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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.23 Bogotá ene./jun. 2002

 

HISTORIA DEL MILENARISMO EN OCCIDENTE

Jean Delumeau

Conferencia dictada por el profesor Jean Delumeau, miembro del Collège de France, en la Universidad de los Andes (14 de agosto de 2001). Traducción de Ricardo Arias.


RESUMEN

En este trabajo intento hacer una travesía por el milenarismo occidental. Hay que precisar, primero que todo, el sentido del término "milenarismo". No se trata de la espera de las catástrofes que supuestamente deben marcar el año mil o el dos mil; el término, que ha sido tomado tanto en sentido estricto como simbólico, se refiere a la esperanza de mil años de felicidad terrenal. Esta investigación me ha conducido de las profecías del Antiguo Testamento al New Age y me ha llevado a reconstruir los puentes que históricamente han unido el milenarismo a las utopías y a la ideología del progreso.

PALABRAS CLAVES

milenarismo, utopía, felicidad terrenal, profecías, paraíso.


HISTORY OF MILLENNIALISM IN THE WEST

ABSTRACT

In this study I embark on a journey through Western Millennialism in which it is necessary to determine, first of all, the meaning of the term "millennialism". In this case, it is not a question of awaiting the occurrence of catastrophes that are supposed to mark the year one thousand or two thousand. Instead, the term, which has been taken in both the strict and symbolic sense, refers to the hope of a thousand years of earthly happiness. This research has taken me from the prophecies of the Old Testament to the New Age and has led me to reconstruct bridges that have historically linked millennialism to utopias and to the ideology of progress.

KEY WORDS

millennialism, utopia, earthly happiness, prophecies, paradise.


En 1992 publiqué el primer tomo de una Histoire du Paradis bajo el título L£ Jardín des délices. El libro intenta revivir la nostalgia del paraíso perdido tal y como esta nostalgia se expresó en nuestra civilización occidental. Era lógico realizar enseguida un segundo tomo — que intitulé Mille ans de bonheur-, centrado en la esperanza de reencontrar en el porvenir el paraíso terrenal de los primeros tiempos. Esta esperanza puede ser calificada como "nostalgia del futuro". En la redacción de este nuevo libro, he permanecido al interior de un mismo proyecto global en el que vengo trabajando desde hace veinticinco años: este proyecto ha estado orientado a explorar sucesivamente los miedos que se manifestaron en el pasado (La peur et l'Occident, Le Péché et la peur), luego la necesidad de seguridad de nuestra civilización (Rassurer et proteger, L'Aveu et le pardori), y ahora los sueños de felicidad (Histoire du Paradis). La historiadora Marjorie Reeves tiene razón al afirmar: "Los sueños de los hombres constituyen parte de su historia y explican muchos de sus actos".

En este nuevo trabajo intento hacer una travesía por el milenarismo occidental. Hay que precisar, primero que todo, el sentido del término "milenarismo". No se trata de la espera de las catástrofes que supuestamente deben marcar el año mil o el dos mil; el término, que ha sido tomado tanto en sentido estricto como simbólico, se refiere a la esperanza de mil años de felicidad terrenal. Esta investigación me ha conducido de las profecías del Antiguo Testamento al New age y me ha llevado a reconstruir los puentes que históricamente han unido el milenarismo a las utopías y a la ideología del progreso.

En el Antiguo Testamento son numerosas las profecías que anuncian al pueblo judío, en peligro, perseguido, deportado o humillado, un porvenir radiante. Las más enaltecedoras han sido atribuidas a Isaías:

Habitará el lobo juntamente con el cordero; y el tigre estará echado junto al cabrito; el becerro, el león y la oveja andarán juntos y un niño será su pastor. El becerro y el oso irán a los mismos pastos; y estarán echadas en un mismo sitio sus crías; y el león comerá paja como el buey; y el niño que aún mama estará jugando en el agujero de un áspid; y el recién destetado meterá la mano en la madriguera del basilisco .... El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros, y borrará de toda la tierra el oprobio de su pueblo: porque así lo ha pronunciado el Señor (Isaías, 11, 6-8 y 25, 8).

Entre los textos del Antiguo Testamento que han profundamente influenciado al milenarismo cristiano, hay que mencionar el célebre sueño que Daniel explica a Nabucodonosor. Una estatua compuesta por cuatro materiales, cada uno de ellos con un valor decreciente, es derribada por una piedra que misteriosamente se desprende de una montaña. Según Daniel, la estatua simboliza cuatro reinos que caen sucesivamente y que serán remplazados por un quinto, el cual no será destruido. En el siglo XVI, el revolucionario Thomas Müntzer, considerado por Engels como el primer profeta de la revolución proletaria, comentó este texto ante los príncipes de Sajonia y, en el siglo XVII, los milenarsitas ingleses se proclamaron los "Hombres de la quinta monarquía".

Sin embargo, la base principal del milenarismo cristiano es el Apocalipsis, atribuido a san Juan, y es gracias a este libro que el mesianismo judío, la espera de un liberador de Israel, abrió paso al milenarismo, en el que se alude explícitamente a la expresión "mil años". Hasta ese momento, la cifra "mil" había sido muy poco mencionada en los escritos bíblicos. El autor del Apocalipsis ve descender del cielo un ángel, que encadena al Dragón, es decir al mal, durante "mil años". Entonces, los mártires y todos aquellos que se negaron a adorar la Bestia y su imagen "renacieron y reinaron con Cristo mil años .... Esta es la primera resurrección .... Al cabo de los mil años, será suelto Satán de su prisión; y saldrá y engañará a las naciones". En ese momento tendrá lugar la última batalla de Dios contra el mal, luego vendrá la resurrección general —ya que durante el reino de mil años sólo resucitaron los justos-y, para terminar, el Juicio final.

Por consiguiente, la base fundamental de la creencia milenarista no es el anuncio de las desgracias que deben ocurrir en el año mil o en el dos mil; es la convicción de que habrá, entre el tiempo que vivimos, con sus desgracias y sus crímenes, y la eternidad posterior al último juicio, un periodo intermedio de paz y de felicidad en el mundo terrenal. Cristo reinará en este mundo con los "justos" resucitados. Este reino estará precedido por secuencias de cataclismos y de guerras, siendo más corta esta última secuencia que la primera.

Creo que los cristianos de los primeros tiempos adoptaron ampliamente el milenarismo, actitud normal en una época caracterizada por las persecuciones. Refiriéndose en particular al Apocalipsis, los mártires tendían a creer que, tras su muerte, vendría rápidamente la resurrección, gracias a la cual, invirtiendo completamente la situación, podrían reinar en la tierra al lado de Cristo. El Apocalipsis fue redactado, y ello no es una simple coincidencia, durante las persecuciones de Domiciano.

Entre los milenaristas cristianos de los primeros siglos se destacan Papías, obispo de Asia menor, antiguo discípulo de san Juan; san Justino, un palestino martirizado en Roma hacia el año 165; san Ireneo, obispo de Lyon muerto en el 208; Tertuliano, muerto en el 222, después de la "Paz de la Iglesia"; y, finalmente, el gran escritor Lactancio.

Según Ireneo, Papías evocaba el milenio, en el que sobresalen los aspectos materiales y concretos, de la siguiente manera:

"Llegará un tiempo en el que las viñas crecerán y cada una de ellas tendrá mil cepas, y en cada cepa habrá diez mil ramas y cada rama contará con diez mil botones y en cada botón habrá diez mil racimos y cada racimo tendrá diez mil uvas y cada uva dará veinticinco medidas de vino". Y lo mismo sucederá con las frutas y todas las otras semillas. "Todos los animales, utilizando este alimento de la tierra, vivirán en paz y en armonía y estarán completamente sometidos al hombre".

Justino, por su parte, afirmaba que en la Jerusalén gloriosa del milenio "no se escucharán más gemidos ni lamentos; no habrá niños nacidos antes de término, ni ancianos que no cumplan su ciclo .... Se construirán casas y cada uno de nosotros vivirá en ellas; se plantarán viñedos y nosotros mismos comeremos su producto". La procreación seguirá existiendo, pero su fruto será una raza bendita.

Otra declaración de Justino demuestra que el milenarismo se había convertido en una doctrina prácticamente oficial: "Para mí y para los cristianos de una ortodoxia integral, es claro que tendrá lugar, durante mil años, una resurrección de la carne en la Jerusalén reconstruida, decorada y agrandada, como lo afirman los profetas Ezequiel, Isaías y otros". Para san Irineo, la Jerusalén renovada del milenio preparará la Jerusalén definitiva del cielo, pero no se confundirá con ella. "Estos acontecimientos, asegura el obispo de Lyon, no se situarán en las regiones supra celestes ...; se producirán durante el reino, cuando la tierra haya sido renovada por el Señor y Jerusalén reconstruida a imagen de la Jerusalén celestial". De esta manera, la primera ciudad prepara a la segunda. Finalmente, Lactancio, retórico pagano convertido al cristianismo y precepto del hijo de Constantino primer emperador cristiano, sostenía:

Después de la resurrección, el hijo de Dios reinará durante mil años entre los hombres y los gobernará con un gobierno muy justo. Los que vivirán para ese entonces no morirán y durante mil años engendrarán a multitudes inmensas .... Entonces el sol será siete veces más caliente que ahora. La tierra manifestará su fecundidad y producirá espontáneamente cosechas abundantes. La miel brotará profusamente de las montañas y el vino de los ríos. El mundo será finalmente feliz, liberado del imperio del mal. Las bestias no se alimentarán más de la sangre.

San Agustín fue quien más contribuyó a hacer retroceder la creencia milenarista, a pesar de que en un comienzo había adherido a ella. No quiso dar su aprobación a unas perspectivas del porvenir centradas más en lo "carnal" o material que en lo espiritual. Por consiguiente, propuso una lectura simbólica del Apocalipsis y proclamó que el nacimiento de Cristo es el comienzo de los mil años de su reino terrenal, el cual será directamente seguido por el advenimiento de la ciudad celestial. Por lo tanto, no hay que esperar un periodo intermedio. Las instancias oficiales de la Iglesia validaron la interpretación del Apocalipsis dada por san Agustín. Como consecuencia de ello, el milenarismo fue marginado, pero ello no significa que hubiese perdido su importancia histórica.

En el siglo XII, el milenarismo vuelve a tener una gran resonancia gracias a Joaquín da Fiore: sin emplear la palabra "milenio", este monje calabrés anuncia la venida de un tiempo del Espíritu en el que la humanidad vivirá en una santa pobreza, en piedad y en paz. Para él, la historia en su conjunto se divide en tres periodos: el tiempo "de antes de la gracia", el "de la gracia" y, finalmente, "el tiempo que esperamos, que está cerca" y que es el de una "gracia aún más grande". Si queremos interpretar esta imagen, tendremos que la primera de estas etapas corresponde a los tiempos de la ley mosaica antes de Cristo, es decir la era del Padre; la segunda, es la llegada de Cristo "bajo la letra del Evangelio", la edad del Hijo; finalmente, el tiempo, ya próximo, en el que triunfará la "inteligencia espiritual", la edad del Espíritu y del "evangelio eterno".

En su obra más conocida, Concordia Novi et Veteris Testament,, que hay que traducir como Concordancia entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, Joaquín afirmaba:

El primer estado fue el de la ciencia (es decir aquel en el que se está obligado a aprender); el segundo es el de la sabiduría; el tercero será el de la plenitud de la inteligencia. El primero fue el de la servidumbre; el segundo es el de la dependencia filiar; el tercero será el de la libertad. El primero se desarrolló bajo el látigo; el segundo, lo hizo bajo el signo de la acción; el tercero será el de la contemplación. El temor caracterizó al primero; la fe al segundo. La caridad marcará el tercero. El primero fue el tiempo de los esclavos; el segundo es el de los hombres libres; el tercero será el de los amigos. El primero fue el tiempo de los ancianos; el segundo es el de los jóvenes; el tercero será el de los niños. El primero estuvo bajo la luz de las estrellas, el segundo es el momento de la aurora; el tercero será el que recibirá la plena luz del día. El primero fue el invierno; el segundo es la primavera; el tercero será el verano. El primero trajo ortigas; el segundo rosas; el tercero traerá la flor de lis. El primero produjo hierbas; el segundo da espigas; el tercero proporcionará trigo. El primero es comparable al agua; el segundo al vino; el tercero será el del aceite.

Joaquín, que muere en 1202, creía que un periodo crítico comenzaría muy pronto y se extendería hasta 1260 aproximadamente; después de estos tiempos de turbulencias, la "religión monástica" haría reinar la paz en el mundo. El monje evocó en términos muy sobrios esa futura felicidad espiritual y, pese a ello, terrenal. Lo importante es que, rompiendo con la interpretación agustiniana de la Iglesia oficial, Joaquín retoma la escatología de las primeras generaciones cristianas, aquella que intercalaba un periodo de reposo terrenal entre nuestra atormentada historia y el juicio final. Su mensaje ha sido caracterizado como "un surgimiento del refoulé escatológico".

Para entender por qué un monje pacífico pudo a veces suscitar una posteridad revolucionaria, debemos subrayar dos elementos de su pensamiento. En primer lugar, Joaquín anunciaba que a la Iglesia clerical sucedería la de los contemplativos, es decir la de los monjes, que son todos pobres. Involuntariamente, nuestro monje golpeaba a la jerarquía y a la institución eclesiástica. Además, utilizó frecuentemente la fórmula evangélica "los últimos serán los primeros", que él mismo se encargó de completar agregando que el tiempo de los ancianos y de los adultos sería seguido por el de los niños: los parvuli reinarán en el mundo y confundirán a los soberbios y a los poderosos. Estas fórmulas explican, así Francisco de Asís no haya nunca escuchado hablar de Joaquín da Fiore, el papel jugado por los franciscanos, amantes de la pobreza, sobre todo los "espirituales", en la difusión de las ideas del monje calabrés. Ese papel fue determinante. La afirmación según la cual los pequeños reinarán en el mundo también explica por qué algunos personajes menos conciliadores que Joaquín pudieron transformar su pensamiento en un milenarismo radical y violento.

Pero su influencia desborda las corrientes extremistas. Dante lo calificó como "profeta". Cristóbal Colón y Campanella lo citaron en varias ocasiones. En el siglo XIX, Hegel y Augusto Comte retoman su división de la historia en tres periodos. Georges Sand lo ubica en el centro de su novela, Spiridion, en la que se vaticina el advenimiento de una religión de la humanidad. Michelet ve en él el anunciador de "la edad del libre espíritu y de la ciencia". Y en 1921, el marxista alemán Ernst Bloch lo sitúa entre los que hacen "brillar la ardiente chispa que no se extinguirá jamás".

Un hecho histórico que debe ser destacado es que el mensaje de Joaquín da Fiore, más o menos bien entendido, se combinó a partir del siglo XIII con otra tradición escatológica que debemos evocar y para ello es necesario remontarnos en el tiempo. En el siglo IV, y nuevamente en el VII, fueron redactados dos textos proféticos que se conocen bajo el nombre de "sibilinos cristianos". Estos textos anuncian que durante cien años aproximadamente -tiempo que, para la gente de esa época, es mucho más largo que para nosotros-, un rey o un emperador cristiano instalado en Jerusalén, -el soberano de los "últimos días"- lograría bajo su corona la unidad de la tierra habitada, le daría la paz y convertiría toda la humanidad a la religión de Cristo. Al final de su reino depositaría su corona en el Gólgota, vendría luego la última ofensiva del Anticristo y después el fin del mundo.

Los "sibilinos cristianos" circularon durante toda la Edad media y fueron impresos al final del siglo XVI. Esos textos trasmitieron, al igual que el milenarismo tradicional, un anuncio según el cual el Juicio final tendría lugar en una edad de oro cristiana. De ahí resulta la amalgama que se produjo entre estas dos perspectivas escatológicas.

La esperanza de ver al soberano de los "últimos días" reinar sobre Jerusalén fue un elemento central en la empresa de las cruzadas. Enseguida, los reyes de Francia, los emperadores de Alemania y los soberanos españoles intentaron, simultánea o sucesivamente, utilizarla a su favor. Esta esperanza estuvo presente en el entorno de Carlos VIII de Francia y explica, en cierta medida, su expedición a Italia, que debía ser seguida por la reconquista de Jerusalén. Un poeta de su corte profetizaba en 1494: "El rey poseerá durante su vida / La muy alta dominación / De esta tierra universal... / A Jerusalén entrará / Y el monte de los Olivos subirá... / Depositando esas tres coronas... / A Dios entregará su espíritu, / Entonces serán signos maravillosos, / La tierra moviéndose en todos los lugares". La espera del rey de los últimos días fue también una de las fuertes esperanzas de Cristóbal Colón quien, durante toda su vida, esperó financiar la reconquista de Jerusalén gracias a las riquezas provenientes de las tierras descubiertas.

Frecuentemente, se ha asociado el milenarismo con la violencia. Las explosiones más fuertes de ese milenarismo revolucionario se dieron con el movimiento de los radicales checos en los años 1420, la revuelta de los "campesinos" de Turingia, liderada por Tomás Müntzer en 1525, la ocupación de Müntzer por parte de anabaptistas exaltados que creyeron que Cristo se haría presente para construir la "Nueva Jerusalén", episodio evocado por Marguerite Yourcenar en Uceuvre au noir, y, finalmente, los complots tramados en Inglaterra, a mediados del siglo XVII, por los "hombres de la quinta monarquía".

Todos estos hechos se encuentran en mi libro. Sin embargo, quise destacar esencialmente la importancia y la variedad del milenarismo más allá de los movimientos igualitaristas. Fuera de las fronteras del país lusitano, se desconoce que Portugal contó con importantes movimientos milenaristas durante los siglos XVI y XVII; si se ignoran estos hechos, la historia de este país resulta incomprensible. Se ha dicho que en Portugal, "la persistencia del mesianismo animando la mentalidad de un pueblo durante un tiempo tan largo y conservando la misma expresión, es un fenómeno que, a excepción de la raza judía, no tiene equivalente en la historia". Investigaciones recientes han mostrado que había que darle un sentido escatológico a los proyectos y a las expediciones de ultramar llevadas a cabo por Manuel Fortuné, quien soñaba con una especie de reinado universal y mesiánico, el quinto imperio de Daniel, en el que Portugal llevaría la religión de Cristo a todas las naciones no cristianas.

El jesuíta Antonio Vieira (1608-1697), el predicador portugués más célebre de su tiempo y que se destaca en su país como uno de los más grandes escritores de la literatura barroca, era un auténtico milenarista. Durante toda su vida, esperó que Lisboa se convirtiera en la capital del imperio de Cristo en la tierra, una vez que la Iglesia hubiese llegado a su último estado de perfección.

Según Vieira, Lisboa es el "sitio más proporcionado y el más apto para la destinación que le ha sido señalada por el Arquitecto Supremo... La ciudad espera entre sus dos promontorios, que son como dos brazos abiertos, ... la voluntaria obediencia de todas las naciones que descubrirán su solidaridad, incluso con las poblaciones de las tierras todavía desconocidas actualmente y que habrán perdido la injuria de ese nombre". Mientras que el papa será el único pastor espiritual de la humanidad, el rey de Portugal, convertido en emperador del mundo, será el arbitro universal. El pondrá fin a todos los conflictos que destruyen a las naciones y "mantendrá el mundo entero en la paz de Cristo cantada por los profetas".

La historia inglesa del siglo XVII también resultaría ininteligible si no se reconoce la importancia que en ella juega la espera escatológica. El milenarismo juega en este caso un papel destacado en la época de Cromwell. De una manera más general, el nacimiento y el desarrollo del protestantismo permitieron a las corrientes milenaristas manifestarse de manera más abierta y más amplia que en el pasado, a pesar de que los grandes reformadores hayan sido fieles a la interpretación agustiniana del Apocalipsis. Globalmente, existió un nexo entre milenarismo y "herejía".

De otra parte, la entrada en escena de América dio un nuevo auge a la esperanza milenarista. Los primeros franciscanos que llegaron a Méjico en 1524 estaban imbuidos del pensamiento de Joaquín da Fiore y veían cercana la "última edad del mundo", es decir un periodo de paz, de reconciliación y de conversión general al cristianismo que precedería al fin de la historia. Los dos franciscanos más conocidos de la "conquista espiritual" de Méjico durante el siglo XVI, Motolonia y Mendieta, compartieron la convicción según la cual ellos podrían reconstruir en tierras americanas la edad dorada de la Iglesia primitiva, lejos de la cristiandad pervertida que se vivía en Europa, en medio de los indígenas pobres y sencillos. Mendieta soñó con hacer vivir a los indígenas de la Nueva España "en la virtud y en la paz: al servicio de Dios, como en un paraíso terrenal", fórmula a la que hay que darle todo su sentido escatológico. Con ese mismo objetivo, los jesuítas crearon las "reducciones" guaraníes.

La convicción de que América era el lugar a partir del cual se iba a extender el reino universal de Cristo también estuvo presente —aunque no sea tan conocido- en los primeros puritanos que vinieron a establecerse en América. En Inglaterra, en 1628, ante la insistencia para que un grupo de viajeros desistiera de su travesía, uno de los promotores de los viajes declaró: "No retrasen su salida... Sepan que allá el Señor creará un nuevo cielo y una nueva tierra, nuevas Iglesias y una nueva república {CommonwealtB)". Para el teólogo John Cotton, quien emigró a América en el siglo XVII, la Nueva Inglaterra ocupaba "una situación sin precedentes en la historia". Sus habitantes constituían una "sociedad liberada de la Bestia". En 1652, John Eliot, el primer misionario protestante de los indígenas, afirmó que el reino de Cristo estaba "erigiéndose en las partes occidentales del mundo".

Sin embargo, es en la obra de Jonathan Edwards, iniciador del "gran despertar" de los años 1740-1744, que se encuentra la expresión más manifiesta de un milenarismo relacionado con Norte América. Edwards declaró en particular:

Este nuevo mundo probablemente ha sido descubierto en nuestros días para que el nuevo y más glorioso estado de la Iglesia de Dios sobre la tierra pueda debutar y para que Dios haga comenzar en él un nuevo mundo espiritual, creando los nuevos cielos y la nueva tierra... El otro continente ha matado a Cristo y, en cada época, ha vertido la sangre de los santos y mártires de Jesús. Ese continente ha sido como inundado por la sangre de la Iglesia. Dios entonces probablemente ha reservado el honor de construir el glorioso templo a la hija América que no ha vertido tanta sangre, en el momento en que va a comenzar este tiempo de paz, de prosperidad y de gloria representado anteriormente por el reino de Salomón... Me parece que varios hechos indican... que el sol se levantará por el Oeste.

En Estados Unidos, el milenarismo se laiciza un poco más tarde. Pero tenemos serias razones para pensar que ha constituido uno de los componentes de la identidad de la nueva nación que se estaba formando. En 1785, el nieto de Jonathan Edwards, Timothy Dwight, milenarista como su abuelo, publica un poema con un título muy significativo, The Conquest of Canaan. Los soldados caídos durante la guerra de Independencia eran comparados con los hebreos conducidos por Josué. Un nuevo Edén, el quinto imperio anunciado por Daniel, iba a surgir —"imperio de paz, de justicia y de libertad". La nueva república sería el agente y el motor del milenio. Un predicador aseguraba en 1795 que los habitantes de los nuevos Estados Unidos podían "decirse los unos a los otros con los rostros alegres: «Somos un pueblo particularmente favorecido por el cielo... Los Estados Unidos son ahora la viña del Señor»". Para otro milenarista de comienzos del siglo XIX, David Austin, la piedra que, de acuerdo a la profecía de Daniel, se desprende de la montaña para llenar toda la tierra, anuncia, de manera evidente, la Declaración de Independencia de julio de 1776, el acontecimiento a partir del cual los mil años de felicidad podrían comenzar.

En este momento de nuestro recorrido podemos entrever los nexos que han existido entre el milenarismo, de una parte, las utopías y la ideología del progreso, por otra parte. Las utopías han constituido un renglón importante de la literatura europea a partir de la publicación del célebre libro de Tomás Moro en 1516 y florecieron en particular durante el siglo XVII. En primer lugar, los autores imaginaron islas lejanas en las que los habitantes vivían felices bajo gobiernos sabios y leyes justas. La igualdad o la comunidad de los bienes, o los dos a la vez, constituían frecuentemente la regla de oro. Pero las utopías tendían cada vez más, a pesar de seguir situando sus descripciones fantásticas en un más allá irreal, a sugerir cambios para un futuro accesible. El deseo de promover mejoras radicales en la tierra fue por lo tanto común a los milenaristas y a otras utopías.

Los lazos entre los dos tipos de discursos aparecen con gran claridad en la obra de Campanella (1568-1639). Sin embargo, el aspecto milenarista que aparece en los escritos de este autor no ha sido destacado debidamente, quizá porque las obras en las que el autor alude al milenarismo sólo fueron publicadas en la segunda mitad del siglo XX. Pero en la Profecía di Cristo, obra redactada en 1623, es decir veinte años después de la Cité du so/ei/, Campanella anuncia lo siguiente, apoyándose a la vez en Lactancio y en Joaquín da Fiora:

Entonces los buenos serán separados de los malos y habrá un nuevo cielo y una nueva tierra. El brillo del sol se multiplicará por siete y la luna será como el sol actual: y esto durante mil años... Esta primera renovación de las criaturas no será la que las hará inmortales, pues continuarán la procreación y la alimentación a partir de los productos de la tierra, lo que implica una producción que sólo se puede dar mediante la corrupción de los elementos. En ese tiempo, las estrellas y los elementos serán purificados parcialmente y se verán imponer el orden y la disposición que convienen al siglo de oro, durante el cual los santos poseerán el mundo humano.

Como todos los milenaristas, Campanella se complace realizando especulaciones aritméticas complicadas sobre los plazos escatológicos. Digamos, simplificando, que Campanella creía que estos plazos eran muy cercanos.

Para los milenaristas de todas las épocas, el paso a los mil años de felicidad terrenal debe realizarse, conforme a las predicciones del Apocalipsis, mediante un periodo de catástrofes. Al contrario, cuando, a finales del siglo XVII, aparece en Occidente, bajo la pluma de pensadores como Fontenelle y Leibnitz, la noción de progreso, ésta aparece más bien relacionada con la idea de un paso gradual y relativamente regular de la humanidad hacia el mejoramiento de su estatus moral y material. Sin embargo, hay un punto muy importante que comparten tanto el milenarismo como la ideología del progreso: a saber, la certeza de que la humanidad se dirigía hacia mejores condiciones de vida terrenal y que un porvenir radiante estaba en el horizonte. La existencia de este punto común es lo que lleva a preguntarnos si estas dos visiones prospectivas no están unidas por eventuales puentes. De acuerdo a los trabajos que he realizado, estoy convencido de la existencia de tales nexos.

Podemos darnos cuenta de ello estudiando la evolución de los milenaristas ingleses del siglo XVIII, cuyas obras analicé en mi libro. Estos milenaristas tienden a restarle importancia a las catástrofes que deben preceder la entrada al milenio. Según Thomas Worthington, la renovación final no será tan aterradora como se había dicho. Escuchemos otra afirmación hecha por varios milenaristas ingleses de la época, que además eran protestantes convencidos y a veces incluso obispos anglicanos: "La maldición a la que la tierra había estado sometida como consecuencia del pecado original fue plenamente llevada a cabo por el Diluvio y desde entonces finalizó". Desde entonces, la humanidad progresa ininterrumpidamente en el plano de la ciencia y de la piedad.

El caso de Priestley permite aclarar de manera casi que pedagógica los lazos que unen, en el siglo XVIII, el milenarismo y la creencia en el progreso. Como científico, Priestley demostró que la ley de acción entre las cargas eléctricas es la misma que para la gravedad. Descubrió el oxígeno y aisló un gran número de gases. Como teólogo unitario no adhería al dogma de la Trinidad. En lo relacionado con nuestro tema, estaba persuadido de que Dios quiere que el hombre sea feliz incluso en la tierra y veía en la ciencia el gran instrumento del progreso. Es la ciencia la que le permite al hombre encaminarse hacia el milenio. Gracias a ella, "los hombres serán cada día más felices, cada uno para sí, pero también serán capaces de comunicar la felicidad a los otros y, estoy convencido, más dispuestos a hacerlo. De esta manera, cualquiera que haya sido el comienzo de este mundo, el fin será glorioso y paradisiaco, más allá de todo lo que nuestra imaginación pueda ahora concebir".

La esperanza de alcanzar la felicidad terrenal de la humanidad constituyó una de las ideas centrales del siglo XIX y fue expresada por las figuras más diversas. Víctor Hugo, por ejemplo, dirigiéndose a los jóvenes, exclamaba en 1830: "Oh, ¡el porvenir es magnífico! / ... Un siglo puro y pacífico / Se abre ante vuestros sólidos pasos; / ... Veremos con majestad, / Como el mar sobre sus orillas, / Escalar de piso en piso la irresistible libertad". La creencia en el progreso inspiró tanto a los positivistas como a los socialistas. Robert Owen (j- 1858), fundador desafortunado de la comunidad americana de New Harmony, afirmó que el milenio vería el establecimiento de "la gran humanidad única en la tierra". Pierre Leroux, inventor, al parecer, de la palabra "socialista", afirmó: "el paraíso debe venir a la tierra". No es excesivo sostener que la experiencia milenarista laicizada se volvió manifestar a través del socialismo. Marx profetizó que la acción del proletariado suprimiría la explotación del hombre por el hombre y que el comunismo iba a resolver "el enigma de la historia". Todavía en 1921, el marxista Ernst Bloch — que luego se convertiría en disidente del marxismo- escribía, apoyándose en toda la tradición milenarista que él mismo evocaba explícitamente: "Es imposible que no advenga el tiempo del Reino". En 1999, el secretario general del partido comunista ruso, Guennadi Ziouganov, declaró con nostalgia: "El siglo XX mostró a la humanidad las nuevas fronteras del milagro ruso. Se trataba de la primera tentativa en la historia de la humanidad de instaurar en la tierra el reino de los cielos, de encarnar el sueño, tan viejo como el mundo, de justicia, santidad y amistad... En la URSS apareció la nueva civilización que reunía las mejores creaciones realizadas por la humanidad".

Por otra parte, en los siglos XIX y XX, el milenarismo tradicional continuó su desarrollo, particularmente en los Estados Unidos, lo que no es un azar. Se constituyó —y aún se constituye-es uno de los elementos importantes de la doctrina de los Mormones, de los "Adventistas del séptimo día y de los "Testigos de Jehová". En el credo mormón, por ejemplo, se lee la siguiente afirmación: Creemos que Sión será construida en este continente Norte América; que Jesús reinará en persona sobre la tierra, que la tierra será renovada y recibirá la gloria paradisiaca". Finalmente, un milenarismo bastante alejado del cristianismo se aprecia actualmente en la espera del Neiv age. Para aquellos que viven bajo esta esperanza, la era paradisiaca del año 2160 (que debe comenzar próximamente), dominada por el signo de acuario, concentrará todas las aspiraciones "positivas" con las que los humanos sueñan desde tiempos inmemoriales.

En ningún pasaje de mi libro he tratado irónicamente el milenarismo y no lo haré ahora en esta conferencia, aunque yo no sea milenarista. El historiador debe tratar de comprender en profundidad la problemática que está estudiando. Y, en el caso presente, se trata de un tema importante, de un problema más enriquecedor de lo que se piensa ordinariamente. Sin embargo, al final, me ha parecido necesario presentar mi reflexión personal sobre la materia.

Occidente y, en particular Europa, están actualmente inmersos en una morosidad filosófica que constituye casi el inverso del optimismo un poco ingenuo del siglo XIX. Se trata de un verdadero viraje radical que encuentra su origen en Schopenhauer y se divulga tras la primera guerra mundial. En 1918, Spengler publicó el primer tomo de su Decadencia de Occidente que tuvo un gran éxito. En su obra, el autor denunciaba todas las formas de esperanza, en particular las que proponían la Ilustración del siglo XVIII y el socialismo del siglo XIX. Spengler sentenció en forma lapidaria: "el optimismo es una cobardía".

Creo que debemos tomar distancia tanto de las esperanzas, un poco ingenuas, de los milenaristas y socialistas del siglo XIX, como del pesimismo filosófico que nos invade actualmente. Los milenaristas han sido —y quizá sigan siéndolo- tributarios del mito del paraíso terrenal. Las dos nostalgias, la del Edén del comienzo y la de una tierra sin mal ni desgracias que se sitúa en la última secuencia de la historia, me parece que están relacionadas entre ellas psicológica e históricamente. Sin embargo, razón tuvo Teilhard de Chardin al afirmar que no existe "en el horizonte el menor vestigio, no hay ninguna huella que indique las ruinas de una edad de oro o de nuestra amputación de un mundo mejor". La esperanza de reconstituir o de crear en el porvenir un paraíso terrenal me parece una ilusión sin fundamento histórico. La concepción de san Agustín, que veía las dos ciudades, la de Dios y la de la tierra —es decir el bien y el mal-, "caminar entremezcladas a través del tiempo" hasta el fin de la historia, me parece más conforme con la realidad que vivimos.

Además, los milenaristas han sido siempre tributarios de una concepción corta de la historia. Los milenaristas son personas afanadas que creen que los plazos escatológicos son inminentes y, si no es así, quieren acelerar esos plazos. De ahí la tentación a recurrir a la violencia, a la que, durante las diferentes épocas, los milenaristas han cedido. De ahí también la obstinación con la que, permanentemente, no han dejado de anunciar un calendario preciso para el comienzo del milenio, aunque tengan que imaginar otras fechas cuando sus esperanzas se ven refutadas por los acontecimientos.

Sin embargo, muchos pesimistas de nuestra época tampoco tienen en cuenta la muy larga duración de la historia humana, tal y como la ciencia nos permite concebirla (al menos tres millones de años). Desde la posibilidad de caminar en dos pies hasta la adquisición del lenguaje, desde el aprendizaje de la visión a la emergencia del pensamiento y de la creatividad artística, ¿acaso no ha habido un "progreso"? O sino, ¿qué otro término utilizar? Es verdad que el progreso moral no ha sido continuo y puede conocer regresiones, como, por cierto, el progreso material. Pero, ¿no debemos también constatar, como el filósofo austríaco Musil, que, en respuesta a Spengler en los años 30, afirmó que "el hombre es capaz de todo, incluso del bien"? Por lo tanto, el optimismo no es una "cobardía", a condición de ser lúcido.

No veo cómo se pueda conservar como perspectiva de un porvenir la utopía milenarista de un nuevo paraíso libre de todo mal y de desgracias. Pero nos queda el deber de trabajar, a pesar de los fracasos, en la mejora de la condición humana y debemos intentar que nuestro planeta sea cada vez menos un "valle de lágrimas". Hago entonces mío el programa que había propuesto Teilhard de Chardin: "Hacer avanzar al mismo paso el dominio del mundo y el reino de Dios".