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Lingüística y Literatura

versión impresa ISSN 0120-5587versión On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.79 Medellìn jene./un. 2021  Epub 22-Nov-2022

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a22 

Estudios literarios

BASURA, ESCOMBROS Y RUINAS: LAS LÍNEAS EXOCÉNTRICAS DEL DISCURSO DESTRUCCIÓN/REPARACIÓN EN EL DESBARRANCADERO, DE FERNANDO VALLEJO1 *

GARBAGE, RUBBLE, AND RUINS: THE EXOCENTRIC LINES OF SPEECH DESTRUCTION/REPAIR IN EL DESBARRANCADERO, BY FERNANDO VALLEJO

Edwin Mauricio Padilla Villada1  2

1 Universidad de Concepción (Chile) edwinpadilla@udec.cl


Resumen:

El artículo analiza de manera crítica la novela El desbarrancadero a la luz de algunas teorías relacionadas con las ruinas, la basura y la confesión, para determinar que la ruina en la obra de Vallejo es una diferenciada realidad de escombros que complejiza el espacio real y ficcional del escritor. Dicha realidad, junto a la basura de los discursos normativos, compone una fuente de formulaciones de carácter confesional y un sistema complejo de presencialidad virtual relacionado con la destrucción/reparación de los escombros, con la finalidad de instituir la obra literaria como ruina pura.

Palabras clave: El desbarrancadero; obra-ruina; escombros; basura; confesión

Abstract:

This paper analyses critically the novel El desbarrancadero in light of some theories related to ruins, garbage and confession, to determine that what has been called ruin in Fernando Vallejo’s literary work, is a differentiated reality of rubble that puzzles the writer’s real and fictional space. Along with the rubbish from normative discourses, this reality makes up a source of confessional formulations and a complex system of virtual presence related to the destruction/repair of the rubble, in order to institute the literary work as pure ruin.

Key words: El desbarrancadero; literary work-ruin; rubble; garbage; confession

1. Introducción

El desbarrancadero (2019) [2001], del escritor colombiano Fernando Vallejo (1942), es una novela de gran relevancia en el panorama actual de la literatura hispanoamericana porque, podría decirse, configura el punto más alto de la estética literaria inaugurada por el autor. La voz autoral del escritor y ensayista -creador de una serie de obras como los libros que componen El río del tiempo entre los años 1985 y 1993; La virgen de los sicarios (1994); ¡Llegaron! (2015); y la más reciente y no menos desestabilizadora del panorama político, cultural e ideológico colombiano y latinoamericano, Memorias de un hijueputa (2019)- es una onda transmisora de la muerte y de la vida que se dispersa en lo etéreo del tiempo, la historia, la memoria y la ficción/ realidad. Aun así, la voz de Vallejo, más que metáfora de la dispersión del centro -es decir, de un centro que se alimenta, que se renueva o que muta al entrar en contacto con sus aristas- es una voz exocéntrica que no puede ser encapsulada dentro de lo sistémico toda vez que, con el empleo de un discurso de destrucción/reparación, carga con las fisuras, las rupturas y los pedazos del espacio y del tiempo desde donde emerge la vida como principal decepción. Lo que parece oxímoron -el discurso céntrico-exocéntrico-, es más bien un ir y venir; un atravesar de líneas de tiempo que hace funcional la tensión en los frentes de ofensiva de carácter posmoderno que crea Vallejo, y la evidente revelación de la basura que logra extraer -y traer a la escena constitutiva de la ruina- de esos movimientos que se pueden denominar como espectrales, debidos, en gran medida, a la parodización de la muerte en la obra del colombiano3.

Los ires y venires se dan entre un pasado refundado en la memoria, un presente de escombros y un futuro en el que solo quedan las ruinas: puras, esterilizadas y monumentalizadas como obra literaria. Este artículo se propone analizar El desbarrancadero a la luz de teorías filosóficas posestructuralistas y posmodernas relacionadas con el discurso de la confesión (Zambrano, 2011), de la basura (Fernández Mallo, 2018), de las ruinas (Augé, 2003; Masiello, 2010) y de la virtualidad de los objetos (Deleuze, 2002), para determinar, por un lado, que la ruina en Vallejo no es más que una confusa realidad de escombros que complejiza el espacio real y ficcional del escritor, y que, por otro lado, las líneas exocéntricas del discurso literario relacionadas con los escombros -en todo caso, destrucción de la destrucción- de una sociedad posmoderna y la basura -que es la experiencia directa- de los discursos normativos componen una fuente de prácticas, sentidos, sentencias y formulaciones de carácter confesional que transponen un sistema complejo de presencialidad -que aquí se llamará virtual debido a los niveles narrativos que emplea el escritor y a la función del tiempo en la novela- en la escritura del colombiano, con el único fin de erigir la obra literaria a manera de ruina pura; es decir, como encuadre, artificio, y balbuceo (Masiello, 2010) de la ficción del autor.

En tal fundamento se establecen criterios relacionados con la destrucción/reparación de un tiempo puro o un «tiempo en ruinas» (Augé, 2003) y la ruina -hecho literario/discurso literario- como un «impulso poderoso de la nostalgia» (Huyssen, 2011, p. 47). De los escombros materiales -la casa, la ciudad moderna- e inmateriales -el sujeto, la sociedad, la política, la cultura, la religión, la nación- el escritor levanta una ruina de singular belleza. Es decir, la obra-ruina como espectáculo, como sitio para ser visitado y admirado, como lugar de trascendencia, de revisión de la historia y del tiempo; y como elemento superviviente y rescatado de los escombros acumulados por la historia. Para que esto suceda, Vallejo tendrá que destruir los escombros que divisa desde su barranca del yo y sobre los que se abalanza con fiereza para nominar, demoler y reparar4.

En medio de todo este escenario cósmico, polvoroso y a la vez crudo, la basura constituye el material primigenio del autor. El escritor traduce los componentes que van quedando como sedimentos y como desechos del pasado, por lo que la basura viaja con el autor para atravesar las Líneas Año Cero de las cosas, según Agustín Fernández Mallo (2018) 5. El desbarrancadero, a simple vista, es una historia familiar, un viaje de la memoria, una oda al oficio de la muerte, un elogio del afecto fraterno; es el odio encarnado, pero también, el amor descarnado. La novela, y en general la obra de Vallejo, pertenecen a la llamada literatura urbana colombiana contemporánea que enajena el discurso de la subjetividad con un alto grado de objetividad que integra las problemáticas latinoamericanas, especialmente la violencia de la nación colombiana. Investigadores como Álvaro Pineda Botero (1994) y Luz Mary Giraldo (2000) han apuntado a la determinación y clasificación de literaturas urbanas y de ciudad en el ámbito colombiano que, con importantes antecedentes en el siglo xix, se logran rastrear a partir de características narrativas marcadas por la conciencia y preocupación experimentadas por el sujeto en una ciudad que lo hostiga y lo desplaza hacia los márgenes. Por esa razón, se ha considerado la escisión efectuada por esta forma de novelar en el panorama literario colombiano, que controvierte a las literaturas global o mundialmente reconocidas y aclamadas por los grandes centros de cultura, cuyo principal exponente en el caso colombiano es el premio nobel Gabriel García Márquez. Brantley Nicholson (2011) dice:

Mientras García Márquez teorizaba una nueva estética de la vida rural colombiana, y las casas editoriales en España celebraban una nueva forma revolucionaria, las ciudades colombianas presentaban cuestiones culturales sin precedentes que requerían una exploración literaria y un trabajo profundo. Las nuevas formas de la cultura de masas cuestionaban las viejas normas estéticas. La violencia y el crimen hacían erupción en los centros urbanos como un desfogue de los insoportables estándares de vida. Y la violencia cíclica nacional se centraba, en gran parte, en torno a los espacios urbanos (p. 76).

De esta manera se materializa un nuevo comienzo para la literatura de la violencia en Colombia que integra otras inquietudes, razonamientos y estéticas que obedecen a las complejas relaciones del sujeto con la cultura urbana y, principalmente, con el agitado ambiente ideológico, social y político del país. La obra de Fernando Vallejo se circunscribe, pues, a ese panorama convulso, y es allí en donde el autor configura en su producción novelesca un extrañamiento nostálgico de un estado primigenio que le sucede a la imposibilidad del sujeto de establecer vínculos o de relacionarse con lo molar, como bien se evidencia, a manera de ejemplo, en las novelas de El río del tiempo (1999) y en La virgen de los sicarios (1994). En El desbarrancadero, todo esto se visualiza desde el atuendo narrativo de un hombre que vuelve a la Medellín de su infancia y juventud para ayudar a vivir (o ayudar a morir) a su hermano Darío, quien padece de sida, y poner en evidencia la escombrera posmoderna, donde se incluye el sujeto fantasmal y translúcido que se desbarranca:

Volví cuando me avisaron que Darío, mi hermano, el primero de la infinidad que tuve se estaba muriendo, no se sabía de qué. De esa enfermedad, hombre, de maricas que es la moda, del modelito que hoy se estila y que los pone a andar por las calles como cadáveres, como fantasmas translúcidos (Vallejo, 2019, p. 10).

Acerca de las ruinas -la línea de estudio por la que transita esta investigación-, la novela de Vallejo ha sido analizada como la representación de un pasado desolado. Por ejemplo, el crítico Arturo Arias (2009) ha examinado El desbarrancadero en relación con el espacio heterotópico del sujeto queer para proponer que «the spaces drawn as ‘heterotopías of deviation’ in Vallejo’s novels are always represented as being in ruins» (p. 230). Por su parte, Julia Musitano (2015) identificó en la novela el uso del tiempo como umbral, donde el pasado funge como ruina que reclama su presencia a modo de «fantasmagoría» en el futuro (p. 170). También Hernández (2015) estudió en El desbarrancadero el uso de la imagen fotográfica como objeto visual dentro y fuera del relato, que ayudó al autor a incubar un testimonio de la temporalidad y las «ruinas» de una utopía espacial que se ubica en el pasado (p. 163). Además, Andrés Pérez (2015) aseguró que la novela es una puesta en escena de los «retazos de la memoria», y un regreso al pasado para cuestionar la herencia y la genealogía tanto familiar como nacional (p. 466). Y, finalmente, Diego Falconí (2017) consideró que El desbarrancadero «presenta formas particulares de reinscribir al cuerpo seropositivo a través del texto, especialmente gracias a la noción de cuidado de uno mismo […] y que sirve como catalizador de aquello que me he permitido denominar como des/integración» (p. 8).

La novela, en suma, y de acuerdo con la crítica en general, es un muy bien logrado artefacto del espacio del «entre» que se instala en medio de la memoria y el recuerdo. La vida se pierde en esa zona que no solo es la interfaz comunicativa nutrida de los pedazos, de los escombros y de la basura amorfa de los discursos del poder, sino también -y a tono con el modelo de la interfaz- la narración que enmarca un tiempo topológico, el cual es, según Fernández Mallo (2018),

[…] algo que no avanza según una recta y sí según un entrelazamiento de capas de momentos históricos que en ese apilamiento se van cediendo materiales las unas a las otras por una especie de ósmosis o capilaridad, lo cual fructifica en una red de relaciones, afectos y conceptos (p. 165).

Es decir, los saltos de la historia y las erupciones del pasado que atañen a la vida personal y familiar de Fernando, pero también a la historia de Colombia, se acopian en El desbarrancadero como referencias que imposibilitan el cubrimiento de un espacio histórico rectilíneo y, en su lugar, permiten un juego de retazos de memoria a los que se refirió Andrés Pérez (2015). Dichos retazos, en lugar de levantar un informe de sucesos de principio a fin a través del recuerdo, trae a la actualidad de la narración los materiales que ayudan a reconstruir ese presente de apariencia desvencijada. Vallejo, como se verá a continuación, se encarga de dilucidar el sentido liberador y definitivamente confesional de todas esas capas de historia que reúne. El material correspondiente a la basura, que en múltiples sentidos congrega el discurso destrucción/reparación, condicionará tales revelaciones para interpelar binarismos como «vida/muerte» desde esa zona anunciada como un «intersticio» y rescatar únicamente el de la «destrucción/ reparación», siendo este un elemento sustancial en el presente artículo.

2. La confesión y los escombros

Dado el tono que emplea Vallejo en El desbarrancadero y en otras de sus denominadas autoficciones, no es descabellado proponer su lectura desde el modelo de la confesión. Y «descabellado» debe ser el término de uso en este apartado con relación a la novela que se analiza, principalmente después de una invención formulada sobre la base de la particularidad pendenciera y ofensiva de la narración que se enfila contra el modelo de la razón o del ordenamiento cultural e ideológico colombiano. Todo lo que se desplace por la ruta de la matriz cartesiana, para Vallejo, tiene que ser cuestionado, por lo que cualquier sistema de poder que crea sostener el aparato de la verdad y lo enarbole como su bandera será objetado en la narrativa del colombiano. Por ejemplo, el cuestionamiento al ejercicio de la medicina es una metáfora que Vallejo emplea con frecuencia para materializar su impugnación a la autoridad, lo que nos ayuda a entender parte de su anarquismo: «-Eminentísimos doctores: Como ustedes saben (qué van a saber estas bestias que llaman al feto “el producto”, como si las madres fueran unas fábricas de juguetes)» (Vallejo, 2019, p. 25). María Zambrano (2011) se refiere a tal representación como una «desconfianza» en la que «ha crecido la desesperación de la verdad» (p. 39). La autora española habla de una desazón que tiene que ver con el rechazo a un modelo de razonamiento que se desplaza por rutas diferentes a las de la vida, por lo que la vida se niega a «convertirse» a la verdad.

Esta disparidad, según Zambrano, hizo insoportable para la existencia la complejidad de la razón: «la vida no puede soportar a la razón cuando ésta no se ha dignado contar con ella, cuando no ha descendido hasta ella ni ha sabido tampoco enamorarla para hacerla ascender» (p. 42). Indudablemente, Vallejo experimenta esta contrariedad, pero lo hace posicionando su fórmula narrativa en el «intersticio»: la ubica entre la diatriba circunspecta y el condicionamiento provocado por la causticidad de su humor, por lo que ninguna de sus obras, por lo menos las literarias, puede ser abordada con una seriedad clásica o romántica. La confesión le asegura un lenguaje y, además, el vínculo con la palabra prosaica que será, al hacer su irrupción en la hoja de papel, una indicación, una discontinuidad que «señala hacia algo que es la literatura» (Foucault, 1996, p. 68) y con la cual crea una realidad para objetivar el espacio del «otro». De ese otro cercano con quien es posible compartir el sufrimiento, pero a la vez librarse de la posibilidad de desbarrancarse con él para rescatar de los escombros -o mejor, de la destrucción de los escombros- la obra-ruina como lenguaje que sobrevive:

¡Cuánto hace que el Cauca y el Magdalena se secaron, se murieron, los mataron con la tala de árboles y los borraron del mapa, como piensan que me van a borrar a mí pero se equivocan, porque si los ríos pasan la palabra queda! (Vallejo, 2019, p. 23)6.

La palabra que permanece tiene una función primordial en el itinerario narrativo de Vallejo: la denuncia y la revelación de los escombros desde la obra literaria que se ha instaurado como ruina embellecida. La objetivación en el escritor colombiano consistirá en crear un sistema complejo de presencialidad, nombrado aquí como virtual, para hacerse cargo de los escombros en los que el narrador encuentra a Colombia tras su regreso. La última cita da cuenta del estado de la nación: se muestra como un territorio violentado, menguado y contaminado por sus habitantes. Al contrario de las ruinas, según plantea este artículo, los escombros son aquellos despojos materiales e inmateriales de una sociedad posmoderna que el escritor manipula en una doble negación; es decir, aquellos residuos de la destrucción nuevamente problematizados como «negación de la negación» de las ruinas, como formula Gastón Gordillo (2014) en Rubble: The Afterlife of Destruction7. En este libro, el autor estudia el fenómeno de las ruinas y de los escombros en el Gran Chaco argentino; refiriéndose al daño ocasionado al yacimiento arqueológico colonial de Esteco, del cual menciona que la destrucción de lo que ya era una ruina como tal ofreció a los habitantes que vivían cerca de ellas la posibilidad de superar la pérdida con un nuevo lugar (p. 119) y que, pese al detrimento de las ruinas, les ofrecía un futuro económico más prometedor de lo que una ciudad perdida convertida en escombros podía darles.

La destrucción de los escombros, en tal sentido, cobra relevancia, porque a partir de este acto el monumento que ha sobrevivido al tiempo puede ser visualizado. En Esteco, después de la destrucción de la destrucción, los escombros cubiertos por el denso bosque pasaron a ser la ruina pura, aun con el daño que se les ocasionó. Para el caso del objeto de análisis de este artículo, la revelación de los escombros, negados una vez más a través del lenguaje, permitirá el artificio de la ruina que impondrá su consecuente nostalgia. La ciudad, la geografía colombiana, los indicios de modernidad, la violencia y la destrucción de un pasado idílico, entre otros, son elementos que dan cuenta de la negación de los escombros y, además, resaltan el olvido imperecedero, la muerte y la historia como locura. Por esta razón,

[…] los escombros acumulados por la historia reciente y las ruinas surgidas del pasado no guardan parecido. Hay una gran distancia entre el tiempo histórico de la destrucción, que nos relata la locura de la historia […] y el tiempo puro, el «tiempo en ruinas», las ruinas del tiempo que ha perdido la historia o que la historia ha perdido (Augé, 2003, p. 154).

Siguiendo a Augé, se observa que la novela de Vallejo evidencia y complejiza la separación de esos dos tiempos. El tiempo de la destrucción es el fenómeno de la violencia política, de la narcoviolencia y la imagen de una nación saqueada que Fernando querella con regularidad desde su barranca profética:

Ahí, instalados en esa atalaya desde donde dominábamos a Colombia y sus miserias, hablábamos por horas y horas de nuestra pobre patria, de nuestra patria exangüe que se nos estaba yendo entre derramamientos de sangre y de petróleo saqueada por los funcionarios, sobornada por el narcotráfico, dinamitada por la guerrilla (Vallejo, 2019, p. 76).

El tiempo en ruinas, paralelo a la locura de la historia, es originalmente representado por la conciencia de un tiempo que llega desde la ruina hermoseada que, para el caso del texto analizado, es la palabra que queda, la obra literaria que permanece y atestigua las ruinas del tiempo. El problema de la locura de la historia sucinta en una vida familiar, incluso nacional, encuentra su relevancia en la virtualidad del relato y en el tiempo de la narración, que es topológico porque «busca asociaciones entre objetos, ideas o entes que se dan simultáneamente, en esa “superficie o volumen de puntos del acontecimiento presente”, aunque algunos de esos objetos, ideas o entes hayan sido originados hace siglos y otros hace apenas un minuto» (Fernández Mallo, 2018, p. 168). Esta forma de temporalidad es un encuadre que posibilita, de alguna manera, apreciar un vestigio de lo que podría llamarse el presente de la narración que ha sido borroneado en la novela. El sujeto enunciador nutre sus confesiones de las relaciones entre elementos (ideas, nociones, juicios, cosas) que se dan de manera sincrónica en el espacio simbólico y literario presente. De esta manera, favorece la transición del tiempo y el encuadre de la memoria; por eso, la huella del presente no perpetúa instantes, antes bien, los episodios atemporales discurren con el relato, con las palabras.

La laceración que provoca la sociedad heteronormativa en el individuo; la exclusión del cuerpo seropositivo, como lo dijo Falconí (2017), porque Darío solo es ayudado por ese «otro» igual a él y no por el «otro» diferente que se relaciona con la generalidad; todo esto, sumado a la noción e interpretación del espacio «casa» y del espacio «ciudad» y las ideas refractarias del sujeto, confluyen en un instante: el instante de la obra-ruina. Porque en el tiempo topológico «la memoria no es un archivo al que acudir para “saber qué ocurrió”, sino que realiza el movimiento inverso: el pasado viene al presente para construirnos hoy, para hablarnos de cómo somos hoy» (Fernández Mallo, 2018, p. 168), como sucede en El desbarrancadero. Para comprobar lo anterior, basta darle una mirada a la manera en la que el autor habla de la historia de Colombia, sectaria y violenta, de una forma que podría llamarse como un himno de lo banal: el «himno al machete». Una construcción literaria en cuya glorificación paródica el mismo sujeto enunciador se presenta como la memoria histórica de la nación en el presente, haciendo ese movimiento inverso del tiempo al que se refirió Fernández Mallo:

¡Cómo hemos progresado en estos años! Antes nos bajábamos la cabeza a machete, hoy nos despachamos con mini- Uzis. Y remontando el río del tiempo, a contracorriente de sus apuradas aguas que me quieren arrastrar, empecinadas, a la muerte, volvía los ojos a mi niñez, a los descabezaderos de la noche en mi niñez cuando el machete tomaba posesión de Colombia. Machete conservador o liberal, compatriota, paisano, hermano, que saltabas desde el rastrojo a mansalva a cortar los fríos rayos de la luna con tu filo rojo de sangre, ya te cambiaron, ya te olvidaron, pero yo no, aquí estoy yo, el que nunca olvido para rezarte y evocarte y recordarte y recordarle a tu Colombia desmemoriada, ingrata, que tú exististe un día en que fuiste el rey de la noche (Vallejo, 2019, p. 114).

En la novela de Vallejo la memoria es una construcción literaria que se da a partir de ese confluir simultáneo de ideas y unidades de sentido real, con el que se desnuda el estado actual del espacio, la patria, la familia y el individuo. Y en esa construcción es, al parecer, imposible para Vallejo conciliar zonas de escombros en las que se dividió la nación, ineludibles también al recuerdo y a la infancia perdida; y peor aún, conciliar la fatal decadencia del sujeto con el espacio hospitalario del hogar, degradación del individuo que se dio, en gran parte, por las delimitaciones del sistema heteronormativo. Por eso, en Vallejo, desde arriba, «the space of his primary perception is ethereal and homey. Yet it becomes deadly for gay subjects because the internal relations defining the site are structured around tropes of heteronormative oedipality that inevitably fracture functional conceptions of home» (Arias, 2009, p. 235).

La obra es, en este sentido, «fragmento de literatura», imagen de la transgresión y de la fatalidad, y figura de «todas aquellas palabras que apuntan y hacen señas hacia la literatura» (Foucault, 1996, p. 69). Porque tras la irrupción de la palabra y la configuración del sentido del tiempo topológico, el sujeto puede contemplar el tiempo puro de la obra-ruina y lo que configura, en esencia, un pasado y presente dolorosos, sin posibilidad de reconciliación. El presente topológico pasa a ser parte fundamental del «tiempo puro» del que habló Augé. La obra-ruina es no solo la formulación de la destrucción de los escombros y la consolidación de la ruina, sino también la petrificación del espacio real y de la historia que puede ser refrendado en la confesión y en la novela como posible alegoría8. Los escombros del entorno en El desbarrancadero, invisibilizados por las nociones de «progreso» y de decantación del espacio en un país en «vías de desarrollo», como se ha llamado a la irrupción capitalista en las naciones latinoamericanas, conforman una masa sólida de enunciación.

Solo el acometimiento de la palabra en tono confesional hace visible la delimitación primigenia del narrador; delimitación que se aleja de un presente devastado y que se configura en mito, en mera ficción o en recuerdo, como lo expresó Henri Lefebvre (2013). El espacio como «producto (social)», llamado así por el filósofo francés, concreta la posibilidad de una naturaleza agonizante, una utopía negativa: el entorno o simple «materia prima» del capitalismo para modelar su espacio se resiste y, aunque «infinita en su profundidad, la naturaleza ha sido sin embargo vencida y ahora espera su evacuación y destrucción» (p. 90).

La esfera de la confesión necesariamente pasará por una denominada figuración de la virtualidad; es decir, por la apreciación y manipulación del «foco virtual» (Deleuze, 2002, p. 158) que visualiza la materia prima, o el espacio devastado que sobrevive como quimera, de acuerdo con Lefebvre, en donde el sujeto dispersa su acción devoradora de la realidad para presentarla provista de su «nueva naturaleza» en la obra-ruina. Deleuze (2002) definió el objeto virtual como un

[…] objeto parcial, no por el simple hecho de carecer de una parte que permanece en lo real, sino en sí mismo y por sí mismo, porque se escinde, se desdobla en dos partes virtuales, una de las cuales, siempre, falta a la otra. En una palabra, lo virtual no está sometido al carácter global que afecta los objetos reales. Es, no sólo por su origen, sino en su naturaleza propia, jirón, fragmento, despojo (p. 160).

Por su naturaleza, la presencialidad del escombro -fragmento, despojo- en la obra es una carencia del espacio de lo real, del mundo que Vallejo intentó focalizar desde su traza virtual. La parte que falta a la otra en lo virtual, dentro del tiempo novelesco, es más bien una presencialidad pasiva que delimita una nueva construcción de sentido, sustrayendo una fracción importante de la presencialidad activa contenida en lo real. Por eso, el sujeto contempla desde su intersticio el presente subjetivo que ha creado; por eso el narrador se instala en ese presente y, de forma asimétrica, según Deleuze (2002), «va del pasado al futuro en el presente; por consiguiente, de lo particular a lo general, y, por ese camino, orienta la flecha del tiempo» (p. 120). Así se explican los saltos en el tiempo que realiza la novela y la misma concepción topológica de este.

Así pueden concebirse, también, las zonas intermedias desde donde el autor focaliza el mundo devastado - es decir, la escombrera del entorno- en la actualidad del relato, y rescata, haciendo ese movimiento que va del pasado al futuro mientras está instalado en el presente, la basura que intenta poner en evidencia. El desdoblamiento del objeto virtual hará que este sea siempre el faltante no solo de aquello que pretende emular, sino de su misma privación, de su propia desazón. Se entiende, entonces, por qué en la obra de Vallejo se recrimina, se insulta, se transgrede, pero siempre se extraña y se ama. Por eso, tanto la novela como todas las diatribas de Vallejo se conciben como una cantaleta, como una provocación que se da por la total indefinición y el borramiento de la línea que separa el espacio de la ficción con el de la realidad. La confesión vallejiana, en sí misma, viene a ser fragmento, es ruina de la ruina; es decir, ruina que se instituye a partir de la demolición de los escombros.

Y esta característica la obtiene de la virtualidad de la perspectiva que se ha fundado en la novela, con la que puede, de manera exponencial, conducir a los lectores a los fondos del resentimiento: la mala madre, la mala patria, la religión, las condiciones heteronormativas, la imposibilidad de la felicidad. La metáfora de la progenitora del caos, que es también la madre patria, la religión madre y la bestia de La puta de Babilonia, está en el diálogo confesional que levanta su queja a la vez que realiza el acto de transgresión: «Y miré hacia arriba, hacia la planta alta donde estaba la bestia. Asomada estaba a la ventana de la biblioteca que daba al jardín, atalayando el mundo» (Vallejo, 2019, p. 22). La confesión, como dice Zambrano (2011), sucede más por causas históricas que por causas individuales; la contrariedad de la vida y el espacio de la muerte revelan los desechos sobre los que se mueve continuamente el sujeto.

Allí se desencadena una terrible confusión que sobreviene «cuando el hombre ha sido demasiado humillado, cuando se ha cerrado en el rencor, cuando solo siente sobre sí “el peso de la existencia”» (Zambrano, 2011, p. 49), como evidentemente sucede con el personaje descreído y desarraigado de El desbarrancadero, prototipo y referencia del autor. El tono, por supuesto transgresor y marginal pero nostálgico a la vez, que delimita tanto la historia que se narra como la profundidad de la escombrera posmoderna de la nación, está estrechamente relacionado con la ruina del tiempo. Las intermediaciones producidas entre el recuerdo y la historia cataclísmica solo pueden existir en el objeto virtual, esencialmente pasado, en donde la vida es, simple y llanamente, un escombro de la muerte -expresión que solo podría postularse en un contexto narrativo virtual-, como lo dice el narrador cuando se refiere a Darío: «La dosis de la sulfaguanidina la calculé por el peso: ¿Si a una vaca de quinientos kilos se le da tanto, cuánto hay que darle a un cadáver de treinta» (Vallejo, 2019, p. 25). La existencia no es más que un apilamiento de cadáveres; de esta forma, la presencialidad virtual, tanto del autor como del narrador, pone en continua evidencia los escombros: «Comparando los despojos de mi hermano con los fríos resultados de la báscula llegué a una conclusión de física muy interesante: la Muerte pesa cada día menos y menos y menos» (p. 159). Vallejo resalta esos escombros mientras los demuele, para ubicarlos como ruinas embellecidas -frases, párrafos, la obra como tal- o jirones de palabras que sobreviven en un espacio del «entre» ubicado en medio de la vida y de la muerte: «Sentate Víctor y descansá que esto se acabó: papi ya se murió, y aunque creás que estoy vivo porque me estás leyendo, ¡cuánto hace que yo también estoy muerto! Hoy soy unas míseras palabras sobre un papel» (pp. 105-106); lo que un deleuzeano podría señalar como el devenir palabra, verbo o escritura del autor.

3. La basura y el espacio del «entre»

Fernando Vallejo se mueve en el tiempo de la ficción con habilidad y hace que esos movimientos no representen una linealidad cronológica; antes bien, su formulación de la historia, grávidamente atosigada en la memoria, es intransigente en relación con el orden constitutivo del tiempo que la representa. Por eso, el que regresa a Medellín es un hombre que ya murió en México cuando le avisaron de la muerte de su hermano Darío; el que volvió a morir cuando Fernando, el narrador, estaba a punto de dejar Colombia para siempre: «Entramos a una explanada.

¿Llano Grande? Las llantas del taxi seguían surcando los charcos, y la lluvia doliente cantando su salmodia. Sonó el teléfono y contesté: era Carlos para darme la noticia de que acababa de morir Darío» (p. 177). El tiempo adquiere, así, un carácter funcional que es sustancial y de alguna manera banal debido, en gran medida, a la parodia y al juego de la muerte.

Dentro de la parodización de la muerte, Fernando es un espectro. Junto a su hermano, se configura como cadáver viviente en la historia y en el tiempo puro de la obra-ruina, ubicándose en el espacio del «entre» para ejercer la confesión, ironizar; pero además, y esa es la razón principal de este apartado, para revelar la basura como elemento luminoso de los discursos de la realidad y la formalidad en un sistema complejo de enunciación. La basura, de acuerdo con Agustín Fernández Mallo (2018), es un despojo material o inmaterial que puede ser reamasado; es un residuo que la humanidad aprendió a reciclar y, dentro de lo simbólico y como sistema complejo, configurarse a partir de reabsorciones de residuos que realizan las sociedades. La basura se encuentra en el centro de esa red compleja de intercambios cuyo despliegue se realiza en los productos artísticos, conformando un «Realismo Complejo acotado al campo de los productos culturales, y, en concreto, a aquellos que rescatan los despojos y la chatarra que la cultura normativa deja a su paso» (p. 27).

Vallejo se ingenia una manera de interpelar y develar ese entramado de relaciones y sistemas reapropiados, pero también de esa red que se transforma al interior de las sociedades heteronormativas. De este modo, se crea una forma de enunciación que, a juicio de Derrida(2008), se da como signo de vida que desafía desde el lado de la muerte:

Me morí pues sin alcanzar a colgar y ahora, desde esta nada negra donde me paso lo que resta de la eternidad viendo los afanes del mundo y burlándome de sus embelecos, me pregunto por ociosidad una cosa: ¿de cuánto habrá sido la cuenta que le pasaron a Carlos porque no colgué? (Vallejo, 2019, p. 173).

Esta referencia a una presencialidad virtual en la nada, en la oquedad, o a un lugar en el tiempo eterno desde donde el sujeto de la virtualidad se resiste a dejar una esfera de realidad establece una zona intermedia que conecta con el objeto parcial deleuzeano y descubre las franjas residuales de la memoria. Es decir, el desdoblamiento del sujeto comprende un estado del ser que se separa de lo real para ubicarse como fragmento que interpela la cara moribunda de la historia y se burla de ella, como efectivamente sucede en la cita anterior. Con esa narración socarrona, Vallejo pareciera relacionar dos hemisferios en los que clasifica la basura develada en su enunciación: el primero de ellos es el hemisferio de las cosas banales o sin importancia sugeridas en su discurso. En esta área de lo trivial, sobreviene la ironía y la narración burlona que caracteriza al autor.

El sujeto que está del lado de la muerte -zona desde la que increpa el lado de la vida, pese a su condición- manifiesta la imposibilidad de liberarse del terror de la existencia, elemento tan marcado en la narrativa de Vallejo, por el simple hecho de estar atento a las cosas banales de la vida. La «nada negra» desde donde avizora los «embelecos» del mundo es ese sitio del «entre» que riñe con el presente y saca a la luz la basura reciclada por el sistema heteronormativo que provee la red compleja de enunciación. Por eso, el autor extrapola la vileza -y basura, a la vez- de tales sistemas que, para él, están configurados a partir de residuos de políticas homogeneizantes que desafían lo singular. Así las cosas, en un ejercicio controversial, crea un nuevo sistema en el que ataca lo que él llama la falsa moral, y envilece lo que el imaginario colectivo, la política o la religión han determinado como insignia en el proceso de reamasado de la basura. Se va en contravía de ese halo de basura que el discurso de lo bueno, de lo corriente, de lo sano y de aquello que la sociedad regularizada estandarizó:

[…] la botella de aguardiente pasa de muchacho en muchacho, de boca en boca. Cuando nos la acabamos Darío la lanza contra una roca y la botella vacía se deshace en añicos, como se había deshecho desde hacía tiempo, para nosotros, esta hipócrita moral (Vallejo, 2019, p. 163).

Sucede también con el mandamiento bíblico para la humanidad de multiplicarse y de llenar la tierra, efectuado a cabalidad por la madre de Fernando, al que replica con el enaltecimiento de la profesión de las prostitutas:

Eran las culebras, ranas, sapos que tenía adentro revolviéndosele con el nuevo hijo que venía en camino. Que dizque ella podía ser lo que quisieran, menos puta. Y ése era su gran orgullo. Las putas, muy señor mío, mientras no paran para mí son damas de mi más alta consideración (p. 147).

En El desbarrancadero existe esa separación de lo banal y de lo sustancial del discurso, y todo pasa por la representación satírica en la que el autor pone en la misma balanza lo desquiciado del mundo y sus delimitaciones normativas como sucesos realmente superficiales. Ese es el caso del binarismo bien/mal, que para el autor no es más que un simple patrón constituido por el poder para categorizar, excluir y castigar. Este asunto es trivial para Vallejo, por eso lo interpela en la narración a través de un juego tierno que Fernando realiza con su abuelita, para quien «su mundo era una lucha inacabable entre los buenos buenos y los malos malos. ¿Y yo, abuelita, dónde estaba? ¿Entre los buenos? ¿O entre los malos?» (p. 112). La presencia de la abuela amada en esta cita no es gratuita. Propone desenterrar de la complejidad del recuerdo un estado primigenio de conciencia, afectado por el reamasado de la basura de una moral religiosa que llega como discurso inobjetable a través de la religión y la política. Vallejo recurre al ser amado quizás para alertar sobre esa tipificación y exclusión que, como autor, lo llevó al autoexilio y al rompimiento con su nación.

El otro hemisferio es el que se origina en una esfera más elevada, en donde el sujeto enfoca su mirada hacia las grandes fuerzas que dominan lo social, lo político, lo económico y lo cultural. Para objetar tales discursos, el autor empleará los elementos estéticos satíricos del primer hemisferio, en una mezcla casi que imperceptible y a contrapelo de las literaturas realistas que dominaron la segunda mitad del siglo xix y los comienzos del xx. La revelación de la basura en El desbarrancadero configura, pues, un sistema de enunciación que pone en evidencia la conformación de regímenes constitutivos de «orden» posicionados como límpidos e inescrutables, y que Fernando Vallejo impugna para descubrir en ellos los materiales residuales que los componen. De acuerdo con Fernández Mallo (2018),

[…] la historia de las artes, la historia de los movimientos sociales, la historia de los Estados, la Historia misma, no es pues ese supuesto anhelo de progreso cifrado en la continua purificación y refinamiento de sus productos, sino -y he aquí lo que nos interesa- todo lo contrario, el reamasado y la resignificación de lo que en cada caso es considerado residuo. El mundo conocido no es un despliegue de inmaculadas esencias de una cultura, no es el avance de esa representación del mundo que acostumbra a separar las cosas en enfrentados y metafísicos pares tales como bueno/malo, interior/exterior, real/ideal, ficción/realidad, naturaleza/cultura, etcétera, sino que se trata del límite grueso, extenso, dotado de la materia residual de ambas partes (pp. 136-137).

El discurso literario vallejiano privilegia esas propiedades residuales de los binarismos con el uso bien intensificado de la sátira. La novela, por ejemplo, elimina la línea divisoria del binarismo ficción/realidad para interpelarlo. No hay un punto de quiebre. El desbarrancadero es ficción y realidad porque se mueve por el grueso de la basura del binarismo, y al hacer este movimiento toda la basura viene a detractar, pero también a ser cuestionada porque es residuo del empeño supremo normativo. La presencialidad virtual que le permite al sujeto de la enunciación cruzar las Líneas Año Cero de las cosas y ubicarse en la zona del «entre», desde donde el ente narrativo avizora y rebate el mundo que intenta demoler a través de la confesión, es un elemento que Vallejo ensambla artificiosamente para crear el lenguaje mordaz y provocador con el cual acomete contra la asepsia y el refinamiento de la basura como discurso de poder.

En cuanto a lo religioso, por ejemplo, Vallejo trastoca el sistema: a la divinidad la bendice por el mal que pueda traer a los hombres, y al ordenamiento social y religioso que se instala como «puro» y se erige como órgano normativo y reprobador lo pone frente a su prohibición, y lo cuestiona -con el humor vallejiano característico- por no someterse a la nueva regulación que él, como palabra demoledora y reconstitutiva, ha configurado:

Y mientras el humo arcano le iba enturbiando el alma se puso a recordar un muchacho negro buenísimo que nos habíamos conseguido en el Central Park de Nueva York […] lo pusimos entre los dos en medio de la cama… -Y nos lo pasábamos del uno al otro como pelota de ping-pong. ¡Qué noche más caliente, hermano! Y me puse a bendecir a Dios que nos había dado esa belleza y tantas otras, inmerecidamente, y a maldecir de este Papa santurrón que se las da de ecuménico. ¡A ver! ¡Cuándo este tubérculo blancuzco se ha acostado con un negro! (Vallejo, 2019, p. 132).

Entonces, la basura se hace presente en todos los escenarios y discursos que estructuran las imbricadas formas de dominación, regulación y producción de la cultura. Lo anterior se debe a que Vallejo dilucida el presente moviéndose hacia el pasado, temporalidad en donde se apropia artísticamente del «lado blando de los residuos», conforme a sus «movimientos de ida a lugares culturalmente poco valorizados para regresar con algo que interprete nuestro presente» (Fernández Mallo, 2018, p. 20). La pesadez del mundo, la molesta existencia, la eterna denuncia del caos colombiano y su génesis son, primordialmente, ese material blando, basura, al fin y al cabo, que el autor -paleontólogo- debe reconstruir y proferir a través de la confesión y el uso descomunal de la ironía. Ahora bien, cuando el narrador reflexiona en el tiempo puro que es «ese tiempo sin historia del que únicamente puede tomar conciencia el individuo y del que puede obtener una fugaz intuición gracias al espectáculo de las ruinas» (Augé, 2003, p. 47), aparece la nostalgia como elemento inversor de la confesión y de la ironía.

El movimiento en el tiempo no-lineal ya no tendrá esa apariencia paródica que se aviva desde la zona del «entre», sino el carácter melancólico que recuerda el origen, caracterizado por el estado de inocencia y la posterior pérdida de la esperanza en que se aúnan los escombros de la nación. Las casitas antioqueñas cercanas a la vía que lleva hacia Medellín desde el aeropuerto, observadas por Fernando desde el taxi, exacerban dicha nostalgia:

Y constataba con dolor que el tiempo infame aún no las había tumbado sólo para burlarse de mí, para recordarme lo que yo había sido un día, y conmigo Colombia entera, unos niños locos, que ya no seríamos más porque habíamos envejecido y perdido, para siempre, la inocencia, y con la inocencia la esperanza (Vallejo, 2019, p. 128).

Los escombros que retan el «progreso» estatal en El desbarrancadero, pero sobre todo la basura como halo que va quedando de las utopías del paraíso sobre las que se fundó la nación, o como enclave de una «superposición de elementos» (Fernández Mallo, 2018, p. 135) que al final vienen a ser el denominado reapropiacionismo de los discursos heteronormativos, consienten la configuración de la nostalgia y la vivencia de la experiencia del tiempo. El objetivo principal de una enunciación así, relacionada con el tiempo puro, es el de crear estados de convergencia en todos los niveles en los que se somete a la muerte a una forma espectral de enunciación para efectuar movimientos en el tiempo que traspasan las Líneas Año Cero de las cosas, y postular que la base del sistema sobre el que se ha construido una presunta sociedad moderna y civilizada es la basura.

El cadáver o los cadáveres -escombros y no ruinas- que hablan en la obra y se revelan al lector como escritura fantasmagórica, tienen, al parecer, una finalidad estética: develar el tiempo puro del que habló Augé, que no es ya historia sino tiempo, como sucede cuando Fernando encuentra a su hermano Darío hojeando el «cementerio» circunscrito en las fotografías. Ahí se evoca ese tiempo; es decir, el tiempo primigenio o el vivir la experiencia del tiempo que privilegia la riqueza de la historia de los personajes, pero también, por momentos y con la referencia a ese tiempo, se aleja de la «decadencia incontenible de la historia» expresada por Benjamin:

-¿Darío? -llamé angustiado, pero no me contestó. Corrí a su cuarto y no estaba. Lo encontré abajo en el jardín bajo el sol mañanero hojeando un viejo álbum de fotos. Marchitas fotos, descoloridas fotos de lo que un día fuimos en el amanecer del mundo (Vallejo, 2019, pp. 144-145).

El desbarrancadero es ese «espectáculo de las ruinas» que mencionó Augé, por ser la ruina pura. Es la obra- ruina en la que el tiempo sin historia se resuelve como experiencia y la existencia se vuelve insondable, motivo por el que se torna insoportable. Zambrano (2011) declaró que cuando esto sucede, el hombre necesita «que su propia vida se le revele» (p. 49), porque quien se confiesa no busca el tiempo del arte, que es el remedo de la creación divina, sino «otro tiempo igualmente real que el suyo» (p. 46). Tales son las correrías de Vallejo en sus autoficciones. Las razones por las que es conocido el autor tienen que ver con esa cualidad demoledora del absurdo y una propuesta de reparación del sistema planteada en la ficción, con la que contraviene la basura de los entes molares del poder y su esgrimida o supuesta excelencia.

Ese sistema de pensamiento o resarcimiento, también considerado un absurdo, discurre en un tiempo alterno tan real como el tiempo del autor. Es una forma de movimiento exocéntrico para traer al presente la basura que el autor-personaje rescata en el tiempo puro. Por eso, El desbarrancadero exhibe la basura como componente esencial de la materia de la novela. La exclusión, la difamación, la persecución y todas las formas discursivas y fácticas de autoridad, que para el sujeto de la confesión se dan en las sociedades posmodernas, son develadas en la novela como consecuencias del reapropiacionismo de modelos o formulaciones utópicas de excelsitud, y la puesta en escena de una pretendida depuración comunal mediante la normatividad, al mismo tiempo que el individuo se desbarranca en oposición a esas pretendidas maneras de profilaxis.

4. A modo de conclusión: la obra-ruina y la «destrucción/reparación»

En Vallejo, una vez efectuada la doble negación -es decir, después de la destrucción de los escombros-, se erigió la ruina como reparación y proposición de un espacio o de una realidad alterna a la del sujeto. La narración demoledora que esgrimió la palabra como ruina superviviente se encuadró en ese espacio en el que solo fue posible avistar la obra-ruina como producto de una fuerte tensión con el sistema posmoderno, sistema que siempre intentará borronear las consecuencias de la locura de la historia y salvaguardar la denominada «pureza» de las instituciones del poder. La palabra, como lo dijo Foucault, es la transgresión del espacio literario, por lo que una obra literaria es la superposición y el reamasado de la basura de todos los elementos objetuales, culturales, sociales, políticos e ideológicos. Para este análisis, la novela se reveló como monumento que conjuró el mismo tiempo de la transgresión, porque ella, límpida y vertical, se instauró como enclave virtual para discernir el modelo de representación del pasado que la obra-ruina constituyó. Los escombros que Vallejo exteriorizó desde el espacio del «entre», gracias al lenguaje que es también jirón y fragmento, ahora son negados y expurgados en todas sus formas para dar paso al lenguaje de la ruina.

La confluencia de los escombros, de la basura y demás elementos relacionados con el sentido del relato y con la experiencia directa del sujeto en el tiempo en un solo momento -el instante del espacio literario- indica el artificio de la obra-ruina cual monumento de la historia del sujeto y de su tradición como una acertada formulación estilística del autor para retomar el tiempo puro de su experiencia. Además, ello habla de que el escritor derribó los escombros que la locura de la historia dejó a su paso y, en su lugar, preparó la obra-ruina con la que esgrimió el encuadre o tribuna para incitar «las articulaciones de la memoria misma. Así, de la materialidad de lo observado, se abre en la memoria un movimiento entre pasado y presente» (Masiello, 2010, p. 100), avistado también por el público lector que visita la obra-ruina, donde es posible detentar los movimientos del tiempo puro en la experiencia individual y en la propia conciencia que el sujeto tiene del tiempo.

La novela de Vallejo propone ese viaje del tiempo tan necesario para reivindicar la vida en un espacio en el que predomina la trama de la muerte y, sobre todo, en el restallar de la locura de la historia en una sociedad como la colombiana. En El desbarrancadero, si bien Vallejo declaró la imposibilidad del sujeto para alcanzar un pasado perdido, propuso su propia experiencia sobre un tiempo remoto que nunca tocaría en directo, haciéndose entender con la ruina y descubriendo, a través de esta, un despliegue temporal (Masiello, 2010, p. 101) desde la presencialidad virtual y su espacio del «entre». Se pudo observar que el binarismo destrucción/reparación hace parte de la estructura real y ficcional de la obra de Vallejo, porque el escritor situó en un primer plano los escombros de una sociedad posmoderna para objetarlos a través del lenguaje, con la finalidad expresa de verticalizar la obra- ruina como un balbuceo literario del rostro de la tragedia en el profundo espacio de la confesión.

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1Agradecimientos a la Dra. Mariela Fuentes Leal, de la Universidad de Concepción (Chile), por su valioso aporte durante y después de la escritura preliminar de este artículo.

3Existen varios estudios que se encargan de dilucidar la relación entre la escritura de Fernando Vallejo y la muerte. Santiago Uhía (2015) expresó que la crítica especializada trata el asunto como un eje temático relacionado con la violencia extrema. Para Uhía, Vallejo constata que «no es posible revivir a los muertos con la escritura, pero la muerte, en cambio es un ser de lenguaje con el que se puede jugar, acercársele en el texto y alejarse mediante los mecanismos literarios que construyen su representación» (s. p.). Por otro lado, Martínez y Faúndez (2019) afirmaron que «la interrogación sobre la muerte propia, la interpelación a la muerte y la exorcización del terror que produce el instante supremo pareciera ser posible a partir de la proximidad que el sujeto establece con la muerte del otro, al que Vallejo reconoce e invita a habitar en el espacio hospitalario de su escritura» (p. 126), argumento que entregan los autores en una abierta lectura del problema de los animales en el escritor colombiano.

4Edwin Padilla (2020) señaló que en sus obras Fernando Vallejo ejerce una función nominadora como actividad política de la literatura, para hacer frente a un imaginario utópico colombiano: «Esta nominación es opuesta a la apropiación democrática del entorno que hace el ciudadano común del espacio que habita y que es traducido por el creador inspirado» (p. 156).

5En su Teoría general de la basura, Fernández Mallo (2018) dice que la «Línea Año Cero de las cosas existe en tanto que ante cualquier objeto o concepto, o ante cualquier “trozo de humanidad”, el individuo cree ver más allá; un territorio cargado de promesas que se hacen reales en tanto son incorporadas a la experiencia cotidiana» (p. 17).

6Las cursivas de esta cita (y de las siguientes) son propias.

7En esta obra, Gordillo (2014) señala: «We know that the destruction of space creates rubble. But what is created when rubble is destroyed? The destruction of ruins can be conceptualized as the negation of an object that had already been negated » (p. 119). Para su afirmación, Gordillo retoma los postulados de Hegel (2010) —quien habla de una «negación de la negación» (p. 119)— y de Adorno (1973), que afirmó lo siguiente: «To negate a negation does not bring about its reversal; it proves, rather, that the negation was not negative enough» (pp. 159-160).

8Por su carácter representacional, por su invectiva, por su manera de expresar un concepto y una idea, pero principalmente por problematizar la historia como el rostro de un cadáver —es decir, una historia demarcada por el sufrimiento y la muerte—, El desbarrancadero podría ser estudiada como obra de arte bajo los parámetros del discurso alegórico. Porque en El origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin (2006) expresa que «la historia no se plasma ciertamente como proceso de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible. La alegoría se reconoce en ello mucho más allá de la belleza. Las alegorías son en el reino de los pensamientos lo que las ruinas en el reino de las cosas» (p. 396).

*Cómo citar: Padilla Villada, E. M. (2021). Basura, escombros y ruinas: las líneas exocéntricas del discurso destrucción/reparación en El desbarrancadero, de Fernando Vallejo (1942). Lingüística Y Literatura, 42(79), 401-417. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n79a22

2Magíster en Literatura por la Universidad Pontificia Bolivariana (Colombia) y candidato a Doctor en Literatura Latinoamericana de la Universidad de Concepción (Chile).

Recibido: 11 de Agosto de 2020; Aprobado: 19 de Octubre de 2020

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