico El Mensajero, en 1867. También es importante anotar que según el mismo Roa, tanto el prólogo como el documento histórico que le sigue son tomados y publicados de forma inédita, pues a pesar de haberse conocido en los anteriores periódicos, de toda la obra de Vargas esta había sido olvidada y por tanto Roa decide incluirla en la colección de grandes obras y escritores que divulgaba la librería. Esto permite inferir que existió un editor que procura la novedad, los textos no conocidos u olvidados, textos marginados pero esenciales para comprender la historia de principio de siglo y que gracias a los desarrollos de la prensa y la imprenta, su proyecto editorial de la Biblioteca Popular fue posible: se nutre del pasado y a la vez construye historia para las presentes y futuras generaciones.

En ese sentido, Roa hace uso de la copia y reproducción de un texto antes publicado para que esta recopilación de memorias sea comentada bajo el mismo ingenio del autor. Ello permite pensar que hay un editor que tuvo en cuenta el pasado y que pudo considerar que no hay mejor recurso para presentar la obra que bajo el testimonio del autor. En otras palabras, Roa recuperó un discurso de años atrás y lo trae al presente no solo para soportar la obra, sino para que el lector construya un entendimiento complementario y general que la rodea, de paso que adquiera una conciencia histórica dándole diversos puntos de vista, contextos, situaciones que hay que valorar para comprender la obra y a su autor. Tanto editor, autor como lector son partícipes de un discurso que transcurre, se difunde y se apropia entre el pasado y el presente, un discurso histórico que según Acosta:

[…] es generado por un proceso de interacción entre el relator y su marco cultural; la estructura narrativa será en buena medida la esquematización de los hechos históricos y su juicio cultural sobre ellos. La revelación del pasado ha de ser percibida simultáneamente a dos niveles: en el corpus documental y en la organización expresiva del discurso. (Acosta, 1993, p. 56)

Con Roa y sus colaboradores puede identificarse esa idea de ‘organizador expresivo del discurso’, pues al final de dicho prólogo, en lo que se ve explícitamente como una ‘Nota del editor’, se le pide al lector que tenga presente que la Biblioteca Popular no toma partido vehementemente en ninguna de las posiciones del autor, invitándolo a abrir su criterio a otras perspectivas que el editor ha decidido publicar y ponerlas en discusión en el medio público letrado de aquella época. Dicha nota dice textualmente:

Nuevamente rogamos á aquellos de nuestros lectores que, deslumbrados por el sol cantado por Olmedo, son poco amigos de que se les haga ver el melancólico crepúsculo de la gran Colombia, tengan en cuenta que al hacer esta clase de publicaciones, la BIBLIOTECA POPULAR, consecuente con su nombre no prohija ni acepta los juicios más ó menos erróneos, más ó menos apasionados sobre los sucesos políticos de una época casi nada estudiada todavía por la crítica histórica. […] Naturalmente poco nos conformamos con ver en letra de molde palabras como ‘el Tirano’ refiriéndose al Libertador, ni al leer juicios verbigracia, como el del preclaro Restrepo; pero no por eso debemos cerrar los ojos, sino antes bien abrirlos para ver mejor las figuras y tributarles el respeto y el homenaje que no obtuvieron de algunos de sus contempo- ráneos por error de juicio ó por la ofuscación propia del espíritu del partido. (N. del E.). (Roa, 1893-1910, tomo 7, p. 5)

Con esto se puede observar a un editor que intenta mediar en la interpretación moral y racional que puede desprenderse del texto de Vargas Tejada; es quien que se da cuenta de las influencias, posibles prejuicios y significados que puede tomar la obra al ser leída: sin embargo, resultó ser publicada bajo su criterio y responsabilidad. En ese sentido, escritores, lectores y editores-libreros, como lo observa Acosta,

[…] están determinados por una práctica didáctica y moralizante, que en su ideología pretende recuperar el pasado, en donde se alteran los episodios, las descripciones, los panegíricos, los juicios políticos e históricos, la evolución subjetiva y la narración propiamente dicha en la que se desbordan los elementos de ficcionalización. (Acosta, 1993, p. 54)

Otros textos históricos nacionales, de intelectuales protagonistas de la vida política y pública a lo largo del siglo xix y algunos del siglo xx publicados en la Biblioteca Popular pueden observarse en la tabla 1.

Tabla 1 Títulos de obras políticas e históricas nacionales publicadas en la Biblioteca Popular 

Convenciones: N. A.: no aplica.

Fuente:Roa, J. (1893-1910).

En la Tabla 1 se puede observar que muchas de las notas biográficas y literarias no contaban con un autor expreso, lo que obedece a que dicho trabajo era ejecutado posiblemente por el mismo Roa o en conjunto por el grupo que logró consolidar este editor-librero, nombres insignes de la vida letrada nacional y que no buscaron dejar registro. En los casos en los que se mencionan las iniciales de sus nombres o seudónimos, como en Artículos y discursos, prólogo realizado por C. C. (posiblemente es el escritor Cecilio Cárdenas), Campañas de 1810 y 1819 realizado por F. J. V. y V., o Memorias de 1827 por X. X. puede verse quizás una intención de anonimato que desvinculaba y que no comprometía al redactor con ciertas ideas que podían ir contra su filiación política y sus relaciones con la vida sociopolítica; si se quiere ver, esto es muestra de una autocensura con la que tuvieron que convivir algunos intelectuales para expresar su pensamiento. Así, se observa que una buena parte de las obras nacionales editadas por Roa pertenecieron a próceres y posteriores proclamadores de la Independencia, que ese interés editorial intentó revaluar ciertos paradigmas de la historia nacional para comprender su propio tiempo, y que a partir de la reunión de ciertos textos el editor buscaba consolidar en un solo espacio, tiempo y lugar la producción intelectual de todo un siglo a partir de sus más ilustres y prolíficos representantes. Incluso, su relación inmediata con sus colegas de labor editorial y de la vida política fue indispensable para la ejecución de dicha empresa: el editor- librero Jorge Roa edita a otro, Miguel Antonio Caro y sus Artículos de crítica en 1893, cuando Caro ya había asumido su cargo como presidente de la República y había dejado su librería en manos de José Vicente Concha. Llegados a este punto es importante resolver la inquietud sobre qué tan populares resultaron ser los textos de la Biblioteca Popular y qué formas estructurales y gráficas fueron aprobadas por Roa para construir la identidad de su colección editorial.

3. El carácter popular de la Biblioteca y sus formas editoriales

Como se ha dicho antes, la labor del editor-librero se caracteriza por la creación de propios catálogos de los cuales dependía este de manera exclusiva. Su trabajo requería de las buenas relaciones que establecía no solo con las imprentas donde enviaba a componer los volúmenes, sino también con un circuito de pequeños letrados (colegas de labor locales y extranjeros y escritores) que muchas veces sirvió para intercambiar, comentar y asesorar trabajos escriturales y editoriales. Estos intelectuales buscan, en cierta medida, hacer más comprensibles, de acuerdo al público al que se dirigen, obras que, por lo demás, eran abordadas y discutidas en su mayoría por las altas clases letradas.

En ese proceso de sometimiento del libro a cambios y adecuaciones para nuevos lectores se hizo especialista Jorge Roa, quien editó y llevó a la imprenta y a su Librería Nueva a autores como Edgar Allan Poe. Este autor norteamericano, como otros, fue incluido y transformado dentro de las condiciones de un contexto social y cultural local que se debatía entre los altos niveles de analfabetismo y la importación de obras y consumos extranjeros de clases media-altas.6 Sus cuentos, seleccionados por Jorge Roa y quizás por sus más cercanos colaboradores y traductores como José Asunción Silva y Rafael Pombo, fueron resumidos, compactados y comentados crí ticamente, pues buscaban hacerse entendibles para un público más vasto que la elite letrada y política gracias a las transformaciones principalmente del lenguaje. Así, para Chartier (1996), el concepto de ‘popular’, visto desde el caso de la Biblioteca Popular como colección puede ser entendido como

[…] las intervenciones editoriales operadas sobre los textos a fin de hacerlos legibles a la amplia clientela a la que están destinados. Todo este trabajo de adaptación -que abrevia los textos, los simplifica, los recorta, los ilustra- está gobernado por el modo en que los libreros-impresores especializados en este mercado se imaginan las competencias y las expectativas de sus compradores. Así, las estructuras mismas del libro se encuentran presididas por el modo de lectura que los editores consideran el de la clientela a la que van dirigidos. (Chartier, 1996, 33)

Para entender este rasgo de la Biblioteca Popular, puede verse como ejemplo las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe. Este escritor norteamericano fue el segundo autor publicado bajo la colección de la Biblioteca Popular en su primer tomo, en 1893. Es importante advertir que todos los volúmenes de dicha colección cuentan con una portada en la que aparece el nombre de la colección («Biblioteca Popular. Colección de grandes escritores nacionales y extranjeros»), el número de tomo (en este caso, Tomo I), la ciudad (Bogotá), el nombre de la librería y su dirección (Librería Nueva, calle 12) y por último el nombre del editor o director de dicha empresa (Jorge Roa, editor). Se destaca también el uso múltiple y conjugado de familias y tamaños tipográficos que buscaba el editor-librero y el impresor para crear portadas que atañeran al contexto local y que fueran reconocibles en el mercado literario.7

De entrada ya se señalan dos elementos en la obra de Poe que condicionan su nueva forma para los lectores bogotanos de aquel entonces. El primero tiene que ver con que no se trata de ‘Narraciones’ (comúnmente traducido así en español), sino de ‘Cuentos’ extraordinarios; ello obedece a lo que Bollème (1990) declaraba como la creación de un nuevo vocabulario, un uso de palabras más acordes con el entendimiento o los alcances ‘masivos’ que quizás buscaba el editor-librero. Son los constructores de la imagen y el sentido de estas obras que se ven llamados a transformar lo escrito, cuyas exigencias, dice Bollème, «ponen de golpe al escritor en una situación límite, en que él ya no es más que el instrumento de esta lengua común o de este pensamiento común» (1990, p. 95).

El segundo elemento que configura un Edgar Allan Poe ‘popular’ o para el gran público capitalino del siglo xix es el que tiene que ver con la idea de que el nombre de este autor no era suficientemente comprensible como para referirlo como Edgar. Por ello se llamó Edgardo, un nombre quizás más familiar y reconocible por los diversos lectores; un nombre contextualizado al uso del castellano de ese momento y tan necesario para la lectura que hasta su nombre requería ser traducido.

Para visualizar qué tan comprensibles eran estos cuentos para la multitud de lectores, habría que comparar la traducción que se realiza a cargo del especialista asignado para la Biblioteca Popular (anónimo) y una traducción reciente, por ejemplo, la que realiza Cortázar para la edición de Alianza Editorial. Tómese por ejemplo Berenice. Ambas ediciones citan el epígrafe del poeta griego comúnmente conocido por Ebn Zaiat y así es puesto en la edición de la Biblioteca Popular, pero en la traducción de Cortázar es identificado como Ibn Zaiat, probablemente así conocido en otras lenguas como el francés y el inglés. Podría verse entonces desde el primer párrafo cómo se sintetiza y se concretiza el lenguaje y el uso de las palabras ‘sencillas’ por parte del traductor de la Biblioteca Popular a diferencia de una traducción más elaborada y actual que realiza Cortázar:

[…] La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y están tan íntimamente mezclados, como los que presenta ese fenómeno. ¡Y se extiende por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de paz, un símil de dolor?. Traducción de la Biblioteca Popular. (Roa, 1893-1910, tomo 1, p. 34)

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil de dolor? (Poe, 2012, p. 328)

Siendo de diferentes épocas y tan distantes, resulta interesante observar cómo la primera traducción parece ser más puntual, debidamente separada por partes y muy comprometida con el sentido estricto de cada palabra, haciéndola directa y clara para un lector que sepa leer y escribir castellano. Para el primero resulta más cómodo y práctico hacer entender que la desgracia afecta diversas formas en vez de la multiforme desgracia que cunde por toda la tierra. Parece que resulta más obvio si se menciona con comas adjetivo por adjetivo de aquella desgracia (de colores variados, distintos e íntimamente mezclados) y parece más claro si se separa una pregunta compuesta por dos enunciados a través de sus respectivos signos de interrogación. Esto también muestra cómo dichas transformaciones o decisiones del traductor buscan recalar en las habilidades comprensivas del lector de esa época.

3.1. Innovación editorial o propuesta de Roa como editor: las biográficas y literarias

Las noticias biográficas y literarias son un elemento innovador que utilizó Jorge Roa como editor-librero en la presentación de las obras que él y sus copartícipes seleccionaban para la colección de la Biblioteca Popular. Estas noticias se ubicaban después de la presentación del autor con su nombre y el título de la obra y lo que trataban de recoger e interpretar en conjunto era los aspectos vivenciales del autor y su influencia en su respectiva obra. En otras ocasiones, en vez de llamarse ‘noticias’, se identificaban como ‘prólogo’, muchas veces estos últimos eran extractos de obras de los autores seleccionados. Por otro lado, se destaca la variedad de elementos con los que eran compuestas dichos prólogos o presentaciones, lo que permite establecer cuatro tipos de noticias: el primero constituía un recuento abreviado tanto de la vida del escritor como de su producción literaria; la segunda incluía aparte de esto elementos como cartas que reflejan diálogos con otros interlocutores pero que dejan ver algunos rasgos biográficos del autor; el tercero las autobiografías: textos que eran escritos por los mismos autores o extractos de algunos comentarios o de sus propias obras para mostrar mediante sus mismos pensamientos sus modos de vida, y, el cuarto, es lo que se denominó en algunos casos como ‘argumento’ de la obra.

Un ejemplo de ello es el primer tipo, representado en el caso de la noticia que precede a la selección de cuentos de El cofre de nácar, de Anatole France, situada en el segundo tomo de la colección. En principio, a través de una nota al pie, José Asunción Silva, redactor de esta noticia y posiblemente traductor de la obra original en francés, advierte que el verdadero nombre del escritor francés es Anatole François Thibault. Anota en el desarrollo de este texto que France nació en París en 1844 y que se hizo reconocer gracias a poemarios como Los poemas dorados o crítica literaria como La vida literaria, insertos en la corriente parnasiana francesa de siglo xix. Destaca a su vez que su escritura es de «invención graciosa y delicada, la fantasía brillante, la belleza lujosa de los detalles, el soplo de vida que anima á los personajes, la nobleza de estilo, la límpida transparencia de la frase» (José Asunción Silva en Roa, 1893-1910, tomo 1, p. 1).

Silva sin duda atribuye grandes méritos a este escritor; su traducción, presentación y su valoración vienen mediadas por una cierta admiración de quien lo reseña, lo que muestra no solo el efecto producido en el mismo prologuista, sino también como estrategia para atraer la atención y los intereses previos del lector. Silva también hace uso de citar algunas consideraciones propias de France para resaltar la grandeza y los logros de su obra. Comenta que sus libros son definidos como:

«obra de hechicería de donde salen toda clase de imágenes que turban los espíritus y cambian los corazones […] aparatico mágico que lo transporta á uno en medio de las imágenes del pasado, ó entre sombras sobrenaturales» (José Asunción Silva en Roa, 1893-1910, tomo 1, p. 1).

Otro tipo de noticia se puede hallar el caso de Ultimatum.-Deberes de Jerónimo Torres, también ubicada en el segundo tomo de la colección. En ella el preparador de la edición indica inmediatamente que «Para introducir al conocimiento de las nuevas generaciones la personalidad á quien consagramos el presente volumen de la BIBLIOTECA POPULAR, creemos que nos baste insertar la siguiente carta suscrita por persona de no poca autoridad» (Roa, 1893-1910, tomo 2, p. 31). De entrada ya se puede observar cómo el encargado relega la labor de presentación y la importancia que tiene el nombre de Jerónimo Torres en ese momento, que al parecer y por lo visto, no es reconocido. Por ello se hace necesaria la inclusión a continuación de una carta redactada por Simón Bolívar. Lo más importante que se destaca de esta noticia es que fue construida gracias al acceso que tuvo el editor-librero a un archivo personal que para ese entonces custodiaba Cecilio Cárdenas, nieto de Camilo Torres y a quien se le agradece

[…] por la bondad con que puso á nuestra disposición el archivo que posee, rico en manuscritos valiosos para la historia de aquella excelsa generación de hombres meritísimos que, como D. Jerónimo Torres, fueron timbre de la Gran Colombia por sus talentos y virtudes. (Roa, 1893-1910, tomo 2, p. 31)

Esta obra termina con un aviso post mortem el cual es reproducción de la losa que se encuentra sobre su tumba en el cementerio de Bogotá y que es en ese momento impresa como «único humilde monumento erigido en honor de ese insigne ciudadano, tiene por epígrafe el monograma de Jesucristo en medio de dos letras griegas, la alfa y la omega, ó sea el principio y el fin». Este novedoso y curioso elemento editorial habla de un editor-librero que pretende inmortalizar al autor mismo, de rendirle un sentido homenaje pasados 54 años con un texto que pretende conservar su memoria.

Otro ejemplo es el caso de Jorge Roa, editor, prologuista y traductor del texto Amor alemán, quien advertía en la noticia biográfica que esta obra de Max Müller «no es para el vulgo de los lectores sino para la aristocracia de la inteligencia», pero que gracias a la traducción y el tratamiento que realiza Roa, «vosotras, lectoras de la BIBLIOTECA POPULAR, á quienes está dedicada esta traducción, leed y releed muchas veces este libro como hacéis con una sonata de Beethoven» (Roa, 1893- 1910, tomo 4, p. 254). Puede verse cómo el editor-librero sitúa un lector o público específico en el que se concibe que ciertas lecturas son para ciertos públicos: los romances para las mujeres.

4. Las librerías en Bogotá a finales del siglo xix: escenarios para el ejercicio editorial

Para finalizar este artículo, es necesario recordar que a finales del siglo xix Bogotá iba perfilándose como una ciudad que fue poco a poco adquiriendo gustos burgueses gracias a la importación de mercancías europeas como vestidos, joyas y adornos para el hogar de excelsa calidad que podían ser adquiridos en locales comerciales que iban a transformar la imagen conceptual moderna de la ciudad. En esos cambios se insertaron las librerías, las cuales aparte de ofrecer amplios catálogos de libros nacionales y extranjeros editados bajo el mismo patrocinio de estas librerías, vendían productos comerciales para el uso personal y del hogar, como una estrategia para sustentar diariamente el negocio.

En ese sentido, las librerías cumplieron su papel de constituir lugares o referentes de lo letrado en donde también convivía el mercado. Por tanto, las librerías aparte de ser por excelencia la representación de aquello que Ángel Rama (2004) llamó ‘el orden de los signos’, es decir lo letrado, también fueron los impulsadores de unas exigencias y apetencias europeas. Como lector y fiel cercano amigo a Jorge Roa, el escritor Laureano García Ortiz contó que en el mes de diciembre de 1893 leyó el libro del escritor y educador francés Jules Payot L’éducation de la volonté y que gracias a la relación editorial y comercial que sostuvo Roa con el editor francés de esta obra, Félix Alcan (1841-1925), este libro pudo llegar primero al mercado bogotano a finales de 1893 y en París solo se vendió o se conoció en enero de 1894. Este detalle es fundamental pues no solo hace referencia a los contactos, arreglos y negocios que establece el editor-librero colombiano con homólogos extranjeros, sino que a su vez Roa quiso incorporar la novedad y lo inédito en su librería y en el mercado competente que le exigía dichas especialidades. Otra de las relaciones editoriales que parece haber tenido Jorge Roa fue con Alphonse Lemerre (1838-1912), editor de grandes obras en francés, como la Odisea, y de elegantes antologías de poetas franceses. En sus catálogos y publicaciones se hallaron autores como François Coppée y Paul Bourget, también traducidos por José Asunción Silva y conocidos en Bogotá a finales del siglo xix a través de la Librería Nueva.8 Así, varias librerías se ubicaron en calles específicas del centro de Bogotá, que comprendían desde la 11 hasta la 14, siendo la 12 en donde se ubicarían la Librería Colombiana, la Librería Nueva, la Librería de Chaves, de Balcázar, de Torres Amaya, y la Librería Popular, entre otras. Su ubicación constituía un espacio clave para la edición, la impresión y la difusión de libros en el que el lector o visitante de estas identificaba simbólicamente y espacialmente un sector importante de la ciudad que recorría y habitaba diariamente.

En la construcción y la conservación de la imagen de las librerías como símbolos de lo burgués-letrado, fue indispensable que los editores-libreros mantuvieran relaciones o coaliciones estratégicamente comerciales con los periódicos para que el lector ubicara los respectivos lugares culturales en donde podía adquirir buena y bien editada literatura. Esas alianzas entre la Librería Nueva, por ejemplo y el periódico El Correo Nacional, dirigido por un colega cercano a Jorge Roa, Carlos Martínez Silva, definieron lo que sería la imagen pública y masiva de estos escenarios para la edición, además, que como centros culturales, constituyeron espacios para la tertulia y el encuentro intelectual de compañeros cercanos a sus propietarios. En un aviso de abril de 1893 de El Correo Nacional anunciaba que la Biblioteca Popular era una colección «de las obras más notables de literatos y publicistas nacionales y extranjeros, antiguos y modernos» y que «los pedidos fuera de Bogotá, bien sean de un volumen o de una serie, que vengan acompañados de su valor, deben dirigirse á la Librería Nueva de Jorge Roa, los cuales se despacharan por correo libres de porte». Muestra de la ‘alianza estratégica’ entre periódico y librería para sus lectores es la oferta con la que se cierra este aviso publicitario, un elemento que le permitía al editor-librero incrementar las ventas y el consumo de los libros de su catálogo: «Entre los suscriptores á la 1.a serie se rifará, al terminarse la publicación, el derecho á una suscripción gratis de la segunda serie». Además, la librería de Jorge Roa como espacio de tertulia reunió a grandes pensadores colombianos que no solo llegaban a ella para comentar el valor, los beneficios y las críticas de obras recién publicadas en Europa y editadas en la misma librería, sino que también llegaron a ella para colaborar en la empresa y el ejercicio editorial que estaba adelantando Roa en la capital colombiana. Ese fue el caso de Cecilio Cárdenas, José Asunción Silva y Rafael Pombo. Autores de renombre nacional como Jorge Isaacs, Guillermo Valencia y Tomás Carrasquilla como autores y visitantes de este local constituyen un ejemplo crucial para entender las relaciones que el editor-librero sostenía con los autores que publicaba, a su vez que esa cercanía posibilitaba el ejercicio de su labor editorial y el mantenimiento del catálogo de su librería.

Conclusiones

Gracias al ejercicio del periodismo, de la imprenta, la escritura y la publicación de relatos, novelas por entregas y folletines el editor a finales del siglo xix pudo consolidar un oficio que se concretó en la creación de una de las primeras colecciones editoriales colombianas (pensados como volúmenes consecutivos y separados de otros medios como la suscripción exclusiva al periódico). La idea de un editor- librero permite pensar que existieron sujetos con la necesidad de hacer una evaluación del siglo transcurrido a través de la exploración y la lectura de esa historia que está tan cercana a sus modos de entender el mundo y la Colombia del siglo xix y que ingresa al nuevo siglo xx. Así, con estos intereses, necesidades, inquietudes y vacíos culturales, el editor-librero construye su colección editorial. Hubo un editor que identificó unos temas, autores, discursos y formas para un lector apoyado en los criterios de quien firmaba al final de cada portada. El uso de recursos editoriales tales como las noticias biográficas, los prólogos, las autobiografías, los argumentos, inclusive cartas entre autor y editor fueron indispensables para la comunicación entre el editor y el lector. Por esto, Jorge Roa y la Librería Nueva constituyen un modelo histórico de producción y circulación de libros en Colombia representado en el sostenimiento de una colección, la Biblioteca Popular, y que permite concluir que todos los actores, los agentes y los materiales que funcionaron para ella contribuyeron a un campo de producción cultural que incluso tuvo en cuenta relaciones internacionales, saliéndose propiamente de una localidad. Jorge Roa fue un sujeto que interpretó y conjugó eficazmente dos mercados del libro, pues su local constituyó el centro de la divulgación cultural nacional e internacional. Sin las adaptaciones, reducciones, cortes y divisiones que se hicieron para adecuar las obras insertas en la colección, la Biblioteca Popular no hubiese adquirido su carácter ‘popular’. Por ende, los colombianos pudieron leer a un Shakespeare, un Dickens, un Halevy, un Gladstone, un Ibsen y un Auerbach ‘populares’, en ediciones íntegras y traducidos bajo las exigencias lingüísticas y expresivas del castellano de ese entonces.

Referencias bibliográficas

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1Este artículo resume varias ideas exploradas con mayor rigor en la tesis de pregrado en Comunicación Social de la Pontificia Universidad Javeriana escrita por el mismo autor durante el primer semestre de 2015, titulada ¿Una historia sin historia? Aparición del editor colombiano a finales del siglo xix, el caso Jorge Roa y la Librería Nueva.

2Al respecto, Juan David Murillo ha establecido una primera definición de esta categoría a partir de Chartier (1994). El editor-impresor puede entenderse como un «agente poseedor de un particular accionar que no solo les permite mediar en el comercio de impresos sino que les hace identificar las competencias y expectativas de sus compradores y, del mismo modo, saber qué y cómo ofrecerlo. Son los [que] median entre autor y lector, pues constituyen el eje de la materialidad del escrito, siendo igualmente importante su intervención a la hora de corregir los manuscritos que llevan a impresión, como también era significativa su opinión al momento de adecuar los contenidos a los espacios brindados en los distintos periódicos o revistas que por sus talleres pasaban, y que no en pocos casos también les pertenecían» (Murillo, 2010, pp. 2-3).

3Sin embargo, Gilberto Loaiza Cano ha identificado que «el universo del libro era bastante limitado hasta mitad del siglo, pero desde la década de 1860 el aumento de periódicos y de talleres de imprenta acompañó el desarrollo del mundo de la circulación del libro» (Loaiza, 2009, p. 34).

4Esta librería recibió ese nombre en honor al escritor y diplomático don José María Torres Caicedo. Según Laureano García esta librería fue clave para la historia cultural colombiana, pues «era la única que en tal tiempo tenía relaciones con otras librerías de Hispanoamérica. Quien necesitara entonces un libro de México, de Cuba, del Perú, de Chile o de la Argentina, lo encontraba en aquella librería y solo en ella» (García, 1932, p. 26).

5Por ejemplo, la Librería Colombiana de Camacho Roldán y Tamayo enviaba sus libros a composición e impresión a la Imprenta de La Luz, que se encontraba ubicada en la calle 13, número 100 y dirigida por Marco A. Gómez. Asimismo lo hizo la Librería Nueva de Jorge Roa a partir de 1893, que enviaba los libros que pertenecían a la colección editorial Biblioteca Popular a la misma imprenta, pero a partir del tomo XIII fueron compuestos en la Imprenta de Lleras, ubicada en la Carrera 7.a número 740. Con el paso del tiempo se cambió a la Imprenta del Pasaje Hernández, «á cargo de Gabriel Pontón», y que luego en 1902 pasó a llamarse Imprenta de la Biblioteca Popular, muestra del crecimiento del negocio de Roa. La Librería Americana de Miguel Antonio Caro, para 1882, enviaba sus libros a la Imprenta de Echeverría Hermanos. Otra imprenta que contribuyó trascendentalmente a la producción y la circulación de libros en la capital fue la Imprenta de Medardo Rivas, otro editor-librero que vale la pena investigar, pues su influencia en el campo de la producción cultural local para el siglo xix relaciona diversos tipos de impresos, agentes y discursos aún inexplorados.

6Por un lado, Flórez y Romero advierten que a finales del siglo xix «se da un desarrollo urbano pronunciado. Las ciudades pequeñas, como también las ciudades portuarias, empiezan a expandirse a la par de Bogotá y a cobrar fuerza dentro del territorio nacional. El comercio exterior, y en particular el crecimiento de las exportaciones de tabaco y especialmente de café, incentivaron el crecimiento de las ciudades portuarias». (Flórez y Romero, 2010, p. 411). Por el otro, se dice que el país realmente contaba «no solamente con uno de los niveles educativos más bajos del continente sino con un escaso nivel de desarrollo económico» (Ramírez y Salazar, 2010, p. 425).

7El primer elemento editorial que identificaba a la colección es, sin duda, la cubierta o portada principal que consistía en un grabado que se compone de un paisaje con un horizonte hacia el mar y un sol radiante, que emite rayos de luz. Ello podría evocar un momento de iluminación e ilustración, propias del concepto del saber y el conocimiento, pretensiones mismas de apertura y amplia difusión de la cultura humana. Esta portada y otras en el mercado colombiano de finales del siglo xix se quisieron asemejar a otras portadas de colecciones editoriales españolas como la Biblioteca Clásica Española, la Biblioteca de autores españoles y la Colección de escritores españoles. De estas colecciones, Miguel Antonio Caro adaptó algunas obras y alimentó su catálogo editorial.

8En una carta fechada el 10 de noviembre de 1894, José Asunción Silva dede Caracas le solicitaba a Jorge Roa que le enviara un ejemplar de Thais, obra de Anatole France que Silva había traducido. Seguramente le pedía a Roa una edición original francesa que Lemerre le había enviado meses antes, lo que confirma las redes de publicación y circulación que establecieron los letrados colombianos con mercados editoriales europeos. En esa misma carta, Silva le pregunta a Roa «¿Me mandó la cartica para Alph. Lemerre?» (Silva, 1996, p. 182). Estas relaciones incluso vincularon a editores con autores, pues García relató que Lemerre le hizo saber a Bourget que «en Bogotá, en la Librería Nueva, se habían vendido cerca de un millar de sus volúmenes, lo que dio lugar a una expresiva carta de Bourget para Roa» (1932, p. 37).

Recibido: 17 de Mayo de 2016; Aprobado: 20 de Julio de 2016

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