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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.33 Bogotá jan./jun. 2007

 

BARROS, Carlos y McCRANK, Lawrence (eds.), History under debate. International Reflection on the Discipline, New York, The Haworth Press, 2004, 297 pp.

Abel I. López Forero1

1Historiador. Profesor de Historia Medieval. ablopez@uniandes.edu.co


Este libro reúne ensayos presentados en la Segunda Conferencia del grupo Historia a debate, llevada a cabo en julio de 1999. Consta de dos partes. La primera se refiere a los postulados generales de quienes hacen parte de esta red la cual tuvo su origen precisamente en una página de la Internet (www.h-debate.com). El historiador español Carlos Barros, inspirador y promotor de este grupo, considera que no se ha sabido responder a los retos impuestos por las notables transformaciones que tuvieron lugar en la última década del siglo pasado, y que novelistas y periodistas han tomado el lugar que debería ser ocupado por historiadores. Atribuye la falta de iniciativa a las respuestas extremas que desde la profesión se dieron a la crisis de la disciplina histórica: por una parte, el postmodernismo que borra toda diferencia entre realidad y ficción; y por otra, un regreso al positivismo del siglo XIX, cuyo resultados más notorios son las biografías de personajes importantes de la política y la narración como estilo de escritura. Se limita a mencionar como ejemplo la biografía de Luis IX, escrita por Jacques Le Goff1.

La conclusión de Barros es una exageración. Al menos por dos razones. No es del todo cierto que la Escuela de los Annales hubiera abandonado la narración. Philippe Carrard en Poetics of New History2 muestra que en su gran mayoría los historiadores franceses del siglo XX continuaron narrando historias, ya que sus libros se organizan conforme a una trama temporal, con principio, intermedio y desenlace final. En segundo lugar, porque la obra de Le Goff no es un mero regreso a la historia narrativa y política positivista del XIX, pues en la biografía de San Luis se incorporan análisis estructuralistas, comparación de representaciones sobre el rey santo y sutiles balances historiográficos. Creo que habría que tomar más en serio el problema de la forma de argumentación y las técnicas de exposición. Como bien lo ha subrayado Jacques Revel, por mucho tiempo se creyó que el método de exposición propio de la historia era el del protocolo del trabajo científico y que el enunciado, cuyo fundamento era la masa de datos, de mapas, de cuadros, era el único posible que por sí mismo garantizaba la objetividad. Se olvidaba que incluso una serie de precios constituye una forma de relato, en la medida en que organiza el tiempo e induce una forma de representación.

Se olvidaba también, agrega Revel, que en una noción como la de coyuntura incluía “un método de análisis, una hipótesis interpretativa y una manera de contar”3.

Según Barros, la historia sí puede hablar de verdades, y darlas a conocer es un deber ético y político. Planteamiento sin duda destacable frente a ciertas corrientes epistemológicas relativistas que le niegan al conocimiento toda capacidad de transmitir información acerca de la vida. Lo dice con firmeza: el historiador no puede promover la amnesia ante las atrocidades de regímenes dictatoriales. Y escribe a propósito del nazismo: “Debe haber una verdad histórica que, aunque relativa, no puede ser reemplazada por la mentira, pues el genocidio nazi sí ocurrió” (p. 26).

El libro incluye un manifiesto suscrito por historiadores que conforman el grupo Historia a debate, con los siguientes propósitos centrales: reconocer la importancia del sujeto historiador, oponerse a la fragmentación del conocimiento histórico, reivindicar la interdisciplinariedad, comprometerse con la democracia, la justicia y la tolerancia. Son enunciados generales con los cuales difícilmente estaría uno en desacuerdo. A pesar de que insisten en que cualquier estudio historiográfico debe tener en cuenta la realidad política actual, los firmantes no lo hacen así. Ni siquiera una referencia concreta a las realidades económicas y políticas de finales del siglo XX. Como si se eludiera el compromiso político. Es lo que deduzco de la afirmación del manifiesto según la cual un fin importante de la historiografía es facilitar consensos. Pienso, por el contrario, que no lo es, pues los desacuerdos son imprescindibles y pueden estar relacionados con maneras diferentes de interpretar la realidad actual.

La segunda parte se refiere a balances historiográficos. Según Francisco Vásquez, en la historiografía española ha habido poco interés por la teoría y por los debates sobre el postmodernismo y el giro lingüístico. Lo atribuye, por una parte, a una fuerte tradición objetivista. Por otra, a que mientras en otras naciones europeas y en los Estados Unidos había interés por los llamados estudios culturales, en España apenas se consolidaba la historia social, lo que se debe a que en el país ibérico los conflictos sociales estuvieron más anclados en las relaciones laborales que en las de raza o en las de género.

En su ponencia, Teófilo Ruiz se queja de la escasa atención que los centros académicos estadounidenses prestan a la investigación y a la docencia de la historia de España y de que se sigan privilegiando los temas políticos, institucionales y biográficos. Sus conclusiones, sin embargo, no tienen el respaldo empírico necesario: listas y programas de cursos, proyectos y resultados de investigación, etc. A diferencia del artículo de Ruiz, en el de Cristina Segura y A. C. Almudayna se presentan datos y cifras con los cuales demuestran que, en lo que tiene que ver con la historia de las mujeres, las universidades españolas se interesan más por la investigación que por la enseñanza.

Por su parte, el historiador francés Jérôme Baschet recuerda que el historiador no puede olvidar las sustanciales diferencias entre pasado y presente: encontrar similitudes entre Chiapas en el siglo XX y la época medieval europea no significa que la provincia mejicana viva en una nueva Edad Media. Cree que la globalización ha absolutizado el presente, convirtiéndolo en “eterno presente”. Le llama la atención el movimiento zapatista, porque en sus documentos defiende el pasado del que se aprende a no caer en errores y propone un futuro aún impredecible, pero distinto al presente. Son observaciones un tanto obvias, aunque no por ello menos útiles.

A juzgar por el balance que hace Hal Barron, desde los años setenta del siglo XX la historia social norteamericana siguió un camino similar, por lo menos en métodos, a la historiografía europea, con los énfasis propios de la experiencia estadounidense: la esclavitud, la inmigración, la integración étnica. Esta conclusión contrasta con la de Adelina Rucquoi, quien en su ponencia acusa a la historiografía reciente, en especial la norteamericana, de haber abandonado los problemas importantes y generales, de no interesarse por la economía, de olvidarse de la cronología, y de preocuparse por temas banales, irracionales y marginales. Entre estos últimos incluye la historia de los marginados, las minorías, cultos populares, presencia de brujas y “las manifestaciones animales del ser humano” como la violencia. Puede respondérsele que la historia económica está lejos de perder impulso, como lo demuestra una rápida lectura de revistas especializadas (me refiero, entre otras a Economic History Review y a The Journal of Economic History); que la preocupación por los minorías ayuda a entender la historia general de la opresión; y que los comportamientos que ella denomina irracionales también pueden y deben ser objeto de análisis racionales. Afirma que a los estudiantes de hoy sólo les interesa la época contemporánea porque así resuelven sus caprichos personales. Infortunadamente no se ofrece evidencia alguna de que eso sea así, lo que no deja de ser paradójico en un ensayo que exige a los historiadores objetividad y precisión. El éxito, por lo menos en ventas, de Carlo Ginzburg, Robert Darnton, Natalie Davis, entre otros, quienes escriben sobre la temprana edad moderna, me hace sospechar que Rucquoi no tiene razón. A esta historiadora le preocupa que el surrealismo y subjetivismo se apoderen de la investigación histórica.

Otra es la preocupación de Hubert Watelet: defiende con entusiasmo la subjetividad y el sentimiento. En contra de lo que se suele afirmar, opina que ni Charles Seignobos ni Leopoldo von Ranke fueron defensores explícitos del objetivismo. Porque el primero de ellos advirtió sobre la dimensión subjetiva de los documentos y de la construcción histórica. Porque la frase de Ranke “la historia es el estudio de lo que realmente aconteció” no debe tomarse literalmente; la escribió contra Hegel puesto que este filósofo simplificaba la historia; y porque en otros textos el historiador alemán reconoce que la objetividad es relativa. Watelet recuerda, con toda razón, que no es lo mismo objetividad que análisis científico: esto último supone coherencia interna y complementariedad con otros estudios. Y advierte que el historiador no puede eludir sus sentimientos; menos aún cuando el tema es la exterminación, como lo fue la de los judíos en la Segunda guerra mundial.

Lawrence McCrank propone una nueva disciplina: la ciencia de la información histórica, la cual debe contribuir a superar las perspectivas meramente cuantitativas de la cliometría. La denomina supradisciplina por cuanto combina los métodos propios de la historia con los de la ciencia de la información. Escribe: “Los historiadores del futuro no tienen opción, deben abordar la actual tecnología de la información o tendrán que escribir ficción por carencia de fuentes” (p. 190). Se trata de una hipérbole, con cierto sabor apocalíptico. Es suponer que toda la historia escrita antes del descubrimiento de la nueva ciencia fue simple ficción. Me recuerda una afirmación similar, a mediados de los años setenta del siglo XX, de E. Leroy Ladurie, quien entonces aseguró que la historia que no es cuantificable no puede ser historia. Y pocos años después escribió Montaillou, la vida cotidiana de una aldea campesina4 de doscientos habitantes sin ningún análisis cuantitativo. De manera que no se trata de desconocer los innegables aportes de la informática. Pero conviene no confundir un instrumento de análisis con el análisis histórico mismo. Y como lo subrayó Carlo Ginzburg, el rigor de las indagaciones cuantitativas no puede prescindir del “vituperado impresionismo” de las investigaciones cualitativas5.

Israel Sanmartín muestra que es difícil aceptar la idea del fin de la historia. Porque el mismo F. Fukuyama más tarde la consideró equivocada. Además, un examen de la historia en la última década muestra los límites de esa noción: el notable crecimiento económico en China dentro del marco de economía dirigida, el socialismo global continúa siendo un ideal, la fractura en la hegemonía de la democracia liberal, el ascenso en la confrontación entre civilizaciones son entre otros ejemplos para ilustrar que el fin de la historia está lejos de lo esperado por Fukuyama. Sin embargo, varios presupuestos con base en los cuales Sanmartín muestra que hay caminos alternativos son, a mi juicio, equivocados. No parece cierto que en Rusia los gradualistas estén ganando terreno o que los países no alineados estén regresando al comunismo. Tampoco lo es que Tony Blair represente una alternativa al liberalismo político y económico, y menos aún José María Aznar. Sobre esto último el único argumento que presenta Sanmartín es una amistad del líder conservador con el primer ministro inglés. En cuanto a Blair, prefiero el balance propuesto por Eric Hobsbawn: el primer ministro inglés ha aceptado la política del mercado libre y “la verdad es que parece más una Thatcher en pantalones que cualquier otro político de la Europa de hoy”6.

Juan Manuel Santana Pérez considera que el proceso de globalización coincidió con una crisis de la historiografía. Sin embargo, los argumentos con los que se la define me parece que no son convincentes. Principalmente porque es difícil discutir desarrollos historiográficos sin referencias concretas a obras e historiadores, de lo que precisamente carece el artículo de Santana. Porque el renacer de la narrativa no equivale a un regreso a la escritura del siglo XIX. Sigue existiendo interés por la historia universal, ejemplo de lo cual es el vigoroso desarrollo de la Historia Mundial (World History), campo de estudio sobre el cual no se habla en este libro. Tampoco es cierto que haya ausencia de teoría y de política. Excluidos el escepticismo y el relativismo radicales que niegan al lenguaje toda referencialidad externa, encuentro puntos de contacto entre historiadores sociales y seguidores de la nueva historia cultural. Unos y otros están interesados en las ideas de los desposeídos, en los enfoques que pobres y poderosos asumen con respecto al poder, en que los textos de la sociedad oficial sean examinados en términos de los esfuerzos por mantener la hegemonía. Según Santana, la Escuela de los Annales es una corriente apolítica, cuya preocupación es la reconciliación de las clases, prácticamente vendida a los grupos internacionales que financian la investigación. Debo decir que la revista francesa ha reunido historiadores de diversas orientaciones políticas, varios de ellos severos críticos del orden social. Marc Bloch, su fundador, fue ejecutado por los nazis por defender la libertad y la democracia. Santana invita a escribir una historia que se comprometa con la solidaridad y la justicia, que integre filosofía, investigación y docencia, teoría y práctica, y que se oponga a la idea del triunfo inevitable del neoliberalismo. Y lo que me parece más importante: no entrar en la ideología de la resignación.

Como se deduce del manifiesto, los autores de este libro coinciden en lo que deben ser los principios y propósitos de la enseñanza e investigación históricas. Reconocen una crisis en la historiografía y para superarla proponen un nuevo paradigma, que sea camino intermedio entre el positivismo y el postmodernismo, que supere las deficiencias de la historia social, que incorpore los avances de la literatura. Estas consideraciones, sin embargo, son tan sólo enunciados generales. Lo que se lee en los ensayos se inscribe en el modelo de historia social tradicional. No hace falta compartir los postulados del llamado giro lingüístico para reconocer que éste ha puesto en duda postulados fundamentales del oficio: la posibilidad misma de recuperar el significado de un texto histórico. Lo que merecería un mayor debate de parte de un grupo que precisamente invita a la controversia. Como lo destaca Gabrielle Spiegel: el reto no se resuelve simplemente invocando un retorno a la historia, o al sentido común o a la experiencia individual y colectiva de los historiadores7. De todas maneras, este libro ilustra a sus lectores sobre temas y propuestas recientes de la historiografía. Es igualmente útil por la bibliografía que acompaña cada uno de los ensayos.


1 LE GOFF, Jacques, Saint Louis, París, Gallimard, 1996.

2 CARRARD, Philippe, Poetics of New History, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1992.

3 REVEL, Jacques, “Microanalyse et construction du social”, en REVEL, Jacques (coord.), Jeux d´échelles, París, Gallimard, 1996, p. 33.

4 LEROY LADURIE, Emmanuel, Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1234, Madrid, editorial Taurus, 1981.

5 GINZBURG, Carlo, El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik editores, 1981, p. 23.

6 HOBSBAWM, Eric, Entrevista sobre el siglo XX, Barcelona, editorial Crítica, 2000, p. 130.

7 SPIEGEL, Gabrielle, “History, Historicism, and The Social Logic of the Text in the Middle Ages”, en Speculum, Vol. LXV, 1990, p. 73.

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