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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.36 Bogotá jul./dic. 2008

 

Pueblos, alcaldes y municipios: la justicia local en el mundo hispánico entre Antiguo Régimen y Liberalismo*

Towns, Mayors, and Municipalities: Local Justice in the Hispanic World between the Ancien Régime and Liberalism*

Federica Morelli

Profesora de historia moderna en la Universidad de Turín, Italia. Sus intereses investigativos se centran en la Historia del mundo hispánico e hispanoamericano, siglos XVIII y XIX, la Historia política y de las instituciones y la Historia cultural. Igualmente es especialista en el mundo andino, particularmente en lo relacionado con Ecuador. Algunas de sus publicaciones más recientes son: Morelli, Federica y Antonio Trampas eds. Progetto di costituzione della Repubblica napoletana presentato dal governo provvisorio al comitato di legislazione. Venecia: Centro di Studi sull’Illuminismo Europeo “Giovanni Stifoni”, 2008; “La redefinición de las relaciones imperiales: en torno a la relación reformas dieciochescas/independencia en América”. Nuevo Mundo Mundos Nuevos 8 (2008). http://nuevomundo.revues.org/document19413.html; “Orígenes y valores del municipalismo latinoamericano”. Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, año 9:18 (2007): 116-129; “Between the Old and the New Regime: the Triumph of the Intermediate Bodies in the Quito Audience (1765-1830)”, en Imported Modernity in Post-Colonial State Formation, editado por Eugenia Roldán Vera y Marcelo Caruso. Frankfurt: Peter Lang, 2007, 31-60. Federica.Morelli@ehess.fr

Artículo recibido: 15 de febrero de 2008; aprobado: 17 de junio de 2008; modificado: 3 de julio de 2008.


Resumen

El propósito central del artículo es explicar el papel determinante que los municipios jugaron en el mundo hispanoamericano a lo largo del siglo XIX. Aunque en estos últimos años la historiografía ha insistido, con razón, en la importancia del primer régimen liberal español, sin el análisis de unas claves frmemente arraigadas en las creencias y el discurso que estructuraban el orden político de antiguo régimen, no es posible entender el protagonismo de los municipios en la época de la independencia. Estos valores remiten a una cultura jurídica, común a todo el mundo hispánico, en la que la transición de un modelo jurisprudencial de administración de la justicia en uno sometido a la ley será muy larga y compleja.

Palabras clave

Justicia, municipios, Antiguo Régimen, liberalismo.


Abstract

The main goal of this article is to explain the central role that municipalities played in the Hispano-American world throughout the nineteenth century. Although in recent years the importance of the frst Spanish liberal regime has rightly been stressed in the historiography, it is not possible to understand the important part played by municipalities in the era of Independence without analyzing some clues frmly rooted in the beliefs and discourse that structured the political order of the ancien régime. These values stem from a legal culture, common to the whole Hispanic world, in which the transition from a jurisprudential model of the administration of justice to a one based on the rule of law would be very long and complex.

Keywords

Justice, Municipalities, Ancien Régime, Liberalism.


“La ley manda que los Alcaldes constitucionales ejerzan la jurisdicción de primera instancia hasta que se haga por la Diputación provincial y apruebe por las Cortes la distribución de partidos. Los pueblos tienen por consiguiente el derecho indudable de que su justicia sea administrada por Alcaldes a quienes han elegido hasta que se haga aquella distribución; y quitar la jurisdicción a los Alcaldes elegidos por los pueblos para darla a jueces nombrados por V.E. sería despojar a los pueblos del derecho precioso de ser juzgados por jueces elegidos por ellos mismos”1.

Así se expresaba en 1821 uno de los hombres más ilustres de Centroamérica, José Cecilio del Valle, en un artículo publicado en su periódico, El Amigo de la Patria, y dirigido al Jefe Político de la provincia de Guatemala.

Como intentaremos mostrar, los términos utilizados por el liberal guatemalteco para revindicar el derecho de los alcaldes constitucionales de ejercer la jurisdicción de primera instancia ponen de entrada una de las mayores cuestiones del siglo XIX hispanoamericano e hispano en general: la contradicción entre una justicia moderna, sometida al imperio de la ley, y una justicia tradicional de tipo jurisdiccional. A la base de esta oposición no hay sólo problemas de tipo organizativo y fscal (que llevan, sobre todo durante la primera mitad del siglo a un déficit constante de magistrados), sino también una cultura jurídica profundamente arraigada en los territorios de la antigua monarquía hispana. La articulación entre estos dos factores, unida a la extrema fragilidad de los nuevos estados en construcción, explica, como veremos, la supervivencia de una justicia preestatal y comunitaria, que difícilmente se puede conciliar con el principio de soberanía de la ley.

La segunda gran cuestión planteada por el discurso de José Cecilio del Valle es el protagonismo de los municipios en la administración de la justicia. Los “alcaldes constitucionales” por éste evocados son, en efecto, los jueces municipales creados por la Constitución de Cádiz de 1812, aplicada en la Capitanía General de Guatemala, como también en otras partes de Hispanoamérica (México, Centroamérica, Ecuador, Perú) entre 1812 y 1814, y entre 1820 y 1821. Como veremos, los cambios introducidos por el régimen constitucional gaditano fueron importantes para comprender el municipalismo de la época republicana; sin embargo, sin el análisis de unas claves frmemente arraigadas en las creencias y en el discurso que estructuraba el orden político de Antiguo Régimen no es posible entender la relación entre justicia y municipios ni el protagonismo de éstos en la época de la Independencia.

1. MUNICIPIO Y JUSTICIA EN EL ANTIGUO RÉGIMEN: LA TRADICIÓN CASTELLANA

La historiografía española nos ha presentado tradicionalmente el devenir del poder municipal durante la época moderna como una continua decadencia, que desde la derrota del movimiento comunero en 1521, nos conduce en el siglo XVIII al momento de su definitivo ocaso. De la consolidación de los corregidores regios y de la generalización del sistema venal de regimientos -considerados como elementos de una mayor intervención regia en detrimento de las autonomías municipales- se pasa a una época en la que el dinamismo centralista despoja al municipio de cualquier vislumbre de autogobierno, confrmando su carácter de organismo de la administración real de carácter subalterno2.

Este modelo interpretativo del orden municipal castellano tiene, a su vez, importantes consecuencias en el ámbito de la historiografía relativa a las ciudades americanas. El protagonismo que llegaron a tener los municipios en las Indias era visto como una suerte de efecto por defecto, como una consecuencia de las dificultades para el ejercicio directo del poder real impuestas por una lejanía que favorecía el “uso y abuso” por parte de las ciudades3. En todo caso, como poder de hecho o como poder “descentralizado”, la autonomía de las ciudades indianas fue presentada como una prerrogativa -de rasgos similares a las utilizadas durante la “Reconquista”- concedida durante la época de la Conquista para estimular el proceso de colonización.

Pero, siguiendo la trayectoria de los municipios peninsulares, sería progresivamente eliminada a medida que se acentuaban los perfles “absolutistas y centralizadores” de la Monarquía4. El protagonismo que mostrarán los cabildos en la ruptura independentista será visto, entonces, no como una consecuencia de su función política tradicional, sino como un repentino renacer de un poder revitalizado por las funciones representativas que reasumió en ausencia del Rey.

A la luz de las críticas al paradigma estatalista, cada vez con mayor fuerza la historiografía trabaja sobre la hipótesis de la alta relevancia política del orden municipal en el mundo colonial y de su notable autonomía. Sin embargo, no sería posible entender plenamente el protagonismo de los municipios durante la Independencia y los mismos términos del discurso de José Cecilio del Valle al principio citado, si no se refexiona desde un punto de vista histórico-institucional sobre la tradición municipal castellana de la Edad Moderna y sobre el discurso jurídico que le daba sentido. En efecto, y contrariamente a lo que la historiografía ha afrmado por mucho tiempo: no hubo una diferente trayectoria del poder municipal a ambos lados del Atlántico. El debilitamiento de la imagen de la monarquía en términos de Estado moderno absolutista y la constatación de la continuidad de la estructura corporativa de la sociedad del Antiguo Régimen nos permitirán ajustar las conclusiones sostenidas para los municipios indianos y determinar, así, hasta qué punto muchas de las prácticas catalogadas como situaciones excepcionales o “de hecho” podían encontrar su explicación en las claves estructurales del orden castellano5.

1.1. La naturaleza corporativa del cabildo

La historiografía institucional ha asumido hace tiempo sin dificultad la idea de que los cambios que se experimentan en el comienzo de los siglos de modernidad y afectan de diverso modo a la cultura política no llegan, sin embargo, a generar un orden de creencias radicalmente diferentes, que pudieran remplazar a ese marco de conceptos estructurantes de la sociedad corporativa, gestados en el seno del mundo medieval. La quiebra del universalismo medieval que empuja a la exaltación del poder soberano del príncipe como exclusiva referencia de unidad capaz de garantizar el mantenimiento del orden, no implica, al mismo tiempo, la quiebra de la “constitución material” de una sociedad que se sigue estructurando a partir de una red de cuerpos interrelacionados6. Más aún, desde esta perspectiva se considera que el desarrollo y expansión por parte de la monarquía de mecanismos políticos cada vez más potentes no se articula mediante la eliminación de esa red de cuerpos intermedios, sino precisamente a través de ellos. Así, se ha sostenido que “más cómplice que antagonista”, la sociedad corporativa crece y se desarrolla junto a la monarquía moderna en un estrecho vínculo que sólo será disuelto con el advenimiento del Estado liberal7.

La continuidad de la fuerza operativa de esas clases medievales de raíz aristotélica hacía que fueran precisamente los razonamientos del flósofo griego sobre la polis y su gobierno aquéllos que venían rápidamente citados en los textos jurídicos modernos al comenzar el tratamiento de los temas relacionados con el ámbito político municipal8. A su vez, la metáfora organicista seguía proporcionando el esquema conceptual que permitía compaginar la autoridad de la “cabeza” con el carácter irreductible de los miembros, y conformaba, así, una herramienta de comprensión aplicable al reino todo o a cada una de las corporaciones. La imagen del Monarca como fons iurisdictionis, detrás del cual se conjuga la representación del reino en términos de unidad, permite legitimar las medidas de intervención tomadas desde la Corona hacia los espacios corporativos que aparecen jerárquicamente subordinados a él. Sin embargo, la consolidación de este principio como eje de la organización expositiva del discurso jurídico no autoriza a concluir que se asistió a un desplazamiento definitivo de aquel orden de principios constitutivos de la sociedad corporativa del que dependía la relevancia de la ciudad como espacio político. Por el contrario, es la convivencia de ambos órdenes de principios, traducida en una constante dialéctica entre el poder real y los poderes intermedios, lo que explica la diversidad observable tanto en el seno institucional de cada ámbito municipal como en lo que respecta a la multiplicidad de formas posible de relación entre las ciudades y la Corona.

Si por un lado el lenguaje jurídico político insistía en que toda la justicia pertenecía al príncipe, por el otro situaba como propio y privativo de cada ayuntamiento el gobierno político y económico de los pueblos. La atribución del gobierno político y económico a los pueblos era manifestación de aquella autonomía que surgía directamente del estatuto de persona corporativa con que necesariamente era concebida la existencia de una determinada comunidad. Era aquélla una expresión, originalmente ligada al ámbito familiar, que identificaba la capacidad del sujeto corporativo de gestionar sus propios intereses. En la medida en que se presuponía que era un ejercicio de poder que no implicaba confictos de intereses o controversias de derechos, era una actividad que quedaba reservada al cuerpo social y sólo si devenía un asunto contencioso podía ser materia de justicia y autorizar la intervención de los tribunales del rey9.

En tanto que persona corporativa, la ciudad actuaba por medio de una representación necesaria. No es ésta una representación basada en una regla de mandato representativo, sino en una suerte de identidad mística entre el representante y el representado, que rige estructuralmente estos tipos de relaciones en la sociedad corporativa10. Aunque la designación por elección fuese uno de los mecanismos tradicionales, la noción de representación no se construía a partir de la voluntad de los representados, sino desde una vinculación natural entre éstos y los representantes, como la que puede existir entre padre e hijo o, persistiendo en la metáfora organicista, entre la cabeza y el cuerpo. Son estas reglas fundamentales del discurso político de la sociedad corporativa las que se deben considerar cuando se hace referencia a los mecanismos de nombramiento y composición de los órganos rectores del cuerpo municipal. Así, si por un lado se despeja cualquier tipo de tentativa de comparación con los sistemas electivos actuales, como la que ha llevado alguna vez a sublimar la imagen de los cabildos como genuinos antecedentes de las libertades democráticas, por otro, la presencia de representantes no venía a satisfacer el derecho de los pobladores a estar representados, sino la necesidad natural del cuerpo social de estar dotados de órganos rectores.

1.2. La justicia del rey en el ámbito municipal

En términos generales, la historiografía institucional nos enseña que en el municipio castellano de la Edad Moderna, la justicia está en manos de un oficial regio que absorbe progresivamente la jurisdicción tradicional de los magistrados elegidos por las ciudades. Este modelo se presenta como la culminación de un largo proceso histórico, que desde la Baja Edad Media habría llevado al reemplazo paulatino del sistema de justicia de fuero, caracterizado por el ejercicio honorario de la jurisdicción por personas elegidas entre los naturales del lugar (arquetipo constituido por los alcaldes ordinarios), por un sistema de jueces de afuera o de salario, es decir, por oficios rentados de designación regia, que absorbían la jurisdicción local y cuyo ejercicio recaía en personas ajenas a la comunidad (el corregidor)11. Por esta vía el corregidor se sitúa como la pieza de arranque de la justicia real, y resume en sí los caracteres de un modelo de justicia regia de primera instancia que se reproduce en mayor o en menor medida en otras figuras institucionales equivalentes. Por otra parte, se trataba también de la imposición de un derecho común y de un derecho regio que exigían la intervención letrada como medio de garantizar una administración de justicia basada en el conocimiento de dichos campos normativos, desplazando al antiguo ideal de juez lego conocedor del fuero y de la costumbre local. Los corregidores, convertidos así en longa manu regis, llevarían la justicia del rey al territorio.

Mientras que el discurso que estructuraba el poder del regimiento pasa primordialmente por aquella potestad de gobierno político y económico, que se consideraba en buena medida reservada al pueblo y remitía a los esquemas de una gestión doméstica de los intereses de cada comunidad, el que operaba en torno a la justicia como potestad pública y como institución política venía contextualmente determinado por el concepto de iurisdictio e imponía, en consecuencia, el sentido de un poder jerárquicamente organizado y gradualmente distribuido desde lo más alto hasta lo más bajo de su estructura12. Por ello, mientras que aquél se podía seguir diciendo “del pueblo” (de cada república), ésta se diría siempre del rey.

La función de la justicia en el ámbito del municipio se desarrolla en principio en un doble sentido. Por un lado, a través del ejercicio de la jurisdicción ordinaria de primera instancia, lo que le asigna al oficio una posición precisa en la red jurisdiccional y lo vincula por diversas vías con las instancias superiores. Por otro lado, integrando el ensamblaje institucional que componía el gobierno municipal, donde debía presidir las sesiones del concejo y avalar con su autoridad todas sus decisiones. Mientras que en el primer caso la justicia conocía de todas las causas civiles y criminales en primera instancia, poniendo los medios necesarios al servicio de un ideal de “justicia judicial”, en el segundo se situaba en la cabeza del cuerpo político, orientada por el ideal de un gobierno de la justicia o “justicia civil”, y legitimada en virtud de ello para el ejercicio de un mandato genérico de conservación del orden social y de dirección política de su comunidad.

En el interior de este esquema, el corregidor es tanto el representante de la monarquía en el distrito municipal como el representante de su república, en la que se integraba con el regimiento en un “cuerpo indiviso, del cual aunque sea la cabeza el corregidor, no puede estar sin los miembros que son los regidores […]”13. Doble vinculación, que es producto de su ambivalencia funcional impuesta por la fliación regia de la jurisdicción que importa a su oficio y por la conservación de la identidad corporativa del municipio (del cual el corregidor es cabeza) y que lo convierte en representante de su república. Si se mira desde esta perspectiva, no resultaría paradójico asumir que la consolidación y expansión de los jueces regios en los territorios municipales no podía ni debía necesariamente conducir a la clausura definitiva de los tradicionales mecanismos de tradición corporativa y, en consecuencia, no parece que el espacio municipal dejara de ser relevante a la hora de condicionar, en su ámbito, el ejercicio de la justicia. En este contexto, además, no es nada extraño que las figuras de los tradicionales alcaldes se mantuvieran en muchos lugares de la monarquía como alternativa institucional válida basada en la persistente legitimación de una justicia corporativa. En muchos casos se establece, en efecto, una suerte de cohabitación entre alcaldes ordinarios y jueces reales.

1.3. Justicia y regimiento: un cuerpo indiviso

Tenemos hasta aquí un esquema de instituciones y potestades donde confuyen autoridades regias y corporativas: una justicia dicha del Rey, ejercida por un oficial ajeno a la corporación o por unos alcaldes ordinarios necesariamente vinculados a ella, o por ambos órdenes institucionales a la vez, según casos y circunstancias; un “regimiento” que representa la corporación misma, compuesto por oficios, todos ellos miembros naturales del cuerpo municipal y depositarios del gobierno político y económico. Si el regimiento, con independencia de su modo de conformación, se presenta como un pueblo que ejerce con relativa autonomía un poder reservado para la gestión de sus bienes y la asistencia de sus miembros, la justicia aparece como el poder público transferido en su totalidad al príncipe y ejercido, por ende, siempre en su nombre.

Tanto la justicia -dicha del rey- como el regimiento -depositario del gobierno político y económico del pueblo- se ejercitan, por lo tanto, en un ámbito institucional complejo, donde no siempre las líneas divisorias entre uno y otro campo están definidas. En el municipio moderno, toda una serie de actividades típicas del gobierno político y económico tales como abasto, limpieza, caminos, usos de bienes comunes están asimismo bajo la garantía de la justicia del rey en la medida en que justicia y jurisdicción también implicaban necesariamente “gobierno”. La presencia de alcaldes ordinarios en los espacios municipales -allí donde están presentes- es una significativa muestra de la persistente capacidad jurisdiccional del regimiento, en tanto que pueblo, que los designaba. Además, el desempeño de diversas funciones jurisdiccionales por parte del regimiento -algunas propiamente judiciales obtenidas a través de negociaciones con la corona- queda plasmado en el propio derecho regio. Así, aun en los municipios regidos por una justicia del rey, el regimiento constituye tribunal de apelación para las causas de menor cuantía; elige alcaldes de la hermandad; controla y sanciona en visita, conjuntamente o no con el juez regio, la violación de las disposiciones relativas a boticas, casas de monedas y comercio, etc. Por otra parte, el regimiento se presenta frente a la justicia del rey como un constante centro de poder potencial, en virtud del cual puede intervenir en su auxilio cuando aquélla, por la entidad de los confictos o la calidad de los sujetos involucrados, se muestra incapaz para gestionarlos por sí sola; actuar en su lugar en caso de negligencia o remisión injustificada en la ejecución de mandamientos y privilegios; o bien sustituirla transitoriamente en caso de muerte o ausencia, según los principios naturales de la sociedad corporativa.

Así, frente a las líneas interpretativas que tienden a situar como elementos antagónicos a un poder regio consolidado como suprema potestad del reino y unos poderes de autogobierno municipal, el esquema aquí propuesto se inclina en función de las posiciones historiográficas que han señalado la estrecha complicidad o la mutua dependencia entre la monarquía y el orden corporativo. Desde esta perspectiva, aun rescatando su diversidad y sus particularidades, no será necesario salvar a los municipios americanos de una supuesta decadencia municipal castellana para explicar una relevancia política, que podría derivarse no tanto de su propia coyuntura cuanto de unas claves frmemente arraigadas en las creencias y el discurso que estructuraba el orden político del Antiguo Régimen hispano. Justicia y regimiento podían ser pensados así, en palabras de Castillo de Bovadilla, como integrantes de un “cuerpo indiviso” y la interacción que entre ellos resulta, más compleja de lo que a priori podía parecer14.

2. EL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL ESPAÑOL: SOBERANÍA, JUSTICIA Y AUTONOMÍA LOCAL

Con la crisis de la Monarquía española en 1808 se asiste a la ruptura del vínculo jerárquico entre el supremo poder jurisdiccional del Rey y el de los cabildos: la abdicación ilegítima de los Borbones produjo una vacatio legis a nivel local, quitando toda legitimidad política a los jueces y funcionarios del Monarca. Como la historiografía ha ampliamente demostrado, este acontecimiento provocó tanto en España como en América la creación de gobiernos autónomos -las juntas- que se reapropiaron de la soberanía del Rey. Se debe subrayar, al respecto, que los cabildos de las ciudades principales jugaron un papel clave en la formación de estos cuerpos, puesto que con la ausencia del Monarca, representaban los únicos cuerpos en grado de administrar el poder público por antonomasia: la justicia15. Como ha enfatizado Antonio Annino, en la crisis de la Monarquía hispánica, contrariamente a las demás revoluciones atlánticas, no fue tanto la representación que reubicó la soberanía, sino más bien la justicia16.

La salida española a esta situación de retroversión y fragmentación de la soberanía, el liberalismo constitucional, no cambió, como veremos, la relación entre municipios y justicia, porque la misma Constitución gaditana no transformó la justicia del Antiguo Régimen en una justicia moderna, sometida al poder soberano. Es decir, justicia y Gobierno (o regimiento) continuarán caracterizando al municipio decimonónico en el mundo hispano durante la crisis de la Monarquía. El dato es de fundamental importancia, no sólo porque la carta doceañista fue aplicada en muchos territorios de Ultramar, sino porque el constitucionalismo gaditano sirvió de modelo a muchos regímenes de los estados independientes, sobre todo en lo que concierne a la administración de justicia.

2.1. El problema de la justicia en Cádiz

La legitimación historicista de la primera Constitución española ha ocupado y ocupa a la historiografía que generalmente -aunque no de manera unánime- la ha caracterizado como una maniobra política liberal. Contraria a esta perspectiva, desde hace quince años los historiadores del derecho español vienen demostrando convincentemente que la referencia de los constituyentes gaditanos hacia el constitucionalismo histórico no fue una simple táctica ni una mera retórica17. La relación que quedó establecida entre las viejas leyes fundamentales y la nueva Carta condicionó toda la obra legislativa de las Cortes, la cual tuvo que moverse en el marco de un debate jurídico acerca de la compatibilidad entre la Constitución y las antiguas leyes de la monarquía. La primera gran consecuencia fue que a pesar de la introducción de principios como la separación de poderes, la supremacía del legislativo y la subordinación del juez a la normativa procedente de aquél, la justicia no se cambió. Como queda claramente establecido en el Discurso Preliminar:

“Encargada por V.M. de arreglar un proyecto de Constitución para restablecer y mejorar la antigua ley fundamental de la Monarquía, se ha abstenido [la Comisión] de introducir una alteración sustancial en el modo de administrar la justicia, convencida de que reformas de esta trascendencia han de ser el fruto de la meditación, del examen más prolijo y detenido, único medio de preparar la opinión pública para que reciba sin violencia las grandes innovaciones”18.

La gran innovación era la ley; la gran tradición, la justicia: la comisión encargada de redactar el proyecto de constitución nos confesa veladamente que la novedad y la tradición podían yuxtaponerse, pero no subordinarse. De ahí que no se introdujeran reformas en la práctica de jueces y tribunales, sobre todo en lo que concierne a un aspecto central de los regímenes constitucionales modernos fundados en la centralidad de la ley, es decir, en la obligación de motivar las decisiones judiciales. A partir de la Revolución francesa, la ley, entendida como expresión de la voluntad general, fue defendida ante la actividad de los jueces, que fueron obligados a formular la conclusión de un silogismo que pretendió y anulaba -utópicamente- la existencia de una jurisprudencia19. La motivación de la sentencia deviene, entonces, un componente absolutamente esencial del sistema del reino de la ley y de libertad a él inherente20.

Creemos, así, que no es posible hablar de ley ni de constitucionalismo de impronta legalista sin refexionar sobre la ausencia no sólo de la práctica efectiva de la motivación de las decisiones judiciales, sino también de la mera generalización de su obligación21.

La inconveniencia de motivar las sentencias era, en efecto, una herencia del Antiguo Régimen, en el que la incertidumbre jurídica que lo caracterizaba dificultaba enormemente que los jueces expresaran la causa (tal era la formulación corriente) de su decisión. Esto no significa que allí donde prevaleció la práctica de no motivar sentencias faltara cualquier tipo de garantía y reinara el más puro arbitrio; significa tan sólo que los particulares podían tener otras garantías distintas y más apropiadas a un derecho jurisprudencial y no legal como el ius commune. En efecto, allí donde se impuso, la regla de la no motivación propició la formación de un conjunto de mecanismos institucionales dependientes de las circunstancias jurídico-políticas particulares del lugar. Sin embargo, en todos los casos se garantizaba la justicia de las decisiones judiciales inmotivadas. Así ocurrió en Castilla, donde la práctica de no motivar las sentencias determinó desde la Baja Edad Media la formación de un modelo jurisdiccional peculiar, que concentraba la garantía en la persona -y no en la decisión- del jueza22. De ahí la articulación por parte de la Monarquía de un conjunto muy severo de prohibiciones para los jueces y una política judicial claramente favorecedora de la enajenación social de los magistrados23.

Ahora bien, la afrmación de un nuevo concepto de ley abstracta y general, producto de la representación nacional, necesitaba no sólo de instrumentos teóricos, sino también de herramientas institucionales nuevas. Al no preverse la obligación de motivar las decisiones judiciales, al principio de vinculación del juez a la ley -expresado en el artículo 242 de la Constitución24- no correspondió la garantía institucional correspondiente. De esta manera, se limitaba en la práctica la implantación de un régimen de legalidad. La supervivencia de tal práctica en el nuevo orden constitucional, aun cuando en principio pudiera parecer contradictoria con el mismo, nos muestra claramente que en Cádiz no se rompió con el pasado ni tampoco se lo rechazó. Por el contrario, los diputados buscaron en ese pasado una ayuda para la nueva Constitución. El amparo y la protección de la naturaleza historicista del discurso político del primer constitucionalismo español sirvió, así, de marco para la convivencia de órdenes contradictorios.

2.2. Alcaldes y juzgados: la justicia local

Según lo dicho en el párrafo anterior, el modelo de juez castellano permaneció durante el constitucionalismo liberal, haciendo valer la ecuación en la que la justicia coincidía con la persona del juez y no con un silogismo normativo. Así, pues, el constitucionalismo doceañista no trató de proteger la ley frente a un juez/intérprete, cuyo modelo remetía al de “juez perfecto” del Antiguo Régimen. Estamos todavía en un mundo en el que la confanza en y la eficacia de la recta y pronta administración de justicia dependía más de las “calidades” -sólo externamente apreciadas- de los jueces que de la vinculación de la resolución a un sustantivo canon normativo.

En una cultura que el juzgar estimaba más las personas que los saberes, la importancia de las calidades no podía ser despreciada. La disciplina de la persona del juez aseguraba su vinculación al derecho, porque en un mundo en el éste era quien decidía inmotivadamente pleitos y causas, la única forma de vincularlo, no con la ley, sino con el proyecto político de transformación de la sociedad que la ley contenía, pasaba por asegurar la adhesión política de su persona. Junto a este criterio, es necesario también referirse a la condición del juez como empleado público: dado que a este último se le exigía moderación en las costumbres, sobriedad, religiosidad y buen concepto público, los comportamientos que contrariaran estas conductas eran susceptibles de generar la responsabilidad del funcionario25.

El condicionamiento cultural que obligaba a los jueces a ganar la confanza de los miembros de la sociedad llevó a los hombres de Cádiz a imaginar como ideal de justicia, al menos en la primera instancia, una de iguales o, al menos, una electa: la representada por los alcaldes. En efecto, en Cádiz no quitó la jurisdicción contenciosa a los alcaldes municipales, siendo el alcalde doceañista, como el ordinario del Antiguo Régimen, administrador y juez al mismo tiempo. A pesar de que la Carta hubiese previsto la creación de unos jueces de primera instancia, los jueces letrados, la dificultosa reestructuración del aparato de justicia, paralizada por la indivisión de partidos y por la escasez de letrados, no sólo necesitó de hecho a los alcaldes constitucionales, sino que también permitió una refexión que afectaba a la naturaleza de la justicia: ésta podría ser letrada y ajena a las corporaciones municipales, o lega, electiva, y, por tanto, vinculada a éstas.

La apuesta que el constitucionalismo gaditano hizo por la justicia letrada no puede entenderse más que como una ilusión, como un proyecto de futuro. La realidad institucional heredada luchó duramente contra dicho proyecto y en más de una ocasión se escapó de él. El insuficiente número de jueces letrados y las dificultades de su financiación son meros datos que nos hablan de dificultades, que debieron ser superadas recurriendo a los alcaldes constitucionales, es decir, configurándolos como jueces sustitutos, atribuyéndoles competencias jurisdiccionales en determinadas causas y pleitos. Consecuentemente, tales competencias de los alcaldes constitucionales no pueden comprenderse exclusivamente como una quiebra del principio de separación de los poderes: en Cádiz se suscitó una pugna entre las autoridades antiguas y nuevas que no se resolvió: no hubo ni una solución única ni una tendencia capaz de ser definida a partir del conjunto de decisiones con que las Cortes resolvieron los diferentes confictos nacidos de la doble naturaleza del alcalde constitucional26.

En definitiva, frente a todas las valoraciones historiográficas previas, lo que realmente nos sugiere la doble naturaleza del alcalde gaditano es una refexión que no afecta a la separación de los poderes ni a los contenidos del binomio gubernativo/contencioso, sino, ante todo, a los modelos de justicia. En Cádiz no sólo no se discutió sobre la justicia, sino que también se heredó un aparato antiguo que no tenía una estructura homogénea, es decir, tendenciosamente jerárquica: las reformas no afectaron a ciertos elementos claves de su conformación particular. En efecto, el modelo constitucional doceañista no construyó una administración de carácter comisarial, jerarquizada para la ejecución impersonal de la ley, según el modelo francés, sino que articuló un conjunto de autoridades muy diversas por su origen y naturaleza. Pero todas estas autoridades fueron unitariamente concebidas como empleados (o funcionarios) públicos, personal y patrimonialmente responsables de su actuación en el uso de los oficios y al servicio del orden constitucional, es decir, como instrumento para la realización de la libertad de los españoles, tarea que ante todo competía a las autoridades superiores, pero que en último término se encomendó a la nación representada.

2.3. El modelo liberal de autonomía territorial

Para comprender el papel jugado por los municipios hispanoamericanos durante el siglo XIX, a la ausencia de reforma del modelo de administración de la justicia hay que añadir otro elemento clave: el modelo de autonomía territorial establecido por la Constitución de Cádiz de 1812 y retomado posteriormente por muchas constituciones de Los estados independientes. Una de las novedades más importantes introducidas por la Carta gaditana fue en efecto la posibilidad para muchos pueblos de constituir sus propios ayuntamientos: el artículo 310 establecía que los pueblos con más de mil habitantes podían elegir sus municipios. La idea de los constituyentes era promover una amplia participación de los ciudadanos en la vida de los poderes públicos a nivel local para, en primer lugar, limitar la esfera de acción del poder ejecutivo. Las investigaciones muestran que entre 1812 y 1823 tanto en la región andina como en la mesoamericana se constituyeron millares de ayuntamientos constitucionales27. Esto significa que muchos pueblos, incluso las comunidades indígenas, eligieron su propio municipio, rompiendo el dominio de las ciudades principales sobre los distritos rurales y provocando una verdadera revolución del poder local.

La idea del municipio moderno como contrapeso al poder del monarca había sido elaborada por los fsiócratas y plasmada en la Constitución francesa de 1791. Los dos modelos ejercieron una fuerte infuencia sobre los constituyentes gaditanos. En la doctrina fsiócrata, el poder municipal jugaba un papel fundamental, ya que su naturaleza asociativa y representativa debía llevar a la construcción de una sociedad de propietarios de la tierra que se autogobernara. En efecto, uno de los aspectos más relevantes de este modelo consistía en la disolución del aparato central del monarca, cuya función estaba reducida a una legislación de tipo general, sin asumir directamente tareas administrativas periféricas; sólo el municipio tenía la función de cuidar y administrar la sociedad local28. Muchos han visto en las municipalités fsiócratas el embrión del municipio moderno. En realidad, existe una importante diferencia entre las dos instituciones: contrariamente al municipio del siglo XIX, en el municipio de los fsiócratas no había una distinción clara entre funciones propias y funciones delegadas. Esto dependía del hecho de que el modelo no preveía una marcada diferenciación entre los intereses del Estado y los de la sociedad, los cuales se confundían y se identificaban en las municipalités, instituciones a la vez sociales y políticas. Se ha afrmado, por tanto, que el modelo de los fsiócratas representaría una tercera vía entre la experiencia corporativa del Antiguo Régimen y el modelo de administración posrevolucionario que se impuso en Europa en el curso del siglo XIX29.

Por lo que se refere a la infuencia de la Constitución francesa de 1791 sobre la Carta gaditana, se debe que subrayar que en los dos casos el poder municipal se considera como distinto de los otros poderes y no como una emanación del poder ejecutivo. Para los constituyentes franceses, y especialmente para Sieyès -principal inspirador del proyecto-, el pouvoir municipal constituía un contrapeso social a un aparato público y estatal que, gracias a la destrucción de las instituciones de Antiguo Régimen, había ampliado enormemente su esfera de acción. En efecto, en la Constitución de 1791, las communes y los oficiers municipaux no se encuentran bajo el título III “Des pouvoirs publiques”, sino en la parte de la Carta que precede la configuración del aparato público: “Tout ce qui touche à la qualité du citoyen, à la division du territoire ou même à l’organisation des assemblées primaires ne fait pas partie de la constitution”; se trata de “présupposées antérieures à l’établissement public”30. Los constituyentes gaditanos retoman esta idea cuando afrman que el objetivo de crear ayuntamientos y diputaciones era

“establecer el justo equilibrio que debe haber entre la autoridad del gobierno, como responsable del orden público, y de la seguridad del Estado, y la libertad de que no se puede privarse a los súbditos de una nación de promover por sí mismos el aumento y mejora de sus bienes y propiedades”31.

En el caso francés, el reconocimiento de un interés exclusivamente municipal antecedente y distinto del poder estatal terminó sólo bajo el Directorio, cuando una ley del año VIII transformó los municipios en órganos administrativos completamente subordinados al ejecutivo32.

A pesar de las muchas diferencias entre la Revolución francesa y la española, hay sin embargo un elemento común: en los dos casos, el poder municipal degenera y, de factor de consolidación del orden constitucional, pasa a ser un elemento de fuerte desestabilización. También en el caso francés, no sólo las municipalidades elegidas fueron muy numerosas, sino que el poder municipal se transformó desde muy temprano en el autogobierno completo de los intereses de la comunidad, con la exclusión de la intervención de cualquier otro poder. Si bien esas dinámicas resultaran similares, hay diferencias muy claras en lo que concierne al poder municipal y por ende en los principios ideológicos que están a la base de los dos sistemas. Mientras, en el caso francés, la reforma del poder local es precedida por una radical transformación del territorio, en el caso español e hispanoamericano el espacio no es redistribuido en circunscripciones arbitrarias y artificiales, rediseñadas para romper los antiguos vínculos corporativos y para construir una nueva representación de la nación33. En efecto, los ayuntamientos constitucionales se establecieron en correspondencia con las ciudades, los pueblos, las parroquias y las comunidades indígenas, es decir en cuerpos territoriales que se consideraban naturales, espontáneos y pre-estatales. A la base de esta decisión está el vínculo que los constituyentes gaditanos establecieron entre la carta de 1812 y las antiguas instituciones de la Monarquía34. Por lo tanto, contrariamente al caso francés, el liberalismo español no nació fundándose sobre una exclusión radical, una hostilidad declarada hacia el pasado y hacia la sociedad de Antiguo Régimen. Esto no significa que el liberalismo gaditano no fuese contra los privilegios y el corporativismo; sin embargo, como ya hemos afrmado, esta constante y continua referencia a la constitución histórica de la monarquía atenuó sus tendencias antipluralistas.

La contradicción latente entre el principio de soberanía nacional y las concesiones en favor de la autonomía local emergió dramáticamente durante los debates en el seno de las Cortes, cuando se analizaron los artículos relativos a los municipios y diputaciones provinciales. Dos posiciones diferentes se contrapusieron: una defendida por los liberales peninsulares, que consideraba las dos instituciones como órganos territoriales de gobierno, subordinadas al ejecutivo; la otra, sostenida especialmente por los diputados americanos, que las consideraban como órganos representativos de los pueblos, como lo eran las Cortes para la nación35. Esto demuestra que los americanos nunca aceptaron aquellos principios constitucionales que negaban las antiguas libertades de la tradición política castellana. La práctica de los cabildos americanos de seguir enviando sus instrucciones a los diputados en las Cortes muestra muy claramente cómo los representantes nunca fueron para los municipios la verdadera esencia de la nación. Este conficto latente entre soberanía y representación jugó un papel decisivo al configurar la forma en la que se recibieron los modelos liberales en los territorios americanos. A la nueva idea de nación abstracta y totalizante, los americanos siguieron contraponiendo una concepción concreta y tradicional de la nación, es decir, de un conjunto de cuerpos políticos naturales (cabildos, provincias, etc.). La idea de los municipios como cuerpos naturales de la sociedad no se encuentra sólo en los debates gaditanos, sino que sigue manteniéndose por buena parte del siglo XIX, como muestran, por ejemplo, los debates constitucionales peruanos de 1860. Sin municipalidades -afrmaba Luciano Benjamín Cisneros, uno de los exponentes más descollantes del liberalismo moderado-, “los pueblos existen en perpetua tutela: su vida languidece bajo la acción central de la autoridad, y sus garantías no son menos eficaces que si dependiesen de la gracia o del capricho”36.

CONCLUSIÓN: LA CONTINUIDAD DEL MODELO JURISDICCIONAL

Nos hemos concentrado en el análisis del modelo de justicia local de la tradición castellana y del constitucionalismo gaditano, que están mutuamente implicados: estamos convencidos de que sin una perspectiva de conjunto no hubiéramos podido comprender los términos y las implicaciones de las cuestiones evocadas por el artículo de Cecilio del Valle antes citado. Es decir, en términos más amplios, no hubiéramos podido comprender el papel jugado por la institución municipal y la justicia local durante un largo período del siglo XIX hispanoamericano.

El tema de la justicia tiene una importancia estratégica en la transformación del municipio hispanoamericano en un poder autónomo y soberano con respecto al Estado. Además de la continuación de una cultura jurisdiccional tradicional, que unía en un solo cuerpo justicia y gobierno, la cuestión fue agravada por el hecho de que no llegó a aplicarse la reforma del aparato judicial, ni bajo el régimen gaditano ni bajo los regímenes independientes. A causa de las guerras y de la falta de dinero, en muchos casos -como Ecuador y Colombia- los jueces letrados, encargados de la jurisdicción civil y criminal de primera instancia, nunca fueron nombrados; situación, ésta, que se ha prolongado durante buena parte de la primera mitad del siglo. Se creó, así, un vacío jurisdiccional que los ayuntamientos llenaron, convirtiéndose de hecho en órganos soberanos que se contraponían tanto al Estado central como a los cabildos de las ciudades provinciales. En efecto, para la mentalidad colectiva, la justicia era todavía un atributo de la soberanía, ya que su ejercicio permitía intervenir en todos los ámbitos de la vida social, desde la defensa de los derechos y privilegios hasta la administración de los recursos y las cuestiones de gobierno. Esta vinculación muy estrecha entre justicia y municipio es confrmada por las peticiones de los pueblos, los que justificaban la demanda de elegir un ayuntamiento por la necesidad de administrar justicia.

La historiografía jurídica hispanoamericana ha insistido bastante sobre la cuestión de la pervivencia del derecho castellano en la época independiente, valiéndose -entre otras cosas- del estudio de la edición y reedición de diversas obras españolas anotadas según los distintos países mencionados37. La persistencia de lo que podemos definir como jurisprudencia española, por muy notoria que fuera, parece indicarnos la incapacidad de los nuevos Estados para dotarse de forma estable de un nuevo y completo sistema jurídico, contentándose durante muchos años con un “sistema de transición”38. Las principales causas de esa incapacidad fueron políticas; sin embargo, la explicación que remite a la inestabilidad de los gobiernos e incluso de los regímenes constitucionales no explica plenamente las resistencias al cambio. Estas últimas tuvieron unas raíces mucho más profundas y provienen esencialmente del antiguo mundo corporativo prerrevolucionario que se caracterizó por una intensa fragmentación de la sociedad y una cultura jurídica fuertemente arraigada que, teniendo aquél como base, contribuía a reproducirlo.

Los países hispanoamericanos, como la misma España, necesitaron todo un siglo para alterar normas y doctrinas y, en el ínterin, se utilizaron colecciones y obras antiguas en absoluto acordes con la transformación política que había sufrido la Monarquía Católica. Las largas transiciones hispánicas propiciaron la convivencia de concepciones jurídicas incompatibles en un plano teórico -pero no fáctico-, cuya explicación puede colocarse más allá de la lucha política que caracterizó al siglo XVIII revolucionario39. Por lo tanto, no sólo cabe hablar de la pervivencia del derecho español en los nuevos Estados independientes, sino también de lo similar, con todos los matices que se quiera, de los problemas hispanoamericanos y españoles a lo largo del siglo XIX. Sin embargo, no basta en este punto hablar solamente de la presencia de la Constitución gaditana o de la legislación doceañista en tierras americanas. La similitud de las soluciones a los problemas no tiene que ver sólo con las infuencias doctrinales o los transplantes de modelos, sino además con una cultura jurídica común.

El primer dato para subrayar es que en la mayoría de los Estados del mundo hispano el escalón inferior de la justicia estuvo poblado por jueces legos. Aunque esto fue en parte el resultado de la insuficiencia de letrados y de la falta de fondos, el simple hecho de que la justicia local fuera dejada en manos de alcaldes legos lleva al historiador a preguntarse hasta qué punto cabe hablar de un modelo de juez sometido a la ley. Dado que en muchos países americanos no fue establecido, como en el caso gaditano, un principio de responsabilidad legal -o sea la obligación de motivar las sentencias-, la esfera de discrecionalidad de los jueces siguió a lo largo de la época republicana. Finalmente, la imposible transformación de un modelo jurisprudencial de administración de la justicia en uno sometido a la ley obligó a que las garantías del proceso se fasen por entero a la articulación del régimen de responsabilidad personal de los jueces.

Ahora, aunque muchos de estos temas tienen todavía que ser investigados por la historiografía, un primer análisis de los textos constitucionales nos sugiere que este sistema no puede calificarse de legal; tampoco se parece al jurisprudencial norteamericano. Parece más bien, como ha afrmado Marta Lorente, un producto de la historia del mundo hispano: la obsesión demostrada por los monarcas de controlar a las personas que ocupaban oficios en defensa de su autoridad, pero con la contrapartida de que los administrados sacaban provecho de su posición. Esta situación se mantuvo viva en las opciones constitucionales, determinándolas en gran medida40. No cabe duda, a este respecto, de que los hombres de Cádiz así como los constituyentes de las nuevas naciones americanas fueron unos representantes de una antigua cultura jurídica en la que la idea de ley como fuente exclusiva y excluyente de derecho no tenía espacio alguno: no hay rastro de “imperio de la ley” en los diseños constitucionales de la primera mitad del siglo XIX, los que se limitaron a traducir en términos constitucionales el conocido paradigma jurisdiccional que había caracterizado durante siglos a la cultura jurídica propia del ius commune.

Por lo tanto, queda más claro por qué un hombre como José Cecilio del Valle, un ilustrado favorable a la independencia de los países hispanoamericanos y a los principios revolucionarios de la soberanía nacional, pueda haber defendido la autonomía política de los pueblos y el derecho a elegir sus propios jueces. Dado que la justicia significaba todavía la capacidad de imponer comportamientos coactivamente, de dictar normas generales y particulares, de resolver contenciosos entre parte, de perseguir y castigar las transgresiones al orden y de mantener a cada uno en su derecho, no podía no considerar peligroso atribuirla a unos jueces procedentes de afuera o nombrados por poderes superiores. En el mismo artículo arriba citado, Valle afrma:

“El establecimiento de los jueces es uno de los puntos más delicados en todas las

sociedades políticas. Son los que deciden los derechos más agrados de los hombres; lo que disponen de su vida, de su honor, y de su hacienda […] Triunfa la justicia cuando los ciudadanos son los que directa o indirectamente nombran los jueces que deben decidir sus derechos”41.

No son, por lo tanto, las leyes que aseguran los derechos de los individuos, sino los jueces con su poder discrecional. Este guatemalteco, como otros ilustrados y liberales hispanoamericanos de la época, pertenecía todavía a un mundo en el que la confanza en la recta y pronta administración de justicia dependía todavía de las “calidades” de las personas reconocidas por la comunidad a través de la elección.


* Este artículo es resultado de las investigaciones llevadas a cabo en el proyecto Cultura jurisdiccional y orden constitucional: justicia y ley en España e Hispanoamérica (Historia cultural e institucional del constitucionalismo español, HICOES III), Universidad Autónoma de Madrid (UAM). La entidad financiadora del proyecto es MEC, DIRECCION GENERAL DE INVESTIGACION (SEJ2004-06696-C02-02).

1. José Cecilio del Valle, “Sobre la organización del poder judicial”, El Amigo de la Patria 17, Guatemala, 27 de febrero 1821.

2. Véase, por ejemplo, Carlos A. Merchán Fernández, Gobierno municipal y administración local en la España del Antiguo Régimen (Madrid: Tecnos, 1988).

3. Alfonso García-Gallo, “Alcaldes mayores y corregidores en Indias”, en Estudios de historia del derecho indiano, ed. Alfonso García-Gallo (Madrid: Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, 1972), 695-741.

4. Véase, por ejemplo, John Preston Moore, The cabildo in Peru under the Hapsburgs (Durham: Duke University Press, 1954). La idea de una decadencia de la institución municipal a lo largo de la Colonia está confrmada también por las interpretaciones que consideran el fin de esta época como una etapa de « renacimiento » municipal, ocasionada, por un lado, por el incremento de la actividad económica promovida por la implantación del régimen de intendencias y, por el otro, por la creciente representatividad del estamento criollo. Véase a este respecto los trabajos de John Lynch, Spanish Colonial Administration, 1782-1810. The Intendant System in the Viceroyalty of the Río de la Plata (Londres: Athlone Press, 1958) [trad.: Administración colonial española 1782-1810. El sistema de intendencias en el Virreinato del Rio de la Plata (Buenos Aires: Eudeba, Editorial Universitaria, 1962]; John Preston Moore, The Cabildo in Peru under the Bourbons. A Study in the Decline and Resurgence of Local Government in the Audiencia of Lima, 1700-1824 (Durham: Duke University Press, 1966); John Fisher, “The Intendant System and the Cabildos of Peru: 1784-1810”, The Hispanic American Historical Review 49:3 (1969): 430-453.

5. Remitimos en este punto al excelente ensayo de Alejandro Agüero, “Ciudad y poder político en el antiguo régimen. La tradición castellana”, Cuadernos de Historia 15 (2005): 237-310.

6. Pietro Costa, “Dalla civiltà comunale al Settecento”, en Civitas. Storia della cittadinanza in Europa 1 (Roma-Bari: Laterza, 1999), 66-73.

7. Luca Mannori y Bernardo Sordi, Storia del diritto administrativo (Roma-Bari: Laterza, 2001), 9. Sobre la articulación entre sociedad corporativa y monarquía en la época moderna, véanse António Manuel Hespanha, Poder e instituçoes na Europa do Antigo Regime (Lisboa: Colectânea de textos, 1984); Angela de Benedictis, Politica, governo e istituzioni nell’Europa moderna (Bologna: Il Mulino, 2001).

8. Véanse, por ejemplo, Jerónimo Castillo de Bovadilla, Política para corregidores y señores de vasallos en tiempo de paz y de guerra [1597] cap. I (Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1978), 12; Lorenzo de Santayana Bustillo, Gobierno político de los pueblos de España, y el corregidor, alcalde y juez en ellos, [1742], cap. I (Madrid: Instituto de Estudios de Administración Local, 1979), 7.

9. Bartolomé Clavero, “Tutela administrativa o diálogos con Tocqueville”, Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno 24 (1995): 419-468.

10. Antonio Manuel Hespanha, “Qu’est-ce que la ‘constitution’ dans les monarchies ibériques de l’époque moderne ? ”, Themis año I : 2 (2000): 5-18.

11. Una síntesis de este proceso en Regina Polo Martín, El régimen municipal de la Corona de Castilla durante el reinado de los Reyes Católicos (organización, financiamiento y ámbito de actuación) (Madrid: Editorial Colex, 1999), 36.

12. Pietro Costa, Iurisdictio. Semantica del potere politico nella pubblicistica medievale (1100-1433) (Milán: Giufré, 1969), 129.

13. Jerónimo Castillo de Bovadilla, Política para corregidores, lib. III, cap. VII, n. 68, t. 2, 109.

14. Alejandro Agüero, “Ciudad y poder político”, 306-308.

15. Sobre el protagonismo de los cabildos de las ciudades americanas durante la crisis de la monarquía, véase el monográfico, Federica Morelli, “Origines y valores del municipalismo iberoamericano”, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, año 9, 18 (2007): 116-285.

16. Antonio Annino, “La ruralización de la ciudadanía durante la crisis de la monarquía hispánica”, ponencia presentada en el Seminario de Doctorado de la Universidad de París I, Ecrire l’histoire de l’Amérique latine contemporaine, coord. por Annik Lempérière (París: 16 de enero de 2008).

17. Véanse a propósito, Francisco Tomás y Valiente, “Génesis de la Constitución de 1812. De muchas Leyes Fundamentales a una sola Constitución”, Anuario de Historia del Derecho Español, tomo LXV (1995): 13-126; Bartolomé Clavero, José María Portillo y Marta Lorente, Pueblos, Nación, Constitución (en torno a 1812) (Vitoria: Ikusager Ediciones, 2004); Carlos Garriga y Marta Lorente, Cádiz 1812. La constitución jurisdiccional (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007).

18. Agustín de Argüelles, Discurso preliminar a la Constitución de 1812 (Madrid: Edición de Luís Sánchez Agesta, 1981): 97.

19. Ley 16-24 de agosto de 1790, tít. V, art. 15. Con posterioridad, la primera norma de 1793 constitucionalizó el principio en su art. 203.

20. Eduardo García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la Revolución Francesa (Madrid: Real Academia Española, 1994), 175.

21. Sobre este tema, véase Carlos Garriga y Marta Lorente, “El juez y la ley: la motivación de las sentencias”, en Cádiz 1812, 261-312.

22. Sobre esto véase Carlos Garriga, Las Audiencias y las Chancillerías castellanas (1371-1525). Historia política, régimen jurídico y práctica institucional (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1994).

23. Los jueces, que por principios no eran naturales de sus distritos, no debían entablar en ellos ninguna relación económica que fuera más allá de la estrictamente necesaria para el sustento de su casa. Además, debían mantenerse ajenos a cualquier tipo de relaciones sociales allende los muros de la casa de la Audiencia. Jerónimo Castillo de Bovadilla, Política para corregidores, lib. II, cap. XII, n. 34 y ss., t. 2, 133-135.

24. “La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales pertenece exclusivamente a los tribunales”.

25. Sobre todo esto, véase Fernando Martínez Pérez, Entre confanza y responsabilidad. La justicia del primer constitucionalismo español (1810-1823) (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999).

26. Carlos Garriga y Marta Lorente, “Responsabilidad de los empleados públicos y contenciosos de la administración (1812-1845). Una propuesta de revisión”, en Cádiz 1812, 313-369.

27. Sobre la formación de los ayuntamientos constitucionales en los territorios americanos, cf. Antonio Annino, “Cádiz y la revolución de los pueblos mexicanos, 1812-1821”, en Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, dir. Antonio Annino (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1995), 177-226; Federica Morelli, Territorio o Nación. Reforma y disolución del espacio imperial en Ecuador, 1765-1830 (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2005); Gabriella Chiaramonti, Sufragio e rappresentanza nel Perù dell’800. Gli itinerari della sovranità (1808-1860) (Turín: Otto ed., 2003); Jordana Dym, From Sovereign Villages to National States. City, State and Federation in Central America, 1759-1839 (Albuquerque: University of New Mexico Press, 2007).

28. En lo que concierne al programa fsiócrata sobre los municipios, véase el proyecto que Dupont de Nemours elaboró bajo la dirección de Turgot. Turgot-Dupont de Nemours, “Mémoire sur les Municipalités”, en Œuvres de Turgot et documents le concernant [1775] (París : 1922), vol. IV. Una experiencia que ha ejercido una fuerte infuencia sobre Turgot y el modelo de las municipalités fsiócrata ha sido la reforma de la administración local realizada por el Gran Duque Leopoldo de Toscana, cuyo principal objetivo había sido renovar la relación centro-periferia basándose en el circuito propiedad-censo-representación. Sobre la reforma del Gran Duque Leopoldo, véase Bernardo Sordi, L’amministrazione illuminata. Riforma delle comunità e progetti di costituzione nella Toscana Leopoldina (Milano: Giufrè, 1991).

29. Sobre este punto, véanse: Stefano Mannoni, Une et indivisibile. Storia dell’accentramento amministrativo in Francia, vol. I (Milán: Giufré, 1994), 201-203; E. García de Enterría, “Turgot y los orígenes del municipalismo moderno”, en Aa. Vv., Revolución francesa y administración contemporánea, (Madrid: Taurus, 1981), 71 y ss.

30. Sieyès, citado por Stefano Mannoni, Une et indivisble, 340.

31. Proyecto de constitución política presentado a las Cortes generales y extraordinarias por su comisión de Constitución (Cádiz: 1811), 5.

32. Ley del 28 Pluvioso (Pluviôse) del año VIII, cit. por Stefano Mannoni, Une et indivisible, vol. I, 472-473.

33. Sobre la reforma territorial francesa, véase Marie-Vic Ozouf-Marigner, La formation des départements. La représentation du territoire français à la fin du 18e siècle (París : Editions de l’École de Hautes Études en Sciences Sociales, 1992).

34. La referencia al pasado y a la antigua constitución histórica de la monarquía está fuertemente vinculada a la interpretación histórico-política que los constituyentes atribuyeron a la crisis del imperio. En efecto, muchos pensaban que éste había sido poderoso mientras sus antiguas instituciones sobrevivieron y que la revolución de 1808 representaba la respuesta a dos siglos de despotismo, como había afrmado Argüelles en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812. Una idea que había sido elaborada por Jovellanos y que Martínez Marina conceptualizó en su Ensayo histórico sobre la antigua legislación y principales cuerpos legales de León y Castilla (1811), una obra muy difundida en las Cortes.

35. Véase al respecto el Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, Madrid: 1872, 2590-2591 y 2618.

36. Gabriella Chiaramonti, “De marchas y contramarchas: apuntes sobre la institución municipal en el Perú, 1812-1861”, Araucaria 18 (2007): 150-179.

37. Véase, por ejemplo, para el caso mexicano, María del Refugio González, El derecho civil en México, 1821-1871 (Apuntes para su estudio) (México: UNAM, 1988).

38. La expresión es de María del Refugio González, “Derecho de transición (1821-1871)”, en Memoria del IV Congreso de Historia del Derecho Mexicano, t. 1 (México: UNAM, 1988), 433-454.

39. Marta Lorente Sariñena, “Las resistencias a la ley en el primer constitucionalismo mexicano”, en Carlos Garriga y Marta Lorente, Cadiz 1812, 393-420.

40. Marta Lorente Sariñena, “Las resistencias a la ley”, 419-420.

41. José Cecilio del Valle, “Sobre la organización del poder judicial”.


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