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Historia Crítica

Print version ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.36 Bogotá July/Dec. 2008

 

Historia, literatura y narración*

History, Literature, and Narration*

Leonardo Ordoñez Díaz

Filósofo con Maestría en Filosofía de la Universidad del Rosario en Bogotá, Colombia. Actualmente es profesor de tiempo completo, investigador y coordinador del Ciclo Básico de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Sus principales áreas de interés son la estética, la filosofía práctica y la teoría literaria. Entre sus publicaciones recientes se encuentran los siguientes artículos: “La globalización del miedo”, Revista de Estudios Sociales 25 (Diciembre de 2006): 95-103, “Don Quijote de la Mancha o el adiós a las ilusiones románticas”, Cuadernos de Literatura, X:20 (enero/junio de 2006): 168-180. lordonez@urosario.edu.co

Artículo recibido: 28 de agosto de 2007; aprobado: 24 de octubre de 2007; modificado: 14 de diciembre de 2007.


Resumen

La filosofía de la historia arribó en la segunda mitad del siglo XX al reconocimiento del carácter irreductiblemente narrativo de la historia. Esto subrayó las diferencias de la historia con la ciencia y puso en primer plano sus afinidades con la literatura. En este artículo se propone un criterio para distinguir historia y literatura sin desmedro del carácter narrativo de la primera y reconociendo que ambas están hondamente ancladas en las estructuras de la conciencia del tiempo. El desarrollo del texto tiene tres partes. En la primera, se reconstruye la argumentación de Danto en favor de la narratividad de la historia; en la segunda, se critica la posición de White en torno al problema de las fronteras entre historia y literatura; en la parte final, con ayuda de Gadamer y Koselleck, se muestra cómo la reconstrucción de hechos históricos y la exploración literaria de la condición humana son dos modalidades de una tarea más amplia relacionada con el estudio de las estructuras de la temporalidad.

Palabras clave

Filosofía de la historia, narración, literatura, temporalidad.


Abstract

In the second half of the twentieth century, the philosophy of history came to recognize the irreducibly narrative character of history. This underlined the differences between history and science and highlighted its affinities with literature. This article suggests some criteria by which history can be distinguished from literature without undermining the narrative character of the former and recognizing that both are deeply anchored in the structures of the consciousness of time. The text has three parts. The frst reconstructs Danto’s argument in favor of the narrative character of history. The second critiques White’s position regarding the problematic border between history and literature. With the assistance of Gadamer and Koselleck, the final section shows how the reconstruction of historical facts and the literary exploration of the human condition are two modalities of a wider task related to the study of the structures of temporality.

Keywords

Philosophy of History, Narration, Literature, Temporality.


Introducción

Durante el siglo XIX flósofos, sociólogos e historiadores creyeron frmemente en la posibilidad de convertir la historia en una ciencia con un rango epistémico similar al de la física o de la astronomía. En su afán de emular los logros de las ciencias naturales, autores como Hegel, Comte y Marx1 desarrollaron teorías de la historia de carácter sistemático y creyeron, cada uno a su modo, haber alcanzado un conocimiento fable de los patrones que gobiernan el curso de la historia. Sin embargo, por variadas razones, la confanza en la cientificidad de estos trabajos no duró mucho tiempo. Pronto se hizo notar la incapacidad de historiadores y flósofos para formular predicciones certeras del curso futuro de los hechos sociales. También se puso de relieve —y de esto ya fueron conscientes historiadores realistas como Ranke, Michelet, Tocqueville o Burckhardt2— el carácter subjetivo de la investigación histórica, dado que se trata de un estudio de las acciones humanas realizado por seres humanos. De uno u otro modo fue palmario el hecho de que la historia no había alcanzado el estatus de una ciencia equiparable al paradigma que ofrecía la física.

Ante la imposibilidad de explicar un fenómeno tan complejo como la actividad humana con base en un sistema de axiomas y leyes, similar al que explica el movimiento de los astros, los fló-sofos se dividieron en dos bandos principales. Por un lado, hubo quienes —como Dilthey— plantearon la autonomía de la historia y las ciencias humanas frente a las ciencias naturales; por otro lado, hubo quienes —como Collingwood— prefrieron debilitar o aclarar la noción de ciencia de modo que la historia tuviese cabida en ella. Desde la perspectiva de Dilthey, la autonomía de las ciencias humanas radica en que su objeto de estudio, la vida humana, tiene rasgos que la hacen impenetrable a la metodología axiomática. La realidad auténtica, dice Dilthey, “la poseemos únicamente en los hechos de conciencia que se nos dan en la experiencia interna”, cuyo estudio constituiría el núcleo de las “ciencias del espíritu”3. Para Collingwood, en cambio, la historia es científica, puesto que comienza por hacer preguntas, cuyas respuestas es preciso realizarlas mediante investigaciones orientadas de manera objetiva4. Esto significa que las respuestas a las preguntas se apoyan en el fundamento racional aportado por documentos y testimonios y su interpretación es la tarea propia del historiador.

El examen de estos problemas se prolongó durante gran parte del siglo XX en las corrientes de la filosofía analítica, la hermenéutica y distintas vertientes del giro lingüístico. Hempel defendió la aplicabilidad del modelo nomológico inductivo de explicación científica a la historia. Según Hempel, hay explicaciones que dan razón de un hecho apelando, no a regularidades deterministas expresadas mediante leyes universales, sino a tendencias probabilistas presentadas por medio de leyes estadísticas. Las explicaciones históricas serían de este tipo. El trabajo de los historiadores consistiría en explicar un hecho mostrando que éste tiene altas probabilidades de ocurrir siempre y cuando se den determinados hechos y leyes estadísticas previamente especif-cados5. Heidegger, a su turno, enfatizó el carácter temporal de la experiencia y su arraigo en las estructuras existenciarias del “ser ahí”. Desde esta perspectiva, la historia aparece como una forma moderna de esa dimensión central de la existencia humana que es la conciencia del tiempo. De ahí que el contenido de la historia no pueda fjarse de una vez por todas, sino que su desarrollo está ligado a un constante proceso de revisión y comprensión6. Las vertientes deudoras del giro lingüístico trataron de liberar al trabajo histórico de su compromiso con referentes objetivos reales, y subrayaron el papel central de los juegos de lenguaje como materia prima del quehacer de los historiadores7.

Paradójicamente, por distintos caminos se llegó a un resultado similar: el reconocimiento del carácter irreductiblemente narrativo de la historia. En la filosofía anglosajona este paso fue dado por Arthur Danto y Louis Mink8 y luego radicalizado por Hayden White; en la filosofía continental, los nombres más relevantes son los de Hans Georg Gadamer, Michel De Certeau, Paul Ricoeur y Reinhardt Koselleck9. Si bien el presente trabajo no pretende abarcar en detalle un abanico teórico de semejante amplitud, la obra de estos autores señala el horizonte dentro del que se sitúan nuestras refexiones en torno al clásico problema relativo a las relaciones entre historia y literatura, o si se prefere, entre historia y ficción.

En la primera parte de este artículo reconstruiremos el argumento clave de Danto a favor de la narratividad de la historia, y lo ilustraremos mediante ejemplos históricos y literarios que nos permitan evaluar su alcance. Si, como afrma este autor, toda escritura histórica exige el uso de sentencias narrativas, entonces la conciencia histórica misma tiene una estructura que supone la narratividad. El análisis del argumento de Danto nos ayudará a esclarecer las razones por las que el descubrimiento de la estructura narrativa de la conciencia histórica ha ganado un lugar sólido en la filosofía de la historia del último medio siglo.

En la segunda parte, abordaremos la cuestión de las fronteras entre literatura e historia. Sobre este asunto Hayden White plantea que si la historia es narración, la disciplina histórica pertenece menos al campo de la ciencia que al del arte; por eso a medida que la historia toma conciencia de su estructura narrativa, las fronteras entre historia y literatura se tornan difusas10. Empero, es evidente que tal frontera debe trazarse, puesto que la historia, a diferencia de la literatura, está crucialmente comprometida con la verdad de los hechos narrados. Por eso se requiere un criterio de demarcación que separe historia y literatura sin desmedro del reconocimiento del carácter narrativo de la primera. A partir del análisis de un texto de Tolstoi, en esta parte del artículo propondremos un criterio de demarcación basado en la distinción entre reconstrucción de hechos históricos y exploración de la dimensión histórica de la existencia humana.

En la parte final, con ayuda de Gadamer y Koselleck, mostraremos cómo estas dos vías de acceso a la conciencia histórica están hondamente ancladas en las estructuras de la conciencia del tiempo. Reconstruir hechos históricos y explorar la dimensión histórica de la existencia humana son partes de una tarea mayor relacionada con el estudio de las consecuencias que se derivan de la temporalidad de las acciones humanas. En la modernidad, esta temporalidad está asociada a la idea de historia. La hermenéutica muestra cómo la historicidad del acaecer humano ha ganado en los dos últimos siglos el rango de dimensión constitutiva de la experiencia11, a tal punto que hoy asistimos, no a la tan esperada cientifzación de la historia, sino más bien a una historización de las ciencias. Esto marca un giro de amplio alcance en el pensamiento occidental, cuyos efectos prometen abrir un campo de trabajo fructífero para futuras investigaciones.

1. LA ESTRUCTURA NARRATIVA DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA

El modo como Danto plantea la relación entre historia y narración resulta típico del enfoque analítico que adopta. En el curso de la argumentación, Danto propone un experimento mental12. Imaginemos una crónica ideal, compuesta por un conjunto de sentencias observacionales que describen de manera exhaustiva los hechos del pasado. El cronista autor de dicho texto (sugiero imaginarlo como una suerte de deidad subalterna a la que podemos denominar dios del presente) ha registrado minuciosamente y con total precisión y fdelidad los hechos en el momento en que ocurrieron; la crónica, por lo tanto, refeja el orden cronológico de aparición de los hechos. Para cada hecho específico, la crónica contiene una frase descriptiva clara e inequívoca que refere el contenido empírico del hecho sin añadirle ni quitarle nada. El autor de la crónica es el dios del presente porque su texto, por una parte, describe el contenido de cada instante presente de una manera completa y sin fsuras, sin dejar huecos ni lagunas que haga falta llenar, y por otra, porque su estilo puramente descriptivo le prohíbe cualquier tipo de aseveración acerca del presente que sea formulada desde una perspectiva temporal distinta de la del presente mismo.

Al proponer este ejercicio, Danto hace eco de una exigencia que suele atribuírsele a Ranke, según la cual el historiador tiene que atenerse a contar los hechos tal y como efectivamente sucedieron. Dado que esta frase tuvo por bastante tiempo el valor de una consigna incuestionable, vale la pena tomarse por un momento en serio las implicaciones que se derivan de ella. Si la concepción de la historia contenida en la exigencia atribuida a Ranke es acertada, la crónica ideal, en caso de estar disponible, implicaría el fin del trabajo de escribir la historia. En lo sucesivo, los historiadores podrían limitarse a consultarla para establecer qué sucedió. Podrían incluso comparar sus propios trabajos con la crónica y corregirlos; la corrección consistiría en eliminar de sus libros las frases no coincidentes con aquella, en añadir las faltantes y en organizar el resto según el orden cronológico refejado por ésta. Sin embargo, un examen más detenido del asunto revela que el temor de que la crónica ideal ponga punto final al trabajo histórico es vano. En efecto, consideremos el párrafo con el que se inicia El hombre ante la muerte de Philippe Ariès:

“La imagen de la muerte que adoptaremos como punto de partida de nuestros análisis es la de la primera Edad Media, digamos, en líneas generales, la muerte de Rolando. Pero esa muerte es anterior: es la muerte acrónica de los largos períodos de la historia más antigua, quizá de la prehistoria. Esa muerte también le ha sobrevivido y volveremos a encontrarla en el leñador de La Fontaine, en los campesinos de Tolstoi e incluso en una vieja dama inglesa en pleno siglo XX”13.

¿Podría un párrafo como éste figurar en la crónica ideal? Sin duda, no. Ariès se toma libertades en relación con el manejo de los tiempos que le están prohibidos al dios del presente. Si bien Ariès se sitúa en un instante del tiempo que funciona como presente narrativo del relato histórico en las primeras páginas (“la muerte de Rolando”), de inmediato pone en relación este hecho con ámbitos situados muy lejos en el tiempo, tanto en dirección al pasado (“la prehistoria”) como en dirección al futuro (“los campesinos de Tolstoi”). La crónica ideal, en cambio, por su constante anclaje en el presente, no sólo ignora los hechos futuros, como subraya Danto, sino que termina por perder de vista los hechos pasados que ha ido atesorando. Puesto que el dios del presente sólo mira fjamente a los ojos del ‘aquí y ahora’, como si se tratara de los terribles ojos de la Medusa que paralizan a quien los mira de frente, no puede entornar la mirada hacia el pasado para comparar lo que acontece en un instante preciso con lo acontecido minutos, años o siglos atrás. El dios del presente no puede sobrevolar los mares del tiempo. De hecho, en su crónica ideal no podría siquiera referirse al presente en los términos en que lo hace Ariès. Podría, por ejemplo, describir en detalle la muerte de un caballero medieval, digamos, Ricardo Corazón de León, pero no la muerte de Rolando, un personaje literario. Adicionalmente, la muerte de Rolando representa para Ariès un acontecimiento prototípico de “la primera Edad Media”. Ésta es una expresión que el dios del presente no podría consignar en su crónica, dado que esta época de la historia sólo adquirió ese nombre con el que hoy la conocemos varios siglos después de acaecidos los hechos.

El argumento de Danto revela la vanidad de pretender atenerse estrictamente a los hechos y ayuda así a desmantelar los últimos reductos del desprestigiado proyecto positivista, que pretendía establecer una descripción de la realidad basada en un mapeo de ‘uno a uno’ entre los hechos atómicos y las proposiciones, de manera que cada una de éstas fuera verificable empíricamente y su sumatoria formase, por así decirlo, el doble lingüístico de la realidad. Si para describir cada hecho se requiriera una proposición distinta, la tarea de escribir la historia sería inacabable. Por esta vía se desembocaría, como señala Carr, en “una especie de nirvana flosófico en el que no puede decirse nada importante acerca de nada”14. Por eso el citado párrafo de Ariès no es una evidencia en contra del trabajo de los historiadores sino más bien en contra de la crónica ideal. Los libros de historia contienen ante todo lo que Danto llama ‘sentencias narrativas’, es decir, frases que “se referen a dos hechos separados en el tiempo, aunque sólo describen el primero de ellos”15. En rigor, Danto podría cerrar su definición diciendo: “aunque sólo describen uno de ellos”, pues, como vimos en la cita de Ariès, las sentencias narrativas se dilatan no sólo hacia el futuro, sino también hacia el pasado. Danto no niega que el dios del presente pueda contar con un inventario acumulado de los innumerables presentes anteriores de los que ha sido testigo; pero, por otra parte, la definición de la crónica ideal como un relato de puros ‘hechos’ excluye la opción de encontrar en ella concatenaciones significativas de presentes distintos alejados entre sí. Este tipo de concatenaciones, que forma parte de la tarea habitual de un historiador, es el que ayuda a darle sentido a los hechos, a explicarlos, a organizarlos. El dios del presente no puede construir sentido, no puede ofrecer explicaciones: en ello reside su radical limitación. A su vez, las sentencias narrativas mediante las cuales los historiadores le dan sentido a los hechos jamás se agotan en la descripción del instante presente.

Un buen ejemplo de dilatación temporal narrativa hacia el pasado y el futuro lo ofrece el inicio de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”16. Si bien la primera frase anuncia la descripción de un hecho de infancia del coronel Buendía (“conocer el hielo”), el enunciado incluye la referencia a un hecho posterior (“frente al pelotón de fusilamiento”), cuya descripción detallada sólo llegará varios capítulos más tarde. A su turno, la segunda frase desvía la descripción del instante presente hacia el pasado (los orígenes de Macondo). Así, las primeras páginas de la obra se dedican por entero a relatar la llegada de los gitanos a Macondo, anterior en varios años a la visita de los Buendía a la carpa en la que conocen el hielo. En el relato, la visita al hielo sólo acontece efectivamente al final del primer capítulo. Este estilo de narración implica la existencia de un relator que conoce en detalle los hechos pasados y futuros referentes a los personajes y que se desplaza a sus anchas por los tiempos del relato. Además, dicho narrador no se limita a dar cuenta de los hechos, sino que los escoge mediante un criterio que el lector deberá descubrir. En efecto, entre los múltiples hechos que habrán poblado la infancia de Aureliano Buendía, ¿por qué privilegiar la visita al hielo? Por lo pronto, el lector sabe que, curiosamente, ese es el hecho del que se acordará muchos años después el Coronel en un instante clave de su vida: el instante de enfrentar la muerte. Pero, ¿por qué iniciar la narración con la referencia a estos hechos y no a otros? ¿Por qué no empezar, por ejemplo, con la descripción de la fundación de Macondo? Las razones de que esto sea así sólo se revelan al lector a medida que avanza en la lectura.

Pese a la contundencia con que este ejemplo atestigua la complejidad de la construcción del tiempo narrativo, no olvidemos que se trata de un texto tomado de una obra de ficción. Si es cierto que el historiador, como el narrador de ficción, enfrenta el problema de seleccionar entre una multitud de hechos aquéllos que son realmente significativos, en las obras de historia están excluidas las referencias a hechos futuros, vedados por definición al conocimiento del historiador. Lo interesante es que estas obras históricas suponen en todo momento que el futuro es la región del tiempo, en la que los hechos adquieren su verdadero sentido. Así como el futuro, desde la perspectiva del presente, no puede ser el objeto de aseveraciones objetivamente verificables, sino sólo la proyección imaginativa de un momento venidero en el que los hechos actuales se convertirán en pasado, del mismo modo los relatos históricos escritos en el presente están situados en el futuro con respecto a los hechos que narran. Es en virtud de este distanciamiento temporal que se produce la génesis de la conciencia histórica. Si los historiadores pueden dar significado a sus reconstrucciones del pasado es sólo porque ellos mismos no son contemporáneos de los hechos respectivos, los que pueden contemplar desde la distancia que el paso del tiempo hace posible. Examinemos a este respecto el comienzo de El otoño de la Edad Media de Johan Huizinga:

“Cuando el mundo era medio milenio más joven, tenían todos los sucesos formas externas mucho más pronunciadas que ahora. Entre el dolor y la alegría, entre la desgracia y la dicha, parecía la distancia mayor de lo que nos parece a nosotros. Todas las experiencias de la vida conservaban ese grado de espontaneidad y ese carácter absoluto que la alegría y el dolor tienen aún hoy en el espíritu del niño. Todo acontecimiento, todo acto, estaba rodeado de precisas y expresivas formas, estaba inserto en un estilo vital rígido, pero elevado. Las grandes contingencias de la vida —el nacimiento, el matrimonio, la muerte— tomaban con el sacramento respectivo el brillo de un misterio divino. Pero también los pequeños sucesos —un viaje, un trabajo, una visita— iban acompañados de mil bendiciones, ceremonias, sentencias y formalidades”17.

La descripción que hace Huizinga de la vida en la Edad Media supone: a) una perspectiva panorámica que desterritorializa los hechos —el autor no se refere a este o aquel dolor, a este o aquel acto concreto, sino a “todas las experiencias de la vida”, a las “grandes contingencias de la vida” y a los “pequeños sucesos” considerados en sentido genérico—, y b) la comparación del tono de la vida así establecido con el tono de la vida quinientos años después —en ese entonces “tenían todos los sucesos formas externas más pronunciadas que ahora”—. Huizinga no pretende describir hechos sino recrear en unas cuantas pinceladas la atmósfera en la que éstos tuvieron lugar. También es notorio que no se limita a concentrar su atención en un pasado lejano; su trabajo supone una visión en la que la voluntad de objetividad está entretejida con unos sutiles matices nostálgicos. Aunque quizá lo parezca, no se trata en absoluto de una descripción pura. Su estilo mágico y envolvente ha sido objeto de una esmerada elaboración que desborda el plano descriptivo, involucrando lo que Hayden White llamaría un “dispositivo retórico”18. En el texto están implícitas varias decisiones previas del historiador, relativas al estilo narrativo, al punto de vista y al tipo de hechos que son significativos para dar una idea del tono de la vida típico del momento histórico estudiado. Esta constatación confrma la intuición de Danto, según la cual en la escritura de la historia toda descripción es ya explicación, así como toda explicación supone un cierto elemento de descripción19. Con ello se pone en duda uno de los supuestos básicos del modelo no-mológico de explicación descrito por Hempel20, a saber, la separabilidad del explanans (las leyes generales y los enunciados de hechos particulares) y el explanandum (aquello que se quiere explicar). En los textos históricos el explanans es ya el explanandum y éste es todavía aquél. Por eso, en el texto de Huizinga, la enumeración de los rasgos más notables de la vida medieval se refere justamente a lo que se está tratando de explicar: la tonalidad particular de la vida a finales del Medioevo. Como señala Ricoeur, en historia “explicar por qué algo ocurrió y describir lo que ocurrió coinciden”21.

Notemos además que el texto de Huizinga sólo adquiere pleno significado desde el punto de vista de una mirada que abarca la mitad de un milenio. La vida medieval gana un significado distinto al compararla con la vida moderna, la que a su vez aparece ante sí misma como el resultado de una evolución histórica compleja. El contraste entre ambos estilos de vida hace que el final de la Edad Media aparezca en parte, como un tiempo en el que las cosas eran más sencillas y toscas, y en parte como el punto de partida de nuestro propio modo de ser. Sólo mediante comparaciones de este tipo es posible construir la conciencia histórica, tomar conciencia de la historicidad del presente. Al reconstruir la historia de otras épocas, descubrimos de pronto que la época a la que nosotros mismos pertenecemos, y cuyo nombre ignoramos, será bautizada en algún momento del futuro y convertida en parte de nuevas secuencias narrativas, en pieza de nuevas reconstrucciones. Sobre este tema escribe Danto: “Reconocer el presente como histórico es percibirlo a él y a nuestra conciencia de él como algo cuyo significado solamente será dado en el futuro, en una visión histórica retrospectiva”22. Los historiadores del futuro sabrán muchas cosas acerca de nosotros mismos de las que jamás tendremos noticia, así como Cicerón y su criada ignoraban lo próximos que ellos mismos estaban del f-nal de la República romana. Ya Nietzsche era consciente de este aspecto de la estructura de la conciencia histórica, por ejemplo cuando dice: “En absoluto se puede prever cuánto llegará a ser historia alguna vez. ¡Tal vez el pasado está siempre esencialmente sin descubrir! ¡Requiere aún de tantas fuerzas retroactivas!”23.

Así es como, en cierto modo, el futuro tiene un efecto retroactivo sobre el pasado. Este paradójico resultado fue descrito por Borges en uno de sus ensayos. Borges cita una variopinta serie de textos (la paradoja de Aquiles y la tortuga de Zenón, un apólogo de Han Yu, dos escritos de Kierkegaard, un poema de Browning, un cuento de Bloy y otro de Lord Dunsany); enseguida, constata que todos estos textos prefiguran de uno u otro modo el estilo narrativo de Franz Kafka. He aquí la conclusión de Borges:

“Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Robert Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. […] En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación polémica o de rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”24.

En casos como este, y en contra de nuestra noción intuitiva de causalidad, el efecto produce su causa; la historia es sólo una de las formas como el presente obra sobre el pasado, transformando la percepción que tenemos de él. Los historiadores nunca se limitan a reconstruir los hechos; al seleccionarlos e interpretarlos, hasta cierto punto los transforman. Por eso la crónica ideal no podría convertir a los historiadores en desempleados sino que solamente les ahorraría el primer paso de su trabajo, al brindarles un acceso privilegiado a los hechos. Una vez éstos se encuentran disponibles, todavía falta llevar a cabo el trabajo interesante: entretejer esos hechos, imprimirles una forma, darles un significado, en suma, transformarlos en un relato. El problema de la crónica ideal no es que sea infel a los hechos sino que no puede hacer nada con ellos (con lo que, a la postre, termina siéndoles infel). El dios del presente es ciego en relación con el sentido de esos hechos que registra con tanta precisión. En otras palabras: el dios del presente carece de conciencia histórica. Aquí vale la pena recordar esta advertencia de Carr: “Elogiar a un historiador por la exactitud de sus datos es como alabar a un arquitecto por emplear, en su edificio, columnas bien construidas o cemento bien mezclado. Ello es una condición necesaria de su obra, mas no su función esencial”25. Establecer los hechos es condición necesaria pero no suficiente para contar la historia respectiva. Una lista de hechos nos permite contarlos en el sentido de ‘enumerarlos’ pero no en el de ‘narrarlos’. El famoso conteo de las naves de la rapsodia segunda de la Ilíada26, que ha exasperado a tantos lectores de Homero, sólo gana pleno significado por su conexión con la totalidad de los hechos que el poeta narra. En sentido estricto, la crónica ideal es una enumeración que nunca llega a ser relato, una cuenta que nunca llega a ser un cuento; por eso su autor, el dios del presente, se parece más a una de las vacas ahistóricas de las que hablaba Nietzsche que a un historiador27.

Obtenemos así dos resultados valiosos. Primero: Todo trabajo histórico exige el uso de sentencias narrativas y otras formas verbales alusivas a estructuras temporales complejas. Sin la adopción de esquemas narrativos, la historia no existiría como disciplina, puesto que cualquier historia, desde Heródoto y Tucídides28, consiste justamente en un ‘cuento’, un ‘relato’ que organiza y le da sentido a los hechos. Segundo: Un hecho sólo puede adquirir significado algún tiempo después de haber tenido lugar; con frecuencia un hecho se vuelve significativo y adquiere un sentido causal a la luz de hechos futuros. Por eso no es posible escribir la historia del presente (en cierto sentido, no sabemos quiénes somos), ya que no hay manera de anticipar el sentido que los historiadores venideros le darán a los hechos actuales. El primero de estos resultados marca el acercamiento de la historia a la literatura; el segundo, su distanciamiento con respecto a las ciencias exactas. La historia se aproxima a la literatura en la medida en que su sustancia misma es narrativa, pero se distancia de la ciencia porque su capacidad predictiva enfrenta un obstáculo temporal insuperable: la imposibilidad de anticipar el futuro. El historiador es un científico en la medida en que puede armar relatos bien documentados, pero deja de serlo en cuanto que no puede predecir hechos futuros ni saber en qué sentido los hechos del presente, de los cuáles él mismo es testigo, serán interpretados por las generaciones venideras.

2. FRONTERAS DE LA HISTORIA Y LA LITERATURA

En términos de Danto, el hecho de que toda historia sea necesariamente narrativa no significa que la historia deje de ser una empresa que procura establecer la verdad de los acontecimientos. De hecho, Danto propone un límite que, a su juicio, separa la narración histórica de la narración novelesca o de ficción29. Dicho límite está marcado por el principio de realidad: la historia en ningún momento abandona la pretensión de referirse al mundo tal como es, o mejor, tal como fue. No obstante, Hayden White ha hecho vacilar este límite, pues sus tesis subrayan una consecuencia de la narratividad de la historia que Danto pasa por alto: para constituir un relato histórico no basta con conectar dos hechos situados en puntos diferentes del tiempo. Se requiere, además, un andamiaje retórico mediante el cual los hechos son tramados en un tejido complejo, cuyos distintos hilos configuran una estructura de significación completa. Ricoeur, en Tiempo y narración, ha planteado esta idea en los siguientes términos: “La mención de la diferencia entre dos fechas, entre dos localizaciones temporales, no basta para caracterizar la narración como conexión entre acontecimientos. Subsiste una diferencia entre la frase narrativa y el texto narrativo”30. Para salvar esta diferencia, White ha definido la trama como la “estructura de relaciones por la que se dota de sentido a los elementos del relato al identificarlos como parte de un todo integrado”31. Así formulada, esta definición subraya el acople holístico de las partes del discurso, al margen de su relación con referentes externos; por lo tanto, vale por igual para una obra histórica y para una novela de costumbres, e incluso vale para un cuento de ciencia ficción o para un relato mítico.

De acuerdo con este razonamiento, cualquier relato histórico implica un tratamiento poético de los hechos, el que al darles significación dentro de un marco textual, introduce en ellos un componente mítico incoercible. Desde esta perspectiva, el pensamiento histórico aparece como el sucedáneo moderno del pensamiento mítico. Lévi-Strauss, por ejemplo, sugiere que “en nuestras propias sociedades la historia reemplaza a la mitología y cumple la misma función”32. Según este autor, leer varias versiones de un mismo mito se parece bastante a leer varias versiones de un mismo hecho histórico redactadas por historiadores distintos. Si bien subsiste la diferencia marcada por la base documental que fundamenta y legitima el trabajo de los historiadores, éstos —al margen de sus enfoques interpretativos particulares— nos ofrecen un paisaje de acontecimientos interconectados en una disposición que sólo en parte corresponde a la estructura de los hechos reales. Es más, a menudo los rasgos del discurso histórico corresponden ante todo a las exigencias de articulación y consistencia de la explicación histórica misma. Sírvanos como ejemplo el siguiente párrafo de Duby:

“Es por la institución matrimonial, por las reglas que presiden las alianzas, por la forma en que se aplican esas reglas, por lo que las sociedades humanas, incluso aquellas que quieren ser más libres y que se hacen la ilusión de serlo, gobiernan su futuro, tratan de perpetuarse en el mantenimiento de sus estructuras, en función de un sistema simbólico, de la imagen que esas sociedades se hacen de su propia perfección. Los ritos del matrimonio son instituidos para asegurar dentro de un orden el reparto de las mujeres entre los hombres, para reglamentar en torno a ellas la competición masculina, para oficializar, para socializar la procreación. Designando quiénes son los padres, añaden otra fliación a la fliación materna, única evidente. Distinguen las uniones lícitas de las demás, dan a los hijos que nacen de ellas el estatuto de herederos, es decir, les dan antepasados, un apellido, derechos. El matrimonio es la base de las relaciones de parentesco de la sociedad entera. Forma la clave del edificio social”33.

En principio, el párrafo anterior no parece sugerir una perspectiva mítica de explicación. Sin embargo, este elemento está presente al menos de dos formas. Primero: la duración y estabilidad del edificio social es explicada en términos de las estrategias mediante las que las sociedades humanas “gobiernan su futuro”. Las sociedades, como los individuos, están sometidas a la acción corrosiva del paso del tiempo, y es a partir de ahí de donde surge su conciencia histórica. Esta conciencia es mítica en la medida en que impone una unidad a lo que se encuentra disperso en la escala temporal mediante relatos tejidos en el telar de la imaginación. Así, según el texto, la perpetuación de las sociedades supone un conjunto de estrategias (casarse, aliarse, procrear hijos, asignar herencias), que no son para el historiador meros objetos de verificación empírica, sino materiales a partir de cuya síntesis construye una imagen global de la estructura social. Segundo: el texto postula la existencia de entidades no verificables por vía empírica. Tal es el caso de expresiones tales como “la imagen que las sociedades se hacen de su propia perfección” o “la clave del edificio social”. El modelo nomológico de explicación continúa vigente, pero en un marco en el que el historiador tiene que interpolar metáforas y relatos, que son los que le permiten formular generalizaciones válidas para otras épocas y otros entornos culturales.

La historia sería entonces un mito muy sofsticado, y otro tanto puede decirse de las filosofías de la historia; las respuestas de los flósofos a la pregunta por el sentido de la historia son, en el fondo, relatos anclados en la estructura de la imaginación humana. Esta constatación no es de extrañar si tenemos en cuenta que el desarrollo autónomo de las ciencias naturales las ha conducido por su propio camino a un resultado similar, es decir, a la formulación de relatos que corresponderían, por ejemplo, a la “historia del universo” o a la “historia de la vida”34. Este giro ya había sido anunciado en la epistemología post-analítica35. Uno de los ataques más fuertes de Quine al positivismo lógico consistió en mostrar que la ciencia moderna es un mito cuya supremacía radica, no en su verdad, sino en la sofsticación narrativa que le permite ser más eficaz que sus predecesores36. Pero este reconocimiento no implica una renuncia a la objetividad, sino la apertura hacia un concepto distinto de objetividad. Desde esta perspectiva, la objetividad ya no consiste en inmovilizar o en congelar los hechos para establecer su verdad, sino en asumir las consecuencias que se derivan de su carácter dinámico y procesual, de su temporalidad intrínseca. Por ende, el hecho de que toda historia sea relato e involucre un componente mítico no debe considerarse una debilidad que sería necesario superar por vía metodológica, sino un elemento que es consustancial al trabajo histórico y a su aporte en la estructuración de la conciencia histórica. A este respecto afrma Gadamer: “El conocimiento histórico no puede ser descrito según el modelo de un conocimiento objetivista ya que él mismo es un proceso que tiene todas las características de un acontecimiento histórico”37.

Este diagnóstico no hace sino agudizar la urgencia de la pregunta por las fronteras entre literatura e historia. Existen desde luego diferentes maneras de contar una historia; sin embargo, todas ellas comparten un rasgo en común: se trata de artefactos narrativos de carácter literario. El punto es que, como dice Kearney, “la narración de la historia nunca es literal. […] siempre es al menos en parte figurativa por cuanto despliega el relato de acuerdo con una cierta selección, ordenamiento, entramado y perspectiva”38. Pero eso no es todo. Para la literatura, la realidad es una totalidad, cuyos componentes están trenzados indisolublemente; por eso, mientras en la ciencia predomina el análisis, en la literatura predomina la síntesis. Lo mismo ocurre en el relato histórico. Establecer la trama de una historia consiste en un ejercicio de imaginación narrativa, gracias al cual los hechos pueden ser vistos desde la perspectiva de un relato globalizante. Esto se advierte ya en los títulos de muchos textos historiográficos clásicos: La sociedad feudal, Historia de la Revolución francesa, El siglo de Luis XIV, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II39, etc. Muchos libros de historia trazan el panorama de una época, una sociedad, un sistema económico, o bien reconstruyen los hilos de un evento desde sus orígenes hasta sus consecuencias. Pero incluso si el historiador selecciona un tema más modesto, no por ello renuncia a ofrecer un cuadro global del asunto con su respectivo planteamiento, desarrollo argumental y desenlace, aunque el resultado final sea pobre en detalles o en información especializada.

De ahí la dificultad de trazar con claridad la distinción entre literatura e historia, o entre historia y ficción. Cada historiador “ficcionaliza” los hechos a su manera, y de su manera de hacerlo se deriva una cierta explicación de la historia. Si bien los hechos pueden estar respaldados por documentos y testimonios, el caso es que esos hechos ya no son los mismos una vez quedan atados a la red de la trama. El historiador, al construir una historia a partir de los hechos, transforma éstos en parte de una fabulación que los desborda, los presenta en el marco de un relato que les resultaría extraño en tanto que puros hechos. Los hechos mismos no tienen el sentido que la historia les confere; por eso siempre resulta chocante enterarse de que Colón murió sin saber que había arribado a un nuevo continente, o que Darwin utilizó sólo una vez la palabra ‘evolución’ en las setecientas páginas de On the Origin of Species40. En este sentido, no es la razón explicativa la que gobierna los hilos de la narración histórica, sino que es más bien la imaginación narrativa la que gobierna los hilos de la explicación histórica. Cuando leemos en un texto histórico que Colón descubrió América, o que Darwin fue el creador de la teoría de la evolución, no estamos leyendo frases que sean especialmente feles a los hechos; lo que hacemos es entender ciertos hechos como partes de un relato dotado de sentido y que ha llegado a ser compartido no sólo por los historiadores, sino también por personas de diferentes países y tradiciones.

Bajo estas condiciones, la relación entre novela histórica e historia resulta problemática, aunque en un sentido mucho más amplio de lo que podría pensarse a la luz de los planteamientos de White. Consideremos, a manera de ilustración, un ejemplo literario: La guerra y la paz de Tolstoi. ¿Cómo podemos distinguir este relato de ficción de un relato histórico? En principio, los hechos que narra Tolstoi corresponden a momentos históricos precisos y aun fechables. A lo largo de la novela, Kutusov, Napoleón, el zar Alejandro y otros personajes históricos aparecen una y otra vez en el marco de descripciones que corresponden felmente a hechos bien documentados. Como se ha subrayado a menudo, Tolstoi traza un fresco monumental de la Europa de su época e, incluso, un fresco de la vida humana. Resulta tentador suponer que en esta obra, de un realismo inigualable, la novela entra a competir en su propio terreno con la historia. Pero La guerra y la paz no es una versión más de los hechos ni una novela histórica entre otras, sino que ella misma contiene una filosofía de la historia que es a la vez una dura crítica a las filosofías de la historia de su época. Lo más interesante es que la novela no fue escrita para ilustrar la concepción de la historia de Tolstoi, sino que más bien ésta se derivó naturalmente de la escritura de la novela, de su estilo y de su perspectiva de aproximación a los hechos. Según Tolstoi, “no es el poder, ni tampoco la actividad intelectual, ni siquiera la unión de uno y otra —como se imaginan los historiadores— lo que produce el movimiento de los pueblos, sino la actividad de todos los hombres que intervienen en los acontecimientos”41. Esta idea, formulada en el ensayo que cierra la novela, no es una explicación cuya función sería servir como criterio para darle forma a la narración de los hechos, sino que, por el contrario, es el resultado al que se arriba a raíz de la narración misma.

Examinemos el caso con más detalle. Como es sabido, uno de los principales propósitos de Tolstoi en La guerra y la paz era desacreditar la tesis según la cual el curso de la historia está gobernado por las acciones e iniciativas de los grandes hombres. Empero, al atacar esta tesis, Tolstoi terminó formulando, quizá sin proponérselo, una crítica de alcance mucho mayor. En efecto, uno de sus logros Tolstoi reside en haber puesto al descubierto en el marco del relato de la invasión de Rusia por el ejército napoleónico la irracionalidad implícita en el curso de los acontecimientos históricos. Los personajes de la novela intervienen a menudo en eventos históricos destacados, pero la verdad es que no saben qué es lo que está sucediendo y —lo que resulta aún más notable— tampoco se dan cuenta de que no saben qué es lo que pasa ni por qué. Las descripciones de batallas son ejemplares a este respecto; en ellas vemos a los soldados rascándose la nariz y comentando asuntos triviales en mitad del combate, o a los heridos contemplando el cielo del atardecer mientras recuerdan escenas de su infancia. También vemos a Kutusov ordenando la retirada del ejército ruso y entregando Moscú al enemigo en medio de una terrible sensación de derrota e impotencia, sin saber que a la postre este mismo hecho marcará la debacle de las tropas francesas. Napoleón aparece, no como ese estratega audaz que mueve los hilos de la maniobra y que gobierna los desplazamientos de los batallones, sino como un soldado más que recorre el campo de batalla en medio del fragor y sin que nadie le haga caso debido al desconcierto y a la confusión reinantes. Si bien Napoleón da órdenes y hace solemnes ademanes de autoridad, lo cierto es que, en la práctica, las batallas escapan a su control y terminan obedeciendo únicamente a su propia lógica interna, la que resulta oscura e impenetrable para los soldados que participan en ella, así como para sus superiores. En el apéndice de la novela anota Tolstoi:

“En las descripciones de batallas, se nos dice de ordinario que tal batallón fue enviado a atacar tal posición; después, que recibió la orden de retroceder, etc., como si se admitiera que esa misma disciplina que somete a millares de individuos a la voluntad de uno solo en el campo de maniobras, tuviera la misma acción en otro terreno, donde se trata de vida o muerte. Todo hombre que ha ido a la guerra sabe cuán falso es esto, y sin embargo, los informes oficiales que sirven a su turno de base a las descripciones se basan en una suposición de este género. Recorred las tropas inmediatamente después de una batalla, o incluso al día siguiente o al otro, antes de que ningún informe haya sido escrito, y preguntad a cualquier soldado, suboficial u oficial cómo fue. Después de que os hayan contado lo que experimentaron y vieron, tendréis la penosa impresión, confusa, de algo grandioso, complejo, variado al infinito;

pero no sabréis de nadie, y menos aún del generalísimo, cómo pasó en conjunto la batalla. Pero dos o tres días después comienzan a llegar los informes, los habladores empiezan a contar cómo sucedió lo que vieron, en fin, se fabrica el informe general, y según este se fabrica la opinión del ejército. Es un consuelo para todos cambiar sus dudas e incertidumbres por ese cuadro falso, pero claro y siempre halagador”42.

Habiendo participado en la guerra de Crimea y combatido al lado de los cosacos, Tolstoi conocía bien los horrores de la guerra, pero también su banalidad y su cotidianidad desprovista de brillo. No podemos citar aquí, por su extensión, sus notables descripciones de las batallas de Borodino o Austerlitz. Pero si atendemos al modo como escribe Tolstoi, notamos que su explicación de los hechos no se basa en una teoría ideada previamente; es la tarea misma de narrar las batallas la que lo lleva a descubrir su irracionalidad implícita. En otras palabras: es la manera como están narrados los hechos la que les confere poder explicativo, facilitando así su interpretación. Pocos ejemplos podrían mostrar con más claridad hasta qué punto el alcance de una novela radica en el estilo con el que está escrita. La novela de Tolstoi, como toda obra literaria de calidad, tiene una pretensión cognoscitiva; no se trata en absoluto de una mera invención. Quiere iluminar aspectos de la existencia que habían pasado inadvertidos hasta entonces. Su relato arroja luz sobre el papel jugado en la historia por las masas de individuos anónimos, y en ello radica su carácter polémico respecto de la historia tradicional, centrada en las figuras de los gobernantes y de los líderes militares. La historia es para Tolstoi algo más que lo que dicen los libros de historia, basados en informes y testimonios, los que aún sin quererlo, no calan en la esencia de lo acontecido. Asimismo, la historia es para este autor algo muy distinto de lo que afrman las filosofías de la historia de su época, empeñadas en trazar el mapa de los hechos humanos desde tiempos remotos como si se tratara de un proceso gobernado por una lógica férrea e inmutable. Como advierte con agudeza Tolstoi, la historia se escribe siempre a posteriori; sólo así proporciona esa ilusión de certidumbre que se obtiene al cambiar la confusión de la vida por un esquema claro y pleno de sentido. Desde esta perspectiva, la historia tradicional revela su carácter incurablemente romántico43, mientras que el realismo de Tolstoi recuerda la penetración de La Rochefoucauld cuando escribe: “Aunque los hombres se jactan de sus acciones, usualmente éstas no son efectos de un gran designio, sino efectos de la casualidad”44. Allí donde sólo hay una multitud de hechos diversos e inconexos, la historia ofrece un relato armonioso y sistemático. Sin duda el historiador pretende ser fel a los hechos y, en aras de lograrlo, los selecciona, organiza y dispone con cuidado sobre un telón de fondo cronológico que refeja su secuencia. No obstante, al manipularlos de esta forma, los ficcionaliza, los convierte en algo muy distinto de lo que eran, los transforma en piezas de un rompecabezas que no refeja la realidad misma, sino una cierta imagen que es posible construir de la realidad. Por eso escribir la historia puede parecerse tanto a escribir una novela; ambas son formas gemelas del difícil arte de la narración. Wilde subrayaba esta dificultad cuando decía: “Cualquiera puede hacer historia, pero sólo un gran hombre puede escribirla”45. Empero, a este respecto Tolstoi no se contenta con poner al descubierto el elemento ficcional de los textos históricos; al iluminar la realidad de la guerra y la paz desde una perspectiva inédita, relativiza las historias canónicas y las filosofías de la historia. Demuestra en sus novelas que lo irracional, lo azaroso y lo asistemático es un ingrediente intrínseco del quehacer humano, al que los historiadores y los flósofos del siglo XIX (con la posible excepción de Nietzsche) no le han hecho justicia.

De lo anterior se sigue que, por una parte, White tiene razón al señalar las similitudes entre el trabajo de un novelista y el de un historiador, pero, por la otra, se queda corto al señalar el carácter problemático de la relación entre literatura e historia. Es verdad que al igual que Tolstoi, los historiadores tienen objetivos específicos para reconstruir el pasado y que también ellos explican los hechos por una vía que es “de naturaleza preconceptual y específicamente poética”46, a saber, un cierto estilo literario. Haciendo gala de agudeza, White sugiere que las explicaciones históricas están construidas sobre la base de un acto prefigurativo básico de naturaleza poética y lingüística, razón por la cual la faceta científica del trabajo histórico ocupa una posición subordinada en relación con la faceta poética. La historia, que siglo y medio antes aspiraba a ser una ciencia con un rango similar al de la física, aparece ahora convertida en un capítulo de la literatura de ficción, salvo que en este caso la ficcionalización está sujeta a los métodos de comprobación empírica basados en el análisis de documentos y testimonios. En tal sentido, puede decirse que “lo que distingue a las historias «históricas» de las «ficcionales» es ante todo su contenido, en vez de su forma”47. Lo que White pasa por alto es que en casos como La guerra y la paz la propia creación literaria se convierte en la instancia crítica de la historia. Tolstoi no dice que los historiadores se equivoquen en su reconstrucción de los hechos a causa de una mala interpretación de los documentos y testimonios disponibles (aunque no niega que errores de este tipo puedan ocurrir), sino debido a la naturaleza de los documentos y de los testimonios en sí mismos, producidos al fin y al cabo en circunstancias humanas, demasiado humanas. Su obra muestra que con más frecuencia de lo que nos gustaría creer los seres humanos no sabemos lo que hemos vivido. Para averiguarlo, no nos basta con establecer qué fue lo que sucedió; necesitamos además aclarar cómo sucedió, cómo pudo suceder y cómo pudo o podría llegar a ser tergiversado más adelante, incluso con la mayor buena fe. La respuesta a este tipo de cuestiones desborda el alcance del trabajo de verificación de la fabilidad de las fuentes y los testimonios. Desde esta perspectiva no es muy exacto decir que las historias «históricas» tienen un contenido distinto de las “ficcionales” (en La guerra y la paz y en la historiografía de las guerras napoleónicas los hechos tratados son los mismos); sería más preciso decir que las primeras presentan e interpretan los hechos desde el punto de vista de su autenticidad fáctica (la cual está sujeta a control de calidad por parte de la comunidad de especialistas), mientras que las segundas los presentan e interpretan a partir de las posibilidades de la vida humana. Como advierte Kundera, “el historiador escribe la historia de la sociedad, no la del hombre”48 . La historia concentra su atención en lo que sucedió, y con ello incrementa nuestro conocimiento del pasado colectivo; la literatura se preocupa, además, por lo que pudo haber sucedido, por lo que podría llegar a suceder, y con ello incrementa nuestro conocimiento de las posibilidades de la condición humana.

El trazado de los límites entre historia y literatura sigue, por lo tanto, unas coordenadas distintas de las que supone White. Es cierto que tanto la historia como la literatura ficcionalizan los hechos al convertirlos en narración. El historiador, al igual que el novelista, pone en juego su capacidad narrativa y se esfuerza para que los hechos encajen como parte de un relato unificado. Pero mientras el historiador está forzado a respetar la contextura fáctica de los hechos, el creador literario sólo está obligado a atenerse a lo que podríamos denominar su contextura humana. La historia no puede renunciar a la pretensión de ser verdadera; la literatura puede contentarse con ser verosímil, siempre y cuando su verosimilitud corresponda a una posibilidad real de la esfera de lo humano, de lo contrario, se transforma en mera fantasía. El realismo de Tolstoi (como el de García Márquez o el de Kafka o el de Dostoievski) no debe medirse por su fdelidad a la realidad empírica, sino por su fdelidad a la existencia humana y a las posibilidades que la definen:

“Un historiador nos relata sucesos que han tenido lugar. Por el contrario, el crimen de Raskólnikov jamás tuvo lugar. La novela no examina la realidad, sino la existencia. Y la existencia no es lo que ha pasado, la existencia es el campo inmenso de las posibilidades humanas, todo lo que el hombre puede llegar a ser, todo aquello de lo que es capaz. Los novelistas trazan el mapa de la existencia descubriendo tal o cual posibilidad humana”49.

Es preciso, por ende, distinguir entre reconstrucción de hechos históricos y exploración de la dimensión histórica de la existencia humana. Se trata de dos tareas distintas, de las cuales sólo la primera le corresponde al historiador. El creador literario es libre de basar o no su trabajo en una documentación exhaustiva; en todo caso, eso no es lo esencial de su tarea. Las batallas descritas por Tolstoi podrían no haber ocurrido; empero, ello no disminuiría el valor de su novela (aunque sí modif-caría nuestra lectura de ella). Esto se debe a que La guerra y la paz no extrae su legitimidad de su concordancia con los documentos y los testimonios —una novela no es una obra historiográfica—, sino de la profundidad con que ilumina la dimensión histórica de la existencia humana. La exploración tolstoiana del papel jugado por la irracionalidad y por el azar de las circunstancias en la historia es muy valiosa, y anticipa una de las tendencias más vigorosas de la historiografía actual. Es cierto que en la historia no sólo reina el azar, pero también es cierto que éste constituye una variable con la que hay que contar. Basta con hojear textos tales como El proceso de la civilización de Elias o Guns, Germs, and Steel de Diamond50 para constatar en qué medida los procesos históricos de largo plazo han escapado ampliamente a su control racional por parte de las personas y grupos que los protagonizaron, sin que ello sea óbice para que la historia en su conjunto exhiba unas líneas coherentes de desarrollo que podrían sentar las bases para futuras filosofías de la historia. Diamond sostiene, por ejemplo, que “las agudas diferencias entre las historias de largo plazo de los pueblos en los diferentes continentes se han debido, no a diferencias innatas entre los pueblos considerados en sí mismos, sino a diferencias en sus entornos ambientales”51 . Esta tesis efectúa una aplicación amplia de la idea que fórmula Tolstoi en La guerra y la paz, según la cual la derrota de los franceses se debió, no a que fueran guerreros menos osados que los rusos, sino a los obstáculos ambientales que los diezmaron y con los que no habían contado. Así como el entorno natural introduce una variable clave a la hora de evaluar los méritos de los ejércitos en pugna, las diferencias ambientales entre continentes introducen también, según Diamond, una variable esencial a la hora de evaluar el despliegue histórico de los pueblos. Aprovechando el descubrimiento de Tolstoi de que la naturaleza, lejos de ser un telón de fondo inerte y pasivo, moldea continuamente la actividad humana, los historiadores han incorporado las cuestiones ambientales como un ingrediente básico en la reconstrucción de los hechos históricos.

Con todo, la diferencia entre literatura e historia subsiste, ya que la existencia humana contiene siempre posibilidades no realizadas o no percibidas, cuya exploración excede el ámbito de las tareas de reconstrucción del pasado a las que se dedica el historiador.

3. CONCIENCIA HISTÓRICA Y TEMPORALIDAD

De acuerdo con White, la afinidad formal entre historia y literatura (e incluso mito) no tiene por qué ser fuente de inquietud para los estudiosos, dado que “los sistemas de producción de significado que comparten los tres son destilaciones de la experiencia histórica de un pueblo, un grupo, una cultura”52. Empero, hemos observado que enfatizar demasiado dicha afinidad conduce a un desfladero difícil de transitar. Como señala Ricoeur53, el hecho de que mito, literatura e historia compartan las “estructuras profundas de la imaginación” no nos autoriza a dar por resuelto el problema que consiste en indagar por qué razones la historia se aferra a ese “momento referencial” que la distingue del mito o la ficción. El modelo tropológico de White no puede dar cuenta de ello. En esta encrucijada, la fenomenología y la hermenéutica pueden ayudarnos a establecer el anclaje referen-cial de la historia alrededor de un análisis de la estructura de la temporalidad.

La conciencia de la temporalidad tiene que examinarse tanto desde la perspectiva individual como desde la social. Para estudiar la estructura de la conciencia individual del tiempo, las descripciones fenomenológicas son de enorme valor. Casey, siguiendo el sendero abierto por Husserl con su fenomenología de la conciencia interna del tiempo, muestra cómo este tipo de conciencia depende crucialmente de la colaboración entre memoria e imaginación, debido a que estas facultades son las que nos permiten dilatar nuestra experiencia más allá del instante presente54. Mientras la percepción se limita a informarnos acerca de lo que sucede aquí y ahora, la memoria nos permite reanudar el hilo del pasado que condujo a ese presente y la imaginación nos permite vislumbrar el futuro que se avecina a partir de él. La conciencia interna de la temporalidad tiene una estructura en la cual las tres regiones del tiempo (pasado, presente y futuro) se enlazan para formar un tejido complejo que acompaña todas las acciones humanas. Si bien tales acciones siempre tienen lugar en el presente, ellas son necesariamente el fruto de desarrollos pasados que, por lo menos en parte, son susceptibles de reactualización gracias al trabajo de la memoria, y están orientadas de acuerdo con la anticipación imaginativa de ciertos futuros que se pretende evitar o promover, por más que la capacidad humana de predecir el curso futuro de los hechos sea bastante limitada. Desde esta perspectiva, que el ser humano sea consciente del paso del tiempo significa que está siempre abocado a verse a sí mismo como protagonista de una historia todavía en curso, y cuyo rumbo ulterior es incierto y precario. A este respecto, Gadamer sostiene que “no hay duda de que lo que distingue al ser humano es su «sentido del tiempo»”55. Pero la formación de la conciencia individual del tiempo nunca tiene lugar a través de un proceso puramente interno; debe contarse además con el sistema de vínculos sociales dentro del que se despliegan las historias de vida individuales. Como señala Connerton, usualmente situamos una acción particular en relación con al menos dos tipos de contexto: por una parte, la historia vital del agente, y por la otra, la historia de los ambientes sociales en los que el agente ha vivido. Esto se debe a que “la narrativa de una vida es parte de un juego in-terconectado de narrativas”56. Esta inserción de las historias de vida de las personas en contextos sociales e históricos no compromete la relación de isomorfsmo que existe entre la conciencia individual y la conciencia social del tiempo. Esta última requiere, al igual que la primera, una estrecha colaboración entre memoria e imaginación, sólo que esta vez lo que interviene en el proceso es la dimensión social de dichas facultades. Cada colectividad construye la conciencia histórica de su pasado a través de un repertorio de tradiciones y estilos de vida compartidos, al tiempo que se forja una cierta imagen del futuro que corresponde a los ideales y a las aspiraciones conjuntas que orientan las actividades del grupo a lo largo del tiempo. Según Koselleck57, toda historia depende para su configuración tanto de las experiencias acumuladas como de las expectativas operantes en el conjunto de personas que la protagoniza. Koselleck emplea los conceptos de “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa” para referirse a este doble aspecto de la conciencia histórica. En tanto que el espacio de experiencia acoge el conjunto de las vivencias pretéritas de la colectividad, el horizonte de expectativa marca el campo de posibilidades, que se abre para la búsqueda de la realización futura de los ideales colectivos de vida.

“«Experiencia» y «expectativa» son sólo categorías formales, de modo que lo que se ha experimentado y lo que se espera en cada caso no se puede derivar de las categorías mismas. La anticipación formal de interpretar la historia por medio de esta polaridad sólo puede tener la intención de esbozar y establecer las condiciones de las historias posibles, y no las historias mismas. Se trata de categorías epistemológicas que ayudan a fundar la posibilidad de una historia. En otras palabras: no existe ninguna historia que haya sido configurada independientemente de las experiencias y expectativas de agentes humanos activos. Pero con esto aún no se ha dicho nada acerca de una historia pasada, presente o futura específica”58.

Puesto que individuos y sociedades comparten la estructura básica de la temporalidad, articulada en torno a la coexistencia presente de las experiencias pasadas y las expectativas en relación con el futuro, no es de extrañar que tanto las historias individuales como las sociales adopten la forma de relatos o narraciones. La conciencia del tiempo sólo puede organizarse y expresarse como una secuencia narrativa. Ésta es la clave de la afinidad entre literatura e historia. Es propio de la condición humana estar sujeta al paso del tiempo, y este rasgo suyo se comunica a su dimensión histórica. La historia es necesariamente narrativa porque, así como la existencia humana misma, tiene lugar dentro de las estructuras de la temporalidad. Las categorías de espacio de experiencia y horizonte de expectativa son indicativas, según Koselleck, “de la temporalidad del hombre y así, metahistóricamente si se quiere, de la temporalidad de la historia”59. Esta temporalidad sólo puede ser expresada mediante relatos. Por eso Kearney afrma con toda confanza que “la narración de historias nunca llegará a su fin, porque siempre habrá alguien que diga: «Cuéntame una historia», y alguien más que responderá: «Hubo una vez un tiempo… »”60. Sin embargo, la narrativa literaria y la histórica mantienen un punto de divergencia dentro de este horizonte común. Como la literatura explora la existencia humana en tanto campo abierto de posibilidades (muchas de ellas no realizadas hasta ahora), no existe un vínculo de obligatoriedad entre el discurso literario y la realidad dada, aunque sí uno entre dicho discurso y la esfera de las posibilidades humanas. La historia, en cambio, hunde sus raíces en la necesidad de fjar la verdad de lo que aconteció una vez. Cuando la historia se convierte en la forma dominante de conciencia social del tiempo, la relación de los seres humanos con el pasado colectivo sufre una mutación con respecto a las antiguas formas de memoria comunal enraizadas en el terreno del pensamiento mítico. Adquirir conciencia histórica significa salir del orbe intemporal y cíclico de los mitos e ingresar en ese territorio en el cual tenemos “plenamente conciencia de la historicidad de todo presente y de la relatividad de todas las opiniones”61. Vivir históricamente equivale a saberse partícipe de un relato, en el que la propia historia de vida encaja como pieza de un movimiento que no se detiene, puesto que es arrastrado por la corriente del tiempo, en cuyo seno no es posible construir ninguna estabilidad eterna e inmutable. La historia no se repite, ya que la temporalidad que la constituye es irreversible y lineal. Para el historiador cada evento es único, y por eso es preciso reconstruirlo a partir de documentos y testimonios que refrenden su realidad. Empero, esta última así establecida continúa siendo frágil y precaria, pues el conocimiento histórico mismo se caracteriza a su vez por su historicidad. Cuando decimos “Toda historia es narrativa”, enseguida tenemos que añadir: “Toda narración histórica es historia a su vez”.

Con ello develamos el nudo problemático que subyace al trabajo histórico. Si bien el historiador procura siempre ser fel a los hechos del pasado, por otra parte no puede sustraerse a la infuencia del presente, en el que lleva a cabo su labor. Escribir la historia no consiste sólo en reconstruir los hechos sino también en interpretarlos. Pero, como sabemos, las interpretaciones son cambiantes, según el estado del arte de nuestros conocimientos e intereses. Es cierto que el conocimiento del pasado nos permite comprendernos a nosotros mismos. Pero como todo acto de comprensión nos transforma y nos hace vernos con otros ojos, sólo comprendemos quiénes somos en el momento en que ya comenzamos a dejar atrás, en virtud del carácter transformador de la comprensión, eso que comprendimos ser. Así, cada acto de comprensión es sólo el punto de partida para una nueva búsqueda. En la historia, como en la vida humana misma, recordar no es tanto restituir como redistribuir una y otra vez el pasado. El eje de la tarea hermenéutica consiste en este difícil compromiso entre las exigencias de la fdelidad a los hechos del pasado y las exigencias de las tareas interpretativas del presente con base en las cuales se escribe la historia. Este es el sentido de la tesis de Gadamer que afrma que la tradición no está simplemente dada sino que se encuentra en un constante proceso de formación, sometida a un perpetuo desplazamiento en relación con el presente62. Si la conciencia histórica renunciara a la pretensión de ser fel a los hechos del pasado, si se permitiera toda clase de libertades en relación con ellos, soltaría amarras con respecto a ese pasado y los seres humanos quedarían a la deriva, desligados de sus raíces y de la tradición a la que pertenecen. Pero si la tradición, a su turno, pudiera fjarse de una vez por todas, en la figura de una historia universal inmutable, entonces el movimiento de la historia hacia el futuro se detendría, paralizado por la férrea cadena de un sentido único en el que el espacio de experiencia determinaría por completo el horizonte de expectativa. Esto pondría fin a todo proceso de interpretación. Por eso puede decirse que el historiador realiza su tarea en un desfladero estrecho con un abismo a cada lado. Por un costado lo amenaza el relativismo; por el otro, el dogmatismo. Frente a esta doble amenaza, el historiador no puede renunciar al vínculo referencial que lo obliga a respetar la verdad de los hechos, pero tampoco puede sustraerse a la tarea de interpretarlos, de situarlos en un conjunto significativo que funcione como un relato consistente del pasado.

Habíamos visto antes que tanto la historia como la literatura “ficcionalizan” los hechos; empero, ahora podemos comprobar que jamás lo hacen en el mismo sentido. El historiador, al acomodar los hechos en el marco de la narración histórica, los ficcionaliza en tanto les confere un sentido que antes no tenían, convirtiéndolos en piezas significativas de un relato, pero no por ello abandona el propósito de serles fel, de hacerle justicia a su realidad. Nada autoriza al historiador a ficcionalizar los hechos en el sentido de inventarlos o sacarlos de la manga. El creador literario, por contraste, sí puede ficcionalizar en esta segunda acepción. Ya hemos visto que su obligación de fdelidad no es con respecto a los hechos empíricamente dados, sino con respecto al horizonte de las posibilidades que definen la existencia humana. La imaginación histórica está al servicio de una reconstrucción lo más fel posible de los hechos, mientras que la imaginación literaria está al servicio de la creación de espacios imaginarios que puedan, en su calidad de mundos posibles, iluminar diferentes facetas de la realidad efectivamente dada. En este sentido, las tareas de la historia y de la literatura son complementarias y subrayan, cada una desde su propio punto de vista, el arraigo de las acciones humanas en la temporalidad.

Lo anterior nos permite apreciar cómo en las sociedades modernas literatura e historia se reparten las funciones, que en las sociedades premodernas le correspondían a los relatos míticos. De hecho, uno de los rasgos centrales de los mitos consiste en que en ellos lo posible y lo real conforman una unidad. Desde esta perspectiva los mitos no son ficciones: son la fuente originaria que explica cada faceta de la cotidianidad. En las sociedades primitivas, lo que los mitos relatan corresponde a un pasado que es considerado ‘verdadero’ en el más estricto sentido del término por todos los miembros de la comunidad y que, por tanto, no requiere de comprobación fáctica. La autoridad del relato basta para acreditar su coincidencia con la realidad original. Adicionalmente, los miembros de estas comunidades consideran que cualquier hecho posible debe estar prefigurado en los mitos; si un hecho determinado no lo está, no es posible encajarlo en los esquemas cognitivos mediante los cuales se torna comprensible el mundo63. Para un individuo que piensa en términos míticos, las experiencias centrales de la existencia humana ya fueron vividas por los antepasados; las nuevas generaciones se limitan a reactualizar en forma cíclica esas experiencias, a imagen y semejanza de aquéllos. Por esta vía, el pensamiento mítico revela su carácter intemporal. En el mundo regido por el mito no hay lugar para lo nuevo; esta es la razón por la cual los aztecas interpretaron la llegada de los españoles como el cumplimiento de una antigua profecía64. En las sociedades premodernas el presente es una reedición del pasado, y las instituciones sociales tienen como función principal preservar la continuidad de la tradición. Las sociedades modernas, en cambio, atesoran continuamente nuevas experiencias, y cada generación enfrenta situaciones y circunstancias para las que la experiencia de padres y abuelos resulta insuficiente como modelo a seguir. Además de suscitar una clara distinción entre lo posible y lo real, esto implica, como sugiere Koselleck, un continuo reajuste de la coordinación entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa. Lo que les ocurre a las personas y a los grupos, al formar parte de un proceso incesante, transforma la existencia en un aprendizaje continuo sujeto a mudanzas súbitas, a vaivenes inesperados, que modifican con relativa frecuencia la visión que se tiene del porvenir. Las sociedades modernas necesitan de la historia en la medida en que se perciben a sí mismas como cambiantes e inestables. La función de la historia consiste en servir como una brújula para la navegación en los mares de la temporalidad. Cuanto mejor conocemos el pasado, tanto más libremente podemos afrontar el futuro, no porque éste vaya a ser como aquél, sino porque de la comparación entre ambos podemos obtener una perspectiva más ajustada de las situaciones que se avecinan. Si bien el conocimiento histórico del pasado jamás podrá garantizar una navegación segura, dicho conocimiento está disponible como un elemento de juicio vital a la hora de tomar decisiones frente a las nuevas circunstancias. De ahí que la actitud correcta en relación con la utilidad de los conocimientos históricos sea la de un cauteloso término medio.

“Quien se cree capaz de deducir enteramente sus expectativas a partir de su experiencia está en un error. Si algo sucede de modo distinto a como lo esperaba, aprende la lección. Pero quien no basa su expectativa en su experiencia está también en un error. Se hubiera podido alistar mejor. […] En la historia sucede siempre un poco más y un poco menos de lo que está contenido en las condiciones iniciales. […] Siempre puede ocurrir algo de modo distinto a como se lo esperaba: ésta es sólo una formulación subjetiva de la situación objetiva en la cual el futuro histórico no se puede considerar por completo como un producto del pasado histórico”65.

La historia y la literatura no pueden dar la certeza que daba el mito, pero en cambio dejan un margen de libertad para la acción humana, la que toma de este modo conciencia de su propia historicidad. En este sentido, los relatos mediante los cuales tejemos los hilos del tiempo son indispensables para adquirir conciencia de nosotros mismos para saber quiénes somos. De hecho, la etimología enseña que los términos narración y narrar derivan del latín gnarus (“conocedor”, “experto”, “hábil”) y narro (“relatar”, “contar”) de la raíz sánscrita gnâ (“conocer”)66. En este orden de ideas, la vieja sentencia que los antiguos encontraban grabada en la entrada del oráculo de Delfos, la que recomendaba: “Conócete a ti mismo”, sólo puede ser llevada a la práctica a través del ejercicio de la narración.

Conclusión

A lo largo del presente ensayo hemos comprobado que la historia es una forma de conocimiento situada a mitad de camino entre las esferas de la ciencia y el arte. La historia es científica en la medida en que insiste en ofrecer una descripción verdadera del pasado, y en que sus procedimientos de indagación y sus métodos para el análisis de los testimonios, los documentos y los archivos se orienta al cumplimiento de tal objetivo; sin embargo, en tanto que su forma de reconstruir el pasado lo ficcionaliza, apelando a los recursos de la narración, la historia se aproxima a la literatura, pero sin llegar nunca a confundirse con ella. Esto se debe a que, si bien ambas hunden sus raíces en un terreno común —el de la temporalidad— que sólo puede abordarse desde un punto de vista narrativo, los relatos literarios exploran las posibilidades de la existencia humana, mientras que los históricos concentran sus esfuerzos en la reconstrucción de lo que realmente sucedió.

El nexo que esto supone entre conocimiento y narración nos ayuda a entender por qué necesitamos tanto la literatura como la historia para forjar nuestra conciencia histórica. La historia nos enseña lo que el ser humano ha sido en diferentes contextos y épocas; la literatura, lo que el ser humano podría haber sido capaz o está en condiciones de llegar a ser. Ambos tipos de conocimiento nos advierten la precariedad de nuestra participación en la historia, recordándonos el carácter condicionado y finito de todo lo que hacemos, pensamos y decimos. Pero hacen posible también, por otra parte, esa apertura a la libertad sin la cual la condición humana moderna sería inconcebible. El estudio de las estructuras de la temporalidad implícitas en estas dos formas modernas de la narración se revela, así, como precondición para el análisis de los conceptos de historicidad y de libertad.


* Este artículo es resultado de un trabajo realizado en el seno del grupo de investigación Dinámicas sociales de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario (Bogotá, Colombia).

1. G.W.F. Hegel, La raison dans l’Histoire (Paris: Plon, 1990); Auguste Comte, Discurso sobre el espíritu positivo (Madrid: Sarpe, 1984); Karl Marx, Manifesto Comunista y otros escritos (Madrid: Sarpe, 1983).

2. Aquí me apoyo en la presentación que hace Hayden White en Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: The John Hopkins University Press, 1973), chapters III-VI.

3. Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu (México: Fondo de Cultura Económica, 1978), 5.

4. R.G. Collingwood, Idea de la historia (México: Fondo de Cultura Económica, 1993), 17 y ss.

5. Carl Hempel, “Explanation in Science and in History”, Frontiers of Science and Philosophy, ed. R.G.Colodny (Pittsburg: The University of Pittsburg Press, 1962), 9-33.

6. Martin Heidegger, “Temporalidad e historicidad”, en El ser y el tiempo (México: Fondo de Cultura Económica, 1993), 402 y ss.

7. John Toews, “Intellectual History after Linguistic Turn: The Autonomy of Meaning and the Irreducibility of Experience”, American Historical Review 92 (1987): 879-907.

8. Arthur Danto, Analytical philosophy of history (New York: Columbia University Press, 1985); Louis Mink, “The Autonomy of Historical Understanding”, History and Theory, 5/1 (1966): 24-47.

9. Hans Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica (Madrid: Tecnos, 1993); Michel De Certeau, L’écriture de l’histoire (Paris: Gallimard, 1975); Paul Ricoeur, La mémoire, l’histoire, l’oubli (Paris: Éditions du Seuil, 2000); Reinhardt Koselleck, Futures Past. On the Semantics of Historical Time (New York: Columbia University Press, 2004).

10. Hayden White, Metahistory, 1-42.

11. Hans Georg Gadamer, El giro hermenéutico (Madrid: Cátedra, 2001), 153 y ss.

12. Arthur Danto, Analytical philosophy of history, 149 y ss.

13. Philippe Ariès, El hombre ante la muerte (Madrid: Taurus, 1999), 13.

14. Edward Hallet Carr, What is History? (New York: Penguin Books, 1984), 63. Ésta y las demás traducciones de textos en inglés y en francés citados en este artículo son mías.

15. Arthur Danto, Analytical philosophy of history, 143.

16. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad (Madrid: Cátedra, 1987), 71.

17. Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media (Barcelona: Altaya, 1995), 13.

18. Hayden White, Metahistory, 1-42.

19. Arthur Danto, Analytical philosophy of history, 149 y ss.

20. Carl Hempel, “Explanation in Science and in History”, 9-33.

21. Paul Ricoeur, Tiempo y narración Vol. I (México: Siglo XXI, 1995), 249.

22. Arthur Danto, Analytical philosophy of history, 342.

23. Friedrich Nietzsche, La ciencia jovial (Caracas: Monte Ávila, 1992), 53.

24. Jorge Luis Borges, “Kafka y sus precursores”, en Obras completas 1923-1972 (Buenos Aires: Emecé, 1974), 711-712.

25. Edward Hallet Carr, What is History?, 10-11.

26. Homero, Ilíada (Barcelona: Círculo de Lectores, 1971), II, 484 y ss.

27. Este pasaje hace alusión al siguiente texto: Friedrich Nietzsche, Segunda consideración intempestiva: Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida (Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2006), I, §1-2.

28. Heródoto, Los nueve libros de la historia (Barcelona: Océano, 1999); Tucídides, The Peloponnesian War: a new translation, backgrounds, interpretations (New York: W.W. Norton, 1998).

29. Arthur Danto, Analytical philosophy of history, 356 y ss.

30. Paul Ricoeur, Tiempo y narración, 251.

31. Hayden White, El contenido de la forma (Barcelona: Paidós, 1992), 24.

32. Claude Lévi-Strauss, “When Myth Becomes History”, en Myth and Meaning (Florence: Routledge, 2001), 36.

33. Georges Duby, El caballero, la mujer y el cura (Madrid: Taurus, 1999), 19-20.

34. Ver por ejemplo, para el caso de la astrofísica, el libro de Stephen Hawking, A Brief History of Time (New York: Bantam Books, 1990), o para el caso de la biología evolutiva, el libro de Richard Dawkins, The Ancestor’s Tale (New York: Houghton Mifin Company, 2004).

35. Además de W.V.O. Quine, otros autores muy infuyentes de la epistemología post-analítica son Thomas Kuhn, Michel Foucault y Donald Davidson.

36. Willard von Orman Quine, “Two Dogmas of Empiricism”, en From a Logical Point of View (New York: Harper & Row, 1963), 20-46.

37. Hans Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica, 95.

38. Richard Kearney, On Stories (London: Routledge, 2002), 136. La cursiva es de Kearney.

39. Marc Bloch, La sociedad feudal (Madrid: Ediciones Akal, 1987); Thomas Carlyle, Historia de la Revolución francesa (Barcelona: Joaquín Gil, 1931); Voltaire, El siglo de Luis XIV (México: Fondo de Cultura Económica, 1987); Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1993).

40. Charles Darwin, The origin of species by means of natural selection; the descent of man and selection in relation to sex (Chicago: Encyclopedia Britannica, 1990).

41. León Tolstoi, La guerra y la paz (México: Porrúa, 1987), 943. La cursiva es de Tolstoi.

42. León Tolstoi, La guerra y la paz, 964.

43. René Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque (Paris: Hachette, 2003).

44. La Rochefoucauld, Maximes et Réfexions diverses (Paris: Gallimard, 1976), 53.

45. Oscar Wilde, “El crítico artista”, en Obras completas (Madrid: Aguilar, 1975), 927.

46. Hayden White, Metahistory, 4.

47. Hayden White, El contenido de la forma, 24.

48. Milan Kundera, Literatura, socialismo y poder (Bogotá: Minotauro, 1987), 174.

49. Milan Kundera, Literatura, socialismo y poder, 179.

50. Norbert Elias, El proceso de la civilización (México: Fondo de Cultura Económica, 1994); Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel (New York: W.W. Norton, 1999).

51. Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel, 405.

52. Hayden White, El contenido de la forma, 62.

53. Paul Ricoeur, La mémoire, l’histoire, l’oubli, 328.

54. Edward Casey, “Imagining and Remembering”, in Spirit and Soul. Essays in Philosophical Psychology (Dallas: Spring Publications, 1991), 136-154.

55. Hans Georg Gadamer, El giro hermenéutico, 32.

56. Paul Connerton, How societies remember (Cambridge: Cambridge University Press, 2002), 21.

57. Reinhardt Koselleck, Futures Past, 255 y ss.

58. Reinhardt Koselleck, Futures Past, 256.

59. Reinhardt Koselleck, Futures Past, 258.

60. Richard Kearney, On Stories, 126.

61. Hans Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica, 41.

62. Hans Georg Gadamer, El giro hermenéutico, 120-121.

63. Mircea Eliade, Aspects du mythe (Paris: Gallimard, 1988), chapitres I-II.

64. Tzvetan Todorov, “La Conquista vista por los aztecas”, en Las morales de la historia (Barcelona: Paidós, 1993), 42-45.

65. Reinhardt Koselleck, Futures Past, 262-263.

66. Se pueden consultar los siguientes diccionarios: Ethan Allen Andrews, A latin dictionary (Oxford: Clarendon Press, 1966); Arthur Anthony MacDonell, A practical sanskrit dictionary (Oxford: Oxford University Press, 1954).


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