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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.24 Bogotá jul./dez. 2002

 

KARSH, EFRAIM, KARSH, INARI, EMPIRES OF THE SUN: THE STRUGGLE FOR MASTERY IN THE MIDDLE EAST, 1789-1923, CAMBRIDGE, MASSACHUSETTS Y LONDRES, HARVARD UNIVERSITY PRESS, 2000, 409 PP.

Luis Eduardo Bosemberg


Los autores de esta obra son Efraim Karsh, quien se desempeña como profesor y director del programa de Estudios Mediterráneos en el King's College de la Universidad de Londres, e Inari Karsh, especialista en historia y política del Medio Oriente. Al profesor Efraim Karsh lo hemos conocido por sus apasionados ataques a los palestinos, a la nueva historia de Israel (a la que ya nos referimos en el número 21 de esta revista), y por la celebración de Israel, en tonos maniqueístas y ultraconsevadores.

El objetivo principal del estudio consiste en mostrar la caída del Imperio Turco entre 1789 y 1923. El trabajo parte de la tesis de que es a partir de las actuaciones de los actores regionales que se comprende la dinámica de la región. Es decir, se otorga a éstos una margen de actuación amplia y una independencia en la toma de decisiones y se abandonan las intenciones de los grandes imperios europeos, sobre todo del británico. El planteamiento es, pues, contrario a las tesis tradicionales del imperialismo y a las de los autores nacionalistas árabes –planteamientos ampliamente reconocidos por la academia (que, por supuesto, no están exentos de críticas), y quienes analizaban más los elementos externos a la región. Recordemos que estas tesis enfocan el problema de las relaciones entre el Medio Oriente y Europa desde la óptica de la hegemonía e imposición de esta última. Por lo consiguiente, el estudio en cuestión es también una crítica a la izquierda y a sus teorías.

De acuerdo a los autores, el imperialismo europeo no fue tan intencional, como la izquierda lo presenta, y coexistió junto con el árabe, el turco y el egipcio. La invasión británica a Egipto, por ejemplo, no fue el producto de un proyecto británico sino de lo casual y la culpa del sultán que no supo manejar la crisis. Aquí valdría la pena recordar la diversidad y, sobre todo, la complejidad de los argumentos sobre este tema, que abarcan desde los intereses europeos de índole financiera, económica y/o sociocultural, llegando inclusive hasta la ideológica. Así pues, según los autores, los europeos nunca trataron de repartirse el Imperio Turco.

Cuando se plantea la naturaleza de las acciones de los líderes regionales, las razones que reiteradamente se presentan consisten en la codicia individual y la falsedad. Estos fueron los motivos que condujeron a Mojamed Alí a reformar Egipto o a Enver Pasha, el ministro de guerra turco, a participar en la primera guerra mundial. Las decisiones fallidas de los líderes mesoorientales condujeron a una serie de fracasos: la pérdida de territorios turcos, la caída del Imperio Otomano durante la primera guerra mundial y la imposibilidad del nacionalismo árabe en realizar sus proyectos se debió a la incompetencia de los líderes regionales y no a las acciones de los europeos. El liderazgo hachemita, con Hussein y sus hijos a la cabeza, que argumentaba que lideraba a las masas árabes en la lucha contra el Imperio Turco, no veía en su revuelta sino la oportunidad para realizar ambiciones personales e imperiales y, por lo consiguiente, poco o nada tenía que ver con el nacionalismo árabe que, por su parte, no jugó un papel decisivo, puesto que era prácticamente inexistente.

El Imperio Turco cayó porque su ministro de guerra, Enver Pasha, y sus ambiciones imperialistas lo condujeron a participar en la Primera Guerra Mundial. Esta entrada a la guerra no sólo implicó la caída del imperio, sino condujo a los británicos a apoderarse del imperio. Es decir, de acuerdo a esta tesis, los británicos y los franceses no habían tenido pretensiones imperialistas sobre Turquía. Pero recordemos que los franceses ya habían expresado sus ambiciones territoriales sobre Siria, más aún, habían sido reconocidas por los británicos en 1912.

El sionismo era un auténtico movimiento nacional, como lo fueron los nacionalismos griego y el armenio, pero el árabe, en cambio, no lo fue. Hussein tenía falsas pretensiones; lo que quería era un imperio; él no poseía sentimientos nacionales, no se consideraba parte de una nación árabe y, junto con sus dos hijos, se consideraba superior a los seres que iban a gobernar.

La legitimación del sionismo parece obsesionar a los Karsh –siempre en detrimento del nacionalismo árabe. Por ejemplo, cuando se habla de la pequeña cantidad de delegados que asistieron al congreso árabe-sirio en París en 1913 –comparado con la gran afluencia al congreso sionista de 1897 en Basilea. En el capítulo 11, además, se señala que en el siglo VII, cuando los árabes musulmanes conquistaron Jerusalem vivían allí 200.000 judíos y que hacia la década de 1880, 24.000. Según esto y de manera implícita, los responsables de la dispersión judía no fueron los romanos, en lo que la investigación está de acuerdo desde hace tiempo, sino los musulmanes. Por añadidura, continúan los autores, una de las ciudades más grandes del mundo en el siglo VII era Jerusalem. Pero tal parece que hasta el siglo VII los judíos tenían la entrada prohibida a esta ciudad y fueron los nuevos conquistadores musulmanes los que les permitieron la entrada. Así que, en los inicios de dicho siglo no había población judía allí. Más aún, según un consenso entre medievalistas, la ciudad más grande de la región era Constantinopla, cuya población oscilaba entre 50.000 y 125.000 habitantes y que, como es sabido, era la capital de Bizancio. Así que, ¿que importancia podría tener Jerusalem, que no era ni puerto, ni capital imperial para tener más de 200.000 habitantes?

El único nacionalismo válido fue el sionismo, ya que alcanzó reconocimiento internacional; el árabe, por el contrario, fue corrupto, ineficaz e imperialista. Por ello, este último no merecía tal reconocimiento y, además, no supo aprovechar las oportunidades que Francia e Inglaterra le ofrecieron. El sionismo es presentado como el único nacionalismo regional digno y respetable –que además cobra impulso por su reconocimiento internacional. Esto parece una contradicción con la tesis principal del libro que le da una prioridad a las fuerzas locales.

Los Karsh ignoran toda la bibliografía de los últimos treinta años sobre el imperialismo británico y sus objetivos en el Medio Oriente. Para ellos, Rusia no tenía ninguna pretensión sobre los estrechos y Enver Pasha, por el contrario, deseaba vehementemente tierras rusas. Pero no se menciona cómo en los últimos siglos Rusia había conquistado territorios otomanos o que el ministro de relaciones exteriores británico, Sir Edward Grey, le había asegurado al embajador ruso que, una vez terminada la guerra, vería con buenos ojos las pretensiones zaristas sobre los estrechos.

Así pues, partiendo de la idea de que los grandes patrocinadores de los sionistas, los británicos, no eran imperialistas y el sionismo era un verdadero nacionalismo queda implícito que éste se constituyó en el más legítimo de todos los movimientos.

Sin embargo, únicamente hacia final del libro aparece la única responsabilidad de los europeos: al fundar una serie de Estados en el Medio Oriente después de la Primera Guerra Mundial, fortaleciendo así muchos poderes locales, contribuyeron a las trágicas y conocidas políticas de frustración y violencia en la historia de la región que la han azotado en la historia moderna. Los autores quieren así explicar con algunas herramientas de la historia y con los hechos acaecidos entre 1789 y 1923, el por qué de los conflictos actuales de la región.

Se trata de un trabajo académico, pues es resultado de una investigación que consulta archivos británicos y bibliografía secundaria en árabe y otros idiomas –aunque dándole más fuerza al período comprendido entre 1914 a 1923, mientras que aquel que se extiende de 1789 a 1914, ocupa tan sólo 101 páginas. El título del libro hace referencia al Medio Oriente, mas Irán no está presente, o escasamente nombrado, mientras que Egipto está tratado ampliamente en el primer período al que nos referimos, y muy poco en el segundo. No hay ninguna explicación sobre por qué algunos actores regionales no están presentes.

La obra es una historia factual, diplomática, militar y, por ende, personalizada que hace hincapié en cualidades –o más bien defectos– de los individuos, en el nacionalismo, y el imperialismo como motores de acción de los líderes y sus elites correspondientes. No hay análisis estructurales y profundos, por ejemplo, sobre economía, demografía o historia social; tampoco se tratan las mentalidades en algo tan recurrente en el texto como el nacionalismo.

Se resalta constantemente una serie de decisiones hechas por individuos que responden a unos hechos y circunstancias sin grandes telones de fondo estructurales. Se podría decir que la diplomacia inglesa está más presente que la de los mesoorientales, exceptuando la gran relevancia que se le da a los Hachemitas.

Se desacredita a los líderes nacionalistas árabes, por ejemplo, a la familia Hachemita tildada de imperialista a la par con el Imperio británico y se critica la falta de nacionalismo árabe en los albores del siglo XX. Se nota una clara antipatía por los líderes del Medio Oriente ya que son codiciosos mientras que los sionistas o los británicos no lo son.

Por supuesto, que es saludable y natural revisar la historia. Pero aquí todo parece muy ideologizado. De una persona como Efraim Karsh, que defiende a Israel a capa y espada no podría esperarse sino un trabajo así que aparece lleno de resentimiento hacia los árabes.

La academia compuesta por historiadores ha estado discutiendo en los últimos decenios sobre lo que se denomina el retorno de la historia política. Hoy por hoy, se acepta cada vez más la pluralidad de los diversos enfoques historiográficos, y en esta discusión, existe mal que bien un común acuerdo en que ese retorno es válido siempre y cuando tenga en cuenta una serie de procesos profundos. Los Karsh, sin embargo, repitieron aquel tipo de historia política basada en diplomacia, personalidades y hechos que hace mucho tiempo que dejó de escribirse por considerársela superficial. Retornaron a la historia política, pero no a la nueva historia política sino a la vieja que muchos hoy en día consideran rebasada. Un libro así, con una óptica tan estrecha, no es lo mejor que uno pueda recomendar a los estudiantes y ni al público en general.