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Acta Neurológica Colombiana

Print version ISSN 0120-8748

Acta Neurol Colomb. vol.35 no.2 Bogotá Apr./June 2019

https://doi.org/10.22379/24224022234 

Editorial

Coplas a la muerte de mi padre: Andrés Rosselli Quijano (1921-2019)

Ode to the death of my father: Andrés Rosselli Quijano (1921-2019)

Diego Rosselli(1)  * 

(1) Editor general Acta Neurológica Colombiana. Profesor asociado, Departamento de Epidemiología Clínica y Bioestadística, Facultad de Medicina, Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia.


"Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida cómo se viene la muerte, tan callando"

Jorge Manrique (1440-1479)

Pocos días antes de morir mi padre rememoró sus años infantiles en su natal Sogamoso. Solo había entonces una calle pavimentada, que él recorría con su hermano Octavio y su primo Humberto, cada uno en su bicicleta, de aquí para allá y de allá para acá. Ahora, noventa años más tarde, yo lo paseaba un domingo soleado en su silla de ruedas por la recién repavimentada calle de su casa, en el barrio Calatrava. "La vida da vueltas en círculo", dijo entonces.

El Sogamoso de su infancia apenas llegaba a los cinco mil habitantes en el casco urbano. Hacía un decenio o algo más que había llegado allá la Carretera Central del Norte, pero los automóviles se contaban con los dedos de las manos. Las familias se reunían alrededor de un radio, maravillados de poder escuchar lo que ocurría en el mundo. La llegada del primer avión fue siempre un hito de emoción en sus relatos; todos los compañeritos del Colegio Sugamuxi, que reunía niños de todos los niveles sociales, muchos de ellos descalzos, otros más con alpargatas, se volcaron ese día al improvisado campo de aterrizaje.

Su abuelo Andrés Rosselli, descendía de un ebanista italiano, que tras dejar para la posteridad las tallas de madera que adornan el templo franciscano del Parque Santander, en Bogotá, terminó en Boyacá. Ese abuelo Andrés había muerto trágicamente en 1904 en el camino de mulas de Sogamoso a Casanare, en el pueblo de Labranzagrande. Su hijo Augusto de apenas 15 años, el mayor de 4 hijos, iba con él, y tendría que hacerse cargo de la familia. Unos años más tarde el joven Augusto habría de ocasionar un escándalo pueblerino cuando María, la mayor de las hijas de don Marco Quijano, huyó con él para casarse a escondidas. Don Marco era reconocido tanto por ser dueño de extensas tierras en ese fértil valle, como por su proverbial mal genio. No debieron haber sido fáciles para esa joven pareja los primeros años de matrimonio, pero el viejo debió haber cedido, porque unos años más tarde Rafael Rosselli, hermano de Augusto se desposó con otra hija de don Marco, Carmen Rosa, de donde proviene Humberto Rosselli Quijano (1923-2009), reconocido Académico, historiador y psiquiatra, primo hermano doble de mi padre.

Los años de adolescencia, tanto de Andrés, como de Humberto, fueron de internado primero en Tunja, en el Colegio Boyacá, y luego en Bogotá, en el Colegio de San Bartolomé. Los dos se inclinaron por la medicina, e ingresaron a la Universidad Nacional. De sus años de universitario siempre tuvo grandes recuerdos: sus veladas de poesía con el maestro De Greiff y otros bohemios, las peroratas de Goyeneche, el eterno candidato a la presidencia, y la naciente afición por el tenis, por no hablar de sus maestros de la medicina Pablo Llinás, Alfonso Uribe Uribe y su coterráneo Edmundo Rico, de quien heredó su biblioteca médica y su interés por las enfermedades neurológicas. Su grado de médico fue en el año 1948, y su tesis laureada se tituló "La alucinación en psiquiatría".

Luego vendría la especialización en Psiquiatría, también de la mano de su primo Humberto, en épocas en que la psi-cocirugía, la insulinoterapia y los electrochoques dominaban el panorama terapéutico. Al iniciar el decenio de los cincuenta este joven psiquiatra compartía su tiempo entre el consultorio privado y su servicio de electrochoques a domicilio. También tenía dos trabajos formales, uno en el Asilo de Locas, y otro en las recién creadas Facultades Femeninas de la Universidad Javeriana, en donde era instructor de anatomía en la carrera de Bacteriología.

Siempre disfrutó diciendo, con ese sentido del humor que conservó hasta la muerte, que fue en uno de esos dos lugares, "no recuerdo cuál", que conoció a Eugenia Cock, la mujer que habría de acompañarlo por 68 años. "Y en el momento menos pensado me llenó de hijos" solía decir para rematar su chiste. Contrajeron matrimonio en enero de 1951 con el visto bueno de los suegros, el adusto y sabio ingeniero antioqueño Julián Cock, y la matrona envigadeña Graciela Cardona, quien en busca de referencias del potencial yerno recurrió a los jesuitas, con quienes toda la vida tuvo una gran cercanía. Otra habría sido la historia si el padre Ballesteros no hubiera hablado maravillas de este joven médico, a quien conocía desde sus años de colegio.

En 1953 un hecho fortuito habría de cambiar el rumbo de la vida de Andrés Rosselli. Invitado por la Sociedad Colombiana de Medicina Interna, vino a Bogotá el distinguido neurólogo estadounidense Raymond Adams, profesor de Harvard y jefe de neurología del Massachusetts General Hospital. El mismo Adams lo apoyaría para conseguir una beca de la Fundación Rockefeller, lo que le permitiría especializarse en ese reconocido hospital bostoniano durante los años 1954 y 1955.

A su regreso al país en 1956, y gracias a la acogida de Alfonso Ramírez, director del viejo Hospital Militar, se incorporó a él, dando origen a la Neurología en Colombia cuando aún funcionaba en un regimiento militar adaptado para hospital, en el suroriente de la ciudad. En 1962 el Hospital se trasladaría al sitio actual. Fueron 20 años los que dedicó Andrés Rosselli a este centro de formación, en donde se creó el primer servicio de Neurología y el primer programa de especialización en esa disciplina en el país. A su retiro de esta institución fue acogido por el Hospital San Juan de Dios y, más adelante, para cerrar su carrera profesional, por la Fundación Santa Fe de Bogotá, de la cual fuera uno de sus miembros fundadores.

En todas esas instituciones sus alumnos recuerdan su trato humano con pacientes, estudiantes y colegas, y su pasmosa habilidad semiológica, primero para interrogar al paciente, y luego para realizar, con martillo de reflejos y oftalmoscopio, un minucioso examen neurológico.

Y sí, llegaron los hijos, nueve, nacidos todos en un lapso de 11 años, entre 1952 y 1963: María Eugenia, Ana Isabel, Patricia (fallecida en 2018, en Boston, su ciudad natal), Mónica, Diego Andrés, Marcela, Claudia, Marta Adriana, y Pablo. Al morir deja 21 nietos y dos bisnietos (con otro más en camino).

Muchas otras facetas de su vida se quedaron por fuera de este relato: su pasión por la tierra que compró en Casanare en 1956, a poca distancia de la que fuera la hacienda de su padre y de su abuelo, a orillas del río Cusiana. Su afición al tenis, mencionada ya de paso, deporte que siguió practicando hasta bien entrada su novena década. Su capacidad de oratoria, que fue de gran ayuda en sus conferencias y en sus clases tanto a médicos y estudiantes de medicina, como a psicólogos, fisioterapeutas y fonoaudiólogos. Esa misma habilidad verbal tan valiosa para amenizar reuniones con familiares o amigos. Su inquebrantable optimismo, que lo llevaba siempre a ver el lado bueno de las cosas, y que explica el "divinamente" que respondía incluso pocas horas antes de morir a la pregunta de sus hijos de cómo se sentía. Y sobre todo su devoción por "la viejita", por Eugenia, junto a quien dejó de respirar esa madrugada del martes 20 de marzo de 2019. Cómo se pasa la vida, sí, y cómo se llega la muerte, tan callando.

Recibido: 25 de Abril de 2019; Aprobado: 25 de Abril de 2019

* Correspondencia: Diego Rosselli, editor-general-anc@acnweb.org

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