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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.33 Bogotá jan./jun. 2007

 

NUÑEZ, Luz Ángela El obrero ilustrado. Prensa obrera y popular en Colombia 1909-1929, Bogotá, Ediciones Uniandes/Ceso, 2006, 230 pp.

“Todos los hombres son intelectuales”

Alexander Pereira Fernández1

1Historiador (Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá). Agradezco a los miembros del Taller Interdisciplinario de Formación en Investigación Social Umbra por los comentarios que hicieron para la realización de esta reseña, en especial a la historiadora Marta Herrera Ángel, Directora del Taller. pereirafernan@yahoo.com


Después de leer el libro de la historiadora Luz Ángela Núñez es muy difícil que a uno no le pase a uno por la cabeza aquella famosa frase de Antonio Gramsci, según la cual “todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”1. Con esta idea Gramsci no simplemente buscaba bajar del pedestal de semidioses en que se tenía a los letrados; ante todo, aspiraba a ensanchar el concepto de intelectual para demostrar que un obrero en su condición de ser humano es también un creador de ideas, o ¿acaso los oficios manuales no exigen igualmente el ejercicio del pensamiento?

Con una noción de intelectual tan amplia, Gramsci distinguía a quienes cumplen en la sociedad la función especifica de intelectuales, es decir, aquellos que tienen como actividad producir contenidos ideológicos que generan coherencia y conciencia a la clase social a la que se hallan articulados. Defendía, en consecuencia, que todas las clases sociales establecen junto a ellas sus propios intelectuales; éstos serían los que llamaría intelectuales orgánicos. De ese modo, para Gramsci, de las filas de los trabajadores también podrían salir individuos que desempeñaran la función social de intelectuales, de intelectuales orgánicos de la clase obrera.

El obrero ilustrado, producto de la monografía que Luz Ángela Núñez hizo para optar al título de Magíster en Historia en la Universidad de los Andes, es una investigación que trata exactamente de lo que su subtítulo enuncia: “Prensa obrera y popular en Colombia 1909-1929”. Las 230 páginas que componen el libro ofrecen una indagación que toma la prensa obrera como un actor social en sí mismo. Al analizar los periódicos obreros de esa manera, la autora defiende la tesis siguiente: afirma que estos órganos fueron instrumentos decisivos en la formación política y cultural de la clase obrera, en la medida en que, desde una perspectiva ilustrada, sus acciones estuvieron encaminadas a educar y organizar a los trabajadores.

De la lectura entrelíneas que se podría sacar del texto, sale a relucir la validez histórica de la hipótesis de Gramsci en el sentido de que la clase obrera también puede producir sus propios intelectuales. Por lo menos eso queda claro si observamos que en los periódicos analizados quienes escribían eran en realidad personajes que se identificaban con la causa obrera o, en menor medida, obreros propiamente dichos. Creemos que es allí donde radica el merito principal del libro, ya que da cuenta de las características de unos órganos de propaganda que se autodefinían como portavoces del mundo obrero y del pueblo en general.

Antes de los cuatro capítulos y las consideraciones finales que componen la obra, hay una sugestiva introducción trata sobre los conceptos y la metodología que orientan la investigación. En el intento de estudiar la prensa como un actor social, Núñez arma un enfoque que integra temas relacionados con los medios de comunicación, la política nacional y la cultura popular. Para tal efecto, emplea a François-Xavier Guerra al retomar sus apreciaciones en el sentido de que la prensa interactúa en la formación de culturas políticas. Asimismo, es Manuel Tuñón de Lara el que proporciona la metodología adoptada para interpretar las relaciones entre prensa, cultura y política.

En cuanto al análisis de la ideología y la cultura, privilegia las nociones trabajadas por Gramsci, George Rudé, E. P. Thompson y Luis Alberto Romero. Autores que junto a otros como Guillermo Sunkel contribuyen con categorías flexibles a fin de comprender la llamada prensa plebeya, por usar el afortunado término de Jürgen Habermas del que también se vale Núñez. Con todo, aquí la novedad no estriba en el uso de tales autores, ya trabajados en su mayoría por otros investigadores, sino en la forma en que son recreadas sus ideas para comprender la producción periodística de los obreros colombianos en unas circunstancias especificas, como son las de principios del siglo pasado. Un ejemplo de lo anterior lo constituye el esfuerzo de Núñez por proponer una definición de prensa obrera y popular, partiendo del carácter de las publicaciones y del contexto socioeconómico del país.

Explica que por prensa obrera y popular debe entenderse el conjunto de periódicos editados por trabajadores o líderes populares, un tipo de prensa que buscaba ser independiente de los partidos tradicionales y del clero, y que, además de promover un cambio social, intentaba funcionar como órgano de denuncia de la situación de los obreros y otros sectores populares. Puesto que tal definición toma en cuenta la identidad que compartían los escritores y lectores de dicha prensa -una identidad obrera en formación-, la autora advierte que en el contexto de la época la noción de obrero no correspondía al significado que le atribuye la economía política a partir del marxismo. Afirma que con el vocablo obrero se identificaban los artesanos, trabajadores asalariados e independientes, algunos intelectuales, campesinos y hasta pequeños industriales. Lo que aclara la necesidad de utilizar la noción de prensa obrera y popular, y no de prensa obrera a secas.

A partir de estas consideraciones preliminares, la investigación va desenvolviéndose de manera fluida dentro de un análisis detallado que deja ver la claridad que la autora posee sobre el tema. El estudio arranca con una mirada a vuelo de pájaro sobre la situación material y cultural del país a principios del siglo XX. Ello con el fin de rastrear el modo en que el inicio de la modernización capitalista posibilitó la emergencia de nuevos sujetos sociales y, con ellos, innovaciones en las publicaciones populares. Se trata de novedades en la prensa, porque si bien desde mediados del siglo XIX existieron órganos de expresión de los artesanos, fue sólo con las transformaciones socioeconómicas y sociopolíticas que trajo el siglo XX que estos órganos cobraron una dinámica distinta. Eso sí dentro de una tradición heredada, en este caso la proveniente de la cultura política de los artesanos, que incluía radicalismo liberal, ideas de la Revolución francesa, del socialismo utópico, además de un entusiasmo por la prensa y por el texto escrito en general.

Se observa, entonces, un proceso de mezcla y redefinición de la cultura política de los sectores subalternos, antes orientados por el artesanado y luego, en los años veinte, por una clase obrera en formación, que al igual que los artesanos en otros tiempos se siente representante del pueblo en general. Es por eso que en el período de irrupción capitalista que envuelve la investigación, quienes escribían, editaban, dirigían, distribuían y leían esta prensa eran los miembros de toda una amalgama de grupos populares que indistintamente se identificaban con el rotulo de obreros. En ese sentido, y en contravía de otras interpretaciones, afirma la autora que “el carácter externo del periódico respecto al obrero y a los sectores populares no era absoluto” (p. 35).

La parte que trata sobre las características de los periódicos trae elementos hasta ahora ignorados. La autora logra ubicar 158 títulos entre 1904 y 1930, de los cuales tiene noticias gracias a la mención que de ellos se hace en las 68 publicaciones que halló y en una lista decomisada en 1928 al líder socialista Ignacio Torres Giraldo. Así, consigue indicar el tamaño, la periodicidad, el tipo de financiación, los colaboradores, la presentación formal y el promedio de duración de estos órganos. Y lo que es más, valiéndose de gráficas estadísticas logra establecer el número de periódicos que salían por año y los lugares de su publicación, entre otros aspectos, que relaciona analíticamente con la historia social del país.

Lo anterior posibilita obtener interesantes conjeturas que ayudan a comprender aspectos culturales desconocidos de la manera en que fue construyéndose la clase obrera a escala local y nacional. Además, se mencionan detalles que facilitan imaginar los obstáculos que los trabajadores debían sortear para continuar su labor publicitaría. Por ejemplo, alcanzamos a enterarnos de que en momentos de precariedad económica algunos periódicos debían salir en “papel de envolver”. O, en otros casos, con el fin no perder lectores debido a las frecuentes demoras entre un tiraje y otro, anunciar que se trataba de un “periódico intermitente” o “sin fecha fija para su salida” (p. 39). Por no hablar de la situación de periódicos anticlericales que con todo y que habían sido excomulgados, publicitaban ventas de zapatos para curas párrocos. Claro que en este caso no se sabe quién salía perdiendo más, si el prestigio del zapatero o el de periódicos, los que se ufanaban de haber alcanzado la excomunión.

En lo referente a la forma en que estos impresos contribuyeron a forjar una sociabilidad política entre los sectores populares, la autora describe una variedad de actividades vinculadas al proceso de edición, publicación, distribución y lectura de la prensa. Siendo creativa con las fuentes, muestra cómo los periódicos sirvieron de punto de encuentro y de irradiación de ideas en el interior del mundo obrero y popular. Indagando por esas actividades, la lectura del libro nos va sumergiendo por los vericuetos de las oficinas de los periódicos, las sedes obreras, las cantinas y las chicherías. En esos espacios de sociabilidad encontramos personajes curiosos, propios de la picaresca popular, como aquellos niños que hacían de Correo Rojo, de correveidile, llevando y trayendo razones entre grupos socialistas, vendiendo periódicos y hojas volantes. Vemos, entre otros, a la mujer del fantasmagórico Biófilo Panclasta, Julia Ruiz, una ex hermanita de la caridad quien aparte de escribir artículos para la prensa anarquista hacía de médium en severas sesiones de espiritismo para ganarse la vida y apoyar las actividades políticas de su marido.

Puesto que los objetivos básicos de esta prensa eran los de educar y organizar políticamente al pueblo, actividades vinculadas con la creación de bibliotecas, difusión de conferencias, espectáculos públicos y otras tareas culturales hicieron parte de sus preocupaciones. A ellas les fueron dedicados amplios espacios en la prensa en el intento de construir un público obrero ilustrado. “Andar con la sonrisa en los labios y el periódico en el bolsillo” (p. 79) era la consigna feliz de un impreso de 1916, que al igual que sus congéneres entendía su labor como civilizadora y redentora. Y no era para menos en un país con grandes masas analfabetas, donde las elites basaban parte de su prestigio en el conocimiento de la gramática, y la palabra escrita tendía a ser reverenciada. La imprenta, el periódico y el periodista, nos dice Núñez, podían ser comparados a la Santísima Trinidad en los espacios politizados del mundo obrero y popular.

Otro aspecto esencial del libro es el relativo a la manera en que la prensa plebeya fue abriéndose paso en medio de la apretada órbita de la política bipartidista del país. En la situación de exclusión en que se hallaban lo sectores populares, sus publicaciones no sólo sirvieron para alcanzar un reconocimiento social, sino que también introdujeron nuevos temas en el debate público y nuevas interpretaciones para los asuntos de siempre, destacando así la opinión de algunos grupos populares emergentes. A su vez, como centro articulador de la política y la cultura subalterna, esta prensa fue haciéndose más compleja al transformarse dentro de un proceso social que posibilitó el surgimiento de diversas orientaciones ideológicas. Sin tratarse de un movimiento cronológico-lineal, de una prensa artesanal-obrerista que salía simultánea a otra radical, desde 1918 fue sumándose la socialista-revolucionaria que convivía, no sin tropiezos, con otras de tipo anarquista.

Probablemente la parte medular del libro se halla en su último capítulo, sin duda el más brillante, titulado “Imágenes, símbolos y discursos en la prensa obrera colombiana”. Allí se aborda la labor pedagógica que desempeñaron los periódicos al construir la imagen de un obrero ideal, con una perspectiva de base fundada en la ciencia, la razón y el progreso. Es decir, desde una matriz racional iluminista venida de afuera, pero que en todo caso para ser adoptada debió pasar por los filtros de las tradiciones y de las experiencias de una densa cultura popular. Desde esa perspectiva, y en esto coincidían las diversas orientaciones ideológicas de los periódicos, se difundía la idea de un obrero ilustrado, con conciencia de clase, racional, temperante, etc. Un obrero que debía ser la más alta expresión de lo popular.

Sin demeritar el trabajo de Núñez, quizá su mayor debilidad procede de no haber profundizado en el problema de la representación de lo popular en la prensa obrera. Como queda dicho, los periódicos fueron construyendo la imagen de un obrero ejemplar, de un obrero ilustrado, que se suponía el representante más acabado del pueblo. Pero, ¿cuáles eran los problemas que comportaba esa representación de lo popular a través de la simbología y el discurso político de un obrero ideal? La anterior no es una pregunta baladí si somos conscientes de que la representación de cualquier sujeto social conlleva una mediación política. En efecto, Núñez corrobora que ciertas ideologías contribuyeron a afianzar la imagen de ese obrero ideal, al respecto escribe: “A medida que la influencia del movimiento socialista internacional entraba al país, se busca posicionar el modelo del obrero industrial y promover una identidad obrera basada en unos valores y una ideología política que se asociara a este tipo de trabajador” (p. 151). Por más que estemos de acuerdo cuando Núñez afirma que la difusión de ese arquetipo de obrero contribuyó positivamente en la propagación de ideas políticas en el interior del pueblo, no creemos que haya sido tan positiva a la hora de representarlo como era en realidad.

Al referirse a la identificación que las publicaciones hacían entre ‘pueblo’ y ‘obrero’, existe una tensión entre ambos vocablos, incluso advierte que la noción del obrero ideal al ser equiparada a la de pueblo termina por no representar a ciertos sectores populares. Sin embargo, no ahonda en el problema; como si temiera encontrar una herida en los periódicos sigue adelante y no se detiene a indagar por los mecanismos políticos que impiden que algunos sujetos populares puedan ser representados de una manera más cercana a lo que en verdad eran. De esa manera, al no meter el dedo en la llaga la autora termina por descartar un análisis sobre las dificultades que tenían los periódicos para hacer escuchar la voz silenciada de un pueblo de carne y hueso. Simplemente describe cómo la imposición de la imagen del obrero ideal tendía a ocultar en ciertas ocasiones el rostro cotidiano de algunos sujetos populares, pero nada más.

Por poner dos casos extremos, encontramos que a la hora de representar al pueblo desde la óptica del obrero ilustrado había periódicos que lo mostraban como bárbaro e ignorante y otros que lo idealizaban, mostrándolo bueno, laborioso, honrado, pobre e ingenuo. Desde ese mismo enfoque, que suponía una especie de dicotomía bipolar, existían publicaciones que se referían a la mujer en los siguientes términos: “Con razón se ha dicho que las mujeres no tienen alma. La razón es que son orgullosas hasta lo incalificable, lo que denuncia una pequeñez intelectual que da grima” (p. 185). Y desde el polo opuesto se decía de ella: “[...] de la arcilla que es la crisálida del ángel, saldrá la mujer ilustrada que en vuelo majestuoso se remontará a lo sublime en busca de la verdadera gloria”(p. 185). Afortunadamente también se encontraban mujeres que hablaban por su propia cuenta y riesgo, como aquella barranquillera anarquista que en 1925 decía en un periódico: “Yo, aunque también con pocos conocimientos, pero sí llena de rebeldías, hago un llamado a la mujer, pues ha llegado la hora de impedir que el hombre nos lleve como instrumento ciego al antojo de su voluntad e inspiremos en él tan poca confianza”, y agregaba a voz en cuello: “¡Guerra a la ignorancia, viva la revolución social!” (p. 188).

Como puede observarse, el discurso del obrero ideal estuvo condicionando la representación de ciertos sectores populares. Da la impresión que la idealización de un sujeto social como el obrero moderno llevaba a distorsionar a un pueblo heterogéneo, el que en todo caso estaba lejos de ser bueno o malo. Es evidente que las corrientes políticas que orientaban los discursos periodísticos (llámense radical, socialista, anarquista, etc.), sirvieron para que estos órganos se sintieran portadores de una promesa hacia el futuro y, por lo tanto, para que intentaran hablar por el mundo popular, pero sólo a través de una sola voz: la del obrero ilustrado. Frente a esa situación, se impone la hipótesis siguiente: en la medida en que la prensa iba asimilando las nuevas ideologías revolucionarias, las posibilidades de representar la diversidad de lo popular tendían a complicarse. Si ello es cierto, entonces cabría preguntarse: ¿cuáles son los intereses ideológicos que condicionan ésta o aquella representación del pueblo? Es curioso, pero por lo menos en el caso de la representación de la mujer pareciera que la ideología anarquista era más favorable para su visibilización real. Asimismo, es correcto pensar que el discurso socialista con su representación del obrero ideal tuvo más dificultades para expresar a grupos populares como los indígenas o los negros, por no hablar de las prostitutas o los delincuentes.

Más allá de la crítica anterior, que sólo es un ‘rasguño’ teniendo en cuenta el carácter de la obra en general, consideramos que el trabajo de Núñez merece ser aplaudido. El estilo es sencillo y directo; la argumentación empírica y la reflexión teórica son admirables. Es muy difícil dar cuenta de un libro y peor aún si es a través de una reseña; definitivamente hay que leerlo. Y merece ser leído. Luz Ángela no es lo que se llamaría una joven con buen potencial de investigadora, su estudio la muestra ya como una excelente historiadora. Mientras tanto nosotros quedamos satisfechos con haber corroborado históricamente la validez de la ya citada idea del gran Gramsci, cuando afirmaba: “Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales”.


1 GRAMSCI, Antonio, Cuadernos de la cárcel, Vol. IV, México, Ediciones Era, 1986, p. 355.

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