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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587On-line version ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.77 Medellìn Jan./June 2020  Epub Nov 02, 2021

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n77a20 

Estudios lingüísticos

LAS IDEAS DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ SOBRE EL DICCIONARIO Y EL LÉXICO DEL ESPAÑOL: UN ANÁLISIS DEL «PRÓLOGO» AL CLAVE: DICCIONARIO DE USO DEL ESPAÑOL ACTUAL

THE PERCEPTIONS OF GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ABOUT DICTIONARIES AND THE SPANISH LEXICON: AN ANALYSIS OF THE «PROLOGUE» TO CLAVE: DICCIONARIO DE USO DEL ESPAÑOL ACTUAL

Manuel Cabello Pino1  * 

1Universidad de Huelva (España) manuel.cabello@dfesp.uhu.es


Resumen:

Gabriel García Márquez mantuvo a lo largo de su vida una intensa relación con el diccionario, que le llevó a desarrollar sus propias ideas respecto al mismo, las cuales no dudó en plasmar de forma bastante dispersa en distintos textos. En este trabajo se llevó a cabo un análisis pormenorizado de uno de esos textos fundamentales: el «Prólogo» al Clave. Diccionario de uso del español actual, para comprobar si sus ideas sobre el diccionario evolucionaron de alguna manera con respecto a lo que ya había expresado quince años antes en algunas de sus famosas notas de prensa de los ochenta.

Palabras clave: Gabriel García Márquez; diccionarios; léxico; lengua española; Diccionario de la lengua española

Abstract:

Gabriel García Márquez maintained during his whole life an impassioned relationship with the dictionary which made him develop his own ideas about it, which he expressed in a very scattered way in different texts. This work carried out a detailed analysis of one of these essential texts: the «Prologue» to Clave. Diccionario de uso del español actual. The main aim is to prove if his ideas on the dictionary evolved in any way from the ideas which he had previously stated fifteen years earlier in some of his famous press notes from the eighties.

Key words: Gabriel García Márquez; dictionaries; vocabulary; Spanish language; Diccionario de la lengua española

1. Introducción

Aunque es una cuestión que hasta ahora ha pasado relativamente desapercibida para la crítica especializada en los estudios sobre García Márquez, que suele centrarse en rastrear sobre todo las influencias literarias en la obra del premio nobel colombiano, lo cierto es que si hubo un libro -o mejor sería decir, un tipo de libros- que, según confesión propia1, tuvo una importancia capital en su formación y en su carrera como escritor fue sin duda el diccionario. Tal es así, que la preocupación por los diccionarios fue una especie de obsesión que le acompañó desde su infancia, en el pueblo de Aracataca, en la década de los años treinta del siglo pasado. Según contó el autor colombiano mismo en numerosas ocasiones, había sido su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, quien le había inculcado la buena costumbre de consultar siempre el diccionario para conocer el significado de las palabras que desconocía. De esta forma lo contaría en 1982 su íntimo amigo Plinio Apuleyo Mendoza:

El viejo y parsimonioso coronel concedía a su nieto la mayor importancia. Le escuchaba, respondía sus preguntas. Cuando no sabía contestarle, le decía: «Vamos a ver qué dice el diccionario». (Desde entonces, Gabriel aprendió a mirar con respeto aquel libro polvoriento que contenía la respuesta a tantos enigmas) (Mendoza, 1994, p. 15).

Y no se limitó a mirarlo con respeto, sino que, a partir de su etapa adulta, García Márquez incorporó a su rutina diaria de periodista y escritor la consulta constante de diversos diccionarios, por lo que empezó a hacer acopio de ellos para su trabajo, de manera que, como también afirmó Mendoza, «sus instrumentos de trabajo son media docena de diccionarios […]» (1994, p. 117). Indudablemente, luego de tantos años de trabajar con ellos, hizo formar en el escritor colombiano un criterio propio, con una serie de ideas muy personales basadas en esa estrecha relación.

Tal vez en un escritor «menor» la importancia de conocer y analizar sus opiniones y teorías sobre los diccionarios, el léxico o cualquier otra cuestión que tuviese que ver con la lengua española sería relativa. Pero no cabe duda de que García Márquez no es precisamente un simple escritor más, sino que, al contrario, ocupa un papel central en el canon de la literatura en español del siglo xx. Y lo que es aún más importante en este sentido, García Márquez no es precisamente un autor que ganara su reconocimiento mundial solo por la construcción de sus personajes o argumentos, es decir, solo por aspectos relacionados con el contenido de sus obras, sino que, en su caso, ese estatus de autor canónico lo ganó también en gran medida gracias a su estilo.2 Ese estilo, basado en un manejo magistral -y muy personal- del español del que hizo gala García Márquez a lo largo y ancho de su obra literaria y periodística, lo convirtió en uno de los máximos referentes para el correcto uso de la lengua española, ya que, en palabras de Enrique Serrano (2014, p. 30) «sus textos se han convertido en joya perdurable de la lengua española».

Esa posición de privilegio la adquirió a partir de la publicación en 1967 de Cien años de soledad, novela que para muchos supuso el descubrimiento de un nuevo lenguaje dentro del español, y desde entonces se ha dicho en infinidad de ocasiones que con su obra el novelista de Aracataca logró crear ese nuevo lenguaje con palabras y expresiones inconfundibles que logró popularizar.3 Ese reconocimiento llegaría a su culminación cuarenta años más tarde, durante el iv Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en 2007 en Cartagena de Indias y organizado por la RAE y el Ministerio de Cultura de Colombia,4 acto que, en realidad, fue un homenaje que las veintidós Academias de la Lengua Española le hicieron y que tuvo una carga simbólica fuera de toda duda. Durante ese acto César Antonio Molina, director en aquella época del Instituto Cervantes, se refirió al nobel colombiano como uno de los mayores íconos mundiales de la lengua española, mientras que el entonces rey de España, Juan Carlos de Borbón, señaló a García Márquez como un ejemplo vivo de la unidad del español en su diversidad y destacó que:

Gracias a la lengua española, a la exploración que García Márquez hizo de sus secretos y riquezas en una gustosa experiencia de lector y en un paciente, apasionado trabajo de orfebre, lo difícil se hizo sencillo, y una experiencia universal -la de la radical soledad del hombre y la implacable acción arrasadora del tiempo- se encarnó en un lugar, Macondo, situado en una realidad que es sueño. Pero la verdad sustancial de la novela es que Macondo es un lugar de la lengua española5.

En definitiva, el escritor de Aracataca ha ejercido una influencia fundamental en el español contemporáneo a través de sus obras y, por lo tanto, aunque no fuese un intelectual ni un académico -ni pretendiese nunca serlo-6, sus ideas sobre cuestiones relacionadas con la lengua española son más dignas de estudio que las de muchos de aquellos.

Pero el problema principal encontrado a la hora de estudiar las teorías garciamarquianas sobre el diccionario y el léxico del español es precisamente que al no considerarse nunca a sí mismo el propio García Márquez un intelectual, no se preocupó nunca de articular y exponer esas teorías a través del género del ensayo, como lo hicieron con profusión otros escritores de su generación, como Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. García Márquez nunca cultivó los géneros del ensayo ni de la conferencia académica. Por el contrario, su vehículo favorito de expresión -incluso de ideas- siempre fue la anécdota7. Y por eso sus ideas sobre diccionarios y léxico están dispersas y diseminadas en numerosos textos breves tales como entrevistas, notas de prensa o discursos.

Este artículo se centrará en el que puede considerarse el último gran texto del premio nobel colombiano acerca de diccionarios y léxico del español: el «Prólogo» al Clave. Diccionario de uso del español actual, publicado en 1996. Ese supone, sin duda, el momento culminante de la relación entre Gabriel García Márquez y los diccionarios, cuando la editorial SM le pidió al premio nobel colombiano que escribiera el prólogo a su recién terminado diccionario de uso.

Sin embargo, García Márquez, fiel a sus convicciones, en lugar de intentar elaborar un sesudo ensayo intelectual con una serie de teorizaciones sobre lexicografía y diccionarios, una vez más se sirvió de su principal vehículo de expresión: la anécdota, para componer un prólogo muy poco convencional, pero totalmente acorde con su particular estilo. Tanto es así, que en realidad dicho prólogo -a primera vista- parece hecho de retazos de algunas de las notas de prensa que el escritor colombiano había publicado semanalmente durante los años 1980 y 19848 en diversos periódicos de América Latina y España, en las que ya había tratado con profusión el tema de los diccionarios, especialmente de fragmentos de las notas «La mujer que escribió un diccionario» y de «La vaina de los diccionarios». Ya se dedicó un trabajo anterior a estudiar detalladamente las ideas personales sobre el diccionario que el premio nobel colombiano había vertido en esos otros textos casi quince años antes.9 Pero, a continuación, se intentará demostrar que en el «Prólogo» el escritor colombiano no se limitó a transcribir pasajes literales de las notas anteriores, sino que, por el contrario, amplió anécdotas ya conocidas, matizó ideas previamente formuladas o suavizó sus opiniones respecto a lo que había dicho sobre algún aspecto en alguno de aquellos textos anteriores. De manera que, aunque a primera vista este prólogo se parezca mucho a esos textos previos, en realidad es un documento muy valioso en sí mismo, precisamente porque aquellas variaciones -y a veces muy sutiles- que García Márquez introdujo en él con respecto a los textos precedentes dicen mucho sobre la evolución de su pensamiento acerca del diccionario a lo largo de los casi quince años que separan en el tiempo sus notas de prensa de su prólogo.

Por lo tanto, para un correcto entendimiento de las ideas de García Márquez sobre el diccionario y el léxico del español, este artículo deberá leerse y entenderse como un díptico junto con ese otro artículo anterior que se mencionó, ya que en todo momento se comparará lo que el escritor de Aracataca expresó en el prólogo con sus declaraciones en sus notas de prensa de los ochenta. De la suma de todo lo expresado por García Márquez en sus textos y del análisis de los mismos a lo largo de los dos artículos, surgirán los ocho puntos que, bajo los criterios de este análisis, componen la teoría garciamarquiana sobre los diccionarios y el léxico del español, que se formulará al final de este trabajo.

2. Análisis

El «Prólogo» al Clave. Diccionario de uso del español actual comienza con la consabida anécdota de cómo era su abuelo y el modo por el cual le dio a conocer el diccionario, la cual es contada de forma diferente a las notas de prensa, con más profusión de detalles que en las ocasiones anteriores.10 Aquí se aprecia al Coronel Márquez confundiendo un camello con un dromedario por no saber la diferencia entre uno y otro, así como un poco abochornado por ser corregido delante de su nieto:

El abuelo no era un hombre culto, ni pretendía serlo, pues a los catorce años se había escapado de la clase para irse a tirar tiros en una de las incontables guerras civiles del Caribe, y nunca volvió a la escuela. Pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos11.

Aquella tarde del circo volvió abatido a la casa y me llevó a su sobria oficina con un escritorio de cortina, un ventilador y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó con una atención infantil, asimiló las informaciones y comparó los dibujos, y entonces supo él y supe yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el mamotreto en el regazo y me dijo:

-Este libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca.

Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo, muy viejo y ya a punto de desencuadernarse. Tenía en el lomo un Atlas colosal, en cuyos hombros se asentaba la bóveda del universo. «Esto quiere decir -dijo mi abuelo- que los diccionarios tienen que sostener el mundo». Yo no sabía leer ni escribir, pero podía imaginarme cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era más grande. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez.

- ¿Cuántas palabras habrá? - pregunté.

-Todas -dijo el abuelo (García Márquez, 1996).

Pero, sobre todo, la diferencia más importante radica en el punto donde se pone el énfasis en la anécdota. Como puede apreciarse, se reitera que su diccionario tenía en el lomo un Atlas colosal sosteniendo el firmamento y el razonamiento de su abuelo al respecto, pero desaparece la explicación del tremendo error que eso suponía. Porque la anécdota no se utiliza para mostrar los errores garrafales que cometen a veces los diccionarios, como declaró en su nota de prensa de los 80, sino que, en lugar de ello, sirve para ilustrar la difícil tarea que tienen que afrontar los mismos. Y es que, en esta ocasión, lo que García Márquez quiere resaltar no es el error de que Atlas en realidad no sostuviese el mundo sino el firmamento. Aquí el foco comunicativo está puesto en cuánta razón tenía el abuelo al afirmar que «los diccionarios tienen que sostener el mundo». De ahí que, aunque por aquel entonces el pequeño Gabito no supiera leer ni escribir, «podía imaginarse cuánta razón tenía el coronel si eran casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos» que además contenían todas las palabras que existían (García Márquez, 1996).

Por su propia naturaleza de prólogo de un diccionario, se condiciona evidentemente el acercamiento de García Márquez a la cuestión de los diccionarios en el texto, puesto que un prólogo de un diccionario, en principio, debe buscar destacar la importancia de los mismos -como lo hizo Borges en su «Prefacio a un diccionario» para el Diccionario enciclopédico Grijalbo- y no resaltar sus defectos. De modo que, en el fragmento anterior, en un primer momento, quien habla no es el García Márquez que desautorizaba a los diccionarios y que critica con ferocidad sus defectos, sino aquel al que cuando conoció el diccionario se le despertó tal curiosidad por las palabras que aprendió a leer más pronto de lo previsto, aquel para quien el diccionario «había de ser el libro fundamental en mi destino de escritor» (García Márquez, 1996). De ahí que lo primero que haga justo a continuación sea recomendar un método para fomentar que los niños se acerquen al diccionario, en lugar de obligarles a usar el diccionario en pesados ejercicios:

[…] éste debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él. Es lo que me sucedió con el diccionario de la lengua. Nunca lo vi como un libro de estudio, gordo y sabio, sino como un juguete para toda la vida (García Márquez, 1996).

Hasta este punto llega la parte más convencional de este texto en su condición de prólogo de un diccionario, donde García Márquez resaltó el mérito enorme que tiene el diccionario, reveló la importancia fundamental que tuvo en su vida y recomendó un método sencillo para que los niños se acerquen al mismo. Todo relativamente previsible en un prólogo de un diccionario. Sin embargo, a partir de aquí el texto se vuelve cada vez menos convencional y el escritor de Aracataca comenzó a hilvanar temas que para nada esperaría uno encontrarse en el prólogo de un diccionario. Como se verá, el premio nobel colombiano se fue llevando el texto cada vez más «a su terreno», de manera que el García Márquez admirador del diccionario poco a poco fue dando paso al García Márquez autocrítico. Y así, sorprendentemente, aprovechó este prólogo para retomar algunas de las cuestiones que ya había tratado en sus textos de los ochenta, y que, cabe recordar, eran en su mayoría reproches que le había hecho a los diccionarios, con los que se había mostrado a veces muy crítico.

En ese sentido, lo primero que hizo García Márquez fue contar otra vez la anécdota de cuando buscó la palabra amarillo y se encontró con la definición «del color del limón». No obstante, en este caso hay una gran diferencia con respecto al texto de los ochenta, en el que había utilizado previamente la anécdota en «La vaina de los diccionarios». En esa nota no se percibió una voluntad específica de atacar con ella al DLE, como de hecho sucedió, en el cual el autor de Aracataca manifestó que otra cosa que siempre le había inquietado de dicho diccionario era la definición de los colores, acusándole de manera implícita de elaborar sus definiciones desde un punto de vista eurocéntrico. En esta ocasión García Márquez se limitó a afirmar que:

[…] con los años, el diccionario de la Real Academia -aunque mantuvo la referencia del limón- hizo el remiendo correspondiente: del color del oro. Sólo a los veintitantos años, cuando fui a Europa, descubrí que allí, en efecto, los limones son amarillos (García Márquez, 1996).

En realidad, esta vez García Márquez parece haber traído a colación la anécdota de las definiciones del color amarillo con otra finalidad más inofensiva: hacer alarde de su extraordinario conocimiento de los diccionarios del presente y del pasado. Así, en apenas un párrafo de quince líneas habla sobre las definiciones del color amarillo que aparecen en el Larousse, el Vox, el Diccionario de la Academia, de 1780, el de María Moliner, el Diccionario de Autoridades, de 1726 y el de Sebastián de Covarrubias, de 1611:

Pero entonces había hecho ya un fascinante rastreo del tercer color del espectro solar a través de otros diccionarios del presente y del pasado. El Larousse y el Vox -como el de la Academia de 1780- se sirvieron también de las referencias del limón y del oro, pero sólo María Moliner hizo en 1976 la precisión implícita de que el color amarillo no es el de todo el limón sino sólo el de su cáscara. Pero también ella había sacrificado la poesía del Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Academia en 1726, y que describió el amarillo con un candor lírico: «Color que imita el del oro cuando es subido, y a la flor de la retama cuando es bajo y amortiguado». Todos los diccionarios juntos, por supuesto, no le daban a los tobillos al más antiguo, compuesto en 1611 por don Sebastián de Covarrubias, que había ido más lejos que ninguno en propiedad e inspiración para identificar el amarillo: «Entre las colores se tiene por la mas infelice, por ser la de la muerte y de la larga y peligrosa enfermedad, y la color de los enamorados» (García Márquez, 1996).

Sin embargo, esta última definición sí que le sirvió además a García Márquez para introducir uno de sus principales caballos de batalla en las notas de prensa de los ochenta: la cuestión del significado subjetivo de las palabras y el hecho de que este quedara fuera de los diccionarios. En sus propias palabras:

Estos escrutinios indiscretos me llevaron a comprender que los diccionarios rupestres intentaban atrapar una dimensión de las palabras que era esencial para el buen escribir: su significado subjetivo. Nadie lo sabe tanto como los niños hasta los cinco años y los escritores hasta los cien (García Márquez, 1996).

Es decir, que para él, como escritor, eran más dignos de admiración y más útiles esos diccionarios que denominó como «rupestres», los cuales intentan captar el significado subjetivo de las palabras, a diferencia de los más modernos, que se limitan al significado objetivo de las mismas. De hecho, por eso consideraba que todos los diccionarios juntos no les daban a los tobillos al de Covarrubias, el cual era el que había ido más lejos en propiedad e inspiración en su definición del amarillo. Propiedad e inspiración, dos criterios, especialmente el segundo, que hoy en día no se concibe que puedan influir a la hora de hacer un diccionario y que, sin embargo, a García Márquez le parecían muy útiles, especialmente, según él, en el caso de las definiciones de los sabores, los sonidos y los olores. Nada extraño, pues los sentidos y todo lo relacionado con lo sensorial es, por definición, completamente subjetivo y evocador, e intentar aprehenderlos con palabras requiere de cierta inspiración. Algo que el escritor de Aracataca se encargó de dejar claro con una serie de ejemplos de su propia cosecha sobre diversos sabores muy poco convencionales12.

A continuación, García Márquez hizo una aplicación del problema del significado subjetivo de las palabras a su trabajo como novelista. Al respecto, aseveró: «Creo que este género de asociaciones tiene mucho que ver con la diferencias entre un buen novelista y otro que no lo es» (García Márquez, 1996) y dio a entender con sus palabras que un buen novelista es aquel que no se limita a utilizar las palabras con el significado objetivo que aparece en las definiciones del diccionario, sino todo lo contrario: un escritor será mejor cuanto más sea capaz de preñar sus palabras de posibles significados subjetivos, que puedan expresar ideas diferentes a muchas personas en distintos momentos. Pero el premio nobel colombiano a esas alturas de su vida no era iluso, y por eso tenía claro que los diccionarios no están para solucionar ese problema específico de los escritores, de modo que sentenció: «Para resolver estos problemas de la poesía, por supuesto, no existen diccionarios», aunque apostilló «pero deberían existir» (García Márquez, 1996). Se nota aquí, desde luego, cierto tono de resignación ante un problema que el autor colombiano considera insoluble.

En cualquier caso, la afirmación anterior le sirvió a García Márquez para retomar cuatro ideas muy personales con respecto a los diccionarios que ya había tratado con anterioridad en distintos momentos de sus notas de prensa de los ochenta, y que en este punto del prólogo presentó conectadas y entrelazadas en los dos párrafos siguientes. En primer lugar, reaparece su predilección por el Diccionario de uso del español, de María Moliner y su rendida admiración por la autora, de quien mencionó que había tenido muy en cuenta el problema del significado subjetivo de las palabras y el problema que suponía para los escritores cuando se propuso escribir su diccionario. No en vano, cabe recordar que en la nota «La mujer que escribió un diccionario», García Márquez relataba que la propia María Moliner había dicho una vez «es un diccionario para escritores» y que según él «lo dijo con mucha razón» (García Márquez, 1991, p. 59).

En segundo lugar, vuelve a aparecer apuntada, de una manera un poco fugaz, la cuestión de si la verdadera autoría de las palabras pertenecía a los académicos o a los hablantes. Al respecto, el premio nobel colombiano no pudo ser más claro ni más rotundo «las palabras no las hacen los académicos en las academias, sino la gente en la calle» (García Márquez, 1996). Pero se observa además cómo no se detiene a hacer más saña contra estos, ni a profundizar en las tremendas implicaciones que esta perspectiva supuso para el cuestionamiento de la pretendida autoridad que tienen las academias para indicar a los hablantes cuándo están utilizando una palabra de manera correcta o incorrecta.

El tercer tema que retomó en este punto García Márquez es el de la imposibilidad por parte de los diccionarios de captar el lenguaje vivo, uno de los aspectos en los que el escritor de Aracataca se había mostrado más crítico en los ochenta con los diccionarios en general, y muy especialmente con el DLE. Pero si en los dos temas vistos anteriormente García Márquez se había mostrado hasta este punto más parco en palabras que en sus textos anteriores, en este tercer tema ocurre todo lo contrario, pues el autor colombiano introdujo ciertos cambios que, si bien no hicieron variar por completo sus ideas anteriores al respecto, las matizó claramente. Primero, García Márquez afirmó lo siguiente en referencia a la caída en desuso de las palabras: «Los autores de los diccionarios las capturan casi siempre demasiado tarde, las embalsaman por orden alfabético, y en muchos casos cuando ya no significan lo que pensaron sus inventores» (García Márquez, 1996). Son prácticamente las mismas palabras que utilizó quince años antes en «La mujer que escribió un diccionario». No obstante, una diferencia importante es que en aquella ocasión las había hecho para referirse exclusivamente al DLE, contra el que se percibía una especial saña, mientras que aquí las dirigió hacia a todos los autores de diccionarios.

No fue esta la única variación con respecto a lo dicho sobre este problema en la nota de 1981, ya que aquí añadió una explicación suplementaria que no figuraba en aquel texto. Según el autor: «En realidad, todo diccionario de la lengua empieza a desactualizarse desde antes de ser publicado, y por muchos esfuerzos que hagan sus autores no logran alcanzar las palabras en su carrera hacia el olvido» (García Márquez, 1996). Las palabras clave en esta frase son en primer lugar «todo diccionario», las cuales expresan que, a diferencia de lo que había opinado en los ochenta, García Márquez, en el momento de componer el «Prólogo», llegó a la conclusión de que la desactualización no es un problema exclusivo del DLE, sino un problema intrínseco de todo diccionario, consustancial a la propia naturaleza del mismo. Y en segundo lugar «por muchos esfuerzos», que indican un mayor grado de comprensión por parte de García Márquez de la dificultad que entraña hacer un diccionario y un cierto reconocimiento hacia los autores de cualquier diccionario, incluido el DLE, frente a la acusación implícita de soberbia o elitismo que se percibía en su nota de los ochenta cuando hablaba del «criterio de embalsamadores» de las palabras. En este texto también había mencionado anteriormente el asunto del embalsamamiento de las palabras por parte de los diccionarios, pero ya no como un criterio de la RAE al escoger las palabras para introducirlas en el diccionario, sino como un proceso consustancial al propio hecho de entrar a formar parte de cualquier otro diccionario. Una vez la palabra entra al diccionario, ya queda «embalsamada» o fosilizada. El matiz es muy importante y revelador de una evolución en el pensamiento de García Márquez respecto a esta cuestión, fruto de la reflexión de quince años en torno al mismo problema.

Y el cuarto tema abordado por García Márquez en el párrafo final, se encuentra vinculado al asunto planteado anteriormente: el de su preferencia por los diccionarios de uso sobre todos los demás tipos de diccionarios que existen, precisamente porque, según el escritor colombiano, son los que mejor encaran este problema. Aquí, el escritor de Aracataca afirmó, en referencia al problema de la desactualización de los diccionarios lo siguiente:

[…] María Moliner demostró al menos que la empresa era menos frustrante con los diccionarios de uso. O sea, los que no esperan que las palabras les lleguen a la oficina, sino que salen a buscarlas, como es el caso de este diccionario nuevo que me ha llegado a las manos todavía oloroso a madera de pino y tinta fresca […] (García Márquez, 1996).

Es decir, los mejores diccionarios son los de uso, por el criterio que utilizan sus autores a la hora de seleccionar las palabras que van a formar parte de ellos: intentar captar las palabras mientras están vivas y en uso, y no esperar demasiado tiempo para que las palabras puedan cumplir los requisitos que los elaboradores del diccionario consideran necesarios para darles el visto bueno y permitir que entren a formar parte del diccionario -caso del DLE-. Lo afirmado por García Márquez, en último término, es que, aunque hacia aquellas alturas de su vida hubiera llegado a comprender que el destino inexorable de todo diccionario es acabar quedando desactualizado, lo ideal sería que las palabras entren al diccionario al menos mientras aún estén en uso y no cuando ya estén desactualizadas.

3. Reflexiones finales

En definitiva, se ha evidenciado como el García Márquez del «Prólogo» no es ya el mismo que compusiera quince años antes «La mujer que escribió un diccionario», «La vaina de los diccionarios» y las demás notas de prensa relacionadas con los diccionarios. Los principales ejes en torno a los que habían oscilado sus preocupaciones respecto al diccionario siguieron estando presentes en su prólogo: el problema del significado subjetivo de las palabras que quedan por fuera de los diccionarios, su convicción de que la autoría de las palabras no pertenece a los académicos sino a los hablantes, la lentitud con la que los autores de diccionarios introducen en ellos las palabras, la preferencia por los diccionarios de uso, etc. En realidad, lo que cambió fue el tono, que se suavizó sensiblemente desde el más combativo, crítico y casi radical -que mostró en las notas de comienzos de los ochenta y que alcanzó su punto culminante con «La vaina de los diccionarios»- hasta el tono algo más resignado de su prólogo de 1996, en el cual se percibe una mayor comprensión de su parte por la dificultad o, si se quiere, imposibilidad, de solucionar los problemas que él mismo había reprochado a los autores de diccionarios -y especialmente al DLE- en la década anterior.

Hasta cierto punto, es comprensible esta evolución en la postura del escritor colombiano, pues el García Márquez que escribió las notas de comienzos de los ochenta era un hombre de cincuenta y cinco años, que estaba en el apogeo de su carrera literaria, y por lo tanto, en pleno fragor de esa lucha sin cuartel contra las palabras que, como se pudo observar, era para el autor la escritura. Mientras que el García Márquez que escribió el prólogo era ya un hombre de setenta años, cuya carrera literaria ya estaba prácticamente hecha13 y, por lo tanto, podía contemplar todas aquellas cuestiones con una mirada más pausada y reposada, no tan pasional como lo hacía en las notas de prensa de los ochenta.

Hay que tener en cuenta también que ya en 1996 el reconocimiento de García Márquez dentro del mundo académico era mucho mayor, con ciertos intentos de acercamiento que habían ido suavizando la tensa relación que siempre había existido entre ambas partes. Si a todo ello se le suma también el factor que supone la propia naturaleza del texto analizado como el prólogo de un diccionario, no debe resultar extraño que García Márquez haya matizado notablemente su tono en su prólogo en comparación con las notas de prensa de los ochenta. Lo que no quiere decir, evidentemente, que cambiara de parecer radicalmente en sus ideas sobre los diccionarios y sus problemas, que en esencia siguieron siendo las mismas, solo que en este texto fueron formuladas con un punto más de comprensión, llegando en algunos aspectos a pasar de la rebeldía de los ochenta a la resignación de los noventa.

Lo que sí es cierto es que con este texto se cierra un periodo de unos quince años en la vida de Gabriel García Márquez, durante los cuales el escritor de Aracataca dedicó una atención especial a reflexionar sobre el inseparable compañero de viaje que fue para el autor colombiano el diccionario, y lo que es más importante, un periodo en el que se preocupó especialmente por dejar esos pensamientos por escrito, revisando y matizando sus ideas a lo largo de ese lapso de tiempo. Hasta el momento, no se conocen textos de García Márquez dedicados al diccionario anteriores a las notas de prensa de los ochenta, a pesar de que antes, en su juventud como reportero desconocido en la década de los cincuenta, escribió numerosísimas columnas, editoriales y notas de prensa para diversos periódicos colombianos, y luego, a partir de 1967, ya como escritor consagrado a raíz del éxito de Cien años de soledad, concedió durante los trece años siguientes, hasta 1980, una cantidad incalculable de entrevistas, en las que tuvo la libertad de hablar de lo humano y lo divino. Tampoco se conoce ningún texto ni declaración del premio nobel colombiano sobre el tema de los diccionarios con fecha posterior al prólogo de su autoría.

Parece ser que, con ese último texto, García Márquez ya se hubiera dado por satisfecho, y hubiera considerado que finalmente había dicho todo lo que tenía para decir y de la manera en que realmente lo quería decir sobre el tema, y a partir de ese momento hubiera perdido interés, desviando su foco de atención hacia otros aspectos de la lengua española, como la ortografía y la gramática. No en vano, en el mismo año de 1997, cuando apareció su prólogo para el Clave. Diccionario de uso del español, fue en el que pronunció su famoso discurso «Botella al mar para el dios de las palabras» con sus recordadas proclamas «simplifiquemos la gramática, antes de que la gramática termine por simplificarnos a todos» y «jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna» (García Márquez, 2010) que tanta polémica generaron desde el primer momento14 y que tuvieron sin duda dos efectos colaterales: el primero es que, debido a la repercusión de sus propias palabras, García Márquez se vio obligado a centrarse en aclararlas y explicarlas en los años sucesivos, dejando de lado por completo el tema de los diccionarios. La segunda es que, debido al cataclismo que supusieron esas proclamas, el escritor colombiano pasó a quedar para siempre en el imaginario colectivo indisolublemente ligado sobre todo a la cuestión de la ortografía, haciendo que pasaran desapercibidas sus ideas con respecto a los diccionarios, cuando las mismas, como se logró evidenciar, estaban tan elaboradas como sus ideas con respecto a la ortografía, y en muchos aspectos eran igual de novedosas, o incluso más que eso.

En definitiva, con este segundo trabajo15 se da por completado un díptico sobre García Márquez y los diccionarios, con el cual se pretendió reunir todas las referencias a los mismos, dispersas por todas las producciones del escritor de Aracataca, y analizarlas para sintetizar esa teoría sobre los diccionarios que, aunque él mismo no se preocupara nunca de armar y estructurar, está sin duda latente en esos textos. Por lo tanto, y para concluir este trabajo, una vez analizado el corpus completo de textos del autor colombiano, en los que se trata de algún modo el tema de los diccionarios, pueden articularse algunas ideas garciamarquianas sobre dicho tema, que podrían condensarse en los siguientes ocho puntos:

  1. Para García Márquez, los diccionarios cumplen una función educativa muy importante, pues en principio deben contener todas las palabras que forman parte de una lengua. Son especialmente imprescindibles para el trabajo de las personas que se dedican a escribir, pero en general son un instrumento muy útil para la formación lingüística de los niños y es muy recomendable fomentar su uso por parte de estos. Pero según el escritor de Aracataca, la mejor manera de conseguirlo no es mediante pesados ejercicios en el colegio como parte de la educación reglada, sino simplemente teniéndolo en casa al alcance de los niños para que estos jueguen con él como si fuese un juguete.

  2. Sin embargo, para el premio nobel colombiano la importancia de la función que cumplen los diccionarios no puede enmascarar que tienen una serie de problemas y de defectos inherentes muy graves. El primero de ellos es que, al contrario de lo que se suele pensar, los diccionarios no lo saben todo, no siempre tienen la razón y, de hecho, cometen errores a menudo muy particulares. A veces, las definiciones de las palabras son imprecisas o incompletas, y otras veces están expresadas de manera que no se entienden, e incluso, en algunos casos, las definiciones de dos términos están intercambiadas entre ellas o directamente son incorrectas. Al fin y al cabo, los diccionarios no son entes abstractos que nacen de la nada, sino que están elaborados por personas, de quienes se presupone tienen un gran conocimiento de la lengua, pero que en último término son también hablantes de esa lengua, y que para elaborar las definiciones de los términos se valen de su propio criterio, el cual no tiene por qué coincidir siempre con el de otros hablantes.

  3. García Márquez, lejos de recomendar una sujeción total al criterio de los diccionarios por parte de sus usuarios, reconocía que él mismo los consultaba a posteriori, y solo para ver si la definición que venía en el diccionario coincidía con su propio criterio. El autor colombiano recomendaba que la definición dada por el diccionario de cualquier término debía ser confrontada por el «instinto del idioma» y «sentido común» del propio hablante, las cuales son dos características propias del ser humano y de las que carece el diccionario, y que a su vez son básicas a la hora de escoger la palabra correcta por parte del usuario. Y lo que resulta más llamativo es que el premio nobel colombiano consideraba que, en caso de discrepancia entre el criterio del diccionario y el del propio hablante, debía primar el criterio de este último.

  4. García Márquez cuestionaba la supuesta autoridad moral e intelectual del diccionario, y sobre todo de sus autores, para indicarles a los hablantes de una lengua cómo se deben utilizar las palabras. Por el contrario, en sus escritos hizo una defensa de la subjetividad del hablante y de su criterio personal para usar las palabras como estime oportuno, pues, a fin de cuentas, una de las máximas más repetidas por el autor de Cien años de soledad era que las palabras no las hacen los académicos ni los autores de los diccionarios, sino los propios hablantes.

  5. De hecho, según García Márquez, otro de los defectos graves de los diccionarios es que hay una dimensión muy importante de las palabras que aquellos no pueden captar: su significado subjetivo. Aparte del significado puramente objetivo, las palabras tienen habitualmente ciertas connotaciones que matizan o enriquecen ese significado. De acuerdo con el autor colombiano, los diccionarios que consideró «rupestres», como el de Sebastián de Covarrubias, lo sabían e intentaban plasmar en sus definiciones esos significados añadidos. Por el contrario, los diccionarios, tal como se conciben en la época actual, se encargan de captar únicamente el significado denotativo de las palabras, algo que el premio nobel colombiano consideró un problema sin solución pero que, desde su punto de vista como escritor, empobrece enormemente la información aportada por aquellos.

  6. Otro problema grave que García Márquez detectó en aquel momento es que la relación de los diccionarios del español con los hablantes hispanoamericanos no era, según denunciaba de manera indirecta, la más adecuada, pues la mayoría de ellos, especialmente el DLE, presentaban dos problemas: por un lado, no incluían una gran diversidad de términos de uso común en muchas partes de Hispanoamérica, o si incluían la palabra, no lo hacían con la acepción que se utilizaba allí. Por otro lado, y más grave aún, realizaban sus definiciones desde una perspectiva eurocéntrica, tomando muchas veces como referencia para la definición elementos de la realidad desconocidos en Hispanoamérica y que, por lo tanto, la hacían inservible para un hispanoparlante.

  7. Probablemente, el asunto con el cual García Márquez siempre se mostró más combativo en relación con los diccionarios fue el de los criterios a la hora de dar entrada a las palabras en los mismos. Según el novelista de Aracataca, todo diccionario impreso, por definición, está condenado a la desactualización, pues la lengua evoluciona con el tiempo mientras que las palabras, al entrar en el diccionario, quedan encapsuladas en el tiempo, o «embalsamadas». El escritor colombiano era consciente de que se trataba de un problema sin solución, pero que, según él, hay maneras de matizarlo, contrarrestarlo en lo posible, o al menos de no agravarlo: sobre todo que el criterio para la inclusión de las palabras en el diccionario no sea el de «pasar cien años en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia le dé permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario» (García Márquez, 1991b, p. 104). Para García Márquez «el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo» (1991b, p. 106), el que se está usando, el de los periódicos y el de la calle, y ese es el que debieran tratar de captar los diccionarios, no el de las expresiones del castellano «más puro», que solo se usan en algunos registros muy formales y que al hablante le suenan arcaicas. En concreto, de acuerdo con el escritor de Aracataca, aunque el destino final de toda palabra que entre en el diccionario es el de desactualizarse y, por lo tanto, quedar fosilizada, es preferible que las palabras no entren ya cuando caigan en desuso.

  8. Por eso mismo los mejores diccionarios para el autor colombiano eran los diccionarios de uso, como el de María Moliner o el Clave. Diccionario de uso del español, no solo por su propia condición de diccionarios de uso, es decir, diccionarios que no solo dicen lo que significan las palabras, sino que indican también cómo se usan, e incluyen otras con las que pueden reemplazarse, lo que los convierten en ideales para los escritores. Además, García Márquez los resaltó por su criterio a la hora de introducir las palabras que forman parte de los mismos, pues en lugar de esperar que las palabras les lleguen por sí solas, los autores de estos diccionarios salen a buscarlas en la calle y en los periódicos. Por otro lado, el premio nobel colombiano se encargó de dejar bien claro, por activa y por pasiva, que para él el peor diccionario de su época era el DLE, por su carácter represor y eurocéntrico, ya que sus rígidas definiciones parecían colgadas de un clavo y, sobre todo, por considerar a sus autores como «embalsamadores» a la hora de introducir las palabras en el diccionario, pues estás eran admitidas en el mismo cuando ya estaban a punto de morir, consumidas por el uso.

Referencias bibliográficas

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1Según contaba el propio escritor de Aracataca, en una ocasión la revista Pluma de Bogotá le preguntó a un grupo de escritores cuáles habían sido los cinco libros más significativos para ellos. García Márquez escogió Las mil y una noches, Edipo rey, de Sófocles, Moby Dick, de Melville, la antología de José María Blecua Floresta de la lírica española y, sorprendentemente, un Diccionario de la lengua castellana. Según él, «si sólo hubiera leído esos cinco libros —además de los obvios, desde luego—, con ellos me habría bastado para escribir lo que he escrito» (García Márquez, 1991, p. 384).

2El escritor colombiano Jorge Franco, por ejemplo, cree que el lenguaje es, precisamente, la columna vertebral de sus obras. «Por supuesto que son fuertes sus personajes, sus historias y sus temas son innovadores, pero es el lenguaje el que le da mayor valor a su obra». Y afirma que, por eso, porque la fuerza reside en las palabras, en la sintaxis, en el lenguaje, es por lo que «existe impedimento en llevarlas con éxito al cine. Porque hay asuntos que son imposibles de trasladar a las imágenes» (Saldarriaga y Quintero, 2014).

3E incluso, a raíz de su propia obra y estilo se han generado palabras nuevas, como cuando se dice que algo es macondino o garciamarquiano.

4Para un relato de cómo transcurrió el acto, véase el especial periodístico «Un homenaje a la exitosa soledad del escritor». La referencia completa se encuentra en la bibliografía de este trabajo.

5Se toma la cita de Juan Carlos de Borbón (1997), en Palabras en la inauguración del iv Congreso Internacional de la Lengua Española.http://congresosdelalengua.es/cartagena/inauguracion/rey.html

6García Márquez nunca trató de ocultar su escasa formación reglada. Al contrario, parecía llevarlo muy a gala. Así, por ejemplo, en su discurso «Una naturaleza distinta en un mundo distinto al nuestro», pronunciado en Bogotá el 12 de abril de 1996, dijo abiertamente y sin tapujos: «Cada quien ha conversado sobre su especialidad. Yo no tengo ninguna distinta de las letras, y aun en ésta soy un empírico sin ninguna formación académica» (García Márquez, 2010, p. 104). Y es que el escritor colombiano fue siempre ante todo un hombre práctico, que a menudo habló mal de los esquemas y de las teorizaciones estériles. Pero es que no solo él no se sintió nunca un intelectual, sino que rara vez se encontró a gusto entre ellos. De hecho, llegó a escribir abiertamente en una de sus famosas notas de prensa titulada 300 intelectuales juntos y publicada el 16 de septiembre de 1981: «Siempre he tenido un prejuicio contra los intelectuales, entendiendo por intelectual a alguien que tiene un esquema mental preconcebido y trata de meter dentro de él, aunque sea a la fuerza, la realidad en que vive» (García Márquez, 1991, p. 156).

7En sus propias palabras, y según le dijo a la periodista y escritora Elena Poniatowska en 1973: «Yo soy un hombre que cuenta anécdotas» (Se toma la cita de Gerald Martín, 2009, p. 341). Muchos años más tarde, en su discurso «América Latina existe» pronunciado en Contadora, (Panamá), el 28 de marzo de 1995, explicaba García Márquez la predilección que tuvo durante toda su vida por esa forma de expresión precisamente con la siguiente anécdota «Mi compatriota Augusto Ramírez me había dicho en el avión que es fácil saber cuándo alguien se ha vuelto viejo porque todo lo que dice lo ilustra con una anécdota. Si es así, le dije, yo nací ya viejo, y todos mis libros son seniles». (García Márquez, 2010, p. 91). Pero si hay alguien que ha explicado a las mil maravillas la postura del escritor colombiano respecto a los intelectuales, el ensayo y la anécdota, es su gran amigo Plinio Apuleyo Mendoza, quien en 1982 escribió en el libro entrevista El olor de la guayaba las siguientes palabras: «En realidad, su medio de expresión favorito es la anécdota. Por este motivo es novelista y no ensayista. Se trata, quizá, de un rasgo geográfico, cultural: las gentes del Caribe describen la realidad a través de anécdotas. García Márquez no es dado como tantos intelectuales europeos a las formulaciones ideológicas. La copiosa retórica que los castellanos dejaron sembrada en el altiplano andino le parece hueca, caricatural» (Mendoza, 1994, p. 120).

8Todas las notas de ese periodo fueron recopiladas en el volumen Gabriel García Márquez (1991) Notas de prensa 1980-84. Madrid: Mondadori España.

9Véase Manuel Cabello Pino, «Las ideas de García Márquez sobre el diccionario y el léxico del español en Notas de prensa 1980-1984», Analecta Malacitana (2018-2019), 40 (1-2).

10Cabe recordar que dicha anécdota ya la había contado anteriormente el propio autor de Aracataca en su nota de prensa «La vaina de los diccionarios» (García Márquez, 1991, p. 262) y posteriormente su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en su libro entrevista con García Márquez El olor de la guayaba (Mendoza, 1994, p. 15).

11Con estas palabras con las que justifica y disculpa García Márquez la falta de formación reglada de su abuelo parece estar, tal vez de manera inconsciente, aprovechando para justificarse y reivindicarse él mismo, pues dichas palabras podrían aplicarse perfectamente a su caso. Y es que, salvando las distancias —al dejar sus estudios universitarios de Derecho para ponerse a trabajar como periodista, tal como ya se mencionó—, también fue consciente de sus vacíos y no trató nunca de ocultarlos, y todavía se lo reconoce por su avidez de conocimientos inmediatos, tal como han afirmado en innumerables ocasiones sus amigos.

12Otro buen ejemplo de las ausencias del significado connotativo en las definiciones de los diccionarios lo aportó en un discurso titulado «Un manual para ser niño» pronunciado en 1995, en el que a propósito de la palabra vocación dijo: «El Diccionario de Autoridades, que fue el primero de la Real Academia en 1726, la definió como «la inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección». Era, desde luego, una generalización a partir de las vocaciones religiosas. La aptitud, según el mismo diccionario, es «la habilidad y facilidad y modo para hacer alguna cosa». Dos siglos y medio después, el Diccionario de la Real Academia conserva estas definiciones con retoques mínimos. Lo que no dice es que una vocación inequívoca y asumida a fondo llega a ser insaciable y eterna, y resistente a toda fuerza contraria: la única disposición del espíritu capaz de derrotar al amor» (García Márquez, 1995).

13Vale la pena mencionar que con posterioridad a la fecha de este prólogo (1996) solo publicaría su autobiografía Vivir para contarla (2002) y la novela corta Memoria de mis putas tristes (2004), ninguna de las cuales se cuenta entre lo mejor de su obra literaria.

14Sobre este particular, véanse por citar solo algunos Joaquín Estefanía, «De camisas de fuerza y cinturones de castidad», (El País, 13/04/1997); Maite Rico, «Cela y García Márquez arremeten contra los intentos de constreñir el idioma», (El País, 08/04/1997); Darío Villanueva, «García Márquez hizo temblar los muros», (ABC, 20/04/2014).

15Véase la nota 10.

Recibido: 11 de Septiembre de 2019; Aprobado: 20 de Diciembre de 2019

*Autor para correspondencia: Manuel Cabello Pino. Correo electrónico: manuel.cabello@dfesp.uhu.es

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