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Lingüística y Literatura

versão impressa ISSN 0120-5587versão On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.79 Medellìn jan./jun. 2021  Epub 21-Nov-2022

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a18 

Estudios literarios

COSTUMBRE, EROTISMO Y RUMOR: EL ESPACIO NARRATIVO EN «LOS CONVIDADOS DE AGOSTO», DE ROSARIO CASTELLANOS*

CUSTOM, EROTICISM, AND RUMOR: THE NARRATIVE SPACE IN «LOS CONVIDADOS DE AGOSTO», BY ROSARIO CASTELLANOS

Omar Armando Paredes Crespo1 

1Universidad Autónoma Metropolitana (México) omararmandoparedescrespo@gmail.com


Resumen:

La escritora mexicana Rosario Castellanos revela en su narrativa corta su experiencia personal frente al machismo de mediados del siglo xx en México. En algunos de los relatos, se nota en la construcción de los espacios profundidad, intensidad y minuciosidad descriptiva. Así, se hace una aproximación a la categoría de espacio en el cuento «Los convidados de agosto», del libro homónimo publicado en 1964, a partir de la costumbre, el erotismo y el rumor, características presentes en el texto y que han sido poco revisadas por los estudios literarios.

Palabras clave: Rosario Castellanos; costumbre; erotismo; rumor; intimidad

Abstract:

The Mexican writer Rosario Castellanos reveals in her narrative her personal experience in the machismo of the mid-twentieth century in Mexico. In some of the stories, it is noted depth, intensity and descriptive thoroughness in the construction of the spaces. Thus, an approximation is made to the category of space in Los convidados de agosto, a tale of the book of the same name published in 1964, based on custom, eroticism and rumor, features present in the text and that have been little reviewed by literary studies.

Key words: Rosario Castellanos; custom; eroticism; rumor; intimacy

1. Introducción

Rosario Castellanos (1925-1974) no es considerada, como Juan José Arreola, Juan Rulfo, Edmundo Valadés, o sus coetáneas Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas y Amparo Dávila, una autora representativa en el cuento mexicano. Esto se debe, quizá, a que nunca se le encasilló en el género, tal como sucedió con las escritoras mencionadas.

No obstante, la autora publicó tres libros de cuentos: Ciudad Real (1960, Universidad Veracruzana) -que le valió el Premio Xavier Villaurrutia de ese año-, Los convidados de agosto (1964, Era) y Álbum de familia (1971, Joaquín Mortiz). Desde 1949, y durante la década de los años cincuenta e inicios de los sesenta, también publicó de forma individual algunas historias breves en revistas literarias: «Crónica de un suceso inconfirmable» (1949, Revista América, núm. 61), «Primera revelación» (1950, Revista América, núm. 63) y «Tres nudos en la red» (1961, Revista de la Universidad de México, núm. 6).

En Los convidados de agosto se incluye «Las amistades efímeras», «Vals ‘Capricho’», «Los convidados de agosto» y «El viudo Román»; narrativas cortas que, a diferencia de textos como «Domingo» y «Lección de cocina», de Álbum de familia, o los pertenecientes a Ciudad Real, no han sido reunidos en algunas antologías de cuentos mexicanos ni analizados por la crítica académica y literaria. Por lo anterior, resulta de interés extraer un cuento de este libro en la obra de Castellanos -que ha permanecido un tanto a la sombra de los otros dos y de sus novelas- para su análisis y lectura crítica: «Los convidados de agosto».

La narración en este relato da cuenta de cómo se manifiestan algunas costumbres en los espacios públicos y privados de una sociedad cerrada y moralista. El fondo está dado por la forma; es decir, al crear un discurso literario mediante la observación de las conductas sociales, Castellanos se coloca a una distancia crítica y permite que sus personajes construyan el tono y el ritmo con el que transcurren sus vidas. Asimismo, la manifestación del erotismo, el rumor y la intimidad ilustran aquellas conductas que tienen que ver con el ocultamiento y la marginación femenina.

2. Comitán y sus costumbres: Identidad y construcción de la provincia como espacio ficcional

En Los convidados de agosto la provincia representa un microuniverso conformado no solo por personajes, sino que también comprende una época y geografía, un tiempo y espacio narrativos. Si bien las historias se desarrollan en la representación de la ciudad de Comitán, de no especificarse igualmente sería claro que el espacio en el que interactúan los personajes se encuentra en dicha ciudad chiapaneca. Esto se percibe por la descripción de los hábitos, de las costumbres y las imágenes tipo postales que enmarcan la cotidianidad de los personajes que, en conjunto, evidencian un mundo narrado (interior) que hace eco al exterior del texto. Al respecto, Luz Aurora Pimentel (2010) aclara que

No se concibe un relato que no esté inscrito en un espacio que nos dé información, no sólo sobre los acontecimientos sino sobre los objetos que pueblan y amueblan ese mundo ficcional; no se concibe, en otras palabras, un acontecimiento narrado que no esté inscrito en un espacio descrito (p. 7).

La descripción es fundamental para entender y situar a los lectores en un espacio, incluso más que la narración, pues esta última se encuentra inscrita en la línea temporal, mientras que la primera está en el plano del espacio.

No es casualidad que todos los relatos de Rosario Castellanos estén situados en Comitán ciudad donde creció la escritora y que, por lo mismo, le otorga un valor de realidad a su creación literaria. Pimentel (2012) explicó frente a esto que:

el nombre de una ciudad en un texto narrativo remite a un lugar individual, localizable en la geografía el mundo; que, al mismo tiempo, la ciudad de ficción establece relaciones intertextuales con otros discursos que han dado «cuerpo semántico» a la entidad real (p. 33).

El pueblo se refiere a aspectos físicamente reales como callejuelas, plazas, iglesias y personas, pero también a la organización de esas calles, a la función de esas plazas en la vida social, a los rituales de las iglesias y al comportamiento de personajes. El nombre de un lugar en el texto narrativo no explica únicamente la geografía, sino también las prácticas culturales que la enmarcan y la particularizan. En sitios de sociedades cerradas, una organización social jerarquizada determina los espacios e instituye normas para las diferentes clases sociales, y reprueba y señala moralmente a quienes no las acaten.

Comitán, aunque es una de las ciudades más importantes de Chiapas, era de difícil acceso hasta hace unas pocas décadas porque el sistema carretero estatal estaba conformado por caminos de terracería que se abrían paso entre la naturaleza. Esta ciudad ejemplifica un patrón recurrente en los sitios alejados de las zonas centrales: comunidades donde es más evidente la segmentación social y se legitiman ideologías conservadoras.

En «Los convidados de agosto», la noción de provincia no está formada por la mención expresa de Comitán, sino por la descripción que conforma una ilusión de realidad1 que inmediatamente ubica a los lectores frente a una representación de «algo» que se parece y es fiel a la realidad o que al menos es cercano. Esa verosimilitud está llena de significados, por lo que cobra sentido, lo cual solo puede lograrse cuando el espacio representado establece una relación con el espacio real. El realismo en la literatura no solo pretendía imitar la realidad por medio de la mímesis, sino que buscaba establecer también puentes de relación y comunicación entre el espacio creado interior y el mundo fuera del texto. He ahí que muchas novelas o cuentos realistas hayan tenido gran impacto en las sociedades.

Es conveniente, pues, detenerse en el título del cuento: «Los convidados de agosto». En un primer momento, el título mismo ya otorga a la colección cierto valor de realidad. En él están implícitas dos características que son importantes de definir y separar -porque una de ellas es unidad de análisis para este artículo-: la tradición y la costumbre.

Una de las funciones de la tradición en las sociedades es establecer una conexión con lo ininteligible; una forma de explicar, en este caso, la religiosidad. La feria de Comitán, como actualmente se conoce, se celebra desde hace más de 90 años -algunos datos señalan que la primera vez que se realizó fue en 1921- en el mes de agosto. Puede que la romería tenga su origen en 1556, año en que los dominicos nombraron patrono de la región a Santo Domingo de Guzmán. Así, la tradición se consolida a través de los años y se legitima en su poder ideológico, al mismo tiempo que configura la identidad de una ciudad en este cuento. Por ejemplo, Domingo de Guzmán es un santo católico, y el catolicismo no se profesó en México, sino a partir de la Conquista. La evangelización fue una forma de dominar a los indígenas, quizá la más poderosa y efectiva, pues significó un cambio profundo en la manera de practicar el culto religioso y explicar su cosmogonía; la celebración en honor a dicho santo tiene el poder de convocar a indígenas y mestizos por igual, aunque las costumbres practicadas por ambos grupos dentro de la tradición sean completamente distintas.

Al inicio de la narración ya se ha revelado una celebración a través de un ambiente de júbilo y festividad. Más adelante, lo que ubica en un contexto espacial específico es la descripción del lugar: un gran portón de iglesia abierto de par en par, cubierto por adornos coloridos que enmarcaban la leyenda “¡Viva Santo Domingo de Guzmán!”. A partir de allí, el narrador describe la procesión de los santos de los templos menores (los rituales) que comienzan a desfilar una vez que la campanada del templo mayor ha repicado. Se describe uno a uno, lo más milagrosos de la región, y se hace una prosopopeya de las imágenes religiosas:

Primero fue San Sebastián, orgulloso de su plenitud. Después Guadalupe, inaudible casi de tan lejano. La Cruz Grande, como avergonzada de su insignificancia. La iglesia de Jesús, céntrica, pero debido a una causa oculta, sin párroco y sin asistentes que la frecuentasen. San José, colmada de los donativos de las mejores familias. San Caralampio, que siempre quería sobrepujar a todos en esplendidez y que al aviso respondía con la puesta en movimiento de una peregrinación en la que cada uno llevaba el cirio de más peso, la palma de más tamaño, el manojo de flores de mayor opulencia. Y, por último, el Calvario, que no sabía doblar más que difuntos (Castellanos, 1964, pp. 58-59).

Las costumbres que se manifiestan en función de una tradición, como la procesión, el revestimiento de los altares y la coronación de una reina -la cual debe tener dos virtudes: gozar de las mieles de la juventud y pertenecer a una familia honorable y católica- esbozan una noción inicial de provincia, en este caso la comiteca. Más adelante, se hacen referencias ya muy expresas sobre Comitán, como su cercanía con San Cristóbal de las Casas o las custitaleras2, como son conocidas las comerciantes que van de pueblo en pueblo vendiendo sus artesanías y textiles.

En el marco de la tradición, se practican otras costumbres que suelen ser realizadas por las mujeres de clase media3. Basta atender a las intenciones de Emelina, la protagonista, y Concha, quienes, como muchas otras mujeres que entran en edad madura, acuden a la feria con una peculiar urgencia: despojarse del título de soltera. Como se mencionó antes, la fiesta en honor a Santo Domingo de Guzmán, celebrada en el octavo mes del año, se ha convertido en la tradición del pueblo. Durante esas fechas, las jóvenes casaderas y las no tan jóvenes salen a las calles con especial arreglo para conseguir un pretendiente que pueda convertirse en su esposo, una costumbre propiciada por la norma generalizada de que toda buena mujer debe tener marido. Si este comportamiento femenino se analiza con detenimiento, es posible dar cuenta de que, en el relato, la tradición se convierte en el repositorio de la costumbre y tal como señalan Hobsbawm y Ranger (1983, p. 3) 4, si esta última llegase a desaparecer, la fiesta del pueblo dejaría de ser uno de los principales acontecimientos de interacción entre hombres y mujeres que acuden con determinada finalidad.

La descripción de detalles es una de las mayores marcas distintivas en la narrativa de Rosario Castellanos. Por ejemplo, es posible dar cuenta cómo, a partir de una descripción abierta que comienza en el exterior, el narrador transporta la historia hasta la habitación de Emelina. Es como si se tratara de una cámara cinematográfica que inicia una toma en plano general (wide shot) de la fiesta en Comitán -los niños corren y las marimbas tocan sones tradicionales, las plazas están repletas y los cohetes iluminan el cielo- para después adentrarse en la intimidad de la recámara de Emelina (en narratología, esto se conoce como focalización externa). Al ocurrir esto, el narrador se coloca fuera del personaje y se ocupa de describir el espacio dado. En lugar de recurrir a la focalización interna, el narrador renuncia a dar una información completa del personaje, de sus pensamientos y emociones, y deja que ellos mismos se construyan a través de los diálogos, las acciones y la interacción con otros personajes y con el espacio. En esta focalización el narrador únicamente describe lo que ve y se muestra como un observador que no conoce más de lo que el espacio ficcional le brinda.

A esto se refiere Emmanuel Carballo (2003, p. 510) cuando aseguró que en Los convidados de agosto Rosario Castellanos deja a sus personajes actuar y pensar con mayor libertad, algo que no sucede en sus novelas, en las que la narración, a menudo no focalizada, se modula por la autonomía que el narrador omnisciente tiene para adentrarse en las conciencias de sus personajes, y no tiene reparos para profundizar en diversas situaciones que pueden o no ser determinantes en el conflicto. En la obra de Castellanos, el ejemplo más claro lo encontramos en Oficio de tinieblas, novela en la que el narrador dedica capítulos enteros a reconstruir el pasado de un par de personajes que hacia el final de la trama no cobran mayor relevancia.

Al tratarse de un cuento que no está dividido en pequeños capítulos -la historia fluye por su estructura narrativa, puesto que la autora no encontró necesario fragmentar en partes o capítulos- y que establece una dinámica espacial, la focalización logra un efecto de desplazamiento narrativo a través de los espacios. Por ejemplo, si se plantea una secuencia lineal sobre el desplazamiento en este cuento, se podrá ver que la narración inicia en el exterior (la calle), avanza hacia la recámara de Emelina, sigue al corredor y después se instala en el comedor para volver a la habitación (hasta ese momento concluye la interacción del personaje con el espacio privado). Posteriormente, la narración se ubica nuevamente en el exterior para llegar a la plaza de toros y terminar en el kiosco. ¿Cómo es que entonces se ubican estos desplazamientos? Aparentemente hay referencias claras como «la habitación aparecía transfigurada de Emelina» (p. 60), «Emelina salió al corredor» (p. 67), «Emelina se encerró con llave en su recámara» (p. 77), «Las amigas salieron a las calles sosteniéndose mutuamente…» (p. 82),

«Emelina y Concha fueron directamente a la taquilla de la plaza de toros» (p. 83) y «El hombre condujo entonces a Emelina al kiosko» (p. 88); pero la mención expresa de un sitio en particular no explica su función total en el interior de un texto. Esta función se construye en la medida que el personaje interactúa con el espacio y le otorga sentido.

De esta manera, el lector toma consciencia de que se halla en determinado sitio cuando el personaje lleva a cabo acciones que son propias de ese espacio. Podrías decirse entonces que existe un detonante de consciencia espacial que introduce a los lectores al lugar en donde se desarrolla la historia. Este detonante se puede ubicar en la relación entre el espacio y la acción.

Así, la costumbre se manifiesta en un sitio que le es propio y le otorga significado: en el espacio privado la recámara es, además de un dormitorio, el lugar idóneo para la ensoñación, los anhelos y la intimidad de Emelina; el comedor funciona no solo para consumir alimentos, sino también para los enjuiciamientos familiares y para que en él se hagan manifiestos los delirios de la madre y la amargura de Ester. El espacio público, aparte de ser el sitio en donde se realiza la fiesta y la celebración, es el lugar del escarnio público, los señalamientos y la vía en la que se propagan los rumores; la plaza de toros es el campo donde se toman ciertas libertades vinculadas al erotismo, mientras que el kiosco -que funciona como cantina- es exclusivo de los hombres. Ahí es donde la vida de Emelina, al transgredir el espacio configurado mediante una serie de costumbres, desemboca en fatalismo.

Las relaciones antes establecidas son fundamentales para la identidad de la provincia como espacio ficcional y participan como modelos extratextuales de un sistema descriptivo. Nuevamente, Pimentel (2010) explicó que en una narración puede haber uno o varios modelos que estructuran la descripción espacial; de este modo, se trata de modelos

[…] lingüísticos (composición semántica que resulta en un sistema potencial de contigüidades obligadas), lógico- lingüísticos (categorías espaciales que se resuelven en oposiciones binarias, tales como arriba/abajo, cerca/lejos, dentro/fuera, etc.), o modelos extratextuales, provenientes de otros discursos del saber oficial o popular, tales como el de los sentidos, taxonomías científicas o populares, modelos de organización urbana [] (p. 63).

Aunque Pimentel señaló que los dos primeros modelos son indispensables para cualquier narración, en este cuento Rosario Castellanos apenas recurre al modelo lógico-lingüístico y lleva la descripción hacia una serie de referencias y códigos culturales; la autora, antes de ubicar el sitio exacto de los elementos físicos de la ciudad -algo que no hace específicamente- o establecer categorías espaciales entre los objetos que habitan los lugares privados, plantea las funciones que estos sitios tienen dentro del espacio ficcional que constituyen. Esto le da un sentido de verosimilitud a la narración, «que contribuye a generar esa ilusión de perfecta adecuación entre el universo diegético y el mundo real» (p. 68).

La ilusión de realidad avanza en dos sentidos: uno es el que se establece como «real» al interior de la ficción, como los diálogos de los personajes que dan cuenta de sus personalidades y emociones; el otro se refiere a lo que el lector interpreta como «fiel a la realidad» a partir de su perspectiva y relación con otros discursos y con el mundo. Entonces, la identidad del espacio en este cuento se forma a partir de lo que resulta cercano para el lector, que en este caso no es la mención exacta de una geografía, sino la evocación de lo que culturalmente la conforma, de una serie de costumbres.

No hay que considerar los espacios ficcional y real como uno mismo. Aunque ambos están atravesados por las mismas referencias culturales, el primero es una resignificación de otros discursos como el lenguaje, la ideología y las relaciones sociales, los cuales se inscriben en los modelos lingüístico, lógico o extratextual: «es por ello que si una descripción se conforma según esos modelos producirá la ilusión de que el espacio construido ficcionalmente “embona” en el construido culturalmente en la realidad extratextual» (Pimentel, 2010, p. 65). Arbitrario sería asegurar que la ciudad de Comitán de «Los convidados de agosto» es la Comitán real, pero tampoco se puede negar o separar -y menos en el caso de una escritora como Rosario Castellanos- lo vivencial de lo creativo, pues esta imbricación es la que establece puentes de sentido y semejanza entre el interior y el exterior del texto. En Castellanos hay, pues, un evidente poder de observación que no es posible desligar de su obra.

En este cuento, la identidad y la construcción de la provincia como espacio ficcional se establecen a partir de dos factores: uno descriptivo, que funciona como un modelo semántico en el que todas aquellas partes o elementos que conforman el espacio son congruentes con él; y otro cultural, relacionado a la observación directa de un medio que, una vez asimilado, se transfigura a un lenguaje literario. Cuando ambos se enlazan, dan a la realidad extratextual un sentido estético y literario.

3. Erotismo y rumor

A cada gran espacio ficcional le corresponden dos espacios individuales, específicos: el público y el privado. Existen narraciones -principalmente cuentos o microrrelatos- en las que la acción se desarrolla únicamente en uno de los dos espacios5; en cambio, hay otros como en «Los convidados de agosto» cuya narración avanza a través de la dinámica entre ambos. Cada espacio posee una función cultural determinada. La provincia, como se ha visto, constituye un espacio general, el cual edifica su identidad a través de las costumbres y tradiciones que en ella se hacen manifiestas, pero ¿qué sucede entonces con estos espacios específicos y cuál es su función simbólica en la narración?

El espacio privado y el espacio público en «Los convidados de agosto» mantienen una fuerte conexión ideológica. El primero responde a todas aquellas demandas morales y sociales de comportamiento que el segundo exige, y es por ello que la personalidad se moldea de acuerdo con los requerimientos de la convivencia social. En él, prácticamente se ensayan las conductas y se asignan los lugares que cada uno de los actores ocupará en este gran espacio ficcional. Se parte, entonces, de la premisa de que los conceptos público y privado se constituyen como entidades simbólicas. Por un lado, lo público está relacionado con el poder, el prestigio y el reconocimiento; con la visibilidad, pero también con el oprobio, la evidencia y el rumor. Por otro lado, lo íntimo, lo oculto y la invisibilidad son características de lo privado. Celia Amorós (1994) se aproximó a estos conceptos desde su perspectiva histórica y declaró que lo privado y lo público no siempre han tenido las mismas connotaciones, pero por lo general han establecido jerarquías relacionadas con los espacios que se le dan al hombre y a la mujer:

Las actividades socialmente más valoradas, las que tienen un mayor prestigio, las realizan prácticamente en todas las sociedades conocidas los varones. Puede haber alguna rara excepción, pero son las actividades más valoradas las que configuran o constituyen el espacio de lo público: es el espacio más valorado por ser el del reconocimiento, de lo que se ve, de aquello que está expuesto a la mirada pública, por definición (p. 1).

Por ahora interesa analizar la categoría de espacio público y cómo funciona en este cuento. Aparentemente es claro definirla -y en realidad lo es-, pero cuando se aborda a partir de sus implicaciones sociales, políticas y culturales, exige una revisión a mayor profundidad. Patricia Ramírez Kuri (2015) señaló que la dimensión política y social del espacio se ha modificado a través del tiempo -como Amorós, su visión también es histórica- y que el espacio público, antes entendido como el sitio del bien común y del entretenimiento (en referencia al teatro),

«alude a la relación entre los públicos -la sociedad- y los personajes públicos de la política y de la cultura, y a los vínculos entre el ciudadano y la calle como espacio de encuentro» (p. 8).

En «Los convidados de agosto» el espacio público es, paradójicamente, el sitio de unos cuantos, de aquellos que lo legitiman en su dimensión simbólica e ideológica. Hay un espacio público y específico en este cuento al que sus personajes, hombres y mujeres, le confieren un sentido diferente: la plaza de toros.

3.1. La corrida de toros, una metáfora erótica

En la plaza de toros suceden dos rituales que en apariencia avanzan en direcciones distantes, pero cuando dialogan lo hacen con sentido erótico: lo que sucede en la arena y lo que ocurre en las gradas. La plaza es un lugar que permite a los asistentes tomarse ciertas libertades sexuales.

La fiesta de toros no ha sido un tema ajeno para la literatura. Aquellos escritores que la han llevado a las páginas de su obra coinciden en darle un sentido de esta naturaleza. Ernest Hemingway en The Sun Also Rises (1926), por ejemplo, ya identifica en el joven torero Pedro Romero esa atmósfera seductora que rodea al matador; George Bataille en Histoire de l’œil (1928) dedica un capítulo de la novela a la corrida de toros para establecer una relación del erotismo con la muerte -el erotismo como aprobación de la vida hasta la muerte, idea que más adelante, en 1957, desarrolla en L’Érotisme- y encuentra en los movimientos del animal una metáfora del coito. Michel Leiris, por otro lado, explica en su obra La edad del hombre (1939) que la fiesta (de toros) y el erotismo comparten una misma estética al ser un arte trágico bajo la forma del juego.

Si se hace una aproximación al análisis de la fiesta de toros en «Los convidados de agosto» desde su simbolismo erótico, es posible hallar cierta congruencia con las ideas de Leiris. En este ritual el matador, como cazador, pone medida a su valor cuando se encuentra frente al toro; lo mismo ocurre con las jóvenes casaderas que acuden al acto erótico: ellas permanecen ante la mirada y esperan ser vistas, elegidas, para así ser cazadas. Algunas corren con suerte y otras no. Se trata de un juego de contacto que sucede en la arena o «terreno de la verdad» -como lo llama Leiris (1996, p. 82)-, y que es una metáfora del ánimo sexual de los asistentes a la corrida, pues el matador se acerca constantemente al toro, lo burla y esquiva, apenas lo toca. Similar es lo que ocurre en las gradas, en donde la interacción entre hombres y mujeres tiene como características la provocación, la exaltación de la virginidad, la decencia y el dominio seductor.

El ritual de la corrida de toros es como un desahogo sexual, el coito. Hay un instinto de seducción latente, de tensión. Las mujeres solteras quieren ser vistas, desean ser partícipes del juego erótico que es una ceremonia para la cual se preparan todo un año; los hombres, por otro lado, expresan su deseo sexual con el cuerpo y la palabra obscena, porque para ellos no hay restricciones. Si el toro queda limitado ante la amenaza del estoque, las solteras quedan contenidas en una manifestación mínima de emoción, la cual disfraza un deseo erótico que se intuye con su sola presencia en el lugar. Entonces, el ritual es conducido al desahogo:

El derrumbe tuvo la lentitud de los sueños. Cada uno se asía a su vecino y las mujeres aprovechaban el pretexto para permitir efusiones que ya no eran de terror. Chillaban histéricamente y muchos hombres, que desde abajo atisbaban el revolear de las faldas, emitían exclamaciones obscenas, gritaban también, aplaudían, ahogando este ruido, el de la madera vencida (Castellanos, 1964, p. 80).

Ahora bien, si en este ritual el torero es el valiente o el artista, también representa el triunfo de la virilidad racional sexualizada ante el ímpetu salvaje de otro macho (el toro). Por otro lado, las mujeres como Emelina y Concha acuden con ilusión a la corrida, porque la plaza es el lugar donde confluyen todos sus anhelos.

Vaya desilusión la que Emelina se llevó en la fiesta del año anterior, en la que las estrellas de la faena no fueron hombres, sino mujeres toreras. Leiris (1996) explicó que «los llamados “trajes de luces” hacen el papel de trajes sacerdotales y transforman a sus protagonistas en una especie de clero» (p. 85); así, el torero (varón) no solo es un elemento sexualizado de este juego ritual, sino que también representa una figura religiosa. En este sentido, la presencia de las mujeres como toreras transgrede este espacio público en dos grados: por su condición biológica, perturban la investidura religiosa del torero y significan la emasculación del ritual erótico en este juego de contacto preponderantemente masculino.

La corrida de toros en «Los convidados de agosto» se realiza como una actividad pasional en la que la tensión y la calma, la aproximación y el distanciamiento, se presentan como sucesiones -ninguna sustituye a la otra, sino que interactúan-. La emoción con la que al final los espectadores derrumban las gradas funciona como una especie de distensión de la libido, como la culminación del ritual de la emoción sexual. A partir de tal evento pueden surgir algunos noviazgos que suelen terminar en boda.

3.2. Rumor: «La Estambul», «La Casquitos de venado» y otras vidas

El rumor es plural, puesto que está constituido por una polifonía de voces que apuntan hacia una sola dirección: la posibilidad de la verdad. Para que tenga lugar, deberá transitar por un espacio con características específicas, un terreno circular e idóneo para alimentarse y conservarse, porque el rumor se alimenta de voces y de diversas versiones sobre un suceso. El rumor también es ruido con intención, voces que se mueven de forma paralela a otras voces. La plaza de toros es un espacio idóneo para conjeturar acerca de la posible vida de dos mujeres: «La Casquitos de Venado» y «La Estambul». Emelina recuerda que un año atrás, en la fiesta de toros, sucedió algo insólito:

Recordaba, con una especie de resentimiento, la feria anterior. Es que no habían sido toreros sino toreras ¡Habráse [sic] visto! Los hombres estaban encantados, naturalmente, con el vuelo que se dieron. Pero ¿y las muchachas? Había sido una decepción, una burla […]. Muchachas de barrio, claro que no tenían mucha honra que perder y ningún apellido qué salvaguardar […]. Andaban a los cuatro vientos pregonando (con sus ademanes, con sus risas, con sus escotes) que se les quemaba la miel. Como la Estambul, por ejemplo, que se ganó el apodo a causa de sus enormes ojeras que ninguno admitía como artificiales. O como la Casquitos de Venado, que taconeaba por las calles solitarias, a deshoras de la noche (Castellanos, 1964, p. 62).

Al referirse a estas dos mujeres por sus sobrenombres, Emelina -como muchos otros habitantes de esta Comitán ficcional- objetiva mediante el lenguaje la vida de ambas mujeres con base en sus comportamientos. Ambos sobrenombres dan sentido respecto a quienes no se les conoce del todo pero que se «cree conocer», porque el lenguaje mismo establece las dinámicas de relación de la vida en sociedad en este espacio. Al ser nombradas por su apodo, un tipo de marca axiológica originada por un rumor sobre sus vidas y una característica, física en el primer caso -por las ojeras de «La Estambul» que recuerdan a las turcas-, y sonora en el segundo -por cómo suenan los zapatos de «La Casquitos de Venado» cuando camina por las calles en altas horas de la noche-, se percibe una intención punitiva de quienes asignan la marca.

Respecto a la recurrencia de los apodos, Bruno Cárdenas Maragaño (2015) señaló que estos son parte del proceso de socialización; de ahí que la forma de referirse respecto a estas mujeres sea de dominio y conocimiento público, pues ya no es necesario saber nada más sobre ellas de lo que la comunidad ha conjeturado ya. Por tal motivo:

En el caso de los apodos en el mundo delictual, su producción es generada a partir de un clima social que invita a escrutarlo desde sus ambientes no solo lingüísticos, sino también sociológicos y psicológicos, entre otros, en los que se construye y configura un modo de percibir al otro, a los demás y al mundo sin necesidad de demostrar su veracidad, en general desde una mirada descalificadora y ofensiva, de alto sentido funcional distintivo y apelativo (p. 169).

Como si la categoría despectiva para nombrarlas fuese un asunto menor, el rumor sobre la vida de estas mujeres se convierte en una realidad obligada con la que deben lidiar. «La Estambul» regentea un taller de costura y las mujeres de Comitán, entre ellas Emelina, reconocen su talento para hacer vestidos, pero considerar darle trabajo con encargos de blusas y otras prendas es una forma de «solapar sus sinvergüenzadas». En cuanto a «La Casquitos de Venado» -de quien nada se sabe después de su debut taurino-, es el rumor esparcido por los habitantes lo que explica su posible destino: «Después contaron que un finquero la hizo su querida y la mantenía en su rancho. Pero el rumor nunca pasó del rumor» (Castellanos, 1964, p. 64).

El rumor circula, se apropia de la verdad y la mentira sin ser una ni la otra; su naturaleza es anónima e inverificable, por eso no adquiere una voz particular. Conforme se propaga, se deforma. Eso lo diferencia del chisme. Si bien en la plaza de toros también se identifican algunos chismes, no todos se relacionan con el rumor, porque los chismes recuperan hechos estrictamente concretos y en muchos casos recurren a la verdad, mientras que el rumor utiliza lo que puede ser «verdad».

A partir de aquí se puede establecer la diferencia entre chisme y rumor: mientras el chisme es plática vacía y puede o no tener relevancia en el contexto en que se manifiesta, el rumor es la aproximación deformada a un hecho que pretende configurar una «verdad» a partir de varias versiones que se integran en una sola. En el chisme, las voces son individuales y viajan en dirección bilateral de emisor a receptor, uno a otro, y pueden ser comentarios exagerados respecto a una verdad o una mentira; en el rumor, la voz es colectiva y tiene una dirección dispersa, no hay un único emisor y receptor, el canal tiene un flujo multidireccional que apunta hacia todos sentidos:

La diferencia entre el chisme y el rumor es básicamente que el rumor está menos individualizado que el chisme. El rumor es general, algo que escuchamos en varios lugares, sin fuentes identificables, mientras que el chisme implica una confrontación más directa entre el individuo que habla y el individuo que escucha. El rumor parece ser una creación colectiva, mientras que el chisme siempre es transmitido de un individuo a otro […]. El chisme no es intencionalmente falso, pero ya que es una manera informal de hablar, se presta a exageraciones y caracterizaciones erróneas. En cuanto a los rumores, estos transmiten información que por definición es parcial o totalmente imprecisa (Carrión, 2014, pp. 40-41).

La siguiente cita evidencia que en la plaza de toros suceden algunos eventos relacionados a los conceptos anteriormente diferenciados, que vale la pena conocer y analizar:

Las amigas [Emelina y Concha] se sentaron y, a su vez, rieron cuando entró un flemático cornudo, renuente de admitir su condición ni con la evidencia de los anónimos más precisos. Daba el brazo, con deferencia excesiva, a una esposa insolentemente joven, guapa y satisfecha. El que no se atrevía a comparecer ante el tribunal popular era el amante, temeroso de que cualquier escándalo desbaratase la boda de conveniencia que urdía.

Entró la muchacha pobre pastoreando a una idiota rica, cuyos padres pagaban con esplendidez los cuidados y la compañía de los que ellos quedaban eximidos. Entró, cohibida, una pareja en plena luna de miel. Sus esfuerzos por aparentar su inocencia y distancia (no se atrevían, siquiera, a tomarse de la mano) aumentaba a los ojos ajenos el aura de erotismo que los nimbaba. Entró el viejo ávaro, cuya familia aguardaba afuera la narración del espectáculo que iban a presenciar. Entró la Reina de la Feria, adoptando actitudes de postal por medio de las cuales trataba de hacer patentes sus méritos y su modestia. La acompañaba una corte de princesas y chambelanes; ellas procurando que no se trasluciese su despecho de no haber resultado triunfadoras y con una ansia de que el público descubriera los defectos de la elegida para convenir que el fallo había sido injusto (Castellanos, 1964, pp. 84-85).

Como se mencionó antes, cuando el narrador describe, lo hace en su papel de observador externo sobre lo que ve y no conoce más de lo que el espacio ficcional le muestra. Conviene aclarar, entonces, que la información adicional la da a partir de la contemplación de los asistentes a la corrida, de los chismes y rumores que andan por el sitio. La descripción inicial explicita escarnio público, específicamente de Emelina y Concha, respecto a una posible infidelidad. La parsimonia del marido, la alegría de la esposa y la ausencia del supuesto amante son, juntas, una casualidad que se funde en voz colectiva, en rumor. Si el rumor ya ha configurado una «verdad», como en este caso, que no es más que una infidelidad «confirmada» por suposiciones, los comentarios suscitados en los asistentes son únicamente reafirmaciones de lo que el rumor ya consolidó como «real».

Por otra parte, en el segundo caso, la compañía de una joven pobre a otra rica no tiene más explicación que la que el pueblo ya ha conferido: la conveniencia de la cuidadora y la desatención paternal. Esta versión -como ocurre con el caso anterior- es una aproximación a lo que quizá justifica la relación entre dos mujeres de distinta clase social.

En estos dos primeros ejemplos es posible establecer la relación entre chisme y rumor. Los chismes actúan en «verdades» que los rumores ya han configurado. Ahora los siguientes tres casos -el de los recién casados, el ávaro y la Reina de la Feria- son menos complejos porque se limitan a hechos concretos; son descritos tal como suceden frente a la mirada de quienes los atestiguan, son verdades llevadas al lenguaje de forma malintencionada y para el escarnio; chismes en apariencia irrelevantes que descubren la imposibilidad de una vida «absolutamente» personal.

La vida personal es una experiencia en apariencia exclusiva del espacio privado, el cual -como el público- contiene tanto características específicas como personajes que le dan sentido. La solterona es un personaje que se mueve dentro de las dimensiones íntima y familiar en esta narración. A continuación, se analizará su figura.

4. Intimidad. La solterona y el espacio

Antes de iniciar el análisis de la solterona, conviene mencionar que su recurrencia en la narrativa de Rosario Castellanos deja entrever el juicio crítico de la autora frente a una sociedad de doble moral. La figura de la solterona funciona como un elemento discursivo y da motivo a la autora para hacer críticas un tanto mordaces a la sociedad comiteca, que descalifica a toda mujer que no tiene a su lado un hombre como marido y al mismo personaje femenino que ha contribuido a la conformación arquetípica de su imagen.

Como personaje, la solterona se identifica a modo de constructo social generalmente vinculado con aspectos negativos dentro de una historia, y sus características, muy distintivas, establecen la forma en cómo se va a relacionar con los otros elementos de la narración: el espacio, el tiempo u otros personajes. Por otro lado, en la literatura occidental también se ha descubierto algunos procesos ideológicos que se han producido en el tiempo en que se publicaron las obras que abordan esta temática; novelas o cuentos en los que este tipo de mujeres parecen poseer una naturaleza enigmática y contradictoria. Desexualizada, rara, fea, burlada, ridícula o transgresora, la solterona será con regularidad una figura destinada, más que a la tristeza o la soledad, a la insatisfacción. La soltería es vista por las mujeres como una especie de maleficio, un luto perpetuo que sobrellevan hasta el final de sus vidas. Por ley moral, se ven obligadas a resguardarse para lidiar con la vergüenza de no haber sido dignas de un hombre que las desposara.

La solterona ha sido también explorada, en menor o igual medida -con sus respectivos matices e inquietudes literarias-, por otros escritores contemporáneos de la escritora chiapaneca. Camerina Rabasa, protagonista de la novela Polvos de arroz (Sergio Galindo, 1958), tiene mucho en común con Emelina; más allá de la clase social y el contexto, la mayor similitud entre ambas es que viven en los recuerdos de una juventud que no sucedió más allá de lo familiar6. Camerina es una mujer de 70 años; Emelina es joven, pero sus 35 años la dejan fuera de terreno frente a las adolescentes. La mancha de estas mujeres es, pues, que los años (sus años) han pasado inadvertidos para los demás. En ellas se condensa un erotismo que, cuando apenas se hace manifiesto, se reprime, se sufre. Su soltería las hace blanco del escarnio familiar que, con frases y burlas dolientes, descubre una terrible soledad y una insipiente intimidad.

La intimidad en «Los convidados de agosto» es el sitio de las ensoñaciones y el placer ilusorio. Si bien existen espacios específicos destinados a esta -por ejemplo, la recámara de Emelina, la intimidad de la protagonista no se configura a partir de ellos, se constituye como una experiencia psíquica que sucede alterna a la «realidad» y se ubica más allá de los sitios físicos: la intimidad es entonces una condición mental, sobre todo personal, que coexiste con determinados espacios.

Con recurrencia, la vida privada suele ser considerada como sinónimo de intimidad. Esta confusión no es arbitraria si se tiene en cuenta que la intimidad se descubre con mayor frecuencia en el espacio privado, pero eso no le otorga exclusividad. La vida privada es propensa a intromisiones externas, juicios respecto a ella y cuestionamientos; la intimidad, por su parte, está lejana de cualquier intromisión porque queda fuera de la experiencia colectiva, comienza y termina en la introspección, en la conciencia. Al respecto, Georges Duby (1987) explicó que mientras lo privado

es donde uno puede abandonar las armas y las defensas de las que conviene hallarse provisto cuando se aventura al espacio público, lo íntimo es lo que poseemos como más precioso, lo que sólo pertenece a uno mismo, lo que no concierne a los demás (p. 10).

Lo que detona el relato en este cuento es un momento íntimo. La proyección de una vida que se vuelve inalcanzable para la protagonista en un contexto de fiesta revela las dimensiones de espacio interior en que sucede la historia: lo «real-afuera» (la fiesta, el ruido de los cohetes), lo «real-adentro» (la casa) y lo íntimo (las ensoñaciones). La intimidad de Emelina es, pues, paradójica porque se contrapone a lo familiar y social, permitiéndole materializar figuras eróticas y sexuales y al mismo tiempo, por su fugacidad, es un golpe estrepitoso a una verdad irrenunciable:

Sin embargo, la habitación aparecía transfigurada en el sueño de Emelina. Por lo pronto -¡qué alivio!- estaba sola. No, sola precisamente no. Faltaba Ester pero sentía la respiración de alguien allí. Alguien cuyo rostro no al- canzaba a distinguir y cuyo cuerpo no cuajaba en una forma definida. Era más bien una especie de exaltación, de plenitud, de sangre caliente y rápida cantando en las venas. Era un hombre. Al despertar Emelina arrojó lejos de sí, colérica, la almohada que había estado estrechando (Castellanos, 1964, p. 60).

La narración enseguida establece la convivencia de varios escenarios. Primero, se ubica en un nivel realista y después se convierte en un tipo de ilusión. Entonces, la habitación desaparece como sitio concreto y se transforma en sensación. La intimidad expone un deseo sexual cautivo, encerrado. Así, de la misma manera en que la almohada toma una forma masculina, el dormitorio se transfigura a consecuencia de un sueño aparente -porque Emelina no está del todo dormida- que da origen a otro territorio: uno en el que solo basta la insinuación de un cuerpo sin sustancia y una respiración ajena para abandonar lo «real-afuera» y lo «real-adentro». La intimidad, como momento, modifica el espacio físico al proyectar en él una serie de imágenes erotizantes que se esfuman cuando esta «realidad» anula lo onírico, lo que no pertenece a ella. Estos despertares abruptos reiteran la soledad y tristeza de Emelina, quien se ve ajena a su cuerpo y en ocasiones ni siquiera se siente una mujer. Esto ocurre porque la soltería le niega la experiencia del mundo, de la vida, y por el contrario la conduce a un confinamiento del que solo puede liberarse aparentemente cada año en la fiesta de Comitán. Digo «en apariencia» porque la oportunidad de conseguir marido durante la celebración es una suerte, un juego de azar.

Más adelante, y pese a todo el deseo sexual reprimido que es perceptible en este personaje, ocurre algo que podría revelar el verdadero deseo de Emelina, más fuerte todavía que el matrimonio o el sexual: la libertad. Es interesante la metáfora que Rosario Castellanos utiliza para mostrar esta búsqueda, la de muchas mujeres que, como aves en cautiverio, nacen en una jaula:

Hablaba con el pájaro para despertarlo. Este se desperezaba con parsimonia. Era viudo porque a su pareja se lo llevó la peste. Viudo… ¿qué prisa iba a tener de comenzar un día igual a los otros? Emelina se compadeció.

-¿Y si yo le abriera la puerta?

Antes de terminar la pregunta ya había consumado el acto. Y con gestos y palabras cariñosas invitaba al canario aabandonar su prisión.

El canario dio unos pasos vacilantes hacia la salida y se detuvo frente allí, paralizado por el abismo que lo rodeaba.

¡Volar! Batir de nuevo unas alas mutiladas mil veces, inútiles tantos años. Avizorar desde lejos el alimento, disputárselo a otros más fuertes, más avezados que él (Castellanos, 1964, pp. 68-69).

La despersonalización de Emelina ocurre como un síntoma de la melancolía. A ella, como al ave, le aterra la libertad con la misma intensidad que la anhela. Emelina se animaliza en un momento de intimidad, pero se niega a hablarse a sí misma, por eso suplanta su personalidad con la del pájaro que ha quedado viudo y se ha negado a dejar la comodidad asfixiante de la jaula7.

La libertad es un desafío latente para Emelina, y en una sociedad como la suya únicamente hay dos formas de obtenerla: casándose o yéndose del pueblo. Para la primera, Emelina comienza a exceder ya la edad; para la otra, le falta valor. Ambas posibilidades, de lograrse, jamás serán plenas pues están condicionadas por las prácticas sociales y religiosas. Desde este conservadurismo social que se mantiene en la interacción de los habitantes, el más mínimo acto de comunicación con un hombre es fuertemente señalado. Una sonrisa, una palabra o un saludo (verbal o gestual) se interpreta como insinuación sexual. Las mujeres están destinadas a preservar su personalidad y sus más fuertes deseos en la esfera de lo íntimo.

El personaje secundario de Ester (hermana de Emelina) representa la manera en que la vida se convierte en prisión. Su soltería, aunada al hecho de ser la mayor, la ha convertido en la responsable del cuidado de su madre, una mujer de edad avanzada afectada por las enfermedades. Para Emelina, Ester representa una advertencia, pues de no encontrar marido podría estar destinada a encargarse de los cuidados de su hermana mayor cuando sea una anciana. Para Mateo, el hombre de la casa, la tarea está negada. ¿Por qué ocurre esto? Porque es una regla basada en las costumbres. De alguna forma, la vocación de Ester es retribuida con el papel de la guardiana de la casa, pero su dominio es únicamente sobre los menesteres de la vida doméstica y religiosa. Los asuntos relacionados con el dinero y la administración conciernen solo al varón de la familia.

La demencia, por otro lado, añade otro matiz a la intimidad. Suspendida entre el pasado y el presente, la madre de Emelina no deja de evocar durante el almuerzo la memoria de Lisandro, su amor de juventud. La emoción con la que la anciana se refiere a los años en que Lisandro la cortejaba punza en las hijas -sobre todo en Emelina, quien siente angustia de llegar a la vejez «sin haber estrechado entre sus brazos más que fantasmas, sin haber llevado en sus entrañas más que deseos y sobre su pecho la pesadumbre, no de un cuerpo amado, sino de un ansia insatisfecha» (Castellanos, 1964, p. 65)-. En la demencia, los recuerdos de la anciana son llevados hacia un sitio reservado e impenetrable; además, estos no transgreden el ritual de la comida porque están disfrazados de una locura íntima; son pronunciados desde afuera de la «realidad», desde la invisibilidad que la demencia le ha dado a su vida.

Finalmente, la intrusión de Emelina en el kiosco, que funciona como una cantina -sitio exclusivamente masculino-, es lo que anuncia el desmoronamiento moral. Antes, los anhelos de Emelina llegaban cuando se encontraba en estado de somnolencia o sopor, pero ahora acuden llamados por una desinhibición ocasionada por el vino; se atreve a hablar sobre lo que le parece ridículo de su amiga Concha, sobre lo insufrible de Ester y, más atrevido aún, sobre su propia soledad. Esto último cobra interés porque no es frecuente que, en estos contextos conservadores, las mujeres se atrevan a exteriorizar lo que piensan de sí mismas y de sus allegados. Su desgracia ocurre finalmente cuando Mateo y Enrique Alfaro, amigo del hermano, la sorprenden al salir de la cantina junto a un hombre. El espectáculo al que acuden los curiosos no es la pelea entre Mateo y el sujeto que la acompaña, sino el ridículo al que queda expuesta Emelina, pues además de haber dado bastante de qué hablar al emborracharse con un desconocido, se convierte en motivo de un entretenimiento condenatorio, una fiesta que convoca a los prejuicios y origina los rumores. La pelea terminará, los hombres se irán y seguirán sus vidas sin incidentes; en cambio ella será señalada y marginada, su presencia dará motivo a murmullos, risas y lástima. Emelina llevará, pues, la soledad como estigma de su atrevimiento.

5. Conclusiones

Como se expuso anteriormente, el cuento de Castellanos conforma el espacio a través de determinadas características relacionadas con las prácticas cotidianas de una sociedad resignificada a través del lenguaje literario. La descripción está nutrida por la observación inmediata de las costumbres; es como si se tratase de una reescritura de la experiencia. El erotismo, por su parte, se manifiesta en distintos niveles: cuando aparece en lo público toma la forma del juego, de la seducción y la dominación; mientras que en lo privado transfigura la intimidad en una experiencia callada y dolorosa para Emelina. El rumor, finalmente, circula conformando vidas y destinos; en «Los convidados de agosto» es una manera de dar voz a quienes no la tienen. Como individuos cuya palabra carece de fuerza por su marginación, las mujeres son quienes los esparcen, pues nunca tienen certeza de la verdad al haberles sido negada; son presas de una ignorancia que se les ha sido impuesta y no les permite más que conjeturar respecto a la vida familiar y sobre su reducido núcleo social -integrado por otras mujeres de iguales características-; para ellas los temas del trabajo, el dinero y la tierra son prohibidos. El rumor funciona, en este sentido, como una navaja social para desarticular el honor y la vida de otras mujeres.

Con un lenguaje sencillo y una prosa menos preocupada por la forma, «Los convidados de agosto» es uno de los cuentos mejor logrados por Rosario Castellanos: su brevedad no le resta intensidad. No obstante, en el cuento mexicano, el nombre de la autora se inscribe apenas con una modestia que permite entrever que, más que con el fin de explorarla y descubrirla, se le incorpora a la tradición por no dejarla fuera.

Referencias bibliográficas

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1Luz Aurora Pimentel (2010, p. 50) explicó que la ilusión de realidad creada por un relato es un fenómeno intertextual, pues entran en juego tanto la relación entre semióticas construidas como la relación de estas con la semiótica del mundo natural.

2En Chiapas, estas mujeres —y también hombres— bajan de las zonas más altas del estado, como San Juan Chamula y San Cristóbal de las Casas, para vender sus productos en ciudades como Tuxtla Gutiérrez y Comitán.

3Entiéndase como clase media comiteca aquellas familias que a principios del siglo xx ostentaban grandes riquezas como bienes inmuebles, tierras y ganado. Posteriormente, cuando entró en acción la reforma agraria de Lázaro Cárdenas, vieron desvanecerse gran parte de su supremacía social y monetaria. Los hijos e hijas de esos terratenientes con alto poder económico conformaron, años después, la clase media chiapaneca quienes, a pesar de haber tenido que abandonar sus costosos estilos de vida, no renunciaron a la ideología machista y racista con la que fueron educados.

4Eric Hobsbawm y Terence Ranger (1983) distinguieron entre tradición y costumbre, destacando que la última es la que prevalecen en las sociedades periféricas, en las cuales aún se entablan relaciones «cara a cara». Mientras que las tradiciones se caracterizan por su permanencia o invariabilidad, la costumbre o ley común (como los autores la denominaron) muestra cierta flexibilidad en cuanto adherencia con el pasado y, por lo tanto, variabilidad y adaptabilidad; pero también afirmaron que la desaparición de la costumbre necesariamente cambia la tradición.

5«La araña», de Guadalupe Dueñas; «Lección de cocina», de Rosario Castellanos, y «El huésped», de Amparo Dávila, ocurren en el espacio privado: la recamara, la cocina y los demás sitios de una casa. «La señal», de Inés Arredondo; «De noche vienes», de Elena Poniatowska, y «El guardagujas», de Juan José Arreola, ocurren en el espacio público: una iglesia, un juzgado penal y una estación de trenes, respectivamente.

6Guadalupe Dueñas en «La tía Carlota» (Tiene la noche un árbol, Fondo de Cultura Económica, 1958); Jaime Sabines en el poema «La tía Chofi» (La señal, Joaquín Mortiz, 1950); Elena Garro en Los recuerdos del porvenir (Joaquín Mortiz, 1963); José Emilio Pacheco en «La zarpa» (El principio del placer, Joaquín Mortiz, 1972); Amparo Dávila en «El pabellón del descanso» (Árboles petrificados, Joaquín Mortiz, 1977); Adela Fernández en «La jaula de la tía Enedina» (Duermevelas, Katún, 1986), Carlos Fuentes en «Una prima sin gracia» (Todas las familias felices, Alfaguara, 2006), y Luisa Josefina Hernández en Los grandes muertos (Fondo de Cultura Económica, 2007).

7La animalización es una figura retórica muy aprovechada por el naturalismo y suele tener dos funciones: la dignificación o degradación de un personaje. Cabe recordar que el naturalismo está vinculado al realismo y una de sus pretensiones es renunciar a la idealización o romantización de la realidad representada en las obras artísticas y literarias. Rosario Castellanos la utiliza en el cuento para recrudecer la condición del Emelina. Esta animalización sucede nuevamente cuando Emelina «aúlla como animal» al volverse blanco del escándalo.

*Cómo citar: Paredes Crespo, O. A. (2021). Costumbre, erotismo y rumor: el espacio narrativo en Los convidados de agosto, de Rosario Castellanos. Lingüística Y Literatura, 42(79), 336-352. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a18

Recibido: 30 de Julio de 2020; Aprobado: 19 de Septiembre de 2020

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