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Díkaion

Print version ISSN 0120-8942

Díkaion vol.22 no.1 Chia Jan./June 2013

 


EDITORIAL

¿UNA NUEVA CULTURA JURIDICA?

A NEW LEGAL CULTURE?

UMA NOVA CULTURA JURÍDICA?



Uno de los rasgos esenciales de la cultura jurídica contemporánea es la centralidad que han adquirido los derechos humanos y los derechos fundamentales. Esta centralidad es el resultado de un proceso de transformación que se ha operado en los sistemas jurídicos occidentales de tradición romano-germánica, y que inició en la segunda posguerra con la jurisprudencia del tribunal Constitucional alemán1. Este proceso ha sido denominado por Luis PRIETO SANCHÍS como la "constitucionalización de los derechos"2, y es indicativo de que el lugar que han tomado los derechos humanos en los actuales sistemas jurídicos —como derechos fundamentales en los casos de las libertades individuales, como derechos económicos, sociales y culturales, y como derechos colectivos, división ya hoy en día bastante desdibujada pero, en algunos casos, todavía operativa— ha sido la Constitución.

Así las cosas, los ordenamientos jurídicos se han constitucionalizado en virtud de esta importancia que han adquirido los derechos humanos contenidos en las cartas constitucionales, de tal manera que un ordenamiento jurídico —o una norma concreta del sistema— se legitima en la medida en que constituye una realización de los derechos fundamentales o, en sentido contrario, es ilegítimo si es contrario a la Constitución y a los derechos fundamentales que constituyen su corazón. De esta manera, una de las principales características de este proceso de transformación de los Estados contemporáneos es la fuerza vinculante que adquieren el texto y cada una de las cláusulas de la Constitución, de tal manera que todas ellas son entendidas como genuinas normas jurídicas, susceptibles de producir efectos jurídicos.

En este orden de ideas, la constitucionalización de los derechos humanos ha representado también una principialización de los ordenamientos jurídicos contemporáneos, toda vez que los derechos fundamentales son concebidos como normas fundamentales. En efecto, la teoría de los principios es una construcción de la dogmática constitucional y de la filosofía del derecho, acogida por los tribunales constitucionales —un ejemplo de ello se encuentra en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana3—, y que ha sido de gran utilidad a la hora de dotar de fuerza normativa a los derechos fundamentales y demás derechos constitucionales, otrora meras declaraciones de buena voluntad que representaban los núcleos esenciales de programas políticos, pero sin ninguna fuerza jurídica vinculante. Al conceptualizarse como principios, estos derechos han pasado a ser verdaderas normas jurídicas, es decir, cláusulas que contienen auténticos mandatos jurídicos, exigibles ante los tribunales contra el obrar arbitrario del Estado y de los particulares. Principios y derechos fundamentales se identifican en los ordenamientos constitucionales contemporáneos.

Ahora bien, a través de los principios jurídicos constitucionales lo que ha adquirido verdadera fuerza jurídica y normativa son ciertos valores sustanciales o materiales que se entienden como inherentes a la dignidad humana y al sistema democrático y constitucional de derecho. Los principios jurídicos son, en la versión de la teoría contemporánea del derecho, normas con forma y fuerza jurídica, pero con contenido moral. De esta manera, la constitucionalización de los ordenamientos jurídicos no es otra cosa que, como lo ha dicho Luis M. CRUZ, una rematerialización de los ordenamientos jurídicos que se configuran como la realización de un denso contenido valorativo del que se ha dotado a las constituciones contemporáneas4.

Estas transformaciones han impactado no solo en la práctica jurídica y político-institucional de los Estados, sino en la teoría y la filosofía del derecho, que han tratado de comprender y explicar la naturaleza de los cambios que han dado lugar al surgimiento de sistemas jurídicos constitucionalizados.

El neoconstitucionalismo es, en este sentido, una teoría que propone explicar el modelo jurídico que resulta de las transformaciones políticas que desembocan en los Estados constitucionales y la centralidad que en ellos adquieren los derechos fundamentales. Entre las novedades de esta teoría se cuentan, en primer lugar, una renovada teoría de las fuentes del derecho en la cual la ley pierde su primacía y las normas constitucionales adquieren el lugar de privilegio; por otro lado, aparece una teoría de las normas en las cuales, junto a las reglas, aparecen los principios; y, finalmente, el neoconstitucionalismo propone un nuevo modelo de adjudicación judicial que, por un lado, reduce la aplicación de las normas a través del proceso de subsunción y, por otro, racionaliza la discrecionalidad que se le otorga la juez al fallar casos que se encuentren en el inevitable ámbito de indeterminación del derecho. Las diversas teorías de la argumentación jurídica que aparecen en la segunda mitad del siglo XX constituyen así un intento por buscar una vía intermedia entre mecanicismo y discrecionalidad: en el sistema jurídico normativo el derecho no está de tal manera determinado que siempre pueda ser aplicado mecánicamente, ni está de tal manera indeterminado que deba ser aplicado de forma discrecional.

Sin embargo, y con todo lo relevante que estas características son a la hora de explicar el fenómeno jurídico en los Estados constitucionales, la principal tesis que se afirma en el neoconstitucionalismo es la necesaria conexión que existe entre el Derecho y la moral: las normas, para ser jurídicas, no solo deben ser válidas (elaboradas por el órgano competente, a través del órgano competente y con un mínimo de eficacia y reconocimiento social), sino que su contenido debe ser moralmente correcto, es decir, conforme a los valores superiores del sistema. Dichos valores se encuentran en la cúspide normativa del sistema normativo: la Constitución. Por tanto, su conformidad con los principios y valores contenidos en ella constituye un requisito esencial de legitimidad —a pesar y más allá de su validez, determinada a través de criterios formales— del derecho positivo. La Constitución así entendida configura un orden o sistema —objetivo o no— de valores en cuya cúspide, además, aparece la dignidad humana como el valor de los valores y como el principio del cual emana, por irradiación, el entero ordenamiento jurídico, de tal manera que todas las normas se legitiman en la medida en que son una realización de ella, y —contrario sensu— son ilegítimas en la medida en que se consideran contrarias a la intrínseca dignidad de la persona humana.

Esta concepción del derecho, en cuyo centro está la Constitución con su carga de valores, principios y derechos fundamentales, ha traído consigo una importante consecuencia para la práctica jurídica: el incremento de la actividad de los jueces y su correlativo aumento de importancia en la vida jurídica y social. En efecto, son los jueces, y especialmente los tribunales constitucionales, los encargados de definir, por vía de interpretación, el contenido de los derechos fundamentales, es decir, el modo en que son jurídicamente exigibles y realizables los valores contenidos en la Constitución. La figura del legislador racional y omnisciente ha sido sustituida, en los Estados constitucionales, por la figura del juez omnisciente, que ha hecho que sus decisiones, por esa misma razón, si bien carecen de legitimidad democrática, estén revestidas de lo que se ha llamado legitimidad argumentativa o racional y, por tanto, son portadoras de una presunción de corrección5.

Ahora bien, ¿qué tan novedoso y conveniente resulta este nuevo modelo de comprensión del fenómeno jurídico? En primer lugar, la afirmación de que las normas jurídicas son —o deben ser para ser legítimas— desarrollos de los derechos fundamentales, los cuales a su vez son portadores de valores morales, no es una idea novedosa. En efecto, el iusnaturalismo moderno afirmó lo mismo unos siglos atrás: esta escuela iusfilosófica, a la que se le atribuye la creación histórica del concepto de derechos humanos, había afirmado que ellos constituyen la dimensión jurídica de valores morales hacia los cuales el ordenamiento jurídico positivo debía tender para ser considerado racional, y de los cuales el entero ordenamiento jurídico es deducido. Por otro lado, la idea de que el derecho no está determinado de manera absoluta en el sistema jurídico normativo, y que requiere de la intervención del juez para ser realizado en el caso concreto, es rescatada del derecho romano clásico, en el cual la figura del juez y de la labor de determinación que este lleva a cabo hacen parte de sus características esenciales.

Por último, la idea de la argumentación jurídica y, más concretamente, la de ponderación, entendida como el mecanismo que hace racional el razonamiento jurídico orientado a la determinación del ius en el caso concreto es una noción que recuerda —solo en algunos de sus aspectos— a la teoría clásica de la prudencia jurídica. En efecto, la idea de que el derecho no está previamente determinado en el sistema normativo, y que el juez requiere hacer un ejercicio de ponderación de las circunstancias particulares del caso, de deliberación de razones en la búsqueda y construcción de la norma singular que resuelve el problema jurídico concreto, lo que hace es reivindicar la tesis de la prudencia jurídica y de la relevancia de la labor del juez en la determinación del derecho en los casos concretos. De esta manera, lo que se quiere señalar es que el neoconstitucionalismo constituye una novedad solo frente al positivismo jurídico, teoría del derecho dominante durante todo el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, pero no es una novedad absoluta, sino que más bien parece rescatar diversos elementos teóricos y metodológicos de tradiciones jurídicas anteriores, especialmente del iusnaturalismo moderno. Esto parece indicar que no nos encontramos ante una cultura jurídica tan novedosa como suelen señalar algunos de sus principales representantes, sino ante la vuelta de una antigua cultura jurídica.

Pero si los elementos coincidentes son notorios, también lo son aquellos en los cuales esta nueva tradición jurídica discrepa de prácticas jurídicas anteriores. Hay uno de especial importancia: el relativismo que subyace, como presupuesto teórico necesario, a esta cultura jurídica. En efecto, el argumento principal consiste en la afirmación según la cual la estructura social propia de los Estados contemporáneos se caracteriza por ser plural, y no homogénea, tal y como sucedió en épocas del movimiento codificador del siglo XIX y que dio lugar a los Estados liberales de derecho. Por el contrario, los Estados constitucionales son pluralistas, y por tanto exigen, más que ningún otro, ser Estados democráticos. Pero la democracia, se afirma, reclama un relativismo moral que dé lugar a una deontología flexible —tal y como resulta de la teoría de los principios—, capaz de acoger y armonizar las diversas concepciones del bien y de la justicia que están llamadas a convivir en las sociedades contemporáneas. Relativismo ético y jurídico son exigidos, afirman los neoconstitucionalistas, por la democracia contemporánea; y democracia es lo que exigen las sociedades plurales e inclusivas propias de los Estados contemporáneos.

Esto resulta, sin embargo, inconveniente y autodestructivo para la democracia misma. En efecto, la democracia ha constituido un instrumento —muy eficaz, pero finalmente un instrumento— para la protección de ciertos valores políticos y jurídicos, especialmente —después de la Segunda Guerra— de la dignidad de las personas frente a los posibles abusos del ejercicio del poder estatal. Sin embargo, cuando esos mismos valores se relativizan, y las normas que los contienen se entienden como conceptos vacíos, dejando la creación de su significado y contenido a la libre determinación del juez, quien en esa tarea no tiene más límites que exigencias de carácter procedimental, aquellos valores por los cuales tiene sentido una sociedad democrática se desdibujan, pierden su fuerza, y con ellos la misma democracia pierde su razón de ser. Hemos perdido de vista que la democracia no es ella un fin, sino un medio para la realización de los valores contenidos en la Constitución y, más allá de ella, para la realización en la vida común de las exigencias derivadas de la dignidad humana. Democraticismo es el nombre adecuado para esta enfermedad de la democracia.

La verdadera democracia y el verdadero pluralismo reclaman la existencia de valores absolutos: exigen que la dignidad humana signifique realmente valor absoluto de la persona humana, poseedora de una naturaleza de la cual se derivan exigencias de respeto absoluto a su vida y a su libertad —libertad de conciencia, de expresión, de culto, económica, de profesión, etc.—; exigen una cultura jurídica en la cual los derechos humanos signifiquen algo, encarnen realidades humanas valiosas, demandantes de un respeto que no depende de las mayorías, ni de las legislativas ni de las de los tribunales. Esta nueva cultura jurídica exige, por tanto, el abandono del soterrado relativismo ético-jurídico que subyace al neoconstitucionalismo, pues este resulta perjudicial para los derechos humanos, incluso como criterio metodológico, pues bajo el imperio de este los derechos humanos resultan conceptos vacíos, susceptibles de cualquier determinación, y la labor de los jueces —en una cultura jurídica hiperjurisdiccional— se convierte en arbitraria. Un sano objetivismo, en cambio, dota a los derechos humanos de significado, los convierte en verdaderas exigencias plenas de valor jurídico, determinadas por las exigencias derivadas de la condición humana y de la vida social orientada al bien común, y la labor de los jueces se convierte en búsqueda y determinación racional de dichas exigencias para la vida social hic et nunc. Frente a una legitimidad procedimental —vacía de contenido—, la labor de los jueces exige otro tipo de legitimidad, una material, verdaderamente racional, que parece tener tan buenos argumentos a su favor como la primera. La prohibición absoluta de atentar contra cualquier derecho fundamental debe ser el principio y la exigencia necesaria para legitimar cualquier norma y cualquier decisión judicial en un Estado constitucional y democrático de derecho, pues con este fin —la protección absoluta de la persona— fue constituido como tal.

La revista Díkaion confía en que los trabajos que aquí se presentan sean un aporte relevante y significativo en la construcción de esta nueva cultura jurídica, y en la búsqueda de los principios que deben regir en un verdadero Estado constitucional y democrático de derecho, que tiene como finalidad que lo legitima la protección de la persona y sus derechos.

José Julián Suárez-Rodríguez
Editor
jose.suarez1@unisabana.edu.co



NOTAS

1 Cfr. Luis M. CRUZ, La Constitución como orden de valores: problemas jurídicos y políticos. Un estudios sobre los orígenes del neoconstitucionalismo, Granada, Comares, 2005.

2 Cfr. Luis PRIETO SANCHÍS, "El constitucionalismo de los derechos", en Revista Española de Derecho Constitucional 71 (2004), pp. 47-72.

3 Cfr., entre otras, las sentencias T-406 y C-546 de 1992, T- 079 de 1995, C-690 de 1996, C- 475 de  1997, C-126 de 1998 y C- 445 de 1999.

4 Cfr. Luis M. CRUZ, "La Constitución como orden de valores. Reflexiones en torno al neoconstitucionalismo", en Dikaion. Revista de fundamentación jurídica 18 (2009), pp. 11-31.

5 Cfr. Robert ALEXY, "Los derechos fundamentales en el Estado constitucional", en Miguel CARBONELL, Neoconstitucionalismo(s), Madrid, Trotta, 2003, pp. 31-47.

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