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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.23 Bogotá ene./jun. 2002

 

La Rosa, Michael, De la izquierda a la derecha. La Iglesia católica en la Colombia contemporánea, Bogotá, Planeta, 2000, 272 pp.


Ricardo Arias

Profesor del Departamento Historia de la Universidad de los Andes.


La presentación y el prefacio de este libro destacan, con justa razón, la poca importancia que ha merecido el estudio de la Iglesia católica colombiana en los medios académicos del país. A nuestro parecer, se trata de un vacío historiográfico de suma importancia: si desconocemos o minimizamos el papel y la influencia que ha tenido la institución eclesiástica en nuestra sociedad, desde comienzos del siglo XIX hasta nuestros días, resulta imposible comprender adecuadamente algunos procesos históricos que han sido de gran relevancia en el país. Por otra parte, esta laguna historiográfica no se limita únicamente a la Iglesia católica: en realidad, es el fenómeno "religioso" en general el que ha sido tradicionalmente menospreciado por las ciencias sociales. Dos ejemplos, entre muchos otros, ilustran claramente esta situación. En el año 2001 se cumplió la primera década del nuevo régimen religioso proclamado por la carta política de 1991; sin embargo, los diferentes balances académicos y los congresos que se hicieron sobre la Constitución prácticamente omitieron toda referencia a estos diez años de libertad e igualdad religiosa. El balance más completo y más reciente sobre bibliografía colombiana, La historia al final del milenio, no le dedica una sola línea al problema religioso.

Afortunadamente hay excepciones y unos cuantos investigadores intentan llenar algunos de estos vacíos. Es el caso del historiador norteamericano Michael LaRosa, quien, en el marco de su tesis doctoral, se interesa por el estudio de las políticas sociales de la Iglesia católica colombiana entre 1930 y finales de los años 70. Al abordar la cuestión social, el autor pretende demostrar que la imagen tradicional con la que se ha revestido al catolicismo colombiano -"conservador, estático y falto de iniciativa"- no corresponde a una Iglesia cuyas características "escasamente se ajustan a esta concepción" (p. 34). Según LaRosa, el interés creciente del clero por la situación de los campesinos y del proletariado urbano es razón suficiente para demostrar que los prejuicios sobre la supuesta indiferencia social de la Iglesia carecen de fundamento y que, por lo tanto, no se puede afirmar que la institución eclesiástica sea conservadora o antiprogresista. Ese interés es evidente a partir de 1930, cuando las políticas de la Iglesia en materia social se tornan "más agresivas" y "más activas" (capítulo 2): se trata, dice LaRosa, de la respuesta del episcopado al desafío planteado por el partido liberal, que retorna al poder precisamente en 1930. La creación, en 1946, de la Federación Agraria Nacional (FANAL) y de la Unión de Trabajadores de Colombia (UTC), son claras manifestaciones de la "acción" emprendida por la Iglesia para responder, desde una perspectiva cristiana, a los problemas sociales de la época: "FANAL y la UTC representaron acciones serias y dinámicas de la Iglesia Católica, en su intento de organizar a los trabajadores rurales y urbanos como respuesta a la profundización de las crisis económicas y sociales de América Latina después de 1930 …. La sola existencia de estos programas permite contradecir la fácilmente aceptada y acrítica noción de la Iglesia Católica como una institución estática, confesional y obsesionada por el cumplimiento de los sacramentos" (p. 30).

Anteriormente, ya se habían presentado otras iniciativas que buscaban el mismo objetivo: la creación de la Acción Católica y de la Juventud Obrera Católica en los años 30. El autor insiste en que si bien todas esas tentativas terminaron fracasando, en cierta medida prepararon el camino para el surgimiento de posiciones más radicales: la militancia de Camilo Torres o de grupos como Golconda y SAL (capítulos 3 y 5) se enmarca en las "tendencias históricas y sociológicas" de los años 40 y 50.

Además de cuestionar la imagen tradicional que se tiene de la Iglesia católica colombiana, Michael LaRosa también se fija como objetivos centrales de su trabajo abordar, siempre desde una perspectiva "revisionista", otros tópicos. La figura del obispo Gerardo Valencia Cano, a quien su participación en un movimiento contestatario como Golconda le valió el apelativo del "obispo rojo", es reexaminada con el fin de matizar su supuesto radicalismo. El autor se detiene ampliamente en los escritos de Valencia Cano así como en sus alocuciones radiales, y concluye que el obispo de Buenaventura, a pesar de su profunda sensibilidad social y de su posición crítica frente al statu quo, nunca legitimó las vías violentas como solución a las injusticias sociales. Mientras que Camilo Torres, más preocupado por lo político y lo temporal, representó ideas realmente revolucionarias, Valencia Cano, mucho más aferrado a la dimensión espiritual, siempre "se puso del lado del orden", defendiendo posiciones tradicionales en torno a la propiedad privada y a la estructura familiar (p. 163).

"La tercera revisión importante en esta investigación tiene que ver", nos dice el autor, con la Conferencia del episcopado latinoamericano, celebrada en Medellín en 1968 (capítulo 4). Esta reunión, cuyo objetivo era reorientar el catolicismo del continente de acuerdo a los rumbos trazados por el Concilio Vaticano II, no sólo tuvo un impacto muy limitado en Colombia, sino que además, según LaRosa, no fue tan radical como se ha dicho hasta el momento. Un análisis detallado de los documentos emitidos por el episcopado colombiano antes, durante y después de la reunión de Medellín, y la comparación de esos documentos con la agenda de la Conferencia y con el texto final de la reunión, le permiten al autor concluir que "los obispos colombianos no estaban a tono con el espíritu de cambio de Medellín" (p. 203). La posición "negativa" de la jerarquía colombiana no puede atribuirse, sostiene el autor, al supuesto carácter reaccionario y antiprogresista de los prelados, pues tal explicación resulta "simple y acrítica" y desconoce "la realidad histórica específica de la Iglesia colombiana durante el siglo XX". Para LaRosa, la hostilidad y la desconfianza de la jerarquía frente a Medellín se explican por la difícil situación que conoce la institución eclesiástica desde comienzos de la república liberal: "Al evaluar su propia historia desde 1930, los obispos colombianos concluyeron que no podían darse el lujo de perder más poder o prestigio, y ésa es la razón sencilla por la que rechazaron de manera tan contundente a Medellín" (pp. 210-211). Un poco más adelante, sin dar ninguna explicación al respecto, el autor agrega que ese rechazo también se debe al "deseo de la jerarquía de mantener el poder y el prestigio dentro de la sociedad colombiana" (p. 214).

En el capítulo 5, LaRosa retorna nuevamente al movimiento Golconda, que ya había sido abordado en el 3. Golconda refleja una radicalización de algunos sectores del clero que retoman el trabajo de Camilo Torres y no sólo se apartan de las posiciones moderadas de la jerarquía católica colombiana, sino que además se sienten insatisfechos con las conclusiones de Medellín. Para el autor, en efecto, Golconda es un movimiento que además de mostrarse favorable al cambio revolucionario, admite incluso la posibilidad de recurrir a la violencia para solucionar los problemas sociales, eventualidad que fue rechazada en Medellín (pp. 233, 241). El capítulo termina evocando rápidamente otro movimiento contestatario, Sacerdotes para América Latina (SAL). La jerarquía católica colombiana no tardó en condenar estas iniciativas que provenían de las filas del propio clero: son múltiples las declaraciones episcopales rechazando abiertamente tales movimientos, y muchos de sus miembros fueron expulsados de la Iglesia. LaRosa concluye que estas corrientes contestatarias, que dejaron de existir a finales de los años 70, demuestran varios puntos: el legado de Camilo Torres siguió vigente varios años después de su muerte; el mensaje de Medellín fue objeto de críticas que provenían tanto de sectores de derecha como de izquierda; la Iglesia católica colombiana estaba profundamente dividida y en su interior el clima de polarización era muy fuerte.

El último capítulo -el libro carece de conclusiones finales- es un intento por resumir los hechos que se han presentado a nivel del catolicismo colombiano en las dos últimas décadas del siglo XX: se enumeran acontecimientos diversos, cuyo criterio de selección no resulta claro, para terminar señalando que la Iglesia católica colombiana enfrenta un gran desafío: contribuir a la pacificación del país.

El libro de Michael LaRosa plantea una hipótesis central muy discutible: puesto que la Iglesia católica colombiana ha demostrado interés por la cuestión social y ha asumido un papel activo en la búsqueda de una solución al problema social, la institución eclesiástica no puede ser tildada de conservadora ni de antiprogresista; quienes sostienen tales juicios, no hacen más que asumir posiciones simplistas y acríticas. El autor parece creer que las políticas sociales son el monopolio exclusivo de las corrientes "progresistas" o de izquierda y que quien demuestra interés por lo social no puede ser, por consiguiente, conservador. La debilidad de esta hipótesis salta a la vista: no se puede calificar automáticamente de "progresista" a todo aquel que se preocupa por las cuestiones sociales. De hecho, la Iglesia católica, bajo el liderazgo Roma, comenzó a mostrar un interés creciente por estas materias a finales del siglo XIX y su visión era netamente conservadora, tanto por la manera como abordaba el problema y por la lectura que hacía del mismo, como por las soluciones que proponía. El mismo autor reconoce que, en el caso colombiano, la intervención de la Iglesia en la cuestión social (JOC, FANAL, UTC) fracasó por el excesivo paternalismo y autoritarismo de un episcopado motivado, en muy buena medida, por hacerle frente al comunismo mediante acciones "preventivas" (p. 104) y poco dispuesto a compartir su liderazgo con otros sectores (p. 207). La respuesta de la jerarquía a los vientos renovadores que venían del Concilio Vaticano II y de Medellín también fue esencialmente defensiva y "negativa", pues el episcopado colombiano veía en las nuevas orientaciones del catolicismo una "amenaza" para su estabilidad y sus intereses (pp. 104, 187, 211). Y cuando surgieron, al interior del clero colombiano, movimientos abiertamente favorables a profundos cambios sociales, los dirigentes del catolicismo no dudaron en condenarlos categóricamente.

Haciendo caso omiso de las conclusiones a las que él mismo ha llegado y cayendo en generalizaciones que tergiversan una realidad más compleja, LaRosa finaliza sorprendentemente su quinto capítulo insistiendo en que "la Iglesia católica colombiana" -es decir al menos una corriente mayoritaria- ha dado un viraje sustancial en materia social, al pasar de la "ultraintolerancia" de las primeras décadas del siglo XX a posiciones claramente de "izquierda": refiriéndose a las evoluciones en las tendencias dominantes al interior del clero colombiano, el autor afirma que "los radicales de la derecha a principios del siglo XX en Colombia -los que denunciaban al liberalismo como pecaminoso y anticristiano- serían reemplazados por radicales de izquierda a finales de la década de 1960" (p. 247). Esa misma idea es la que quiere trasmitir el título del libro, De la derecha a la izquierda. La Iglesia Católica en la Colombia contemporánea. ¿Se puede realmente sostener que esa es la tendencia general y oficial del clero colombiano? Camilo Torres, Golconda y SAL, grupos que no agruparon en diez años de existencia a más de un centenar de sacerdotes, representan acaso al conjunto de la Iglesia? Y, sobre todo, en aras de legitimar su hipótesis, el autor parece olvidar por momentos que tales corrientes, como él mismo lo ha reiterado, nunca recibieron el apoyo del episcopado, con la sola excepción de Valencia Cano.

Por lo tanto, sostener que "la Iglesia" colombiana de finales de los 60 se caracteriza por sus posiciones "progresistas" y por sus simpatías hacia la izquierda resulta injustificable desde todo punto de vista. El mismo autor, al analizar la actitud del episcopado, se encarga de demostrar que una apreciación de esta naturaleza no es posible. Una cosa es que el clero esté fraccionado y que algunas corrientes asuman posiciones radicales y otra, muy distinta, que la Iglesia en su conjunto haya dado un viraje hacia la izquierda.

El autor tiene razón en cuestionar una gran cantidad de estereotipos que se han tejido en torno a la Iglesia católica. Pero ese enfoque "revisionista" debe ser el fruto de un estudio sumamente riguroso, que es el que permite realmente llegar a la formulación de nuevas interpretaciones. ¿Cuáles serían entonces los aportes del trabajo de LaRosa al estudio de la Iglesia católica colombiana "contemporánea"? En primera instancia, no resulta convincente, como ya lo dijimos, el supuesto viraje del clero hacia posiciones de izquierda. El autor también pretende demostrar que Medellín no tuvo mayor impacto en Colombia; y tiene toda la razón. Pero resulta que tal diagnóstico ya había sido formulado por otros autores con mucha anterioridad: Rodolfo de Roux, en su colaboración al trabajo hecho por CEHILA en 1981, y Fernán González, en su artículo para la Nueva Historia de Colombia, publicada en el 89, ya habían demostrado lo que LaRosa presenta como una interpretación novedosa.

El trabajo de LaRosa contiene otras deficiencias. En primer lugar, hay problemas en la periodización. Por una parte, el autor nunca aclara por qué se detiene a finales de los 70; teniendo en cuenta que se trata de una investigación muy reciente, el estudio del papel desempeñado por el episcopado en las dos últimas décadas le hubiera permitido mostrar con mayor convicción las profundas evoluciones que ha tenido la jerarquía en materia social, en su discurso frente a la guerrilla y a los derechos humanos, etc. Por otra parte, el trabajo anuncia un estudio "contemporáneo" sobre la Iglesia: no queda muy claro por qué para el autor lo "contemporáneo" se reduce a un periodo que se extiende tan sólo de 1885 hasta finales de los años 1970. Finalmente, el autor no se detiene en un periodo que reviste una importancia capital en el marco de su investigación: los gobiernos de López Pumarejo. LaRosa sostiene que a partir de 1930, la Iglesia dejó de lado su antiliberalismo para dirigir su lucha contra nuevos enemigos: el protestantismo y el comunismo. Es cierto que durante el primer gobierno de la república liberal, las relaciones entre el Estado y la Iglesia no sufrieron mayores cambios respecto a lo establecido por Núñez y Caro. Pero el autor ignora por completo el profundo antiliberalismo que manifestó el clero durante los gobiernos de López Pumarejo; además, las reformas de López, entre ellas la religiosa y la social, no merecen la más mínima alusión por parte del autor, a pesar de que es la "revolución en marcha" la que explica, en muy buena medida, la "ofensiva" de la Iglesia en el plano social.

En segundo lugar, hay problemas interpretativos. Además de los ya mencionados, el autor considera que el Frente Nacional constituye "otro golpe fuerte al poder y al prestigio de la Iglesia Católica" no sólo porque fue concluido sin la participación del clero, sino porque además garantizó al liberalismo el acceso al poder por un mínimo de dos periodos presidenciales (p. 179). LaRosa olvida mencionar que el Frente Nacional puede ser también considerado como un retorno al confesionalismo, pues los dos partidos tradicionales reconocieron la utilidad social y moral del catolicismo, tal y como lo expresa el preámbulo de la constitución aprobado en diciembre del 57; además, el autor considera que el retorno de los liberales al poder era una amenaza para la Iglesia, desconociendo que el partido liberal había abandonado las banderas laicas al menos desde los años 40. Por otra parte, como ya lo han señalado otros investigadores, es cierto que a partir de la segunda mitad del siglo XX la influencia de la Iglesia católica tiende a debilitarse; pero ese debilitamiento no se debe necesariamente al pacto bipartidista en sí, sino a diferentes procesos que se dan en ese mismo momento y que el trabajo de LaRosa no tiene en cuenta (urbanización, avances del secularismo, nuevo papel de la mujer, auge de nuevos movimientos religiosos, etc.).

Finalmente, queremos señalar algunos vacíos en el manejo de fuentes. En particular, creemos que este tipo de trabajo, que intenta demostrar evoluciones y fricciones al interior de la Iglesia católica, no puede descuidar el análisis minucioso de las fuentes provenientes del clero. Para conocer la posición oficial de la Iglesia, los documentos emitidos por la Conferencia episcopal deben ser analizados durante todo el periodo estudiado y no, como lo hace el autor, de manera intermitente. Para conocer las posiciones disidentes, se puede recurrir, entre otras herramientas, a la prensa. Mencionemos un ejemplo concreto: el periódico El Catolicismo fue, en un momento dado, el vocero de los sectores favorables al concilio Vaticano II: durante todo el año de 1965 y buena parte de 1966, el semanario de la arquidiócesis de Bogotá se mostró abiertamente identificado con las orientaciones conciliares y no dudó en criticar la moderación del episcopado colombiano. Fue precisamente esa actitud la que llevó al cardenal Luis Concha a cerrar temporalmente el diario. Desafortunadamente, el autor no tuvo en cuenta esta fuente, cuyo estudio le hubiera permitido mostrar con gran claridad los enfrentamientos al interior del clero entre sectores "conservadores" y corrientes "progresistas".