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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.72 Medellìn jul./dic. 2017

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n72a11 

Literatura

HORROR, MUERTE Y DESINTELECTUALIZACIÓN DE LA EXPERIENCIA EN CUATRO NOVELAS DE TOMÁS GONZÁLEZ

HORROR, DEATH AND DE-INTELLECTUALIZATION OF THE EXPERIENCE IN FOUR NOVELS BY TOMÁS GONZÁLEZ

Hernando Escobar Vera1 

1Universidad Complutense de Madrid, España. nandoev@yahoo.es


Resumen:

Este trabajo aborda el tratamiento del horror y la muerte en la obra de Tomás González, puesto en relación con el concepto de lo sublime y con las declaraciones públicas del escritor. En el análisis se enfatiza en el contraste entre el tiempo individual y el cósmico, la imagen del abismo como posibilidad de asomarse al infinito y la copresencia belleza-horror, vida-muerte. Asimismo se destaca la mediación de la búsqueda de la experiencia desintelectualizada, que permite darle al problema un tratamiento propiamente estético. El efecto es la asunción sosegada de la muerte y el horror, integrados a la vida y a la belleza.

Palabras clave: Tomás González; estética literaria; micrologías; estética del horror; vida-muerte en el arte

Abstract:

This paper studies the treatment of horror and death in Tomás González’s work, set in relation with the sublime concept and public writer statements. The analysis emphasizes three aspects: the contrast between individual and cosmic times, the abyss’s image as a possible look out into infinity, and the co-presence of beauty-horror, life-death. In this characterization the role of the search for de-intellectualized experience sticks out as a means for shaping the problem into an aesthetic form. The effect is an appeased assumption of horror and death, integrated to life and to beauty

Keywords: Tomás González; literary aesthetics; micrologies; aesthetics of horror; life-death in art

1. Introducción

La palabra ‘horror’ está presente en todas las novelas de Tomás González (Medellín, 1950). El escritor paisa aborda esta cuestión en relación con la muerte, las pérdidas (ausencias), el dolor, las violencias y las microviolencias. Su abordaje, lejos del tono sombrío, da relieve a la luz que acompaña a la sombra; presenta el horror casi siempre matizado por destellos e iluminaciones de placer, y deja ver cómo los personajes lo enfrentan, hacen el duelo por las pérdidas y retornan al lado luminoso: la vida continúa y es disfrutable, si bien, la muerte no deja nunca de ser el destino. Es decir, hace notar que la belleza no se sustrae en medio del horror, del mismo modo que la sombra es inseparable de la luz.

El horror se manifiesta en su crudeza, en tanto la muerte aguarda siempre o impone su proximidad (incertidumbre ante la violencia, la enfermedad, la vejez) a lo largo de toda su obra;1 pero en La luz difícil (2011), el asunto se tematiza y, a través del distanciamiento que lleva a cabo David, su protagonista, como artista y hombre anciano, se presentan dos de las imágenes que mejor aluden a la fascinación ante la relación entre vida y muerte: una, las pinturas acerca del accionar del tiempo sobre los objetos, esto es, el abismo del tiempo; otra, el abismo físico, geográfico, en cuyo filo, tupido de belleza, se vive inevitablemente a la espera del final de la vida. Igualmente se alude a la relación de los personajes con este abismo y con lo imposible, insondable e infinito, o al menos inconmensurable.

El distanciamiento que permite explicar esta estética tiene dos momentos: el momento íntimo de elaboración del horror, el duelo, indispensable para su posterior comunicabilidad,2 y la búsqueda de la experiencia desintelectualizada de la realidad, asociada con la meditación zen, cuya manifestación más patente en la prosa de González es la micrología3 de los mundos representados.

Para el análisis se pone en relación cuatro novelas de González con reflexiones de Kant, Trias y Lyotard sobre lo sublime y de Trias, Lyotard y Bauman respecto al papel del artista frente a la muerte. Así mismo se contrasta con una entrevista personal concedida por el escritor, acerca de sus convicciones y procesos creativos en torno al asunto de este artículo.

2. Tiempo y finitud

En La luz difícil, el proyecto de David, su protagonista, es captar instantes que den testimonio del avance del tiempo hacia el infinito.4 Este avance deja los objetos abandonados en su fragilidad, indefensión, belleza y contingencia, ante su poder de disolución. Los objetos -por ejemplo la concha del caracol, la montaña rusa abandonada, el triciclo ídem-, carentes de vida, dejan saber de la vida que fue y ya no es. El artista los registra e insinúa que regresarán al abismo de lo inexistente. Sin embargo, la belleza se sobrepone al vacío: no son eternos; en ese reconocimiento consiste su belleza. Los objetos, las vidas, incluso el arte, quedan desprovistos de la ilusión de eternidad.5 La propuesta de David, como la de González, participa de un proyecto de debilitamiento de ese ideal: lo humano no es eterno. Aun así, el tiempo y el universo, que sobrepasan las existencias particulares, se manifiestan, si no eternos, inconmensurables. En esta medida, como lo plantea Solano, González cultiva «una escritura como respuesta a la muerte, al hecho de que las formas se deshagan en el tiempo» (Solano, 2006).

Uno de los motivos que interesan a David son unos cangrejos: «eran color de piedra y por su movimiento las piedras parecían vivas». Quiere pintar óleos o hacer grabados de ellos «con el tema de la luz y la vida entremezcladas entre rocas cafés y verdes» (La luz, p. 45). En su visión sobresale cómo lo vivo, lo finito, se confunde con lo inerte y más duradero, símbolo de la eternidad.6 Allí se traza una primera forma de continuidad entre vida y muerte, y se revocan los límites entre ellas o, por lo menos, se resalta su sinuosidad. Este interés limítrofe es expresado por el pintor: «No me ha atraído nunca pintar animales, aparte de aquellos como cangrejos, conchas y caracoles, que son casi minerales, casi flores» (La luz, p. 83).

En otro motivo, en esta continuidad, se resaltan el fin de la vida y la sobrevida de la belleza; incluso el cadáver, lo siniestro expuesto, adquiere carácter sublime:

Pinté una serie de ocho trabajos con el tema de los cangrejos herradura […] se mueren, reposan en la arena y se vuelven concha vacía y después polvo, rápido, junto con las chancletas y pedazos de recipiente de plástico que durarán, ellos sí, siglos, antes de volverse también polvo […] Las pinturas tenían sólo los toques de luz necesarios para que alcanzara a presentirse la forma de cadáver del pobre cangrejo. (La luz, pp. 19-20)

En el decurso de vida-muerte de los cangrejos, en la belleza del cadáver que sintetiza ese decurso, González insinúa el abismo que también enfrenta la vida humana. David cuenta que todavía conserva la mejor de las pinturas con los cangrejos como tema, la cual «cada vez se vuelve más imprecisa y abisal a medida que va decayendo mi vista y voy avanzando también hacia el polvo» (La luz, p. 20).

Otros motivos vinculan más directamente el objeto representado con lo humano, cuya forma en la representación es la de la ausencia, e insinúan la homología entre el deterioro de los objetos y el de lo humano: «Pinté una motocicleta que encontré medio sumergida en una playa y cubierta de algas. Me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello» (La luz, p. 19); «en Nueva Jersey encontré un triciclo oxidado de niño en un lote vacío al pie del mar», «también había empezado a tomarle fotos a la montaña rusa en ruinas de Coney Island […] cubierta de batatillas de flores moradas. Gloria de la mañana, o morning glory, se llama en inglés esa enredadera». (La luz, p. 21).

El pintor explicita que el tema de esas pinturas «tenía que ver con el tenebroso abismo del Tiempo» (La luz, p. 20). El triciclo abandonado atestigua la ausencia del niño, quien seguramente avanza hacia la muerte mientras el tiempo igualmente ejerce sus efectos en el triciclo; por otra parte, sobre la montaña rusa en ruinas, eclosiona la gloria de la mañana: restos de vidas, ausencias, muertes que no son el fin, sino la continuidad del accionar del tiempo.

De este modo se evidencia la fascinación del pintor con el tiempo abismal. De un lado, la muerte y desaparición (erosión, corrosión) de los objetos y, de otro, su permanencia, como fetiches, a través del arte, es decir, la ilusión de su permanencia. Como subtexto yace la contingencia de lo humano y sus historias, frente a la existencia del planeta o la del universo, cuya topología adquiere en la imaginación la forma del abismo, el abismo del tiempo. Se relativizan la valía de los objetos en el continuum del universo, la nimiedad de la existencia individual en relación con la continuidad de la vida; entre tanto, se reivindica la experiencia del arte, incluso como experiencia de la muerte. Lo interesante para David es que hay belleza en ese accionar del tiempo, en esa desintegración de lo que estuvo vivo o asociado a la vida.

Esto le produce fascinación y constituye su proyecto artístico, aun antes del accidente que convertirá a su hijo Jacobo en otro objeto de arrastre del tiempo hacia la muerte. Jacobo muere y quienes lo sobreviven, a pesar del despliegue de belleza y disfrute que les sigue prodigando la vida, también se entregan al tiempo que los aboca, más rápida o más lentamente, a la muerte. En este nivel ya no se está hablando de la fascinación con el tiempo y la muerte que constituye el centro del proyecto artístico de David, sino de esta misma fascinación, como forma de concebir el arte y el lugar del ser humano en el universo, en el proyecto literario de González.

El escritor antioqueño explica que, en el nivel de la puesta en forma, la función del tiempo en ese continuum es darle perspectiva a la vida de cada personaje:

Al final de Primero estaba el mar, por ejemplo, hay un capítulo donde se habla mucho de lo que es el individuo humano en relación con el tiempo infinito del universo. Si uno logra retratar cada personaje teniendo en cuenta ese marco infinito del tiempo, es más fiel a la realidad. Somos una burbuja dentro de un infinito de tiempo, y la duración en términos relativos del género humano es muy corta. Tal vez hace sesenta mil años que viven los seres humanos. Darle esa perspectiva a cada personaje en su pequeño desarrollo, en su pequeña vida, sesenta o setenta años, es la perspectiva justa que debe tener la pintura de un personaje. (González, comunicación personal, 2012)

Esta perspectiva7 hace a González partícipe de la tarea que Lyotard (1998 [1988]) asocia con el vanguardismo: «La tarea […] sigue siendo deshacer la presunción del espíritu con respecto al tiempo. El sentimiento sublime es el nombre de ese despojamiento» (p. 110).

En un sentido afín, Trías (2006 [1982]) describe el lugar de la muerte para el artista barroco:

no se siente ya en unidad con ningún espacio atemporal, sino que parece sentir más bien su hogar en la marea temporal recién liberada. Esa temporalidad compromete al observador a caminar, a dejar que sus pasos y sus «tomas» visuales se sucedan. Y siente entonces todo el poder corrosivo del tiempo, que le disuelve una instantánea tras otra; a la vez que su poder creativo, que le renueva continuamente las vistas. La «vida» surge entonces en todo su esplendor real, en todo su efectivo horror, delimitada por la corrupción, por la evanescencia, por el cambio y la continua novedad; y finalmente por la muerte y la «otra vida». (p. 164)

González recoge tal sensibilidad, pero le corresponde, como artista contemporáneo, excluir la «otra vida» de ese sistema de relaciones y establecer la continuidad vida-muerte en el derrotero del tiempo inconmensurable; en todo caso, bajo la consigna de que «vivir es, de hecho, ‘vivir muriendo’» (Trías, 2006 [1982], p. 165). Esto, desde luego, más allá de que «la narrativa tiene como materia prima el tiempo mismo» (Galán, 2011), puesto que González tematiza el tiempo y lo convierte en fuente de sentido, en eje de la arquitectura de sus obras.

3. Abismo e infinito

El vínculo estrecho entre tal abordaje del tiempo y su relación con la muerte sitúa la obra de González frente al desafío que Bauman (2007) propone a los artistas actuales respecto a la indagación en torno a la mortalidad. En palabras de William Ospina, «se diría que Tomás es el colombiano que no se ha resignado a la muerte. Es el único que la interroga así, que la persigue, que la asedia, y que no parece dispuesto a soltarla hasta que ella entregue el último de sus secretos» (Ospina, 2012).

La forma en que interroga a la muerte hace que el lector se represente fuera de las cotas y de la ilusión de estabilidad con que se fantasean el tiempo y la existencia sobre la Tierra: el abismo del tiempo remite, más allá de esas cotas, al universo tanto exterior como interior.8 Un abismo físico tupido de belleza es su principal significante. Lo representa y lo matiza: el curso del tiempo, el curso de la vida hacia la muerte, está florecido, pleno de eclosiones constantes.

En esto su concepción difiere de la que postula Depino (2011): «a ese abismo de la muerte solo le responde pertinentemente [...] lo que ya ha existido socialmente en Occidente y que se llama lo macabro [...] o por el contrario una ausencia absoluta de forma, suerte de fascinación o parálisis» (p. 189). En la obra de González, la muerte no se reduce a lo macabro, y el abismo no simboliza exclusivamente la muerte; el abismo incluye la vida y la rebasa.

David, al final de su vida, disfruta la belleza de la naturaleza que lo rodea: vive al filo de un abismo geográfico:

El patio trasero da a un valle profundo y amplio sobre el que planean los gallinazos o buitres o zopilotes o como quiera llamarse a estas bellezas de aves. A veces los gallinazos pasan bajito, a sólo metros del lindero de atrás, sobre el abismo […] cómo mueven las plumas del timón, cambian de rumbo o altura, cómo gozan del Mundo. (La luz, p. 23)

La muerte, inserta en los procesos de la vida, está simbolizada a través de los gallinazos y el abismo, aterrador y hermoso. Esta visión de la naturaleza se acerca a la definición de lo sublime terrorífico de Kant (2005 [1764]).9 En la representación del abismo se señala el efecto sublime, placer y pena: «A alguna gente le impresiona que detrás de nuestro jardín, justo detrás de los naranjos y mandarinos que Sara mantenía tan bien podados y abonados, se abra semejante profundidad y amplitud que parecería a punto de tragarse todo, como una aterradora sinfonía» (La luz, p. 23). Con la última frase, González ilustra el efecto sublime de la contemplación de lo terrible.

Así, el tema que David aborda en sus pinturas: «el tenebroso abismo del Tiempo» (La luz, p. 20), es el mismo de la representación que González hace del lugar en el que vive David al final de sus días -y donde murió su esposa Sara-, en La Mesa (Cundinamarca). Y este espacio ideal para la creación se asemeja, en su carácter limítrofe, a otro en el que David vivió años atrás, durante el periodo en el que murió su hijo Jacobo, donde pudo superar su estancamiento creativo: en Nueva York, en la Segunda con Segunda, donde «las ventanas dan a un cementerio bellísimo. Marble Cemetery, se llama» (La luz, p. 18).

Vivir al filo de la muerte, crear al filo de la muerte es «ser para la muerte» en el sentido de Heidegger, y es estar arrojado al infinito de Kant (1876 [1790]): «La naturaleza es, pues, sublime en aquellos de sus fenómenos cuya intuición entraña la idea de su infinito» (p. 85). En las representaciones de González, el infinito es un misterio, sí, pero uno del que la humanidad, el artista en particular, participa. Es decir, el infinito entraña tanto imposibilidad como desafío.

En La luz difícil se registran otras experiencias de contacto con lo infinito sublime. En el momento de mayor pesadumbre ante la inminente muerte del hijo, la única visión soportable para David es la del mar (La luz, pp. 44-45). Otra experiencia relatada por David:

acaba de desplomarse el cielo. Se soltó una granizada enorme […] el estruendo es magnífico […] Es el estruendo mismo de la luz. Difícil ver algo más hermoso. Es la destrucción del yo, la disolución del individuo. El aire huele a agua y a polvo y uno no es nadie. (La luz, p. 31)

La destrucción del yo, entonces, es un espectáculo bello, es participación de lo infinito: la muerte (destrucción) y la vida (disfrute de lo hermoso). La muerte es parte de lo infinito, «la región que no conoce límites», como se alude a ella en La historia de Horacio (p. 203) y no es vista como un fracaso:

David y yo mismo, dudamos respecto a que la muerte sea un fracaso […] Por eso el título [La luz difícil], entre otras. Tratar de entender el sentido de la muerte. Uno la puede ver como […] una de las manifestaciones más intensas de la vida. (González, 2012)

González atribuye la visión negativa de la muerte a una visión social dicotómica: triunfo total o derrota total, lo cual descarta la posibilidad de que esté el horror al lado del disfrute de lo estético que hay en la vida:

Es la ideología que heredamos […] nos hacen pensar que la muerte es el resumen. Por qué va a ser más importante la muerte que este momento, que mañana o que ayer. Por qué darle toda la importancia al instante final […] Uno no mira la realidad porque está metido en un conjunto de ideas heredadas, de pensamientos o asociaciones obligatorias en relación a la muerte. (González, 2012).

De otro lado, comprender la muerte libera, da sosiego. Cuando Eladio, en La historia de Horacio, hablaba de medicina con sus pacientes, «era sólo para consolarlos, para regalarles la ilusión de que había alguien, él, el médico, que sabía algo sobre el significado de los dolores humanos, de la turbia muerte, y podía de alguna manera explicárselos» (Horacio, p. 147). Esta preocupación convierte el imposible de la muerte y del infinito en desafío para el artista.

Sin embargo, en la imposibilidad de cumplir ese desafío de dar con las palabras precisas, de alcanzar la luz difícil, se manifiesta lo sublime:10 «Este es el fondo. A cada una de las piedras la / golpea el agua, / y cada una, piedra y agua, fluyen juntas y / forman esa forma que no tiene nombre, / pues es justo ahí donde se acaban las palabras» (La luz, p. 130). Pero a ese reconocimiento llega David después de haber intentado alcanzar el infinito con la pintura y de haber creído lograrlo: «Conocí el otro lado del dolor, su otra orilla, y con aceites y pigmentos creí a veces tocar el infinito» (La luz, p. 131). La proximidad la describe como una «punzada, como la del amor, que se produce cuando uno siente que toca el infinito, capta la luz esquiva» (La luz, p. 116).

En cuanto a la escritura, David considera el lenguaje «tosco por naturaleza» (La luz, p. 77), pero también destaca «lo dúctiles que son las palabras; lo mucho que por sí solas, o casi por sí solas, expresan lo ambiguo, lo transmutable, lo poco firme de las cosas. Son iguales al mundo: inestables como casa en llamas11» (La luz, pp. 115-116).

Del mismo modo que David, González reconoce que para él la búsqueda del artista es tocar el infinito, que asocia tanto con la muerte como con la vida: «ese sería el máximo logro. Eso naturalmente tiene mucho de misticismo. Pero yo creo que es la máxima aspiración del arte, de la pintura, de la poesía» (González, 2012). En todo caso, como lo ve William Ospina, «la de Tomás es una experiencia mística al margen de toda religión. A la existencia aferrada desesperadamente al mundo le va siendo desprendido cada uno de sus tentáculos, pero ese despojo se transfigura en una liberación» (Ospina, 2012).

Desde otra perspectiva, el misticismo al que se refiere González puede asimilarse a lo que Einstein denomina sentimiento religioso cósmico:12 «la función más importante del arte y de la ciencia es la de despertar este sentimiento y mantenerlo vivo en quienes son receptivos a él» (Einstein, 1930). Para González, «la práctica literaria puede ser una manera de expresar el sentimiento religioso. Podría ser la forma como los seres humanos rindan homenaje al universo o lo veneren» (González, 2012).

Algo parecido a este sentimiento produce la fascinación de David con la muerte, la belleza y el infinito. Por ejemplo, lo que empieza como una queja por no tener un dios al cual aferrarse en medio del sufrimiento, por la cercana muerte de su hijo Jacobo, termina en una contemplación del cosmos visible:

no había Virgen para mí, ni dioses tutelares. Para mí sólo había esas nubes, esas palomas que acaban de pasar, esos árboles, esa abigarrada vacuidad, este lugar del que no se pueden señalar los bordes, ese rosal florecido, esa abundancia inenarrable mecida por el tiempo y armoniosa sin interrupción, tanto cuando era feliz como cuando era horrenda. (La luz, p. 58)

En la visión de González, el abismo no está desprovisto de belleza, no es exclusivamente tenebroso. El reconocimiento de la belleza en el acto de abandonarse al obrar del tiempo resta carácter siniestro a la muerte, incluso a la visión del cadáver, al representarla bajo la forma inocua de un transcurrir. En todo caso, como lo interpreta Campo (2012), «la belleza perseguida por David no es la del deleite, sino la del placer que produce la conciencia simultánea de la finitud humana y la infinitud del tiempo» (p. 168). Su estética es la de la fascinación, estética del abismo.

David se asoma al abismo sin vértigo. No lo teme, no lo desea ni lo rechaza; simplemente lo reconoce. Vida y muerte, belleza y caos no se representan como entidades separadas y opuestas, puesto que, según dice González, «no hay belleza separada del horror o el caos. Para mí las cosas del mundo, entre ellas el paisaje, aparecen con la máxima intensidad de su belleza cuando están muy cerca de la muerte o la destrucción, cuando bordean las sombras más profundas» (Gallón, 2010). Esta copresencia se convierte en problema central de representación de la luz para el pintor y constituye también la búsqueda en el terreno del lenguaje para el escritor.

4. La luz difícil: copresencia de la belleza y el horror

Entonces un grillo empezó a cantar bellísimo, como si fuera la presencia de la Presencia, en algún lugar de la sala […] Y mi gran soledad se llenó de pronto con el universo entero. La luz, p. 92

La dificultad que enfrenta David para plasmar la copresencia de la luz y las tinieblas en una pintura de «la espuma que forma la hélice del ferry cuando, al dejar el muelle, acelera el motor en el agua verde de la que borbota» (La luz, p. 12) implica otras más amplias: cómo hacer arte de la muerte y el duelo. El artista percibe esta dificultad con angustia: «aún no lograba que, sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abisal, la muerte» (La luz, p. 12).

Este problema artístico lo enfrenta mientras su hijo transita hacia Portland, donde le aplicarán la eutanasia. Se mezclan el temor y la esperanza ante la posibilidad de que Jacobo se arrepienta; al tiempo, la luz exacta sigue escabulléndosele a David: «no logro ponerle el vértigo» (La luz, p. 93). «Era una lucha contra la aniquilación, en la que, para vencer al caos, había que plasmarlo como agarrando a un diablo por la cola y estrellándolo contra una tapia» (La luz, p. 94). La dificultad la da, de hecho, la presentación de la muerte: «El problema, me parecía, no estaba en el lado luminoso de la luz; me esquivaba su otro lado» (La luz, p. 104). David reflexiona sobre esta luz inasible, difícil:

únicamente la luz, siempre inasible, es eterna. Y la que había en el agua junto a los borbollones de la hélice del barco, por más que la miraba y la retocaba, no lograba yo encontrar la manera de plasmarla completa, es decir, la luz que contiene a las tinieblas, a la muerte, y también es contenida por ellas. (La luz, p. 61).

La dificultad del pintor da cuenta, de nuevo, de las búsquedas estéticas de González:

David intenta plasmar la luminosidad y la oscuridad abisal del agua en una misma expresión artística. Es lo que yo he buscado a lo largo de mis escritos. Miro mis libros hacia atrás y me doy cuenta de que se repite ese impulso por acercar horror y belleza. (Afanador, 2012)

Dicho impulso se refiere tanto a la latencia del horror bajo la belleza, por ejemplo, la belleza del abismo, como a la posibilidad de disfrute en medio del horror; estas copresencias hacen parte de la manera en que González percibe la realidad:

La visión mía del mundo poco a poco ha ido convirtiéndose en eso: si el universo tiene alguna justificación, si esto que llamaban creación es para algo, si no es gratuito, yo consideraría que el propósito de todo esto es estético, es una cuestión de armonía, de proporciones, de belleza. Ya casi que metiéndome en el terreno místico, pensaría que el propósito último del ser de las cosas es una cuestión de música. Pero eso incluye al horror y muchos artistas que admiramos, como Rembrandt, Goya o Turner, el pintor, han mostrado que el horror es tan bello o tiene tanta armonía, o tanta música, como las florecitas de la montaña rusa.13 Todo lo que miramos tiene una gran belleza. Incluidos la muerte y lo atroz. Eso también ha estado siempre en el fondo de lo que yo trato de hacer en literatura. (González, 2012)

De allí que en sus obras se presente un balance entre luz y sombra, y que mencione entre sus pintores preferidos a Bacon, Rembrandt y Goya, «porque se acercan tanto a la muerte que logran expresar la vida» (Afanador, 2012). También destaca las fotos de Diane Arbus, en las que «la belleza y el horror son, de manera muy diáfana, las dos caras de una misma moneda14» (Galán, 2011). El principio en el que se basa su estética, y que genera afinidades con ellos, se deriva de su percepción de la vida; así lo expresa David: «La armonía del mundo no se emborrona o ensucia ni siquiera en los momentos de peor horror» (La luz, p. 76).

Marín lo registra en su estudio de Abraham entre bandidos: «Saúl y Abraham están ahí para ser testigos de masacres, de fusilamientos, de traiciones, pero también, pero sobre todo, para seguir cuidando la vida (los pies atacados por los hongos, las ampollas, el estómago revuelto)» (Marín, 2010). En esta novela, el paisaje no deja de resplandecer por el horror humano:

Nubes blancas, muy pacíficas, cruzaban el azul uniforme bajo el cual nadie habría podido pensar que transcurrieran guerras, mucho menos aquella, que, como ojos reventados, cascos de botellas en las palmas de las manos, uñas arrancadas, dientes descuajados, fluía de manera tan desordenada y caprichosa. (Abraham, p. 154)

Su escena final lo pone de manifiesto más radicalmente cuando, en medio de una detonación de dinamita que acabará con varias vidas, incluida la del protagonista de la escena,

las hortensias resplandecieron a todo lo largo de su última fracción de segundo y el bandido se desintegró en cuerpo y alma junto con ellas y el resto del armamento [...] En todo caso, a eso de las tres volvió a brillar el sol, y las palomas otra vez giraron con abigarrados destellos metálicos sobre las montañas. (Abraham, pp. 208-209)

También hay testimonio de esto en La luz difícil: los hijos de David se dirigen de Nueva York a Portland, donde Jacobo recibiría la eutanasia, es decir, este se dirige hacia la muerte; aun así, ambos hermanos disfrutan lo que les sigue ofreciendo la vida: «Ponían Led Zeppelin y AC/DC mientras cruzaban por fincas lecheras o maizales que relumbraban en el esplendor del verano» (La luz, p. 33). Entre tanto, su padre tiene «ráfagas de alegría» en medio del infortunio (La luz, pp. 93-94) y, diecinueve años después, pone de relieve que, a pesar del horror, la vida sigue: «fue duro, pero la alegría aflora siempre, o casi siempre, como trozo de madera en el agua, no importa lo profundo del horror vivido» (La luz, pp. 122). Lo mismo ocurre con los personajes secuestrados en Abraham entre bandidos: después de los horrores del secuestro, se recuperarían «y seguirían con sus parrandas» (Abraham, p. 205).

Cabe destacar que si bien en los últimos ejemplos el disfrute de la vida es posterior a la superación del sufrimiento, en los demás es simultáneo. Esto se asimila a la visión implícita en la célebre cita de Adorno (2001 [1951]):

Incluso el árbol que florece miente en el instante en el que se percibe su florecer sin la sombra del espanto [...] nada hay ya de belleza ni de consuelo salvo para la mirada que, dirigiéndose al horror, lo afronta y, en la conciencia no atenuada de la negatividad, afirma la posibilidad de lo mejor.15 (p. 22)

Pero se puede considerar otra versión en la que se invierten los términos: así mismo mienten el horror que no da cuenta de la belleza y la muerte que no reconoce la eclosión. Hay copresencia, casi simultaneidad del dolor y el disfrute, de la caída al abismo y la permanencia en su filo tupido de vida.

De modo similar, en la obra de González no hay bondad ni maldad puras. A propósito de Abraham entre bandidos, Gallón destaca que aunque en esta novela «el conflicto y la violencia nacional se posen más que nunca» sobre las letras de este escritor, esta obra «más bien crea una continuidad: una insistencia en ese tratamiento distinto del antiguo tema del bien y el mal, la vida y la muerte, la alegría y el horror» (Gallón, 2010). De un lado, esto concurre debido a su proyecto de elisión de fronteras, de copresencias: «Creo que para mí ese es el gran tema: el conflicto entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, entre la forma y el caos» (Duarte, 2010); de otro lado, es coherente con su valoración del ser humano: «Ningún ser humano, por más malo que sea, deja nunca de ser un ser humano» (Gallón, 2010). Así es como observa Duarte, en Abraham entre bandidos que

los límites entre víctima y victimario se borran, porque en la guerra, se es muchas personas al mismo tiempo. Eso le[s] ocurre a los personajes de la novela: Vladimir es un temible bandido y es también Bejarano, un agente encubierto del ejército; Pavor es el jefe de la insurgencia y, simultáneamente, Enrique, el amigo de infancia de Abraham, el secuestrado. Piojo, otro sanguinario miembro de la manada de bandoleros, es a veces Jesús María, un niño servil que piensa en su mamá. (Duarte, 2010) Una escena en particular le da forma al desmonte del binarismo buenos/malos: Él [Abraham], Saúl y veinte bandoleros se bañaron como si fueran parte de una misma tribu, todos flacos, todos con el cuello y la cara más oscuros que el resto del cuerpo, y todos inocentes, como si entre ellos ninguno hubiera nunca asesinado a nadie. (Abraham, p. 73)

Por otra parte, en la obra de González también se muestran los estragos de la desarticulación de los lados oscuro y luminoso. El protagonista de La historia de Horacio está profundamente apegado a la belleza: retiene lo bello, se apega a la vida y sufre terriblemente con el desprendimiento de esta cuando se acerca su muerte temprana. La muerte es, pues, la condición que se sale de su control y lo obliga al desprendimiento. Por su parte, sin esa condición y sin limitaciones económicas, el protagonista de Los caballitos del diablo no solo logra retener lo bello en una especie de pequeño edén, sino que pretende expulsar todo lo que perturbe su armonía. En su casa guarda todo lo bello; en cambio su cuerpo no retiene casi nada, todo lo expulsa. Los muros de su paraíso lo resguardan de los ríos de sangre que inundan las vidas de los de afuera; sin embargo, algo de ellos se filtra y recorre las hendijas dentro de su finca en forma de su propio vómito. Él silencia, guarda para sí el dolor por los seres amados expulsados de su paraíso, entregados a sus propios abismos de sufrimiento. De modo que su refugio es evasión escasa frente a sus afectos sin resolver fuera del paraíso.

Estas dos paradojas dan cuenta de la creencia que González pone en voz de David: «Un mundo sin aflicción […] estaría tan incompleto y sería tan poco armonioso, tan feo, como una escultura o un árbol que no tuviera [sic] sombra» (La luz, p. 110).

La estética que González halla no se reduce al goce del horror sino a su inserción como parte de la vida y participación de lo bello. En esto se diferencia de las consideraciones de Kant de lo sublime opuesto a lo bello (2005 [1764] y 2012 [1790]). Igualmente, la visión y la vivencia de lo temible desprovisto, tras su elaboración, de su carácter siniestro hace particular la propuesta del escritor paisa respecto a la categoría propuesta por Trías (2006 [1982]). Si bien para él, el velo, que cubre y admite la presencia de lo siniestro, es condición para que se produzca la obra estética y «tras la cortina está el vacío, la nada primordial, el abismo que sube e inunda la superficie […] imágenes que no se pueden soportar» (p. 18), en la obra de González, si el velo permanece, no implica un artificio, una renuncia a la indagación ni un requisito artístico: es el resultado de la imposibilidad de ver más allá. Sin embargo, en su intento de omitir el velo, procura desmitificar la muerte y restarle, con ello, su poder siniestro.16 Rompe la dicotomía entre la forma bella y su sombra siniestra.

A pesar de esto, es decir, aun dentro del reconocimiento de que incluso en medio del horror es posible acceder al disfrute de la vida, lo que recorre la obra de González como conflicto es la experiencia del horror, «el horror que nos deja indefensos como niños recién nacidos» (Abraham, p. 144) y que conmueve al lector, como señala William Ospina (2012):

qué conmovedor es hallar a alguien capaz de detenerse en todas las variaciones de la muerte: la enfermedad, el desgaste, los ritos del adiós, los milagros atroces de la desintegración y de la ausencia, el surco largo de los duelos en que se van hundiendo los vivos.

Se trata del horror en la vida social del país (la violencia, como telón de fondo o como tema central), en la vida familiar (la enfermedad, la muerte o el secuestro de un ser querido) y en lo íntimo (la melancolía, la culpa). Este horror ‘crudo’ solo adquiere forma estética a través de varios dispositivos de distanciamiento.

5. Distanciamiento estético: micrologías de la realidad

La verdad no existe, además, y el mundo es sólo música. La luz, p. 22

La elaboración artística permite que la vida se teja con el horror, que la pulsión de vida ilumine su lado tenebroso. La facilitan la vivencia del dolor -puesto que «se da uno cuenta de que en el mismo dolor está la liberación» (Martínez, 2011)-, el paso del tiempo y la elaboración del duelo frente a la experiencia del horror. Campo (2012) advierte el papel del distanciamiento como condición para el hecho artístico: la escritura de la novela de David «se hace posible justamente porque existe ya una distancia interpuesta entre el dolor y la escritura» (p. 165). Sin esta distancia, lo que experimenta David es el horror puro:

Recordé asombrado lo que iba a pasarnos, lo que estaba pasándonos, y fue como desgajarme por dentro […] La vida era un sueño horrible. Mientras escribo esto pienso en la catedral de la Sagrada Familia y en lo hermosa que me había parecido la pesadilla de su arquitecto; pienso en El jardín de las delicias. Nada de eso hubo para mí en ese momento, en ese bar. Ningún horror estético, ni bello, ni armonioso hubo para mí. (La luz, p. 65)

El proceso de escritura constituye el dispositivo de distanciamiento final y definitivo. Dos elementos íntimamente ligados caracterizan dicha escritura: la sencillez que González busca en el lenguaje y la noción de micrologías, como medio para captar la realidad que este convoca.

En cuanto a la sencillez, para él, «lo bello no está en rebuscar el lenguaje, sino […] en lo que uno logró ver […] Más en la visión que en las palabras» (González, 2012). Las palabras, pues, no son un artificio sino que responden, con la mayor sencillez posible, a la visión. Esto lo conduce a

no complicar mi literatura a no ser que sea necesario. Buscar tanta sencillez como sea posible al tratar un tema. A veces no es posible, porque hay temas muy complejos de por sí. Pero no tener prurito de enredar por enredar; de complicar por el placer de complicar. (González, 2012)

Se alaba, por ejemplo, la sencillez en el estilo de Álvaro, uno de los personajes de La historia de Horacio: «Álvaro poseía al máximo el don poco frecuente de escribir directamente desde el corazón y los sentidos, sin perder nunca la cualidad de la textura de la lengua» (Horacio, p. 51), y se señala la dificultad de Elías por alcanzarla: «Qué difícil había sido el camino en busca de la sencillez del lenguaje, en el que las palabras aparecieran con la naturalidad del musgo sobre las piedras» (Horacio, pp. 121-122). Además de la naturalidad, González destaca la musicalidad: «Para mi concepción de la poesía, la música es esencial y creo que eso lo he tenido en cuenta en el momento de escribir prosa; que haya cierta sonoridad, cierta cadencia, me parece esencial en lo que yo considero buena prosa» (González, 2012).

En cuanto a la disposición hacia las experiencias que se registran, Campo (2012) observa en la prosa de González que «el lenguaje sobrio y contenido, las descripciones, la distancia temporal que sirve de punto de partida […] apuntan a una búsqueda de la objetivación de la experiencia del dolor y la pérdida» (p. 161). El escritor paisa también lo señala:

La cuestión es que al tratar un tema como la muerte de un ser querido cercano, de manera literaria, este trabajo es tan exigente desde el punto de vista artesanal, que nada más por eso le permite a uno tomar una distancia del hecho crudo y abrumador que es la muerte de ese ser querido. Se crea la necesidad de plasmar bien el dolor. Eso genera distancia entre el hecho brutal y uno. Afecta menos, pues al mediarlo con el trabajo artístico artesanal de la escritura, lo alejas un poco de ti y ya no duele tanto. (González, 2012)

El proceso de escritura sobrescribe el dolor y matiza la experiencia de acuerdo con los límites de la memoria y los del proyecto creativo de un artista determinado. En el caso de González, a esto se suman la visión de la realidad que sustenta su proyecto artístico, así como su propósito de desintelectualizar su escritura:

Pienso que una escritura intelectual es la que va de libro a libro, es decir, una literatura que habla más sobre literatura o sobre ideas, que sobre hechos o cosas que pasan. Se han escrito cosas buenas de esta forma, obviamente. Todo es válido en literatura. Pero no era lo que yo quería hacer. Quería establecer un contacto directo con la realidad y tener muy claro en el momento de escribir cómo era mi relación con la realidad y la magia de mi relación con ella. Es parte también de lo que hablábamos, de que la observación cambia lo observado. Todo eso tenerlo presente en el momento de escribir. Evitar hacerlo sobre otros libros o citar demasiado a otros escritores. Más bien apoyarme en los hechos, en lo que les pasó a los personajes. (González, 2012)

Su aproximación a la realidad pasa por «eso que Bacon llama ‘la sorda brutalidad del hecho’ y que significa captar la realidad a través de los hechos mismos» (Afanador, 2012) y por la meditación zen, que ha tenido un lugar importante en su búsqueda de acceso, lo más directo posible, a la realidad:

La filosofía budista del zen y la del taoísmo se ajustan a mi modo de ver el mundo -y al modo de los koguis, dicho sea de paso- y llenaron el vacío espiritual que me había dejado, o que en realidad nunca había llenado, la religión católica. El método de zen que practico consiste en sentarse a ‘solo ser’, de forma que uno pueda unirse al universo y perder los límites del yo. (Galán, 2011)

En su finca en Cachipay tiene instalado un espantavenados (shishiodoshi): lo utiliza para meditar, «para aterrizar, no dejar que los pensamientos arrastren y tener el golpe de la realidad. Si uno sigue la cadena de pensamientos termina por no oír el sonido» (González, 2012). El golpe, cada tanto, de la vara de bambú contra la roca, implica un «constante tocar tierra. La necesidad constante de estar refiriéndome a hechos concretos» (González, 2012).

Su vía de contacto con la realidad se asemeja a la que propone Lyotard (1998 [1988]) cuando afirma que «un acontecimiento, una ocurrencia, lo que Martin Heidegger llamaba ein Ereignis, es infinitamente simple, pero esta simplicidad sólo puede abordarse en la indigencia. Lo que se denomina pensamiento debe ser desarmado» (p. 96). Él plantea que «con la estética de lo sublime, lo que está en juego en las artes en los siglos xix y xx es convertirse en testigos de lo que hay de indeterminado» (p. 106). El acceso a esto requiere del artista «una ascesis interior que libera al campo perceptivo y mental de los prejuicios inscriptos incluso en la visión misma» (p. 106). Recuerda que la respuesta de Cézanne, por ejemplo, fue «no inscribir en el soporte más que las ‘sensaciones colorantes’, las ‘pequeñas sensaciones’ que, en la hipótesis de Cézanne, constituyen por sí solas toda la existencia pictórica de un objeto» (p. 104).

La finalidad de lo que Lyotard denomina indigencia, en el caso de González opera en función de la apertura de las puertas de la percepción: «La lucha no es tanto con el pincel sino con la mirada, con las puertas de la percepción, que se resisten a abrirse o entreabrirse siquiera» (La luz, p. 95) y se resisten a permitirle al artista el acceso al infinito, como en el poema de William Blake, epígrafe de La luz difícil: «Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería infinito al ser humano. Tal cual es. El matrimonio del cielo y el infierno». En La historia de Horacio esa capacidad perceptiva se atribuye a Álvaro como explicación de la belleza de su escritura: en él «las puertas de la percepción se mantenían siempre de par en par» (Horacio, p. 50).

De lo que se trata es de entrar en el contacto más directo posible con la vivencia desnuda, desprovista de ‘ideas’ sobre ella: «hay que tomar la realidad como uno la vive» (González, 2012). Carolina Sanín dice que González percibe justamente eso: la realidad, como fuente en La luz difícil: «la obra de González parece venir de más allá de la literatura, más allá del ingenio, el gusto y el trabajo: de la Realidad» (Sanín, 2011).

Esta realidad está hecha de «pequeñas sensaciones», como las llama Cezanne, o micrologías, empleando el término que Lyotard toma de Adorno. La referencia es a pequeñas búsquedas, búsquedas débiles, por fuera del pensamiento metafísico, al margen de las ideas que distorsionan la experiencia de la realidad. Lyotard (1998 [1988]) considera que «el pensamiento que ‘acompaña a la metafísica en su caída’ no puede proceder sino por medio de ‘micrologías’» y explica que:

La micrología no es la metafísica hecha trizas, lo mismo que el cuadro de Newman no es las migajas de Delacroix. La micrología inscribe la ocurrencia de un pensamiento como lo impensado que queda por pensar en la declinación del gran pensamiento filosófico. El intento vanguardista inscribe la ocurrencia de un now sensible como lo que no puede presentarse y queda por presentar en la declinación de la gran pintura representativa. Como la micrología, la vanguardia no se aferra a lo que sucede al ‘tema’ sino a: ¿sucede?, a la indigencia. Es de esta manera como pertenece a la estética de lo sublime. (p. 107)

Ocurren a través de micrologías las articulaciones de bien y mal, vida y muerte, belleza y horror, caos y orden, las cuales desplazan el pensamiento que hace dicotomías de estas ideas, les asigna valores estancos y las jerarquiza. González cuestiona también las jerarquías que suelen establecerse entre lo representable y lo no representable, a propósito de las experiencias del horror: «En la vida se mezclan los hechos grandes con los pequeños, y con el mucho paso del tiempo las perspectivas se pierden […] Nadie sabe si hay cosas menos importantes que otras» (La luz, p. 124). El ‘tamaño’ puede ser una distorsión ideológica: «Qué es más importante, qué es lo grande, qué es lo pequeño. Es decir, dónde la subjetividad humana empieza ella misma a moldear la realidad» (González, 2012). David lo puso de manifiesto cuando proyectó pintar «desde ángulos que sacudieran las jerarquías de tamaños y perspectivas, y me liberaran del yugo que impone el orden obligado de mirar hacia afuera o hacia adentro» (La luz, p. 21).

En Abraham entre bandidos, por ejemplo, se representan diferentes tipos de violencias, las más visibles, las más cotidianas y las más íntimas, todas tejidas como parte del conflicto que se denominó La Violencia, pero que no empezó ni terminó en ese período. El horror de las violencias asalta a todos los personajes y establece una especie de comunión en el dolor entre todas las víctimas de todas las manifestaciones del horror:

También a ella [a Susana, esposa de Abraham, quien había sido secuestrado y liberado mucho tiempo atrás] le ganaba entonces la tristeza. Su mirada se ensombrecía, y era de repente como si Vicente y Lurdes y hasta el abogado Monsalve, con todo y su maldad, y las largas filas de huérfanos y viudas, y los perros quemados, ahorcados, torturados, los burros llagados, todas las víctimas de este dolor de todos, que no tiene principio y seguramente nunca va a tener fin, miraran callados un mismo y único mar. (Abraham, p. 100)

Como ilustra la cita, tampoco se aceptan las jerarquías entre formas de existencia: «eso quería mostrarlo en los libros. En cada animal está la creación entera […] No es más limitada la manera como un caracol vive el universo que la manera en que lo vivimos los seres humanos. Está el universo completo para las dos criaturas» (González, 2012).

Como efecto de la abolición de las jerarquías, se suspende el juicio. La ruptura de las dicotomías vida-muerte y belleza-horror produce ya no oposiciones, sino continuidades entre estas, tanto como entre bondad y maldad. De este modo, por ejemplo, se le concede al «hombre que se pierde entre los arbustos» el disfrute de los excesos; se recuerda que alias Terror fue un niño, compañero de colegio de Abraham, su secuestrado; los hermanos que se odian, antes se quisieron y quizás sus vidas pierden rumbo porque niegan que se siguen queriendo…

La suspensión del juicio se deriva de la búsqueda de vías alternas a las ideológicas para acceder a la realidad: una forma de micrología para alcanzar la sencillez del hecho desnudo mediante la contemplación y la meditación.

6. Conclusión

Las micrologías, como medio para desintelectualizar la relación del artista con el mundo, la elaboración del duelo y la conciencia de que la vida alimenta el arte le permiten a González, como se ha dicho, nutrirse de su experiencia vital pero, al mismo tiempo, distanciarse de los hechos biográficos, para situarlos en el marco de una elaboración estética de la relación vida-muerte, en la que el placer no excluye el horror ni viceversa.

Algunos antecedentes teóricos del lugar que González da a la muerte en su arte se hayan en la estética de lo sublime, en la interpretación que de ella hace Lyotard, en las inquietudes sobre la relación entre muerte y arte que han manifestado el mismo Lyotard y Bauman y en la visión taoísta de la relación vida-muerte.17

Bajo estas luces, es claro que la instalación de la existencia en el continuum del tiempo, la fascinación ante el abismo de la muerte entendida en ese continuum y la co-presencia de la belleza y el horror que caracterizan la obra de González, hacen que su propuesta estética, si bien participa de lo sublime, lo resignifique, al menos en relación con el sentido que le da Kant, puesto que en la obra de González se tiende a aminorar el efecto de angustia en pos de la latencia del sosiego, como resultado de una nueva comprensión de las relaciones entre vida y muerte y belleza y horror, presentados aquí no como contracaras sino como elementos interdependientes y vecinos. Este efecto de comprensión se logra, además, a través del contraste entre el tiempo individual y el cósmico, la permanente co-presencia de la belleza y el horror y la presentación de la imagen del abismo como invitación a asomarse al infinito sin temor, con curiosidad vital y creativa

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1Aquí se hace referencia a sus novelas La historia de Horacio (1997), Los caballitos del diablo (2003), Abraham entre bandidos (2010) y La luz difícil (2011), con mayor énfasis en la última.

2Aunque la relación duelo-creación artística y la conceptualización en torno a los sublime y lo siniestro son centrales en mi investigación, por motivos de espacio, en este artículo no se atenderán más que tangencialmente.

3El concepto lo toma Lyotard (1998 [1988]) de Adorno y lo asocia con el de pasaje de Benjamin.

4La búsqueda de lo infinito sitúa la búsqueda de González en el marco de las estéticas de lo sublime, que es posible encontrar, de acuerdo con Kant (2012 [1790]), «en un objeto sin forma, en la medida en que en él, u ocasionada por él, se representa la inmensidad sin límites» (p. 317) y «es aquello en comparación con lo cual todo lo demás es pequeño» (pp. 326-327).

5La ruptura con la idea cristiana de trascendencia es el principal punto de quiebre en la elaboración de lo sublime por parte de González, en relación con la conceptualización de Kant (2012 [1790]), cuyo sesgo precisamente es la creencia en que el ser humano, a través de su experiencia de lo sublime, participa, en resumen, de la presencia de Dios.

6Esta analogía se expresa también en el siguiente ejemplo: «En el mundo de Abraham se detuvo el tiempo; se alcanzó una inmovilidad y una eternidad de roca pura» (Abraham, p. 73).

7Una estética similar se observa, por ejemplo, en la película The Tree of Life (2011), escrita y dirigida por Terrence Malick.

8Con Lacan (2010 [1953-1963]), tanto lo exterior como lo interior (lo inconsciente) participan de lo real, que significa exceso respecto a lo simbólico. A partir de las consideraciones acerca de lo sublime se nos ha permitido atestiguar los esfuerzos del arte por ampliar el rango de lo simbolizable, por decir aquello para lo que no hay palabras.

9Kant usa como ejemplo un fragmento de «El sueño de Carazan» (2005 [1764]), pp. 4-5).

10Kant (2012 [1790]) plantea que lo sublime puede aparecer «como inadecuado para nuestra capacidad de exhibición» (p. 318); Lyotard (1987 [1986]) destaca como causa del sentimiento de lo sublime el «conflicto entre las facultades de un sujeto, la facultad de concebir una cosa y la facultad de ‘presentar’ una cosa» (p. 20), y Aramayo y Mas (2012) señalan que precisamente lo in-forme implica «aquello que va más allá de cualquier capacidad subjetiva de representación» (p. 92).

11Alude al epígrafe de la novela; es tomado de Lin-Chi (866 d. C.).

12El físico alemán opone este sentimiento, en una especie de línea evolutiva, a las religiones que denomina «del miedo» y «morales».

13Se refiere a uno de los proyectos artísticos de David, mencionado aquí previamente.

14Quizás este efecto en la obra de la estadounidense Diane Arbus (1923-1971) se produce por su interés en fotografiar personas que habitan los bordes de lo socialmente aceptado y de las concepciones sociales de belleza. Ella tomó fotos de gente y lugares que, al mismo tiempo, la fascinaban y le producían temor.

15El fragmento corresponde a la primera parte del libro, que data de 1944, cuando empezaban a salir a la luz los estragos de la guerra.

16Esto no quiere decir que Tomás González omita todos los velos. Su obra conserva otros que permiten su apertura a la interpretación.

17En la filosofía occidental, esto lo incorpora Schopenhauer, cuyos planteamientos son afines a la toma de posición de González frente a la muerte.

Recibido: 21 de Febrero de 2017; Aprobado: 28 de Abril de 2017

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