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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587versión On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.79 Medellìn jene./un. 2021  Epub 22-Nov-2022

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a21 

Estudios literarios

LOS OFICIOS DE LA CARNE (HUMANA): ANTROPOFAGIA, ABYECCIÓN Y PERVERSIÓN EN «EL ANTROPÓFAGO», DE PABLO PALACIO*

THE TRADES OF (HUMAN) FLESH: ANTHROPOPHAGY, ABJECTION, AND PERVERSION IN «EL ANTROPÓFAGO», BY PABLO PALACIO

Richard Angelo Leonardo-Loayza1 

1Universidad Nacional Mayor de San Marcos / Universidad Nacional Federico Villarreal (Perú) rleonardol@unmsm.edu.pe


Resumen:

Este artículo estudia uno de los cuentos más importantes de Pablo Palacio, «El antropófago». Según la hipótesis de investigación, en este relato se muestra cómo los seres humanos están sujetos a determinados deseos inconscientes que socialmente no son aceptados. Dichos deseos se reprimen durante un tiempo, pero pueden retornar de una manera inesperada y violenta. Por lo tanto, se analizará este relato empleando categorías como la antropofagia, la abyección y la perversión.

Palabras clave: Pablo Palacio; literatura latinoamericana; antropofagia; abyección; perversión

Abstract:

This article studies one of the most important short stories of Pablo Palacio: «El antropófago». According to the research hypothesis, Palacio’s short story shows how human beings are subject to certain unconscious desires that are not socially accepted. These desires are suppressed for some time, but can return in an unexpected and violent way. Therefore, the aim is to analyze «El antropófago», by using categories such as anthropophagy, abjection, and perversion.

Key words: Pablo Palacio; Latin American literature; anthropophagy; abjection; perversion

1. Introducción

Pablo Palacio (Loja, 1906 - Guayaquil, 1947) se consolidó como uno de los escritores más importantes de la literatura latinoamericana del siglo xx. Si bien no gozó de este estatus desde siempre, a finales del siglo anterior la crítica especializada empezó a ocuparse más rigurosamente de su obra. Una prueba de lo dicho es que en 2000 se publicó la primera edición crítica de sus obras completas a cargo de Wilfrido Corral1. Es así como las tesis universitarias, los artículos académicos y los libros dedicados a su labor escritural se han multiplicado en estas últimas dos décadas.

Una de las razones que explican esta apatía crítica inicial (por llamarla de algún modo) es que Pablo Palacio fue considerado un escritor «raro» (Mauro, 1997, p. 382), porque su poética distaba mucho de lo que producían sus contemporáneos regionalistas como Jorge Icaza o Demetrio Aguilera Malta, afincados en una narrativa que hablara sobre la tierra y los padecimientos de los campesinos. Pablo Palacio, en cambio, se preocupó por abordar el tema de la ciudad y sus habitantes, pero no desde una óptica realista, sino que exploró el lado oculto, secreto y salvaje de las personas de la urbe2. Con justa razón, Antonio Cornejo Polar (2003) dijo acerca de este escritor:

«La rebelión de Palacio es explícita y violenta, casi insoportable para sus contemporáneos, porque se basa en una obsesiva y englobadora condena de la realidad injuriosa, detestable, degradada y degradante que lo rodea» (p. 152). De esta manera, sus temas versaban sobre asuntos que usualmente eran considerados inmorales o reñidos contra las buenas costumbres, como la homosexualidad, la locura, el incesto, la pederastia, por citar solo algunos de ellos3. Como acotó bien Iñigo Salvador (2013): «temas que ningún escritor [de su época] se atrevería a tratar, por difíciles, sensibles, inapropiados» (p. 15).

Precisamente uno de estos cuentos es «El antropófago» (1927)4. En él, se narra la historia de Nico Tiberio, un carnicero común y corriente que una noche, luego de beber mucho junto a unos amigos, es asaltado por una ansiedad desconocida. Al regresar a su casa, discute con su mujer y la agrede mordiéndole un seno. Entonces, Nico Tiberio descubre un sabor exquisito que jamás había probado: la carne humana. Cuando va a atacar nuevamente a su esposa, escucha el llanto de su hijo y va detrás de él, cercenándole diferentes partes del rostro. Antes de que termine por devorar al niño, los vecinos entran a la casa y le propinan una paliza. El antropófago es, finalmente, entregado a la policía, que lo encierra en una jaula para animales y lo exhibe ante el público.

En este artículo se sostiene que en «El antropófago» de Pablo Palacio se muestra cómo los seres humanos están sujetos a determinados deseos inconscientes que socialmente no son aceptados. Dichos deseos se reprimen durante un tiempo, pero retornan de una manera inesperada y violenta. Uno de estos deseos es la antropofagia, la cual, como forma de lo abyecto, perturba el orden, el sistema y el sentido. El narrador del cuento es un ser perverso porque, mientras narra su historia, le desliza al lector la posibilidad de formar parte del goce de comer carne humana, no solo en calidad de testigo, sino de victimario.

La literatura es el espacio simbólico en el que se manifiesta el inconsciente colectivo. Como en los sueños, aquí se presenta lo latente, lo oscuro, aquello que subyace en el interior de los seres humanos y que muchas veces no se atreven a aceptar. En este sentido, el psicoanálisis se muestra como una herramienta teórica eficaz para analizar un texto literario. Para este estudio se apelará principalmente al psicoanálisis freudiano y lacaniano, aprovechando los aportes teóricos de Julia Kristeva, Juan David Nasio, Slavoj Žižek, Serge André, Joël Dor, Roland Chemama, Néstor Braustein, entre otros.

2. Antropofagia, abyección y perversión

Como explicó Francisco Franco (2010): «La antropofagia, el comer carne o ingerir algún tipo de sustancia humana, siempre ha suscitado fascinación y repugnancia en los seres humanos» (p. 177). En efecto, en esta actividad se puede reconocer la presencia de lo abyecto que, tal como lo percibió Julia Kristeva (2006), es «un polo de atracción y repulsión» (p. 7). Aquel que practica la antropofagia encarna lo abyecto, «atrae hacia allí donde el sentido se desploma» (p. 8). ¿Cómo aceptar que un ser humano pueda alimentarse de un semejante, comer carne que es como su carne? El antropófago, como forma de lo abyecto, «Está afuera, fuera del conjunto cuyas reglas del juego parece no reconocer» (p. 8), perturba el orden, el sistema, la razón.

En el cuento de Pablo Palacio, desde el inicio se muestra que Nico Tiberio, el antropófago, encarna lo abyecto, es una forma de lo monstruoso5. Pese al miedo que le provoca a la gente, esta concurre masivamente al lugar en el que lo exhiben:

Las gentes caen allí como llovidas por ver al antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina. Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas que dan picotazos (Palacio, 2006, p. 19).

El antropófago fascina y atrae, pero a la vez produce temor y recelo. Debe prestarse atención a la reacción de la gente al contemplar a Nico Tiberio. El narrador indica que estas personas se quedan temblando, «estremeciéndose al sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina» (p. xx); la gente que lo observa está viviendo una fantasía. Sobre aspectos como este, Sigmund Freud (1992a) explicó que la fantasía es una escena que se presenta a la imaginación y que dramatiza un deseo inconsciente. Según Juan David Nasio (2013), «tiene la función de sustituir una satisfacción real imposible por una satisfacción fantaseada posible» (p. 12). En la escena fantasmática aludida, el público se posiciona en el rol de la víctima (la fantasía puede ser consciente o inconsciente), y manifiesta el deseo de ser devorado por el otro, de ser asimilado por lo abyecto. Por eso, juegan con él, provocándole, introduciendo sus dedos entre los barrotes y gozando6 con la posibilidad de ser mutilados. Sin embargo, el antropófago no les hace caso. Simplemente se mantiene absorto,

[…] quieto, mirando con sus ojos vacíos. Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura. Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y arrebatarle la nariz de una sola dentellada. Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz. ¡Ya lo veo con su aspecto de calavera! ¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo! (Palacio, 2006, p. 19).

La gente no sabe si se trata de un desalmado, un idiota o un loco. No están seguros si lo que ocurrió volverá a ocurrir. Como dijo bien Kristeva (2006), la abyección también es frontera, «ambigüedad, porque aun cuando se aleja, separa al sujeto de aquello que lo amenaza -al contrario, lo denuncia en continuo peligro-» (p. 18). Lo abyecto representa lo indeciso, lo incierto.

El único que pareciera poseer cierta certeza sobre este personaje es el narrador, quien asume que el antropófago se encuentra en un estado latente, que está esperando el menor descuido de sus víctimas para saltar sobre ellas y devorarlas. Es significativa la manera como este narrador hace referencia a la posible escena del ataque del antropófago sobre algún curioso7. El narrador está elaborando una escena fantasmática en la que su interlocutor es la víctima. Para presentar dicha escena emplea detalles, expresiones jubilosas. No se percibe ningún sentimiento de compasión por la potencial víctima, sino que se describe en forma sádica el aspecto en el que quedará luego del ataque del antropófago. Se produce una especie de goce por parte del narrador al relatar esta situación. Es un goce escópico porque ante lo que narra se provoca un cambio en la mirada de su lector, en la que aparece el miedo, el asco o el deseo. Este narrador es como un exhibicionista que no usa su propio cuerpo para generar su goce, sino el cuerpo del otro, el de su interlocutor.

Debe resaltarse que este narrador es perverso en el sentido lacaniano de la palabra8. Desde esta perspectiva teórica, para que se desarrolle la estructura de la perversión se necesitan tres elementos: el victimario, la víctima y el testigo. Como es evidente, el antropófago es el victimario, la persona atacada por él es la víctima y el narrador coloca a sus interlocutores -sus potenciales lectores- en la condición de testigos al hacerlos partícipes de este goce.

Al respecto, Roland Chemama (2008) señaló que el perverso se encarga de imponer el goce incluso a aquel que no lo quiere (p. 278). Este revela su fantasma obsceno para demostrar «cómo nosotros, quienes los escuchamos [o leemos], estamos sujetos a dicho fantasma, lo queramos o no -incluso preferible contra nuestra voluntad-» (André, 1995, p. 47). El goce perverso procede con una estrategia de conciliación imposible cuyo interés primordial es despertar la convicción en un tercero (el cómplice) de que quizá no lo es y, al mismo tiempo, de capturarlo en ella (Dor, 2009, p. 128). Para lograr su goce, el perverso necesita de este «tercero cómplice» y de su presencia y mirada, ya sean imaginarias o reales. Por eso, como Néstor Braunstein (2006) afirmó: «Lo suyo no es autoerotismo sino la demanda de participación -partición de otro, de su víctima o de su público- del analista si se da el caso» (p. 246).

El narrador obliga a sus interlocutores a participar en este acto como testigos y les ofrece la probable escena del ataque no solo para que se diviertan, sino para que puedan imaginarse como sujetos de esta escena, con la intención de que descubran que dicha acción también les puede procurar un tipo de goce que no conocían. Este narrador no solo coloca a su interlocutor en la posición del testigo, sino también en el de la víctima. El narrador dice: «Ud. va a dar un magnifico espectáculo» (p. 19). De esta forma, ofrece a su interlocutor el acto de su propia devoración, la fantasía de ser engullido por este otro y formar parte de lo abyecto.

De otro lado, a lo largo del recorrido narrativo el narrador demuestra empatía hacia el antropófago y por momentos pareciera compartir su predilección por comer carne humana. Cuando menciona cómo alimentan a Nico Tiberio, el narrador dice:

La comida se la arrojan desde lejos. El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne -que se la dan cruda-, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza le chorrea por los labios (Palacio, 2006, p. 20).

Lo anterior no solo es una descripción de la manera en la que se alimenta el antropófago (como un animal o un ser salvaje), sino que hay cierto regodeo, un gusto por dar cuenta de esta acción. Se produce un intento por trasmitir el deleite que experimenta Nico Tiberio cuando consume carne. La intención del narrador pareciera orientarse al hecho de promover la antropofagia como una actividad placentera, plena y gozosa. De este modo, estimula la curiosidad del lector, lo incita para que sea partícipe del goce asocial, proscrito y prohibido de comer carne humana. Esta presunción se corrobora en el siguiente párrafo del texto, cuando el narrador relata:

Al principio le prescribieron dieta: legumbres y nada más que legumbres; pero había sido de ver la gresca armada. Los vigilantes creyeron que iba a romper los hierros y comérselos a toditos. ¡Y se lo merecían los muy crueles!

¡Ponérseles en la cabeza el martirizar de tal manera a un hombre habituado a servirse de viandas sabrosas! No, esto no le cabe a nadie. Carne habían de darle, sin remedio, y cruda.

¿No ha comido usted alguna vez carne cruda? ¿Por qué no ensaya?

Pero no, que pudiera habituarse, y esto no estaría bien. No estaría bien porque los periódicos, cuando usted menos lo piense, le van a llamar fiera, y no teniendo nada de fiera, molesta. No comprenderían los pobres que el suyo sería un placer como cualquier otro; como comer la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba (p. 20).

De nuevo, el narrador no solo describe los hechos, sino que los juzga. Al referirse a los guardias que le impedían comer carne a Nico Tiberio los llama «crueles». El narrador no está considerando negativamente al antropófago por su insólita costumbre de alimentarse con la carne de sus semejantes, sino que incluso considera esta práctica como positiva y agradable, ya que denomina «viandas sabrosas» a la carne humana. Asimismo, piensa que negarle este tipo de comida a alguien es irracional («esto no le cabe a nadie»), como si el acto de alimentarse con ese tipo de comida fuera algo normal entre los seres humanos. Una segunda cuestión que se puede inferir del fragmento citado es que Nico Tiberio ha desarrollado una relación pasional con la actividad de comer carne. Piera Aulagnier definió este tipo de vínculo como una relación en la cual un objeto se ha convertido para el yo de otro en la fuente exclusiva de todo placer; un placer que se ha tornado una necesidad (como se citó en Wechsler, 2001, p. 60). Comer carne no es solamente una opción para este individuo, sino un imperativo impuesto por lo más profundo de su ser. Las autoridades quieren someterlo a un régimen alimenticio de verduras, pero el antropófago se resiste y lucha. Su descomunal rechazo hacia las legumbres se explica porque es presa del instinto.

En el mismo fragmento citado, el narrador invita al lector a que lleve a cabo el acto caníbal9. Le dice: «¿No ha comido usted alguna vez carne humana? ¿Por qué no ensaya?». Hay en esta invitación una interpelación a este lector (al que se le ha colocado en la posición del tercero y cómplice por relatarle la historia del antropófago) de que quizá no es un simple testigo, sino que puede convertirse en un victimario, alguien a quien le pueda gustar comerse a otros seres humanos. Además, hay en esta invitación una apertura a formar parte de una comunidad de goce10, la cual se instrumentaliza mediante el ofrecimiento de un régimen específico para obtenerlo. Este narrador perverso invita al otro, su interlocutor, a gozar, y erige para este un dogma y un protocolo de cómo y dónde gozar. El narrador está seguro de que el lector que se atreva a realizar dicho acto encontrará placer, tanto que podría convertirse en una costumbre suya.

Asimismo, el narrador ensaya una defensa de esta comunidad de goce, criticada por la sociedad que define a sus integrantes (los antropófagos) como «fieras». El narrador no considera que algo así sea correcto tan solo por comer carne humana. Para él es un placer como cualquier otro, como comer «la fruta en el mismo árbol, alargando los labios y mordiendo hasta que la miel corra por la barba». Otra vez se hace mención de que se trata de un acto placentero, pleno y gozoso. De esta manera, disocia la práctica de la antropofagia de la esfera de lo irracional y lo animalesco (como históricamente se ha conceptualizado), y la piensa en función a una característica propia del ser humano, a su deseo inconsciente. A propósito, Sigmund Freud (1992b) sostuvo que el canibalismo es un deseo pulsional más, como el incesto o el gusto por matar (. Este deseo, como tantos otros a través del tiempo, ha sido proscrito socialmente, pero sigue existiendo en el inconsciente de la gente. Para el narrador de «El antropófago», la actividad de comer carne humana debería ser considerada como una afición más de las personas, en lugar de un rasgo negativo que las cataloga como salvajes. Ahora se puede entender por qué en el inicio del relato este narrador dice lo siguiente al referirse a Nico Tiberio, el antropófago: «Dicen que en estos tiempos es un fenómeno» (Palacio, 2006, p. 19). O sea, en un determinado momento del pasado comer carne humana no era extraño ni extraordinario, sino algo normal, quizá cotidiano.

Se debe tener en cuenta que el narrador del texto de Palacio se cuida de que no lo confundan como parte de esta comunidad de goce. Enfatiza: «Pero ¡qué cosas! No creáis en la sinceridad de mis disquisiciones. No quiero que nadie se forme de mí un mal concepto; de mí, una persona tan inofensiva» (p. 20). Como es evidente, su actitud está motivada por el rechazo social hacia esta práctica porque, si el narrador declara que también es parte de este grupo de personas, corre el riesgo de terminar como el antropófago: encerrado en una «jaula como de guardar fieras» (p. 20) y expuesto ante el público.

Una pregunta que surge en este tramo del análisis es ¿por qué las autoridades exhiben públicamente al antropófago? Quizá porque se le considera un individuo peligroso que pone en cuestionamiento el orden, las reglas sociales y la ley. Frente a esto, Julia Kristeva (2006) aseguró que lo abyecto tiene como cualidad «la de oponerse al yo» (p. 8). En el cuento, el antropófago se opone a lo conocido, lo aceptado, lo que se considera «normal». Por esta razón, debe ser mostrado, asimilado y normalizado como lo diferente y lo excluido. El hecho de que esté encerrado en la jaula de las fieras no es gratuito, sino que obedece al deseo de resituar a un individuo de estas características en lo no-humano, a identificarlo con lo animal, lo salvaje, a convertirlo en un monstruo. Como dijo Lola López Mondéjar (2018): «Las figuras de la monstruosidad sirven para pacificar las conciencias y concretar las tentaciones del mal y para convertirse en blanco de la violencia más implacable que somos capaces de ejercer» (pp. 153-154). En estas condiciones el narrador conoce al antropófago. En el relato, se dice que el primero es un estudiante de criminología que, junto a sus compañeros de curso, fue llevado por su profesor para ver y estudiar al antropófago. El narrador expresa:

-¡Y qué cara de tipo! Bien me lo he dicho siempre: no hay como los pícaros para disfrazar lo que son. Los estudiantes reíamos de buena gana y nos acercamos mucho para mirarlo. Creo que ni yo ni ellos lo olvidaremos. Estábamos admirados, y ¡cómo gozábamos al mismo tiempo de su aspecto casi infantil y del fracaso completo de las doctrinas de nuestro profesor! (Palacio, 2006, p. 20).

El narrador realiza una crítica directa en contra de la criminología positivista y, en especial, en contra de las ideas de Cesare Lombroso,11 según las cuales podía reconocerse un criminal por su altura, la forma de su cráneo y sus rasgos faciales. Esta teoría apareció en el último cuarto del siglo xix y se extendió hasta buena parte del siglo xx. Para el narrador, estas ideas son erróneas y caducas, porque Nico Tiberio, a pesar de ser considerado un asesino cruel, no presenta ninguno de los rasgos que Lombroso indicaba para identificar a los delincuentes; por el contrario, su aspecto es inofensivo, puede pasar como un ser humano cualquiera. Incluso, los compañeros de curso que acompañan al narrador a ver al antropófago se burlan de él porque parece un niño:

-Sí, un niño visto con una lente.

-Ha de tener las piernas llenas de roscas.

-Y deberán ponerle talco en las axilas para evitar las escaldaduras.

-Y lo bañarán con jabón de Reuter.

-Ha de vomitar blanco.

-Y ha de oler a senos (p. 21)12.

Los compañeros de estudio del narrador son crueles con el antropófago. Mas este narrador siente una identificación especial con este personaje, le tiene compasión: «A la verdad, la culpa no era de él. ¡Qué culpa va a tener un antropófago! Menos si es hijo de un carnicero y una comadrona, como quien dice del escultor Sofronisco y de la partera Fenareta» (p. 21). El narrador exculpa a Nico Tiberio por sus aficiones: no se trata de un hombre malo, sino de alguien que ha desarrollado ciertas peculiaridades y es el producto de sus circunstancias. Por este motivo, el narrador no lo juzga ni lo condena en vista de que lo que ha hecho puede entenderse como algo propio de la conducta humana. El narrador explica:

Eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta, o sabio.

Pero los jueces le van a condenar irremediablemente, sin hacerse estas consideraciones. Van a castigar una inclinación naturalísima: esto me rebela. Yo no quiero que se proceda de ninguna manera en mengua de la justicia. Por esto quiero dejar aquí constancia, en unas pocas líneas, de mi adhesión al antropófago (p. 21).

El narrador sostiene que ser antropófago no es algo que alguien elija, sino que forma parte de la contingencia humana, como ser fumador, pederasta o sabio. A pesar de esta naturaleza humana, algunas de estas actividades no son aceptadas socialmente, son reprobadas, consideradas tabú, por lo que las autoridades las sancionan sin tomar en cuenta que los individuos que las practican solamente desarrollan actividades propias de una «inclinación naturalísima».

Este narrador, que en un principio se mostraba esquivo, en nombre de la justicia declara su adhesión a este personaje y, por añadidura, a la práctica que este realiza y molesta a los demás. Un asunto que no debe ser soslayado es el interés del narrador por la justicia. No es un «interés falso», como afirmó Ángela Elena Palacios (2002, p. 86), sino que esta justicia debe ser entendida como el derecho de todo hombre por cumplir su deseo y no ser castigado por satisfacerlo. Se trata de una especie de justicia natural. El narrador indica:

Y creo que sostengo una causa justa. Me refiero a la irresponsabilidad que existe de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo. Hay que olvidar por completo toda palabra hiriente que yo haya escrito en contra de ese pobre irresponsable. Yo, arrepentido, le pido perdón. Sí, sí, creo sinceramente que el antropófago está en lo justo; que no hay razón para que los jueces, representantes de la vindicta pública (Palacio, 2006, p. 21).

El narrador entiende que el hecho de comer carne es parte de un deseo inconsciente al cual el individuo humano está sometido, que «desequilibra atormentadoramente su organismo». Los hombres no pueden lidiar con algo de esta índole y solo les queda satisfacer dicho deseo. No es un problema simplemente de actitud, sino que se trata de una necesidad corporal, biológica e instintiva (animal). Entonces si es una cuestión que está fuera del control de las personas, el personaje que practique dicha actividad debe estar exento de cualquier tipo de responsabilidad, ya sea penal o moral. En esto consiste el alegato del narrador a favor de la antropofagia. Ahora bien, como explicó bien Wilfrido Corral (2000), en los relatos de Palacio no hay una intención de instruir respecto a la ley: «Todo lo contrario, nos ofrecen una mirada al caos y abismo causado por romperla, que también es el caos que nos destruye a nosotros y los que nos rodean» (p. 71).

3. La génesis de un goce o el retorno de lo real

Si bien es cierto que el narrador defiende que el canibalismo es una práctica humana como cualquier otra, también sostiene que en el caso de Nico Tiberio hay algunos factores que potencian dicho goce. Para argumentar su posición, elabora una especie de recuento de los sucesos más extraordinarios suscitados en la vida del antropófago antes del incidente con su esposa e hijo, y reseña el origen de Nico Tiberio:

En un pequeño pueblo del Sur, hace más o menos treinta años, contrajeron matrimonio dos conocidos habitantes de la localidad. Nicanor Tiberio, dado al oficio de matarife, y Dolores Orellana, comadrona y abacera.

A los once meses justos de casados les nació un muchacho, Nico, el pequeño Nico, que después se hizo grande y ha dado tanto que hacer (Palacio, 2006, p. 22).

Los progenitores de Nico están relacionados con el cuerpo y la vida, pero curiosamente mientras su padre se encarga de extinguirla (es un «matarife»), su madre se ocupa de facilitarla (es una «comadrona»). Un segundo aspecto que llama la atención acerca del origen de Nico Tiberio es que no nace en el tiempo que acostumbran a hacerlo los seres humanos, sino que permanece más meses en el vientre de su madre.

La señora de Tiberio tenía razones indiscutibles para creer que el niño era oncemesino, cosa rara y de peligros. De peligros porque quien se nutre por tanto tiempo de sustancias humanas es lógico que sienta más tarde la necesidad de ellas.

Yo desearía que los lectores fijen bien su atención en este detalle, que es a mi ver justificativo para Nicanor Tiberio y para mí, que he tomado cartas en el asunto (p. 20).

En este fragmento estaría explicado el origen de la afición de Nico Tiberio por la antropofagia. Ha pasado once meses en el vientre de su madre. La explicación de que a este personaje le guste la carne humana está en el hecho de que se le ha convertido en un hábito alimentarse de dichas «sustancias». Entonces es un gusto adquirido, forjado por lo reiterativo del acto. Para el narrador no se trata de un detalle más, sino que justifica la afición asocial de Nico Tiberio.

Ahora bien, la infancia del antropófago está marcada por los conflictos constantes que protagonizan sus padres. Una de estas peleas se desarrolla por elegir una profesión adecuada para su hijo. El narrador aclara a este respecto: «Una divergencia tan vulgar y usual entre los padres, que casi, al parecer, no vale la pena darle ningún valor. Sin embargo, para mí lo tiene» (p. 22). Adviértase que la confrontación por el futuro profesional de Nico Tiberio no es algo insignificante para el narrador; por el contrario, se trata de un elemento clave para entender la conducta posterior de este personaje:

Nicanor quería que el muchacho fuera carnicero, como él. Dolores opinaba que debía seguir una carrera honrosa, la Medicina. Decía que Nico era inteligente y que no había que desperdiciarlo. Alegaba con lo de las aspiraciones -las mujeres son especialistas en lo de las aspiraciones. Discutieron el asunto tan acremente y tan largo que a los diez años no lo resolvían todavía. El uno: que carnicero ha de ser; la otra: que ha de llegar a médico (p. 22).

¿Por qué resulta tan importante para el narrador la disputa que los padres entablan respecto a la profesión del hijo? Y en la misma línea, ¿por qué el empecinamiento de la madre en oponerse al padre en una época en la que usualmente son los hombres los que deciden el destino de los hijos? Lo del padre puede entenderse, porque al ser carnicero el hijo se estaría perpetuando una especie de linaje en el oficio. Lo de la madre es más complejo y se puede explicar en el sentido de que ella es consciente del peligro al que está expuesto su hijo, por ser oncemesino y haberse nutrido durante tanto tiempo con las sustancias humanas. Temiendo lo peor, esta mujer está buscando una profesión para su hijo y así atenúe los impulsos que puedan aparecer más adelante relacionados con la afición a dichas sustancias.

En términos psicoanalíticos, lo que pretende la madre del antropófago es socializar el goce de Nico Tiberio, es decir, convertirlo en una actividad que no esté reñida con los parámetros establecidos por la sociedad y contribuya al avance de esta (seguir una «carrera honrosa»). Al respecto, Freud (2013) explicó que «La tendencia prohibida se desplaza de continuo para escapar a la interdicción que sobre ella pesa e intenta reemplazar lo que le está vedado por objetos y actos sustitutivos» (p. 47). Por eso, Dolores piensa que el hijo debe ser médico (lo más probable un cirujano, alguien que «corte carne»). Convertirse en médico, según ella, se presenta como una posibilidad de que su hijo pueda seguir con sus aficiones referidas a la carne sin llegar a ser socialmente rechazado13. De este modo, el deseo puede llegar a controlar el goce y a encausarlo socialmente. Esto en palabras de Juan Carlos Ubilluz (2006): «el deseo es una articulación dialéctica en la cual el sujeto renuncia al goce inmediato para tratar de reencontrarlo a través del orden simbólico» (p. 32).

Es importante señalar que al parecer existe un nexo fuerte entre Dolores y Nico Tiberio. En todo caso, más sólido que el de Nico con su padre.

Tenía el pobre muchacho una carne tan suave que le daba ternura a su madre; carne de pan mojado en leche, como que había pasado tanto tiempo curtiéndose en las entrañas de Dolores. Pero pasa que el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne. Tan serias que ya no hubo que discutir: era un excelente carnicero. Vendía y despostaba que era de admirarlo (Palacio, 2006, p. 22).

Como se puede apreciar, existe un sentimiento de amor entre Nico y su madre. Esta relación puede ser explicada no solo por el afecto que todas las madres profesan hacia sus hijos, sino por la peculiaridad de que Nico Tiberio había pasado «tanto tiempo curtiéndose en las extrañas de Dolores». Esta es probablemente la razón por la cual, desde muy niño, «el infeliz había tomádole serias aficiones a la carne». En esta escena, el narrador nuevamente ensaya como explicación que este personaje ha desarrollado su predilección por la carne humana por haber estado en el vientre de su madre más tiempo del acostumbrado, y por tal razón se habituó a consumir humanos.

De otra parte, la batalla por decidir el destino profesional del hijo la gana el padre y Nico Tiberio se convierte en carnicero. A este respecto, Dolores no pareciera percatarse de que la profesión de carnicero también funciona como una ficción que permite socializar el goce de su hijo. Desde este oficio convencionalmente admitido, Nico Tiberio puede seguir relacionándose con los asuntos de la carne: «vendía y depostaba [descuartizaba] que era de admirarlo». Este oficio permitirá que Nico desarrolle una vida normal (al menos eso se sabe por lo que se cuenta en el relato). Se casó a los veinticinco años con una mujer llamada Natalia, «de regulares proporciones y medio simpática» (p. 23) y tuvo un hijo, a quien llamaron también Nico.

De este niño se dice que creció tanto en saber y en virtudes, que a los tres años, por esta época, leía, escribía, y era un tipo correcto: uno de esos niños seriotes y pálidos en cuyas caras aparece congelado el espanto.

La señora de Nico Tiberio (del padre, no vaya a creerse que del niño) le había echado ya el ojo a la abogacía, carrera magnífica para el chiquitín. Y algunas veces había intentado decírselo a su marido. Pero este no daba oídos, refunfuñando. ¡Esas mujeres que andan siempre metidas en lo que no les importa! (p. 23).

La historia sobre la confrontación por la profesión del hijo se repite, pero esta vez los protagonistas son otros. Natalia quiere que su hijo sea abogado, pero Nico Tiberio «no daba oídos, refunfuñando». Este hecho reitera la jerarquización ejercida por los hombres sobre las mujeres en la diégesis que presenta el cuento de Palacio. Si bien son estas las que cuidan y crían a los hijos, son los padres los que deciden sobre el futuro de estos14.

Una noche de marzo, Nico Tiberio se quedó hasta muy tarde en un figón, bebiendo y charlando con unos amigos (Daniel Cruz y Juan Albán). Según los anteriormente referidos, «se habló sobre mujeres y de platos sabrosos. Se jugó a los dados. Cerca de la una de la mañana, cada cual tomó por su lado» (pp. 23-24). Entonces:

Al encontrarse solo, sin saber cómo ni por qué, un penetrante olor a carne fresca empezó a obsesionarlo. El alcohol le calentaba el cuerpo y el recuerdo de la conversación le producía abundante saliveo. A pesar de lo primero, estaba en sus cabales.

Según él, no llegó a precisar sus sensaciones. Sin embargo, aparece bien claro lo siguiente:

Al principio le atacó un irresistible deseo de mujer. Después le dieron ganas de comer algo bien sazonado; pero duro, cosa de dar trabajo a las mandíbulas. Luego le agitaron temblores sádicos: pensaba en una rabiosa cópula, entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas (p. 24).

Nótese que el personaje empezó a obsesionarse con el olor a carne fresca. El alcohol (un desinhibidor) y la conversación de los amigos le produjo un incesante «saliveo». Este deseo por la carne se relaciona con «un irresistible deseo de mujer». Luego le dio ganas de comer algo, pero duro (crudo), «cosa de dar trabajo a las mandíbulas». El cuerpo le tiembla y otra vez piensa en el sexo, pero esta vez de manera rabiosa, «entre lamentos, sangre y heridas abiertas a cuchilladas».

Es muy significativo que se relacione el acto de comer con el sexo. Aparece la ecuación comer = copular. Metafóricamente tener sexo con el otro es «comérselo», devorarlo, hacerlo parte del propio cuerpo. Ahora, el deseo de Nico Tiberio no se trata de un acto sosegado, sino de una relación violenta en la que el dolor y la sangre estén presentes. Es inevitable no pensar en la fase oral o canibálica freudiana, en la cual

[…] la actividad sexual no se ha separado todavía de la nutrición, ni se han diferenciado opuestos dentro de ella. El objeto de una actividad es también el de la otra; la meta sexual consiste en la incorporación del objeto, el paradigma de lo que más tarde, en calidad de identificación, desempeñará un papel psíquico tan importante (Freud, 2010, p. 180).

Asimismo, Jorge Assef, Leticia de Bartoli y Eugenia Stechina (2005) añadieron: «En un principio no hay diferenciación entre la actividad sexual y la nutrición, comparten el mismo objeto. En este momento la meta sexual es la incorporación del objeto (paradigma de identificación)» (p. 99). Nico Tiberio está experimentando un estado similar al niño en el que lo nutricio se relaciona con lo sexual; por eso la emergencia de este goce canibalístico está acompañada por un goce sexual en su forma más primitiva. No es gratuita la representación física que se elabora sobre el antropófago en el texto. El narrador, a lo largo de la historia del relato, insiste en remarcar que Nico Tiberio tiene el aspecto de un niño (Palacio, 2006, p. 22) e incluso los compañeros de curso que van con él a ver al antropófago afirman: «Véanlo, véanlo como parece un niño» (p. 20). Es como si Nico Tiberio no hubiera podido abandonar el aspecto que tenía de niño y, según se puede ver, ello no solo está referido a lo somático sino a lo emocional.

En todo caso, se ha despertado en Nico Tiberio un goce escondido, exacerbado por el alcohol consumido. Por eso la actitud agresiva que lo lleva a descontrolarse. El narrador relata: «A un tipo que encontró en el camino casi le asalta a puñetazos, sin haber motivo» (p. 24). Frente a esto, Juan Carlos Suzunaga (2014) aseguró que la agresividad es «una estrategia inconsciente para realizar lo imposible de la satisfacción pulsional, el goce» (p. 68). La violencia es un acicate que ayuda a remerger algo de un lugar oculto de Nico Tiberio, manifestado con gran fuerza. De este modo, él llega a su casa y Natalia, su esposa, lo recibe con una recriminación. Nico Tiberio la manda a acostarse, pero ella no le hace caso.

Mas, en vez de hacerlo, se levantó del lecho y fue a pararse en medio de la pieza. ¿Quién sabía qué le irían a mentir a ese bruto?

La señora de Nico Tiberio, Natalia, es morena y delgada.

Salido del amplio escote de la camisa de dormir, le colgaba un seno duro y grande. Tiberio, abrazándola furiosamente, se lo mordió con fuerza. Natalia lanzó un grito.

Nico Tiberio, pasándose la lengua por los labios, advirtió que nunca había probado manjar tan sabroso.

¡Pero no haber reparado nunca en eso! ¡Qué estúpido! ¡Tenía que dejar a sus amigotes con la boca abierta!

Estaba como loco, sin saber lo que le pasaba y con un justificable deseo de seguir mordiendo (Palacio, 2006, pp. 24-25).

Al ver el seno de su esposa, lo muerde (lo sexual está presente en la escena). Nico Tiberio nunca «había probado manjar tan sabroso». Este personaje no es consciente de lo que ocurre («estaba como loco»). A partir de esto, Juan David Nasio (2009) afirmó que, cuando domina el goce, el sujeto es solamente cuerpo y el cuerpo toma todo, no habla, no piensa (p. 53). En el caso de la historia, Nico Tiberio solo se dejó llevar por el goce de comer carne. Este individuo se entrega, pues, al goce que se había mantenido reprimido15 y latente durante tanto tiempo, socializado mediante su oficio de carnicero. De este modo, cuando quiso seguir deleitándose,

Por fortuna suya [de la esposa] oyó los lamentos del chiquitín, de su hijo, que se frotaba los ojos con las manos. Se abalanzó gozoso sobre él; lo levantó en sus brazos, y, abriendo mucho la boca, empezó a morderle la cara, arrancándole regulares trozos a cada dentellada, riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más.

El niño se esquivaba y él se lo comía por el lado más cercano, sin dignarse escoger.

Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se chupaba los dientes y lamía los labios. ¡El placer que debió sentir Nico Tiberio! (Palacio, 2006, p. 25).

Frente a este hecho, se puede comprobar que Nico Tiberio es un transgresor social, porque va en contra de una de las normas elementales de la sociedad: no practicar el canibalismo. Pero va más allá, pues infringe la norma familiar y ataca al hijo al intentar devorarlo. Convencionalmente, que los deberes de los padres son proveer y proteger a los hijos, pero Nico olvida esta máxima y utiliza al hijo como un alimento para saciar no su hambre, sino el goce irrefrenable por la carne. Ahora, debe notarse que el personaje se come a su hijo sin el menor asomo de culpa; por el contrario, lo hace «riendo, bufando, entusiasmándose cada vez más». Nico Tiberio es preso de su goce, algo que no puede controlar y lo supera. En este sentido, , Julia Kristeva (2006) afirmó: «Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe. Y se sirve de todo ello para denegarla» (p. 25).

Además, el narrador no relata esta escena como si fuera algo trágico y doloroso, sino con una especie de regocijo16. Dice al final de la cita: «Los cartílagos sonaban dulcemente entre los molares del padre. Se chupaba los dientes y lamía los labios. ¡El placer que debió sentir Nico Tiberio!». No se está ante un reproche o un juicio condenando la conducta de este hombre; más bien se puede leer en su forma de expresarse un deleite por el acto realizado, aunado a un sentimiento de envidia por no participar de la historia de forma más directa. Por eso, muestra su enojo hacia los vecinos que interrumpen el ataque al hijo.

Y como no hay en la vida cosa cabal, vinieron los vecinos a arrancarle de su abstraído entretenimiento. Le dieron de garrotazos, con una crueldad sin límites; le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le entregaron a la Policía…

¡Ahora se vengarán de él!

Pero Tiberio (hijo), se quedó sin nariz, sin orejas, sin una ceja, sin una mejilla.

Así, con su sangriento y descabado aspecto, parecía llevar en la cara todas las ulceraciones de un Hospital.

Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como quien se come lo que crea (Palacio, 2006, p. 25).

Nuevamente se produce por parte del narrador una identificación con Nico Tiberio. En lugar de sentir un alivio porque los vecinos impidieron que el antropófago consumara su crimen, este narrador se conduele por el agresor. Afirma: «Le dieron de garrotazos, con una crueldad sin límites; le ataron, cuando le vieron tendido y sin conocimiento; le entregaron a la Policía...». Para él, los vecinos son personas crueles que privaron a este personaje de su «abstraído entretenimiento».

Una cuestión interesante es lo dicho por el narrador al finalizar el relato: «Si yo creyera a los imbéciles tendría que decir: Tiberio (padre) es como quien se come lo que crea». A pesar de la declaración, esto es precisamente lo que hace Nico Tiberio: come lo que creó. Esta acción remite al mito de Cronos devorando a sus hijos, quien realiza esta acción por el temor a ser destronado por uno de sus hijos (acto que será protagonizado por Zeus). Dicho mito evidencia el miedo ancestral del hombre por llegar a ser sustituido por el hijo varón. En el relato de Palacio, Nico Tiberio intenta comerse a su hijo por considerarlo una especie de rival, un competidor, alguien que le puede disputar su lugar en el hogar. No es gratuito que tanto padre como hijo tengan el mismo nombre. De otra parte, el asunto se complejiza más, porque al seguir el relato se puede notar que Nico Tiberio es como un niño -los personajes de la historia así lo afirman- que podría considerar al propio hijo como un rival; que es capaz de disputarle el afecto de su esposa/madre (no es un dato insignificante que lo que le haya llamado la atención de Natalia al llegar a casa esa noche sea el seno, símbolo materno por excelencia)17.

Una segunda lectura sobre este hecho asume que comerse al hijo es una forma simbólica de restituir algo que es suyo y le ha sido arrebatado. Según ella, lo que intenta recuperar este hombre es ese goce absoluto que todos los hombres poseían antes de ser castrados por el padre -antes de la llegada de Edipo, la ley, la civilización, la cultura-. Un goce propio de lo salvaje, de lo animal, de lo instintivo, en el que no hay prohibiciones ni reglas, donde uno es el centro del universo. Lo paradójico del caso es que en realidad el hombre no ha perdido nada, está condenado a buscar algo que no existe y por lo tanto jamás será colmado. En «El antropófago», comer carne humana acerca a Nico Tiberio a esa zona de lo real, en la que supuestamente habita el goce; pero tan solo es un sustituto, un señuelo que apaciguará su ansia de goce.Al respecto, Francisco Obaid (2013) señaló que el canibalismo, «lejos de ser un hecho individual, articularía una relación particular al otro, al orden cultural y a la inminencia de un goce absoluto» (p. 547).

En esta línea de sentido, un factor por considerar es que este antropófago, luego de haber perpetrado su crimen, se encuentra en estado de latencia. Debe recordarse que, para apaciguar sus ganas de comer carne, se le ofrece carne de animales, que él acepta, pese a que desea carne humana. Por eso, el narrador sabe que en cualquier momento atacará de nuevo, porque su cuerpo se lo exigirá en vista de que no realiza esa actividad por necesidad o hambre sino para saciar su goce. Esto significa, en palabras de Belén Moreno (2014), que

[…] los objetos imaginarios de la pulsión, nunca darán la talla respecto a los deleites soñados. Por ello resulta imposible lograr de forma total la meta pulsional: la satisfacción de la pulsión siempre será limitada, lo cual relanzará incesantemente el circuito de la pulsión en una búsqueda que no halla puerto definitivo, que no encuentra término (p. 143).

Por eso, no es suficiente cuando el antropófago muerde a su esposa en el seno, pues su goce le exige más, y por esta razón ataca al hijo. Sin embargo, esta acción tampoco lo hubiera saciado del todo, porque tanto la esposa como el hijo son apenas objetos de un deleite soñado e imposible, de un goce absoluto y perdido.

4. Coda final

Según Lacan (como se citó en Evans, 2005), si bien es cierto que lo simbólico se instala en lo real, este nunca se termina de ir del todo y reaparece en forma abrupta.18 Por eso, Žižek (2000) no se equivocó al afirmar que lo real «irrumpe en la forma de un retorno traumático, trastorna el equilibrio de nuestras vidas, pero al mismo tiempo es un sostén de ese equilibrio» (p. 56). En el caso del relato, Nico Tiberio, hijo de una comadrona y un carnicero, una persona común y corriente, ha vivido una existencia que puede ser considerada típica, normal. Sin embargo, en un determinado momento -bajo los efectos del alcohol, - ha reemergido en él uno de los deseos ocultos de la especie humana: el del canibalismo, que junto al incesto o el asesinato (debe recordarse a Freud) son expresiones del inconsciente humano al que los seres humanos, de una u otra forma, están expuestos.

El narrador defiende que el canibalismo es una práctica humana como cualquier otra, pero también argumenta que en el caso de Nico Tiberio hay algunos factores que fomentan dicho goce, como el hecho de haber pasado once meses en el vientre de su madre y alimentarse de sustancias humanas durante tanto tiempo. Según la lógica del narrador, esta acción se ha convertido en un hábito y, por ende, es un gusto adquirido, fraguado por lo reiterativo del acto. Para el narrador no se trata de un detalle más, sino que justifica la afición de Nico Tiberio por la carne. Aunque este personaje llegó a socializar dicha tendencia prohibitiva mediante su oficio de carnicero, tan solo fue reprimida y confinada en lo inconsciente.

El texto de Pablo Palacio es sumamente interesante porque desarrolla la perspectiva de que los individuos están a merced de fuerzas inconscientes, deseos que a veces riñen con los cánones de la sociedad. El narrador desarrolla una historia en la que interpela a su lector, lo invita a darse cuenta de que aquello narrado no es nada extraordinario y, en cambio, puede ocurrirle a cualquier ser humano. En este sentido, el narrador es un perverso porque coloca a sus personajes en el rol de víctimas, asume el papel del victimario y le asigna a los lectores -los interlocutores con los que dialoga directamente en el texto- la función de testigos al ofrecerles un espectáculo con el fin de persuadirlos a participar del goce caníbal. Debe recordarse que, para el psicoanálisis lacaniano, el perverso no solo goza infringiendo dolor a la víctima, sino que también lo logra partiendo y escindiendo al testigo. En ese sentido, Dor (2009) afirmó que: «el obrar perverso no puede asegurase de su prima de goce sino por medio de un tercero cómplice cuya presencia y mirada le son indispensables» (p. 128). Ese tercer cómplice es el lector del relato, quien conoce la historia de Nico Tiberio el antropófago.

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1En 1964 se publicaron sus obras completas, diecisiete años después de su fallecimiento.

2Tal como Alicia Ortega Caicedo (2010) bien dijo: «Palacio propone una nueva mirada para leer la ciudad, irreverente y profana, que ensaya nuevas perspectivas y combinaciones de lecturas: el nuevo entorno de la ciudad ofrece aventuras, a la vez trágicas y ridículas» (p. 147).

3Una consecuencia de estas temáticas es que los críticos que han abordado la obra de Pablo Palacio han ligado sus textos con la vida de este escritor. Al respecto, Roberto Ponce (2016) explicó: «En efecto, la lectura estándar de la obra de Palacio es la de una escrita por un autor altamente desequilibrado, que produce textos anómalos y, por lo tanto, de gran interés como documentos sui géneris, pero también reducibles al innegable hecho “real” de que, en sus últimos años de vida, Palacio padeció de demencia» (p. 39).

4Para este artículo se emplea la versión de «El antropófago» que aparece en el libro Un hombre muerto a puntapiés, publicada por la Fundación Editorial El perro y la rana en 2006. Todas las citas del cuento corresponden a dicha edición.

5De acuerdo con Adriana Balladares (2001), este personaje produce conmoción no por su aspecto, sino por el temor que los otros sienten ante este individuo, lo cual está relacionado con la agresión perpetrada en contra de su esposa e hijo.

6Para el psicoanálisis lacaniano, el goce es «el placer en el dolor» (Žižek, 1994, p. 67). Asimismo, puede decirse que el goce es el «excedente» derivado de «nuestro conocimiento de que el placer involucra la excitación de penetrar en un dominio prohibido, de modo que nuestro placer incluye un cierto displacer» (Žižek, 1998, p. 312).

7Una característica de la poética de Pablo Palacio es el interés en los temas metaliterarios. En este texto, por ejemplo, se desarrolla una metalepsis, es decir «un movimiento de índole metonímica que consiste en el paso de elementos de un nivel narrativo a otro» (Reis & Lopes, 1996, p. 142). En este caso, el narrador suspende su relato y le habla a su lector, lo que posibilita que lo involucre y lo interpele (situación clave para la economía del relato). Este recurso retórico puede ser considerado como parte de la poética narrativa palaciana (Campos, 2019, p. 24).

8El narrador, del cual se desconoce su nombre, también es el que narra «Un hombre muerto a puntapiés». En «El antropófago» se lee: «No quiero que ningún malintencionado diga después que soy yo pariente de mi defendido, como ya me lo dijo un comisario a propósito de aquel asunto de Octavio Ramírez» (Palacio, 2006, p. 21). En ambos relatos, presenta actitudes similares (es reflexivo, irónico e hiriente por momentos).

99. Un caníbal es aquel que se alimenta con un individuo de su misma especie, mientras que un antropófago es el que lo hace con seres humanos. Para este trabajo se emplearán ambos términos sin distinción.

10Una comunidad de goce es un grupo de individuos que comparten una particular manera de gozar. Los fumadores podrían formar parte de una de estas comunidades, así como los voyeristas, los ecologistas, los bretonistas (las personas que sienten gusto por los pies) entre otros.

11El libro en el que se sustenta dicha teoría es El hombre delincuente, publicado en 1876.

12En «Un hombre muerto a puntapiés», el narrador apela a la frenología para justificar la desviación sexual de Octavio Ramírez (el supuesto homosexual) (Campos, 2019, p. 29); en «El antropófago», no son las facciones del rostro, sino el aspecto infantil de Nicanor Tiberio aquello que permite explicar su conducta.

13También está presente el deseo materno de que el hijo pueda movilizarse socialmente gracias al estudio de una profesión, lo que aseguraría un futuro mejor para este.

14Al respecto, Maribel Salinas (2018) añadió: «El padre aparece como un sujeto distante, pero es alguien que desde su voz legitima el futuro de los hijos» (p. 56).

15En relación con esto, Dylan Evans (2005) concluyó que la represión designa «el proceso por el cual ciertos pensamientos o recuerdos son expulsados de la conciencia y confinados en el inconsciente [...] siempre es posible que el material reprimido retorne en forma distorsionada, en síntomas, sueños lapsus verbales, etcétera (el retorno de lo reprimido)» (p. 169).

16Rasgo que comparten algunos de los narradores empleados por Palacio en su obra cuentística. Por ejemplo, el narrador de «Un hombre muerto a puntapiés» o «La doble y única mujer».

17En esta misma línea de interpretación, Salinas (2018) afirmó que Nico Tiberio padece de infantilismo psíquico, lo que hace que vea a su madre como su propiedad y perciba en el hijo a aquel que se la quiere disputar. Luego, la autora concluyó que: «Nico Tiberio al engullir carne de su carne ejerce la acción punitiva que el hombre de la época puede ejecutar contra la infidelidad. Además, refrena la propagación del incesto en una sociedad que por herencia se horroriza ante este acto» (p. 57).

18En realidad, lo real no ha desaparecido del todo, sino que se ha mantenido latente, en lo que Lacan denominó el objeto a, que es entendido como el resto, «el remanente que deja detrás de él la introducción de lo simbólico en lo real» (Evans, 2005, p. 141).

*Cómo citar: Leonardo-Loayza, R. A. (2021). Los oficios de la carne (humana). Antropofagia, abyección y perversión en «El antropófago», de Pablo Palacio (1906-1947). Lingüística Y Literatura, 42(79), 384-400. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a21

Recibido: 25 de Mayo de 2020; Aprobado: 29 de Julio de 2020

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