SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.32 número1Una propuesta de constitucionalismo desde el sur globalSeriam os direitos do homem o verdadeiro objeto da esperança humana e a medida das sociedades políticas? Um exame da Declaração dos Direitos do Homem e do Cidadão de 1789 à luz da crítica de Agustín Barruel às fontes filosóficas da declaração índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Em processo de indexaçãoCitado por Google
  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO
  • Em processo de indexaçãoSimilares em Google

Compartilhar


Díkaion

versão impressa ISSN 0120-8942versão On-line ISSN 2027-5366

Díkaion vol.32 no.1 Chia jan./jun. 2023  Epub 27-Jan-2023

https://doi.org/10.5294/dika.2023.32.1.7 

Artículos

Bien común clásico y Estado

The Classical Common Good and the State

Bem comum clássico e Estado

1 Universidad Austral, Argentina. privas@austral.edu.ar


Resumen

El objeto del presente estudio es considerar si es posible hablar de bien común dentro de los parámetros del Estado. Dicho de otra forma, si Estado y bien común son siquiera compatibles. La hipótesis de partida es la incompatibilidad. Para ello, se hará una aproximación al sentido originario del bien común, que toma sus raíces de la tradición clásica y medieval. Aunque esta aproximación ha sido llevada a cabo por numerosos autores, en este caso se trata de señalar precisamente aquellos rasgos del bien común clásico que van a contrastar en mayor medida con la teorización del Estado. Por ello, en esta exposición se prioriza el acceso a fuentes primarias. En un segundo momento, y de cara a afrontar el objeto mencionado en este trabajo, se consideran los cambios radicales en los presupuestos antropológicos y económico-sociales que son contemporáneos a la teorización y aparición del Estado, y que son relevantes para comprender por qué carece de sentido hablar de bien común en el marco del Estado.

Palabras clave: Comunidad política; Tomás de Aquino; Macpherson; Karl Polanyi; Hobbes

Abstract

This study aims to consider whether it is possible to speak of the common good within the parameters of the State; in other words, whether the State and the common good are even compatible. The starting hypothesis is one of incompatibility. We will begin by approaching the original meaning of the common good, which has its roots in classical and medieval traditions. Although numerous authors have adopted this approach, in our case, it is a matter of pointing out precisely those features of the classical common good that will contrast to a greater extent with the theorization of the State. Therefore, this paper prioritizes primary sources. Secondly, to tackle the subject matter of this work, we will examine the radical changes in the anthropological and economic-social assumptions that are contemporary to the theorization and emergence of the State and relevant to understand why it makes no sense to speak of the common good in the framework of the State.

Keywords: Political community; Thomas Aquinas; Macpherson; Karl Polanyi; Hobbes

Resumo

O objetivo deste estudo é considerar se é possível falar de bem comum dentro dos parâmetros do Estado. Em outras palavras, se Estado e bem comum são pelo menos compatíveis. A hipótese de partida é pela incompatibilidade. Para isso, é feita uma abordagem do sentido originário do bem comum, que toma suas raízes da tradição clássica e medieval. Embora essa abordagem tenha sido realizada por inúmeros autores, neste caso, trata-se de indicar precisamente aqueles traços do bem comum clássico que vão contrastar em maior medida com a teorização do Estado. Por isso, nesta exposição, é priorizado o acesso a fontes primárias. Num segundo momento, e a fim de atingir o objetivo deste trabalho, são consideradas as mudanças radicais nos princípios antropológicos e econômico-sociais que são contemporâneos à teorização e surgimento do Estado, e que são relevantes para compreender por que não faz sentido falar de bem comum no âmbito do Estado.

Palavras-chave: Comunidade política; Tomás de Aquino; Macpherson; Karl Polanyi; Hobbes

Sumario: 1. Una aproximación al sentido clásico del bien común. 2. Las dificultades del imaginario presente para con el bien común. 2.1. Un modelo antropológico. 2.2. Un modelo económico-social. 2.3. Un modelo de comunidad política. Conclusión. Bibliografía.

El objeto del presente estudio es considerar si es posible hablar de bien común dentro de los parámetros del Estado. Dicho de otra forma, si Estado y bien común son siquiera compatibles. La hipótesis de partida es la incompatibilidad. Para ello, se hará una aproximación al sentido originario del bien común, que toma sus raíces de la tradición clásica y medieval. En efecto, todo estudio sobre el bien común parece no poder evitar una referencia directa o indirecta a su formulación primigenia.1 Esta aproximación ha sido llevada a cabo por numerosos autores,2 pero en este caso se trata de señalar precisamente aquellos rasgos del bien común clásico que van a contrastar en mayor medida con la teorización del Estado. Por eso, para esta exposición se prioriza el acceso a fuentes primarias.

En un segundo momento, y de cara a afrontar el objeto mencionado en este trabajo, se consideran los cambios radicales en los presupuestos antropológicos y económico-sociales que son contemporáneos a la teorización y aparición del Estado, y que son relevantes para comprender por qué carece de sentido hablar de bien común en el marco del Estado.

1. Una aproximación al sentido clásico del bien común

Para Tomás de Aquino, el bien común tiene ante todo razón de fin común. En efecto, "las operaciones se ejercitan ciertamente sobre cosas particulares; pero éstas pueden ser referidas al bien que llamamos común no ya con comunidad de género o especie, sino con comunidad de finalidad, en cuanto se llama bien común a lo que es fin común".3 El bien común es común por comunicación de finalidad, es decir que no se participa de él como de un rasgo o característica propia de una comunidad de género o especie. Es ante todo la meta de ese modo de vivir en común. Vivir políticamente es compartir la realización de un mismo fin común, que es precisamente el desarrollo y perfeccionamiento de esa forma de vida.4

El bien común político es interno e intrínseco a la comunidad. Es el bien o perfección de la comunidad política misma. No es algo diferente a la vida en común propia de dicha comunidad. Esta se ordena a la realización perfecta de lo que es ella misma, es decir, la forma de vida plenamente humana. Ya se ve que los bienes más propios del ser humano se alcanzan y poseen en común, consisten precisamente en el perfeccionamiento de las comunidades a las que pertenece el ser humano, en especial a la comunidad política.5

En efecto, el bien común político, es decir, la perfección de la comunidad política, será el bien humano supremo y más perfecto. Y es que

... si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él y no elegimos todo por otra cosa [...] es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor [...]. Si es así, hemos de intentar comprender de un modo general cuál es y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser el de la más principal y eminentemente directiva. Tal es manifiestamente la política. [...] El fin de ella comprenderá los de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre; pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más perfecto y más grande alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para ciudades.6

Ya se ve que el hecho de que la comunidad política es la forma más perfecta e incluso arquitectónica de la sociabilidad humana, muestra que el bien común político es supremo y perfecto. En los comentarios de Tomás de Aquino se hace énfasis en que la Política tiene por objeto el bien más perfecto del ser humano,7 y que el bien al que se ordena la comunidad política es el principal de los bienes humanos.8

Esta perfección y supremacía del bien común se muestra también en que

... todas las comunidades parecen partes de la comunidad política, pues los hombres se asocian siempre con vistas a algo que les conviene y para procurarse algo de lo que se requiere para la vida [...]. Todas las demás comunidades persiguen lo que conviene en un sentido parcial. [...] Pero todas ellas parecen subordinadas a la comunidad política, porque ésta no se propone como fin la convivencia presente, sino lo que conviene para toda la vida [...]. Todas las comunidades parecen ser, pues, partes de la comunidad política, y las distintas clases de amistad se corresponderán con las distintas clases de comunidad.9

El bien común resulta ser el más perfecto porque, partiendo de la sociabilidad natural del hombre, este vive en sociedad para alcanzar como bien propio algo que no puede poseer de manera individual, el bien común. Este se posee al participarlo, es decir, cuando se comparte. El ser humano, al vivir en sociedad, trasciende su individualidad y logra un bien más perfecto que el individual. La plenitud personal se adquiere por la participación en el bien común.10 En efecto, para Aristóteles, "aun sin tener necesidad de ayuda recíproca, los hombres tienden a la convivencia".11 Para Tomás de Aquino, los hombres son llevados a vivir juntos y no aislados en virtud de su naturaleza social o política, incluso aunque uno no tuviese necesidad del otro para llevar a cabo una vida política.12 El vivir bien de cada individuo humano es, en sí mismo, un vivir bien junto a otros. La derivación de la felicidad común de la propia felicidad ocurre porque "el amor hace que la cosa misma que se ama se una de algún modo al amante".13 El bien del otro se hace mío, se hace bien común. La experiencia común muestra que nuestra felicidad depende de los vínculos de amistad y amor con otras personas pues "el hombre feliz necesita amigos [...] para obrar bien, es decir, para hacerles el bien y para que, al verlos, le agrade hacer el bien, y también para que le ayuden a hacerlo".14 Y es que, en definitiva, "el individuo humano es parte de la sociedad, y, por lo tanto, pertenece a ella en lo que es y en lo que tiene, de la misma manera que la parte, en cuanto tal, pertenece al todo".15 Solo comprometiéndose en favor del bien de la multitud, en la forma requerida por la amistad, realizará el fin al que está orientado: la vida buena que es siempre un bien común.16

El hecho de que el bien común político tenga razón de fin común y de bien más perfecto tiene consecuencias en cuanto al actuar humano. En efecto, "al ser todo hombre parte de una ciudad, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común [...]. Es imposible alcanzar el bien común de la ciudad si los ciudadanos no son virtuosos, al menos los gobernantes".17 Es decir, el virtuoso es el dispuesto al bien común porque la bondad del ser humano viene definida por la bondad de la comunidad política en relación con el bien común. Así, "el bien común es siempre más amable que el propio, lo mismo que a la parte el bien del todo es más amable que el bien parcial suyo".18 Y en otro lugar se afirma que no hay ninguna virtud cuyos actos no sean mediata o inmediatamente ordenables al bien común.19 Por eso, cuanto más directamente versen los actos sobre el bien común, más elevada será la virtud correspondiente. En efecto,

... todos los que integran alguna comunidad se relacionan con la misma del mismo modo que las partes con el todo; y como la parte, en cuanto tal, es del todo, de ahí se sigue también que cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo. Según esto, el bien de cada virtud [...] es susceptible de ser referido al bien común, al que ordena la justicia. Y así el acto de cualquier virtud puede pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. Y en este sentido se llama a la justicia virtud general.20

Esto explica en definitiva que el bien común sea la razón de la ley y que esta se dicte para hacer más concreta y estable la forma de realizar el bien común. Este es el motivo de la ley y la causa de su obligatoriedad.21 La ley nos obliga así a dirigirnos a nuestro mejor bien, el que nos corresponde como miembros de la sociedad. La ley subordina nuestros bienes particulares a otro bien propio mejor, que es el bien común a todos ellos.

De lo que llevamos visto se sigue ya una característica esencial del bien común que es relevante destacar. Y es que cuando hablamos del hombre y de la sociedad, de bien personal y de bien común, no hablamos de dos sujetos ni de dos bienes separables, externos y ajenos uno del otro. El bien común es objeto de praxis común respecto de la cual las acciones personales son la articulación concreta de dicha praxis y la participación de las personas en el bien común.22 Por eso, la ordenación al bien común no enajena ni instrumentaliza al ser humano, no le pone al servicio de otro ni le aparta de su propio bien. Al contrario, le plenifica y perfecciona.23 En realidad, en este aspecto el planteamiento clásico puede remontarse al pensamiento de Sócrates. En efecto, como he mostrado con mayor detalle en otro lugar,24 Sócrates justifica la obligatoriedad de las leyes por referencia a su necesidad para la vida social; y esta a su vez, solo se entiende porque posibilita el cumplimiento de una existencia lograda por parte de los hombres. A diferencia de los pensadores anteriores no plantea Sócrates el tema por referencia al origen de la sociedad. Por el contrario, se habla exclusivamente desde la perspectiva de los fines que posee la comunidad política. Evidentemente, se refiere a las necesidades más primarias del hombre cuando las leyes recuerdan que gracias a ellas este recibe la vida y la educación.25 Pero el punto de mira fundamental reside en que, gracias a vivir en esa comunidad política, Sócrates puede intentar vivir una vida buena, lograda, valiosa. Si se marcha escapándose, su propia existencia queda truncada.26 Dicho de otro modo, Sócrates no parte de un concepto previo de comunidad política, sino que remite al modo de ser propio del hombre, el cual exige la vida social por su propia estructura. Lo fundamental es que no está dispuesto a renunciar a un modo de vivir, y esto es lo que le proporciona su radicalidad a la obediencia a la ley: sin ley no hay polis y sin polis el hombre no se puede perfeccionar a sí mismo como tal. Evidentemente, es algo más que la mera supervivencia lo que justifica que las leyes obliguen a los hombres; precisamente, ello consiste en que son la condición de posibilidad de una vida lograda. El objetivo principal que espera Sócrates de una comunidad política es que le permita llevar una vida buena.

La sociedad, la politicidad, es algo que hace posible el perfeccionamiento del hombre. Y, en ese sentido, el mundo de lo jurídico ayuda al hombre a adquirir su propio y positivo desarrollo como tal. Frente a posturas que, como veremos, consideran el ámbito de lo jurídico como el lugar donde se traza el límite y el freno a las posibilidades humanas, para Sócrates es todo lo contrario: resulta ser la condición de posibilidad de una vida lograda. Puede observarse, a diferencia del planteamiento sofístico, que Sócrates entiende el ser humano como algo más complejo. Si lo propio del hombre es alcanzar una vida buena y lograda, y ese objetivo solo se logra mediante una búsqueda racional en común (ese "importunar a los demás con preguntas y respuestas" del que habla en la Apología), resulta patente que los bienes específicamente humanos son algo más que los que lleva consigo la mera supervivencia. Lo propio del hombre es llevar a cabo la tarea de buscar unos bienes que no se aparecen de inmediato, sino que requieren del uso de la razón, y, además, que solo parecen encontrarse en una búsqueda común. El hombre no es solo sus carencias manifiestas, sino también sus tendencias aún no cumplidas, sus fines que todavía no posee pero a los que tiende. El ser humano aparece en el pensamiento socrático como un ser de finalidades más que como un ser de carencias.

A mi juicio, el pensamiento socrático ofrece en este punto una de las claves para la comprensión del ser humano, que algunas corrientes filosóficas de nuestro siglo han vuelto de poner de manifiesto: el hombre se nos presenta como un ser radicalmente abierto a la realidad entera y, dentro de esa realidad, especialmente a los que son como él. Si el ser humano, por el conocimiento y la voluntad, tiende a la realidad sin que esa dinámica pueda ser detenida por nada de lo que le rodea, es evidente que dicha apertura cognoscitiva y volitiva encuentra su máxima complacencia en los otros seres humanos. La estructura tendencial y profundamente relacional del hombre nos indica que todo solipsismo lleva al fracaso del proyecto vital. De ahí que la comunidad sea algo más que una necesidad vital para la supervivencia: es la expresión del mejor modo de ser para el hombre.

Nuestro imaginario contemporáneo lleva a cabo una separación de bien personal y bien común como distintos materialmente, como realidades externas y separables. Y lo reflejamos al tener como inevitables posturas o bien totalitarias o bien individualistas. Para nuestra mentalidad, buscar uno de los dos tipos de bienes es una acción diferente de buscar el otro. Entonces aparece posible que la relación entre bien personal y bien común sea de instrumentalización y subordinación de uno por otro. Ya no son bienes personales sino bienes individuales. Y el bien común se ha convertido en bien total. El totalitarismo cosifica al hombre y el individualismo cosifica la comunidad política. El ser humano y la comunidad política resultan ser entidades opuestas y absolutas la una respecto de la otra. Son realidades en un conflicto que se resuelve por medio de la instrumentalización de la una por la otra.27 En el momento presente parece haber triunfado el individualismo, con el consiguiente extrañamiento de lo común, convertido en rival y peligro del bien propio. Lo propio ya no puede ser común ni lo común, propio. Lo común nos es ajeno. ¿Cómo se ha producido este cambio? ¿Por qué nos resulta tan difícil de entender la posición clásica sobre el bien común?

2. Las dificultades del imaginario presente para con el bien común

El imaginario presente es radicalmente distinto como consecuencia, a mi juicio, de una serie de cambios en el modelo antropológico, en el modelo económico-social y en el modelo de comunidad política. Para explicar los dos primeros contamos con estudios sólidos y clásicos que nos van a permitir no acudir a fuentes primarias. En el caso del tercero, es donde este trabajo aspira a una mayor originalidad.

2.1 Un modelo antropológico28

En este sentido, resulta apropiado hacer referencia al estudio de Macpherson sobre los supuestos sociales de las teorías políticas de la segunda mitad del siglo XVII que han sido conservados en la teoría liberal moderna.29 Es verdad que con tal denominación lo que se describe es más bien un modelo humano. Esos supuestos de lo que denomina el individualismo posesivo serían los siguientes:

  1. Lo que hace humano a un hombre es ser libre de la dependencia de las voluntades ajenas.

  2. La libertad de la dependencia ajena significa libertad de cualquier relación con los demás salvo aquellas en las que el individuo entra voluntariamente por su propio interés.

  3. El individuo es esencialmente el propietario de su propia persona y de sus capacidades, por las cuales nada debe a la sociedad.

  4. Aunque el individuo no puede enajenar toda su propiedad sobre su propia persona, puede enajenar su capacidad para trabajar.

  5. La sociedad humana consiste en una serie de relaciones mercantiles. Se deduce de los supuestos de los supuestos 1 y 3: la sociedad es una serie de relaciones entre propietarios. Aunque también puede verse como conteniendo los cuatro supuestos anteriores.

  6. La libertad de cada individuo solo se puede limitar justamente por unas obligaciones y reglas que sean necesarias para garantizar la misma libertad a los demás.

  7. La sociedad política es una invención humana para la protección de la propiedad que el individuo tiene sobre su propia persona y bienes, y, por tanto, para el mantenimiento de las relaciones de cambio debidamente ordenadas.30

Estos supuestos se encuentran en Hobbes de manera clara y completa. Su modelo de hombre reduce la esencia humana a libertad de las voluntades ajenas y propiedad de las capacidades propias. Su modelo de sociedad es un modelo de mercado posesivo pleno. La sociedad política, cuya necesidad dedujo de estos modelos, es una invención artificial, ideada para proporcionar el máximo de seguridad posible, por todos los medios, para el ejercicio de las capacidades individuales.31

De manera similar a Hobbes, la deducción de Locke parte del individuo y pasa a la sociedad y al Estado, pero, también al igual que en el caso de Hobbes, el individuo del que parte ha sido creado ya a imagen y semejanza del hombre mercantil. Los individuos son por naturaleza igualmente libres de la autoridad ajena. La esencia humana consiste de nuevo en libertad de toda relación distinta de aquella en la que el hombre entra por su propio interés. Esta libertad individual solo puede ser limitada justamente por las exigencias de la libertad de los demás. El individuo es el propietario de su propia persona, por la que nada debe a la sociedad. La sociedad es una serie de relaciones entre propietarios. La sociedad política es un artificio contractual para la protección de los propietarios y para la ordenada regulación de las relaciones entre ellos.32

Propiamente, Locke habría introducido una modificación estructural importante y necesaria en el modelo hobbesiano, la de evitar un soberano que se perpetúa como tal. La otra aportación de Locke, que consiste en añadir a esa estructura una fachada de derecho natural tradicional, carece, por comparación, de importancia. En realidad, hizo la estructura más atractiva para el gusto de sus contemporáneos. Pero una vez cambiados los gustos, como ocurrió en el siglo XVIII, la fachada de derecho natural pudo ser eliminada, como hicieron Hume y Bentham, sin gran perjuicio para la sólida y bien construida estructura utilitaria que había debajo.33

Pero hay un elemento más que puede resultar paradójico. Y es que para Hobbes, el modelo del individuo posesivo, con apetitos, que se mueve por sí mismo, y el modelo de sociedad como una serie de relaciones mercantiles entre estos individuos, constituían una fuente suficiente de la obligación política.34 En efecto, el desarrollo de una sociedad mercantil le proporcionaba dos condiciones, que no se habían dado nunca antes, necesarias para una inferencia de la obligación política a partir de los hechos del mundo. En primer lugar, había creado -o estaba creando de modo manifiesto- una igualdad ante la ley del mercado. Se trataba de una igualdad lo suficientemente coercitiva como para convertirse en el fundamento de una obligación vinculante para hombres racionales que comprendieran cuál era su verdadera posición. En segundo lugar, el desarrollo de una sociedad mercantil había sustituido o estaba sustituyendo visiblemente el orden jerárquico por el orden objetivo del mercado, el cual no exigía derechos desiguales para los diferentes niveles de la jerarquía.35

Y es que Hobbes habría acertado al concluir que los hombres de su sociedad necesitaban y sostendrían un poder soberano irresistible. En efecto, el soberano resulta necesario para mantenerlo todo dentro de los límites de la competición pacífica. Cuanto más se acerca una sociedad a aquella posesiva de mercado, sometida a las fuerzas centrífugas de los intereses competitivos opuestos, más necesario se vuelve un soberano centralizado único. Es decir, en una sociedad mercantil, en la que la propiedad se convierte en un derecho incondicional al uso y a ceder o alienar ya la tierra, ya otros bienes, se hace necesario un soberano para determinar los derechos de propiedad individuales y para mantenerlos. Sin poder soberano, no podría haber propiedad.36

El hombre racional, que en una sociedad así posee propiedades importantes o espera adquirirlas y conservarlas, es capaz de considerarse obligado ante un soberano como el descrito. Si está acostumbrado a los contratos a largo plazo comprende el significado de la regla según la cual los contratos están para cumplirlos. Por su parte, el asalariado para toda la vida es capaz de reconocerse obligado por un soberano así mientras no pueda ver alternativa alguna a la sociedad posesiva de mercado.37

La dificultad más seria y persistente de la teoría de Hobbes es que unos hombres que se mueven por unos apetitos competitivos ilimitados parecen incapaces de reconocer una obligación vinculante que limite sus movimientos. Ahora bien, los individuos de una sociedad posesiva de mercado necesitan un soberano y pueden apoyarlo, pues, en tales sociedades, pueden atacarse constantemente el uno al otro sin destruirse mutuamente. Necesitan un soberano para mantener ese ataque dentro de los límites no destructivos y son capaces de apoyar un soberano así porque pueden seguir atacándose en el marco de las reglas de este.38

La teoría de Hobbes es un intento de convencer a los hombres de su tiempo, mostrándoles su naturaleza real, para que se comporten diferentemente de como lo habían hecho hasta entonces y de como seguían haciéndolo simplemente por no comprender lo exigido y lo permitido en una sociedad posesiva de mercado. Hobbes se dirigía a unos hombres que todavía no pensaban ni se conducían como hombres del mercado. Exigía de ellos que cohonestaran su pensamiento con sus necesidades y capacidades reales supuestamente propias de los hombres de todo tiempo y lugar.39

La paradoja del individualismo de Hobbes, que parte de individuos racionales iguales y demuestra que deben someterse enteramente a un poder extraño a ellos, no es propia de su teoría, sino de la sociedad mercantil. El mercado hace a los hombres libres, sin embargo, las decisiones racionales independientes de cada uno producen constantemente una configuración de fuerzas que enfrenta de manera compulsiva a los seres humanos entre sí. Hobbes comprendió la libertad y la compulsión de la sociedad posesiva de mercado. La clase poseedora inglesa no necesitó seguir la prescripción de Hobbes en su totalidad, puesto que tenía razones para sentir desagrado por el retrato que había hecho de ella. Antes de finalizar el siglo los hombres de la propiedad llegaron a ponerse de acuerdo con la más ambigua -y también más grata- doctrina de Locke.40

Como vemos, Macpherson ha tematizado con acierto la aparición, en la segunda mitad del siglo XVII, de los supuestos antropológicos y sociales que fundamentan la cosmovisión liberal presente.

2.2 Un modelo económico-social

Con todo, hay que ver a dónde nos llevan los supuestos hobbesianos una vez que la técnica comienza a transformar la realidad y aparece la industrialización. Por eso, hay que completar esta conceptualización con la comprensión de lo que supuso el verdadero dominio técnico del mundo y la industrialización en los orígenes de la economía libre de mercado, para dar una visión cabal del sentido de los presupuestos liberales. De nuevo, podemos evitar las fuentes primarias, pues a este respecto sigue sirviendo de referencia el análisis también ya clásico de Polanyi.

Para Polanyi, la economía de mercado es una estructura institucional que solo ha existido en nuestra época y en forma parcial.41 Entender plenamente la naturaleza de la economía de mercado solo es posible si se advierte el impacto de la máquina sobre una sociedad comercial. Y es que las máquinas pueden operar sin pérdida solo si la venta de los bienes está racionalmente asegurada y la producción no se interrumpe por falta de bienes primarios necesarios para su funcionamiento. Es decir, todos los factores involucrados deben estar en venta. Esas condiciones no estaban dadas en una sociedad agrícola, sino que debían crearse. Esa transformación supone un cambio de motivación en la acción de los miembros de una sociedad. En ese punto, la motivación de la subsistencia debía ser sustituida por la de la ganancia. Y las transacciones pasaron a ser siempre monetarias, pues todos los ingresos debían derivar de la venta de algo a otros. Lo peculiar de este sistema es que debe permitirse que funcione sin interferencia externa: este sistema de mercados autorregulados es la economía de mercado. Es decir, una economía dirigida por los precios del mercado.42

El control del sistema económico por parte del mercado es fundamentalmente importante para la organización total de la sociedad. Esta última pasa a ser administrada como un adjunto del mercado. En lugar de que la economía se incorpore a las relaciones sociales, estas se incorporan al sistema económico. Si el sistema económico se organiza como institución separada, entonces la sociedad se configura para que dicho sistema funcione de acuerdo con sus propias leyes. Por eso, una economía de mercado solo funciona en una sociedad de mercado.43

La autorregulación implica que toda la producción se destine al mercado y que todo ingreso derive de tales ventas. Hay mercados para todos los elementos de la industria. Esto incluye la mano de obra, la tierra y el dinero. Los mercados no son únicamente para los bienes y servicios.44 Un mercado autorregulado requiere la separación institucional de las esferas económica y política. Hasta el siglo XIX no se dieron instituciones económicas separadas. Y esta separación solo es posible si la sociedad se subordina a los requerimientos del mercado. Todos los elementos de la industria (incluidos tierra, mano de obra y dinero) quedan comprendidos en una economía de mercado, a pesar de que describir como mercancías esos tres elementos sea una ficción.45 Cuanto más se complicaba la producción industrial, más numerosos eran los elementos de la industria cuyo abasto debía ser seguro. Para eso debían organizarse como mercancías. El sistema fabril introducido en una sociedad comercial obró este cambio. Tal ficción de tratar esos elementos como mercancías se convirtió en el principio organizador de la sociedad. Porque al cambiar la organización de la economía cambió la organización del trabajo, es decir, cambiaron las formas de vida en común, es decir, cambió la sociedad que ahora es solo un accesorio del sistema económico.46

Sin embargo, la historia muestra que la ganancia y el beneficio obtenidos en el intercambio no desempeñaron nunca antes una parte tan importante de la economía humana. Durante siglos, el papel del mercado fue incidental en la vida económica. Las sugerencias de Adam Smith sobre la psicología económica del hombre primitivo eran tan falsas como la psicología política del salvaje de Rousseau. La historia y la etnografía señalan varias clases de economías, pero ninguna economía anterior a la nuestra se aproxima siquiera a una sociedad controlada y regulada por mercados47. La historia y la antropología muestran que la economía humana está sumergida, por regla general, en las relaciones sociales de los hombres. El ser humano se mueve por su posición social, sus derechos sociales y sus activos sociales. Valora los bienes materiales solamente si le sirven a esos fines y en esa medida. De modo que el sistema económico ha estado comúnmente administrado por motivaciones no económicas.48

De nuevo nos encontramos con una situación paradójica: la conexión de los mercados, en un sistema autorregulado de enorme poder, aparece en el siglo XIX, pero no como una tendencia inherente al crecimiento de esos mercados, sino por estimulantes artificiales administrados al cuerpo social para afrontar el problema de las máquinas.49 El punto de partida histórico es el comercio a larga distancia resultado de la ubicación geográfica de los bienes. Ese comercio a larga distancia genera mercados y ofrece a algunos la ocasión de negociación.50 La separación entre comercio local y comercio a larga distancia fue común en la Europa occidental. Y ninguno de ambos está en el origen del comercio en la época moderna, lo que lleva a buscar como alternativa de este origen la intervención estatal.51 El Estado centralizado que va apareciendo en la edad moderna va de la mano de la revolución comercial. El mercantilismo requiere de los recursos de la nación para los fines de poder en asuntos extranjeros, lo que encaja con la aparición del poder soberano, único modo de enfrentar tales problemas. Los peligros del momento eran la competencia y el monopolio, en especial de los bienes básicos. No quedaba más remedio que intervenir en la vida económica para evitarlo. Y, sin embargo, en el mercantilismo de la edad moderna no había nada que hiciera presagiar lo que vino después. Los mercados de la época estaban regulados por la autoridad y eran solo una característica más del ambiente institucional.52

No obstante, el propio Polanyi aclara que esta subordinación de la sociedad a los requerimientos del mercado nunca se ha dado de manera completa. Ya desde el primer momento, por ejemplo, encontró numerosas resistencias, al punto que la conocida historia social del siglo XIX es precisamente la historia de la protección social contra los peligros inherentes a dicha subordinación completa.53

2.3 Un modelo de comunidad política54

Por último, y en continuidad con los dos modelos anteriores, vamos a comprobar la imposibilidad del Estado para acoger la noción del bien común.55 El planteamiento moderno del sentido y origen de la comunidad política es ajeno al imaginario anterior. La comprensión del derecho es diferente porque lo es la comprensión del poder. Y es que para tratar de comprender lo político, el pensamiento moderno necesita pensar en una realidad previa a la politicidad en la que esta se da. Esta realidad puede ser individual o colectiva. Es fácil advertir que en las primigenias teorías del contrato social esa realidad previa es el individuo singular. Lo que modifican las ideologías totalitarias o no liberales modernas es el quién de esa realidad previa: ahora es una colectividad. Pero, en todo caso, lo político es un momento posterior. Se inaugura así un modo binario de pensar que opone el sujeto político (individual o colectivo) a su propia politicidad.56

Como puede observarse, el pensar binariamente es también el producto de considerar que la comunidad política aparece como una creación de las voluntades de quienes pactan. Pero ha sido creado precisamente como lo otro, porque de un modo u otro nos hemos despojado de algunos de nuestros bienes o al menos porque aparece como el producto de una cesión del uso irrestricto de nuestra voluntad. En efecto, de la regla general de razón que ordena que cada hombre en el estado de naturaleza debe esforzarse por la paz, se sigue "que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considera necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad".57 Y en ese mismo capítulo insiste en hablar varias veces más de renuncia, abandono o transferencia del derecho. Si precisamente nos comprendemos como pura autonomía, es difícil reconocerse en aquello que es producto de la pérdida de lo que nos constituye como humanos: la autonomía de nuestra voluntad. La comunidad política es solamente el producto de nuestra voluntad, pero no solo de la mía o no completamente. Así, no pudiendo reconocernos en ella, la comunidad política adquiere entonces caracteres de sujeto diferente y distinto al propio yo. Es decir, la polis (ahora Estado) se ha hipostasiado, y con ello se ha convertido, como se decía, en un peligro. Tal vez responda a que su ausencia supone un peligro mayor, pero en todo caso es un peligro. Caben entonces dos opciones: o ser instrumentalizado por ella o tratar de instrumentalizarla. Habida cuenta de su formidable poder y del resultado de las experiencias totalitarias del siglo XX (y de otras en lo que llevamos de este), parece claro que en este siglo presente no nos cabe duda alguna de qué opción preferimos. Otra cosa es que estemos logrando llevarla a la práctica. Pero, más allá de las luchas ideológicas pasadas, lo que permanece inamovible es la misma comprensión hipostasiada de la comunidad política. Si esta es nada más que la creación de un acto de voluntad (o de una suma de voluntades), puede entenderse que aparezca también con voluntad propia. Y entonces está servido el conflicto de voluntades.

Y es que como toda realidad compuesta de seres vivos, el Estado pareciera tener también vida propia. Ahí es, como ya se ha visto, donde reside el problema. Al pensarse a sí mismo como una realidad previa, el individuo singular tiene la consideración de lo otro (en este caso el Estado) como peligro, o incluso enemigo, por el simple motivo de que no parece posible reconocerse en él sino solo en sí mismo. Para la mentalidad moderna, que tiene por centro el valor de la autonomía de la voluntad, la propia realidad, la propia identidad, donde uno se reconoce, es apenas en sí mismo y con dificultad en algunos de sus semejantes. De modo que si tengo dificultad para reconocerme en el otro, mucho menos voy a reconocerme en una realidad posterior que viene a pretender ser la suma de todos. Esa realidad otra, que llamamos comunidad política y que adopta ahora los caracteres del Estado es, si cabe, peor porque es más grande y más fuerte que uno. Y está, eso sí, tan viva como uno, porque está formada por seres humanos. Así, ese otro es una realidad viva, que opera con mayor fuerza que un ser humano y que carece precisamente de aquello que puede hacer que uno se reconozca en él. Por eso, el afán cada vez mayor del ser humano ha sido no solo evitar ser dominado por el Estado, sino también tratar de dominarlo a él para emplear precisamente toda su fuerza.

La comunidad política en forma de Estado se presenta entonces como una estructura artificial que consiste fundamentalmente en poder. Y un poder que entra en inevitable conflicto con la realidad previa que, como mencionamos, es el individuo y sus derechos. Porque la verdad sobre el ser humano solo se encontraría en ese conjunto de derechos previos a la politicidad, precedentes incluso a su dimensión comunitaria. Lo político es algo a lo que nos vemos abocados a regañadientes, y en este repliegue del individuo sobre sí mismo, lo comunitario se ve siempre como peligroso, no identitario, ajeno. No es que se haya alejado del sujeto singular, sino que estaba lejos desde el principio. El impulso lleva a alejarse de esa construcción peligrosa donde uno no puede reconocerse porque no sirve a, sino que más bien conspira contra el propio proyecto vital. En el fondo, parece latir la ilusión de una especie de cielo en la tierra compuesto por el individuo solo, pleno de derechos frente a ningún otro, rodeado de todos los bienes de la tierra, a los que tal vez puede añadir otros individuos en la medida en que se comporten como bienes.

Desde la perspectiva recién descrita, carece de sentido pretender que exista un bien común político. El bien es siempre particular; lo más parecido a un bien común es la maximización de los bienes particulares coincidentes. No obstante, esos bienes no son propiamente comunes, sino singulares y coincidentes, es decir, tenemos por bienes particulares realidades similares, o apreciamos como buenos los mismos bienes particulares, pero el carácter de bondad de una realidad es siempre individual, singular, particular. El sentido de nuestras comunidades políticas es la protección de los bienes particulares y nada más. Esto último se pone también de manifiesto en el modo de darse el pacto social. Este pacto solo se realizará por interés, como se deduce cuando Hobbes afirma que

... cuando alguien transfiere su derecho, o renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido, o por algún otro bien que de ello espera, porque se trata, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios de cualquier hombre es algún bien para sí mismo.58

Dicho pacto no significa, por tanto, que se asuma un proyecto común, o el reconocimiento de un bien superior que se alcanza mediante la estrecha colaboración de todos. De ahí que el contenido del pacto no sea una idea común de lo que constituye una vida buena, sino más bien el interés de cada uno por su conservación.59 El ciudadano acepta el pacto para favorecer su conservación y puede desecharlo por el mismo fin. Como consecuencia de lo anterior, se puede colegir que la conclusión del pacto o contrato está, en Hobbes, guiada internamente por la idea de la propia conservación.60 Es más, algunos comentadores han puesto de manifiesto que esta idea alcanza incluso al ámbito ético, como condición necesaria de la consideración de la moralidad de los actos humanos.61

Y así, para Hobbes, el fin de la sociedad es puramente instrumental. La pertenencia del hombre a la sociedad no tiene una finalidad relacionada con el perfeccionamiento o bien propio de este, sino un sentido de mera supervivencia. Lo que está detrás latiendo no es sino una comprensión del hombre que en el fondo resulta ser vacía. Del mismo modo que la libertad del hombre era, en un primer momento, omnímoda, y en último término carecía de fines propios; paralelamente el hombre que se reúne en sociedad sigue careciendo de fines más allá de su permanencia en el ser. En nuestra opinión, la pérdida de la noción de finalidad a la hora de hablar del hombre y de su libertad conlleva un empobrecimiento en el momento de concebir el hecho social porque este en último término también es un hecho humano. En la sociedad, tal y como la concibe Hobbes, el hombre no puede reconocerse, solo puede sobrevivir. La ley posee una justificación funcional exclusivamente por referencia a la supervivencia humana, pero no parece ni de lejos uno de los elementos básicos para el correcto desarrollo de la vida humana. La consecuencia inmediata es la concepción de la ley como mero límite; fundamental para sobrevivir pero límite al fin y al cabo, y como tal dotado de una fuerte carga negativa. Ahora la ley se "justifica" en el sentido más pobre de la palabra: no queda más remedio que vivir bajo la ley. Por tanto, como se dijo, lo positivo del hombre vendría a ser todo aquello que pudiera desarrollarse al margen de ella. En este sentido se entiende el carácter meramente instrumental de la comunidad política para la mentalidad moderna. La comunidad política -ahora el Estado- no añade nada al individuo singular en cuanto a sus fines: se pretende que no sea más que un simple medio eficiente. Pero, al mismo tiempo, se trata de un medio con vida propia y que es capaz de invertir la relación, es decir, de convertir al individuo en medio para sus fines.

Lo anterior explica también que el contenido del pensamiento político a partir de la modernidad ha sido precisamente el poder. Porque ahora en el origen de lo político no hay sino un acto de voluntad, y a lo que da lugar es a una comunidad que se caracteriza precisamente por la soberanía. Es decir, por una voluntad que detenta la supremacía, que se impone. De hecho, la conversión del derecho en parte de esa voluntad supone su identificación con un acto de poder. De esta manera, la participación en lo político se reduce a ejercer de alguna forma un acto de poder. Todo el objeto de la reflexión política consiste en la conquista, preservación y ejercicio del poder, en el diseño de sus límites y en cómo superar esos límites. Esto último no solo ocurre si se piensa en los partidos políticos o en los representantes como sujetos de todas esas operaciones (conquista, ejercicio, preservación, etc.); también ocurre si se piensa en el individuo concreto como sujeto frente a sus propios representantes (o frente a los partidos políticos que intermedian entre ambos), en este caso, los contrapesos al poder, la división de poderes, los derechos individuales, etc., son también vistos como conquista, ejercicio y preservación del poder. En último término, si no hay más que un conflicto más o menos complejo de voluntades, se comprende que no se hable más que de poder, todo lo cual muestra la imposibilidad de pensar en términos de verdadera comunidad porque no hay bienes que compartir. El poder, por su propia naturaleza, refleja el alcance de cada voluntad y, en este sentido, toda voluntad ajena es límite de la propia. Cuando los demás son límites es porque constituyen de nuevo una realidad distinta, ajena a mí, con quien solo puede haber, en el mejor de los casos, coincidencia o compatibilidad, pero nunca verdadera comunidad.

Conclusión

Ya se ve cómo nuestro imaginario contemporáneo separa bien personal y bien común como distintos materialmente, como realidades externas y separables. Y lo reflejamos al tener como inevitables posturas, o bien totalitarias o bien individualistas. Para nuestra mentalidad, buscar uno de los dos tipos de bienes es una acción diferente de buscar el otro. Entonces, parece posible que la relación entre bien personal y bien común sea de instrumentalización y subordinación de uno por otro. Ya no son bienes personales, sino bienes individuales. Lo propio ya no puede ser común ni lo común, propio. Lo común nos es ajeno. ¿Cómo se ha producido este cambio? ¿Por qué nos resulta tan difícil de entender la posición clásica sobre el bien común?

La aparición del poder soberano característico del Estado encaja con el modelo antropológico moderno tal y como se vio. En efecto, desde el modelo antropológico moderno, el soberano resulta necesario para mantenerlo todo dentro de los límites de la competición pacífica. Cuanto más se acerca una sociedad a una sociedad posesiva de mercado, sometida a las fuerzas centrífugas de los intereses competitivos opuestos, más necesario se vuelve un soberano centralizado único. Es decir, en una sociedad mercantil, en la que la propiedad se convierte en un derecho incondicional al uso y a ceder o alienar ya la tierra, ya otros bienes, se hace necesario un soberano para determinar los derechos de propiedad individuales y para mantenerlos. Sin poder soberano, no podría haber propiedad.

Lo mismo ocurre con el cambio de modelo económico. En su origen, la conexión de los mercados, en un sistema autorregulado de enorme poder, aparece en el siglo XIX, pero no como una tendencia inherente al crecimiento de esos mercados, sino por estimulantes artificiales administrados al cuerpo social para afrontar el problema de las máquinas. El Estado centralizado que va apareciendo en la edad moderna va de la mano de la revolución comercial. El mercantilismo requiere de los recursos de la nación para los fines de poder en asuntos extranjeros, lo que encaja con la aparición del poder soberano, único modo de enfrentar tales problemas. Los peligros del momento eran la competencia y el monopolio, en especial de los bienes básicos. No quedaba más remedio que intervenir en la vida económica para evitarlos.

Por último, como se ha mostrado, desde el modelo político moderno carece de sentido pretender que exista un bien común político. El bien es siempre particular. Lo más parecido a un bien común es la maximización de los bienes particulares coincidentes. Sin embargo, esos bienes no son propiamente comunes, sino singulares y coincidentes, es decir, tenemos por bienes particulares realidades similares, o apreciamos como buenos los mismos bienes particulares. Pero el carácter de bondad de una realidad es siempre individual, singular, particular. El sentido de nuestras comunidades políticas es la protección de los bienes particulares y nada más.

Bibliografía

Aristóteles, Ética a Nicómaco, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, trad. de Julián Marías y María de Araujo (1949), 1994. [ Links ]

Aristóteles, Política, Madrid, Gredos, edición con introducción, traducción y notas de Manuela García Valdés, 1988. [ Links ]

Castaño, S. R., "¿Es el bien común un conjunto de condiciones?", Ius Publicum 29 (2012), pp. 17-33. [ Links ]

Cavanaugh, W. T., "Killing for the telephone company: Why the nation-state is not the keeper of the common good", Modern Theology 20 (2) (2004), pp. 243-274. DOI: 10.1111/j.1468-0025.2004.00252.x [ Links ]

Cruz Prados, A., Filosofía Política, Pamplona, Eunsa, 2009. [ Links ]

Downing, L. A. y Thigpen, R. B., "Virtue and the common good in liberal theory", The Journal of Politics 55 (4) (1993), pp. 1046-1059. DOI: 10.2307/2131947 [ Links ]

Dupré, L., "The common good and the open society", The Review of Politics 55 (4) (1993), pp. 687-712. DOI: 10.1017/S0034670500018052 [ Links ]

Hobbes, T., Leviatán, México D.F., Fondo de Cultura Económica, trad. de Manuel Sánchez Sarto, 1996. [ Links ]

Hussain, W., "The common good", en Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford University, 2018. [ Links ]

Kavka, G. S., Hobbesian Moral and Political Theory, Princeton, Princeton University Press, 1986. DOI: 10.1515/9780691222967 [ Links ]

Keys, M. M. y Godfrey, C., "Common good", en M. Bevir (ed.), Encyclopedia of Political Theory, London, Sage, 2010, pp. 237-243. [ Links ]

Lachance, L., Humanismo Político, Pamplona, Eunsa, 2001. [ Links ]

Letelier Widow, G., "El bien común político", en A. Miranda Monteemos y S. Contreras Aguirre (eds.), Problemas de Derecho Natural, Santiago de Chile, Legal Publishing, 2015, pp. 413-446. [ Links ]

Macpherson, C. B., The Political Theory of Possessive Individualism, Oxford University Press, 1962. Se cita la traducción castellana de Juan-Ramón Capella, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Madrid, Trotta, 2005. [ Links ]

Martinich, A. P., The Two Gods of Leviathan, Cambridge, Cambridge University Press, 1992. DOI: 10.1017/CBO9780511624810 [ Links ]

Murphy, T., "Bien común", Eunomía. Revista en Cultura de la legalidad 14 (2018), pp. 191-205. DOI: 10.20318/eunomia.2018.4163 [ Links ]

Platón, Critón, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, trad. de M. Rico Gómez, 1970. [ Links ]

Polanyi, Karl, The Great Transformation, New York, Farrar & Rinehart, 1944. Se cita la traducción de Eduardo Suárez, La gran transformación, México, Fondo de Cultura Económica, 2011. [ Links ]

Segovia, J. F., "Liberalismo y bien común", Verbo 489-490 (2010), pp. 811-860. [ Links ]

Smith, Th. W., "Aristotle on the conditions for and limits of the Common Good", American Political Science Review 93 (3) (1999), pp. 625-636. DOI: 10.2307/2585578 [ Links ]

Spaemann, R., Crítica de las Utopías Políticas, Pamplona, Eunsa, 1980. [ Links ]

Tomás de Aquino, Summa Theologiae (edición bilingüe), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1947-1960. [ Links ]

Tomás de Aquino, In X libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomachum expositio, Romae, Marietti, 1949. [ Links ]

1Al respecto, entre muchos, M. M. Keys y C. Godfrey, "Common Good", en M. Bevir (ed.), Encyclopedia of Political Theory, London, Sage, 2010, pp. 237-243; W. Hussain, "The Common Good", en Stanford Encyclopedia of Philosophy, Stanford University, 2018; T. Murphy, "Bien común", Eunomía. Revista en Cultura de la legalidad 14 (2018), pp. 191-205.

2A modo de ejemplo puede verse Th. W. Smith, "Aristotle on the conditions for and limits of the Common Good", American Political Science Review 93 (3) (1999), pp. 625-636; L. Lachance, Humanismo Político, Pamplona, Eunsa, 2001, pp. 275-303; S. R. Castaño, "¿Es el bien común un conjunto de condiciones?", lus Publicum 29 (2012), pp. 17-33; G. Letelier Widow, "El bien común político" en A. Miranda Montecinos y S. Contreras Aguirre (eds.), Problemas de Derecho Natural, Santiago de Chile, Legal Publishing, 2015, pp. 413-446.

3S. Th., I-II, q. 90, a. 2, ad 2. Para este caso y las demás obras del Aquinate se emplea la edición leonina editada por Marietti, Torino. Para las citas de la Suma se emplea la edición bilingüe de la Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1947-1960.

4A. Cruz Prados, Filosofía Política, Pamplona, Eunsa, 2009, p. 48.

5Ibid., pp. 47-48.

6Aristóteles, Ética a Nicómaco 1094 a25-b10. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, trad. Julián Marías y María de Araujo (1949), 1994.

7Aristóteles, I Ethic, lect. 2, n. 11.

8Aristóteles, I Polit, nn. 10 y 11.

9Aristóteles, Ética a Nicómaco 1160, a9-30.

10A. Cruz Prados, Filosofía Política, op. cit., pp. 54-55.

11Aristóteles, Política 1278 b20-22. Madrid, Gredos, Introducción, traducción y notas de Manuela García Valdés. 1988.

12Aristóteles, III Pol., lect. 5.

13S. Th. I-II, q. 28, a. 1, ad 3.

14S. Th. I-II, q. 4, a. 8, c.

15S. Th. I-II, q. 96, a. 4, c.

16G. Chalmeta, La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político, Pamplona, Eunsa, 2002, pp. 157-166.

17S. Th. I-II, q. 92, a. 1, ad 3.

18S. Th. II-II, q. 26, a. 4, ad 3.

19Cfr. S. Th. I-II, q. 96, a. 3, ad 3.

20S. Th. II-II, q. 58, a. 5,c.

21Cfr. S. Th. I-II, q. 96, a. 6, c.

22A. Cruz Prados, Filosofía Política, op. cit., p. 65.

23Ibid., p. 56.

24Aristóteles, Justicia, comunidad, obediencia. El pensamiento de Sócrates ante la ley. Pamplona, EUNSA, 1996.

25Cfr. Aristóteles, Critón, 50 d y ss.

26Ibid., 53 b3-e10.

27Cruz Prados, Filosofía Política, op. cit., p. 56.

28He desarrollado esta cuestión con más detalle en mi monografía En los márgenes del Derecho y el Estado, Valencia, Tirant, 2019, capítulo I.

29Con todo, deben mencionarse algunos estudios que muestran la imposibilidad del liberalismo en general para acoger la idea de bien común. Al respecto, L. Dupré, "The common good and the open society", The Review of Politics 55 (4) (1993), pp. 687-712; L. A. Downing y R. B. Thigpen, "Virtue and the common good in liberal theory", The Journal of Politics 55 (4) (1993), pp. 1046-1059; J. F. Segovia, "Liberalismo y bien común", Verbo 489-490 (2010), pp. 811-860.

30C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism, Oxford University Press, 1962. Se cita la traducción castellana de Juan-Ramón Capella, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Madrid, Trotta, 2005, pp. 257-258.

31Ibid., p. 258.

32Ibid., p. 262.

33Ibid., p. 263.

34Ibid., p. 259.

35Ibid., p. 94.

36Ibid., p. 99.

37Ibid., pp. 100-2.

38Ibid., pp. 104-5.

39Ibid., p. 108.

40Ibid., p. 109.

41Karl Polanyi, The Great Transformation, New York, Farrar & Rinehart, 1944. Se cita la traducción de Eduardo Suárez, La gran transformación, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 86.

42Ibid., pp. 89-91.

43Ibid., p. 106.

44Ibid., p. 119.

45Ibid., pp. 121-3.

46Ibid., pp. 125-6.

47Ibid., pp. 91-2.

48Ibid., p. 94.

49Ibid., p. 106.

50Ibid., p. 107.

51Ibid., p. 111.

52Ibid., pp. 115-6.

53Ibid., p. 127.

54Al respecto, he desarrollado con mayor detalle las tesis que se sostienen aquí en mi artículo "Política, poder y derecho. La noción hobbesiana de soberanía en la encrucijada de sentido de lo jurídico y lo político", Anuario Filosófico 51 (1) (2018), pp. 11-33.

55En relación con las tesis que se van a desarrollar, solamente he encontrado un interés similar en W. T. Cavanaugh, "Killing for the telephone Company: Why the Nation-State is not the keeper of the common good", Modern Theology 20 (2) (2004), pp. 243-274.

56En el momento presente de la historia parece haber triunfado el ideal de las primitivas teorías políticas de la modernidad: tal realidad previa es el sujeto humano individual y singular.

57Thomas Hobbes, Leviathan I, 14.

58Hobbes, Leviathan I, 14.

59Robert Spaemann, Crítica de las utopías políticas, Pamplona, Eunsa, 1980, p. 202.

60Gregory S. Kavka, Hobbesian Moral and Political Theoryi, Princeton, Princeton University Press, 1986, pp. 179 y ss.

61Aloysius Patrick Martinich, The Two Gods of Leviathan, Cambridge, Cambridge University Press, 1992, pp. 71 y ss.

Para citar este artículo / To reference this article / Para citar este artigo: Pedro Rivas, "Bien común clásico y Estado", en Díkaion 32, 2 (2023), e3217. DOl: https://doi.org/10.5294/dika.2023.32.1.7

Recibido: 09 de Mayo de 2022; Revisado: 01 de Agosto de 2022; Aprobado: 26 de Agosto de 2022

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons