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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.36 Bogotá jul./dez. 2008

 

La convocatoria del primer Concilio neogranadino (1868): un esfuerzo de la jerarquía católica para restablecer la disciplina eclesiástica*

Convening the first Council of New Granada (1868): an Effort by the Church Hierarchy to reestablish Ecclesiastic Discipline*

John Jairo Marín Tamayo

Profesor investigador de l’École des Sciences de l’Éducation de l’Université Laurentienne, en Sudbury, Ontario, Canadá. Doctor en Teología por l’Université Laval de Québec, Canadá. Entre sus intereses de investigación se hallan: el análisis del discurso de los sínodos coloniales celebrados en Santafé, la construcción del espacio colonial en Colombia y las representaciones de Dios. Entre sus publicaciones más recientes se encuentra La construcción de una nueva identidad en los indígenas del Nuevo Reino de Granada. La producción del catecismo de Fray Luis Zapata de Cárdenas (1576). Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Colección Espiral, 2008. jmarintamayo@laurentian.ca

Artículo recibido: 20 de agosto de 2007; aprobado: 31 de octubre de 2007; modificado: 14 de mayo de 2008.


Resumen

Luego de la Independencia de la Nueva Granada las relaciones entre la Iglesia y el Estado tomaron un nuevo rumbo. En junio de 1853, el gobierno liberal presidido por José María Obando decretó la separación de Iglesia y Estado. Para contrarrestar los efectos de esta ley, considerada como un ataque frontal contra la Iglesia, el arzobispo Antonio Herrán convocó a los obispos del país a un concilio provincial en enero de 1868. En este artículo, se aborda la historia de la convocación de dicho concilio. En particular se analiza el discurso contenido en la convocatoria para tratar de comprender cómo fue utilizado este mecanismo en la búsqueda de una solución a una de las peores crisis vividas por la Iglesia neogranadina. El análisis muestra que la jerarquía católica buscó no solamente el restablecimiento de la disciplina eclesiástica, sino que, además, se sirvió del Concilio para desarticular e invalidar el discurso de los liberales radicales, el que fundamentó a la ley que separó a la Iglesia del Estado.

Palabras clave

Iglesia católica, sínodos, concilios, siglo XIX, Colombia.


Abstract

Following the Independence of New Granada, relations between the Church and State took a new direction. In June 1853, José María Obando’s Liberal government decreed the separation of Church and State. To counteract the effects of this law, considered to be a direct attack against the Church, Archbishop Antonio Herrán convened the country’s bishops to a provincial council in January 1868. This article addresses the convocation of that council. In particular, it analyzes the discourse of the convocation to try to understand how this mechanism was used to find a solution to one of the worst crises experienced by the Church in New Granada. The analysis shows that the Catholic hierarchy sought not only to reestablish ecclesiastic discipline, but also used the council to dismantle and refute the radical Liberals’ discourse on which the law that separated Church and State was based.

Keywords

Catholic Church, Synods, Councils, Nineteenth Century, Colombia.


Si en la actualidad se cuenta con abundantes estudios sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado durante el siglo XIX, los estudios que abordan específicamente el análisis de las constituciones y decretos de los sínodos y concilios neogranadinos durante el mismo periodo son escasos. Se trata de un vacío historiográfico por llenar, ya que la historiografía eclesiástica no ha tratado debidamente el tema y no ha permitido que tengamos auténticos análisis históricos de dichos documentos. Con el propósito de contribuir a llenar este vacío, el presente artículo aborda la historia de la convocatoria del primer Concilio neogranadino. Hemos limitado este estudio a dicho documento por considerar que él constituye la clave hermenéutica para comprender el contenido de los decretos conciliares. En este trabajo abordamos exclusivamente la historia de la producción del documento, es decir, a su “marco de escritura”, dejando de lado otros niveles de análisis tales como el “marco de difusión” y el “marco de recepción”1. Un trabajo que debe hacerse posteriormente a través del análisis de otras fuentes, como, por ejemplo, los artículos de prensa aparecidos en la época, es el de verificar el impacto real de los decretos del concilio en la sociedad neogranadina.

Para abordar el análisis de la convocatoria del Concilio, utilizaremos como método el “análisis del discurso por el discurso”. Este método sociolingüístico procura poner en evidencia el funcionamiento interno y original de un texto apoyándose en su estructura retórica y lingüística. Como lo indica Raymond Brodeur, se trata de aprehender el contenido del texto respetando sistemáticamente su organización y el funcionamiento del discurso para, así, precisar la problemática de fondo y los objetivos del locutor2. Éste es un excelente método utilizado para el análisis de fuentes primarias, ya que según sus postulados de esta metodología el propio discurso y su articulación permiten comprender el funcionamiento de lo que precedió a la producción del texto; situar el discurso en su contexto sociocultural; identificar al locutor y a su interlocutor; y definir lo que aquél dice; todo ello a través de un examen atento de la retórica del texto, de las figuras de estilo y de las comparaciones empleadas.

El análisis del documento de convicción del Concilio está orientado por la siguiente hipótesis: la convocatoria del concilio primero provincial neogranadino obedeció a la necesidad de restablecer la obediencia del clero a sus jerarcas. Para dar cuenta de nuestro propósito se presenta brevemente el contexto sociopolítico en el que surgió la idea de la convocación del Concilio, luego se observa en que forma se cristalizó dicha idea; se continúa enseguida con el análisis de su convocatoria y del programa; para terminar con la presentación de algunas consideraciones propias a nuestro análisis.

1. LA SITUACIÓN: RADICALES LIBERALES VERSUS JERARCAS CATÓLICOS

Entre el día de la Independencia de la Nueva Granada y el final de la primera mitad del siglo XIX, la historia de lo que hoy es Colombia “fue de acentuado carácter conservador, a pesar de que las normas constitucionales del Estado se inspiraron en el pensamiento liberal”3. Tanto la economía como la estructura social de la Nación sufrieron pocos cambios profundos. Juicio que se puede aplicar igualmente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sin desconocer que durante ese período se presentó un paulatino cambio en dichas relaciones, el que se prolongó hasta mediados del siglo XIX. Los cambios profundos o “revolucionarios” como los denominó Jaime Jaramillo se presentaron a partir de 1850. En ese momento, la opinión pública ya estaba organizada en partidos políticos4. Por un lado, los liberales con una marcada infuencia del legado flosófico y político de la Ilustración y del utilitarismo inglés creían que

“[…] la separación de la Iglesia del Estado, era prerrequisito para afanzar las libertades individuales de expresión y de pensamiento y por tanto del establecimiento de la tolerancia religiosa y la libertad de cultos. Ello conducía a la eliminación de los privilegios de la institución religiosa y del clero en materia económica y educativa”5.

Los conservadores, por su parte, defendían la unión íntima de las dos potestades, hasta llegar a una posición rectora de la Iglesia frente al poder civil y a considerar la religión católica como elemento básico del orden social”6. Sin embargo, se debe hay que subrayar que las diferencias ideológicas entre ambos partidos “no tenían, sin embargo, mucho que ver con políticas concretas referidas a la administración, el gobierno o la inserción del país en la economía mundo. En lo económico protegían básicamente los mismos intereses […]. La diferencia se encontraba en el tipo de ideas que adoptaban para legitimar su derecho al poder”7.

Dentro de este marco tuvieron lugar las reformas radicales de los gobiernos liberales que, entre otras cosas, querían minar el poder de la Iglesia neogranadina sobre la sociedad civil y circunscribir su acción a lo espiritual, pues consideraban que ésta no tenía poder alguno sobre lo civil. El período de cambios radicales en la vida de la nación y de predominio del partido liberal en el poder se inició con la posesión del general José Hilario López (1849 1853) como presidente de la República. Durante su mandato las relaciones entre la Iglesia y el Estado cambiaron radicalmente, debido a la expulsión de los jesuitas, la supresión del fuero eclesiástico, la abolición de los diezmos y la elección popular de los párrocos8. Dos años más tarde, el general José María Obando sancionó la ley que separó la Iglesia del Estado y declaró que éste cesaba toda intervención en la elección y presentación de personas para puestos eclesiásticos, prohibía cualquier contribución forzosa para el culto religioso o sus ministros, sometía a los prelados y ministros del culto a las autoridades civiles, declaraba los templos pertenecientes a los fieles respectivos y negaba el carácter público de las corporaciones religiosas9. Posteriormente quedó autorizado el matrimonio civil y la propiedad de los cementerios fue trasladada a los municipios. Dos años más tarde se sancionó la ley sobre la libertad religiosa, en la que se declaró oficialmente que el Estado no estaba asociado a ninguna religión. Estas leyes permitieron el nacimiento del Estado laico, el cual no ignoraba el hecho religioso ni lo perseguía ni lo proscribía, sino que lo concebía como una dimensión cultural que afectaba a las conciencias individuales. Durante ese período los liberales radicales concentraron sus esfuerzos, “en moldear el ciudadano ideal según la concepción de un liberalismo que intentaba construir una sociedad republicana sin una tutoría cultural de la Iglesia católica”10. Así, los individuos antes de ser considerados como católicos eran ciudadanos.

Este período se caracterizó por la fuerte oposición que ejercieron los liberales radicales que gobernaban el país en contra de la jerarquía católica. De un bando y otro las acusaciones iban y venían. Se trató de una guerra discursiva, en la que los gobiernos liberales acusaban a la jerarquía católica de insurgente y conservadora, mientras que, de su lado, la jerarquía católica desprestigiaba y satanizaba la visión política y los fundamentos ideológicos que servían de base a las reformas emprendidas por los gobiernos liberales. Según Diana Soto, “el principio benthamista de la “independencia del Estado frente al poder religioso” sería, sin lugar a dudas, el mayor motivo de controversia que tendría que afrontar el grupo de liberales radicales en los próximos años”11. En este marco se inscribe el discurso político utilizado por el general Mosquera para justificar la posición y las acciones del Estado contra los obispos. En un mensaje dirigido al Papa Pío IX, el general afirma:

“Varios obispos, y entre ellos el metropolitano, antiguo amigo personal mío, se han puesto en oposición con el gobierno, desobedeciendo los decretos de tuición y desamortización de bienes de manos muertas; y me he visto en la necesidad de confinarlos a otras residencias o extrañarlos por rebeldes de la autoridad temporal, pues debieron, conforme a los preceptos del apóstol, someterse al que gobierna, y no olvidar los preceptos del santo obispo de Hipona, doctor de la Iglesia, san Agustín, que aconseja obediencia aun a los tiranos […] Por esta conducta de algunos obispos se ha puesto en peligro la unidad de la Iglesia […] Después del abandono de la Iglesia metropolitana, algunos sacerdotes virtuosos han sostenido el culto católico […] mientras los obispos, en un lenguaje acusador, como el obispo Arbeláez, mandan desobedecer la autoridad pública, estableciendo de este modo un cisma entre los católicos, que solamente vuestra santidad puede remediar”12.

Para responder a los ataques de los gobiernos liberales, la jerarquía católica neogra-nadina se atrincheró en las posiciones ultramontanas impulsadas por Pío IX. De esta forma, los obispos neogranadinos se escudaron en el principio de la autoridad de la Iglesia, en la infalibilidad del Papa, en la unidad y fdelidad a Roma, en la rea-firmación del dogma como verdad absoluta y en el combate por restablecer el poder temporal de la Iglesia como garantía necesaria de su soberanía espiritual. Se buscó con ello que lo civil y lo nacional continuaran sujetos a la religión católica, que el catolicismo fuera el único cristianismo posible en el país y que la suprema autoridad del Papa fuera acatada por todos los católicos. En efecto, el concilio primero neogranadino fue convocado en un contexto de tensión entre los radicales liberales y la jerarquía católica, lo que dejo marcadas polarizaciones ideológicas en los discursos utilizados por unos y otros, reduciendo la presentación de la realidad a binarios opuestos tales como: verdad/error, pecado/ gracia, justo/injusto, terrenal/espiritual, ateísmo/catolicismo, modernidad/tradición, ciudadano/cristiano, liberal/conservador.

2. CONVOCAR UN CONCILIO

La convocación y realización del primero concilio provincial neogranadino fue de una importancia capital para la historia de la nación, un acontecimiento eclesial sin precedentes pues durante el período colonial todos los intentos por convocar ese tipo de asamblea habían fracasado. El primero que intentó reunir un concilio provincial en el Nuevo Reino de Granada fue Fray Luis Zapata de Cárdenas en 1576, pero las circunstancias no favorecieron la realización de tal evento, y en su lugar publicó un catecismo13. Cuarenta y ocho años más tarde, el arzobispo Arias de Ugarte logró convocar un concilio, que comenzó a sesionar el 13 de abril de 1625. Una vez terminadas las sesiones conciliares, el documento final fue enviado a Roma para su sanción, pero éste jamás fue aprobado14. El último intento de convocatoria de un concilio provincial durante el período colonial correspondió al arzobispo Agustín Manuel Camacho y Rojas. Éste convocó un concilio el 14 de agosto de 1773, pero no pudo efectuarlo pues la muerte le sorprendió el 13 de abril del siguiente año. Su realización correspondió al obispo de Cartagena, Agustín Alvarado Castillo, quien se encontraba en Bogotá listo para participar de la reunión; sin embrago, las sesiones fueron suspendidas a finales de enero de 1775 por enfermedad del prelado y jamás fueron reanudadas15. En efecto, la convocatoria, realización y aprobación de un concilio provincial en la Nueva Granada tuvo lugar por primera vez en el inicio del período republicano en 1868, es decir, casi tres siglos después del primer intento de reunir ese tipo de asamblea en la región. La necesidad de convocar un concilio provincial se hizo urgente luego de que los gobiernos liberales iniciaron el programa de reformas radicales en el comienzo de la segunda mitad del siglo XIX.

Los documentos que dan razón de la historia de la convocación del Concilio son bastante limitados. Entre ellos encontramos el informe del delegado apostólico Monseñor Mieczyslaw Ledochowski y una carta de Pío IX dirigida al arzobispo Herrán. Luego de su expulsión del país por el general Mosquera en 1861, Monseñor Mieczyslaw Ledochowski, presentó un informe al Secretario de Estado de Pío IX sobre la situación sociopolítica y eclesial de la provincia. En dicho informe, el delegado apostólico indicó que no informaba sobre los diezmos por considerar que sería un tema que debería tratar el Concilio Provincial de Bogotá, el cual debía convocarse en cuanto fuera posible16. Se trata pues del primer documento oficial que revela el deseo de la jerarquía católica de convocar ese tipo de asamblea. Si bien los detalles al respecto son mínimos, el documento indica claramente que la idea de convocar un concilio provincial había sido considerada mucho antes de su realización y que no se trataba de obedecer a una aspiración de Papa como podría pensarse en un momento dado. En 1868 es el propio Romano Pontífice quien manifestó en una carta dirigida al arzobispo Herrán el deseo de ver convocada dicha asamblea lo antes posible.

“[…] no dudamos que sería muy oportuno el que todos los Obispos de esa República, ántes de restituirse á sus respectivas Sedes, vayan á reunirse contigo para conferir sobre los medios mas adecuados en órden á curar las heridas que esa Iglesia ha recibido, á neutralizar las consecuencias de la inmoralidad extendida y á alentar los espíritus quebrantados que han combatido por la justicia. Y como todo esto puede justa y confadamente esperarse de un Concilio Provincial, te excitamos encarecidamente á convocarlo”17.

Antes que nada, subrayemos que el locutor, Pío IX, se dirige al arzobispo Herrán, quien aparece como su principal interlocutor. Desde el punto de vista eclesiástico, locutor e interlocutor se encuentran en el mismo plano pues ambos son obispos: el uno de Roma y el otro de Santafé. Pero desde el punto de vista estrictamente eclesiástico se trata del discurso de un superior a su subalterno, pues en el orden jerárquico establecido por el Concilio de Trento el Papa, en cuanto sucesor del Príncipe de los Apóstoles, es la cabeza visible de la Iglesia, a quien el resto de la jerarquía y el pueblo fiel deben obediencia18. Teniendo en cuenta esta disimetría, el deseo de Pío IX de ver convocado un concilio provincial constituía un requerimiento para el arzobispo Herrán.

En su discurso, el locutor se dirige no solamente a su interlocutor principal, el arzobispo de Santafé, sino también a los sufragáneos del Metropolitano, que aparecen aquí como interlocutores secundarios. Según la estructura del mensaje, se puede deducir que los sufragáneos no se encontraban en sus sedes y que había llegado el momento de volver a ellas. El Papa subraya esta situación, porque en general los obispos neogranadinos habían sido confinados a otras residencias o extrañados por rebeldes de la autoridad temporal como lo indicó el general Mosquera. En efecto, el destierro sistemático de los obispos constituía el principal inconveniente que impedía la convocatoria y la realización de un concilio provincial. El propio arzobispo Herrán fue víctima de esta medida de control social utilizada por los liberales radicales para acallar la jerarquía católica. El 3 de noviembre de 1861, el presidente Mosquera expulsó al Metropolitano de su jurisdicción, aduciendo para ello “su desobediencia, su propósito de trastornar el orden público y su obstinación en no someterse a los actos ejecutivos”19. Por su parte Vicente Arbeláez, Obispo Coadjutor y Vicario General del Arzobispado, fue expulsado en dos ocasiones por el mismo general, la primera en 1861 y la segunda el 18 de octubre de 186620.

Pero la expresión: “[…] ántes de restituirse á sus respectivas Sedes, vayan á reunirse contigo” deja claro igualmente que las circunstancias de “antes” no eran las mismas de “ahora. ¿Qué sucedió en el país que permitió dicho cambio? Evidentemente no se trató de un cambió político, sino de un cambio de actitud de los gobiernos liberales frente a la situación de la joven República. En este orden de ideas, el presidente José Santos Gutiérrez (1868-1870) consideró que la situación de caos en la que estaba sumida la Nación debía terminar. En una alocución al Congreso de la República, el Presidente expresó su descontento en los siguientes términos: “El país ha llegado a tal punto de decadencia, fruto de la intranquilidad más o menos absoluta de los últimos años, que es preciso empezar la grande obra de su regeneración por la rudimentaria base de restablecer su seguridad [...] una regeneración que reclaman nuestro honor nacional y nuestra afictiva situación”21. Para Santos Gutiérrez, la “regeneración” aparecía como un medio para alcanzar la estabilidad nacional. Harto de la intranquilidad que se vivía, el Presidente pasó a la acción y buscó mediante un entendimiento nacional con el partido conservador la paz para el país22, lo que permitió, entre otras cosas, el retorno de los obispos a sus sedes. Por momentáneo que hubiera sido, dicho cambio tuvo un gran valor para Pío IX, quien consideró “no pequeño consuelo ver al cabo removidos los obstáculos que mantenían á los sagrados Pastores separados de los rebaños á ellos encomendados”23. Para el Soberano Pontífice, el hecho de que los obispos pudieran retornar a sus diócesis24 era el signo inequívoco para reunir un concilio provincial en la Nueva Granada.

En su discurso, el Romano Pontífice presenta la convocación del Concilio como un instrumento de concertación para determinar los medios más adecuados para afrontar la situación que vivía la Iglesia neogranadina en aquel momento. Con ello, el Papa fja, de un lado, el propósito de la reunión y, del otro, la orientación de las discusiones que en ella tendrían lugar. Se trata de un propósito esencialmente pragmático, que se funda en la acción, la eficacia y los resultados concretos. Con ello queda claro que para Pío IX el primer Concilio provincial neogranadino no sería, estrictamente hablando, un concilio ideológico. Los medios sobre los cuales se debía discutir debían estar orientados a “curar”, “neutralizar” y “alentar”. Con estos verbos se precisa el propósito general del Concilio y se determina la misión que se le confaba al episcopado neogranadino. El propósito expresado por Pío IX deja claro tres aspectos: que la Iglesia local estaba herida, que había que neutralizar los efectos de tal herida y que, pese a ello, había que alentar el combate.

Del discurso del Romano Pontífice se infere que las heridas que afectaban la Iglesia neogranadina no eran el resultado de procesos internos, sino que obedecían a ataques externos. El episcopado neogranadino no se debía contentar con curar dichas heridas, debía ir más lejos y buscar los mecanismos para neutralizar las consecuencias de una inmoralidad generalizada que afectaba tanto al clero, al pueblo fiel como a los hombres de gobierno. Además de neutralizar, los obispos debían alentar a quienes habían combatido por la justicia, es decir, animar a los que habían luchado por restablecer la situación y el estatuto sociocultural que le correspondía a la Iglesia en una sociedad tradicionalmente católica.

Aunque Pío IX abogaba por un concilio provincial, era consciente de que ese tipo de asambleas no era fácil llevarlas a cabo, debido a las circunstancias que vivía la Nueva Granada; esto sin contar el trabajo que representaba para el Metropolitano la realización de un evento de tal magnitud. Teniendo en cuenta las posibles dificultades, el Papa advirtió: “Mas si las ocurrencias no permitieren que se reúna un Sínodo Provincial, deseamos que á lo menos lo que en aquel hubiera de hacerse se provea por medio de conferencias privadas”25. Para el Romano Pontífice lo más importante no era el medio sino la finalidad, razón por la cual proponía una segunda opción: las conferencias privadas. Éstas son presentadas como un recurso y no como una prioridad. El Pastor Universal se aferraba a la idea de un concilio, porque ese tipo de reuniones constituyen actos de autoridad para gobernar y orientar la Iglesia tanto en lo administrativo como en lo moral y doctrinal. El Papa apostaba por el Concilio, ya que estaba convencido de su eficacia, la que aumentaba con la magnitud, pues cuanto más general fuera el Concilio, mucho más importantes serían sus efectos, y consideraba que los remedios que debían aplicarse eran mucho más eficaces, “en cuanto con mas uniformidad y energía de comun acuerdo se administran”26. Pío IX veía en el Concilio la expresión de la colegialidad episcopal para luchar de forma mancomunada contra los liberales radicales. Para él era evidente que la fuerza discursiva de un documento que refejara la unidad del episcopado neogranadino sería mucho más eficaz que una carta pastoral de uno de los obispos. Para el Romano Pontífice, la unidad del episcopado era necesaria con el fin de intervenir eficazmente y revertir la situación.

Para finalizar, el Papa propone al Metropolitano anotar todo lo que estime conveniente con respecto a la ejecución de la idea o “sobre algun otro camino que pareciese mas expedito conforme á los tiempos y situaciones, y en fin sobre todo aquello que demande la utilidad de la Iglesia, la salud de las almas y en particular la conveniente reforma del clero”27. De los tres aspectos aquí señalados, Pío IX subraya la reforma del clero. Ello indica la urgente necesidad que había en la provincia de restablecer la disciplina eclesiástica. Esta acción se hacia urgente, entre otras cosas, porque algunos los clérigos intervenían en la vida pública y habían jurado obediencia a la Constitución de la República28. Subrayemos que en el discurso del general Mosquera estos clérigos son calificados de virtuosos por haber mantenido el culto católico en el momento en que los obispos fueron desterrados. Esta situación que para el propio Mosquera ponía en peligro la unidad de la Iglesia, para el Papa era inaceptable y por ello había que actuar de inmediato procediendo a la reforma del clero.

3. LA CONVOCATORIA DEL CONCILIO

El documento de convocatoria del Concilio fue rubricado por el arzobispo de Santafé de Bogotá y metropolitano de la Nueva Granada el Ilustrísimo y Reverendísimo señor doctor Antonio Herrán en Villeta el día seis de enero de 1868, es decir, seis meses después que Pío IX hubiera instigado al Metropolitano a convocar un concilio provincial. El corto lapso de tiempo entre la convocatoria y la solicitud del Papa muestra hasta qué punto el Arzobispo tomó en serio la propuesta. Señalemos que la convocatoria fue dirigida exclusivamente a los hombres de Iglesia y dejó de lado a los laicos. En otras palabras, fue el alto clero el que se atribuyó la responsabilidad de buscar una solución a los problemas que afectaban a la Iglesia neogranadina, sin contar para ello con el pueblo fiel, al que se le encargó exclusivamente la misión de asistir a los prelados con sus oraciones.

Para justificar la convocación del Concilio y convencer a su interlocutor de la necesidad de reunir dicha asamblea, el Arzobispo define la función de aquel indicando que un concilio es el instrumento “mas poderoso y eficaz para conservar y aumentar la fe, para restablecer la disciplina eclesiástica y para reformar las costumbres del pueblo”29. Con los calificativos empleados, el Arzobispo buscaba borrar toda posible duda que su interlocutor pudiera tener acerca de la importancia de dicha asamblea, y para evitar toda ambigüedad, enuncia inmediatamente las funciones atribuidas a los concilios. Dichas funciones definen al mismo tiempo los objetivos que debía proponerse toda asamblea de este tipo.

En su proceso retórico, el Arzobispo busca ahora convencer a su interlocutor de la eficacia y la necesidad de los concilios, y para ello se sirve de algunos eventos y datos tanto de la historia de la Iglesia universal como de la Iglesia local. Subraya, antes que nada, que ese mecanismo fue utilizado por los Apóstoles y sugerido por el Concilio de Trento para “arreglar las costumbres, corregir los excesos, ajustar las controversias y otros puntos permitidos por los sagrados cánones”30. En segundo lugar, indica que el Concilio debe convocarse, porque nunca antes en la Iglesia neogranadina había sido posible realizar ese tipo de asambleas o bien éstas no habían surtido efecto. Es por ello que después de haber regido y gobernado la provincia en medio de amargas vicisitudes por espacio de 14 años, el Arzobispo concluye que la realización de un concilio era el remedio requerido para “conservar la integridad de la fe y la obediencia debida á la Iglesia, administrar rectamente las cosas sagradas, mantener el esplendor de la disciplina eclesiástica y la pureza de costumbres, y alejar el contagio de los vicios”31.

En su argumentación, el Arzobispo avanza un poco más y justifica la convocatoria, subrayando los acontecimientos que habían afectado a la Iglesia neogranadina en su historia reciente, pero a su modo de ver resultaba inútil detenerse a enumerar los graves acontecimientos que habían afectado la Iglesia desde el día que se había independizado la Nueva Granada. Ningún juicio de valor se aplica al hecho histórico, la Independencia, en sí misma, no es negativa ni positiva, sirve exclusivamente de referente histórico para establecer un “antes” y un “después”. Es este último el que está cargado negativamente, porque en él tuvieron lugar los hechos que afectaron a la Iglesia.

Seguidamente el Metropolitano enunció el problema que aquejaba a la Iglesia neogranadina. Dos elementos de base constituyen la problemática: la introducción de los abusos y de la corrupción en las instituciones eclesiásticas y la falta de disciplina del clero. El discurso del Arzobispo indica, al menos en una primera instancia, que el problema era interno. Pero si la problemática es endógena, su origen es exógeno. Para el Prelado, el origen del mal se encontraba realmente en las leyes adoptadas por los liberales radicales en contra de la Iglesia neogranadina. Particularmente se refrió a una sola: la sanción de la ley que puso fin al Patronato Eclesiástico y separó la Iglesia del Estado32. Tanto para él, como para los obispos neogranadinos, la sanción de dicha ley no sólo afectaba sino que atentaba contra la Iglesia. La jerarquía católica estimaba que las acciones de los gobiernos liberales eran arbitrarias y abusivas, ya que no respetaban los derechos adquiridos por la Iglesia en el pasado. En sus Memorias, Salvador Camacho Roldán matiza este postulado, indicando que el clero temía más el desafuero eclesiástico y la introducción del matrimonio civil que la “separación del Estado y de la Iglesia, reforma más bien solicitada que temida”33.

Justificada la necesidad de convocar el Concilio, el Arzobispo pasa a demostrar la viabilidad del proyecto, que por su envergadura no podía realizar solo. Para su realización solicitó en primer lugar la asistencia de Dios y en segundo lugar, la colaboración de sus sufragáneos, del clero, del pueblo fiel, del presidente de la nación y de otras autoridades civiles. Por sorprendente que parezca, el Arzobispo estaba convencido que sin la colaboración del presidente y demás autoridades civiles era imposible realizar el evento. Pese a las diferencias ideológicas entre la jerarquía y los liberales, había que contar con ellos para no condenar el proyecto al fracaso. Para convencer al presidente y a las autoridades civiles de colaborar en la realización del Concilio, el Arzobispo utilizó tres argumentos. Con el primero de ellos, el moral, el Metropolitano afirmó que la Iglesia es un instrumento de mejora y de conservación de las costumbres mucho más eficaz que el propio Estado. En efecto, si las autoridades civiles deseaban ser obedecidas, ellas debían contar con el concurso de la Iglesia, que a través de su doctrina enseñaba a todos los fieles la sumisión a las autoridades civiles. El arzobispo supuso allí dos cosas: que los neogranadinos antes de ser ciudadanos eran cristianos y que, como tales, antes de obedecer a las autoridades temporales debían obedecer a la Iglesia, la cual es definida como “madre fecunda de toda virtud, azote del vicio, liberadora del espíritu y señal de verdadera fielicidad”34. El Metropolitano demostró así que la Iglesia, como instrumento de cohesión social, jugaba un papel destacado en los destinos de la Nación y que como actor social, por su infuencia y su presencia en su configuración, no podría dejarse al margen de su proceso de pacificación y estabilización. Al contrario, su presencia en dicho proceso era urgente y necesaria. En efecto, el arzobispo Herrán abogaba por la unidad entre la Iglesia y el Estado, para, así, restablecer la tranquilidad y la estabilidad de la República, es por ello que el Presidente y las autoridades civiles debían apoyar la celebración del Concilio.

El segundo de los argumentos es de tipo histórico. El Metropolitano que la realización de esa suerte de reuniones había sido posible en otros países, como en los Estados Unidos de Norte América, en los que las potestades del Estado y de la Iglesia habían sido separadas35. Con ello el Prelado indicaba, en primer lugar, que la realización del Concilio era posible siempre y cuando existiera la voluntad política para realizarlo y, en segundo lugar, que la separación de la Iglesia y del Estado no constituía un obstáculo para que las autoridades civiles apoyaran la realización de la asamblea.

En la búsqueda de su objetivo, el Metropolitano esgrime un tercer argumento, esta vez de orden flosófico. Se trata de un razonamiento que busca valorar en su justa medida el “ser” mismo de las autoridades civiles. El Arzobispo señala que ellos son varones católicos que ejercen autoridad en una república católica36 a quienes abraza como hijos muy amados en Cristo. Desde esta óptica es posible afirmar que el Prelado reconoce dos elementos en el ser de las autoridades civiles: la catolicidad, afirmada en primer lugar, aparece como elemento intrínseco del ser, y el ejercicio de la autoridad, que se presenta como una función, elemento extrínseco o accidental, que califica o que dice algo de la persona sin que se modifque su esencia. Sobre la base de este nuevo argumento, el Metropolitano exhorta a los hombres de gobierno a que como católicos pasen a los actos. Les pide específicamente que refrenen las tentativas de quienes intenten perturbar o impedir la realización del concilio. En última instancia, lo que buscaba el Prelado era el compromiso incondicional de las autoridades civiles para garantizar el mínimo de tranquilidad necesaria con el fin de poder reunir el Concilio provincial. En ningún momento se cuestiona la catolicidad de los liberales ni se les califica de pecadores o ateos.

El arzobispo Herrán cierra esta parte de su discurso anunciando la fecha de convocación del Concilio, el que debía comenzar sus sesiones el 29 de junio37. Entre las personas convocadas se encontraban los obispos de Cartagena, Panamá, Popayán, Antioquia (o vicarios capitulares en Sede vacante), Pamplona, y Pasto, el obispo coadjutor del arzobispado, el vicario apostólico de Santa Marta, el Capítulo metropolitano, los Capítulos catedralicios que debían ser representados por procuradores, los Superiores de regulares y demás personas eclesiásticas, las que por derecho o costumbre debían asistir al Concilio38.

4. EL PROGRAMA

Además de los objetivos, motivaciones, obstáculos y personas convocadas, la convocatoria del primer concilio neogranadino daba cuenta de los temas que la asamblea debía abordar en sus deliberaciones. El Arzobispo propone cinco: las cosas que, según la doctrina católica, se referen a la Revelación y a la Iglesia contra los errores de nuestros tiempos; las cosas que Cristo estableció en su Iglesia para la salud de los hombres, esto es la jerarquía y régimen de la Iglesia; las cosas que han sido encomendadas a los ministros sagrados como son la predicación, administración de sacramentos y culto divino; los frutos de la santificación que son la piedad y caridad en todos, perfección evangélica en los regulares y santidad en el clero, y finalmente, los medios para promover las instituciones de la Iglesia y otros puntos concernientes a la disciplina eclesiástica39.

El programa propuesto por el Arzobispo buscaba establecer, antes que nada, la doctrina sobre la Revelación y sobre la Iglesia para combatir, desde allí, lo que consideró “errores de nuestro tiempo”. Como tal, la doctrina sobre la Revelación y sobre la Iglesia fue considerada fundamento indiscutible para determinar la verdad tanto en el orden temporal como en el espiritual. Así, la Iglesia es poseedora de la verdad, ya que el don que le fue confado es de origen divino por ser Dios fuente de toda verdad. Si ella poseía la verdad, evidentemente poseía la autoridad para determinar lo que es verdad y lo que no lo es. En esta lógica, “la verdad constituye la propiedad a defender el baluarte que da la autoridad para proteger los principios propios y catalogar a los del oponente como falsos”40. Haciendo uso de esta función condenó y reprobó los errores más recientes que pretendían despojarla de su autoridad, es decir,

“el liberalismo moderno, que, reviviendo las doctrinas paganas, lleva á la sociedad cristiana á los irreligiosos principios del naturalismo, y despreciando toda autoridad, no reconoce otra que la que procede de la razón humana: el radicalismo, que invade y usurpa su divina jurisdicción: el comunismo, que arrebata á la sociedad todos sus derechos de dominio y propiedad”41.

El segundo punto del programa buscaba dejar en claro la unidad ente la salvación y la jerarquía. Ello indica que sin la Iglesia la salvación no era posible; ésta sólo era posible en la medida que el cristiano siguiera fielmente lo que la Iglesia le proponía a través de sus jerarcas. Estos indican el camino de la verdad al pueblo fiel y al clero en general. Así, todo aquel que quisiera gozar de la vida eterna debía escuchar y seguir la voz y los consejos de sus pastores. De forma tal que, el cristiano que quería salvar su alma debía obedecer a la jerarquía católica y rechazar, como ella, el liberalismo moderno, el naturalismo, el radicalismo y el comunismo, falsos sistemas ideológicos que conducían exclusivamente a la condenación. Desde el punto de vista discursivo se presenta la fdelidad del pueblo a la jerarquía como garantía de salvación, fin último al cual debía aspirar todo católico.

En tercer lugar, el programa del arzobispo Herrán abordaba las funciones del clero, las que fueron organizadas en tres grupos: la predicación, la administración de sacramentos y el culto divino. En la estructura de la Iglesia, los miembros del clero son los responsables de la transmisión del mensaje cristiano al pueblo fiel.

La convocatoria del concilio, que reclamaba entre otras cosas una disciplina eclesiástica más rigurosa, buscaba con ello aumentar la fdelidad del clero al mensaje cristiano según la interpretación que de éste hacía el Magisterio de la Iglesia. Como instrumento de comunicación, el clero debía transmitir al pueblo fiel un mensaje inequívoco, exento de todo error y sin sombra de herejía, es decir, un mensaje fiel a la ortodoxia católica. Por lo delicado de esta función, el concilio estableció que el clero debía prometer obediencia a sus pastores y hacer una profesión de fe según lo establecido por el papa Pío IV42.

En cuarto lugar, el programa proponía trabajar sobre los frutos de la santificación. El objetivo central buscaba aumentar la piedad religiosa como expresión de fdelidad a Dios y a la Iglesia. En esta óptica, la piedad, la caridad y la vida santa fueron vistas como signos de santificación, pero en el fondo se trataba de comportamientos que hablaban, antes que nada, de la fdelidad del clero y del pueblo fiel al mensaje revelado. Dar frutos de santificación implicaba vivir según los parámetros establecidos por la Iglesia. El piadoso, el caritativo o el santo es aquél que sigue la verdad enseñada por la Iglesia con el fin de obtener su salvación. Evidentemente para dar esos frutos se hacía necesario aceptar sin reparo la disciplina eclesiástica y las costumbres cristianas inspiradas en la moral evangélica.

Con el quinto y último elemento de su programa, el arzobispo Herrán expresa la necesidad que tenía la Iglesia de poseer los medios necesarios para cumplir con su labor espiritual en el mundo temporal. Las disposiciones del concilio sobre este punto debían reafirmar el derecho de la Iglesia a adquirir y a administrar bienes. Con ello también se buscaba anular la validez de la ley que había despojado a la Iglesia católica de sus bienes muebles e inmuebles. Lo que hasta entonces constituía un elemento de confrontación con los liberales radicales es visto por la jerarquía neogranadina, en este momento, como un instrumento de negociación con el gobierno de turno. Con ello se buscaba igualmente fjar algunos aspectos de la disciplina eclesiástica con respecto a otros bienes que poseía la Iglesia como eran los cementerios, las casas parroquiales y las iglesias, lo mismo que lo relacionado con los estipendios.

Si bien la convocatoria del Concilio no ofrecía amplios detalles sobre el programa, queda claro que el arzobispo Herrán lo veía como un mecanismo para responder a los ataques y males causados a la Iglesia por los decretos promulgados por los liberales radicales. Por otra parte, lo concebía como un instrumento para restaurar la disciplina eclesiástica y el orden moral. Nótese que se trata de una función de restauración y no estrictamente de una novedad. Como puede observarse, la prioridad fue otorgada al aspecto apologético, lo que indica que el Concilio primero neogra-nadino debía ser, antes que nada, un acto de defensa y de combate, que buscaba a través de la redefinición de la doctrina católica restablecer la autoridad de los obispos sobre el clero y el pueblo fiel. El programa propuesto por el arzobispo Herrán sigue de cerca los documentos pontificios de la época, los que a partir del dato revelado trataban de desenmascarar los llamados errores modernos como lo había hecho el papa Pío IX en la encíclica Quanta cura, en la que se incluyó el Syllabus43. De hecho, lo que pretendía el Arzobispo era situar la Revelación como principio de ortodoxia y fundamento apologético.

La muerte de Antonio Herrán, un mes después de haber publicado el decreto de convocatoria, puso en peligro la realización del Concilio. Su sucesor, el obispo coadjutor Vicente Arbeláez, fue facultado por el papa Pío IX para presidir y dirigir el concilio provincial44, que comenzó sus sesiones el 5 de julio, es decir, cinco días más tarde de la fecha prevista inicialmente45. En su carta, el Romano Pontífice solicitó expresamente al nuevo arzobispo “defender valerosamente la causa, derechos, doctrina y libertad de la Iglesia; guardar en todo su vigor la disciplina del Clero; mirar por su santa institución y saludable doctrina; y atender con la mayor diligencia á la salud de los fieles”46. El tenor del discurso del Romano Pontífice reforzaba lo que el arzobispo Herrán se proponía con el Concilio, quedando así claro que la naturaleza del primer Concilio neogranadino fue a la vez apologética y doctrinal. No se daba prioridad a ninguna de las dos dimensiones porque la una no se entiende sin la otra. Sin embargo, en la práctica parece que la dimensión apologética se impuso, ya que el día de la iniciación del concilio el arzobispo Arbeláez mandó a los padres sinodales a prometer verdadera obediencia al Romano Pontífice, anatemizar públicamente todas la herejía y hacer la profesión de fe según la formula prescrita por Pío IV47.

Consideraciones finales

El análisis del documento de convocatoria del Concilio primero neogranadino ha permitido establecer que su convocación tenía dos móviles. Por una parte, el deseo de Pío IX de ver convocado un concilio para que la jerarquía neogranadina pusiera fin a la crisis que la afectaba (móvil extrínseco) y, por otra parte, la necesidad que dicha jerarquía tenía de restablecer la disciplina eclesiástica (móvil intrínseco). La idea del Romano Pontífice era hacer del concilio el acontecimiento eclesiástico que pudiera cambiar la situación de la Iglesia neogranadina, que debilitada por las heridas recibidas debía fortalecerse para poder combatir a sus enemigos. Esa misma idea no parece ser la que animó el arzobispo Herrán.

Desde su punto de vista, el Metropolitano veía la problemática que afectaba a la Iglesia neogranadina, antes que nada, como un problema interno, es decir, un problema de la disciplina eclesiástica y de costumbres del pueblo fiel. En otras palabras, la crisis que afectaba la Iglesia era moral y no doctrinal.

El reestablecimiento de la disciplina eclesiástica se convirtió en una prioridad para el Arzobispo, puesto que en dicho momento el clero se encontraba dividido. De un lado, los que seguían fielmente a sus jerarcas y del otro, quienes habían jurado fdeli-dad a la Constitución. Tal indisciplina se explica, en parte, por la ausencia forzada de los obispos, que por desobediencia y oposición al gobierno fueron confinados a otras residencias y en muchos casos desterrados. En ese marco, recuperar el control sobre el clero y restablecer la disciplina eclesiástica se hacía urgente y es por ello que el arzobispo, siguiendo la sugerencia del Papa, convocó el Concilio.

Por otra parte, el análisis del programa del Concilio mostró que ante todo la Iglesia neogranadina quería desenmascarar el discurso de los liberales radicales y, desde los datos de la Revelación y de la tradición, condenarlo como falso. De esta forma se pretendía anular la validez moral de todas las leyes que habían afectado a la Iglesia, adoptando para ello la misma estrategia discursiva utilizada por el Papa Pío IX en su encíclica Quanta cura, en la cual condenó, entre otros, el naturalismo por tratarse de una ideología que enseñaba que la perfección de los gobiernos y el progreso civil exigían imperiosamente que la sociedad fuera constituida y gobernada sin tomar para nada en cuenta la religión48. Desde esta óptica, el Concilio no fue convocado para restablecer la disciplina eclesiástica, sino para demostrar deductivamente la falsedad del discurso liberal sobre el que se fundaba los decretos de tuición y desamortización de bienes de manos muertas.

A nuestro juicio, la convocación del Concilio no obedeció a una única razón; ella reposaba al menos sobre una doble motivación: el deseo de revertir la situación en la que los gobiernos de los liberales radicales habían sumido a la Iglesia neogranadina y el restablecimiento de la disciplina eclesiástica. Subrayemos que este segundo elemento no es ajeno al primero y que más bien puede verse como una consecuencia de éste. Los dos elementos se encuentran íntimamente ligados y el uno no se puede comprender sin el otro.

Recalquemos igualmente que el discurso tradicional de la Iglesia, que buscaba mantener un modelo sociocultural de base católica para la República, donde la moral cristiana determinara los parámetros de organización y de control social, se opuso al discurso “moderno” de los liberales radicales que buscaba confinar a la Iglesia al ámbito privado, argumentando su incidencia negativa en la modernización de la sociedad49. De hecho, lo que buscaban los liberales era cambiar la racionalidad del Estado religioso y de privilegios para algunos por la razón laica de los derechos para todos50. Evidentemente, en el momento en que fue convocado el primer Concilio neogranadino se asistía al repliegue del Estado religioso. En ese marco, la convocatoria del concilio puede interpretarse como una acción para frenar el avance del Estado laico y su racionalidad, la cual no le convenía a la Iglesia, ya que sus derechos no eran respetados. En efecto, la convocación del Concilio fue un intento por reestablecer la racionalidad del Estado religioso. De esta forma, la jerarquía católica buscaba recuperar la infuencia y el control ejercido por la Iglesia sobre la población y, de paso, reafirmar su autoridad antes cuestionada par las autoridades civiles. A nuestro modo de ver queda claro que el documento de convocatoria y decretos del Concilio inauguran lo que hoy conocemos como el discurso de la “Regeneración”51, que tuvo como base la polarización entre lo moderno y lo religioso, y marcó un largo período de nuestra historia.

Señalemos, además, que el discurso contenido en el documento de convocatoria del concilio marca la ruta de lo que éste realizó. En efecto, el Concilio provincial puede considerarse como el evento fundador de una etapa de reorganización administrativa del clero colombiano con el fin de entablar un combate más eficaz contra la avanzada reformista liberal52. Se trataba, sobre todo, de buscar la unidad del clero y del pueblo fiel en torno a la doctrina y a sus pastores. Tal unidad aparece aquí como condición necesaria para la batalla y eventualmente para la victoria. Por su papel en la estructura eclesiástica, los jerarcas neogranadinos sabían que la acción del clero sería determinante en el logro de los objetivos, y es por ello que con argumentos flosóficos y teológicos se apresuraron a desarticular el discurso político de los liberales radicales, que no ofrecía lo que en última instancia buscaba todo cristiano: la salvación. Fieles a Roma, los obispos neogranadinos adoptaron actitudes ultramontanas e intransigentes para defender sus tradicionales prerrogativas como generalmente lo hizo en aquella época la Iglesia católica latinoamericana53.


* Este artículo es resultado de una investigación que tiene por objetivo analizar el discurso contenido en diversos documentos de la Iglesia colombiana para comprender desde allí no solamente la historia de las mentalidades, sino también la formación de nuevas identidades y el funcionamiento de los fenómenos socioculturales. Este proyecto es financiado con los fondos que l’Université Laurentienne en Sudbury (Ontario, Canadá) otorga a los nuevos profesores para iniciar su programa de investigación. Una versión preliminar de este texto fue presentada en el V Congreso Europeo CEISAL de Latinoamericanistas en Bruselas (Bélgica) del 11 al 14 de abril del 2007.

1. Hemos tomado prestados estos conceptos del sociólogo Raymond Lemieux. Raymond Lemieux, “Fidélité et rupture : des enjeux paradoxaux dans l’histoire du catéchisme de Sens”, en Une inconnue de l'histoire de la culture : la production des catéchismes en Amérique française, eds. Raymond Brodeur et Jean Paul Rouleau (Sainte-Foy/Paris: Anne Sigier/Desclée, 1986), 179.

2. Raymond Brodeur, Le catéchisme et identité culturelle dans le diocèse de Québec de 1815 (Sainte-Foy: Les Presses de l'Université Laval, 1998), 7.

3. Jaime Jaramillo, “Etapas y sentido de la historia colombiana”, en Manual de historia de Colombia, vol. 3 (Bogotá, Colcultura, 1979), http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/colhoy/colo4.htm (Fecha de consulta: 10 de abril, 2008).

4. Jaime Jaramillo, “Etapas y sentido de la historia colombiana”.

5. Rubén Darío Acevedo Carmona, “Lo religioso en las pugnas político-partidistas en la historia de Colombia: las huellas de una permanencia”, Revista Universidad de Medellín 63/64 (1997): 17-29.

6. Jaime Jaramillo, “Etapas y sentido de la historia colombiana”.

7. Erna von der Walde Uribe, “Lengua y poder: el proyecto de nación en Colombia a finales del siglo XIX”, Estudios de lingüística española 16 (2002), http://elies.rediris.es/elies16/Erna.html (Fecha de consulta: 13 de abril, 2008).

8. Biografía del general José Hilario López (1849-1853) en Presidencia de la República de Colombia, Bogotá-Colombia, Presidentes http://www.presidencia.gov.co/prensa_new/historia/josehlopez.htm (Fecha de consulta: 25 de junio, 2008).

9. Fernán González, “La reorganización de la Iglesia ante el Estado liberal colombiano (1850-1886)”, en Historia general de la Iglesia en América Latina: VII Colombia y Venezuela, eds. Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en América Latina (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1981), 362.

10. Gilberto Loaiza Cano, “El maestro de escuela o el ideal de ciudadano en la reforma educativa de 1870”, Historia Crítica 34 (2007): 64.

11. Diana Soto Arango, “Aproximación histórica a la universidad colombiana en el siglo XIX”, http://www.monografas.com/trabajos26/universidad-colombia/universidad-colombia.shtml (Fecha de consulta: 11 de abril, 2008).

12. El Revisor Católico, 273-276, citado por Fernán González, “La reorganización de la Iglesia”, 368.

13. John Jairo Marín Tamayo, “Une stratégie de construction d’une nouvelle identité socioculturelle chez les indigènes du Nouveau-Royaume de Grenade au XVIe siècle: La production du Catéchisme de Fray Luis Zapata de Cárdenas” (tesis doctoral, Université Laval, 2002), 36.

14. José Restrepo Posada, “El Sínodo Provincial del Señor Arias de Ugarte (1625)”, Ecclesiástica Xaveriana 14 (1964): 164.

15. Luis Carlos Mantilla, Historia de la Arquidiócesis de Bogotá. Su itinerario evangelizador 1564-1993, (Bogotá: Arquidiócesis de Bogotá, 1994), 180.

16. Elisa Luque Alcalde, “Libertad eclesial y separación Iglesia Estado en Colombia. Opción del Delegado Apostólico Monseñor Mieczyslaw Ledochowski”, Boletín de Historia y Antigüedades 828 (2005): 36.

17. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, Arzobispo de Santafé de Bogotá, Roma, 21 de agosto de 1867, en Actas y decretos del concilio primero provincial neogranadino (Bogotá: Imprenta Metropolitana, 1869), 3. En las citas se conserva la ortografía original del documento.

18. Concilio de Trento, sesión XXV, Decretos de reforma, Capítulo II. Se determina quiénes deben recibir solemnemente los decretos del Concilio, y hacer profesión de fe.

19. Luis Carlos Mantilla, Historia de la Arquidiócesis, 239. Su destierro terminó gracias a un decreto del presidente Manuel Murillo Toro del 30 de mayo de 1864 que le permitió volver a Bogotá tres meses más tarde.

20. Luis Carlos Mantilla, Historia de la Arquidiócesis, 246. La situación se prolongó hasta el 12 de noviembre del año siguiente, fecha en la cual el Obispo regresó a Bogotá, gracias a un decreto frmado por el nuevo Presidente, el general Santos Acosta.

21. Biografía del general Santos Gutiérrez (1868-1870) en Presidencia de la República de Colombia, Bogotá-Colombia, Presidentes, http://www.presidencia.gov.co/prensa_new/historia/santosguti.htm (Fecha de consulta: 9 de agosto, 2007).

22. Biografía del general Santos Gutiérrez (1868-1870).

23. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del concilio, 3.

24. Éste es el caso del Obispo de Maximópolis, Vicente Arbeláez, coadjutor del metropolitano y del obispo de Dibona, José Romero, Vicario Apostólico de Santa Marta, quienes se encontraban en Roma. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del Concilio, 3.

25. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del Concilio, 4.

26. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del Concilio, 4.

27. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del Concilio, 4.

28. Carta del Padre Pío IX al Ilustrísimo Antonio Herrán, en Actas y decretos del Concilio, 4.

29. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 6.

30. Concilio de Trento, sesión XXIV, obispos y cardenales, Decretos de reforma, Capítulo II. Celebrarse de tres en tres años sínodo provincial.

31. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 6.

32. Esta ley fue promulgada por el General José María Obando el 15 de junio de 1853. Elisa Luque Alcalde, “Libertad eclesial y separación”, 23.

33. Salvador Camacho Roldán, Memorias, Medellín s.f., escritas en 1894, 207, citado por Fernán González, “La reorganización de la Iglesia”, 362.

34. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 8.

35. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 8.

36. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 8.

37. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 8.

38. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 9.

39. Convocación del concilio, en Actas y decretos del Concilio, 9.

40. José David Cortés Guerrero, “Regeneración, intransigencia y régimen de cristiandad”, Historia Crítica 15 (1997): 5

41. Actas y decretos del Concilio, 34.

42. Actas y decretos del Concilio, 76.

43. Pío IX, Syllabus, catálogo de los principales errores de nuestra época, en Actas y decretos del Concilio, 189.

44. Carta de Pío Papa IX al venerable hermano Vicente Arzobispo de Santafé de Bogotá, Letras apostólicas en las que por muerte del Ilmo. Sr. Arzobispo Herrán se faculta al Arzobispo Sr. Dr. Vicente Arbeláez para presidir el concilio sin haber recibido el Palio, dada en Roma, el 23 de abril de 1868. Actas y decretos del Concilio, 12.

45. Mensaje del arzobispo Vicente Arbeláez, dado el 5 de julio de 1868, en Actas y decretos del Concilio, 14.

46. Carta Pío Papa IX al venerable hermano Vicente Arzobispo, en Actas y decretos del Concilio, 12.

47. Disposición del arzobispo Vicente Arbeláez, dada el 5 de julio de 1868, en Actas y decretos del Concilio, 15.

48. Pío IX, Carta encíclica Quanta cura, Roma, 8 de diciembre de 1864, en Actas y decretos del Concilio, 169.

49. Luis Javier Ortiz Mesa, “Mitras, sotanas y feles en la guerra civil colombiana. De la fe defendida a la guerra incendiada: 1876-1877”, en Memorias del X Congreso de Historia de Colombia (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2000), 2.

50. Augusto Sánchez Sandoval, Sistemas ideológicos y control social (México: Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Autónoma de México, 2005), 134.

51. José David Cortés Guerrero, “Regeneración, intransigencia y régimen de cristiandad”, 1.

52. Gilberto Loaiza Cano, “El maestro de escuela o el ideal liberal de ciudadano”, 71.

53. Luis Javier Ortiz Mesa, “Mitras, sotanas y feles”, 1.


Bibliografía

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