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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.36 Bogotá jul./dic. 2008

 

Las ideas sobre la ley y el pueblo en la construcción y consolidación de la República chilena (1810-1860)*

Ideas about the Law and the Nation in the Construction and Consolidation of the Chilean Republic, 1810-1860*

Marco Antonio León León

Licenciado y doctor en historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Docente de pre y posgrado en la Universidad ARCIS, de Santiago y Concepción (Chile) y de posgrado en la Universidad del Bío Bío Chillán (Chile). Director de la Red Chilena de gestión y valoración de Cementerios Patrimoniales. Se ha especializado en la historia social y cultural de Chile durante los siglos XIX y XX. Entre sus principales publicaciones se encuentran: Encierro y Corrección. La configuración de un sistema de prisiones en Chile (1800-1911), Tres Tomos. Santiago: Escuela de Derecho, Universidad Central de Chile, 2003; y Documentos para la historia de las prisiones en Chile en el siglo XX (1911-1965). Santiago: Sociedad Chilena de Historia del Derecho, 2008 (en prensa). marcoaleon@hotmail.com

Artículo recibido: 7 de diciembre de 2007; aprobado: 17 de junio de 2008; modificado: 14 de julio de 2008.


Resumen

El periodo comprendido entre 1810 y 1860 representa, a nuestro entender, una coyuntura de transición significativa hacia modernas formas republicanas y penales, la que aún conservaba del pasado colonial una percepción despectiva y estigmatizadora de los sectores populares. Los prejuicios ya existentes constituyeron, desde nuestro punto de vista, un antecedente directo de todas las críticas, recelos y temores hacia los pobres y su pobreza, aspectos criminalizados de hecho, y que encontraron un soporte más “científico” a partir de la difusión de la criminología positivista desde la década de 1880. Los artículos de prensa, así como otros escritos contemporáneos y referencias bibliográficas actuales permiten esbozar un panorama que retrata cómo en la configuración de un orden político-social, que definió medidas y decisiones hacia las clases bajas, tomaron lugar ideas que entrelazaban tanto nociones republicanas como coloniales al igual que racionalizaciones y subjetividades.

Palabras clave

Historia social, historia política, criminalidad, criminología, bajo pueblo.


Abstract

The period from 1810 to 1860 represents a period of significant transition toward modern republican and penal forms that still maintained a pejorative and stigmatizing perception of popular groups from the colonial past. In our view, these existing prejudices were a direct antecedent of all the critiques, distrust, and fear of the poor and their poverty (which were in fact criminalized) that found greater “scientific” support in the diffusion of positivist criminology starting in the 1880s. Articles in the press and other writings from this period, as well as current bibliographic references, make it possible to sketch an outline of how, in the shaping of a socio-political order that established measures and made decisions regarding the lower classes, ideas took hold that interwove both republican and colonial notions, rationalizations, and subjectivities.

Keywords

Social History, Political History, Criminality, Criminology, Lower Classes.


Introducción

Los comienzos de la República en Chile no fueron fáciles y al igual que en otras naciones en formación de América Latina se vieron marcados por una serie de confictos, que iban desde resolver situaciones heredadas del período colonial hasta lograr la cohesión de los grupos dirigentes para configurar un nuevo orden político y social. Esta última tarea, que empezó a tomar forma en las guerras de Independencia, pero en especial durante los gobiernos de corte conservador (José Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt)1, estuvo basada principalmente en la puesta en marcha de una nueva institucionalidad republicana, en una normativa del mismo carácter y en la pervivencia de medidas represivas y moralizadoras hacia los sectores populares, tenidos éstos desde épocas tempranas como agentes de desorden. En este sentido, el período que hemos escogido para analizar el tema, es decir, entre los años 1810 a 1860 representa una coyuntura de transición hacia modernas formas republicanas y penales, pero que aún conserva de los siglos de dominio español su mirada fundamentalmente despectiva y estigmatizadora del bajo pueblo urbano y rural.

Al respecto, los prejuicios que tomaron lugar en el período indicado, que por lo demás se remontan décadas atrás, constituyen desde nuestro punto de vista un antecedente directo que ayuda a explicar la rápida proliferación de una mirada más “científica”, la que desde la década de 1880 dio la criminología positivista a los delincuentes y criminales. Sobre ello, es preciso indicar que el discurso criminológico que se impuso desde esa fecha en adelante sólo retomó las críticas, recelos y temores hacia los pobres y su pobreza, los tachó de sinónimos de desorden y los acusó de delitos e inmoralidades2. El panorama jurídico-penal de la primera mitad del siglo XIX chileno permite corroborarlo3, al igual que otras investigaciones desarrolladas por Carlos Salinas, Marcelo Neira y Marcos Fernández Labbé4. Dentro de esa misma lógica, para los contemporáneos la criminología confrmó en el laboratorio el arraigado rumor sobre la peligrosidad natural o inherente de los sectores populares.

Para acercarnos a la comprobación de esta hipótesis creemos necesario vincular en esta refexión a la historia política y social, no contemplándolas como compartimentos separados, sino intentando buscar las conexiones entre ellas que nos ayuden a trazar un panorama más profundo y matizado de los años revisados. Así, consideramos que el concepto de orden político y social se vuelve una herramienta analítica necesaria que no sólo se queda en el plano de la historia de las ideas, sino que también genera reacciones o respuestas desde todo el tejido humano al que afecta. De ahí que busquemos la más amplia variedad de fuentes que puedan entregarnos una visión global del problema. En todo caso, es evidente que debemos tener en cuenta las limitaciones del material, en especial en cuanto a lo que se refere al bajo pueblo. Sin embargo, estimamos que es posible acercarse indirectamente a él, al menos a través de las voces de quienes dicen representarlo. Valga en todo caso recordar que el discurso represivo, que coexiste con un discurso de carácter moralizador, es el que al fin y al cabo termina imponiéndose y reproduciendo los temores y prejuicios ya aludidos.

1. EDIFICANDO EL ESCENARIO REPUBLICANO: CONCEPTOS Y DIAGNÓSTICOS

Una vez iniciada la emancipación chilena en 1810, se plantearon numerosas dudas sobre la futura organización del territorio, las que sólo encontrarían una respuesta adecuada a medida que avanzaron los años. La clase dirigente del período 1810-1840, buscó institucionalizar un Estado republicano con separación de poderes, régimen representativo y reconocimiento del concepto de soberanía popular como algo inherente a él, lo que no implicaba, como lo ha expresado acertadamente Ana María Stuven, “la aceptación y menos la puesta en práctica de las consecuencias de democratización social e inclusión política que esos conceptos traían consigo”5. Esto no era casual, pues también en el continente europeo el liberalismo redefinía los principios que lo habían movido a la lucha contra las monarquías. No obstante, prescindía de extender la igualdad a la esfera de lo económico y lo hacía de forma muy limitada en cuanto a lo político. Con un concepto de ciudadanía basado en la posesión de propiedad dicha igualdad se reducía también en el plano social6.

Esta situación dio como resultado que la definición del orden político y social del nuevo Estado republicano estuviera en manos de unos pocos, de una elite que había adoptado un lenguaje revolucionario e igualitario en teoría, pero que una vez en el poder no buscó precisamente extender privilegios o crear instancias de diálogo social. Existía, por tanto, un desfase entre los referentes ideológicos de la modernidad y las características de una sociedad que continuaba basándose en vínculos corporativos, de dependencia, y con una masa de población fundamentalmente rural y analfabeta. Este escenario provocaba además que no existiera una socialización moderna del concepto de “pueblo”, el que representaba la aparición de ideales abstractos y de nuevos actores que a su vez originaban otro concepto clave, esto es, el de “ciudadano”, sobre cuya base se formaba la soberanía pública. Este planteamiento aún no era plenamente incorporado al universo de significados políticos que manejaba la elite. Lo que es más, la “plebe colonial” parecía tener mayor presencia a los ojos de las autoridades por sus actos delictivos o su ignorancia7, antes que por ser la base de un nuevo régimen de gobierno. Desde temprano se había insistido en los desmanes del populacho, quien se aprovechaba de la coyuntura revolucionaria sólo para cometer desmanes:

“Los crímenes se multiplican a proporción de la impunidad de los delincuentes. Ellos seguramente se lisonjean con el falso concepto de que el rigor de la pena haya de minorarse en los días que se proclama la libertad. Esto es confundirla con la licencia, y tomar los abusos por principios. Una piedad mal entendida eriza el país de robos y asesinatos”8.

Una excepción, aunque no se tiene claridad sobre cuál fue en realidad su verdadero efecto social, se encuentra en la proclama revolucionaria del franciscano Antonio Orihuela dirigida a “los infelices que formais el bajo pueblo” tales como artesanos, labradores, mineros, etc. Este texto de 1811 reproduce no sólo el nuevo lenguaje igualitario de entonces, sino que además permite indagar acerca de las creencias de desigualdad o de “naturaleza diversa” que estaban detrás de muchas de las actitudes y medidas represivas de los grupos dirigentes. De ahí la necesidad de llamar la atención a los sectores populares y recordarles que

“[…] sois hombres de la misma naturaleza que los condes, marqueses y nobles; que cada uno de vosotros es como cada uno de ellos, individuo de sus cuerpos grandes y respetable que se llama Sociedad: que es necesario que conozcan y les hagáis conocer esta igualdad que ellos detestan como destructora de su quimérica nobleza. Levantad el grito para que sepan que estáis vivos, y que tenéis un alma racional que os distingue de los brutos, con quienes os igualan, y os hacen semejantes a los que vanamente aspiran a la superioridad sobre sus hermanos”9.

En estricto rigor y más allá de las intenciones discursivas el bajo pueblo urbano y rural había permanecido indiferente a los acontecimientos surgidos después de 1810. Esto se dio en gran medida porque la discusión teórica y conceptual sobre la materialización de un Estado republicano era ajena a su realidad inmediata. Desde fines del período colonial la vida cotidiana de la gran mayoría de la población chilena estaba marcada por la precariedad, las fluctuaciones económicas, las medidas represivas de la corona y los escasos intentos de moralización10. Las campañas de la Independencia tampoco indicaban que el escenario descrito fuera a cambiar de una manera significativa con posterioridad, pues para “el bajo pueblo, la ruptura iniciada por la elite solamente significó un cambio en la administración del país y una consolidación de los mecanismos de exclusión que se habían perfeccionado en las pasadas décadas”11. Por lo general la plebe era movilizada para alguna batalla y reclutada cuando disminuían las fuerzas de combate, pero no existía una mayor valoración hacia ella, ni sus acciones respondían a una defensa consciente de sus propios intereses.

Por otra parte, la disyuntiva entre ideales modernos y creencias tradicionales, o si se quiere entre formas de pensamiento y de mentalidad divergentes, marcaría las percepciones futuras no sólo sobre la forma de administrar y mantener un nuevo orden social republicano, sino además sobre las clases populares, vistas no como “actores” o protagonistas de un proceso, sino más bien como agentes de desorden. Según se expresaba en un artículo del periódico Viva la Patria, se debía entender que la “plebe chilena no tenía opinión; pero como no podía tenerla debía participar del azote”12. Por ello, desde dicha óptica, el bajo pueblo seguía siendo estigmatizado como ocurría durante los siglos coloniales, pero no como un sector peligroso para la monarquía, sino ahora para el correcto funcionamiento de la República.

Si bien el Estado y la Nación fueron productos del proyecto político y cultural de una elite que buscó representarse a través de una institucionalidad y de un incipiente espacio público, sería exagerado pensar que esta sola situación bastaba para garantizar la coexistencia pacífica o para moldear a la sociedad ya existente. Más aún cuando el régimen republicano, bajo el principio contractual que lo justificaba legitimaba su acción por el control o represión de los que trataban de alterar el marco definido por las leyes. Por ende, no debe llamar la atención que al mismo tiempo se debatiera sobre las ideas y la reforma de las costumbres que debían inspirar y orientar las conductas de la población en el futuro. Fue en dicho debate que los temores reales o imaginarios comenzaron nuevamente a aforar, pues se temió a la anarquía como consecuencia de la falta de un orden político y social. El miedo a los saqueos, al bandidaje y a las insurrecciones, entre otras formas de violencia, iba junto a la visualización de atentados contra la hegemonía de la ética y a las expresiones culturales que mantenían cohesionado al grupo dirigente13. Dicho grupo, por lo demás, era entendido como socialmente homogéneo, con fuertes lazos de parentesco, una profunda religiosidad, auto referido como poseedor legítimo de la autoridad del Estado y portador de valores que iban a permitir establecer las normas para la sociabilidad política.

El nuevo orden institucional republicano debía apoyarse entonces sobre un orden social, y tal orden requería de una cuidadosa elaboración que abarcara toda la organización política, económica y social del país14. En tal escenario era primordial dejar en claro el papel que debían tomar la administración de Justicia y la Educación. Así, mientras la primera era concebida como una “voluntad constante y perpetua de dar a cado uno lo que le pertenecía” e implicaba la “penalización o castigo público” de los delitos15, la segunda se entendía como un valor necesario para sustentar dicho orden institucional y social. Es este sentido, ambas eran complementarias.

La aceptación de un nuevo orden frente al pasado colonial fue un proceso lento que debió poner énfasis en la noción de un cambio gradual que evitase toda forma de descontrol. De acuerdo con Ana María Stuven, la palabra “orden” se volvió recurrente a partir de la consolidación institucional que siguió a la batalla de Lircay en 1830, e incluso pudo establecerse una relación con el término “confanza”, que se convertiría en el pilar sobre el que descansaría el consenso social. Así como el orden se oponía a la anarquía, la confanza se oponía la inseguridad. De este modo la confanza se convertiría con los años en una estricta idea de apego al orden, un elemento que también provocó futuras transformaciones:

“Es importante referirse al cambio porque la instauración de la república, así como la comprensión que se tenía del ideario liberal en la época, implicaban el reconocimiento de vivir un período de transición hacia un nuevo orden socio-político, que hoy sabemos se confunde con la modernidad. El temor a la anarquía siempre provocó reacciones de rechazo al cambio; la confanza respecto de su control del poder político y social permitió la implementación de políticas más liberales y la distensión de los mecanismos de control social que ejercía la elite [...] la noción de orden trasciende un significado meramente político, y permea toda la discusión en torno a la creación de la nación. Se relaciona directamente con el cambio social y con las visiones que sobre éste surgen, desde la revolución ilustrada hasta los sucesos revolucionarios europeos”16.

La sensación de que la sociedad se encontraba bajo control y de que el cambio no alteraba los pilares sobre los cuales se apoyaba el poder de la clase dirigente estaba estrechamente vinculada a la noción de orden. La oposición entre este concepto y el de “anarquía” había guiado gran parte de la construcción institucional del período, además de constituir una de las bases sobre las que se programaba el aprendizaje político de la Nación17. Por ello, “cuando la clase dirigente se sentía confada de la vigencia del orden, tenía una mejor disponibilidad hacia los requisitos de la modernidad y la actualización de la república; el temor al caos la llevaba, en cambio, a privilegiar el orden social y los esquemas de sociabilidad de una sociedad tradicional por sobre cualquier otro valor político”18.

Tal orden debía ser institucionalizado y expresado a través de una normativa, con el fin de intentar superar los planteamientos utópicos y tener así una existencia concreta. De ahí que la institucionalidad republicana debía refejar este concepto con una mezcla de autoritarismo y libertad, aunque parecieran términos antagónicos. Dicha síntesis fue bien representada por el ministro Diego Portales, quien

“ligó el presente con las añoranzas del pasado que sentía la clase política chilena de comienzos del siglo XIX, afanzando el orden, a fin de llenar el espacio vacío dejado por la pérdida de la legitimidad del gobierno monárquico. Ello permitió que en esta alternancia entre el discurso del orden y el de la libertad surgiera nuevamente el discurso libertario”19.

Pero las ideas, prejuicios y percepciones de Portales respecto de los grupos marginados, que fueron cobrando mayor protagonismo público desde la década de 183020, no eran en esencia muy diferentes de prácticas anteriores, aunque sin duda la historiografía desde la más conservadora hasta la más liberal e izquierdista ha hecho célebres las frases expresadas en sus cartas sobre la necesidad de llevar a la población por el camino del orden y de la virtud: “cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”. O expresando igualmente que “el orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y cosquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”. El remedio más empleado nos lleva a otra cita famosa: “el Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres”21.

No es éste el lugar para referirse a Portales y sus ideas respecto del orden político y social, pues ya existe una bibliografía abundante sobre tal personaje22. Sin embargo, sus juicios reproducen no sólo los esquemas mentales de la elite gobernante, sino en rigor, los de todos aquellos que deseaban diferenciarse de esa plebe estigmatizada como peligrosa, vandálica, desordenada y ociosa, esto es, “bárbara”. No obstante, se dejaba entrever (idea que tampoco era nueva en su totalidad) que la moralización -o “civilización de las costumbres” como diría Norbert Elías-23 podía dar paso a una mayor participación en el sistema político futuro, lo que sí se distanciaba de las pretensiones humanitarias de fines del siglo XVIII. Tal planteamiento permite señalar que el concepto de orden debía ser entendido como algo cambiante, no estático, y que se definía históricamente de acuerdo a las percepciones que tenía el sector dirigente sobre las amenazas que enfrentaba. Sin embargo, la elite estaba consciente de que la incorporación social y el cambio político debían venir con el tiempo, siendo preciso, para evitar desórdenes, que se completara un proceso de evolución socio-cultural. En este sentido, la Constitución de 1833, que rigió en el país hasta 1925, fue sin duda fruto de la conciliación entre la necesidad de una institucionalidad republicana duradera y los diferentes temores que poblaban el imaginario político de la clase dirigente. La carta fundamental, entonces, debía ser capaz de suplir el atraso percibido en las costumbres populares con un articulado que impidiera que agentes disociadores u otros grupos sociales e ideológicos intentaran introducirse en el escenario político. Se creía así que las costumbres debían estar a la altura de las ideas24, lo que equivalía a plantear que el pueblo debía tener acceso a los niveles de civilización propios de la elite, como requisito para su futura incorporación al sistema político. En términos simples, se buscaba progreso. Sólo de este modo se entendería, como lo afrmara Andrés Bello, que “el espíritu de orden es el único móvil de la vida pública”25. La citada frase que no es un conjunto de palabras sin contenido, pues el jurista venezolano creía frmemente que las leyes eran el refejo de las interacciones cotidianas que por siglos habían guiado la conducta de los miembros de la sociedad civil. Los individuos serían feles a las leyes en la medida que éstas lograran satisfacer sus intereses, por lo que su existencia “no se concebía en términos constitucionales formales, sino como la base misma del orden en la sociedad [...] el sistema republicano consistía en el imperio de ella”26.

Para tal propósito la confanza en la ley y en el derecho era el nexo entre la autoridad necesaria y la “república posible”, como decía el constitucionalista argentino Rafael Alberdi a comienzos de la década de 1840. El énfasis en estos aspectos era también destacado por otro argentino, Domingo Faustino Sarmiento, quien desde las columnas de El Mercurio de Valparaíso afrmaba en 1841 que

“[...] la instrucción que se difunde cada vez más entre las clases menesterosas, que por serlo se ven arrastradas a atacar la vida y la propiedad de los otros, los esfuerzos que la estadística moral y criminal hacen para descubrir las causas que más fomentan los delitos, el sistema de exportación ensayado con tan felices resultados por algunas naciones europeas, los penitenciarios establecidos en Norte América, en fin, mil otras mejoras intentadas o realizadas por todas partes, con el fin de ahorrar aquellas sangrientas ejecuciones, son otras tantas muestras del sentimiento dominante de los pueblos civilizados, que gimen aún bajo el peso del funesto legado que les han hecho legislaciones envejecidas, y que se perpetúan en medio de nuestras costumbres, [...]”27.

La caracterización de una República dirigida por una elite que basaba su cohesión en un consenso poco a poco comenzó a sufrir presiones por parte de los grupos que intentaban abrir el espectro político e imponer un sistema más democrático. Más que detallar las alternativas de este proceso estudiado por Stuven y Collier28 nos interesa ver cómo las ideas de cambio tendieron a radicalizarse y a intentar una drástica transformación social que no era posible lograr de la noche a la mañana. Eventos como la designación de Manuel Montt al Ministerio del Interior -personaje de claro tinte autoritario-, sus desavenencias con otras personalidades políticas del período, los desórdenes que rodearon la reelección del presidente Manuel Bulnes y los fermentos revolucionarios franceses de 1848 que tuvieron su repercusión en Chile originaron medidas drásticas y endurecieron el discurso hacia cualquier agente de desorden político y social.

2. LOS ACERCAMIENTOS AL PUEBLO: ENTRE EL PREJUICIO Y EL JUICIO

En el escenario antes esbozado la ley y el respeto a la institucionalidad se convirtieron en un pilar de reemplazo para el consenso en torno a una visión más homogénea de la organización de la República. La ley se transformó en el medio a través del que se delimitaban los derechos de los ciudadanos, mientras que a la institucionalidad le correspondía velar por que el gobierno democrático se perfeccionase a la par con el pueblo, aún empleando formas autoritarias. De ahí que el intendente de Valparaíso, Joaquín Prieto, expresara en abril de 1846 frente a los desórdenes que se produjeron en torno a la elección parlamentaria de ese año, que se había visto “removida la hez de la sociedad, y pronta a echarse encima de la ley, de la autoridad y de los buenos ciudadanos”29. Estos juicios, que revelaban un temor al protagonismo político y social que podían cobrar los sectores populares, se repetirían una y otra vez retomando imágenes del pasado colonial: “La vista de lo sucedido y la revelada disposición de un populacho desenfrenado, han causado en los buenos patricios una profunda sensación, desterrando de sus corazones la confanza que antes los sostenía y que les hacía mirar sin espanto la tendencia anárquica que por un bando se diera a la lucha electoral”30.

Fue a partir de esta coyuntura que se inició una discusión sobre el concepto de “pueblo” que se defendía desde los primeros días del proceso independentista como el depositario de la soberanía popular. Si bien el pueblo podía ser una abstracción, es decir, el equivalente a la Nación como proyecto o a un “pueblo elector”. Por otra parte, también hacía referencia a una clase inferior, cuya única posibilidad de incorporación política y social consistía en su progresiva educación o “acercamiento a las luces”31. A pesar de las buenas intenciones la percepción hacia el pueblo chileno no se había alejado mucho de lo que se pensaba durante los siglos previos, pues todavía para mediados de la centuria éste era caracterizado como “abatido, inculto, negligente, preocupado, lleno de vicios y sin otra virtud que la del valor”32, aunque este último elemento, forjador de la mítica imagen del roto chileno ignorante pero valiente era ya un aporte del período republicano33. Los comentarios del ministro de Justicia en 1845, Antonio Varas, refejaban también lo expresado:

“La diversa posición social exige diversa cultura intelectual. Para la clase que vive del trabajo de sus manos i que desde mui temprano se ve precisada a ganar por sí la subsistencia, la instrucción primaria es todo lo que puede adquirir. Para la clase que con más desahogo puede i debe dedicar más tiempo al cultivo del entendimiento, es preciso proporcionar más estensos medios de instrucción que las escuelas primarias [...]”34.

El antes citado Domingo Faustino Sarmiento fue quien mejor bosquejó las primeras aproximaciones de corte “criminológico”, aunque empleamos este término con todas las reservas necesarias para apelar a la conducta de los sectores populares. En una serie de artículos publicados en El Mercurio de Valparaíso, más que entrar sólo a descalificar las costumbres de los grupos bajos de la sociedad, Sarmiento hizo un análisis de los condicionamientos sociales y ambientales que podían estar detrás de los actos delictivos. Al respecto, era claro su conocimiento de algunas teorías que buscaban explicar el origen de la naturaleza delictiva:

“Un sentimiento enérgico de independencia, un amor innato a los grandes peligros, y un valor indómito y arrojado, pueden hacer del hombre que se sienta arrastrado por estas tendencias de la organización física, un general que llene de gloria a su patria, o un bandido que sea el terror de los caminantes, según el punto de partida o el camino en que se halle lanzado para satisfacer sus instintos. Las observaciones frenológicas pretenden demostrar que los mismos signos exteriores que acreditan un gran genio comercial pueden servir a caracterizar un ladrón famoso, pues en uno y otro domina un deseo vehemente de adquirir”35.

El papel de las autoridades y de la sociedad civil era importante, pues determinaba no sólo las actitudes del presente, sino también las del futuro. Tal determinación se daba porque la marginación de actividades y la falta real de posibilidades engendraban tanto la ira y el desprecio de los delincuentes hacia la elite y la autoridad, como una permanente intranquilidad. Por esta razón no podía concebirse “una sociedad que les cierra todo camino de mejora y todo cambio de posición”. Por el contrario, se debía estimular un cambio de ambiente social y familiar. Existía, en este sentido, un claro interés de Sarmiento por detectar los orígenes de los crímenes, describirlos y llamar la atención de quienes normalmente se quejaban de la presencia de vagos, mendigos, prostitutas, ladrones y delincuentes en las calles de las ciudades y de las zonas campesinas.

Más que buscar responsabilidades en la naturaleza de los sujetos populares, Sarmiento creía que era la sociedad en su conjunto la que no había hecho nada para mejorar la condición de muchos pobres, quienes por necesidad más que por gusto finalmente caían en el delito. La privación de libertad en las cárceles y presidios no era vista por el intelectual argentino como una solución, ni tampoco el envío a colonias penales como la existente en la isla de Más a Tierra, en el archipiélago de Juan Fernández36, pues a su entender,

“[...] en medio del aislamiento de toda otra sociedad que la de los hombres encenegados en él, sólo produce un nuevo germen de depravación, el remedio adoptado será mil veces peor que el mal que intenta curarse, y lejos de librar a la sociedad de las agresiones de estos seres que la han ofendido, sólo se habrá conseguido aplazar sus ataques, ocupando el tiempo que de ellos se ve libre en degradarse más”37.

Pero las palabras de Sarmiento no fueron escuchadas y, en efecto, la experiencia de las colonias penales no estuvo ni siquiera cerca de rendir el fruto que se esperaba, que era precisamente el de evitar los focos de desorden político y social en el país38. Para la clase dirigente la supuesta incorporación del pueblo al proyecto de gobierno era inviable, puesto que suponía una automática identificación de intereses además de compartir una misma verdad. Además debía considerarse que las condiciones de vida de los sectores populares estaban lejos de facilitar la adquisición de una mejor educación que les permitiera convertirse, en algún momento, en miembros activos de la vida ciudadana39. Las palabras de Francisco Bilbao en su escrito Sociabilidad chilena (1844), en el que expresaba que la necesidad de “renovar las creencias de la plebe, sustituirles la educación flosófica, es darles su conciencia individual, es afrmar la revolución. Afrmar la revolución es entronizar la libertad”40 se convertían sólo en buenas intenciones, pues no había en realidad una propuesta de transformación social, sino de oposición a un orden político e institucional catalogado de tradicional, vetusto y conservador. Esta falta de representación llevó a que la campaña electoral de 1846 fuera vista como la oportunidad para introducir en la vida política un grupo social integrado por personas dedicadas a diferentes oficios, cuyo punto en común era que sus intereses diferían de los de quienes detentaban el poder.

Como lo ha expresado el historiador Luis Alberto Romero: “Cuando la elite miró cómo vivían los pobres, sumaron los problemas sanitarios con los morales: todo era allí un horrendo revoltijo de miseria y corrupción, al punto que no podía saberse -así lo creían- quién era hijo de quién. La prostitución y el alcoholismo -nuevos o recién descubiertos- completaron a sus ojos el cuadro de degradación”41.

Por supuesto, dicha degradación se traducía también en la relegación a un segundo plano de los intereses populares y de quienes deseaban una participación en el sistema político. José Victorino Lastarria en su Manuscrito del Diablo (1849), recordaba precisamente la hipocresía de una clase privilegiada que

“[…] pone en acción todos los medios sociales en cuanto le convienen a su defensa y conservación: arrogándose la tutela del pueblo, manifesta desear mucho su progreso, pero no hace jamás por él todo lo que desea. Posesionada como está del gobierno, muestra propender al engrandecimiento y respetabilidad de la nación, pero cifra el engrandecimiento en el orden, y hace consistir el orden en conservar todo lo que existe, en no reformar y en no admitir nada de nuevo ni en ideas, ni en administración, ni en política, ni en personas”42.

Para la misma época el intendente de Santiago, José Miguel de la Barra, no escatimaba epítetos al momento de referirse a los grupos populares como “gentes miserables y sin industria para procurarse medios honrados de subsistencia [que] aumenta el número de criminales y hace necesaria una particular contracción de la Intendencia para prevenir y perseguir sus atentados”43. Por supuesto, estos juicios despectivos no serían los únicos, pero en el discurso político y social hacia los marginados se empezaron también a establecer distinciones. La masa de “rotos”, y la “hez de la sociedad” como igualmente se les llamó, comenzó a ser diferenciada de los trabajadores estables y calificados (artesanos, pequeños comerciantes), aunque se siguiera manteniendo una percepción negativa hacia ellos como agitadores y revoltosos. Entretanto, para vagabundos, mendigos, prostitutas y pobres en general eran recurrentes las opiniones que los veían llanamente como una “mescolanza de pálidos mata-perros, de vigilados por la justicia, de horrorosas bacantes, esas frentes estúpidas i embadurnadas de vino ¿eso es el pueblo? ¡Vaya pues! Eso es lodo humano [...] en los días de las grandes crisis, se arrastran esos horribles pigmeos, impuro cardumen que ahulla i que degüella”44.

Pero los trabajadores y otros miembros del bajo pueblo no eran vistos sólo como agentes de desorden, sino además como elementos manipulables por los opositores al gobierno. Este pueblo, se decía, “no tiene ideas, no tiene principios que le sirvan de premisas para la solución de sus instintivas deliberaciones”45. Tal juicio tenía antecedentes, pues dos décadas antes el marino inglés Longeville Vowell había tenido una percepción muy similar sobre los sectores populares y sus conductas:

“Los rotosos, así llamados por andar hechos pedazos, son fornidos, vagamundos, sin Dios ni ley, ni con medios ostensibles de vivir que, si bien raras veces se les ve en épocas de tranquilidad, cuando permanecen en acecho en los barrios de Guangualí y la Chimba, pululan como lobos en las calles, en la expectativa de saqueo o cuando se ofrece alguna reyerta o revolución. La presencia de esas figuras escuálidas y de aspecto salvaje en la Plaza o en otros sitios públicos concurridos, es seguro indicio a los habitantes de Santiago de que se aproxima alguna revuelta política, pues saben desde tiempo atrás que son agentes siempre listos para tomar parte en cualquiera tropelía”46.

Así, lentamente tomó forma el temor de la clase dirigente hacia los motines y desórdenes que alteraban ese orden legal impuesto y entendido más bien por unos pocos, pues el grueso de la población del país buscaba la manera de sobrevivir y encontrar un canal de representación a sus demandas47. No se entendía que el orden y el desorden, ya delimitados en el plano teórico, en realidad se encontraban entrelazados y habían coexistido desde siempre. De hecho, un término le daba sentido al otro, con lo cual la pretendida estabilidad institucional sólo cobraba significado si existía un correlato similar en la esfera económico-social y cultural, situación que evidentemente no se daba. Por ello trabajadores, artesanos y quienes desempeñaban los más variados oficios eran “criminalizados” por la autoridad, supuestamente por ser seres dóciles a doctrinas que buscaban desestabilizar el equilibrio legal e institucional, aparte de ser propensos a participar en agitaciones. Es posible entonces apreciar no sólo una imagen irracional, retardada y manipulable de los sujetos que no eran parte de los grupos privilegiados, sino además captar las aprehensiones frente a su participación en el espacio público, situación que de continuar podía terminar por darles más coherencia y organización. En suma, permitía a los contemporáneos vislumbrar, como lo ha sostenido cierta historiografía social, un movimiento popular48.

Se apreciaba igualmente en los contestatarios al sistema político y social vigente una presencia numérica significativa que terminaba por estigmatizarlos como peligrosos e improductivos. Este proceso no es enteramente republicano, a diferencia de lo que se desprende de la lectura de Luis Alberto Romero49, pues ya se encuentra presente en el período colonial. No obstante, es necesario anotar que durante los gobiernos del siglo XIX el citado proceso empieza a tomar nuevos significados, pues según el grupo específico que se intente controlar se van definiendo de mejor forma medidas represivas y moralizadoras, con el fin de disciplinar la mano de obra y aumentar su eficiencia. Como recordaba acertadamente Gabriel Salazar en este escenario,

“el discurso del orden escondía un sub-discurso discriminatorio, no sólo contra los opositores políticos al régimen, sino también contra las capas sociales más desvalidas de la sociedad. Estas últimas recibieron también garrotazos mercantiles por su rechazo al trabajo forzado (“fojera”), o por su falta de trabajo (“vagabundos”), o por su tendencia al robo (“facinerosos”) o por su desapego a las normas existentes (“sin Dios ni ley”) o por la imposibilidad de fundar familias estables (“escandalosos”)”50.

En los años siguientes el fantasma del desorden institucional acechó conjuntamente con el desorden social. Si en las décadas anteriores el país se había definido al menos políticamente a partir de la polaridad orden-anarquía y orden-libertad, desde la guerra civil de 1851 el orden sería entendido como un requisito indispensable para el desarrollo de Chile. En 1855, el presidente Manuel Montt evidenciará un cambio en la tendencia anterior, pues hará hincapié en la consolidación del progreso y el orden como elementos necesarios para enfrentar el futuro51, pese a algunas voces críticas surgidas durante la guerra civil de 1859, las que cuestionarán la noción de orden como entorpecedora del progreso o como instrumento de manipulación electoral. Tal visión será retomada por los gobiernos liberales de la segunda mitad del siglo XIX. Así, la anhelada restauración del orden ya no parecerá perteneciente sólo a una determinada postura ideológica, sino más bien será un propósito común para quienes gobiernen.

Conclusiones

Los pasos dados durante las primeras décadas republicanas chilenas fueron fundamentales no sólo para ir construyendo paulatinamente una nueva institucionalidad, sino también para dar forma y sentido a la normativa pública y privada que regiría los destinos del país. Dentro de este escenario se hace más comprensible la organización de un orden jurídico-penal que regularía -en forma más sistemática a medida que avanzaran las décadas los intercambios entre los particulares y las relaciones de éstos con los poderes del Estado. Así, a lo largo del siglo XIX y en especial en su segunda mitad se fue construyendo una arquitectura jurídica visible, tanto en la Constitución de 1833 como en la elaboración de diferentes códigos (Civil en 1855, Penal en 1874, de Procedimiento Penal en 1906) que definieron los principios a los cuales tendrían que ajustarse los comportamientos del cuerpo social.

En ese sentido, el período que va desde 1810 a 1860 logra enseñarnos las particularidades de una época en la que sus principales actores buscaron ordenar y reordenar los elementos de cambio y permanencia colonial. Dichos elementos encontraron un lugar de vínculo al concebir la idea de construir un orden político y social basado en medidas represivas, las que a pesar de ser cuestionadas por los simpatizantes de las ideas liberales, fueron igualmente seguidas de cerca por éstos una vez que llegaron al poder en la segunda mitad del siglo. Por ende, en esencia muchas de sus acciones no se apartaron de aquellas tomadas durante los gobiernos conservadores con el fin de mantener el orden y disciplinar a la sociedad. Así, el control del orden político y social dejó de ser una característica adscrita a una determinada postura ideológica, y de este modo llegó a transformarse en un ideal común de gobierno.

Respecto de los otros protagonistas que hemos mencionado en este estudio, los sectores populares, debemos señalar que la imagen fundamentalmente negativa que se tenía de ellos al caracterizarlos como “rotos errantes y vagabundos” fue construida igualmente a partir de rasgos reales determinados por la criminalidad del período, la que encontraba su origen en las fuctuaciones económicas, la falta de trabajo estable y la ausencia de estímulos salariales. De este modo, se buscaba satisfacer las necesidades mediatas e inmediatas de maneras ilícitas. Frente a este panorama, en el que se entrecruzaban juicios exagerados y necesidades efectivas no siempre fáciles de separar al momento de establecer un análisis, la respuesta normal fue la de tildar de ociosos, borrachos e inmorales a hombres, mujeres y niños pertenecientes a esa masa anónima, aquella que era estigmatizada sin mayor razonamiento: “el populacho […] carece de voluntad propia”. Las reacciones ante su presencia se redujeron a limitar sus desplazamientos, a buscar su control moral y laboral a través del trabajo forzado o recurrir a la privación de su liber-tad52. Tales medidas en conjunto revelaban un temor arraigado ante un “otro” definido a partir de su naturaleza desconocida y asociado instintivamente con lo sórdido, lo pecaminoso, la improductividad y por supuesto el delito y el crimen. Estos prejuicios nacieron como resultado de la falta de un conocimiento más acertado acerca de lo que genéricamente se tenía por “pueblo”, en la medida que se desconocían sus diferencias internas, características, motivaciones y personajes. Esto se produjo porque, como se dijo, se estableció una distinción entre quienes tenían un trabajo que los identificaba (artesanos, proletarios o que desempeñaban otros oficios) y el resto de ellos. Faltaba, en este sentido, una actitud de estudio y de observación de los pobres y su pobreza, la que sin embargo, fue tomando forma a medida que avanzaba el siglo, aunque eso no excluía los prejuicios antes expuestos.


* Este artículo se enmarca dentro del proyecto (1080192, 2008-2010, en el que el autor es coinvestigador) del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, FONDECYT, administrado por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile.

1. Para los lectores no familiarizados con la historia política chilena, los gobiernos de los nombrados Presidentes de la República corresponden a los siguientes años: José Joaquín Prieto (1831-1841), Manuel Bulnes (1841-1851) y Manuel Montt (1851-1861).

2. La situación estudiada no es privativa de Chile. Tanto en el continente europeo como en otros lugares de América Latina la asociación entre pobreza y criminalidad se dio desde temprano, mezclándose prejuicios y verdades al momento de caracterizar a los agentes de desorden político y social. Para un panorama general, pueden revisarse trabajos como los de Daniel Pick, Faces of Degeneration: A European Disorder, c. 1848-c. 1918 (Cambridge: Cambridge University Press, 1989); Carlos Aguirre y Robert Bufington eds., Reconstructing Criminality in Latin America (Delaware: SR Books, 2000); Ricardo Salvatore, Carlos Aguirre y Gilbert Joseph eds., Crime and Punishment in Latin America (Durham and London: Duke University Press, 2001). Para el caso chileno véase Marco Antonio León León, “Pobreza, pobres y sociedad en Chile. Desde el Reformismo Borbónico hasta la República Conservadora (Siglo XVIII-1870)”, en Anales del Instituto de Chile, vol. XXVI, Estudios: La Pobreza en Chile I (Santiago: Instituto de Chile, 2007), 137-206.

3. Tal situación ha sido examinada con mayor detalle en la investigación doctoral de Marco Antonio León León, Encierro y corrección. La configuración de un sistema de prisiones en Chile (1810-1911), Tomo I (Santiago: Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales - Universidad Central de Chile, 2003), http://www.memoriachilena.cl. Otros trabajos del mismo autor también corroboran la extensión geográfica y social de los prejuicios: “Una impresión imborrable de su personalidad. La fotografía carcelaria y la identificación criminológica en Chile (1870-1940)”, Revista Chilena de Historia del Derecho 18 (1999-2000): 311-333; “Los dilemas de una sociedad cambiante: Criminología, criminalidad y justicia en Chile contemporáneo (1911-1965)”, Revista Chilena de Historia del Derecho 19 (2003-2004): 223-277; “Extirpando el “jermen del mal”: Visiones y teorías criminológicas en Chile contemporáneo”, Cuadernos de Historia 28 (2008): 81-113.

4. Carlos Salinas Araneda, “Portales y la Judicatura”, en Portales. El hombre y su obra, comp. Bernardino Bravo Lira (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1989), 199-233; Marcelo Neira, “El delito femenino en Chile durante la primera mitad del siglo XIX”, Mapocho 51 (Santiago, 2002): 119-138; Marcos Fernández Labbé, Prisión común, imaginario social e identidad. Chile, 1870-1920 (Santiago: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana-Editorial Andrés Bello, 2004).

5. Ana María Stuven, La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX (Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 2000), 29. La visión más reciente de este problema es entregada por Simon Collier, Chile. La construcción de una República, 1830-1865. Política e ideas (Santiago: Ediciones de la Universidad Católica de Chile, 2005), 174-175 y ss.

6. Pedro Trinidad Fernández, La defensa de la sociedad. Cárcel y delincuencia en España (Siglos XVIII-XX) (Madrid: Alianza Editorial, 1991), 78-79.

7. Muchos juicios de este tipo, en especial en cuanto a lo que dice con relación a la ignorancia, se esgrimieron a propósito de la confección de los primeros censos de población republicanos. Los inspectores comisionados para dicha tarea eran esquivados por los habitantes, ya fuera por considerar que era una forma oculta de reclutamiento militar, una manera de alzar los impuestos o simplemente por desconfanza hacia los representantes de un Estado que les era desconocido. Andrés Estefane Jaramillo, “Un alto en el camino para saber cuántos somos...”. Los censos de población y la construcción de lealtades nacionales. Chile, siglo XIX”, Historia I:37 (Santiago: Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, enero-junio de 2004): 33-59.

8. El Monitor Araucano, Santiago, 19 de agosto de 1814. Se reproduce un decreto del 16 de agosto de ese año.

9. “Proclama revolucionaria del padre franciscano frai Antonio Orihuela”, en Sesiones de los Cuerpos Legislativos de la República de Chile, 1811 a 1845, comp. Valentín Letelier, Tomo I (Santiago: Imprenta Cervantes, 1887), 358. El destacado es nuestro. Una interpretación de este texto en Sergio Grez, De la “regeneración del pueblo” a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) (Santiago: DIBAM-RIL - Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1997), 193-196.

10. Sergio Grez, De la “regeneración del pueblo”, 177-219.

11. Leonardo León, “Reclutas forzados y desertores de la Patria: El bajo pueblo chileno en la guerra de la Independencia, 1810-1814”, Historia 35 (2002): 256.

12. “Continúa el artículo remitido suspenso en el número anterior”, en Viva la Patria. Gazeta del Supremo Gobierno de Chile, Santiago, 21 de mayo de 1817.

13. Ana María Stuven, La seducción de un orden, 39; Leonardo León, “Reclutas forzados”, 259-286.

14. De esta manera se relativiza la visión esencialmente institucional y estatal que tuvo la noción de orden durante el siglo XIX, “además de conferir un protagonismo exacerbado a dicho Estado constituyéndolo en el único sujeto de la historia chilena”. La visión de que el concepto de orden tampoco debe reducirse a lo meramente institucional se encuentra en Gabriel Salazar y Julio Pinto, Historia contemporánea de Chile I. Estado, legitimidad, ciudadanía (Santiago: LOM Ediciones, 1999), cap. 1.

15. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia (Paris: Librería de Rosa, Bouret y Cª, 1851 [3ª edición]), 1132. Véase además, Diccionario de la Lengua Española (Madrid: Real Academia Española (RAE), 1822), 476.

16. Ana María Stuven, La seducción de un orden, 43-44.

17. Julio Heise González, Años de formación y aprendizajes políticos. 1810-1833 (Santiago: Editorial Universitaria, 1978); Simon Collier, Ideas y política en la Independencia chilena. 1810-1833 (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1977); Bernardino Bravo Lira, El Absolutismo Ilustrado en Hispanoamérica, Chile (1760-1860). De Carlos III a Portales y Montt (Santiago: Editorial Universitaria, 1994); Simón Collier, Chile. La construcción, 31 y ss.

18. Ana María Stuven, “Una aproximación a la cultura política de la elite chilena: concepto y valoración del orden social (1830-1860)”, Estudios Públicos 66 (otoño de 1997): 263.

19. Ana María Stuven, La seducción de un orden, 49.

20. Para Sergio Grez, durante y después del período de Independencia, “numerosos elementos del ‘bajo pueblo’ vivieron un despertar e hicieron sus primera experiencias políticas, sumándose a algunos de los bandos en pugna o desarrollando formas propias, ‘prepolíticas’, de protesta social”. Sergio Grez, De la “regeneración del pueblo”, 218.

21. Ernesto de la Cruz y Guillermo Feliú Cruz eds., Epistolario de don Diego Portales, 3 Tomos (Santiago: Ministerio de Justicia, 1937-1938), citados los tomos I, 177; tomo II, 228 y tomo III, 486 en su respectivo orden.

22. Enrique Brahm G., “Portales en la historiografía”, en Portales, el hombre y su obra. La consolidación del gobierno civil, comp. Bernardino Bravo Lira (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1989), 443-484; Sergio Villalobos, Portales. Una falsificación histórica (Santiago: Editorial Universitaria, 1989).

23. Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (México: Fondo de Cultura Económica, 1994 [1977]).

24. José Simón Gundelach, “Memoria sobre los medios empleados por la lei para hacer más eficaz su infuencia en las costumbres”, en Anales de la Universidad de Chile (Santiago: 1848): 376.

25. El Araucano, Santiago, 14 de mayo de 1831.

26. Iván Jaksíc A., Andrés Bello: La pasión por el orden (Santiago: Editorial Universitaria, 2001), 212.

27. El Mercurio, Valparaíso, 26 de julio de 1841; Obras de Domingo Faustino Sarmiento, Tomo X. Legislación y progresos en Chile (Buenos Aires: Imprenta y Litografía “Mariano Moreno”, 1896), 22.

28. Ana María Stuven, La seducción de un orden, 137-165; Simon Collier, Chile. La construcción, Parte I y II; véase además, Bernardino Bravo Lira, “Gobiernos conservadores y proyectos nacionales en Chile”, en Los proyectos nacionales en el pensamiento político y social chileno del siglo XIX, comps. Manuel Loyola y Sergio Grez (Santiago: Ediciones Universidad Católica Silva Henríquez, 2002), 39-53.

29. Proclama del Intendente de Valparaíso Joaquín Prieto, 1 de abril de 1846, citado en Ana María Stuven, La seducción de un orden, 141. El destacado es nuestro. Según esta autora, el antiguo consenso, donde todos podían llamarse liberales, demócratas y amantes de la libertad, desapareció a partir de la crisis consensual de 1846.

30. El Mercurio, Valparaíso, 15 de marzo de 1846. El destacado es nuestro.

31. La categoría abstracta de “pueblo” necesitaba estar dotada de contenidos concretos que, por lo común, apuntaron a aspectos negativos, salvo cuando se veía en ese “pueblo” un elemento que podía ser “civilizado”, pues su naturaleza salvaje o bárbara también lo hacía, en ciertas circunstancias, más dúctil a una enseñanza bien dirigida que lo incorporarse, dentro de una jerarquía por supuesto, al resto del cuerpo social. Un esquema de las visiones del mundo popular y de los conceptos de pueblo y movimiento social, pueden encontrarse en Julio Pinto, “Movimiento social popular ¿hacia una barbarie con recuerdos”, en Proposiciones, 24 (Santiago, 1994): 214-219.

32. El Progreso, Santiago, 31 de mayo de 1848. Otras percepciones son reproducidas en Simon Collier, Chile. La construcción, 52 y 53.

33. Roberto Hernández C., El roto chileno. Bosquejo histórico de actualidad (Valparaíso: Imprenta San Rafael, 1929).

34. Antonio Varas, “Memoria del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Año de 1845”, en Documentos Parlamentarios tomo II (Santiago: Imprenta del Ferrocarril, 1858), 391. Citado también en Gabriel Salazar y Julio Pinto, Historia contemporánea de Chile I, 136.

35. Obras de Domingo Faustino Sarmiento, Tomo X, 23.

36. El archipiélago de Juan Fernández, cercano a las costas chilenas, está formado por las islas Alejandro Selkirk (“Más Afuera”), Santa Clara y la isla Robinson Crusoe o “Más a Tierra”, aparte de otros islotes menores. Dicho archipiélago estuvo vinculado a la administración chilena desde el período colonial y sirvió como colonia penal y prisión política, con interrupciones, hasta las primeras décadas del siglo XX.

37. Obras de Domingo Faustino Sarmiento, Tomo X, 25-28.

38. Marco Antonio León León, Encierro y corrección, Tomo II, capítulo IV, 273-334.

39. Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santiago: Ediciones SUR, 1985), 228-255; Luis Alberto Romero. ¿Qué hacer con los pobres? Elite y sectores populares en Santiago de Chile. 1840-1895(Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1997), 123-163; Alejandra Brito, “La mujer popular en Santiago (1850-1920)”, Proposiciones 24, Santiago, 1994, 280-286.

40. Reproducido en Sergio Grez recop., La “cuestión social” en Chile. Ideas y debates precursores (1804-1902) (Santiago: DIBAM-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995), 81.

41. Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres, 11.

42. Reproducido en Sergio Grez recop., La “cuestión social” en Chile, 107-108.

43. Memoria que el Intendente de Santiago, José Miguel de la Barra, presenta al Supremo Gobierno sobre el estado de la provincia de su mando (Santiago: Imprenta del Progreso, 1846), 5.

44. F. Fernández, “Variedades”, La Revista de Santiago 2:3 (1848): 279. Citado por Gabriel Salazar y Julio Pinto, Historia Contemporánea de Chile I, 136.

45. El Mercurio, Valparaíso, 10 de noviembre de 1845.

46. Longeville Vowell, Memorias de un oficial inglés al servicio de Chile durante los años 1821-1829. Reproducido en José Toribio Medina, Viajes relativos a Chile, Tomo II (Santiago: Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1962), 261.

47. Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres, 171-174; Simon Collier, Chile. La construcción, 232 y ss.

48. María Angélica Illanes, Chile Descentrado. Formación socio-cultural republicana y transición capitalista (1810-1910) (Santiago: LOM Ediciones, 2003), passim.

49. Luis Alberto Romero, ¿Qué hacer con los pobres?, 165-185.

50. Gabriel Salazar y Julio Pinto, Historia Contemporánea de Chile I, 135.

51. Manuel Montt, “Discurso ante el Congreso Nacional, 1 de junio de 1855”, en El Pasado Republicano de Chile, o sea colección de discursos pronunciados por los Presidentes de la República ante el Congreso Nacional, Tomo I (Concepción: Imprenta de “El País”, 1899), 318-332.

52. Marco Antonio León León, Encierro y corrección, Tomos II y III; Gabriel Salazar, Labradores, peones, passim; Sergio Grez, De la regeneración del pueblo, 221-236; Julio Pinto, Trabajos y rebeldías en la pampa salitrera. El ciclo del salitre y la reconfiguración de las identidades populares (Santiago: Editorial de la Universidad de Santiago, 1998).


Bibliografía

Fuentes primarias

Publicaciones periódicas

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