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Díkaion

Print version ISSN 0120-8942

Díkaion vol.21 no.2 Chia July/Dec. 2012

 


EDITORIAL

LA DEFORMACIÓN DE LA PRÁCTICA JURÍDICA CONTEMPORÁNEA:
EL OFICIO DEL JURISTA EN MEDIO DE LOS IDEÓLOGOS

THE DEFORMATION OF CONTEMPORARY LEGAL PRACTICE:
THE LAWYER'S PROFESSION IN THE MIDDLE OF THE IDEOLOGUES

A DEFORMA DA PRÁTICA JURÍDICA CONTEMPORÁNEA:
O OFÍCIO DO JURISTA EM MEIO DOS IDEÓLOGOS



Que el mundo del Derecho sea caracterizado por la discusión o el encuentro y desencuentro de posturas frente a los más variados temas no es sino la consecuencia, natural y obvia, de las dificultades —y también de la riqueza— por las que atraviesa la realidad jurídica: un mundo que los antiguos denominaban "práctico", sometido a las tensiones propias de lo que suponen las alternativas posibles, los diversos medios para alcanzar fines, la configuración de caminos distintos para llegar a resultados no siempre previsibles, así como la provisionalidad de las decisiones tomadas en torno suyo. Sujeto a tantas variables, como lo está el mundo del Derecho, la idea de que a todo problema jurídico le corresponde un único camino posible, o una sola respuesta correcta, no pasa de ser más que una propuesta teórica de un modelo idealizado al que incluso debió renunciar —por la fuerza de la realidad— la época de mayor auge de las codificaciones en el siglo XIX.

Que esto sea así —que la realidad jurídica sea tan compleja y a la vez tan rica en posibilidades— explica en toda parte el fracaso de cualquier estatuto "estático" y "dogmático" del razonamiento de los juristas. Explica además por qué el Derecho comporta necesariamente un ejercicio dialógico, enmarcado por la deliberación y el consejo, la puesta a prueba de las propias convicciones, la revisión de los asertos que los juristas tenemos. Por estas cosas es que se ha afirmado la naturaleza artística de la profesión jurídica. Somos artistas en cuanto debemos "confeccionar" realidades factibles, que si bien deben ser hechas de la mejor manera posible, siempre serán susceptibles de mejoras, o de excepciones, o de ampliaciones, o de ulteriores consideraciones no previstas con anterioridad y que, por ello, posibilitan y exigen cambios a lo propuesto y a lo hecho o considerado inicialmente.

El entorno de la actividad jurídica así descrito —que tampoco dista del propuesto en todos los tiempos, con algunas excepciones— remite necesariamente al carácter éticamente comprometido del oficio del jurista. Porque toda disputa jurídica, ciertamente con intereses encontrados, implica tomar muy en serio la idea según la cual estamos tratando con "derechos" y "obligaciones", es decir, con cosas reclamadas o exigidas en la medida en que constituyen una manifestación de la justicia. Quedarnos en los meros intereses de las partes, sin un ejercicio de sustentación real, o sin un dar cuenta de aquello que permite afirmar realmente un derecho o una obligación concreta, es el camino transitable hacia la arbitrariedad. Por eso, y a pesar de tanta provisionalidad y medios alternativos, los "materiales" del Derecho no constituyen una rueda suelta o meros lugares comunes que pueden ser usados de cualquier forma, porque al lado de la dimensión artística están también las dimensiones tanto prudencial —que obliga a tomar buenas decisiones— como aquella que condiciona o delimita la actividad jurídica de acuerdo con su propia justificación y fundamentación. De ahí que, entre todas las posibilidades de decisión, existen "unas" que pueden ser eventualmente tomadas porque se ajustan, objetivamente, al Derecho vigente —y por lo tanto son racionalmente admisibles— en tanto que existen otras que no lo son. Este es el gran reto del oficio de todo jurista: su capacidad de discernir y deliberar sobre lo que constituye un débito de justicia —entre diversas opciones posibles— y lo que constituye un acto arbitrario, sostenido simplemente por un interés o una ideología particular.

La crisis del Derecho en nuestra época —que no es muy diferente a la que experimentaron otras— ha sido precisamente la de tomar aquellas características de provisionalidad, alternativas, medios posibles, etc., de manera absoluta. Es decir, la de renunciar a los supuestos, límites, condiciones o mínimos de la racionalidad jurídica, para estar así en capacidad de tomar de forma indiscriminada cualquier tipo de decisiones "en (aparente) Derecho". Cada día son más quienes se suman a esta manera de ver las cosas en nuestra profesión: "como el Derecho posee tantas variables", se afirma, "cualquier cosa que se decida o regule es susceptible de darle un 'toque de juridicidad'". Esto conlleva enormes problemas, como es obvio. Al quedar los casos jurídicos sometidos a la prueba de la "racionalidad" del jurista de turno, sin entornos mínimos, o con entornos aparentemente mínimos pero susceptibles también de interpretación (¡entornos a su turno variables!), el carácter dialógico del Derecho pasa a un segundo plano. O para decirlo de otro modo, no es más que un recurso meramente retórico —una simple fachada— que está encubriendo lo que verdaderamente hay de fondo para la toma de las decisiones "jurídicas": el propio interés que quiere ahora mostrarse como derecho.

El fenómeno descrito hace parte de ese mundillo gestado a partir de lo que algunos han denominado —con cierto aire de academicismo superficial— un "nuevo derecho", alternativamente presentado mediante la categoría de "neoconstitucionalismo". Se trata de una postura que reivindica aparentemente todo lo bueno, sobre la base de que todo fue malo, e irrumpe con la promesa mesiánica de la felicidad del género humano sobre la base de que todo lo anterior fue impuesto por un puñado de sectas, o de intereses creados desde un pasado lejano. Pero lo cierto es que ese "nuevo derecho" posee de fondo un inconfesado programa: la creación de una nueva cultura (jurídica y no jurídica) sobre la base de un hombre nuevo, cuya conquista esencial habrá de ser que lo dejen vivir a su modo: esto es, si quiere drogas alucinógenas, que se lo permitan; si quiere aborto, que lo liberen; si quiere seleccionar genéticamente a su prole, que no le prohíban; si quiere matarse, que le asistan en ello. Es el "hombre autónomo" llevado a su extremo, incluso más allá de esa magnífica caracterización que hiciera Gerhart NIEMEYER de aquel mundo reducido a "yo y mi chica", para presentarse ahora también como "yo y (...)" cualquier realidad ideada, según el dictado del propio interés. No es extraño ver que nuestro Derecho transite hoy en medio de tantos imaginarios: porque todo es "jurídicamente" posible.

El trasfondo de esta novedosa apuesta no es nuevo. Un rastreo a la formación de las ideologías desde el siglo XVIII permite cuando menos hacer comparaciones que asombran: el discurso de la promesa de un futuro mejor, otrora depositado en un partido político, o en una raza, o incluso, quién creyera, en la "Historia humana", es ahora asumido por una doctrina que lo engloba todo, como el neoconstitucionalismo o el "nuevo derecho"; el desprecio por la tradición y la incomodidad que representa para los ideólogos alguna noción de moralidad que no sea la suya, es ahora manejado por un discurso de derechos humanos "gaseosos", que se multiplican al compás de los interesados de turno; la exaltación de una libertad ilimitada y revolucionaria, de la que tanto se ufanaban los ilustrados, está ahora convertida en "el" derecho fundamental de prevalencia prima facie; la eliminación de toda forma racional que no encaje con la del ideólogo de turno, tachada entonces, como hoy, de intolerante; el invento de nuevos términos y la manipulación del lenguaje, tan contundentes en el marxismo y en el nacional-socialismo, como lo son en nuestros días en el feminismo, el movimiento "gay" y en los abortistas; la propaganda, que con tanto empeño promovieron los totalitarismos del siglo XX, ahora es manejada con el influjo de ese periodismo light de nuestros días, que se mueve bastante por las apariencias y la superficialidad.

Y desde luego, el capítulo de las prohibiciones: los ideólogos de turno, tanto del XIX o del XX, como los actuales, no admiten que se les interrogue, evaden las discusiones serias, no permiten que sus asertos sean puestos a prueba con elementos de racionalidad, condicionan agendas, se salen por la tangente, evaden los cuestionamientos serios cuando tienen todas las de perder, inventan escándalos, vociferan con la arrogancia tan propia de los que saben que no pueden argumentar, porque no tienen razón. Y como en el siglo XX, en que supieron llegar al propio poder político, en el XXI han irrumpido en Cortes nacionales e internacionales de justicia: una apuesta por la perpetuación de sus concepciones encubiertas de lenguaje jurídico y del sello pretendido de la juridicidad democrática.

Ciertamente el Derecho es un ejercicio artístico en el que afloran la discusión, la deliberación y el diálogo desinteresado. Al menos ese ha sido el Derecho en su naturaleza, no en las deformaciones de estos tiempos en los que nos ha tocado vivir.


Gabriel Mora-Restrepo
Editor
gabriel.mora@unisabana.edu.co

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