SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.18 número5Enfermedad de ChagasEnfermedad de Chagas: correlación clínico-patológica. Serie de casos del Hospital Universitario de Santander - Departamento de Patología, Universidad Industrial de Santander índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Revista Colombiana de Cardiología

versión impresa ISSN 0120-5633

Rev. Colomb. Cardiol. v.18 n.5 Bogota sep./oct. 2011

 

Discurso de Bienvenida al Congreso Interamericano de Cardiología
Cartagena de Indias, 10 de marzo de 2011

Welcome Speech to Inter-American Congress of Cardiology

Manuel Urina-Triana, MD.

Presidente, Sociedad Colombiana de Cardiología y Cirugía cardiovascular


«¿Qué hago yo encaramado en esta percha de honor, yo que siempre he considerado los discursos como el más terrorífico de los compromisos humanos?» dice nuestro Premio Nobel de Literatura Gabriel García-Márquez en su más reciente libro (1).

Queridos amigos, yo tampoco he venido a aburrirlos con un largo discurso. Pero sí estoy aquí para darles una afectuosa bienvenida a este magno evento, el XXIII Congreso Interamericano de Cardiología, que por primera vez realizamos en Colombia, en la heroica Cartagena de Indias. Y qué mejor escenario para la ceremonia inaugural que este soberbio Teatro Heredia construido sobre las ruinas de la Iglesia de La Merced e inaugurado el 11 de noviembre de 1911 para conmemorar el centenario de la Independencia de la Nueva Granada.

Almorzando en días pasados con un amigo artista, o cirujano cardiovascular, no sé cual de los dos oficios disfruta más, le comenté que quería en esta ceremonia, tocar tangencialmente el tema del arte. Él, con tono obvio y casi en secreto, me respondió: «habla solamente sobre arte».

«El nino que llora y la mamá que lo pellizca», reza el aforismo. !Ese era el impulso que necesitaba! Pensándolo bien, de ciencia hablamos todo el día de hoy y felizmente restan dos días más, sin contar el tiempo que le dedicamos durante el trabajo en nuestra vida cotidiana.

En forma respetuosa y sin querer restar solemnidad al presente acto, entraré en materia.

La filosofía que en el transcurso de su vida el fundador de la Sociedad Interamericana de Cardiología el Maestro Ignacio Chávez inculcó a sus discípulos, uno de ellos mi padre, y ellos a nosotros, nos ha dejado muchas enseñanzas. Humanística: «Buscamos formar intelectuales equilibrados, con mentalidad científica, pero a la vez con cultura humanística», ética: «que el interés por la ciencia no pase nunca por encima del interés del enfermo», cultural: «que la formación del médico sabio no impida la formación del hombre culto» (2).

En toda producción científica intervienen los sentidos, la sensibilidad además de la razón. El arte es una de las cualidades que nos diferencian de los otros seres vivos y que nos hace singulares dentro de la evolución como especie humana. No podemos desligar las ciencias de las artes. Personajes célebres como Leonardo, son ejemplo de esta verdad. Durante el Renacimiento, el conocimiento de la anatomía y la perspectiva cambió la historia de la escultura y la pintura. El impresionismo nació del estudio de la percepción visual y la teoría de los colores. El surrealismo se inspiró en la teoría psicoanalítica de Freud. El artista traduce lo científico en artístico y lo racional en estético (3).

Lo podemos apreciar en el plafón de este teatro en el magistral fresco del maestro Enrique Grau, con sus nueve musas de las artes y las ciencias. ¡Absolutamente inspiradoras!

Pensé también que sería interesante hablar sobre Sierva María de Todos los Ángeles, la protagonista del libro de Gabo «Del amor y otros demonios» (4). Aquella hermosa niña de doce años, hija única del marqués de Casalduero, cuya espléndida cabellera le arrastraba como una cola de novia. Murió del mal de rabia, por el mordisco de un perro cuando acompañaba al mercado a su sirvienta mulata, y según la leyenda era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. Pero si leyéramos la novela no terminaríamos esta noche.

No estamos en el Hay Festival, que también celebramos exitosamente aquí en Cartagena cada año desde hace más de un lustro, pero bajo mi propio riesgo, siguiendo la filosofía humanística del Maestro Chávez y con la voz de aliento de mi amigo artista y cirujano, me atreveré a leer para ustedes un relato más corto, también de García-Márquez para situarnos en el contexto histórico, artístico y cultural de este país que hoy los acoge con afecto.

Se titula «Historia secreta de un gran cuadro» (5), y espero disfruten serenamente.

"Cuatrocientos ochenta y dos anos después de la llegada de Colón a las Américas, el pintor Alejandro Obregón trabajó sobre el tema de Blas de Lezo, un teniente general de Felipe V que tenía menos cuerpo para pintar que cualquier otro ser humano, pues había ido dejándolo a pedazos en diversas guerras de Espana. A los quince anos había perdido la pierna izquierda en el combate naval de Vélez Málaga, a los dieciocho perdió el ojo izquierdo en la defensa de Tolón, y a los veintiocho perdió el brazo derecho en el sitio de Barcelona. Con el medio cuerpo que le quedó fue defensor militar y héroe de Cartagena de Indias, y su gobernador hasta la muerte.

Obregón lo sacó del congelador de las academias y trabajó sobre el tema de un modo tan encarnizado y libre, que fue una de sus épocas grandes, como la de los cóndores, o los toros, o las barracudas. Pero fue también el único tema con el cual se identificó tan a fondo que terminó por confundirse con él, y pintó numerosos retratos de sí mismo encarnado en don Blas de Lezo: Obregón tuerto, Obregón con un gancho de hierro en vez de mano, Obregón con una pata de palo.

Uno de sus cuadros en óleo sobre tela, de un metro por ochenta centímetros y con una dedicatoria escrita por el autor en el ángulo inferior izquierdo, es una de sus obras maestras. Pues bien: en la larga y turbulenta historia de las bellas artes, ese es quizás el único cuadro que ha sido terminado a bala.

Sucedió la noche de Ano Nuevo de 1979, en Cartagena de Indias, cuando dos mujeres muy cercanas a Obregón, en medio de la fiesta familiar, se pasaron de tono en una disputa sobre cuál de las dos era la dueña del autorretrato todavía oloroso a trementina. «Sentí que el cuadro se estaba volviendo más importante que yo» me dijo Obregón. «De modo que resolví matarlo». Sacó un revolver Smith & Wesson, negro, 38 largo, canón largo, con cachas de madera, y disparó contra el lienzo la carga completa de balas blindadas. El primer tiro dio en el centro del ojo único. El segundo y el tercero, disparados con el pulso firme y una puntería escalofriante de cazador maestro, entraron por el mismo agujero. La fiesta familiar de Ano Nuevo se acabó, por supuesto, pero la disputa se acabó también para siempre. Nadie se atrevió a hablar más del cuadro delante de Obregón, aunque de ningún otro se habló tanto a sus espaldas.

Yo había hecho lo imposible por tener un cuadro suyo. Lo perseguí durante años por sus casas numerosas, viendo sucederse sus amores eternos, viendo crecer a sus hijos, viendo pasar sus épocas deslumbrantes, pero nunca tuve el valor de decírselo ni el dinero para comprarlo.

Hablando de todo, menos de eso, cerramos muchas noches el restaurante de Divo Caviccioli, nuestro compadre común, y vimos amanecer muchas veces desde las murallas de Blas de Lezo. Una noche de marzo de 1981, de puro inocente, le pregunté por el cuadro abaleado.

Por ahí anda -me dijo-. Y a propósito, hay que acabar de destruirlo.

Nadie lo había visto después del atentado, pero era ya más célebre por eso que por su belleza. Cada quien contaba una versión personal, siempre diferente, y casi todos se decían testigos del drama. La más corriente era que Obregón había puesto sólo dos balas, una para el cuadro y otra para él, y que el segundo proyectil se encasquilló cuando se hizo su disparo en el paladar. Un coleccionista japonés que oyó los rumores en Nueva York, había estado en Cartagena dispuesto a pagar lo que le pidieran, y esperó a Obregón noche tras noche en el restaurante de Divo. Pero éste lo convenció no sólo de que el cuadro no existía, sino que el mismo Obregón era un fantasma inventado por la Corporación de Turismo.

Creo que fue esta celebridad accesoria lo que sustentaba el rencor de Alejandro contra el cuadro, del cual hablaba como un enemigo abominable. Tanto que al amanecer, cuando nos habían echado de la última cantina, me pidió que le acompañara a su casa para cumplir su determinación de incinerarlo y echar las cenizas en el mar.

El estudio de Obregón parece más bien un desguazadero de barcos. Hay cuadros sin terminar en los caballetes, y muchos otros sobre temas múltiples y en toda clase de técnicas, ya terminados y puestos en desorden contra las paredes. Al fondo, en un depósito prohibido, están los cuadros condenados. Allí estaba el autorretrato a la manera de don Blas de Lezo. Obregón lo sacó cubierto de telaraña y de polvo, y el mismo empolvado hasta las cejas. Primero lo sacudió con un plumero y luego lavó el óleo con agua y detergente, con la misma consideración con que hubiera almohazado un caballo en la dehesa, pero cuidando siempre de que yo no lo viera. Cuando terminó lo puso en el suelo contra la pared, puso una mesita de madera y dos sillas frente de un caballete vacío, puso una botella de ron Tres Esquinas y dos vasos, me hizo sentar y puso el cuadro en el caballete. Me quedé sin aliento.

Un ojo estaba como el de don Blas de Lezo en vida, sólo la cuenca vacía. Pero los otros tres balazos idénticos habían desbaratado la pupila diáfana del otro ojo, que había sido de un azul intenso, y las esquirlas de rebote en el muro habían agujereado la cara y el fondo misterioso de un cielo ceniciento y sin nubes. Obregón y yo, sentados frente al caballete, contemplamos el cuadro en silencio hasta que se acabó la primera botella. Él destapó la segunda, siempre mirando el cuadro, y seguimos contemplándolo durante media botella más. Fue un amanecer tardío y lento, como son los de agosto en el Caribe. De modo que el cuadro en el caballete iba cambiando de luces, de colores, de expresión, como pintándose de nuevo así mismo a medida que la mañana se alzaba en el mar. Ya a pleno día, Obregón parpadeó por primera vez y dijo:

- No está tan mal.

- Es una maravilla – le dije- . Y me preguntó si tendría la misma belleza y el mismo dramatismo si no lo hubieras terminado a tiros.

Muchos tragos después, al cabo de una reflexión insondable, Obregón volvió a parpadear. «Tu madre es una santa, pero tú eres un hijo de puta», me dijo con la ternura brutal que le es propia. Se levantó como pudo, vació un poco de óleo rojo en la paleta, y sin decir una palabra escribió con el pincel arriba de su firma: A Gabo. Necesité tantos días para recobrar el aliento, que sólo ahora me doy cuenta de que no le di las gracias.

La historia habría terminado ahí, con el cuadro en el muro central de mi casa de México, de no haber sido por los balazos. Obregón era partidario de resanarlos. Yo sólo estaba de acuerdo en la restauración del ojo apagado por los tiros, que le restaba al cuadro algo de su luz sobrenatural, incluso rehusé prestárselo a Obregón para varias exposiciones, por temor de que lo restaurara.

Como dos años después, Obregón se presentó sin anunciarse en mi casa de México, de paso para Cancún, con un instrumental inesperado: hilos y agujas, un pincel fino y dos tubos de óleo: azul y blanco. Llevó el cuadro al jardín bajo el cielo ceniciento de octubre, lo recostó contra un cantero de geranios, y se sentó en el suelo a coser la tela por el revés.

- Sólo el ojo –le dije–

- Sólo el ojo –me dijo–

Una vez más admiré la humildad y el decoro de zapatero remendón con que se entregó a su oficio. Fue un trabajo perfecto. Don Blas de Lezo, colgado de nuevo en el puro centro de la casa, tenía otra vez en su ojo único la mirada de águila de Obregón.

No tuvimos tiempo siquiera de almorzar, porque él tenía urgencia de llegar a Cancún, pero prometió volver tres días después. Y así fue. Sólo que entonces la paz de nuestra casa había cambiado, y él no lo sabía. Como no encontró libre nuestro teléfono en toda la mañana, decidió ir sin anunciarse. El portón, que siempre permanecía cerrado, estaba abierto de par en par, y el zaguán colmado de rosas amarillas. Obregón se abrió paso por el sendero que quedaba entre la enorme cantidad de rosas amarillas que ocupaban toda la casa, y aún en la cocina y los baños. La sala presidida por el autorretrato renovado, así como el comedor y las terrazas, estaba ocupada por una muchedumbre de amigos del país, y los que empezaban a llegar del mundo entero. Obregón, consternado en la puerta de la sala gritó:

- ¡Mierda! ¡Se murió!

«Casi», pensé yo cuando lo supe. Pues era el 22 de octubre de 1982. Un amigo sueco me había despertado desde Estocolmo a las seis de la manana de ese día para darme la noticia de que me habían adjudicado un premio imprevisto. «Es el segundo que me dan en los últimos tres días» le dije, con la mano en el corazón. Pero él no me entendió, desde luego, porque no conocía la historia del cuadro terminado a bala".

Queridos amigos esperamos que disfruten el Congreso, esperamos también que vuelvan pronto, para poder quizás hablar sobre Sierva María de Todos los Ángeles.

Los visitantes podrán conocer la cripta de la capilla del antiguo Convento de Las Clarisas, que después fue durante alrededor de un siglo Hospital de Santa Clara, y actualmente convertido en hotel de lujo con el mismo nombre.

Durante la restauración de dicho claustro en 1949, le correspondió a Gabo cubrir como periodista la noticia del vaciamiento de las criptas funerarias y la deshumación de los restos. La crónica en esa fecha fue la fuente de inspiración para su novela «Del amor y otros demonios».

Hoy funciona en lugar de la Capilla, el bar el Coro. Y si estando en la cripta del Coro ven la cobriza cabellera de Sierva María, que extendida en el suelo después de muerta de amor, medía veintidós metros con once centímetros . . . no se tomen un mojito más.

Mientras eso sucede, celebremos el poder estar reunidos nuevamente, y para seguir con la misma atmósfera artística, disfrutemos del magnífico espectáculo de danza y música que Ekobios nos tiene preparados en esta romántica noche, como son todas las noches en Cartagena de Indias.

!Muchas gracias!

 

1. Gabriel García Márquez. Yo no vengo a decir un discurso. Barcelona: Editorial Mondadori; 2010.        [ Links ]

2. Ignacio Chávez. Humanismo médico, educación y cultura. México: Editorial de El Colegio Nacional; 1978.        [ Links ]

3. Juan Acha. Las ciencias y las artes. Escuela Nacional de Artes Plásticas México: UNAM.         [ Links ]

4. Gabriel García Márquez. Del amor y otros demonios. Buenos Aires: Editorial Sudamericana;1994.        [ Links ]

5. Gabriel García Márquez. Historia secreta de un gran cuadro. En el libro Alejandro Obregón. Madrid: Editorial Lerner & Lerner; 1992.        [ Links ]

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons