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Historia Crítica

Print version ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.35 Bogotá Jan./June 2008

 

Arias Trujillo, Ricardo, Los Leopardos. Una historia intelectual de los años 1920. Bogotá: Uniandes-Ceso- Departamento de Historia, 2007, 436 pp.

Los Leopardos y otros animales del Reino: contribución a un análisis de la fauna colombiana

Renán Silva*

* Profesor Titular de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle. Miembro del Grupo de Investigación Sociedad, Historia y Cultura del Centro de Investigaciones de esa Facultad. resilva@telesat.com.co


I -

Los estudios históricos modernos no tienen en Colombia la tradición que muestran en otras sociedades de América Latina. Por comparación con México y la Argentina, y aun por comparación con el Perú, el tratamiento moderno de los problemas históricos es en Colombia un hecho más reciente, un hecho del último tercio del siglo XX, a pesar de los antecedentes importantes que en los años 1940 (Economía y Cultura, de Luis Eduardo Nieto Arteta) y en los años 1960 (Ensayos de historia social colombiana, de Jaime Jaramillo Uribe) pueden encontrarse. Es posible decir, y resulta fácil de argumentar, que la institucionalización de la disciplina y la profesionalización del oficio son realidades presentes pero en curso de afirmación aun sometidas a amenazas, pese a las buenas cualidades que se observan en una producción creciente, que recoge lo que estudiantes y profesores de universidades públicas y privadas realizan.

En el caso de la historia intelectual, un género mucho más reciente en su desarrollo (a pesar del gran comienzo que en los años 1950 representó el libro, “intempestivo” en la cultura de esa sociedad, de Jaime Jaramillo Uribe, El pensamiento colombiano en el siglo XIX), las obras importantes son menos numerosas y debemos desear que en los años próximos los trabajos de alta calidad se multipliquen, pues hasta ahora hay mucha promesa incumplida y mucho ejercicio retórico inservible escondido bajo el lenguaje de lo imaginario, las representaciones sociales, las identidades, el campo intelectual, etc., en realidad nociones básicas para el análisis, pero que por la forma atropellada y poco decantada -ejercicio de moda- como han sido recibidas han encontrado en su difusión el principio de su agotamiento. La ignorancia de sus contenidos, de sus alcances, de sus requisitos de construcción y de sus contextos de formación -sobre todo en la sociología- ha facilitado que bajo el nuevo ropaje sigan presentes las viejas nociones de sentido común, que han sido habituales en estos dominios.

El libro de Ricardo Arias, sobre cuyas proposiciones y análisis se puede largamente discutir, tiene el mérito inicial de localizarse en una visión moderna y bien fundamentada del problema, visión sobre la que existen hoy en día en Europa y en Estados Unidos obras que ya empiezan a aparecernos como clásicas en este dominio. Lo que el libro de Arias nos propone es el examen de los problemas de la historia intelectual de los años 1920 en Colombia -por definición inseparable de la historia de los grupos intelectuales-, a través de un mecanismo triple, que constituye su propia “operación historiográfica”. Primero, la constitución del tema en un problema, lo que le permite huir de la crónica habitual y sobre todo de la monótona acumulación de hechos sin significado. Segundo, la propuesta de un análisis contextual, que intenta vincular la historia intelectual con la historia social y política del periodo de que se trata, lo que evita que el estudio de las formas diferenciadas y autónomas de la actividad intelectual pierda de vista sus propias condiciones de posibilidad. Tercero, el examen de los grupos intelectuales bajo una visión conectada -grupos, generaciones, “redes”-, que impide el recurso habitual a la biografía, que termina constituida casi siempre en el horizonte mayor de los trabajos de historia intelectual.

Me parece que estos tres elementos, que son parte de una visión simplemente moderna del trabajo historiográfico y que constituyen un ideal de trabajo al que muchos nos acogemos (con las diferencias que desde luego introducen los temas y problemas específicos según sus periodos), separan el trabajo de Arias Trujillo de algunos intentos más chillones, pero menos afirmados, y lo ponen en relación con otros trabajos similares de historia intelectual, de muy buenas calidades -como el de Juan Guillermo Gómez, Colombia, es una cosa impenetrable, para citar uno entre varios-. Éstos, aunque inspirados en otras tradiciones intelectuales, tratan también de producir nuevas interpretaciones de la vida intelectual del país en el siglo XX, con el afán de renovar visiones estereotipadas y provocar un cierto sacudimiento en un sistema de respuestas (y preguntas) herencia del liberalismo de izquierda y de otras tradiciones radicales. Tales tradiciones, favorecidas por su hegemonía en los medios universitarios desde los años sesenta nunca tuvieron la oportunidad de contar con el beneficio de una lectura crítica y desapasionada que les permitiera intuir cuánto había de prejuicio y de mal planteamiento de un problema en mucho de lo que se ha estimado como “respuestas concluidas” en la interpretación histórica de la vida política e intelectual de Colombia.

El propio tema central del libro -el grupo intelectual de Los Leopardos y la historia intelectual de los años veinte- es ejemplo de uno de esos temas importantes que Ricardo Arias trae al debate -de manera ilustrada y documentada-, pues, como sabemos, más allá de crónicas multiplicadas (casi siempre acopio de los mismos datos) y de las anécdotas cien veces repetidas, es poco lo que sabemos al respecto. Lo mismo puede decirse de un tema de gran novedad entre nosotros -pero de grandes realizaciones en otras historiografías-, como resulta ser el de la intelectualidad católica en el siglo XX, un tema sobre el que este libro propone una serie de análisis iniciales que desde luego deben ser continuados y mejorados, pero que en esta presentación tienen mucho de pioneros.

El libro de Arias es una contribución importante a los estudios históricos nacionales no sólo por su tema, por los problemas que trata y por los que anuncia, no sólo por el recurso cuidadoso y profesional a un corpus documental bien constituido -que desde luego puede ser ampliado-, sino sobre todo porque se suma a un grupo aún no tan numeroso de trabajos nacionales que quieren seguir la senda recomendada por Norbert Elias, de no hacer del análisis histórico ocasión de alabanzas o de vituperios; algo que no se puede lograr sino por el recurso a las formas de conocimiento que son propias de la disciplina, por el intento de distanciamiento de la memoria vivida, por el afán de hacer del trabajo de investigación una “práctica racional” -para utilizar una fórmula establecida-, una práctica que entiende que su dimensión crítica y ciudadana le viene sobre todo del tratamiento medianamente objetivo de los problemas, hasta donde ello es posible en el estudio de situaciones que tanto comprometen a quienes investigan sobre ellas. Me parece prudente repetirlo: podemos discutir, y esperemos que así sea, cada una de las proposiciones particulares de este trabajo, como ocurre con todos los demás trabajos de análisis histórico. Sin embargo, el hecho de que el trabajo que comentamos se localice desde el principio lejos de la demagogia y del partidismo, y cerca del análisis ponderado, lo debe hacer merecedor de nuestro agradecimiento e interés.

II -

Nada de lo anterior significa que no puedan señalarse al trabajo de Arias Trujillo algunos problemas en cuanto a enfoque y a interpretación. Un silencio al respecto sería asumir que en análisis histórico hay obras perfectas y acabadas, lo que es simplemente un despropósito. Además, ésta en particular, es ejemplo de una “obra en marcha”, aun muy alejada de lo que su propio autor debe desear. Para introducir uno o dos elementos críticos, voy a recordar cuáles son los objetivos centrales del texto. En primer lugar, el libro busca analizar los debates intelectuales que se produjeron en los años veinte, para lo cual se apoya sobre todo en polémicas y discusiones que parecen haber sido de primer orden en la sociedad colombiana de esos años. Nada que objetar. Pero habría que saber cuál es el punto de vista a través del cual se incluyó en el análisis ésta o aquella polémica, o se dejó de lado ésta o aquella otra. Un conocedor no muy profundo del periodo nota enseguida que las polémicas sobre el arte y sobre la literatura, por ejemplo, que fueron centrales para definir esos años y el tipo de intelectual que domina el periodo, no figuran en el texto. Desde luego que ningún libro se hace cargo de todo lo que pasó en un cierto número de años, ni siquiera en un dominio reducido de la actividad social. Por eso el investigador debe explicitar al lector cuál es el punto que permite hacer el recorte y la fijación de una línea de demarcación -que desde luego no se encuentra en las fuentes mismas, ya que, por el contrario, es el punto de vista elegido el que determina la manera de construir el corpus, a partir de la masa documental-. Ese punto de vista, que en parte se puede intuir, no se encuentra formulado de manera clara a lo largo del libro, lo que le da por momentos el carácter de un mosaico de temas abiertos y sugestivos, pero de los que ignoramos su principio de articulación.

Arias acierta y muestra muy buen juicio cuando señala que las polémicas crearon fronteras e introdujeron en la actividad cultural de los intelectuales un nuevo principio de división (vivido por los actores del proceso en términos imaginarios como separación absoluta, ya que, como lo muestra de manera clara y reiterada el autor, se trató de campos en gran parte combinados, integrados y yuxtapuestos). Pero se aparta de su propio enfoque -la historia cultural que se apoya en la noción sociológica de camposen la medida en que, reconocido el carácter de frontera constituyente de algunas de las polémicas que examina, no muestra las posibles formas de relación entre esos debates y las posiciones sociales objetivas de los actores y sus estrategias de avance para copar los lugares de dominio de la generación a la que enfrentan (los Centenaristas) o producir nuevos lugares, a partir de los cuales se hicieran posibles otras formas de legitimidad y hegemonía.

Dicho de forma simplista, las polémicas no remiten al parecer más que a ellas mismas, y las relaciones complejas entre tomas de posición (intelectual y política) y posiciones objetivas (condición social, trayectorias recorridas y estrategias asumidas) no aparecen examinadas de manera explícita, aunque muchos de los datos para hacerlo se encuentren en el texto (y al parecer de manera numerosa en las fuentes examinadas). O dicho de manera menos simplista: la noción de campo, que es trabajada en el libro de manera tranquila y poco grandilocuente (lo que es de por sí ya un mérito), supone un trabajo detallado de estadística social (y aun de prosopografía), que parece ser la mejor manera de establecer las “propiedades objetivas” de actores sociales, que en la documentación son sólo nombres propios que hay que trascender. Por lo demás, la introducción de subdivisiones (los intelectuales católicos y los propios Leopardos, considerados como “representativos” del conjunto, si bien entendí y estudiados con detalle) vuelve más inestable la realidad empírica que se quiere definir, y dificulta captar los rasgos estructurales que de manera concreta definen a un grupo y a una situación como nuevos y originales.

Es objetivo también del libro de Ricardo Arias conocer el mundo intelectual de los años veinte, adoptando para ello con gran acierto un esquema de relaciones entre cultura intelectual y sociedad, lo que le ofrece la posibilidad de apartarse de la historia intelectual tradicional por la inclusión de temas que tienen que ver con el mundo del libro, con las sociabilidades, con las instituciones de la cultura, sobre todo lo cual hay datos y análisis repletos de interés en el texto. Arias sabe que ese ambiente intelectual no se puede separar del contexto social mayor: la sociedad colombiana de esos años, que es la que le otorga en gran parte su lógica de funcionamiento. En este punto he quedado con la impresión de que el mundo de las representaciones le ha jugado al autor una mala pasada y le ha impuesto una imagen del avance del capitalismo en la sociedad colombiana de principios del siglo XX muy problemática (y en el fondo de cartilla de izquierda).

Según Arias, el surgimiento de la generación que él estudia tiene como trasfondo cambios sociales importantes en el país. Nada que objetar en principio. Sin embargo, cuando los menciona, parece haber realmente una cierta desproporción entre lo mencionado y lo que parece haber sido en ese momento la evolución social del país. Así por ejemplo, mencionar sin más “el auge económico” de los años veinte, puede dar lugar a equívocos, máxime si se menciona a continuación “el desarrollo del proletariado, las tensiones sociales, el crecimiento urbano…”, hecho presentes, desde luego, pero incipientes, para ser considerados como un contexto activo de la irrupción intelectual que Arias estudia. Cito al respecto simplemente un caso evidente de sobre/interpretación. Escribe Arias: “El desarrollo de la industria a finales del siglo XIX había dado origen a un pequeño proletariado, que, poco a poco, fue alcanzando una mayor conciencia de clase que le permitió movilizarse en defensa de sus derechos”. (p. XIV).

Me parece que esta aceptación de lo incipiente como una realidad, a la que se convierte enseguida en contexto estructural, impide captar una de las grandes singularidades del proceso: que los nuevos intelectuales (y los otros) hablaban en gran medida de una realidad que por el momento no existía como hecho social, lo que le otorgaba a su discurso un marcado carácter de irrealidad -para utilizar una fórmula de Marx, en su comparación de la ciencia económica inglesa y la alemana del siglo XIX-, lo que se concretaba en una particular retórica y uso del lenguaje que lograron su máxima expresión en Los Leopardos, y que se caracteriza en gran parte por el recurso a calificativos y sustantivos siempre desproporcionados respecto de la realidad que intentan nombrar.

El problema del lenguaje de la política es un punto esencial del trabajo de Ricardo Arias. De manera particular su análisis llama la atención sobre la retórica de Los Leopardos y de parte de los grupos liberales pertenecientes a Los Nuevos (aunque lo mismo se puede predicar de muchos de los intelectuales que se acercaban al socialismo). Con exactitud -aunque muchos matices pueden introducirse- Arias indica de qué manera los letrados de esos años fueron capaces de construir una representación de la tolerancia como mediocridad, como falta de brío y de agallas. Los Leopardos (y luego muchos de sus continuadores como Gilberto Alzate Avendaño) dieron una contribución mayor a una forma de lenguaje que introduce, por la vía de la retórica, la violencia en la política, sin mediación de ninguna clase, y estatuye la “pequeña diferencia” como principio de exclusión y de caracterización del rival como objeto por aplastar. Desde luego que no han sido los únicos en la historia de Colombia, ni antes ni después, pero la constatación de ese hecho agrega aún mayor actualidad al libro de Arias, por cuanto señala una de las fuentes recientes de la cultura política en Colombia.

Sin embargo, me parece que este logro se ve disminuido por la deducción que se hace enseguida, pues Arias piensa que ese hecho fue causa suficiente y antecedente de la Violencia de finales de los años 1940, lo que puede indicar una idea de causalidad muy discutible, que además deja la sospecha de una concepción del acontecimiento puramente historicista, atrapada en las redes de los antecedentes y de los orígenes. A lo mejor no es así, y se trata tan sólo de una forma de presentación que crea esa mala apariencia. Arias escribe, luego de sintetizar los estragos de la retórica de Los Leopardos, que, “En 1930, cuando el partido liberal asumió el poder, y poco antes del estallido de la Violencia, el escenario ya estaba completamente montado para los dramáticos acontecimientos que se desatarían en el país durante casi dos décadas” (p. 389). Me parece que una forma como esa de plantear las cosas no sólo le quita toda “originalidad” a los más de tres lustros de la República Liberal y a las disputas políticas de esos años, sino que además nos pone frente a un determinismo que deja de lado lo propio de la acción política: fabricar el presente, modificar el pasado.

Un punto final para terminar: Ricardo Arias ha evitado el expediente habitual de muchos investigadores de devanarse inútilmente los sesos buscando definiciones universalistas de “intelectual”. Los intelectuales son una configuración singular de reciente data -lo que resulta diferente del hecho de que en toda sociedad haya actividades que pueden ser calificadas de “intelectuales”-, y lo que resulta de enorme importancia para el análisis es definir las formas concretas de esa configuración. Arias Trujillo ha tomado el camino deseable de trabajar con una noción flexible, y mantenerse atento a las formas mismas del periodo, a través de una documentación, que muestra la manera como la propia época definió esa realidad. Es un acierto, porque esta manera de proceder exige abocar de frente el análisis de las formas de representación (auto/representación y representación por los otros) de una actividad. Pero la dificultad puede volver a estar aquí al lado del acierto (lo que es típico de los buenos libros), pues las formas de representación no existen por ellas mismas, se localizan en campos institucionales, son ante todo formas de clasificación y designación, que al tiempo que aparecen, sustituyen a otras y redefinen el espacio mismo en que los objetos son clasificados. Las designaciones “político”, “periodista”, “escritor”, “cura”, “profesor”, “sabio” deben haber tenido procesos institucionales de formación y de redefinición, en la medida en que la actividad intelectual se hacía más compleja y nuevos juegos de competencia y de alianza, de definiciones de lo legítimo y de lo que no lo era (en la vida intelectual y política) iban cristalizando. Pero sobre las bases mayores de este proceso, el libro tal vez no informa lo suficiente, y el lector debe por ahora contentarse con la aparición de nuevas criaturas en un escenario redefinido, aunque las fuerzas que organizan el espacio y la escena no se dejen ver con claridad, o se sustituyan por un amplio contexto imaginario (el “auge económico” y la “aparición del proletariado”).

Ninguna de las anteriores observaciones le resta valor al libro de Arias. Nos recuerda sólo su carácter de “obra en marcha”. Pone de presente lo que ya mencionamos: carácter imperfecto de todas las obras de ciencias sociales e históricas, nos invita a seguir más allá al paso que nos instruye sobre multitud de cosas importantes.

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