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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.23 Bogotá ene./jun. 2002

 

TOLERANCIA E INTOLERANCIA. SUS ORÍGENES Y CONSECUENCIAS EN LA HISTORIA DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Jaime Jaramillo

Conferencia presentada en la Universidad de la Sabana (30 de agosto de 2001). Profesor del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.


En primer lugar doy excusas por el solemne título que he dado a esta intervención, pero bien miradas las cosas el titulo se justifica porque la conquista de la tolerancia, si es que se ha logrado realmente, está estrechamente ligada a la libertad de pensamiento que ha sido uno de los mayores logros de la civilización y uno de los factores más eficaces del progreso, si se admite que el hombre ha evolucionado positivamente y si se acepta que la cultura y la sociedad que se han formado en Occidente a partir de la cultura griega, es una de las más fecundas y creadoras.

Su historia ha sido tardía y vacilante, pues podríamos decir que su conquista, si realmente se ha logrado, sólo comienza en el siglo XVIII cuando Voltaire, como representante del pensamiento ilustrado, arriesgó su sosiego y su vida, y al parecer su dinero, para defenderla y que en los años sucesivos sus conquistas han sido muy lentas, más todavía, que se ha retrocedido, si tenemos en cuenta que en el siglo que acaba de terminar, en nuestro siglo XX, con los diversos totalitarismos, la humanidad vio reaparecer la intolerancia hasta magnitudes que posiblemente no había, conocido ni en sus momentos más trágicos.

Comenzaré por indicar que cualquier consideración sobre los conceptos de tolerancia e intolerancia debe darse confrontándolos con el concepto de verdad, pues dichos conceptos surgen cuando alguien, sea una persona, una institución, un partido o un Estado creen que no hay sino una verdad, ya sea en el campo religioso, político, filosófico o en cualquiera de los aspectos de la cultura o del pensamiento, y que ellos son sus depositarios y guardianes.

Ahora bien, en la historia del pensamiento occidental, desde los griegos hasta nuestros días, el problema ha sido particularmente agudo y trágico en dos campos: el político y el religioso, aunque como lo hemos indicado al aludir al amplio campo de la cultura, se puede presentar en todos los planos de la vida de relación y de las costumbres, desde la moda en el vestuario hasta el fútbol. Limitándonos a estos de dos campos, el religioso y el político, y simplificando un poco el problema, a la verdad se le han atribuido básicamente tres orígenes. En primer lugar, la revelación, es decir la transmisión de la verdad por una inteligencia divina a un hombre, un fundador de religiones, a una institución o a un monarca, como lo pretendieron los defensores del derecho divino de los reyes.

El otro origen de la verdad, siguiendo el desarrollo del pensamiento occidental a partir de los griegos, incluyendo en él la forma que le dio Descartes en el siglo XVII, es la razón o el buen sentido humano, que según su optimismo era lo mejor repartido entre los hombres. Sobre la base de los supuestos poderes ilimitados de la razón, en el plano político y ético surgió o resurgió —porque en el horizonte de los estoicos griegos ya fueron entrevistos- la idea de unos supuestos derechos naturales considerados eternos, derechos que darían su fundamento a los derechos del hombre proclamados por la Revolución francesa en 1789. Tales derechos constituirían la verdad en el campo jurídico y político.

La tercera fuente de la verdad aparecería en la segunda mitad del siglo XVIII con el movimiento romántico. Ahora, la fuente de la verdad sería la voluntad humana. El movimiento romántico que, según el historiador inglés de las ideas Isaiha Berlín, ha sido, junto al cristianismo y a la concepción política de Maquiavelo, el fenómeno intelectual de mayores repercusiones culturales y políticas en la historia de Occidente. Para Berlin, en su primera visión del fenómeno romántico, el romanticismo, en su variante alemana, con Herder y sus sucesores, al afirmar el hecho de la pluralidad de culturas, conduciría a la convivencia de éstas y a la tolerancia. Pero al profundizar en su historia se dio cuenta de que también, y con mayor lógica, conduciría a una exasperación del nacionalismo, a al exaltación del líder —un Napoleón, un Hitler, un Stalin- y al estado totalitario o a movimientos anárquicos, como la variante un poco ingenua, que fue el movimiento juvenil de 1968, tan exaltado por Marcuse y otros intelectuales de la época.

La creación por la fe y su contribución a la felicidad o a la solución de los problemas de la vida práctica, como lo establecieron o lo pensaron William James y los pragmatistas, podría considerarse, paradójicamente, como una variante de la concepción romántica. Y lo mismo podríamos decir de la voluntad de poder de Nietzsche como posibilidad de una "transmutación" de todos los valores tradicionales de la cultura occidental.

Pero el mayor impacto del romanticismo sobre el pensamiento político moderno fue sin duda el causado por la obra El Contrato Social de Rousseau, según la cual el fundamento de la verdad política sería la voluntad general o voluntad de las mayorías expresadas a través del voto o sufragio universal. Su corolario será que las mayorías tienen siempre razón. La historia moderna y sobre todo la historia contemporánea, la de nuestros días, nos han dado las más trágicas y paradójicas demostraciones de esta interpretación de la verdad política.

En el siglo XIX veremos aparecer otras variantes de esta concepción voluntarista de la verdad. Marx hará de los intereses y la voluntad de la clase obrera, el proletariado, los portadores de la verdad política. Años más tarde, Lenin la restringiría a la voluntad de la élite del proletariado, el Partido Comunista, y más aún, de la élite del partido, el Comité Central. Y en nuestro tiempo, el Fascismo italiano y el Nacional Socialismo alemán la trasladarían al Estado y en el caso de éste último a la voluntad y los intereses de la raza aria. Los inhumanos resultados de esa concepción de la verdad son bien conocidos.

En resumen, si hay realmente una verdad absoluta y además existe una institución, sea una iglesia, un partido, una raza, una cultura, una nación o una mayoría de la opinión pública, que son sus depositarías y guardianes, la tolerancia carece de fundamentos. El gran bien de la tolerancia sólo es posible si aceptamos que la verdad no es unívoca sino plural, sea en el campo de la política, de la religión, de las costumbres y la cultura, y aún en el plano de la ciencia, que parece ser el saber menos vulnerable al disentimiento y al pluralismo de la verdad. Lo que es verdad en Roma puede no serlo en Jerusalén, dice el adagio popular. Y cuando Hernán Cortés, el conquistador de México, se empeñaba en convencer a Moctezuma de que adoptara la religión católica, con muy buen sentido el rey de los aztecas le contestó que la religión de los españoles eran tan bueña para ellos como la de los aztecas para él y sus subditos.

Nada de esto quiere decir que no podamos y no debamos tener convicciones en todos los planos de la vida y que no debamos defenderlas, pero cuidándonos de saber que ellas pueden no ser las mismas que tienen los otros y que sólo la tolerancia y la libertad para exponer y defender unas y otras aseguran la convivencia dentro de la diversidad.