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Semestre Económico

Print version ISSN 0120-6346On-line version ISSN 2248-4345

Semest. Econ. vol.11 no.21 Medellín Jan./June 2008

 

La conciencia moral o civil en el pensamiento de Adam Smith y John Stuart Mill*

 

The moral or civil conscience in the thought of Adam Smith and John Stuart Mill

 

 

Ángel Emilio Muñoz Cardona**

** Economista de la Universidad de Antioquia, especialista en Economía del Sector Público de la Universidad Autónoma, Magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia y aspirante al título de Doctor en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia. Docente e investigador de la Universidad de Antioquia. Fundador de la Revista MiPyMe. E-mail: angelemil@gmail.com

 

All good or evil, whence- ever it arises, produces various passions and affections, according to the light in which it is surveyed. When good is certain or very probable, it produces joy: when evil is in the same situation, there arises grief or sorrow. When either good or evil is uncertain, it gives rise to fear or hope, according to the degree of uncertainty on one side or the other. Desire arises from good considered simply; and aversion, from evil. The WILL exerts itself, when either the presence of the good or absence of the evil may be attained by any action of the mind or body (Hume, 1957, p. 73-74).

 

 


Resumen

El propósito de este artículo es el de revisar la concepción sobre la conciencia moral o civil a partir de los planteamiento de Smith y Mill. Para cumplir este objetivo es necesario preguntarles a los padres de la economía: ¿cómo pensaron al hombre?, ¿cuál es el verdadero significado del homo economicus dentro de su arsenal teórico?, ¿es el hombre por naturaleza un ser egoísta, un ser altruista o una combinación de ambos?, ¿qué debe hacerse para lograr una mejor sociedad, es decir, un conjunto de relaciones sociales morales placenteras? La búsqueda de una respuesta a estos interrogantes permite evidenciar que la conciencia moral social exige del ser humano el accionar desinteresado, es decir, no fundamentado en el egoísmo propio sino en el actuar social casi natural y desinteresado.

Palabras clave

Teoría clásica, economía y valores sociales, conciencia moral y civil, historia de la economía. Clasificación JEL: A13, B12, B15

Contenido

Introducción. 1 El sentido de lo bueno. 2. La moral un deber ser más allá de lo religioso. 3. El nacimiento de la conciencia moral o del deber ser del Estado. 4. La conciencia moral o civil. 5. Conclusiones


Abstract

The purpose of this article is to review the conception on moral or civil conscience from perspectives of Adam Smith and John Stuart Mill. In order to achieve this goal, it is necessary to ask the parents of economics how did they conceive man?, what is the real meaning of homo economics in their theoretical arsenal?, is man –by nature- a selfish, altruist being or a combination of both?, what should be done for achieving a better society, e.g., a group of pleasant social moral relations? The search for an answer to these questions allow evidencing that the moral and social conscience demands from human beings, unselfish actions based on social actions, almost natural and unselfish.

Keywords

Relation of economics to social values, classical theory, history of economic. JEL Classification: A13, B12, B15


 

INTRODUCCIÓN

El presente ensayo intenta dar claridad sobre la naturaleza social del hombre, la cual difiere, en buena medida, de la propuesta por los modelos de optimización económica. Para algunos pensadores de la economía y de la filosofía, el hombre es por naturaleza un ser egoísta. Sin embargo, diferentes lecturas hechas a libros clásicos que dieron origen a la ciencia de la economía durante la ilustración inglesa como: “Teoría de los sentimientos morales”, “Utilitarismo” y “Economía política con algunas aplicaciones a la filosofía social”, entre otras obras, marcan una antropología distinta a la asumida en el pensamiento económico de hoy. Los padres de la economía Smith y Mill basan sus fundamentos de la naturaleza social del hombre en los sentimientos de la empatía, de la razón cooperativa, de la acción desinteresada que no sólo es gobernada por la razón del egoísmo sino también por los sentimientos y la conciencia social ganada a través de la acción educativa del Estado y sus instituciones.

Para que los pensadores clásicos pudieran concebir la economía como ciencia social independiente de la religión y de la política era necesario argumentar la acción del hombre por fuera del mandato teológico y político. Ellos se valieron de la idea de la simpatía como mecanismo de cohesión social que permitía la acción solidaria, la unión de voluntades, la conciencia social, el autogobierno y la creación de instituciones civiles encaminadas a preservar la libertad, la igualdad y la justicia. Tal fue el gran aporte de la ilustración inglesa a la humanidad.

 

1. EL SENTIDO DE LO BUENO

Se parte de definir lo que es bueno o justificable desde un punto de vista social y no teológico. Se busca hacer referencia en aquellas definiciones propias de las acciones civiles que los seres humanos aprueban como lo mejor para sí y demás seres de su especie, que les permiten la unión1. La pregunta que deberá formularse es: ¿cómo lograr el acuerdo social, de tal manera que lo que es bueno para uno lo sea igualmente para el todo?, o mejor aún, ¿cómo justificar o cómo unificar socialmente los juicios morales en pareceres disímiles?

Los fervientes religiosos pueden no tener este problema, ya que ellos apoyan sus juicios morales “en un escrito está”, es decir en sus dogmas de fe, pero lo que para ellos es bueno puede no serlo para otras personas, como sucede, por ejemplo con los juicios de opinión pública en temas de bioética. Si queremos disfrutar de una vida de calidad, es urgente, afirma Camps (2001, p. 9-14), que empecemos a dar respuestas éticas a los retos que plantean la biotecnología, las nuevas concepciones de la salud y la enfermedad: la eutanasia, la investigación con embriones, el respeto al derecho del paciente a decidir libremente sobre la prolongación de su existir, la reproducción asistida, la manipulación genética y tantas otras cuestiones que sumergen a la sociedad de hoy en la incertidumbre moral y é tica. Respuestas que deben superar el ámbito de los prejuicios de la moral privada y religiosa por la de una moral social más abierta o pública.

Ni Dios ni la naturaleza ni la razón ni la votación por mayoría son fundamentos suficientes para el dictado de unas normas y principios universales. Las religiones, por ejemplo, como doctrina ética, que pertenece más al ámbito de lo privado, no tienen ni pueden arrogase el derecho de legitimar unas normas de conducta de validez no sólo para sus creyentes sino también para todos los no creyentes; arrogase ese derecho es violentar los principios de libertad de otros y caer en posiciones totalitarias o fundamentalistas; es desconocer al otro en sus valores básicos o derechos fundamentales.

Si la fundamentación no es religiosa, ¿qué se quiere dar a entender cuando se afirma que una acción o una manera de comportarse es buena o mala?, es decir, ¿qué nos acerca o qué nos aleja de un juicio general? Tugendhat (1993, p. 49) afirma, por ejemplo, que cuando empleamos el término “ bueno” damos a entender estar “a favor de algo”, lo que implica una afirmación de aceptación con pretensiones de valides general. Así, por ejemplo, ante la pregunta: ¿desea usted comer ya?, y ante la respuesta – “Bueno”, se deja por sentado un sí, una aprobación, un estar de acuerdo.

Cuando alguien afirma: “estoy bien” emite un juicio subjetivo propio del gusto, del placer o del sentir emocional. Pero cuando el gerente de una empresa afirma: “todo lo realizado fue bueno” el juicio tiene un carácter más objetivo, por cuanto se basa en los resultados mostrados por unos indicadores financieros de logro. En los juicios subjetivos las pretensiones de validez general o de común acuerdo pueden resultar muy pretenciosas. Por ejemplo, “ el Presidente es bueno”. Los que aceptan dicha afirmación califican como excelente su gestión, es decir, el mandatario lidera acciones de interés público, cumple con sus ejecutorias. Los que no la aceptan es porque no comparten el juicio de excelencia, consideran que el Presidente no ha sido tan bueno o moralmente correcto sobre lo público como desean hacerlo ver sus simpatizantes.

El término sobre lo bueno o lo malo de una acción puede involucrar también el sentimiento de quien emite el juicio con pretensión objetiva y general. Así, por ejemplo, ante un accidente de tránsito ocasionado por un conductor afanado que no respetó la orden de “PARE” del semáforo, todos estaríamos dispuestos a condenarlo de imprudente; pero si ese hombre estaba afanado porque transportaba una señora a punto de dar a luz, el juicio cambia. Sin embargo, algunas personas le seguirán condenando por considerar que él no debía suplantar el deber profesional de los paramédicos y de las ambulancias, lo que se convierte, aún más, en un acto de irresponsabilidad mayor al poner en vilo no solamente la vida suya y la de los transeúntes sino también la de la madre y la del niño por nacer. Incluso es también, desde otro punto de vista, un acto de irresponsabilidad de la futura madre el no haber tenido todo listo para el momento de su alumbramiento.

El término “bueno”, afirma Tugendhat (1993, p. 50), posee también una connotación subjetiva, por ejemplo, cuando se afirma que alguien nos cae bien, es decir que “nos gusta, nos place o agrada”, o cuando se afirma que un alimento sabe “bueno”, se desea dar a entender que es agradable al paladar. Los juicios subjetivos no ejercen tanta presión en el carácter de querer ser universales, sin embargo, muchas veces por razones de cultura se espera el mismo patrón de comportamiento y de gusto por las cosas. Por ejemplo, de un antioqueño se espera que sea buen trovador y los frijoles le parezcan el mejor de los platos. De igual manera, es subjetivo cuando se afirma: “me parece que es bueno”, es decir, no se poseen todos los elementos de juicio para afirmar racionalmente si esa persona o ese objeto es o no útil.

Cuando se afirma de alguien que es buena o mala en determinada profesión, es porque se considera desde el dominio de la razón, de la experiencia alcanzada o del juicio en el conocimiento de los resultados obtenidos lo buena o mala que como profesional llega a ser esa persona. Generalmente se usa una escala de medición en conocimientos para decir si una persona, por ejemplo, un estudiante es regular, más o menos bueno, o malo.

Se dice igualmente de una persona que es buena cuando se desea dar prelación sobre otras, por ejemplo: “es la más buena de todas”, se quiere dar a entender que es la persona en la que mejor se reúne el ideal, es lo excelente, es la que vale la pena preferir. Es un juicio objetivo en el que se escoge lo más excelso, en el que se evitan las apreciaciones subjetivas o poco fundamentadas. Es decir, aquellas apreciaciones que están por fuera de la razón, de la experiencia y de la racionabilidad de los hechos. Kant (1785, p. 54) estimó los juicios de la razón como razones objetivas para la acción. De esta manera, cabe decir que las razones objetivas son siempre razones racionales, cuando afirma: “pero lo bueno prácticamente es aquello que, por medio de las representaciones de la razón, determina a la voluntad no a partir de causas subjetivas, sino objetivas, es decir, por fundamentos que son válidos para todo ser racional”.

Sin embargo, contrario a lo que afirma Kant, no siempre lo que es razonable para un individuo lo es igualmente para otros del mismo grupo social o comunidad. Piénsese, por ejemplo, en aquellas decisiones que son apoyadas en aras de conservar el statu quo dentro de las organizaciones, bien sean ellas de orden social, político o económico, en la que si una persona en uso de su razón lógica propende cambiar una cultura o práctica corporativa que a leguas se muestra ineficiente o inapropiada, es visto, a partir de ese momento, como alguien no deseado por cuanto atenta con el orden establecido del que muchos disfrutan y están acostumbrados. Es decir, un ser necio que pronto puede quedar por fuera de la organización, perder el apoyo del grupo porque no comprende el sistema y va en contra corriente es un ser ilógico que no sabe cuidar lo que tiene o puede llegar a disfrutar, es atentar con el bienestar propio y de los suyos, es en otros términos un suicida, un irracional. Por más que él tenga la razón, esa misma razón no es la del conjunto, por cuanto lesiona los intereses corporativos o del statu quo.

Otro de los motivos que explican la imposibilidad de asumir la razón como norma de conducta son los sentimientos, por lo que aceptar dicha norma kantiana es imposible. Para una mejor comprensión volvamos al ejemplo anterior del conductor afanado que provocó un accidente de tránsito al no respetar la orden de “PARE”. Supongamos que él es condenado a seis años de prisión por su imprudencia, ¿sería esto justo? Muy seguramente él apelará la decisión del juez argumentando que sintió angustia o tristeza al ver la señora gritar de dolor por su alumbramiento, lo cual no pudo resistir y se decidió ayudarla. Impulso del que por su naturaleza de ser humano, de comprender lo que es el dolor, nació el sentimiento de misericordia o de socorro que no pudo controlar y le obligó a actuar. ¿Cómo imponer la razón al sentimiento? El filósofo moral inglés, David Hume, según Tugendhat (1993, p. 53), afirma: “buena es aquella acción que todos los hombres prefieren de hecho frente a las demás y que por lo tanto aprueban; mala, aquella que reprueban”.

En una sociedad plural no todo lo que la mayoría considera bueno es realmente bueno, a no ser que se parta del supuesto de que todos los hombres juzgan de la misma manera porque son iguales en su pensar acerca de lo que es bueno y es imposible alcanzar un bienestar mayor, lo que da a entender la necesidad de perpetuar lo existente, ya que es absurdo continuar con la búsqueda de mejores condiciones. No siempre lo que la mayoría considera bueno es lo mejor para sí mismos y para todos, generalmente la tradición, la habitualidad o lo que comúnmente se hace se intenta conservar bajo instituciones de poder social casi infranqueables, donde se asienta un “statu quo” que hace de las nuevas ideas algo subversivo e inaceptable y, por tanto, imposibles de lograr.

La valoración de bueno, afirma Tugendhat (1993, p. 55), pertenece exclusivamente a la persona y no a la acción, tal como Aristóteles lo concibe, “una acción es buena si es la acción de un hombre bueno”. Es decir, que para la filosofía moral el calificativo de bueno dado a una persona debe escapar a la acción circunstancial moralmente buena. Un hombre que sin proponérselo, o empujado por un sentimiento momentáneo realiza un acto socialmente bueno no significa que ese hombre es un ser bueno. Si un grupo violento realiza una acción humanitaria no significa que ese grupo de hombres son buenos o deban ser tomados como miembros de una comunidad. El calificativo de bueno a un ser humano, en Aristóteles, nace en la virtud. En el trabajo continuo y constante por el bienestar social de la Polis, por lo público y no por lo particular, no del momento o de las circunstancias sino de lo ético. Así lo cita Tugendhat (1993, p. 56-57) cuando afirma:

Existe una habilidad central para la socialización, la de ser alguien socialmente tratable, cooperativo o, en una sociedad primitiva, la de corresponder a las reglas de pertenencia a dicha sociedad, y quiero afirmar que las normas morales de una sociedad son precisamente las que fijan esas reglas, es decir, que definen en qué consiste ser alguien cooperativo. En los juicios en los que decimos que los hombres y sus acciones son buenos o malos no los juzgamos con respecto a habilidades especiales, sino respecto de esa habilidad central.

De esta manera, el apelativo de bueno o malo tiene en la filosofía moral una relación al imperativo social. Es decir, no se deben confundir las características morales e intelectuales de una época con los atributos morales de la humanidad. Las convicciones de los hombres sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo que es útil y lo que es pernicioso cambian de una época a otra, son generalmente el resultado de una temprana educación asumida por los hombres de una época en particular, la cual deberá corresponder a los estadios de su desarrollo social; de allí que lo correcto o lo moralmente bueno en la época de la esclavitud era el sometimiento irrestricto del esclavo al esclavista; lo contrario era algo totalmente ilógico por cuanto iba contra lo natural, es decir, contra lo habitual, en otras palabras, lo socialmente aceptado.

Calificar a un hombre de bueno, según la concepción aristotélica, es reconocerlo como socialmente útil, es concederle la cualidad de ser virtuoso, es decir, alguien de conciencia pública y no particular en el actuar, capaz de simpatizar con las necesidades de otros, de anteponer lo social a lo puramente individual. Alguien con sensibilidad social capaz de hacer primar el bienestar de la mayoría sobre el beneficio de lo particular, en otras palabras, de deponer su egoísmo.

Decir que una persona es socialmente buena, se quiere dar a entender que actúa conforme la comunidad considera que es bueno o beneficioso para ella como un todo. Sin embargo, esta forma social de calificar a un hombre o incluso a un proceder humano puede tener grandes problemas. Sócrates y Jesucristo, por ejemplo, a pesar de haber sido hombres virtuosos en su tiempo, es decir moralmente buenos, fueron condenados a muerte por las autoridades al considerarlos corruptores de la moral y del orden social. Pero a pesar de ello, la humanidad los retiene y los recuerda porque con sus filosofías revolucionaron y trascendieron una é poca y sentaron las bases para otras, que poco a poco dieron nacimiento a un nuevo orden social.

De igual manera, la sociedad ha dado el calificativo de buenos a aquellas personas que realmente no lo son, pero logran mantener el statu quo, preservan el orden y el poder de las instituciones reinantes que representan. Tales fueron, por ejemplo, los calificativos de buenos ciudadanos dados a hombres que como Adolf Eichmann ayudaron al exterminio de judíos a través de los campos de concentración Nazi (Arent, 2005, p. 17), los creyentes religiosos que, convencidos de su amor y muestra de fidelidad a Dios y a la Santa Sede, denunciaron y llevaron a los tribunales de la Inquisición a miles de ciudadanos para ser juzgados y condenados a muerte por apostasía, herejía y ateísmo. En menor medida, algunos empleados de ciertas instituciones queriendo mantener y preservar el statu quo no permiten la proliferación de nuevas ideas organizativas por temor al cambio; por lo que los persiguen, despiden, anulan, acosan, les distorsionan la imagen pública, crean una realidad que no es la de ellos, de tal manera que dejan de ser creíbles. Actos de injusticia social que pueden tener poco valor presente, pero a futuro pueden llegar a tener un gran valor a medida que se van madurando los nuevos cambios2.

 

2. LA MORAL, UN DEBER SER MÁS ALLÁ DE LO RELIGIOSO

La moral religiosa basa sus acciones en dogmas de fe, los cuales se desprenden generalmente de la lectura e interpretación de un único libro fundamental – la Biblia, la Tora, la Cábala o el Corán-. Dichos dogmas de fe se convierten en principios diferenciadores de grupos o sectas religiosas, las cuales forman iglesias. Los creyentes religiosos forman grupos de seguidores cada vez más grandes dispuestos a defender celosamente sus principios fundadores. Dichos principios diferenciadores pueden llegar a ser razones de discordia entre los feligreses de las diferentes nominaciones, ya que desde el fundamentalismo religioso una nominación ve a las otras como pecadoras, ciegas, irracionales, fuente de perdición, causantes del mal en el mundo por lo que es necesario adoctrinarlas o evangelizarlas. De allí, afirma Adam Smith (1776, p. 695), el peligro que representa para la estabilidad política y social la existencia de grupos religiosos mayoritarios.

Un creyente de una nominación evita relacionarse con personas de otras nominaciones religiosas por el simple miedo de caer en pecado o ser llevado a la perdición e incluso evita usar palabras o posiciones características de otras nominaciones, tales como: anillos, vestidos, expresiones lingüísticas, días de oración, rituales, consumo de alimentos, etcétera. Los miembros de cada nominación son celosamente vigilados en sus comportamientos y expresiones. Actuar en conformidad es ganar la confianza, la estima y, por tanto, la aceptación. En otras palabras hacer lo que es bueno o lo que es para ellos correcto. No actuar en conformidad significa ser apartado, ignorado, mirado con desidia por ser fuente de “mal” y, por tanto, de abominación, en otros términos no ser aceptado.

Las religiones, por tener como principio de fe la verdad última de un supremo rey soberano quien todo lo ve, todo lo gobierna y todo lo juzga a través de los líderes de sus iglesias, pueden entrar fácilmente en conflicto, por cuanto aparecen como verdades externas impuestas y no consensuadas. Verdades perennes e inmutables que fácilmente desconocen cambios sociales y culturales en la forma de concebir e interpretar el mundo, que limitan el desarrollo y el progreso social en aras de poder mantener la homogeneidad tanto en el pensar como en el obrar. Las religiones como orden social basan sus dogmas de cohesión en ritos, premios, miedos y castigos que van del presente terrenal al más allá sobrenatural. En dicho orden de cohesión social no existen ciudadanos sino creyentes religiosos. Los derechos humanos de libertad, igualdad, dignidad, justicia e imparcialidad son medianamente respetados, incluso en el interior de las mismas organizaciones religiosas son más severamente irrespetados. Ante la pregunta: ¿es deber del Estado prohibir la religión?, la economía y gran parte de los filósofos morales ingleses opinan que ni es fácil ni debería de hacerse.

 

3. EL NACIMIENTO DE LA CONCIENCIA MORAL O DEL DEBER DEL ESTADO

Adam Smith (1776, p. 696) afirma que es deber del Estado permitir la existencia de la fe religiosa entre sus ciudadanos, y es igualmente deber del Estado permitir su propagación. Pero no se le puede permitir al Estado auspiciar una experiencia religiosa en desmedro de otros credos, porque socavaría la igualdad de creencias y se daría paso a la superstición y a las guerras de fanatismo religioso. Tampoco se le debe permitir a un Estado o a un fideicomisario unir la política con la religión, porque se propendería a la conformación de un monopolio religioso, ya que una vez logre dicha corriente religiosa el poder con el triunfo de su candidato político, intentará sofocar, por medio de la autoridad civil, todas las demás corrientes religiosas distintas, aduciendo para ello, que ellas van contra la paz pública, lo que termina en torturas y en persecuciones violentas de orden político y religioso. Igualmente ella intentará maniobrar el Estado, una vez logre consolidarse como monopolio, al ser, si no la única, la religión de las mayorías, por mucho tiempo.

Esas son las razones que tomadas de la experiencia bíblica y social llevan a Smith (1776, p. 693), a promulgar por una competencia religiosa, en la que las religiones deben sobrevivir no de los ingresos del Estado sino de las contribuciones voluntarias de los fieles. En general Smith (1776, p. 696) afirma:

Toda secta religiosa, en cuanto ha disfrutado durante uno o dos siglos de la seguridad que confiere una situación legal, decae en un estado de indefensión intelectual para oponer una defensa vigorosa a toda nueva secta que ataque su doctrina o su disciplina (...) por lo cual recurre a la autoridad civil para que persiga, destruya o destierre a sus adversarios, como enemigos de las paz pública.

Pero si el Estado permite la competencia no abrazando ni financiando ningún tipo de religión en particular se incentiva a las congregaciones de fe a comportarse de la misma manera que lo hacen los artesanos al derivar y mantener sus ganancias del buen trato que dan a sus clientes; se esforzarán, por tanto (pastores, sacerdotes y evangelizadores), por acrecentar, en cuanto les sea posible, su actividad y su pericia para ganar feligreses (Smith, 1776, p. 694-695).

Es así como para el escocés, al poseer cada congregación las mismas condiciones de establecerse como secta3 por su propio riesgo y cuenta, buscará, inicialmente, el proclamar algunos dogmas particulares, que la diferencien de las demás, sus miembros serán adiestrados en el esfuerzo de saber emplear toda clase de artes que les permita ganar almas, conservar y acrecentar el número de feligreses. Pero como a su vez cada grupo o secta se encuentra haciendo el mismo esfuerzo, el éxito de cada una no podrá ser muy grande, lo que convierte el celo de cada secta en inofensivo, ya que la fe de millares de personas se halla dividida en millares de sectas, por lo que ninguna de ellas tiene la fuerza suficiente para perturbar la tranquilidad pública.

De esta manera vuelve a afirmar Smith (1776, p. 697): “Los maestros (pastores, rabinos y sacerdotes) de cada nominación religiosa, viéndose rodeados por todas partes más de adversarios que de amigos, se verán obligados a actuar con aquella buena fe y aquella moderación que difícilmente encontraremos en las grandes sectas”.

Por el contrario, ocurriría con los pastores, rabinos y sacerdotes de las grandes confesiones, las que por gozar de la protección del poder civil, son venerados por casi todos los habitantes de vastos reinos e imperios, y aquéllos no ven en torno a ellos sino secuaces, discípulos y humildes admiradores (Smith, 1776, p. 697).

Cada uno de estos predicadores inspirados, para ganar prestigio y santidad a la vista de los creyentes, les inculcarán la repugnancia contra todas las demás sectas, y procurarán también excitar con cualquier novedad la languideciente devoción de su auditorio. En las doctrinas que inculcan no habrá respeto para la moral, la decencia o la verdad (Smith, 1776, p. 695).

Se puede concluir con Smith, que al existir un mercado religioso de competencia perfecta, es decir, al no existir grandes confesiones sino millares de pequeñas confesiones religiosas los maestros de estas sectas pequeñas, al verse casi aislados, estarían, prácticamente, obligados a respetar a los sacerdotes de todas las demás sectas, lo que significa que la competencia funcionaría como un dique o una garantía de paz al existir un comportamiento moral de mutuo respeto social. Lo que finalmente, Smith (1776, p. 697) afirma: “reduciría con el tiempo la doctrina de la mayor parte de ellas en aquella religión pura y natural, libre de toda mácula de absurdo, de impostura y de fanatismo, que los hombres sabios de todas las épocas y edades del mundo hubieran querido ver establecida” .

 

4. LA CONCIENCIA MORAL O CIVIL

Para el filósofo y economista inglés, John Stuart Mill, la religión representa un primer estado de naturaleza en la que el ser humano busca explicarse lo inexplicado, es decir, lo que la experiencia de la existencia, la lógica de los sucesos, la ciencia o la naturaleza del razonamiento no son capaces aún de interpretar. A través de la religión, el hombre intenta justificar de una manera sobrenatural la existencia del mal en el mundo, con lo que busca acallar la voz de su conciencia, granjearse la simpatía de sus dioses protegiéndose del mal, de las calamidades, del miedo a la muerte e intenta creer de manera dogmática en el don de la vida eterna; por lo que el abandono y olvido de tales supersticiones es casi imposible de alcanzar sin una buena educación en las ciencias físicas, naturales y sociales. Sin embargo, Mill (1874, p. 38) afirma: “la religión puede llegar a ser moralmente útil, sin ser por ello intelectualmente concebible”.

Es decir, puede ayudar a la construcción de la convivencia pacífica. Puede servir al constructo de un gran ideal social, siempre y cuando se dé, como lo afirma Smith, la competencia perfecta entre las distintas nominaciones religiosas y no se consolide el poder monopólico de una sola creencia, por lo que se debe limitar y prohibir cualquier unión entre la política y la religión. Sólo así es posible lograr el progreso social y económico sin los percances del fanatismo, ya que al competir cada nominación por un mayor número de feligreses buscará hacerse agradable y placentera, de tal manera que dichos centros para la meditación se conviertan en un futuro en lugares propicios para los ejercicios del alma, de regocijo interior, de cuidado de sí, de amor al prójimo y de benevolencia.

El fundamento práctico de lo religioso afirma Mill (1874), debe estar en la búsqueda de la mayor felicidad pública, lograr que la sociedad como un todo tienda a identificar la felicidad con el bien presente, y ésta con el placer de vivir; por lo que es necesaria la conciencia de principios universalmente válidos, es decir, principios que todo el género humano pueda aceptar espontánea y libremente. Por lo que Mill (1874, p. 19) escribe: “... aumentar la felicidad de toda la comunidad, y, por tanto, excluir, en la medida de lo posible, cualquier cosa que tienda a rebajar ese estado feliz; en otras palabras, extirpar lo que es socialmente dañoso y perjudicial...”.

De esta manera, la religión es considerada por el filósofo inglés como actividad práctica, capaz de producir en el ánimo de las personas estados de felicidad o de desdicha, esto es, fuente de placer o de dolor moral, en el sentido de hacer o dejar de hacer lo socialmente correcto. Es decir, de experimentar el sentimiento de gozo o remordimiento. La utilidad de la religión debe motivar al ser humano a aprovechar el presente para realizar buenos propósitos. Aceptar que es tiempo perdido el que no es empleado en procurarnos el placer personal, o en hacer cosas útiles para nosotros mismos o para los demás.

La utilidad de la religión tiene sus raíces en el utilitarismo, es decir en el énfasis del bienestar público, en el interés de la mayoría por la búsqueda del interés particular, el cual no es otro que el logro de la mayor felicidad. En otras palabras, la utilidad de la religión está en la conciencia ética y moral de amor al género humano, en el fomento de las buenas prácticas de convivencia social, de anteponer lo particular al todo por el instinto de amor social. El problema que surge al examinar la fe de los creyentes en las religiones sobrenaturales es que ellas implican elementos que no se avienen fácilmente al mensaje esperanzador de amor como lo es en el mundo del cristianismo, por ejemplo, la creencia en el juicio escatológico, el castigo eterno y el infierno. Así lo afirma Mill (1874, p. 21):

Para el que cree, su fe en la bienaventuranza conlleva inevitablemente la creencia en el horror de la condenación. Esta amenaza latente en la gran mayoría de las religiones sobrenaturales supone, en primer lugar, un escollo en la aceptación de la limitada bondad divina y en los planes providenciales de un Dios amoroso. Además, el miedo al castigo afectará al comportamiento de los individuos religiosos, tentándolos al egoísmo de recabar para sí, por encima de cualquier otra cosa, su definitiva salvación.

Desde un orden moral, para Mill es imposible creer que un Autor de poder infinito quien a su vez es infinitamente bondadoso, justo y bueno permita la existencia del mal en el mundo. La teoría de sabeos y maniqueos a favor de un principio del bien y de un principio del mal luchando entre sí para apoderarse del control del universo no es compatible con la omnipotencia y omnibondad del Dios creador. Cómo un ser infinitamente amoroso crea el infierno y al género humano sabiendo infaliblemente de antemano, y por lo tanto, queriéndolo así, que la gran mayoría de los hombres iba a ser condenado a horrible y eterno tormento (Mill, 1873, p. 61-63). Cómo un ser infinitamente justo no acepta, ni perdona el que no se le ame a pesar de permitir la existencia del mal en el mundo. Cómo un ser infinitamente bueno obliga a sus súbditos a que le amen bajo déspota amenaza de fuego eterno.

Tal es, por ejemplo, la frase bíblica comúnmente citada por los seguidores cristianos: “quien no está conmigo contra mí está”4. De donde se lee que todo ser humano está obligado a creer en Cristo si no quiere ser llamado, perseguido y juzgado como enemigo de la fe cristiana. Es decir, no existe otra opción moral. Enunciado absolutista que ni el mismo autor judío, Jesús de Nazareth, aceptaría el uso que le dan sus seguidores. Cuando el pretor Poncio Pilatos demandó a Jesús “el Cristo”: “Ti estin aletheia” -¿Qué es la verdad?-, el pensador judío cae en cuenta de las diferencias culturales que los separan y guarda silencio. El pretor romano entendía verdad como razón o producto del descubrimiento del accionar humano, (verdad como resultado de un orden social capaz de establecer sus propias leyes de gobierno); en tanto que el filósofo judío la entendía como fe, confianza en Dios, como amor y solidaridad entre seres humanos.

Están, por tanto, las doctrinas de las religiones sobrenaturales fundadas en el miedo, en el pánico al castigo, en la obediencia irrestricta, el no aceptar otra autoridad que no sea la del Autor del universo, en la carga de llevar consigo la condición de pecador y, por tanto, ante el sentimiento continuo de pecado la búsqueda incesante de la salvación, lo que puede conducirlo irremediablemente al aislamiento, a la austeridad, a la infelicidad, a la falta de amor, a ver al otro como enemigo o fuente de pecado, o simplemente, rival de salvación, ya que “son muchos los llamados y pocos los elegidos”5. Frase que para los cristianos significa el celo individual de salvación, egoísmo más que unión, rivalidad más que solidaridad, desprecio más que simpatía.

A diferencia de la acción moral religiosa, en la acción moral autónoma el individuo incorpora a su libre identidad el querer ser así socialmente, es decir, afirma el filósofo alemán, Ernst Tugendhat: el de “ser inherentemente bueno.” Para ello debe operar en el ser humano una especie cotidiana de conciencia moral como la pregonada por la filosofía moral inglesa de Adam Smith y John Stuart Mill. Conciencia moral que se fecunda en la educación civil, en la instrucción de valores sociales, en la cotidianidad de la acción social, en otras palabras, en la racionabilidad de lo vivido, en el espejo social de lo que debería significar el hombre para el hombre. Así lo da a entender Tugendhat (1993, p. 59):

El individuo tiene que haber incorporado a su identidad (y esto significa, su querer-ser-así) este ser-así y el ser-bueno inherente a él. Con este acto de la voluntad no se dice que sencillamente quiere ser bueno, sino más bien que quiere considerarse como miembro de este mundo moral. (“este mundo moral” se define por el hecho de que todos exigen – con referencia a la sanción interna- ser buenos miembros de la sociedad en un sentido determinado de “bueno”). Sin este querer- pertenecer, el individuo no puede experimentar vergüenza cuando viola las normas correspondientes, ni tampoco indignación cuando los demás lo hacen. (...), el hecho de que el yo-quiero precede al tengo-que, es necesaria si la sanción ha de ser interna, y la sanción inherente al cosmos moral debe ser interna porque la indignación no puede afianzarse sin la internalización por medio de la vergüenza.

Quien no tiene ningún sentido moral no puede avergonzarse moralmente ni indignarse frente a los demás. Quien no puede actuar libremente y decidir con absoluta libertad lo que quiere moralmente ser, o desea pertenecer, no siente vergüenza por el mal que a otros puede infringir. La conciencia moral del hombre realmente libre nace no del miedo al castigo o al pecado sino de la interiorización consciente de lo que significa el otro como persona, o como ser humano. No es por una imposición social, ni religiosa o estatal sino de conciencia personal, en la que cada hombre es dueño de sí, lo cual le dicta deberes y no obligaciones. Es el juez implacable de la conciencia moral, de Adam Smith, el cual le pide cuenta de lo que ha hecho o dejó de hacer para el bien propio y de otros.

El sentimiento de vergüenza nace justamente de la conciencia moral o de la conciencia social, el de saber qué era lo que se debía haber hecho y no se hizo, de entender cuál era mi responsabilidad social y haber actuado irresponsablemente. Es el sentimiento de pena conmigo mismo y con el otro, es la voz de la conciencia que no se puede acallar fácilmente, es el reproche interno que se hace el individuo a sí mismo y lo obliga a corregir su accionar, a ser más cuidadoso en el futuro. Es el aprender a preferir el todo a lo particular, a moderar sus actos, al autocontrol, de tal manera que sin nadie obligarlo, coaccionarlo o infundirle temor actúa con la debida prudencia. Las instituciones sociales como el Estado sólo han de constituirse como garantes de las condiciones mínimas para la convivencia ordenada y pacífica. Es el gendarme de la vida, la libertad y la seguridad. Es el encargado de preservar un ámbito privado en el que los individuos moralmente conscientes desarrollan su concepción del bien o de la vida buena y placentera.

La racionabilidad de lo vivido o de las experiencias le aconsejará al individuo lo que realmente debe hacer. En los escritos de Adam Smith (1759 y 1776) y Bernard de Mandeville (1729) se argumenta que no hace falta que las instituciones sociales se empeñen en moralizar a las personas, pues los vicios privados producen virtudes públicas y el egoísmo individual acaba redundando en beneficio de todos. Smith (1776, p. 534-547) afirma: “no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”6.

Es el cultivo del propio interés el que revierte en un bien público. Mill (1859) ratifica esta posición cuando afirma que el único fin que justifica la intromisión en la libertad de cualquier miembro de la sociedad es la propia protección, la de evitar que se perjudique a los demás. El bien de la persona, su felicidad o su bienestar no son justificación suficiente para obligar a nadie a realizar ciertas cosas. Hay que distinguir lo que debe ser objeto de persuasión o razonamiento de lo que debe ser impuesto. Así concluye Mill (1859, p. 94): “la única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano”.

Es decir, en lo único que realmente debe ser responsable el ser humano como socialmente “bueno” es en el respeto al otro, en el no invadir con sus acciones la esfera de libertad de otro(s). Es moralmente libre, por ejemplo, el ser humano para quitarse la vida, ser un suicida, pero no el de ir y quitar la vida a otros contra su voluntad, un homicida.

La conciencia moral social nace de la educación en el respeto a los derechos civiles del otro. En la virtud de amor a lo público, de mirar al otro con el mismo respeto con el cual debe mirarse el individuo a sí mismo. Nace de la pluralidad del conocimiento, de alimentar el diálogo, de incorporar la experiencia y de nutrirse con la realidad circundante. Nace de suponer que el que habla primero es el otro, y que éste tiene de entrada el uso razonado de la palabra. La conciencia moral nace en la vocación social del individuo, en la tolerancia, en el fortalecimiento de la crítica y no de su prohibición, en hacer de la protesta algo lúcida e ilustrada.

En otras palabras, el hombre como ser moral o social, motivado por la razón del bienestar social, busca moderar su comportamiento, lo que le permite mayor felicidad. Comportamiento moral que ha de estar sustentado en una educación universal del deber ser, en el respeto a la igualdad y a la libertad; lo que garantiza la organización social como institución. El Estado y sus instituciones son los principales responsables en la difusión de tal formación. Dicha educación universal ha de ser tal y tan popular que pasaría de ser algo exclusivo a ser natural o común. Es decir, algo cotidiano y por tanto cultural. Mill (1996, p. 38) afirma: “si los ingleses, siguiendo sus instintos inconscientes, actúan mejor que otros pueblos, ello sólo puede ser en la medida en que su mayor libertad política los ha acostumbrado a buscar el é xito en un régimen de igualdad de oportunidades, y no en el favor de un soberano”.

El Estado deberá promover, afirma Smith (1776, p.699), el estudio de la ciencia y de la filosofía7. De esta manera, el Estado logra poner un gran remedio a lo que hubiere de insociable en la moral de las sectas religiosas. Insociabilidad que bien podría resumirse en dos grandes campos: lo político y lo económico. En lo político en cuanto que por un fanatismo religioso se desconozca la autoridad del gobernante o se atente con las instituciones establecidas o se propicien guerras y odios entre ciudadanos por diferencias en sus convicciones de fe. En lo económico en cuanto por razones de la enseñanza de la austeridad a los feligreses se pueda poner en vilo las finanzas de sectores productivos de la economía.

Igualmente al propiciarse por parte del Estado la enseñanza de las ciencias y la filosofía como gran remedio al fanatismo, se permite la formación de hombres de mundo, seres capaces de sobrevivir en un ambiente cultural diferente y científicamente competitivo, lo que le permite al país alcanzar altos niveles de desarrollo social y económico. Se da paso al abandono de viejas formas de educación, en las que se imparte una enseñanza netamente eclesiástica, con un contenido muy pobre en ciencias físicas y de filosofía moral civil o autónoma, lo que convierte a este grupo de hombres en seres aptos para alcanzar la vida eterna, pero muy mal preparados para vivir en este mundo de gran desarrollo industrial, por lo que terminan volviéndose en seres amargados y resentidos con la sociedad, que pretenden ver en cado acto o suceso una prueba de moral religiosa y no un fracaso de formación social y cultural.

Las instituciones de educación tienen como fin el de formar hombres capaces de vivir en sociedad, de respetar las diferencias y las individualidades, de controlar las pasiones irascibles y el de mantener la correcta prudencia entre sus actos; es decir, de las instituciones de educación la comunidad espera que ella sea capaz de formar hombres civilizados, sociales y por tanto cada vez más alejados de los comportamientos salvajes o animalescos. Es decir, seres de conciencia moral ciudadana. Tal es el resultado final que la sociedad espera al crear y poner a su servicio dichas instituciones de formación educativa.

 

5. CONCLUSIONES

La conciencia moral social exige del ser humano el accionar desinteresado, es decir, no fundamentado en el egoísmo propio sino en el actuar social casi natural y desinteresado. Si repasamos la historia del pensamiento moral, afirma la filósofa española, Victoria Camps (2001, p.18), nos encontramos con preceptos que se parecen mucho entre sí:

Amarás a tú prójimo como a ti mismo”, “de nada demasiado”, “no hagas a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti”, “actúa de tal manera que trates a la humanidad siempre como un fin y nunca solamente como un medio”, “el bienestar de la humanidad es la medida de lo bueno y de lo malo.” Jesucristo, Sócrates, Confucio, Kant, Bentham, en épocas distintas y en países distantes llegaron a conclusiones muy similares con respecto a lo que debe considerarse como el principio máximo de la moralidad.

La conciencia moral social nace de la educación en el respeto a los derechos civiles del otro. En la virtud de amor a lo público, de mirar al otro con el mismo respeto con el cual debe mirarse el individuo a sí mismo. Nace de la pluralidad del conocimiento, de alimentar el diálogo, de incorporar la experiencia y de nutrirse con la realidad circundante. Nace de suponer que el que habla primero es el otro, y que é ste tiene de entrada el uso razonado de la palabra. La conciencia moral nace en la vocación social del individuo, en la tolerancia, en el fortalecimiento de la crítica y no de su prohibición, en hacer de la protesta algo lúcido e ilustrado.

A diferencia de la acción moral religiosa, en la acción moral autónoma el individuo incorpora a su libre identidad el querer ser así socialmente, es decir, afirma el filósofo alemán, Ernst Tugendhat: el de “ser inherentemente bueno”. Conciencia moral que se fecunda en la educación civil, en la instrucción de valores sociales, en la cotidianidad de la acción social. El Estado deberá promover, afirma Adam Smith (1776), el estudio de la ciencia y de la filosofía. De esta manera, logra poner un gran remedio a lo que hubiere de insociable en la moral de las sectas religiosas. Insociabilidad que bien podría resumirse en dos grandes campos: lo político y lo económico. En lo político en cuanto que por un fanatismo religioso se desconozca la autoridad del gobernante o se atente con las instituciones establecidas o se propicien guerras y odios entre ciudadanos por diferencias en sus convicciones de fe. En lo económico en cuanto por razones de la enseñanza de la austeridad a los feligreses se puedan poner en vilo las finanzas de sectores productivos de la economía.

Si existe la competencia perfecta en el mercado de las religiones, entonces la moral religiosa puede ayudar a la moral civil o autónoma en la construcción de la virtud social, en la benevolencia, respeto a los derechos del otro y en la dignidad. Si la sociedad limita y prohíbe cualquier unión entre la política y la religión, es posible lograr el progreso social y económico sin los percances del fanatismo, ya que al competir cada nominación por un mayor número de feligreses buscará hacerse agradable y placentera, por lo que dichos centros para la meditación pueden llegar a convertirse en lugares públicos para ejercicios del alma, de regocijo interior, de cuidado de sí, de amor al prójimo y de benevolencia.

Finalmente es posible concluir con Smith y con Mill que el logro de una conciencia moral autónoma en el hombre nacida no del miedo al castigo o al pecado sino de la interiorización consciente de lo que significa el otro como persona facilita la convivencia pacífica, las relaciones placenteras y el logro social de la felicidad, ya que no nace de una imposición social ni religiosa o estatal, sino de convicción personal, en la que cada hombre es dueño absoluto de su conciencia, la cual le dicta deberes y no obligaciones. Conciencia moral que como un juez implacable de sus acciones, le llama a cuentas sobre lo que ha hecho o dejó de hacer para el bien propio y de los demás. De esta manera, afirma Smith, las instituciones sociales como el Estado sólo han de constituirse como garantes de las condiciones mínimas para la convivencia ordenada y pacífica. Guarda de la vida, la libertad y la seguridad.

 

BIBLIOGRAFÍA

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6. MANDEVILLE, Bernard. (1729). La fábula de las abejas o los vicios privados hacen la propiedad pública. México: Fondo de la Cultura Económica, edición de 1982.        [ Links ]

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12. SMITH, Adam. (1776). An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Obra publicada en español en 1992 con base a la edición de 1776 por el Fondo de Cultura Económica, México, D.F.:17. Traducción en español. Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. México: Fondo de Cultura Económica, novena reimpresión, 1997.        [ Links ]

13. TUGENDHAT, Ernst. (1993). Lecciones de ética. Barcelona: Gedisa Editorial, edición de 1997.        [ Links ]

 

Recibido: octubre 02 de 2007 Aprobado: mayo 07 de 2008

 

* El presente artículo es producto de mi trabajo de investigación doctoral: “El homo oeconomicus y el sentimiento de simpatía en la obra de John Stuart Mill” donde se intenta demostrar la hipótesis: “El “homo oeconomicus” no es exclusivamente un ser egoísta por naturaleza en sus acciones como habitualmente se ha creído en la ciencia de la economía, por el contrario, su accionar responde más a la naturaleza de un ser solidario, empático y cooperativo”.

1 Celebrar acuerdos, hacer negocios, tomarse confianza, establecer relaciones duraderas de amistad, de amor, de empatía comercial; relaciones que mejoran un diario vivir para todos en comunidad. A lo largo del presente artículo se usarán los términos moral autónoma, es decir aquella que nace o proviene de las relaciones sociales entre los hombres y que por tanto se convierten en prácticas civiles o de la moral social. En las acciones de la moral autónoma están las del autogobierno, autocontrol y las normas jurídicas o legales, también llamadas positivas. En el ensayo se usan los términos de moral civil, autónoma y social como sinónimos de un orden social humano y no metafísico. La moral religiosa es distinta de la moral autónoma, ya que esta basa sus juicios morales no en el acuerdo social de una organización general de todos los asociados, sino religioso –conforme a un mandato divino-; las religiones de acuerdo con un orden particular le dicen al individuo cómo tiene que actuar, qué es bueno o qué es malo según un orden divino, en otras palabras, el individuo se adeuda a un metafísico llamado Dios. En la moral autónoma el individuo se adeuda a la sociedad y a sus instituciones como un todo. La ciencia de la economía se basa en la moral autónoma y no religiosa porque el hombre depende de sí mismo y no de Dios, él es el responsable de todo cuanto le pasa y no Dios, él es el que gobierna sobre la naturaleza y no Dios, él decide a sus gobernantes y no Dios; las instituciones jurídicas son las que imponen el orden y ejercen la justicia entre los hombres. La ciencia de la economía desde su nacimiento en 1776 se funda en una moral autónoma.

2 Juzgamos o llamamos actos morales a todos aquellos que benefician a una sociedad, pero, ¿qué de aquellos actos sociales que en procura de alcanzar la más sublime de las ideologías de igualdad para todos acorralan y causan tanto daño a un inmenso puñado de hombres en aras del fortalecimiento de una gran nación como lo ha sido el comunismo o el fundamentalismo nazi?, ¿ cómo calificar de buena o mala una acción si quien la ejecutass cree estar haciendo lo correcto socialmente, lo legal como Adolf Eichmann, y todos los demás ciudadanos de una nación lo consideran heroico?, ¿no es acaso lo bueno o lo malo tan relativo a las instituciones como al devenir mismo?

3 Con el calificativo de sectas Smith hace referencia a todas las congregaciones religiosas con lo que quiere dar a entender justamente eso, que son congregaciones religiosas y no políticas o civiles. Las sectas tienden a obedecer los dictados de sus líderes religiosos quienes a su vez dicen actuar en conformidad con su Dios.

4 Evangelio según San Mateo. Biblia de Jerusalén. Bilbao: Grafo S.A. 1975. Parábola del Banquete nupcial, capítulo 12, versículo 30. Evangelio según San Lucas capítulo 11, versículo 23

5 Evangelio según San Mateo. Biblia de Jerusalén. Bilbao: Grafo S.A. 1975. Parábola del Banquete nupcial, capítulo 22, versículo 14. Ver igualmente los juicios escatológicos en el libro de Apocalipsis capítulo 19, versículo 11 y capítulo 20.

6 Esta traducción del texto de “La riqueza de las naciones” no coincide con la que hace Rodríguez Braun (Adam Smith (1790), The Theory of Moral Sentiments publicado en español en el año 1997 como: La teoría de los sentimientos morales, Alianza editorial, Madrid: Estudio Preliminar): “No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés”. Este traductor señala que “el amor propio, self-love”, es muy diferente del mercantil tomado por sí mismo puede llevarse a cabo con éxito si no es dentro de un marco institucional más amplio, cuya operación tampoco se explica de manera exhaustiva por el principio del propio interés.

7 Smith (1776, p.699) afirma además, que el Estado deberá intervenir cuando:

Primero: la sociedad por sí misma no es capaz de prestar atención educativa a las clases sociales más bajas, entonces se hace necesaria la intervención del gobierno, para prestar el servicio de educación a estas clases pobres, evitando de esta manera precaver una entera corrupción o degeneración en la gran masa del pueblo. Igualmente, dice Smith, deberá intervenir el Estado en la formación política y social de aquellas personas que por la rutina de su trabajo manual y poco calificado no se preocupan por estar bien informados o por tener un nivel más alto de educación. De esta manera, para el escocés el Estado deberá evitar el decaimiento intelectual de esta parte de la sociedad, (aun a pesar de que ella sea la población más numerosa); ya que en un Estado civilizado cada hombre es, en cierto modo, un hombre político y debe hallarse en condiciones, por su naturaleza social, de formular juicios razonables sobre los intereses de la sociedad y la conducta de quienes los dirigen.

Segundo: El Estado deberá procurar la capacitación de los niños de las clases pobres, ya que sus padres, por la estrechura económica, apenas pueden mantenerlos en su infancia y en cuanto ellos están en condiciones de trabajar salen a realizar algún oficio que les permita el dinero para atender su subsistencia. De esta manera, para Smith, el Estado deberá garantizar a la gran masa de niños pobres lo más elemental de la enseñanza: leer, escribir y contar. Persiguiendo con ello el logro de un pueblo civilizado, de una masa culta y menos propensa al fanatismo. “El Estado podría facilitar esa educación estableciendo en cada distrito una pequeña escuela, donde puedan ser instruidos los niños mediante un moderado estipendio, cuyo pago esté al alcance de un jornalero, recompensándose así, el trabajo del maestro, en parte, por la sociedad, y en parte, mediante aquel estipendio”, ya que para Smith, si todo el sueldo del maestro corriese a cuenta del Estado muy pronto él desatendería sus verdaderas obligaciones sociales, la cual es: “despertar en el infante el amor por el conocimiento de las artes y de las ciencias, que les lleve a ellos en el futuro a ser hombres de mundo y no el de ser simples fanáticos religiosos”.

Tercero: El Estado puede fomentar el conocimiento en sectores más esenciales de la educación como la física y la geometría, dando pequeños premios o ciertas muestras de distinción a los niños de las clases pobres que sobresalen en dichos conocimientos. E incluso el Estado debe obligar a los jóvenes a presentar exámenes de conocimiento antes dedicarse al comercio o de pertenecer a algún gremio profesional. De esta manera, Adam Smith apoyado en la experiencia de su época y en la historia ve como los imperios, en la antigüedad, lograron la gloria y la honra, en los que floreció, a demás, la libertad, las artes y las ciencias.

El Estado que con diligencia logra la educación mínima de la gran masa de su pueblo, alcanza el status de un pueblo civilizado capaz de mantener la seguridad interna y externa, la libertad entre sus ciudadanos, lo que le granjea el juicio favorable de la opinión pública, y, mucho más aún, cuando al tener una población de ciudadanos que no se aventura caprichosa o impremeditadamente a juzgar la conducta del gobierno no coloca en vilo, innecesariamente, la estabilidad del Estado y de su desarrollo.

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