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Historia Crítica

Print version ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.36 Bogotá July/Dec. 2008

 

Los verdugos chilenos a fines del periodo colonial. Entre el cambio, la costumbre y la infamia*

Chilean Executioners at the End of the Colonial Period: between Change, Custom, and Infamy*

Sebastián Nelson Rivera Mir

Historiador de la Universidad de Chile y periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, Chile. Actualmente cursa la Maestría en Historia en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa de México. Sus intereses investigativos se han centrado en el funcionamiento de la justicia colonial y en su relación con los sectores populares. Ha presentado ponencias sobre los verdugos chilenos y novohispanos en congresos mexicanos y argentinos. Actualmente prepara la tesis de maestría acerca del indulto y la fuga carcelaria en las postrimerías del periodo virreinal de Nueva España. Entre sus trabajos se encuentra “Pedro Nolasco, verdugo público de Puebla, 1790. Un sujeto en contradicciones”, en Memoria del II Congreso de Estudiantes de Maestría y Doctorado en Historia. México: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades ‘Alfonso Vélez Pliego’ de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007, edición en cd-rom. snrivera@uc.cl

Artículo recibido: 14 de febrero de 2008; aprobado: 17 de junio de 2008; modificado: 30 de julio de 2008.


Resumen

Esta investigación se concentra en una parte desconocida del funcionamiento de la justicia colonial, tanto para la historiografía del derecho como para la historia social. El punto de partida es cuestionar la imagen del verdugo que ha perdurado en el tiempo y analizarla como una construcción política desplegada por un grupo social determinado. En el trabajo se revisan los cambios que se dieron a la luz de las reformas borbónicas, en torno al ejecutor a fines del siglo XVIII en el entonces reino de Chile. También se analizan las modificaciones que en el aspecto material debió enfrentar, específicamente en el ámbito salarial. El objetivo específico es demostrar que la infamia vinculada al cargo puede matizarse y debe entenderse como parte de las argumentaciones de las autoridades coloniales, reforzadas por escritores e historiadores del siglo XIX.

Palabras clave

Verdugo, justicia, Chile, siglo XVIII, castigo.


Abstract

This study focuses on an unknown part of the operation of colonial justice for both the historiography of the law and social history. It starts by questioning the image of the executioner that has persisted over time and analyzing it as a political construction deployed by a specific social group. The article examines the changes to the position of the executioner under the Bourbon reforms at the end of the eighteenth century in what was then the Kingdom of Chile. It also analyzes the material changes that the executioner faced, particularly regarding wages. The goal of the article is to demonstrate that the infamy tied to the post, which emerged from the arguments of colonial authorities and reinforced by nineteenth-century writers and historians, needs to be understood with greater nuance.

Keywords

Executioner, Justice, Chile, Eighteenth century, Punishment.


Introducción

El personaje que pretendo esbozar desde las penumbras de la historia pareciera no tener el reconocimiento que poseen otros. No es un bandido, ni un disidente ni un revolucionario, merecedores de cientos de páginas en los últimos años. El verdugo es de aquellos personajes que la gran mayoría, incluyendo a los historiadores, ha preferido olvidar. Quizás su imagen, menos “romántica” que la de aquellos rebeldes primitivos, aún nos provoca cierta repulsión1.

En estas páginas intentaré bosquejar el rostro de estos ejecutores de justicia durante los últimos años de la Colonia en el reino de Chile (1778-1800), haciendo énfasis en los cambios que sufrió el cargo debido a las reformas borbónicas. Luego, profundizaré en la modificación de las condiciones materiales de los ejecutores y su relación con la percepción que las autoridades judiciales tenían de ellos. Y para concluir, analizaré algunos aspectos que permiten relativizar la catalogación de “infame”, que posee este personaje en dicho periodo.

En términos concretos, la administración judicial a partir de mediados del siglo XVIII comenzó a desarrollar un proceso paulatino de modernización, que buscaba hacer más eficiente el sistema de justicia y, al mismo tiempo, fortalecer a la Monarquía frente a los poderes locales establecidos. Un proceso que podríamos definir como el paso de la justicia de los Habsburgos entendida como “mediación” a una justicia borbónica intervencionista2. Basadas en intentos desplegados desde principio de la centuria, las medidas reformistas de fines del siglo XVIII abarcaron desde la creación de nuevos virreinatos hasta la prohibición para los funcionarios de menor cuantía de aplicar castigos corporales, incluyendo la reorganización de los reinos con base en intendencias. En este sentido, la Corona española buscó profesionalizar y establecer mecanismos estrictos dentro de los procesos ju-diciales3. Dado este momento histórico, cada resolución, cada problema, fue profundamente discutido a la luz de la nueva propuesta ideológica planteada desde la Metrópoli.

En este periodo de cambio, frente al fracaso que significó la creación en 1758 de una entidad especializada en la persecución de criminales, denominada Cuerpo de Dragones4, la Corona, en negociación con los poderes locales, establece una nueva estrategia para desplegar sus relaciones de dominación y mantener la serenidad de reino. Podemos considerar, como resultado de este proceso, dos importantes modificaciones. Por un lado, la reorganización administrativa-judicial de la ciudad de Santiago en 1779, que involucró la división de la capital en cuarteles y la instauración de funcionarios gubernamentales en contacto más cercano con la población5. Y en segundo lugar, el reposicionamiento del castigo como mecanismo de manutención simbólica y material del buen funcionamiento del orden colonial. Esto último no sólo significó el desarrollo de una verdadera “economía del castigo”, que condujo a ligar las penas al concepto de “utilidad pública”6, sino que también involucró la consolidación del papel del verdugo, la reorganización del sistema de vindicta pública y el manejo discrecional de las penas de muerte7. Si no se podía tener una policía centralizada, por lo menos las autoridades, hacia fines del siglo XVIII, trataron de crear un orden de punición de múltiples facetas al servicio del “bienestar y de la salud del reino”8.

Las reformas a la organización judicial de Santiago de fines de la década de 1770, tema por lo demás muy interesante y poco estudiado por la historiografía chilena, están fuera de los objetivos del presente trabajo. Aunque es necesario establecer que la función de los ejecutores durante el periodo no se puede comprender sin considerar el escenario cambiante en el cual se desempeñan. A este respecto es necesario hacer un énfasis especial en el proceso de “dulcificación” de las penas que se produce a finales del siglo XVIII, no sólo en Chile y en el resto de la Monarquía, sino que se manifeste, con sus diferencias, en prácticamente todo el mundo occidental. Más allá de la pertinencia de la palabra “dulcificación”, empleada con cierta ironía, debemos comprender que los cambios no buscan desaparecer el castigo, por el contrario, intentan racionalizarlo. El ejemplo más claro, y atingente a la función del verdugo, es el debate sobre la tortura iniciado a fines del siglo XVII. El fin no era eliminar el tormento por un acto de piedad hacia los inculpados o, como diríamos hoy, en defensa de sus derechos humanos. El objetivo del debate, como Beccaria muy bien resume, era eliminar un método que significaba, en muchos de los casos, que la justicia se viera superada, transformándola en ineficaz y cuestionando su ordenamiento9. Si el atormentado resistía los apremios, era considerado inocente, por lo que el resultado dependía de la fortaleza física del inculpado y de la destreza del ejecutor. De ese modo, lo central en el argumento, tanto de los ilustrados como de los reformadores provenientes de otras tradiciones, no consiste en suavizar el castigo, sino en crear mecanismos que permitan un mayor control del devenir judicial.

Desde el punto de vista de estos procesos generales, la situación que enfrenta el verdugo se modifica al mismo tiempo que los demás componentes del orden judicial. Y con el paso del tiempo se cambiará la situación muy bien explica por Daniel Sueiro, para el periodo previo al último tercio del siglo XVIII, como la tendencia a encargar la ejecución de justicia mediante pago o recompensa material, al esclavo, mendigo u otra persona vil e, incluso, los ayuntamientos o cabildos podían comprar la vida del mismo criminal condenado a muerte, a cambio de que se dedique a “ […] la función de matar a los que hasta aquel momento habían sido sus camaradas de infortunio”10. Esto inevitablemente no se mantendrá así llegadas las postrimerías de la centuria11.

1. QUIÉN ERA EL VERDUGO

Antes de continuar, me parece ineludible hacernos la pregunta sobre quién es este sujeto y qué papel desempeña dentro de la estructura judicial de las postrimerías del Antiguo Régimen, comenzando por visiones generales para luego ‘aterrizar’ en las apreciaciones del caso chileno.

Quizás una primera definición que podríamos intentar nos entregue las herramientas para comenzar a contestar estas preguntas: el verdugo preside la moral de la sociedad, vela sus sueños y recibe la sangre de las víctimas que la justicia mata12. Según Daniel Sueiro, su función podría llegar a considerarse incluso como “[…] un inhumano resorte automático sólo impulsado por la autoridad social, de modo que esa mano que da la muerte no pertenece al cuerpo de un hombre individual, sino que es prolongación de la sociedad y sus leyes”13. Por este motivo, la sociedad niega al verdugo y de paso rechaza su propia responsabilidad en los actos del ejecutor.

Una mirada distinta plantea Mario Ruiz Sanz, autor de El verdugo: un retrato satírico del asesino legal. Para él los ejecutores de sentencias actúan como refuerzo de los argumentos dados por el Estado para la eliminación de aquellos elementos subversivos que distorsionan la paz o el orden público del sistema establecido14. Este desplazamiento no deja de ser relevante. ¿Son los verdugos un refejo de la sociedad o del Estado? ¿Serán el resultado de una sociedad violenta o de un Estado represivo? A su juicio la cuestión fundamental corresponde a las atribuciones que poseen en el momento de llevar a cabo las condenas, “[…] son realmente -se pregunta- responsables directos del acto legal de matar, o tal responsabilidad debe desplazarse a los jueces que ordenan una ejecución, a los gobernantes que establecen las normas, a los poderes del Estado en general o a toda la sociedad”15.

En el caso del periodo colonial, la pregunta puede puntualizarse aún más. ¿El verdugo es la representación de los vecinos, de la elite criolla, la elaboración de la monarquía o el refejo de la sociedad estamental? La respuesta no sólo es fundamental para reconocer el desempeño social del ejecutor de sentencias, sino que además permite la entrada para comprender cómo se despliegan las relaciones de dominación establecidas entre los diversos actores en el interior del sistema colonial.

Pero, por el momento, quedemos con que el Ministro Ejecutor de Sentencias, título legal que recibe, puede ser considerado más allá de cualquiera de estas apreciaciones como un individuo honrado que contribuye, en gran medida, al bien de la nación, reino o patria ejecutando la voluntad o vindicta pública16. Sin embargo, la mayoría de las personas parecieran mirarlo con horror, aun cuando, como nos recuerda Daniel Sueiro, “[…] todos ustedes descansan en el verdugo y desprecian al verdugo [...] que se hace cargo de la inmensa cobardía de los demás y polariza y asimila todo el desprecio que los demás merecen”17.

Esta posición incómoda pareciera ser la principal causante de su ausencia en las fuentes, en las descripciones judiciales del periodo y posteriormente en la historiografía jurídica18. Pero el olvido, la amnesia o la indiferencia con respecto al verdugo no se obtienen de manera casual. No son el resultado del descuido o de la indolencia, sino de mecanismos, dispositivos que nos requisan la memoria. Y quizás la mejor forma de explicar la situación es hacer un recorrido semántico. Según el diccionario Tesoro de la Lengua Castellana publicado en España en 1611, la palabra verdugo tiene tres acepciones.

“Verdugo: el renuevo o vástago del árbol por estar verde […] estoque angosto y alomado.
Verdugo: ministro de justicia que ejecuta las penas de muertes, mutilaciones de miembro, azotes, vergüenza, tormento; dísese verdugo de los verdugos o vástagos verdes, aludiendo a la costumbre romana que los Litores que hacían este oficio llevaban […]. Verdugo: la roncha que levanta el azote o rebenque porque se alza en alto sobre las demás carnes”19.

De ese modo, la persona, la herramienta utilizada y el efecto provocado están contenidos en un mismo y último término20. Lo interesante es que la parte va a confundirse con el todo; el tallo, con la vara completa; el azote, con el verdugo, y el verdugo, con la marca del castigo. Incluso esta misma lógica permite también establecer la identificación del verdugo con la justicia. De hecho, en los procesos judiciales una de las denominaciones posibles del ejecutor de sentencias es “[…] el renombre de Justicia”21.

2. LOS EJECUTORES EN EL CHILE COLONIAL

En el caso del reino de Chile, a comienzos del siglo XVIII, los ejecutores dependen directamente del Rey, bajo la clara denominación de esclavos de su majestad o siervos de pena; esto les da un carácter especial y cierta impunidad que se manifesta en una constante reincidencia en delitos por los cuales nunca son juzgados22.

En 1742, el indio, acusado de homicidio, Juan Llapaleu expone al tribunal de justicia de San Agustín de Talca, villa recién fundada entre las ciudades de Concepción y Santiago, las siguientes palabras:

“ […] porque habiéndosele propuesto que de orden superior se le mandaba que siendo voluntad del dicho reo se le conmutase la pena ordinaria que según los méritos de su causa se le podía aplicar, en la de perpetuo verdugo constituyéndose esclavo de su majestad (Dios guarde) para el referido efecto de lo consultado [...]”23.

La justicia le proponía dos caminos: aceptar el cargo de verdugo o la muerte. Hay que considerar que un número importante de las sentencias de la época no se concretaban, debido a la falta de ejecutores o simplemente porque los reos se fugaban. O sea, que de no aceptar el cargo lo más probable, en el peor de los casos, era que el condenado no fuera ejecutado y terminara sus días en algún presidio del reino. Esto implica la posibilidad de que existiera algún mecanismo velado de presión frente a determinados presos para que aceptaran la condición de verdugo24. De todas maneras, la alternativa de aceptar el cargo y luego hacer fuga puede haber sido mucho más llamativa que la de arriesgarse a ser la excepción y que la sentencia sí se cumpliera. En todo caso Juan Llapaleu después de estar unos meses en el oficio logró fugarse de la cárcel de Talca25.

Las argumentaciones que constantemente esgrimen los altos funcionarios del orden judicial colonial chileno apuntan a que el Ministro Ejecutor de Sentencias tiene un punto de partida incierto: la costumbre26. En este sentido, por ejemplo, el mecanismo de elección del verdugo provino siempre de lo usado habitual-mente y no necesariamente de las disposiciones que establecían las leyes. Una tradición que más bien respondía a la situación del momento que a una jurisprudencia claramente establecida. No hay que olvidar que el derecho indiano funcionaba con base en la conjunción de la ley escrita, la doctrina, la costumbre y la equidad, con una considerable potencialidad de arbitrio judicial27. Estos elementos permiten a las autoridades mediar en los confictos sociales y utilizar la administración de justicia para la construcción del orden político. De ese modo, las decisiones de los jueces debemos entenderlas como partes de tramas complejas, y no como arbitrariedades antojadizas. Como lo explica Tau Anzoátegui,

“La dificultad estriba en cómo incorporar el perfl consuetudinario en una cultura racionalista, ya que la costumbre debe ser entendida a partir de un enfoque que busque la integración de la norma con la realidad, que admita que un sector normativo

tiene su génesis en el pequeño ámbito de convivencia social o también en la relación de las distintas esferas de poder”28.

De ese modo podemos comprender las palabras con que Claudia Arancibia, Tomás Cornejo y Carolina González se referen al verdugo. A juicio de estos autores, el oficio de ejecutor de sentencias estaba siempre vacante y cuando las autoridades requerían de sus servicios, se ofrecía la conmutación de la pena a los mismos reos condenados a muerte. En otras ocasiones, explican, “[…] se recurría a ejecutores improvisados, de quienes se conoce bien poco más que el nombre y si actuaban por voluntad propia, obligados o si recibían alguna remuneración por su tarea”29. Es así como se nominó en Chile hasta 1778 según la costumbre citada por los fiscales de la Real Audiencia, “[…] a los esclavos, mendigos, u otras personas viles y desconocidas pagándoles cantidad señalada por la ejecución de muerte y la de conmutar la pena de algún reo condenado a muerte”30. Aunque desde ese momento las autoridades buscarán modificar esta situación.

Definitivamente después de 1778, las condiciones del cargo cambian y la improvisación desaparece, pero al parecer esta postura que se presenta a la administración judicial previa a este periodo como despreocupada por la existencia o no de este funcionario, no se condice con los resultados de la investigación, ya que por lo menos desde mediados del siglo XVIII hubo una incipiente profesionalización del cargo o, por lo menos, la designación de verdugos oficiales por parte de las autoridades correspondientes. Como veremos en el Cuadro No. 1, a pesar de los inevitables vacíos generados por la falta de fuentes, por lo menos desde el segundo tercio del siglo, el Cabildo y la Real Audiencia mantuvieron ejecutores estables, aunque en un comienzo fueron esclavos de dichas corporaciones. Durante este periodo la mayoría de las veces no tenían un lugar donde dormir, vivían desnudos en la Plaza Mayor y eran indios o negros. El 31 de julio de 1734 en la reunión del Cabildo

“[…] propuso el señor Alguacil Mayor cómo el verdugo estaba desnudo y cuán era preciso vestirlo y dichos señores acordaron que el Síndico Mayordomo de los propios de esta ciudad lo vista, dándole poncho, calzones y un cotón, con lo cual se cerró este acuerdo y lo frmaron dicho señores de que doy fe”31.

Si estas recomendaciones fueron acogidas, las condiciones de todas maneras no cambiaron demasiado, como lo demuestra un nueva Acta del Cabildo del 8 de octubre de 1745.

“Este día dijeron que en atención a estar nombrado el verdugo Juan Garrido, indio, y estar sirviendo desde el día veinte de septiembre de este año, mandaron que se apunte la plaza para que se le pague el salario de treinta pesos que anualmente se le pagan; y en atención a estar desnudo mandaron que el Síndico Mayordomo a cuenta de su salario lo vista”32.

Ahora, si bien existen muchos vacíos al respecto, por lo menos hubo sistemáticamente una preocupación de las autoridades españolas por el papel y las condiciones del ejecutor, aunque eso no significa plantear que no atravesó por dificultades. El verdugo desarrollaba en la mayoría de los casos una doble función: era tanto ejecutor como pregonero,

“Por cada pregón, que diere el verdugo, que hace oficio de pregonero, a las fincas y demás bienes que antes de procederse a su remate, se mandan dar, llevará un real, y por el remate un peso. Y por las almonedas de bienes, llevará lo que le está señalado por el arancel del corregidor y alcaldes ordinarios”34.

Por este motivo, por lo menos en la capital del Reino, la existencia de este funcionario era vital, ya que sin pregonero, las almonedas, las reales cédulas, o cualquier otro requerimiento que necesitara ser público, no podía completarse. Lo que significó que las autoridades tuvieran una especial atención puesta en este funcionario35.

Dentro de las disposiciones que regulaban la función del ejecutor encontramos la existencia de un “arancel” especial que definía sus derechos y deberes.

“El verdugo de cualquiera mujer o hombre que fuere condenado a muerte y ejecutada la sentencia lleve las ropas que tuviere vestidas al tiempo de la ejecución entendiéndose en el hombre el sayo calzas y jubón y en la mujer las sayas que llevase vestidas. De cualquier persona que fuese azotada o traída por las calles llevará seis reales y si las tales personas fuesen pobres no le quitarán vestidos ni llevarán cosa alguna. De cualquier persona a quien enteramente se diere tormento llevará seis reales y si fuese sólo conminación tres reales y siendo pobre nada”36.

Pese a este tipo de normativas, por lo menos en el análisis de la elite gobernante, los ejecutores pasaban a existir desarraigados de la sociedad. Según las autoridades coloniales, en su ambiente judicial los rechazaban porque provenían de un mundo delincuencial, pernoctaban en las cárceles donde eran mirados con recelo, sus pares no veían con buenos ojos a quienes recibían un sueldo por azotarlos o incluso por matarlos.

“El ejercicio de verdugo siempre se ha reputado por tan horrible y repugnante a los sentimientos de la naturaleza racional que ha sido necesario emplear toda la fuerza de la jurisdicción para reducir a los hombres a serlo unos de otros; a la vista del verdugo se entristecía el pueblo”37.

Por otro lado, los altos funcionarios de la justicia tampoco estaban dispuestos a convivir con ellos, tenían presente permanentemente el origen y la “baja” función que desarrollaban38. Esto pareciera ser un hecho incuestionable. Tan incontrovertible, que con el tiempo la imagen repugnante que evocan se ha transformado en una cortina que los ha mantenido fuera del estudio de las ciencias sociales39. Como nos recuerda Jean Caillois: “[…] el soberano y el verdugo cumplen pues, uno en la luz y el esplendor, el otro en la oscuridad y la vergüenza, funciones cardinales y simétricas”40.

Sin embargo, estas condiciones de “infamia”, que las autoridades de la Corona relacionan con el cargo, deben por lo menos matizarse, e incluso, como veremos más adelante, muchas de estas apreciaciones podrían ser concebidas como una práctica discursiva ajena a la situación real por la que atravesaba el verdugo.

3. LAS REFORMAS Y EL EJECUTOR

En 1778, en el interior de la Real Audiencia se produce un debate sobre el papel de ejecutor, su designación y sus prerrogativas. Como veremos los resultados de estos cuestionamientos se verán atravesados por la realidad política, económica y social del Reino.

En el caso del Chile colonial a lo largo de todo el siglo XVIII, el verdugo no era considerado formalmente un funcionario del Cabildo, a pesar de que este organismo reconoce su existencia, su sueldo y su dependencia de dicha instancia. Aunque a veces con simples anotaciones en los márgenes de sus actas41. De todas maneras esto representa una tensión evidente entre la necesidad del funcionario planteada por la elite y la práctica cotidiana, que denostaba la importancia del ejecutor y que lo mantenía en los márgenes del aparato gubernamental pese a depender de él.

Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, los esfuerzos de la Corona por ampliar sus márgenes de acción comienzan a profundizarse. De ese modo, la condición de esclavo que hasta ese momento había tenido pareciera dirigirse inevitablemente a la consolidación del ejecutor como un funcionario real. Incluso, Juan José Antonio Díaz Navarro, verdugo desde 1778 hasta 1800, se ufanaba de poseer títulos entregados directamente por el Rey sobre su condición42.

“Se ve el fiscal en la precisión de proponer a V. A. un medio

probablemente eficaz para que el que lo fuese no entre a servirlo forzadamente o como siervo de pena, porque sin duda esta circunstancia ha sido el veneno y origen de la fuga de Garrido y de las demás que en todos tiempos han hecho y es de temer intenten los reos destinados a semejante ministerio”43.

El intento de las reformas borbónicas por despersonalizar los poderes, al mismo tiempo profesionalizar a los funcionarios, pero por sobre todo, lograr que la justicia fuera aplicada por la “comunidad en su conjunto” y no necesariamente por la mano del rey, significan para el verdugo cambios fundamentales en su relación con la administración político judicial. En la medida en que las autoridades desvinculan de los jueces el castigo, el ejecutor se vuelve una parte cada vez más integral de la estructura jurídica. Mientras, como plantea un escrito de la Capitanía General en 1809, “[…] el juez no tiene manos para usar de ellas contra persona alguna; sus armas son la pluma y los papeles”44, la función del ministro ejecutor de sentencias se vuelve cada vez más importante.

Frente a esta situación, el punto central que impulsa este cambio es que dicho funcionario permite el castigo desvinculándolo del juez. Como consecuencia directa de estas nuevas concepciones a partir del último cuarto del siglo XVIII, los mecanismos vinculados a su designación, mantención y función comienzan a ser establecidos de manera clara y jurisprudencial. Se pasa de la designación de verdugos de forma verbal, a la elaboración de documentos que establezcan una especie de “contrato laboral”. Juan José Antonio Díaz Navarro forma parte del inicio de este proceso y concluye su función cuando las modificaciones ya están lo suficientemente avanzadas para cambiar radicalmente las condiciones y calidades de estos funcionarios. De cierto modo sus antecesores eran claramente esclavos del Rey; sin embargo, después de 1778 cada vez se parece más a un funcionario, tal como podría serlo el portero de la audiencia o el alcalde de la cárcel. Mientras la Corona se modernizaba desde la Metrópoli, sus brazos debían acompañar el proceso45.

Ahora bien, tampoco debemos pretender que estos cambios fueron fácilmente aceptados y que los distintos actores en juego no pugnaron por conseguir que sus propios objetivos condujeran el proceso. La negociación entre las disposiciones de la Corona y los poderes locales, como en la mayor parte de las reformas, se movió en una tenue línea que se equilibraba entre el consenso y el conficto. Por ello, muchas veces los objetivos de los reformadores dieron paso a arreglos, que mirados desde nuestra perspectiva parecieran sin mucha coherencia, pero que en el momento histórico representaron las mejores soluciones políticas consensuadas en los territorios de la Monarquía46.

Las modificaciones comienzan con una fuerte crítica a la tradición, a la que las autoridades judiciales acusaban de provocar que cada vez se tornara más ineficiente la administración de los castigos, ya que las dinámicas que imponía significaba transformar en azarosa la existencia del verdugo. De ese modo, los mecanismos, formas, funciones y salarios, antiguos e inamovibles, debían ser actualizados y puestos en concordancia con la realidad del Reino.

Uno de los primeros puntos para discutir y el que más inquietaba a los funcionarios del poder real en Chile en 1778 era el referente a los mecanismos para establecer su designación:

“El fiscal de Su Majestad en lo criminal dice: que siendo el verdugo un subalterno sumamente necesario para que tengan efecto las resoluciones de justicia es indispensable se proceda a nombrar sujeto que sirva este oficio sin exponerlo a las contingencias que ha padecido hasta ahora, habiendo recaído en reos forzados o indultados”47.

Podemos ver que la primera crítica que surgía frente al sistema de designación es la condición de conmutación de pena que tiene el cargo. Las autoridades no aprueban que las personas que acceden a él sean criminales, pese a ello nunca evalúan la condición laboral que posee el oficio en sí mismo. Desde su perspectiva, el cargo no tiene ninguna connotación, quien lo ejerce es el problema. Pero como ya vimos, con el devenir lingüístico de las palabras la relación entre el ejercicio de la función y quien lo oficia cada vez se va haciendo más estrecha, hasta que definitivamente desaparecen las diferencias.

Las normas jurídicas que el fiscal de la sala del crimen de la Real Audiencia chilena cita para insertar el oficio del verdugo dentro de las fuentes del derecho indiano son la Ley 2a título 19 parte 2 y la Ley 3a título 30 parte 7 de la Recopilación de Leyes de Castilla.

“Los alguaciles deben ejercer este oficio por mandato del Rey, o de los jueces. De suerte que recomendando estas mismas leyes la calidad distinguida de los alguaciles y las honras con que los soberanos han procurado condecorarlos, se infere por consecuencia legítima que el oficio de verdugo no se miraba siempre como vil sino a veces como honroso, en cuya virtud fue llamado ser poseedor con el renombre de Justicia”48.

De manera muy interesante, el fiscal cuestiona el carácter infame del cargo, entregándole cierta historicidad a la función. Aunque esto no volverá a ser mencionado en aquellos momentos, me parece que la duda que plantea el funcionario es un punto central. Más adelante profundizaremos sobre esta situación. Por ahora nos centraremos en el transcurso de las discusiones.

Si bien el fiscal de la Real Audiencia que inicia el debate en 1778 da una amplia gama de argumentos y posibilidades de reforma, el eje central de su propuesta es una drástica modificación en las remuneraciones que se le otorgaban al ejecutor. Propone a fines de ese año que

“se provea con la posible prontitud el oficio de verdugo en algún mulato, negro zambo o sujeto de casta semejante. Para facilitar que cualquiera aspire a servirlo voluntariamente es indispensable dotar el cargo con un salario fjo y competente que según la ley se asigne en el ramo de propios de esta ciudad en la cantidad anual de doscientos cincuenta pesos”49.

La argumentación final nos plantea una mezcla de fundamentos. Por un lado, la postura es tremendamente tradicional, mientras que por otro se postula una nueva situación. El cargo, como ya era costumbre, debía recaer en una casta; hasta ese momento no podía pensarse que un español estuviera dispuesto a ensuciarse las manos con tan deshonroso oficio. Pero, por otra parte, el fiscal introduce una novedad, un salario oneroso para el ejecutor. Nada más y nada menos que 250 pesos. Una cantidad que para el momento es muy considerable. Debido a esta alza en el salario, lo que más preocupa a las autoridades locales, organizadas en el Cabildo, es quién deberá pagar el sueldo y de quién depende administrativamente el ministro ejecutor. La primera duda se resuelve en contra del Cabildo y la segunda a favor de la Corporación municipal.

“Mas la Ley 1° tit° 32 lib. 4 de la Recopilación de Castilla corrigiendo las disposiciones legales anteriores manda que haya verdugo señalado y establece que si por razón de dicho oficio se le hubiere de dar salario, que se saque de los propios del Consejo, si los tuviere”50.

Finalmente, Real Audiencia y Cabildo pagarán cada uno la mitad del sueldo. Pero a pesar de solucionar este problema, el proceso está a punto de fracasar; quizás la descon-fanza fuera la principal traba para que nadie solicitara el empleo, pese a que se llenan de carteles públicos las calles de la ciudad, de las villas y partidos del Reino, con los requisitos y los beneficios de postular al cargo. Lamentablemente dentro del proceso no quedó ninguna copia de los carteles, a pesar de la insistencia del fiscal en introducir uno en el expediente. Para él, la mala confección de estos afiches pareciera ser la causa de la nula concurrencia.

Las condiciones serán distintas a las propiciadas por el alto funcionario judicial cuando Juan José Antonio Díaz Navarro asuma el cargo unos meses después, a fines de 1778: se aplicará la conmutación de penas por primera vez a un “español”. Ver el cuadro No. 1, donde se observa claramente el cambio a partir de esta fecha.

En 1778 cuando se inició el proceso para designar al verdugo de Santiago, el fiscal criminal de la Real Audiencia solicitó los expedientes sobre cómo se había llenado el cargo en el pasado. Los archivos no se encontraron. “Certifico en cuanto puedo y a lugar en derecho que habiendo buscado el expediente formado sobre el nombramiento de verdugo que ejercía José Antonio Garrido, no se ha encontrado”51, responde el escribano de cámara. Uno de los elementos que el secretario recuerda es el carácter verbal de su nombramiento, pronunciado por el alguacil mayor de la ciudad. Pero el carácter no sólo es oral, sino directamente secreto. Esto queda en evidencia unos años más tarde en la designación de Francisco Osorio Riveros, en 1800.

“El proceso el cual quedará archivado con testimonio de esta Audiencia en el secreto, a fin de que profugando o reincidiendo Osorio en sus crímenes y siendo encontrado en pendencias con cuchillo se le aplique sin la menor indulgencia la pena ordinaria de muerte”52.

El verdugo no sólo provoca el silencio de las autoridades, sino que también las hace sentir incómodas, como si su figura fuera siempre un mal necesario, visible sólo en los momentos indispensables. Benjamín Vicuña Mackenna en su Historia crítica y social de la ciudad de Santiago de Chile, refriéndose a la inauguración de la cárcel pública en 1790, evidencia, así, esta embarazosa posición, primero del recinto penal, luego del verdugo y del rollo de justicia:

“Mucho mayor habría sido, no obstante, su magnificencia, si en lugar de estar ofendiendo la cultura del pueblo con sus tristes espectáculos en el sitio más privilegiado de la ciudad, se les hubiese levantado a extramuros. Pero a los españoles y a sus hijos no habría podido persuadírseles de que el verdugo no debía vivir sino pared por medio con el Presidente, así como el rollo debía estar junto a la pila y frente a la Catedral”53.

4. EL DISPUTADO SALARIO DEL VERDUGO

Las condiciones materiales del cargo no fueron preocupación exclusiva de los historiadores del siglo XIX, sino que las autoridades coloniales le dieron una importancia central. Estas inquietudes, si bien se centraron en el salario que el ejecutor recibía, no dejaron de mirar a todos los ámbitos de la vida material de dicho funcionario. De ese modo, desde su alimentación hasta los utensilios que usaba en su trabajo se volvieron parte de los requerimientos necesarios para que desempeñara de manera adecuada su labor. Por ejemplo, en 1775, el comisionado general, Antonio Espejo, alguacil mayor de la ciudad, expresa su preocupación por las habitaciones del ministro de justicia:

“Lo perjudicial que era que el verdugo viviese con su mujer entre puertas de esta cárcel, tanto por el escándalo como por el recelo que le asistía de alguna introducción de limas, llaves maestras, etc. por donde pudiera resultar alguna sublevación de los presos como ha acontecido y que se le permita por ahora el que pueda vivir dicho verdugo con su mujer en el primer cuarto de las casas de abastos como vivía su antecesor; a lo que dichos dichos [sic] señores condescendieron para evitar por este medio el escándalo y justos recelos que representa dicho señor Alguacil Mayor”54.

De este modo se comienzan a definir más concretamente los límites entre el verdugo y los encarcelados. Se lo separa del “escándalo y el recelo”, se le va transformando en un personaje “confable”, sólo de esa manera podrá cumplir con la función que las nuevas estrategias borbónicas han determinado para él.

Incluso unos años después, la incomodidad que planteará Vicuña Mackenna sobre el lugar donde habitaba el verdugo, se transformó en un problema real para las autoridades judiciales. El 23 de octubre de 1784 cuando Joaquín Toesca presentó los planos de la nueva cárcel de Santiago, la discusión sobre el tema fue uno de los primeros asuntos que los cabildantes debieron resolver.

“Y aunque el cabildo echa de menos la precisa vivienda del verdugo, pero cree que ésta puede mejor acomodarse en los cuartos donde hoy se halla que son de las casuchas, poniéndole el que subastare dicho ramo la condición de que haya de dejar libre dos piezas para el Verdugo pues no parece conveniente habite éste en una calle tan pública como la de la pescadería donde sólo podría acomodarse junto a comerciantes, habiéndose de seguir el mismo inconveniente si se le hubiere de asignar cuarto en el patio del cabildo, mucho más hallándose los dichos de casuchas en mejor proporción así por lo solo como por lo cerca que está de las justicias”55.

En todo caso, el lugar que se le ofrece no parece el mejor espacio para establecer sus habitaciones, según las apreciaciones del mismo consejo municipal: “Las casuchas del abasto que corresponden a la Plaza Mayor, que así por su situación desierta como por la oscuridad en que siempre se hallan brindan a los delincuentes la mejor oportunidad”56.

De ese modo la solución final del Cabildo será establecer las habitaciones del verdugo en las cercanías del basural de Santiago, suficientemente lejos de los presos, y al mismo tiempo cerca de la Real Audiencia, donde debía presentarse cada mañana a cumplir con su trabajo. En ese lugar vivirá Díaz Navarro junto a su esposa Candelaria Santibáñez hasta 1800 y será vecino de Domingo Monsalve, su colega a partir de 179357.

El otro tema en cuestión, el sueldo del verdugo, también pasó por un proceso de vaivenes a fines del periodo colonial. En 1775, el Cabildo acusaba entre sus gastos tal sueldo. Si seguimos los datos entregados por Vicuña Mackenna, después de 30 años sus remuneraciones se habían mantenido en la misma cantidad. Aunque de todas maneras, no es un pago muy distinto al que reciben otros funcionarios de la corporación.

A partir de 1778, cuando las autoridades judiciales modifican en parte las condiciones del verdugo, el salario mejora considerablemente, aunque no hay constancia de que los 250 pesos ofrecidos en aquel momento se hayan concretado. De todas maneras, se mantuvo un alto nivel en sus remuneraciones por lo menos por casi dos décadas. Incluso en 1790 el Cabildo reconoce gastar en el ejecutor de sentencias casi el mismo dinero que en los profesores de la Universidad de San Felipe. Su sueldo llega a 150 pesos, más las gratificaciones que le otorgaba el arancel59 y el pago extra por los viajes que debía hacer hacia otros lugares del Reino. La corporación al mismo tiempo aporta otros 72 pesos para alquilarle una habitación.

Para Vicuña Mackenna, este gasto era inaceptable y es otro argumento más para ejemplificar el mundo “incivilizado” de la colonia en Chile.

“Por manera que, según el anterior estado, se gastaba en educación del pueblo mucho menos que en las procesiones y sólo una mitad de lo que costaba el honorario y la habitación del verdugo y los gigantes [...]. Y cuál maestro de la escuela tenía una remuneración siquiera aproximativa de la que de aquel funcionario infame. ¿Qué decimos? El protomédico y profesor de medicina de la Universidad sólo disfrutaba como estipendio anual otro tanto de lo que la ciudad pagaba al ahorcador”60.

Desde 1793 comienzan a ejercer dos ejecutores, cuando Domingo Monsalve se suma a Juan José Antonio Díaz Navarro61. Las disposiciones de la Corona, que exigen que todos los castigos corporales y las penas de muerte sean aplicados por la Real Audiencia, involucran que dichos funcionarios viajen de un lado a otro del reino, cumpliendo su labor62. Designar dos verdugos se transformó en un requerimiento inevitable, según la Real Audiencia chilena, para cumplir en buen término las disposiciones judiciales. Esto incidió directamente en el sueldo que recibían, ya que la solución fue simplemente dividir lo que antes pagaba el Cabildo en partes iguales. De todas maneras, Díaz Navarro, quien llevaba más tiempo en el cargo, no presenta ningún reclamo por esta modificación que le rebajaba en un 50 por ciento sus entradas63.

Sin embargo, hacia 1800 las condiciones laborales del verdugo nuevamente comienzan a deteriorarse, al parecer este cambio fue motivado por el tránsito general de la economía del Reino64. El sueldo que en ese momento reciben es de 6 pesos 2 reales al mes, para cada uno. En esa fecha sólo ejerce uno de los ejecutores, Domingo Monsalve, quien se lleva el dinero del puesto vacante. A pesar de este deterioro en las ganancias, las fuentes del periodo reconocen que tienen un buen nivel de vida65. Por lo menos en lo que se refere a lo material.

5. LA INFAMIA DEL CARGO

Pero reiteremos la frase expresada por el fiscal de la Real Audiencia en 1778: “[…]el oficio de verdugo no se miraba siempre como vil sino a veces como honroso[…]”66. Este intento por entregarle historicidad al puesto y de paso cuestionar la inam-ovilidad de las percepciones sociales representa un primer paso para preguntarnos por la infamia con la que era acompañado el cargo67.

Sobre esto Michel Foucault señala que el castigo espectáculo redistribuía las notaciones de la ignominia, de ese modo “[…] un horror confuso brotaba del cadalso, horror que envolvía a la vez al verdugo y al condenado, y que si bien estaba siempre dispuesto a convertir en compasión o en admiración la vergüenza infigida al supli-ciado convertía regularmente en infamia la violencia legal del verdugo”68. Por otra parte, en fuentes de la época podemos encontrar definiciones diferentes. Según el diccionario del Tesoro de la Lengua Castellana, la palabra infame significa: “el que es notado de ruin fama i particularmente son infames aquellos a los cuales el derecho señala por tales […]”69. De ese modo, el sistema judicial define quién es y quién no lo es. Incluso Joaquín Escriche, en un diccionario jurídico que de cierta manera recoge la tradición legal indiana, establece implícitamente que existe una verdadera economía de la infamia, que las autoridades deben administrar en procura de un “buen gobierno”, tal como sucede con el “honor”70.

Pero si salimos del discurso de la elite, y tratamos de leer los documentos a contraluz, según las fuentes, pareciera que no hay tanta abominación por el cargo. Las apreciaciones negativas sobre los verdugos son más atribuibles a las características personales que a una evaluación general sobre el oficio. El mejor ejemplo lo constituyen los dos verdugos que, después de cumplir su función en la cárcel, se van de copas junto a los parroquianos de la pulpería71. Por este mismo motivo no es de extrañar que el castigo social que aducen pueda ser relativizado.

Incluso entre los mismos reos tampoco hay un rechazo al verdugo, como pudiera pensarse. La habitación del verdugo debió sacarse de la cárcel, porque muchas veces entraban limas u otros artefactos para ayudar a los presos a escapar. En 1778, el ejecutor Juan Antonio Garrido escapó junto con 12 presos72. Y Juan José Antonio Díaz Navarro en 1800 intentará con ayuda de otros reos enviar mensajes hacia el exterior de la cárcel, buscando in-fuenciar las declaraciones de los testigos73. Pareciera no haber problemas entre los reos y el ejecutor. Incluso en 1758 cuando el verdugo Antonio Echegaray falla en su intento por ajusticiar a Pascual de Castro, y ambos deben recluirse en la Catedral, Vicuña Mackenna recuerda en tono jocoso: “I así fue que aquella noche, matador i muerto, cenaron juntos i bebieron en buena compañía el vino de las vinajeras”74. Ahora bien, este tono jocoso del historiador no deja de ser paradójico, pues la historiografía liberal es la que contribuye de una manera más cabal a la catalogación del verdugo como un ser abyecto. De hecho, toman su existencia para realizar una crítica mordaz a la barbarie colonial y a lo incivilizado de las formas de castigo utilizadas aún en el siglo XIX. En todo caso esta crítica apunta al sistema penal, no a la justicia “Si la Ley es una cosa augusta ¿por qué ha de ser vil uno de los que la ejecutan, uno nada más?”, se pregunta en 1867, la escritora española Concepción Arenal en El reo, el pueblo y el verdugo75.

Respecto de la negativa permanente de ocupar el puesto de ejecutor, que pareciera verificar las condiciones infamantes del cargo, también debe relativizarse. El siguiente párrafo del Cabildo de Santiago puede ejemplificar la situación:

“[…] a fin de lograr este importante proyecto con mayor prontitud y satisfacción por recelarse dificultoso entre los naturales de esta capital de que V. A. tiene experiencias recientes en la solicitud practicada sobre el nombramiento de Alcaide de esta cárcel, no obstante la noble diferencia que hay entre este y el verdugo, lo mismo experimentan las Justicias Reales en el de los ministros ayudantes sin hallar quien quiera dedicarse al oficio”76.

La designación de funcionarios no era un problema exclusivo del verdugo.

Consideraciones finales

Una pregunta nos queda rondando. ¿En qué medida nuestra percepción de los verdugos es el resultado de los discursos desarrollados por la elite colonial y cuánto de ello debemos a las posturas de los historiadores, ensayistas y políticos liberales de fines del siglo XIX? La posibilidad de una respuesta obviamente debe conducirnos a repensar los procesos de continuidad y cambio. Y debemos retomar esto, no sólo a nivel de percepción o de mentalidades como pareciera mostrarnos el caso aquí estudiado, sino que también desde la concreción efectiva. No hay que olvidar que la jurisprudencia colonial estuvo presente explícitamente en el derecho de las nuevas repúblicas hasta bien entrado el siglo XIX o, incluso, en algunos lugares hasta el primer tercio del siglo XX77.

De ese modo, también es necesario replantearnos la forma de entender la relación dinámica entre poder, justicia y sociedad. Se trata de comprender que el orden judicial en muchos de los casos actualizó las tensiones existentes en la vida cotidiana, manifestó los confictos y también fue escenario de los consensos78. Este orden, sustrato básico de la sociedad colonial, sirvió como espacio de definición, de catalogación, de distribución y de segmentación de los diferentes estratos. Sin embargo, podemos observar cómo muchas veces la sociedad desborda las dinámicas y los mecanismos que la organización monárquica define. La infamia determinada desde los sectores en el poder, a través de la justicia, no puede transformarse en un modelo idénticamente simétrico a lo proyectado a nivel social. Aunque de todas maneras estos límites son constantemente negociados, rearticulados e históricamente definidos.

Encontramos entonces la figura del verdugo en este momento de transición entre el Antiguo Régimen y la Modernidad, en un proceso de adaptación, en una instancia de reacomodo, donde de diversas formas todos los sectores de la sociedad juegan por infuir en las definiciones. Quizás por el carácter de la documentación y de la estructura social algunas estrategias queden más ocultas que otras, pero si nos detenemos y miramos los legajos y expedientes de manera oblicua, podremos observar que detrás de palabras anodinas, de propuestas insatisfechas, de silencios o de peticiones explícitas, cada uno de los actores entrega su punto de vista79. Algunos con la fuerza de la jurisprudencia, otros con sus capacidades monetarias, incluso algunos simplemente negándose a participar en las convocatorias o compartiendo un trago en algún bodegón. Sobre esto la historiografía del periodo tiene un campo amplio por el cual avanzar, especialmente en lo referente a comprender que las acciones sociales no pueden desligarse de la justicia, por el contrario, entender el mundo jurídico colonial sin incluir estas manifestaciones significa extraerle una parte fundamental, involucra limitar el pluralismo jurídico existente y desconocer la función de mediación que cumplía en el interior de la comunidad80.


* Este artículo es resultado de la investigación realizada para el trabajo de grado en historia titulado El verdugo: entre la rebeldía y el disciplinamiento. Elite y plebe en Chile Colonial (1750-1800), del Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (Santiago, Chile). Se prepara actualmente un libro con base en esta investigación, que se encuentra aprobado para su publicación por el Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, DIBAM, de Chile.

1. Recordemos que la figura del verdugo, que pareciera ser exclusivamente medieval o premoderna, en la mayoría de los países europeos perduró hasta mediados del siglo XX, incluso en España sólo desapareció en la década de 1970. Ver Mario Ruiz Sanz, El verdugo: un retrato satírico del asesino legal (Valencia: Editorial Tirant Lo Blanch, 1993).

2. Ver Michael Scardaville, “(Hapsburg) Law and (Bourbon) order: state authority, popular unrest, and the criminal justice system in Bourbon Mexico City”, The Americas 50:4 (1994).

3. Para una discusión ya clásica sobre el fondo y las formas de estos cambios, ver Horst Pietschmann, Las reformas borbónicas y el sistema de intendencias en Nueva España. Un estudio político administrativo (México: Fondo de Cultura Económica, 1996). Una visión más general entrega John Lynch, América Latina, entre Colonia y Nación (Barcelona: Editorial Crítica, 2001). A su juicio las reformas borbónicas rompieron el consenso que había permitido a la Corona dominar políticamente sus posesiones ultramarinas y dieron paso a una etapa de confictos irreparables que sólo concluyeron con la Independencia.

4. Sobre el tema ver Leonardo León, “La construcción del orden social oligárquico en Chile colonial: la creación del cuerpo de Dragones, 1758”, en Estudios Coloniales II, ed. Julio Retamal (Santiago: Universidad Andrés Bello, 2000).

5. Ver Armando de Ramón, Santiago de Chile. Historia de una sociedad urbana. 1541-1991 (Santiago: Editorial Sudamericana, 2000). Sobre este tema aún no se ha profundizado lo suficiente en la historiografía chilena.

6. Alejandra Araya, Ociosos, vagabundos y malentretenidos (Santiago: Ediciones de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos - Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 1999).

7. Alejandra Araya, “El castigo físico: el cuerpo como representación de la persona, un capítulo en la historia de la occidentalización de América, siglos XVI-XVIII”, Historia II: 39 (2006).

8. La disyuntiva policía-verdugo no es una situación específica de Chile. Por ejemplo, Arthur Koestler, plantea que “entre el gendarme y el verdugo, Inglaterra decidía por el verdugo”, en La pena de muerte, Albert Camus y Arthur Koestler (Buenos Aires: Emecé Editores, 2003).

9. Cesare Beccaria, De los delitos y las penas (Barcelona: Ediciones Folio, 2002). Una breve descripción sobre los últimos años de la tortura en la monarquía española, Juan José Martínez, “Los últimos tiempos del tormento judicial en Navarra”, en Revista Príncipe de Viana 45:171 (1984).

10. Daniel Sueiro, El arte de matar (Madrid: Editorial Alfaguara, 1968), 683.

11. Resulta interesante que precisamente a fines del siglo XVIII los verdugos comienzan a ser reconocidos en varias partes del mundo. Mientras en 1778 Juan José Antonio Díaz Navarro es designado en Chile, la dinastía Sanson en Francia reivindica su trabajo; en el Estado Pontificio Giovanni Battista Bugatti es reconocido como Mastro Titta (una deformación de maestro de justicia); en Inglaterra Edward Dennos fue nombrado ejecutor entre 1771 y 1786; en España la dinastía Sastre empieza a llegar a su fin y, en México, Pedro Nolasco recorre las provincias ejecutando sentencias. Ver Henri Sanson, Memorias de la familia de verdugos de París (Santiago: Editorial ZigZag, 1940); Museo Criminologico de Italia, Ministero della Giustizia -Dipartimento dell’Amministrazione Penitenziaria, Mastro Titta il boia di Roma, (Roma: Dipartimento dell’Amministrazione Penitenziaria), http://www.museocriminologico.it/boia.htm (Fecha de consulta: 30 de julio de 2008); Gerald Robin, “The Executioner: his place in English society”, The British Journal of Sociology 15:3 (1964); Miguel Gómez, “Profesionales de la muerte: la familia Sastre (1693-1794)”, Hispania: Revista Española de Historia 55:191 (1995); Sebastián Rivera, “Pedro Nolasco, verdugo público de Puebla, 1790. Un sujeto en contradicciones” en Memoria del II Congreso de Estudiantes de Maestría y Doctorado en Historia (México: Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades ‘Alfonso Vélez Pliego’ de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2007).

12. Juan Eslava, Verdugos y torturadores (Madrid: Ediciones Temas de Hoy, 1993), 34.

13. Daniel Sueiro, La pena de muerte. Ceremonial, historia, procedimientos (Madrid: Editorial Alianza Alfaguara, 1974), 365.

14. Mario Ruiz Sanz, El verdugo, 14.

15. Mario Ruiz Sanz, El verdugo, 68.

16. La vindicta pública es la base de la justicia monárquica, donde el rey toma venganza de los atentados contra su justicia y de esa manera busca ejemplificar el destino de todos aquéllos que vulneren sus preceptos. Alejandra Araya, “El castigo físico”.

17. Daniel Sueiro, La pena, 367.

18. En el caso del presente trabajo las fuentes que han quedado registradas obedecen principalmente a casos criminales en las que los verdugos se vieron involucrados. Ver, por ejemplo, “Causa criminal contra Santiago Monsalve por homicidio”, en Archivo Nacional de Chile, Fondo Real Audiencia (ANRA), vol. 1799, pieza 1; “Francisco Osorio Riveros, reo por homicidio -se ofrece para servir el cargo de segundo verdugo de la cárcel de Santiago”, ANRA, vol. 2669, pieza 3; “Angelino Indio -criminal en su contra por homicidio del indio Francisco, verdugo de la ciudad de Santiago”, ANRA, vol. 2601, pieza 8; “Juan Evangelista -criminal en su contra por homicidio del Negro Francisco, verdugo de la ciudad de Santiago”, ANRA, vol. 2473, pieza 6; “Causa criminal contra Juan Llapaleu por homicidio de Félix Cruz”. Archivo Nacional de Chile, Sección Criminales, Fondo Judicial de Talca (ANJT), legajo 225, pieza 25. Algunos textos dedicados a la organización jurídica en la que el verdugo está ausente, entre otros, son: Enrique Zorrilla, Esquema de la justicia en Chile colonial (Santiago: Colección de Estudios y Documentos para la Historia del Derecho chileno, 1942); y Raúl Muñoz, La Real Audiencia en Chile (Santiago: Escuela Tipográfica La Gratitud Nacional, 1937). Por lo menos en un primer rastreo esta situación pareciera ser similar en otras partes de América Latina; ver, por ejemplo, Tamar Herzog, La administración como un fenómeno social: la justicia penal de la ciudad de Quito (1650-1750) (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1995); y Antonio Dougnac, Manual de historia del derecho indiano (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1994).

19. Sebastián de Covarrubias Orozco (1611),Tesoro de la lengua castellana o española (Madrid: Editorial Castalia, 1994).

20. En el actual Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, las acepciones continúan siendo las mismas.

21. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 12.

22. Ver, por ejemplo, el caso de Francisco, verdugo de la ciudad de Santiago, asesinado por Juan Evangelista a comienzos del siglo XVIII, quien incurre sistemáticamente en delitos y faltas, no sólo homicidios y pendencias, sino que también llega ebrio a las ejecuciones e, incluso, numerosas veces apareció durmiendo desnudo en la sala de la corte. ANRA, vol. 2473, pieza 6.

23. ANJT, Legajo 225, pieza 25.

24. Cuando se arresta a Juan José Antonio Díaz Navarro, es enviado a Santiago junto con seis reos acusados de crímenes similares a los suyos; sin embargo, sólo él optó por el cargo, sin que los procesos demostraran diferencias sustantivas entre los distintos casos. Ver Sebastián Rivera, Elite y plebe en Chile Colonial (1750-1800). El verdugo: entre la rebeldía y el disciplinamiento (tesis de Licenciatura en Historia, Universidad de Chile, 2006). Especialmente, el Cuadro 3: “Delincuentes enviados a Santiago en 1778 desde la zona del Maule”.

25. ANJT, legajo 225, pieza 25.

26. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 14.

27. Antonio Dougnac, Manual.

28. Víctor Tau Anzoátegui, Nuevos horizontes en el estudio histórico del derecho indiano (Buenos Aires: Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1997), 45. Del mismo autor también, “La costumbre jurídica en la América española, siglos XVI-XVIII”, Revista de Historia del Derecho14 (1986): 355-425.

29. Claudia Arancibia, José Cornejo y Carolina González, Pena de Muerte en Chile Colonial (Santiago: RIL Editores/ Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003), 29.

30. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 12.

31. Actas del Cabildo, 31 de julio de 1734, Tomo XXIX, en Colección de historiadores de Chile y documentos relativos a la Historia Nacional, vol. 52, 242

32. Colección de historiadores de Chile, vol. 54, XXI.

33. María Leiva, “que hacía oficio de Verduga”, quien por su aspecto tenía 30 años. ANRA, vol. 2601, pieza 8, foja 158v. En investigaciones recientes también se ha documentado que en el virreinato de Nueva España se utilizaron mujeres para desarrollar esta labor: sin embargo, al igual que en el reino de Chile, sólo hay menciones superficiales. Sebastián Rivera, “Pedro Nolasco, verdugo público de Puebla”.

34. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 16.

35. Actualmente el autor investiga sobre el papel del verdugo en la quema de las proclamas independentistas en Nueva España, labor que podría considerarse un equilibrio entre ambas funciones.

36. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 5. Se han encontrado disposiciones idénticas en México, en “Arancel para los escribanos de cámara, intérprete y verdugos”, 1741. Archivo General de la Nación (AGN), México, Fondo Bandos, vol. 3, exp. 27. Una copia de esta misma disposición se encuentra en Buenos Aires en “Arancel general de los derechos de los oficiales de esta real audiencia, de los jueces ordinarios, abogados y escribanos públicos y reales de provincia, medidores y tasadores y de las visitas y exámenes de protomedicato a este distrito, 1786”, en La Magistratura Indiana, ed. Enrique Ruiz Guiñazú (Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, 1916).

37. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 42.

38. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 43.

39. Esta situación de repugnancia fue reforzada desde las ciencias sociales, especialmente por la historiografía liberal del siglo XIX, los que veían en el verdugo un símbolo más de las “barbaries” cometidas durante el periodo colonial. Ver, por ejemplo, Vicuña Mackenna, uno de los principales historiadores chilenos del siglo XIX, quien refriéndose al verdugo dice: “Llámose el primero de este oficio Ortun Jerez, según el historiador Carvallo i le nombró el cabildo en 1547, esto seis años después de la fundación, época sin duda en la que si los primeros colonos de Santiago hubiesen venido de otro suelo, habrían creído más oportuna para nombrar un maestro de escuela…”, en Benjamín Vicuña Mackenna, Historia crítica y social, 37.

40. Jean Caillois, La communion des forts. Études de sociologie contemporaine, citado en Thomas Calvo, “Soberano, plebe y cadalso bajo una misma luz en Nueva España”, en Historia de la vida cotidiana en México, Tomo III. El siglo XVIII: entre la tradición y el cambio, ed. Pilar Gonzalbo (México: Fondo de Cultura Económica, 2005), 295.

41. En una anotación al margen del acta oficial del consejo municipal se lee: “se nombró a Juan Garrido, verdugo”, ver Actas del Cabildo, 31 de agosto de 1745, en Colección de historiadores de Chile, vol. 54, 118.

42. ANRA, vol. 2758 pieza 2, foja 20v.

43. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 9.

44. Archivo Nacional de Chile, Fondo Capitanía General (ANCG), vol. 530, foja 73. Citado por Alejandra Araya, “Justicia, cuerpo y escritura en la sociedad colonial americana: intersticios de transculturación y aculturación”, en Espacios de transculturación en América Latina, eds. Roberto Aedo et al. (Santiago: Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 2005).

45. Antonio Dougnac, Manual, 187-225.

46. Scardaville, Michael, “(Hapsburg).

47. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 2.

48. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 12.

49. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 14. Para revisar trabajos recientes sobre la esclavitud en Chile, ver Carolina González, Testimonios de libertad: esclavos y esclavas demandando justicia. Chile, 1740-1823 (Santiago: Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, en prensa).

50. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 14.

51. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 4.

52. ANRA., vol. 2669, pieza 3, foja 46.

53. Benjamín Vicuña Mackenna, Historia crítica y social, 261. Durante el siglo XIX esta queja parece extenderse por América Latina. En México, los liberales no se explicaban cómo la picota podía estar entre la pila de agua y la Catedral. Se olvidaban entonces de la conjunción de aquellos elementos en el pensamiento cristiano, ya que las tres instancias representaban símbolos de purificación. Ver, “Soberano, plebe y cadalso”.

54. Actas del Cabildo, 12 de mayo de 1775, Tomo XXXIV, en Colección de historiadores de Chile, vol. 57, 99.

55. Actas del Cabildo, 23 de octubre de 1784, Tomo XXXV, en Colección de historiadores de Chile, vol. 58, 106. También en: ANCG, vol. 931, Sobre la construcción de la nueva cárcel de Santiago, foja 12.

56. ANCG, vol. 931, foja 23.

57. ANRA, vol. 2758, pieza 2.

58. Benjamín Vicuña Mackenna, Historia crítica y social, 261.

59. Este tipo de regalías, para motivar la ocupación del cargo, se van desarrollando a lo largo de toda su historia. En España se comenzó a exonerar de cargas al verdugo en tiempos de Juan II, quien, en 1435 ordenó que aquél que ejerciera de verdugo, estuviera exento de todo gravamen municipal o real. Más adelante se regula con mayor precisión el cargo de verdugo. Carlos I dictó una Ordenanza, en Toledo, en 1525 y, más tarde, su hijo Felipe II otra en Valladolid, en 1556, las que permitían al verdugo quedarse con las ropas que llevaran puestas los condenados. Daniel Sueiro, El arte.

60. Benjamín Vicuña Mackenna, Historia crítica y social, 261.

61. Santiago Monsalve es elegido verdugo después de ser acusado de homicidio. ANRA, vol. 1799, pieza 1. Ver Sebastián Rivera, Elite.

62. Sobre este tema en el caso mexicano ver Sebastián Rivera, “Pedro Nolasco, verdugo público de Puebla”. Este ejecutor recorre una buena parte del territorio de Nueva España y relata las condiciones en que realiza sus viajes y el dinero que recibe por ello.

63. El pleito más numeroso en el que se vieron involucrados los verdugos chilenos durante el siglo XVIII fue el cobro de pesos. Ver el caso de José Antonio Garrido, en 1777, quien demanda al Cabildo por sueldos impagos en ANRA, vol. 2352, pieza 2. José Antonio Díaz Navarro también sufrió por el incumplimiento salarial, ANRA, vol. 2926, pieza 9.

64. Gabriel Salazar, Labradores, peones y proletarios: formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santiago: Ediciones Sur, 1989).

65. Incluso Francisco Osorio Riveros se ofrece para cumplir el cargo de segundo verdugo y las autoridades le recriminan querer hacerlo sólo por el sueldo. ANRA, vol. 2669, pieza 3.

66. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 12.

67. Sobre el desarrollo histórico del cargo de verdugo hay diversas lecturas propuestas entre los escasos autores que se referen al tema. Por una parte, tenemos la postura de Ladislao Thot, quien desde la historia del Derecho describe cómo en momentos y circunstancias determinadas el cargo fue dotado de un simbolismo especial, pasando por un periodo de reprobación (establecido por el surgimiento del Derecho canónico) a otro de aceptación (durante los primeros siglos de la época moderna), para finalmente volver a ser rechazado socialmente (a raíz de las ideas ilustradas). Estas etapas estarían marcadas por la relación entre la justicia en su totalidad y la sociedad, y no solamente por el nexo entre verdugo y sociedad. Ver Ladislao Thot, Historia de las antiguas instituciones de derecho penal (arqueología criminal) (La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 1940). Por otro lado, Gerald Robin, en un estudio sobre la experiencia inglesa, plantea que el cargo ha variado dependiendo de las modificaciones en el modo de producción; así, el puesto pasó del esclavismo feudal a un periodo de transición donde se conmutó la pena de algún preso y posteriormente a un sistema capitalista, en el que lo central es otorgar un salario a un verdugo proletarizado. Ver Gerald Robin, “The Executioner”. La historicidad apreciada en la corta duración puede ser revisada en Arthur Isak Applbaum, “Professional Detachment: The Executioner of Paris”, Harvard Law Review 109: 2 (1995): 458-486. El autor analiza la sobrevivencia de los verdugos, pese a los drásticos cambios en las “formas de ajusticiar” desarrolladas en plena Revolución francesa.

68. Michel Foucault, Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión (Buenos Aires: Editorial Siglo XXI, 2002), 17.

69. Sebastián de Covarrubias Orozco, Tesoro de la lengua.

70. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense. Con citas del derecho, notas y adiciones. Edición y estudio introductoria por María del Refugio González (México: Instituto de Investigaciones Jurídicas UNAM -Miguel Ángel Porrúa, 1998), 313-314.

71. Juan José Antonio Díaz Navarro y Domingo Monsalve, ambos verdugos de la capital, eran asiduos frecuentadores de los bodegones cercanos a la plaza central de la ciudad. Ver ANRA, vol. 1721, pieza 1.

72. ANRA, vol. 2352, pieza 2.

73. ANRA, vol. 2758 pieza 2.

74. Benjamín Vicuña Mackenna, “Pascual de Castro (Más feliz que el que se cayó de la horca)”, Revista La Estrella de Chile 473 (1876): 136.

75. Concepción Arenal, “El reo, el pueblo y el verdugo” en Obras Completas, tomo XII (Madrid: Librería de Victoriano Suárez, 1896).

76. ANRA, vol. 2231, pieza 2, foja 18.

77. Ver, por ejemplo, Sarah C. Chambers, “Los derechos y los deberes paternales: pleitos por alimentos y custodia de niños en Santiago (1788-1855)”, en Justicia, poder y sociedad en Chile: recorridos históricos eds. Tomás Cornejo y Carolina González (Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2007). Ver también Elisa Speckman, “Los jueces, el honor y la muerte. Un análisis de la justicia (Ciudad de México, 1871-1931)”, Historia Mexicana Vol. LV: No 220, (2006).

78. Tomás Cornejo y Carolina González, Justicia, poder y sociedad.

79. Tal como plantea James Scott, rara vez los sectores subordinados podrán manifestar abiertamente su discurso; por el contrario, son ellos los más interesados en ocultarlo. James Scott, Los dominados y el arte de la resistencia (México: Editorial Era, 1990).

80. Paolo Grossi, El orden jurídico medieval (Madrid: Editorial Marcial Pons, 1996). Para este autor la forma correcta de percibir el orden jurídico premoderno es tener presente un carácter pluriordenador, con múltiples ordenamientos posibles, sin necesidad de legitimación externa, pero que se autolegitiman como expresiones espontáneas de las variadas dimensiones sociales.


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