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Lingüística y Literatura

versão impressa ISSN 0120-5587versão On-line ISSN 2422-3174

Linguist.lit.  no.80 Medellìn jul./dez. 2021  Epub 06-Dez-2022

https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n80a04 

Estudios literarios

LA CRÍTICA LITERARIA SOBRE LA LITERATURA DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA: APROXIMACIÓN A UNA REEVALUACIÓN1 *

LITERARY CRITICISM ABOUT LITERATURE OF LA VIOLENCIA IN COLOMBIA: AN APPROXIMATIVE RE-EVALUATION

José Manuel Betancur Echavarría1  * 

1Universidad de Antioquia (Colombia) josem.betancur@udea.edu.co


Resumen:

En este artículo se revisan los principales postulados de la crítica literaria sobre la narrativa de la Violencia en Colombia con el fin de señalar algunas de las imprecisiones que se han transmitido y consolidado en la comprensión del fenómeno. A través del análisis del contexto literario colombiano para la época se pretende comprender las causas que desembocan en dichas imprecisiones. Asimismo, se busca reevaluar el uso que estos estudios críticos le han dado al concepto de «testimonio», fundamental para la evaluación literaria de las obras que componen el corpus de la literatura de la Violencia.

Palabras clave: literatura de la Violencia; género testimonial; violencia bipartidista; crítica literaria

Abstract:

This article aims to review the main postulates of literary criticism about the narrative of la Violencia in Colombia in order to point out some of the most common inaccuracies that have been transmitted and consolidated in the understanding of this phenomenon. Through the analysis of the Colombian literary context of that time, this paper seeks to understand the causes that lead to such inaccuracies. Furthermore, it searches to reevaluate the use that these critical studies have given to the concept of «testimony», essential for the literary evaluation of the novels that compose the corpus of literature of la Violencia.

Key words: literature of la Violencia; testimonial genre; bipartisan violence; literary criticism

1. Introducción

A mediados del siglo pasado, tiene lugar en Colombia el período conocido como la Violencia, producto del enfrentamiento entre los sectores liberales y conservadores de la sociedad después del asesinato del caudillo político Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Debido a la vertiginosa expansión del fenómeno a lo largo del territorio nacional y a la brutalidad de la pugna bipartidista, rápidamente se generan manifestaciones culturales que, a través de formas artísticas, buscan asimilar el conflicto. En este contexto surge la literatura de la Violencia, la cual tiene repercusiones importantes en el panorama literario nacional, como la masificación del género novelístico y su inscripción dentro de lo que se conoce como «literatura de compromiso».

Esta nueva narrativa suscita un fuerte interés crítico que se manifiesta con ímpetu en la segunda mitad del siglo xx para luego decaer entrado el siglo xxi. En consecuencia, durante el período referido surgen gran cantidad de estudios literarios sobre el tema concentrados, sobre todo, en el origen, definición y taxonomía de las manifestaciones literarias de la época; y en el establecimiento de un corpus de obras para sustentar las hipótesis que al respecto se plantean. No obstante, a excepción de los estudios más recientes como los de Óscar Osorio (2006) y Leonardo Monroy (2011), estos análisis críticos consolidan y transmiten diversas imprecisiones que repercuten negativamente en la visibilidad de las novelas consideradas testimoniales, al tiempo que buscan establecer un canon literario colombiano basado en las obras de los autores más respetados para la época, como lo son Gabriel García Márquez, Manuel Mejía Vallejo y Eduardo Caballero Calderón.

En efecto, los escritores y críticos que se manifiestan sobre el tema, desde García Márquez y Hernando Téllez hasta Augusto Escobar Mesa, hacen un uso inadecuado y discriminatorio del concepto de «literatura testimonial», lo que desemboca en la exclusión del panorama literario nacional de algunas obras consideradas testimoniales, al tiempo que se contribuye a la visibilidad de otras que pueden hacer parte de la dinámica de la llamada «literatura universal». El uso inadecuado del concepto de testimonio se debe a que estos análisis no se detienen a considerar las amplias discusiones teóricas que surgen sobre el término en Latinoamérica desde finales de la década de los sesenta hasta finales de los ochenta (Acedo Alonso, 2017) -aunque este marco temporal bien podría excusar esta imprecisión en los juicios de García Márquez (1959) y Hernando Téllez (1959), así como los trabajos de Gerardo Suárez Rondón (1966) y Gustavo Álvarez Gardeazábal (1970)-. Sin embargo, la importancia de estos comentarios y estudios críticos radica en el hecho de que inauguran el concepto de «literatura de la Violencia» y logran agrupar-descontando sus fallas metodológicas- una amplia cantidad de obras que circulaban previamente sin afiliación conceptual alguna. De igual manera, son los precursores de análisis con perspectivas críticas más amplias, como los de Osorio (2006), Monroy (2011), o Padilla Chasing (2017), que trascienden los postulados meramente estéticos sobre el corpus de la Violencia.

Si bien García Márquez y Téllez ya se habían acercado a la literatura de la Violencia en las discusiones públicas que sostuvieron a través de las publicaciones periódicas La Calle (1959) y Lecturas Dominicales (1959), no es sino hasta la aparición del estudio de Suárez Rendón (1966) que se comienza a tratar el fenómeno desde el ámbito académico y se establece una forma común para abordar el tema entre los críticos, forma fundamentada en divisiones grupales en las que se enmarcan las diversas obras de acuerdo a variables como su nivel estético, su correspondencia con la historiografía del conflicto bipartidista o el grado de profesionalización de sus autores. De esta manera, Suárez Rondón acusa la existencia de tres grupos principales y uno secundario, organizados en orden descendente bajo la condición de la última variable señalada: el primero de ellos recoge los autores de mérito reconocido -como los anteriormente mencionados y Manuel Zapata Olivella, Jaime Sanín Echeverri, Eduardo Santa, entre otros (Suárez Rendón, 1966)-, el segundo está conformado por escritores menores que «merecieron generosos elogios por parte de la crítica» (p. 141), y el último por aquellos «pavorosos engendros nacidos de la más lamentable irresponsabilidad frente al noble arte de novelar» (p. 142). Existe también una categoría inferior o secundaria desacreditada por el uso «grotesco del lenguaje» que, según el autor, caracteriza la mayoría de estas novelas (p. 142).

De forma similar, Álvarez Gardeazábal (1970) propone una triada que evoluciona desde la escritura testimonial, asociada a los autores sin talento, hasta la realización plenamente estética de esta novelística a cargo de los escritores consagrados para el momento -García Márquez, Mejía Vallejo y Caballero Calderón (-, pasando por una categoría intermedia en la cual «pueden agruparse solamente los que siendo escritores de profesión y no simples advenedizos […], intentaron asimilar el fenómeno, por cualquiera de sus aspectos, en busca de una categorización estética de él» (pp. 99-100). A este esquema de división triple se apega igualmente Fernando Ayala Poveda (1984) al proponer los siguientes grupos: el de los cronistas, compuestos por autores que no logran abordar el fenómeno estéticamente por no ser escritores de profesión y a quienes solo les interesa la denuncia directa contra los grupos inmersos en el conflicto ; el de los traductores o aquellos que se enfocan en la investigación social del fenómeno desde la historia académica ; y el de los creadores, quienes inauguran un «Realismo Testimonial» referente a la violencia y que consiguen superar la crónica para obtener un planteamiento estético sobre el fenómeno (p. 347).

En la misma vía taxonómica se encuentran los textos críticos de Laura Restrepo (1985) y Augusto Escobar Mesa (1997), aunque estos reducen el número de grupos para instaurar categorías de análisis más generales con base en el momento de producción de las obras. Para Restrepo, este tipo de literatura evoluciona lentamente desde un momento inicial caracterizado por la predominancia de la escritura testimonial y la fuerte necesidad de denuncia a través de los relatos escuetos del conflicto bipartidista, en el cual se produce una novelística deficiente desde un punto de vista eminentemente literario debido a la «proximidad excesiva de los hechos» (p. 125), lo que se refiere a una etapa temprana de la Violencia. De esto se desprende que esta producción alcanza cada vez mayor vuelo estético a medida que se distancia de los acontecimientos y se complejizan «las pautas estéticas y políticas asumidas por la propia novelística colombiana» (pp. 125-126).

Escobar Mesa, por su parte, secunda la estratificación cronológica de Restrepo cimentada en el efecto de distanciamiento entre la obra y el hecho histórico con los conceptos de literatura de la violencia y literatura sobre la violencia. Para este autor, el punto de ruptura entre ambas producciones se da a partir de 1958, cuando se publica El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez (Escobar Mesa, 1997, s.p.), lo que también reafirma la tendencia divisionaria de acuerdo con el nivel profesional de los escritores. Así, la literatura de la violencia se caracteriza por «un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético» (p. 116), mientras que en la literatura sobre la violencia el drama histórico se supedita a la reflexión consciente sobre el conflicto bipartidista, por lo cual el hecho estético se sobrepone al valor testimonial mediante construcciones narrativas polisémicas y dialógicas que superan la imaginería del terror que caracteriza al primer grupo.

A través de una revisión meticulosa del panorama crítico hasta ahora revisado, se extraen conclusiones importantes relativas a las imprecisiones anunciadas, pues la taxonomía propuesta para el análisis del corpus de la Violencia no da cuenta de las particularidades del concepto ni de las condiciones de posibilidad del contexto en el que surgen las obras que lo componen, así como tampoco explica el porqué del auge de esta narrativa. El primer grupo de críticos comentados -Suárez Rondón, Álvarez Gardeazábal y Ayala Poveda- enjuician de manera negativa las novelas consideradas testimoniales al prestarle una atención desmedida a la figura del escritor para explicar su mala calidad estética; por otra parte, sustentan sus juicios de valor en la desacreditación del lenguaje extremadamente gráfico de estas obras, lo cual se asocia a una estética neoclasicista del «buen gusto» elitista. El segundo grupo -Restrepo y Escobar Mesa- proponen un orden cronológico para entender la evolución estética de esta literatura, planteamiento que no se sostiene debido a que las obras no responden a un proceso de evolución positiva y siempre hacia una mejor calidad estética, de tal manera que estos dos autores incurren en una catalogación imprecisa del corpus. En conjunto, todos estos estudios omiten la importancia del fenómeno para la masificación del género novelístico en Colombia y tienden a asimilar las especificidades del discurso literario con la historiografía por medio del uso indiscriminado del concepto de testimonio, sobre el que no se ofrecen explicaciones teóricas.

La revisión de esta literatura es pertinente para ampliar la comprensión de la historiografía literaria colombiana y entender a mayor profundidad los avatares históricos que han influido en su producción. De igual modo, la revisión de los juicios críticos que han tenido lugar sobre el concepto puede aportar al esclarecimiento de la dinámica de construcción y consolidación de un canon literario nacional con tendencia a invisibilizar obras consideradas menores. ¿Cómo ha operado, entonces, la crítica literaria sobre la literatura de la Violencia en su desvalorización? Se intenta dar respuesta a esta pregunta de investigación por medio de una revisión del contexto literario nacional para la época y de la teoría sobre el género testimonial.

2. La literatura de la Violencia en el panorama literario nacional y su crítica literaria en la construcción del canon

A lo largo de la segunda mitad del siglo xx, con la pérdida de vigencia de la estética costumbrista tan útil para el proyecto nacional de la hegemonía política y cultural, y con una fuerte tendencia al idealismo de la vida cotidiana, opera en Colombia un cambio de paradigma importante para las letras nacionales, ya que las producciones novelísticas comienzan a desplazar hacia sí mismas el especial interés que recae sobre la poesía, lo que fuerza una nueva mirada estética para analizar las obras, «pues este género iba absorbiendo y haciendo evidentes los numerosos cambios estéticos y sociales, y difícilmente se adecuaba ya a las reglas con las cuales era evaluado, provenientes de la poesía» (Marín Colorado, 2015, p. 16). En el proceso que por fin independiza a la novela, tienen gran relevancia factores como el vínculo de los escritores con su realidad inmediata y su simpatía con el pueblo, posible gracias a la separación entre estos y los campos político y religioso, así como el cuestionamiento de las pautas estéticas de las élites. Asimismo, el establecimiento de la novela acelera la necesidad de la profesionalización de los escritores, cuya carencia es duramente señalada como una de las causas de la mala calidad estética de las obras, al menos para el caso de la literatura de la Violencia. En este contexto surgen las novelas de la Violencia, las cuales participan activamente de los procesos enunciados por medio de su fuerte compromiso con las víctimas del conflicto2 y la desideologización de la vida rural propia de la estética costumbrista.

Para Leonardo Monroy Zuluaga (2011), las deficiencias artísticas de la novelística de la Violencia se deben a que la mayoría de sus escritores «obviaron las discusiones en torno a las formas de reelaboración de la realidad, que ya se habían desarrollado en Europa, con la polémica en torno a la transparencia del lenguaje del realismo y el naturalismo» (p. 34); no obstante, bajo la perspectiva según la cual el afianzamiento de la novela como género autónomo se comienza a dar apenas para el momento en el que erosionan por completo los desencadenantes de la pugna bipartidista con el asesinato de Eliécer Gaitán, no es propicio responsabilizar a los autores de la Violencia de su carencia conceptual para tratar el período por medio de producciones plenamente estéticas, todavía más si se tienen en cuenta las dificultades del contexto para la profesionalización de los escritores. Además, si bien es un hecho que un amplio conocimiento sobre las discusiones en torno a las nuevas concepciones literarias facilita la producción de una buena obra, esto no garantiza su calidad estética, solamente asegura la escritura de una obra que se ajusta a las concepciones canónicas de la crítica literaria.

Este juicio sobre los escritores tampoco atiende al propósito explícito de esta narrativa, que viene como consecuencia lógica de la categoría de literatura testimonial: la denuncia directa, desde la postura política de cada autor, de los poderes dominantes detrás de la tragedia nacional, lo que ocasiona el rechazo de «lo que se considera sofisticaciones y primores superfluos del quehacer literario, por entendérselos como mecanismos para maquillar y aprestigiar una realidad corrompida y negativa» (Restrepo, 1985, p. 129). Afirmar que la deficiente calidad estética de las obras se debe a la inexperiencia de los autores de la época al tiempo que se acepta que los mismos no estaban interesados en adornar el discurso, expresa una contradicción que refleja una supeditación del contenido a la forma literaria. Para Augusto Escobar Mesa (1997), por ejemplo, «en esta novelística no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa»3, pues «no hay conciencia artística previa a la escritura: hay más bien una irresponsabilidad estética frente a la intención clara de denuncia» (p. 116).

Esta supeditación constituye uno de los motivos neurálgicos que desencadenan las valoraciones negativas sobre la literatura de la Violencia. Pese a que la representación de la realidad social inmediata propiciada por el auge de la novela pone fin al canon estético neoclasicista que tuvo vigencia durante la primera mitad del siglo XX en el país (Marín Colorado, 2015), y según el cual a la literatura le era vedado mostrar lo horrible, feo y violento, en la crítica literaria sobre la Violencia reaparece una postura similar a través de la cual se refuta explícitamente el uso del lenguaje directo que compone la gran mayoría de la novelística de la Violencia. Suárez Rendón (1966), por ejemplo, lo cataloga de «vulgar, obsceno y a veces pornográfico» (p. 142); Laura Restrepo, al igual que Escobar Mesa, plantea que las primeras obras del género componen «“inventarios” de muertos y horrores» (Restrepo, 1985, p. 126); aunque el juicio más representativo sobre los autores y el lenguaje lo realiza Augusto Escobar Mesa (1997), amparado en las opiniones de García Márquez, cuando afirma que

La mayoría de los escritores que viven la Violencia no tienen la suficiente experiencia para testimoniarla con cierta validez. El acontecimiento los seduce. Se quedan en el exhaustivo inventario de radiografías de las víctimas apaleadas o en la descripción sado-minuciosa de propiciar la muerte. Otros, García Márquez lo indica, se sienten más escritores de lo que son y sus terribles experiencias sucumben a la «retórica de la máquina de escribir». (p. 132).

La reaparición de esta postura neoclasicista responde a la consideración de que la literatura debía alcanzar su estatus de universalidad mediante el planteamiento de valores éticos universales que pudieran explicar, más que la realidad social inmediata, lo concerniente a la misteriosa condición humana y al mundo en el que esta se desenvuelve. Así pues, en contraposición a la literatura de la Violencia, la literatura sobre la Violencia -aquella categoría que agrupa las obras estéticamente bien logradas- propuesta por Augusto Escobar Mesa (1997), se caracteriza porque en ella «el drama histórico queda sujeto a la reflexión que se realice sobre el mismo, a la mirada crítica sobre la violencia que actúa como reguladora y a la vez como factor dinámico» al tiempo que «trasciende el marco de lo regional, explora todos los niveles posibles de la realidad» (pp. 126, 128). Según lo propuesto por Marín Colorado (2015), estos juicios críticos se dan en la medida que cambia la noción sobre la función de la literatura enarbolada en los períodos anteriores al contexto histórico anteriormente señalado, pues ahora «debía también configurar un discurso complejo, universal (más ético que ideológico), que se alejara de los debates políticos» (p. 26). Es por esta razón que la crítica literaria sobre la Violencia también le ha adjudicado la deficiencia estética de estas novelas a su fuerte adherencia al contexto histórico en el que se desarrollan, determinada por la necesidad evidente de denuncia política directa. Si bien es cierto que estos dos puntos -la adherencia a la historia y la denuncia- delimitan un marco referencial preciso para interpretar el trasfondo de los relatos, estas apreciaciones pasan por alto el papel determinante del lector al momento de simbolizar el contenido literario. En otras palabras, sugieren que las construcciones de esta novelística no tienen la capacidad de superar sus limitaciones historiográficas para generar múltiples sentidos de acuerdo al punto de vista de un lector determinado y a las épocas históricas en que sucede esta lectura hipotética. Para Roland Barthes (1966), las obras literarias no son hechos históricos, sino más bien antropológicos, en la medida en que ninguna historia puntual puede agotarlas.

No obstante, la importancia de la historia para el análisis literario es otra: no limita el discurso, como sugieren los estudios rastreados sobre la narrativa de la Violencia, sino que está llamada a enseñarle a la crítica la duración de los códigos secundarios necesarios para una adecuada exégesis del contenido literario. Es decir, hasta qué punto un determinado referente histórico puede explicar un rasgo de una obra y desde qué momento ese determinado referente debe ceder su lugar a otro que no rompa la lógica simbólica de la misma. Se puede pensar, entonces, que un país sumido en la violencia posee todos los referentes necesarios para actualizar el sentido de una obra que hable de la Violencia bipartidista. En esta medida, el juicio de Barthes (1966) sobre cierto sector de la crítica literaria parece acertado para el caso en cuestión:

Para esta crítica […] se trata de defender una especificidad puramente estética: quiere proteger en la obra un valor absoluto, indemne a cualquiera de esos «otros lados» despreciables que son la historia […] no quiere una obra constituida, sino una obra pura a la cual se evita todo compromiso con el mundo […]. El modelo de este estructuralismo es lisa y llanamente moral (p. 38).

La cita es adecuada, pues a pesar de que la crítica literaria sobre la Violencia se interesa en su momento por la dimensión histórica de las obras, esta ha constituido una categoría de análisis para, más que rastrear el sentido, enjuiciar la interpretación de los novelistas sobre el período histórico. Suárez Rondón (1966) manifiesta al respecto que «la primera condición para poder dar un juicio objetivo de los aciertos o los desaciertos de los novelistas en la interpretación del fenómeno de la violencia sería hacer una revisión histórica de los hechos que en las novelas aparecen reflejados.» (p. 108). Es necesario recordar que para Álvarez Gardeazábal (1970) la asimilación reflexiva de la Violencia por parte de los escritores implica una categorización estética de la misma, así como para Escobar Mesa (1997) los logros estéticos de la literatura sobre la violencia se deben a la reflexión crítica sobre este periodo. Cabe mencionar brevemente el papel que desempeñan el realismo y el naturalismo en las consideraciones críticas sobre el lenguaje y la fidelidad histórica de estas novelas. Laura Restrepo (1985) clasifica el corpus de las novelas testimoniales como «realismo burdo» (p. 126); por su parte, Álvarez Gardeazábal (1970) nota en ellas un rezago de estos movimientos en la literatura nacional cuando afirma que:

En plena mitad del siglo xx se escribe en Colombia en las formas y estilos del siglo xix. Para todos estos escritores parece como si no hubiese existido Proust, Joyce y Malraux. Ellos no pasaron de la formulación de los esquemas de Balzac y Maupassant, y los que más se adelantaron, llegaron a imitar a Zola en su crudo y seudocientífico naturalismo (p. 19).

Como lo afirma Marín Colorado (2015), «el naturalismo se veía como el culpable de que lo “feo”, lo “morboso”, lo “vulgar”, lo “pornográfico” (concerniente siempre a las clases populares) entrara a hacer parte de la obra literaria» (p. 17). Así pues, estas apreciaciones críticas se fundamentan en el «gusto», ese «servidor unánime de la moral y de la estética», que hace las veces de «un cómodo torniquete entre lo Bello y lo Bueno» (Barthes, 1966, p. 24); y no han permitido que se profundice demasiado en las particularidades de estas obras, de manera tal que la crítica literaria en torno a la narrativa de la Violencia no está hecha «ni de objetos (son demasiado prosaicos), ni de ideas (son demasiado abstractas), sino únicamente de valores» (p. 24).

Tal vez sea el estudio de Suárez Rondón (1966) el que mejor lo ejemplifique. Este concibe a la novela como «un esfuerzo más, digno de toda atención por cierto, por descubrir a ese gran desconocido que es el hombre, y por desentrañar toda la problemática de la sociedad en que vive» (p. 4). Desde esta perspectiva, Rendón juzga cuarenta novelas escritas entre 1946 y 1965: «pienso que la labor del novelista es demasiado grande y su misión demasiado sublime, para que se ponga al servicio de causa tan innoble»4 (p. 136); al referirse a los escritores advenedizos, dice que se aventuraron «irresponsablemente a profanar el arte de novelar» (p. 140). En otro grado más abajo sitúa a los escritores «que posiblemente ensayaron la pluma por primera vez, y quiera el cielo que no les vuelva a venir la tentación de repetir tan descabellada aventura» (p. 142); y sobre algunas obras propone que son «pavorosos engendros nacidos de la más lamentable irresponsabilidad frente al noble arte de novelar» (p. 142). Expresiones como «sublime» y «noble arte» para referirse al trabajo del buen escritor, y sus contrarias como «causa innoble», «profanar», «quiera el cielo que no […]» y «pavorosos engendros», hablan sobre la concepción sacralizada que tiene el autor de la literatura.

Aunque no solo se ha mutilado el sentido de las obras de la Violencia a través de los juicios sobre el lenguaje y la historia, sino también a través de la clasificación errónea que se ha propuesto para enmarcarlas. Esta clasificación puede ser temática, cuando se incluyen dentro del corpus obras que por su argumento no podrían estar allí, o cronológica, cuando sustenta divisiones temporales que pretenden explicar la calidad estética de las novelas. El primer tipo es el más numeroso y parece que, para el caso de las autores reconocidos y aclamados en el panorama literario nacional, su función es avalar el canon en detrimento de las obras consideradas testimoniales. El segundo tipo responde a los esquemas estéticos que se sustentan en la calidad profesional de los escritores.

Resulta difícil asegurar hasta qué punto la clasificación taxonómica de estos estudios críticos responde efectivamente a la totalidad de la revisión de las construcciones formales de las obras catalogadas como testimoniales. Por ejemplo, el trabajo realizado por Escobar Mesa (1997) fundamenta la taxonomía de la literatura de la Violencia por medio de un análisis que no llega directamente al contenido de estas novelas, sino que:

Basta con mirar ese «operador de señalamiento» de novelas, como llama Barthes el título, cuya función es la de marcar el comienzo del texto, de constituirlo en mercancía. Los nombres de la mayoría de esas novelas de la violencia enuncian la naturaleza de su materia narrativa, están ligadas a la contingencia de lo que sigue (pp. 116- 117).

Por mencionar algunos ejemplos, Escobar Mesa (1997) incluye dentro de este grupo obras como Ciudad enloquecida (1951) de Pablo Ruedas Arciniegas, El monstruo (1957) de Alberto Castaño, y ¿Quién mató a Dios? (1965) de Luis Enrique Osorio. Estas tres obras tienen en común el hecho de que contradicen por igual los conceptos de literatura de la Violencia y de literatura testimonial. Si se atiende a la definición de Leonardo Monroy Zuluaga (2011), según la cual la narrativa de la Violencia es «aquella en la que […] la trama central está dominada por los conflictos, personajes y escenas de la violencia bipartidista en Colombia» (p. 39), habría que excluir estas tres obras del corpus, pues tienen en común el hecho de que su trama central no se concentra en las escenas propias de Violencia: Ciudad enloquecida representa idílicamente la vida en el campo -asociada a la estética costumbrista-regionalista mencionada por Marín Colorado y al romanticismo-, no denuncia directamente a ninguna institución gubernamental y, además, no es en modo alguno un «exhaustivo inventario de las víctimas apaleadas» (Escobar Mesa, 1997, p. 132), pues no se detiene nunca en la «descripción sadominuciosa de [las formas de] propiciar la muerte» (p. 132) ya que en ella se busca matizar el lenguaje referido a la violencia por medio de construcciones poéticas; El monstruo, por su parte, es la historia de la evolución de un joven que desciende a la locura absoluta cuando decide absorberse por completo en el estudio de la medicina -pese a que Escobar Mesa arguya que es a causa de la Violencia- y genera un alter ego malvado propio de la literatura del doble; por último, los acontecimientos narrados en ¿Quién mató a Dios? tienen lugar desde la primera década de 1900 hasta la década de 1950 -hacia el final de la novela-, por lo que no dedica ni una página a la violencia bipartidista.

En el grupo de las obras bien logradas estéticamente -o sobre la Violencia-, Escobar Mesa (1997) incluye La casa grande (1952) de Álvaro Cepeda Samudio, La hojarasca (1955) y Cien años de soledad (1967), ambas de Gabriel García Márquez. Sin embargo, incluir estas obras dentro del corpus contradice el eje temático de la literatura de la Violencia. La casa grande, por ejemplo, hace referencia a la Masacre de las Bananeras (1928), suceso ocurrido veinte años antes del detonante del conflicto bipartidista, y desarrolla un tema que no se encuentra relacionado con el mismo. Igualmente, bajo el concepto en cuestión, el contenido de Cien años de soledad queda radicalmente mutilado. Óscar Osorio (2006) entiende que el concepto de narrativa de la Violencia funciona como categoría de orden diegético, por lo cual aquellas obras que giren en torno a cronotopos diferentes al periodo histórico de la Violencia no hacen parte del término, entre ellas, las tres últimas mencionadas.

Ahora bien, los errores de catalogación cronológicos se deben a dos factores principales en los que incurren, sobre todo, Augusto Escobar Mesa y Laura Restrepo. El primero de ellos se fundamenta en la idea de que, a medida que pasaba el tiempo, esta literatura se iba complejizando, es decir, que los escritores estaban cada vez mejor preparados; no obstante, no hay forma de asegurar que la evolución dada en estas novelas haya respondido a un proceso positivo de mejoramiento continuo. Por el contrario, esta producción es dispar y en ella se pueden encontrar obras tempranas de buena calidad, así como tardías de mala calidad (Osorio, 2006, p. 104). El segundo de ellos surge al considerar el concepto de literatura de la Violencia como categoría temporal que hace referencia a la publicación de las obras, y no tanto a su eje temático. Lógicamente, el inicio de esta literatura es inseparable del inicio de la Violencia, pero no así su final, de manera que se puede rastrear el origen de las obras en un momento determinado levemente antes o después del asesinato de Gaitán, pero no es posible proponer un año definitivo en el que estas obras se dejan de producir. Como categoría diegética, el concepto puede abarcar obras escritas después de 1965 siempre y cuando sus relatos se desarrollen en el período histórico de la Violencia y aborden directamente el conflicto (Monroy Zuluaga, 2011).

Hasta ahora se ha visto cómo la crítica literaria sobre la Violencia ha tratado de desprestigiar cierto sector -el mayoritario- de las obras que componen este corpus en aras de exaltar los logros estéticos de aquellas escritas por los autores representativos de la literatura colombiana. En dicho sentido, se puede decir que la crítica literaria de la Violencia escrita hasta finales del siglo pasado es «conformista», en términos de Roland Barthes (1966), debido a que únicamente se concentra en juzgar las obras con el fin de señalar la especificidad estética de la mismas, y en desdeñar completamente el análisis de sentidos que pueden producir si se las mira a través de una lectura holística. Para Leonardo Monroy (2011),

el afán clasificatorio tiene en ocasiones una intención punitiva: son más susceptibles de estudio aquellas obras que, con altos niveles de calidad estética y de reelaboración del tema de la violencia bipartidista, muestran los desvaríos de la condición humana y se acercan a una concepción mucho más literaria del lenguaje (p. 33).

Lo que sustenta el referido desdén de la crítica que sugiere la cita de Monroy, es el afán de visibilizar un corpus de obras que pudieran competir con la literatura universal. Además, por oposición a las obras «susceptibles de estudio», la cita señala cierto desinterés de la crítica por valorar esta producción desde una postura imparcial y objetiva que pudiera explicarla como fenómeno literario claramente respaldado por el gusto de los lectores de la época. Los análisis eminentemente esteticistas rastreados -los escritos hasta finales del siglo XX- no agotan la complejidad de esta narrativa; por el contrario, si bien señalan el fuerte compromiso de la misma con la realidad histórica inmediata, suscitan la idea de que se trata de un movimiento menor en las letras colombianas que no capta el interés del público lector. No obstante, esta producción se inscribe en un contexto en el cual es ampliamente leída y difundida puesto que está ligada indisolublemente a los relatos de las clases populares (Marín Colorado, 2015, p. 16), lo que cuestiona la hegemonía de las clases que ostentaron el poder discursivo y cultural hasta muy entrado el siglo pasado. Los logros estéticos del sector minoritario de la narrativa de la Violencia fueron posibles en su momento gracias a la ruptura con el canon y el poder político que caracterizó a esta producción.

3. La literatura testimonial y la narrativa de la Violencia

Los problemas para establecer un consenso teórico sobre lo que es un testimonio y las características que lo componen se manifiestan ya desde la búsqueda de su genealogía, como bien lo demuestra Acedo Alonso (2017). Según esta autora, la búsqueda de un origen para el testimonio ha derivado en dos corrientes principales. La primera argumenta que el género puede haber surgido con los trabajos de Walter Benjamin y Bertolt Brecht durante la década de los años treinta del siglo pasado, previo al auge del nazismo, cuando retoman las posturas del realismo social propugnado por escritores rusos como Arvatov y Maiakoivski, quienes defienden una literatura de hechos que dialogue con la realidad histórica pero que no tenga la necesidad de encarnar la verdad. La segunda postura sobre el origen del testimonio, en cabeza de autores como García (2003), emparenta el surgimiento del género con las crónicas de Indias escritas durante la conquista del continente americano, como pueden ser La brevísima relación de la destrucción de las indias (1552), de fray Bartolomé de Las Casas, o la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632), de Bernal Díaz del Castillo. Esta última postura se fundamenta en«una operación que, desde la teoría del género [de Derrida y Genette], y desde el método arqueológico, puede verse como prototípica para poder forjar un canon y validar un corpus» (Acedo Alonso, 2017, p. 53), es decir, que su interés consiste en lograr un concepto de testimonio como género literario, en aras de posibilitarle a la crítica la aplicación de los conceptos empleados desde la historiografía literaria.

Retomando, la clasificación genérica del testimonio es compleja. Los géneros, como categorías de análisis bajo las cuales se agrupa un conjunto de obras que comparten rasgos comunes, resultan bastante cerrados para abarcar producciones que son, en sí mismas, heterogéneas, híbridas, como es el caso de los productos testimoniales. Es por esta razón que Acedo Alonso (2017) problematiza la concepción del testimonio como un género literario, pues este «tiende a la hibridación y a establecer diálogos fructíferos -promovidos en el proceso de lectura- con otras formas expresivas, como son la autobiografía, las memorias, la entrevista, el relato etnográfico, la novela, etc.» (p. 57). A partir de esto la delimitación del género setorna improcedente por no distinguirse bien los campos de los que participa efectivamente el testimonio, es decir, no se revisa hasta qué punto se trata realmente de literatura o historia.

Contrario a Acedo Alonso, García (2003), como partidario de la segunda postura sobre el origen del testimonio, consiente en concebirlo como un subgénero de la novela basándose en las reflexiones de Mijaíl Bajtín en torno a la misma, de las cuales se origina, según García, la idea de que esta es el género el que interactúan por excelencia la ficción -vocación de la novela- y la historia -la novela como construcción paralela al desarrollo histórico de la sociedad-. De aquí surge la noción de que el testimonio no es propiamente historia, aunque se relaciona estrechamente con ella, ni tampoco ficción. De hecho, uno de los aspectos más complejos de abordar en torno a la idea de testimonio es la simbiosis que se produce entre ficción y realidad, mediatizada por el carácter ideológico y práctico de este discurso, es decir, la finalidad de denuncia que lo liga estrechamente a la vida política y social de los países en los que surge y propicia la discusión en torno a los límites entre política y estética (Acedo Alonso, 2017).

Como portador de la denuncia contra el estado corrupto del orden sociopolítico, el testimonio no puede, por tanto, partir desde las clases sociales privilegiadas -contra las cuales se dirige-; por el contrario, este tipo discursivo tiene un carácter proteico que encuentra su centro de gravedad en la representación colectivizante de la marginalidad a través de un individuo -testigo- (García, 2003) que testimonia en circunstancias privadas que encuentran proyección en la posibilidad de un cambio social efectivo, pues su ejercicio consiste en oponer resistencia al discurso histórico oficial y corregir sus impresiones. Para Blair Trujillo (2008), este tipo de discurso es un «modo alternativo de narrar la historia», diferente desde todo punto de vista a las construcciones monológicas de la historiografía oficial, pues admite en su seno la pluralidad a la vez que busca «el respeto por otras identidades» (p. 88). Además, al testigo tampoco le interesa que su discurso sea sometido a verificación a través de los métodos de la historiografía tradicional, pues no quiere insertarse en el discurso hegemónico legitimado por su capacidad de fabricar la verdad. En resumen, todo testimonio debe partir de un hecho «real» que se conoce a través de la narración de un testigo; sin embargo, la imposibilidad de comprobar la veracidad fáctica del hecho, sumada al poco interés de que la narración pueda ser absorbida por el discurso oficial, hacen que el testimonio no pueda ser comprendido exclusivamente desde la disciplina histórica.

Así pues, el testimonio se encuentra a medio camino entre la literatura propiamente dicha y la historia, razón por la cual en su seno admite gran variedad de discursos provenientes del periodismo, la sociología, la antropología, entre otros. Por esto, el testimonio requiere la presencia de un transcriptor letrado que ponga en escena lo contado por el testigo y organice el discurso conforme a las pautas estéticas y sociales de la comunidad a la que se le pretende presentar el producto, pues el testimonio requiere efectividad artística para abrirse espacio en la dinámica cultural (García, 2003). Esta efectividad a la que alude García, no obstante, va en consonancia con lo planteado por Laura Restrepo (1985) sobre el lenguaje: el testimonio renuncia voluntariamente al uso poético de este con el fin de acentuar la denuncia.

A la luz de esta introducción teórica, es difícil precisar hasta qué punto la novelística de la Violencia se ve enmarcada por las características principales del testimonio, pues muchas de las obras se componen de argumentos que rechazan su análisis bajo las premisas de este concepto. Algunas de ellas incumplen esas premisas al promover la denuncia política desde sectores privilegiados de la sociedad o al dirigirla contra elementos abstractos que no evidencian las causas y consecuencias del conflicto bipartidista. Otras son construcciones ficcionales a cabalidad que difícilmente podrían asociarse con el período histórico de la Violencia. Del primer grupo son representativas novelas como El monstruo (1954) de Carlos H. Pareja, o El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Corena: la primera no puede alcanzar el carácter colectivizante de los grupos marginales, puesto que el cuestionamiento al orden político se realiza por medio de sus protagonistas principales -César y Cristina-, quienes son representantes de la «pequeña burguesía intelectual y de la gran burguesía financia» (Restrepo, 1985, p. 137); la segunda también se escribe desde las clases privilegiadas, dirige su denuncia contra una supuesta condición genética del pueblo colombiano que lo inclina a cometer la maldad y, ficticiamente, aduce que el Bogotazo fue producto de la intromisión en la política colombiana de un país comunista llamado Risolandia.

Del segundo grupo hacen parte Ciudad enloquecida (1951) y ¿Quién mató a Dios? (1965). La primera de ellas -que también propone el punto de vista de las clases privilegiadas- se desarrolla en una ciudad ficticia llamada Locópolis, además de que, pese a que su título y su fecha de publicación la podrían asociar al Bogotazo, la obra no cuenta con elementos referenciales que así lo indiquen. Por otra parte, por su fuerte asociación con el romanticismo, el lenguaje empleado en esta novela alcanza un alto grado de poetización que no es propio de la escritura testimonial, como se indica más arriba. Así las cosas, la obra incumple tres características propias del género testimonial: la asociación directa con un hecho histórico concreto, el carácter colectivizante producto de la narración de un testigo perteneciente a las clases marginadas de la sociedad, y un uso no «arbitrario» -como dice García (2003, p. 22)- del lenguaje literario. Respecto a la denuncia, la novela tiene un referente abstracto al que se le denomina «falsa política», y recibe este nombre por oposición a una supuesta verdadera política del pasado a cargo de los grandes filósofos de la humanidad. La denuncia, en dicho sentido, es producto de los ideales románticos de los protagonistas de la novela más que de la realidad histórica colombiana. En la misma línea de sentido -aunque sin el romanticismo de por medio- va la denuncia propuesta en ¿Quién mató a Dios?, pues se construye exclusivamente desde el fuerte idealismo constitutivo de su protagonista, Ovidio Aguilar, perteneciente a una clase pequeño-burguesa de Bogotá.

Por otra parte, en la novela se particulariza en extremo la historia de este protagonista, es decir, toda la narración gira en torno a él y no se manifiestan, a través de ella, diversos sectores marginales de la sociedad. Al respecto, Augusto Escobar Mesa (1997) es consciente del punto de vista desde el que se escriben estas obras, cuando afirma que

En estos novelistas se produce una crisis de identidad que no logran resolver. […]. Conscientes de su complicidad, aunque sólo fuese la complicidad del silencio de su clase en el mantenimiento de una sociedad basada en la explotación de otras clases, esos y otros escritores se alejan de ella, la repudian consciente, política y públicamente, y se solidarizan, por simpatía, con quienes van a ser sus personajes, pero no logran, en compensación, identificarse con ellos. Pertenecen a otra clase, muchas veces a otros grupos étnicos, a otras culturas cuyos símbolos no aciertan a descubrir o a interpretar; en síntesis, a otra mentalidad. Se quedan, entonces, a medio camino, en una suerte de «tierra de nadie ideológica» que, sin embargo, resulta pertenecer a alguien: a la propia mentalidad de clase que pretenden condenar y abandonar (p. 137).

No se explica, por tanto, cómo se puede aplicar la categoría de literatura testimonial a la totalidad de esta novelística, pues como se ha visto hasta ahora, los estudios críticos de la Violencia no contemplan las discusiones teóricas -sin contar los trabajos y comentarios mencionados en el primer apartado por las razones allí expuestas- sobre el concepto de testimonio, por lo que él mismo ha contribuido a resaltar las dificultades estéticas de algunas obras con respecto a otras. Así, aquí se considera que, dentro de la crítica a la literatura de la Violencia, la categoría de testimonio funciona únicamente para excluir algunas novelas del panorama literario nacional con el fin de consolidar un canon que pueda competir con la literatura universal. Esta tesis se sustenta en la reticencia que demuestran los críticos de la Violencia a darle al testimonio un estatuto literario con particularidades dignas de ser analizadas para contribuir a una teoría general y, sobre todo, nacional, de este «nuevo género». Esta reticencia se observa también en la fuerte necesidad que tiene la crítica sobre la Violencia de equiparar estas narraciones al discurso histórico, sin atender a que el testimonio, como se ha dicho, no es propiamente equiparable a la historia. Frente a esto, Acedo Alonso (2017), siendo consciente del problema que implica la concepción del testimonio como género, propone que

Concebir la escritura testimonial como un género literario tiene implicaciones importantes en su recepción y en la distribución de los textos considerados testimoniales, en su inclusión (o exclusión) en el canon y en el atenuamiento del propósito que aparentemente los anima: ser una «literatura de resistencia» (p. 42).

Se sobreentiende que, para el caso colombiano, la categoría de discurso testimonial es marca de exclusión del canon. La comparación entre las obras de escritores consagrados como Gabriel García Márquez, Manuel Mejía Vallejo o Eduardo Caballero Calderón, y esta novelística, no solo es injusta, sino que también plantea, implícitamente, que la mala calidad estética es una característica inherente a la literatura testimonial, como lo confirma Hernando Téllez (2016) cuando comenta que este tipo de discursos no puede ser sino un preámbulo para una verdadera creación literaria: para este reconocido crítico, el testimonio es «simple materia prima, todavía en bruto y sin elaborar» (p. 12). Y esta apreciación es, en efecto, injusta, porque es evidente que la literatura que se propone ser creación artística por encima de intereses ideológicos o políticos desde el inicio es más propensa a gozar de mayores virtudes estéticas.

En muchas de estas obras pueden encontrarse características del testimonio, al mismo tiempo que carecen de las principales condiciones para considerarse parte de esta noción, por lo cual es difícil catalogarlas dentro o fuera del concepto; empero, la decisión solo puede fundamentarse en estudios, todavía por realizarse, que indaguen sobre esta categoría y esclarezcan la evolución y los rasgos distintivos del discurso testimonial colombiano.

Los estudios críticos aquí revisados tienen el reconocimiento de abrir un nuevo campo de estudio dentro de la literatura colombiana, como lo es el concepto de literatura de la Violencia. Además, su revisión es importante para comprender de manera más profunda el funcionamiento de la crítica literaria nacional durante la segunda mitad del siglo pasado, y las causas por las cuales se ha privilegiado cierto sector literario en detrimento de producciones consideradas menores. En consecuencia, este artículo no pretende ser exhaustivo respecto al tema, pero sí busca abrir nuevas perspectivas de análisis que contribuyan a revitalizar la importancia de la literatura de la Violencia.

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1 . Este artículo se deriva del proyecto Acercamiento a una reevaluación de la crítica literaria en torno a la narrativa de la Violencia en Colombia. Esta investigación fue financiada por el Comité para el desarrollo de la investigación (CODI) de la Universidad de Antioquia durante el primer semestre de 2019.

2. Por supuesto, existen novelas de corriente conservadora que abordan el fenómeno desde la pretendida legitimidad de las instituciones como el ejército o la policía, y que por tanto constituyen una defensa de las élites políticas. No obstante, la gran mayoría de estas novelas son de ideología liberal y se concentran en la representación del sujeto marginal víctima del conflicto, como lo fue el campesinado.

3. Este comentario sobre la estructura narrativa no se justifica a la luz de una novela como Viento seco (1953), de Daniel Caicedo. En ella, dos hechos históricos bien conocidos, como son la masacre al pueblo de Ceylán y la masacre en la Casa Liberal, invierten su orden histórico en la narración ―en la realidad ocurrieron de manera inversa― con el fin de lograr un efecto estético que ponga de manifiesto el grado totalitario de la Violencia, lo que demuestra una reflexión por parte del autor sobre la mejor manera de estructurar su obra de acuerdo con sus intereses narrativos.

4. La causa «innoble» se refiere a la denuncia abierta de un partido político contra otro, a la satanización del bando opuesto y a la mera denuncia pública de hechos cruentos dentro de las obras.

*Cómo citar: Betancur Echavarría, J. M. . (2021). La crítica literaria sobre la literatura de la Violencia en Colombia: aproximación a una reevaluación. Lingüística Y Literatura, 42(80), 54-68. https://doi.org/10.17533/udea.lyl.n80a04 (Original work published 30 de julio de 2021)

Recibido: 15 de Febrero de 2021; Aprobado: 30 de Marzo de 2021

*Autor para correspondencia: José Manuel Betancur Echavarría. Correo electrónico: josem.betancur@udea.edu.co

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