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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.29 Bogotá jan./jun. 2005

 

DE ROUX, Rodolfo Ramón, De guerras “justas” y otras utopías, Bogotá, Editorial Nueva América, 2004, 213 pp.

Ricardo Arias Trujillo

Profesor del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes.


Recientemente ha aumentado en Colombia el número de publicaciones que se inscriben en lo que la historiografía francesa denomina “historia de las ciencias religiosas”1 , un campo de trabajo que se ha venido consolidando lentamente en el país, pero que todavía ofrece innumerables vacíos. Rodolfo de Roux, uno de los pioneros en estas áreas, ha contribuido, en sus diversos trabajos, a analizar el papel de la Iglesia católica colombiana en la historia del país. A través de su obra, se aprecian como una constante las divisiones internas que han atravesado al catolicismo colombiano a lo largo de su historia. Por ejemplo, frente a la “cuestión social”, de gran importancia y de permanente actualidad no sólo en Colombia sino en toda América Latina, de Roux ha mostrado las profundas tensiones y los desgarradores conflictos que se han dado en el mundo católico. Y es que la Iglesia católica, en su sentido más amplio (jerarquías, clero, creyentes), lejos de ser homogénea, siempre ha sido mucho más diversa y heterogénea de lo que tradicionalmente se afirma, incluso en el mundo académico.

En su trabajo más reciente, Rodolfo de Roux vuelve a detenerse en las divisiones que se dan en el seno del mundo católico, ampliando su visión, en este caso, al continente latinoamericano. Pero más allá de señalar las fisuras de la Iglesia y, a través de ellas, de las diferentes maneras de interpretar los valores del cristianismo, de Roux, como en sus trabajos anteriores, insiste en el compromiso que debe asumir la Iglesia católica en su conjunto frente a la sociedad y al mundo en general: no es una azar si los dos últimos capítulos del libro se detienen en lo que el autor llama las “utopías”.

Los cinco ensayos que componen el libro, a pesar de que no siguen un orden determinado, guardan una coherencia, pues están articulados en torno a dos temas centrales: “las relaciones entre violencia y religión, y entre religión y utopía”. Pero podríamos agregar que ese eje central también puede ser el enfrentamiento entre, al menos, dos formas de ver el catolicismo, de interpretar la función y la misión de la Iglesia católica –desde sus máximos jerarcas hasta el común de los fieles- en el mundo. Esa dicotomía, ese combate entre dos corrientes, ha superado los diferentes contextos históricos, pues está presente desde la llegada de los primeros misioneros a América Latina, en la Conquista, y sigue hoy vigente, a comienzos del siglo XXI. Es cierto que la intensidad de las divisiones ha variado de acuerdo a las coyunturas, pero la heterogeneidad del catolicismo nunca ha desaparecido del todo.

El primer capítulo, “Santas y justas lides. La guerra y el Dios cristiano en suelo americano”, se detiene en el concepto de “guerra santa” y explica su origen y su evolución -desde los primeros tiempos del cristianismo hasta el siglo XX-. La idea central en este primer capítulo es la estrecha relación que siempre ha existido entre guerra y religión. Agustín, Bernardo de Claraval, Tomás, figuras importantes en el santoral del catolicismo, se encargaron de legitimar el concepto de “guerra santa”: “un fin moralmente elevado va a ser suficiente para justificar acciones bélicas, mucho más si éstas […] se emprenden por orden de la Iglesia […], bajo el pretexto de la defensa del bien y de la voluntad de Dios”. Las Cruzadas, en el caso europeo, y la Conquista, en el caso americano, constituyen notables ejemplos de “guerras santas”. La justificación, en ésta última, es presentada con amplios detalles. Así como Cristo había sido el verdadero monarca del universo, el papa, su máximo representante en la tierra, “goza de jurisdicción temporal directa sobre el mundo entero”, incluyendo los pueblos no cristianos. Por consiguiente, si los “paganos” no obedecen las órdenes de ese jerarca universal que es el papa, la Iglesia católica tiene el derecho –y la obligación- de hacerles la guerra para someterlos. De acuerdo con otros juristas, teólogos y evangelistas, que fueron los encargados de desarrollar todas estas teorías, la guerra contra los indios no sólo era justa, sino también un acto humanitario y caritativo, a través del cual esas comunidades paganas accedían por fin a la verdad. De esta manera, los conquistadores son presentados como unos héroes, más aún, como nuevos mesías que, mediante la acción bélica, liberan a los indígenas de todos sus errores. En pocas palabras, la guerra santa es necesaria.

No todos pensaban de la misma manera. Para Pedro Claver, el papa no podía despojar de sus bienes a los indígenas, pues el mismo Cristo, que vivió en la pobreza y se deshizo de los reinos temporales, no le otorgó a Pedro, su sucesor, la facultad de gobernar en lo temporal los reinos de la tierra. Partiendo de esa nueva base, el fraile dominico concluye que la evangelización es incompatible con la guerra; por el contrario, “el modo de enseñarles a los hombres la verdadera religión -afirma- debe ser delicado, dulce y suave”. Y ante la violencia de los españoles, los indígenas tienen el derecho de resistir. Otros teólogos y juristas cuestionan igualmente la legitimidad de la guerra santa, al poner en duda los fundamentos teológicos de la teocracia papal.

Durante el proceso de Independencia, la Iglesia católica de América Latina vuelve a dividirse: “El problema es que Dios ha estado en todas las trincheras. De manera que la santa justificación cristiana de la guerra terminó siendo utilizada contra los mismos españoles cuando llegó el momento de liberarse de ellos”. De esta manera, una parte del clero se situó del lado de los insurrectos, mientras que otros sectores de la Iglesia defendieron la causa de los realistas. El caso mexicano, sin ser el único, ofrece el ejemplo de numerosos sacerdotes acaudillando las guerras contra los españoles, en contravía de las posiciones del papa.

De Roux menciona, muy rápidamente, que durante los conflictos surgidos durante la segunda mitad del siglo XIX en América Latina entre las directivas del catolicismo y los Estados, la Iglesia evocó nuevamente la “guerra santa” como arma principal para oponerse a las políticas “heréticas” de sus enemigos: “Durante las numerosas guerras civiles entre liberales y conservadores, la religión reforzó a menudo la motivación política dándole a las contiendas un carácter de «guerra santa» en defensa de la «nación católica»”.

Los sectores tradicionalistas no han sido los únicos en justificar la violencia para defender los valores del catolicismo. A partir de los años sesentas, numerosos sacerdotes de todo el continente se sumaron a las guerrillas de extrema izquierda, equiparando la lucha revolucionaria con la guerra santa. Camilo Torres decía que al analizar la sociedad colombiana, se había dado cuenta de “la necesidad de una revolución” para alcanzar la justicia social. Pero para contrarrestar a los movimientos revolucionarios, “se esgrimió con igual fuerza la causa sagrada de la lucha antisubversiva en nombre de la «defensa de la civilización occidental y cristiana»”. De Roux recuerda que la doctrina de Seguridad nacional contó con el apoyo de numerosos obispos.

El capítulo dos insiste en la intolerancia de la Iglesia católica frente a los “peligros” que durante la Colonia parecían amenazar al catolicismo: judíos, protestantes, negros, seguidores de la Ilustración, figuran entre los más perseguidos por la temida Inquisición. Algunos sectores del clero también fueron objeto de la profunda intolerancia que animaba a las principales autoridades del catolicismo, prestas a sancionar y a condenar todo comportamiento y toda idea que se alejara de la ortodoxia.

Una vez alcanzada la Independencia, los temores de la Iglesia se centraron en las políticas anticlericales puestas en marcha por los gobiernos liberales, sobre todo después de 1850 (capítulo 3): se trata del conflicto entre los partidarios de la laicidad y los que defienden una especie de Estado confesional, una corriente que Émile Poulat ha denominado “catolicismo integral e intransigente”. Este conflicto volvió a resurgir durante los dos gobiernos de Alfonso López Pumarejo y, recientemente, conoció un nuevo episodio con la Constitución de 1991. Sin embargo, por diferentes razones, el capítulo no logra dar cuenta de la importancia de este conflicto: hace falta presentar los contextos en los que se enmarcaron cada uno de esos momentos para entender debidamente lo que estaba en disputa. De la misma manera, el conflicto no se entiende si no se explica con cierto detenimiento el sentido de las reformas laicas: no basta, por supuesto, hacer un listado de las medidas que se establecieron. Además, es primordial señalar que la laicidad, lejos de ser un concepto inmóvil, ha conocido toda una evolución desde el siglo XIX hasta nuestros días: si en un comienzo, la laicidad buscaba alcanzar una serie de libertades (de enseñanza, de religión, de conciencia), con el paso del tiempo los objetivos fueron variando. Hoy en día, la laicidad remite a nuevos desafíos: el progreso científico, los problemas éticos, el reconocimiento de los derechos de las minorías religiosas, étnicas, sexuales, etc. Hay otro vacío importante en este capítulo: la ausencia de matices. De Roux sostiene, repitiendo un lugar común, que el fracaso de los proyectos laicos emprendidos por los radicales y por Alfonso López Pumarejo se debió a la intransigencia del Partido conservador y del episcopado. Sin embargo, el estudio de numerosas fuentes permite apreciar que amplios sectores del partido liberal, es decir, del partido que supuestamente abanderaba la causa de la laicidad, se mostraron tan clericales como los conservadores y el clero.

Los dos últimos capítulos abordan el tema de la “utopía” religiosa. Una de esas utopías se dio durante la Colonia, especialmente al comienzo, cuando numerosos misioneros interpretaron el “descubrimiento” como el signo providencial que abría las puertas no sólo a la expansión del cristianismo, sino sobre todo a la posibilidad de establecer la “Ciudad de Dios” en el Nuevo mundo, supuestamente libre de la corrupción y del pecado que afectaba al viejo catolicismo europeo. Ese “renacer” de la Iglesia, facilitado por la “inocencia” casi perfecta de los indígenas, se reflejó bajo la fórmula de un humanismo cristiano estrechamente relacionado con “impulsos utópicos-mesiánicos”. Fue una etapa animada por un profundo optimismo, pues se creía que el resurgir de la nueva Iglesia era una prueba de la proximidad de la salvación. Para acelerar este proceso, numerosos misioneros comenzaron a interesarse con entusiasmo en el estudio de los indígenas (costumbres, creencias, modos de organización), base esencial para implantar la “renaciente Iglesia”. Quizá hace falta aclarar en qué consistía ese renacer, en particular con relación a las comunidades indígenas: ¿se trataba acaso de una promoción de los pueblos amerindios?, ¿América iba a convertirse en una tierra de tolerancia, gracias a los auspicios de algunos sectores del catolicismo?

En el último capítulo, el autor plantea el dilema que debe enfrentar el proyecto utópico: ¿se trata tan sólo de la aspiración a cambiar de mundo, tal y como lo sostienen los sectores más tradicionales o, por el contrario, lo que se busca no es acaso cambiar el mundo? La disyuntiva remite a una pregunta central: ¿lo que importa es únicamente el mundo del “más allá” o el hombre también debe interesarse por la dimensión temporal y mejorar sus condiciones de vida “aquí y ahora”? De Roux insiste en la “carga subversiva” y en el “contenido social” que implica necesariamente esta última opción, y recuerda, repitiendo literalmente en ocasiones pasajes ya mencionados en capítulos anteriores, ejemplos de esa escatología revolucionaria, presente desde los tiempos bíblicos y vigente aún hoy en día en América Latina: “Hasta nuestros días, el mundo americano -que surgió bajo el signo del Apocalipsisha permanecido marcado por el sello de la esperanza que precedió su nacimiento”. Desde ese momento, caracterizado por la opresión, se inició una marcha que debía conducir el continente hacia su libertad, causa por la que lucharon los movimientos de “Iglesia popular” y la “Teología de la liberación”, una teología escatológica que, a partir de una nueva lectura de la pobreza, “destaca los aspectos proféticos y escatológico-mesiánicos del mensaje cristiano”. El triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua fortaleció la creencia según la cual América era la nueva tierra prometida, la tierra de esperanza para todos los oprimidos.

El trabajo termina con una exhortación abierta a seguir creyendo en la utopía, teniendo en cuenta los errores del pasado que, en nombre del bien común, han derivado hacia regímenes impositivos y coercitivos. Esta crítica implícita a los regímenes socialistas y comunistas no debe hacer perder la esperanza en la necesidad de construir sueños que permitan avizorar mundos mejores: “En esa perspectiva de necesaria crítica a la realidad social existente, las utopías, como el horizonte, preservan zonas ilusorias y sirven para ponerse en marcha”.


Notas al Pie

1 Podemos citar tres ejemplos: BIDEGAÍN, Ana María (dirección), Historia del cristianismo en Colombia. Corrientes y diversidad, Bogotá, Taurus, 2004; LONDOÑO, Patricia, Religión, cultura y sociedad en Colombia. Medellín y Antioquia: 1850-1930, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2004; WILLIFORD, Thomas, Laureano Gómez y los masones: 1936-1942, Bogotá, Planeta, 2005.

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