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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.74 Medellìn jul./dic. 2018

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n74a12 

Reseñas

Román, Sabrina. Nuestras lágrimas saben a mar. Memorias de una hija del general Pupo Román (2016): Editora Búho. Santo Domingo. República Dominicana. 418 páginas.

María E. Osorio Soto1 

1Universidad de Antioquia, Colombia. mara_osorio@yahoo.se

Román, Sabrina. ., Nuestras lágrimas saben a mar. Memorias de una hija del general Pupo Román. (, 2016. ):, Editora Búho, ., Santo Domingo. República Dominicana: ., 418 páginas, .


¿Qué distancia se debe tener con una tragedia nacional para narrarla con la objetividad que merece la historia, pero con el dolor que provoca el asesinato de un padre, el de la narradora? Este es el primer interrogante que uno podría plantearse al dar inicio a la lectura de Nuestras lágrimas saben a mar, un estremecedor testimonio personal y familiar de la escritora dominicana Sabrina Román (Santo Domingo, 1956). Se trata de una narración intimista donde los recuerdos personales trascienden a lo colectivo, para posarse en la historia de las familias Román y Trujillo y de ahí en la historia de República Dominicana, dando nuevos elementos para leer los acontecimientos que rondaron la caída del dictador Rafael Leonidas Trujillo en 1961, cuyo régimen es hoy reconocido como uno de los más sanguinarios y crueles que existieron en América Latina en el siglo XX. Durante los años que Trujillo estuvo en el poder, entre 1930 y 1961, se produjeron más de 50.000 asesinatos, de los cuales se calcula que 20.000 fueron de haitianos, como parte de una política xenófoba del dictador contra esta población.

Con este relato Sabrina Román no solo pone en escena la gran tragedia de un país, una familia y la individual, sino que nos interpela desde lo más profundo para decir que pese al dolor y la adversidad vivida por la familia Román, después del 30 de mayo de 1961, cuando ocurre el magnicidio en la República Dominicana, es posible hablar sin invocar el odio o la venganza; por lo contrario, nos llama a “ponernos en los zapatos del otro” y a perdonar. Es ahí donde la narradora se instaura y encuentra lo que ella define como “su propia voz”; las palabras precisas para referir los acontecimientos que los historiadores habían desvirtuado, sobre la participación de su padre, Pupo Román, en la caída del dictador Trujillo quien era hermano de su madre. Sobre lo anterior, subraya la autora lo siguiente: “La historia de Pupo Román es desgarradora desde cualquier ámbito que se mire […]. Mi padre se hallaba en medio de un carnaval de las más miserables pasiones humanas: odio, sadismo, brutalidad y una implacable venganza con alcances más allá de su verdadera causa o pretexto” (258).

Sabrina Román tenía solo cuatro años en el momento de la caída de Trujillo, pero sin saber bien por qué entendió que había sido la elegida para escribir la tragedia familiar, por lo que tuvo que recurrir e invocar los recuerdos de sus hermanos mayores y los de su madre en quien convergen “las dos orillas”; en una, la de su amado esposo, Pupo Román; en la otra, la de su hermano, el dictador Rafael Leónidas Trujillo. En esta historia hay una labor de indagación que además de comprometer la propia psique de la narradora-protagonista, la lleva a recoger los testimonios entre sus seres más queridos y personajes cercanos a la familia. Así, el texto se va armando a la manera de un rompecabezas o como una colcha de retazos en las que se van tejiendo otras versiones de la historia: la de los miembros de esta familia, al igual que la de otras víctimas que solo por haber estado cerca al general Pupo Román, fueron pagando con su vida.

Como lo he insinuado antes, es una narración depurada de odios y acusaciones. La escritora, que sobre todo es poeta, apuesta por una mirada comprensiva y compasiva de las víctimas, pero también de los victimarios, lo cual no debió ser fácil si recordamos que el General Román estuvo preso cinco meses, durante los cuales fue tratado con sevicia, hasta ocasionarle la muerte. Hay en la narración un mensaje de paz, a pesar de la crueldad de los hechos; la autora deja en manos de la historia eso que tampoco le debería ser dado a los hombres “el juzgar y el castigar”. Pues ella misma habita esas dos orillas, y es capaz de ubicarse en cada una para mirar hacia adentro y hacia afuera. Por esta misma razón, el relato deja de lado una serie de interrogantes que quizá nunca tendrán respuesta, pero que, en cierto sentido, son los que alimentan el deseo por la vida de los protagonistas, en momentos tan aciagos que cualquiera podría perder todo encanto. ¿Cómo sobrevivir la imagen de un padre torturado, atado a un árbol y cuyos restos son arrojados al mar después de meses de tortura? ¿Cómo reivindicar la imagen deteriorada de ese mismo padre, acusado de haber traicionado a la patria en un medio en el que todavía era difícil criticar abiertamente la dictadura instaurada por un tío y cuyo continuador de la masacre es el mismo hijo del dictador: Ramfis Trujillo? Este último, nombrado por su padre coronel a los seis años y general de la brigada a los nueve.

En el título de Nuestras lágrimas saben a mar, ya se insinúa el doble sentido de la tragedia; sabor a mar, la sal de las lágrimas, pero, sobre todo, el mar convertido en el cementerio de los restos de un padre que es arrebatado por un destino histórico y se entrega con la certeza de que no hacerlo o intentar escapar había sido cavar la tumba de sus propios hijos, pues Ramfis Trujillo no tiene misericordia, al enterarse del atentado contra su padre, manifiesta reiteradamente: “Aquí van a morir hasta los mamandos”. Con esta expresión, de uso aún entre la población rural y campesina en República Dominicana y que se emplea para hacer referencia a niños aún lactantes, el hijo del dictador Trujillo, explica Sabrina Román, hacía la advertencia de que “mataría a todos (hombres, mujeres, ancianos y adultos) hasta «los mamandos», que fueran descendencia directa de los magnicidas, los conjurados del 30 de mayo de 1961”. El título del libro, dice la autora, lo encuentra justo cuando narra el capítulo veinte; “¡Hasta cuándo, Dios mío, hasta cuando!”, una expresión recurrente en Pupo Román y que la narradora, aunque no sabe con certeza lo que imploraba, sí nos deja entender que eran el producto de la inconformidad con el régimen y con los criminales, con los aterradores procedimientos de un dictador al cual le debía lealtad; tanto por ser parte del gobierno como de su familia política.

La historia de Nuestras lágrimas saben a mar empieza reconstruyendo la forma como las familias Román y Trujillo se “unen” mediante el matrimonio de Mireya García Trujillo y José René Román Fernández (Pupo Román), para luego detenerse en los hechos ocurridos ese 30 de mayo de 1961 y en los sucesos posteriores: detención del padre, asesinato de los militares allegados al mismo, exilio de la familia en Miami, regreso, lo acontecido con las dos ramas de la familia. La historia es contada desde esas “dos orillas” que aludimos antes y en las que se ubica la narradora, por lo que la expresión cobra un sentido autobiográfico que compete a las dos familias separadas por el asesinato de Trujillo, pero también a los otros involucrados en este derrocamiento. De ahí que se podría hablar de un nosotros y ellos, la familia Román y los Trujillo. Ahora bien, aunque la narradora pertenece a los dos adentros y a los dos afueras, dependiendo de cómo se mire o en qué orilla se ubica, agobia más el peso de la tragedia de la familia Román. Este es el caso de cuando se narran las horas antes de la detención de Pupo y se lee:

El 4 de junio es una fecha que en la memoria familiar de los Román García aparece manchada, ya no solo de incertidumbre, sino de profundo dolor, de desamparo. ¿Quiénes fuimos a partir de allí? Ese día, en la mesa del comedor, empezó nuestro largo caminar por los trillos de la adversidad […]. La noche del 4 de junio fue la última vez en que estuvieron mis hermanos y madre junto a esa mesa y en la vida. Al día siguiente […] fue tomado prisionero (132-4).

En Nuestras lágrimas saben a mar la autora recurre a varias estrategias para recuperar la memoria. Las fotografías son una de ellas, de manera que estas parecen surgir de una caja de pandora y con cada una se va evocando recuerdos, así como sentimientos encontrados. Además, las imágenes compartidas en el libro aparecen como metatestimonios de la narración. Estas fotos, en mi opinión, son ubicadas de manera que el lector logra complementar algunos de los datos biográficos que se van narrando en la historia. Todas van sobre un fondo negro, lo cual me hace pensar en que no podría ser de otro color; es el luto que después de emprendida la lectura no podemos dejar atrás. El luto y la tristeza por una historia desgarrada que compete a un continente, a una nación, pero muy especialmente a la familia de Pupo Román, que, según aparece allí, no había sido contada de una manera honesta con lo que él fue en vida, pues se le atribuyeron crímenes que él no cometió.

Como hemos dicho, es una obra íntimamente autobiográfica en la que la autora desnuda su alma y nos habla del proceso de escritura de la misma, pero también de su poesía, permitiéndonos descubrir la profundidad de su sufrimiento, así como el sus hermanos y el de su madre. En otras palabras, resalta lo catártico y lo renovador que encontró en el acto de escribir. Y en este sentido, quisiera subrayar que Nuestras lágrimas saben a mar habría que leerla como una especie de culminación de una relato que Sabrina Román había empezado a narrar en su obra poética y especialmente en Palabra rota (1983), aunque es posible que ni la escritora misma lo haya entendido en su momento, pues era temprano aún para encontrar su voz poética y la fuerza para ser más directa.

Hay varias ideas que se reiteran en Nuestras lágrimas saben a mar, pero insisto en que llaman la atención las que aluden al perdón y a la convivencia. Pues, Sabrina Román no solo acude a la sabiduría que le procura el ser habitante de las dos orillas, sino que demuestra que sabe ponerse en los zapatos de otros, lo que implica para este caso, habitar el centro y mirar a cada lado entendiendo las limitaciones de cada uno, por lo que evita juzgar. Otra idea que no es explícita pero que me persigue durante la lectura es la del silencio como cómplice, no solo el que calla la tiranía de los malos gobiernos y encubre los desmanes de los mismos. El silencio aparece como un medio fallido para acallar el dolor en una familia dividida y ante la irremediable historia de un país.

Recomiendo la lectura de Nuestras lágrimas saben a mar, este testimonio que quizá se separa de las obras testimoniales tradicionales, no solo por la poesía que hay en él, sino porque a diferencia de lo que caracteriza al género testimonial, como tal, aquí no encontramos un “yo” colectivo que denuncie el abuso del poder contra una colectividad. No obstante, hay una voz que interpela a sus lectores y también lo hace desde la alteridad y, como sucede con los testimonios clásicos, los incita a no olvidar y a que no se repita. Coincido entonces con lo que otra escritora dominicana, Ylonka Nacidit-Perdomo, destaca sobre Sabina Román: cuando escribía que “impregna su mirada de bondad, que anhela que la memoria colectiva no olvidé a los héroes caídos sin tumbas, sin epitafios ni ofrendas de laureles marchitos”. No es la única obra literaria que trata sobre la cruel dictadura de Trujillo, la lista es larga, pero Nuestras lágrimas saben a mar nos llega con una mirada íntima y familiar, sin que pierda objetividad. Por otra parte, no es deleznable que este testimonio sea entregado mediante una voz femenina; un rápido recuento de las narraciones existentes sobre la dictadura de Trujillo nos dará cuenta de que en su mayoría son hijas de plumas masculinas.

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