SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue36La huella del fuego: Historia de los bosques nativos. Poblamiento y cambios en el paisaje del sur de ChileAfro-Latinoamérica, 1800-2000 author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Historia Crítica

Print version ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.36 Bogotá July/Dec. 2008

 

Ayala Diago, César Augusto.
El porvenir del pasado: Gilberto Alzate Avendaño, sensibilidad leoparda y democracia. La derecha colombiana de los años treinta.
Bogotá: Fundación Gilberto Alzate Avendaño - Gobernación de Caldas - Universidad Nacional de Colombia, 2007, 559 pp.

Gilberto Loaiza Cano

Profesor asociado del Departamento de Historia de la Universidad del Valle (Cali, Colombia). juegomivida1@yahoo.es


Una historiografía política conservadora

Dos libros recientes testimonian el avance de una historiografía política conservadora en Colombia. El primero es el libro que voy a comentar del profesor Ayala Diago; el otro, del que me ocuparé en detalle en otra ocasión, es del profesor Ricardo Arias Trujillo1. El asunto no puede pasar inadvertido y me parece difícil reducirlo al espacio angosto de la reseña crítica. Empecemos por decir que desde 1982, o antes, Ayala Diago viene estudiando los populismos frustrados en la Colombia del siglo XX. Ha recorrido un larguísimo y prolífico camino en la construcción de una línea muy definida en la interpretación de la historia política colombiana; han sido más de veinticinco años, cuatro libros2, la enseñanza de la historia en universidades de Armenia, Popayán, Bucaramanga y Bogotá; una estadía en Brasil y una relación muy fecunda con colegas de varios países. Tal ha sido su compromiso con la forma de entender y reconstruir la vida pública colombiana, que hace poco obtuvo el grado de Magíster en Lingüística, con el fin de dotar de mayor refinamiento interpretativo su constante análisis de los discursos de los agentes y medios de difusión de la política. También es necesario mencionar la voluminosa y paciente acumulación de testimonios de historia oral. Tal trabajo permite pensar que él es, quizás, el historiador colombiano que mejor conoce el personal político de la segunda mitad del siglo XX. Sospecho con algo de ironía y mucho de sinceridad que Ayala Diago acumula la suficiente información -y más- para escribir una especie de diccionario de la política colombiana del siglo anterior. En fin, su trayectoria revela una laboriosa artesanía intelectual y un compromiso con un oficio, que exige ante todo una indoblegable paciencia y una irredimible voluntad de persistir.

Todo ese tiempo y esfuerzo han ido perfilando una personalidad ya bien definida. Este académico ha insistido en escribir un tipo de historia política ceñida a una temporalidad y unos problemas más o menos precisos: sus tres primeros libros se han detenido principalmente en los movimientos de oposición al Frente Nacional, pero la última de estas tres obras señala un cambio significativo porque arranca desde inicios del siglo XX. Sin embargo, ha hecho prevalecer sin concesiones una muy particular concepción del ejercicio narrativo de la historia. Todo esto lo ha hecho sin muchas pretensiones teóricas; le ha preocupado poco escribir exordios conceptuales y no es fácil hallar en sus obras definiciones categóricas o explícitas, por ejemplo, del fenómeno populista, aunque esa sea la materia prima de muchos de sus estudios. Él ha preferido un camino más descriptivo, como si pretendiera dejar que los hechos y los individuos hablen por sí solos, según el propósito de una vieja escuela historiográfica. Él ha preferido introducir al lector en el microcosmos del funcionamiento cotidiano de un movimiento político, como si se tratara de elaborar un diario o una memoria, o como si tratara, siguiendo a uno de sus autores tutelares -Clifford Geertz-, de introducirnos en una densa descripción del entramado cultural de una comunidad política. Tampoco hay que despreciar que Ayala Diago es un juicioso lector de la obra de Mijaíl Bajtín, y parece que no sólo ha puesto en práctica su noción de polifonía en cuanto a la manera de escudriñar las voces diversas de la política, sino también en la representación de esas voces en la composición narrativa. El resultado obtenido consiste en una historia política profusamente documental y documentada y tal vez demasiado sostenida por la estructura superficial de los discursos que contrapuntean en las publicaciones periódicas. Lo que dice o deja de decir la prensa y lo que dice o deja de decir tal o cual protagonista o testigo en una entrevista se convirtieron en las principales y casi exclusivas fuentes documentales de sus libros. Ese rasgo es determinante y decisivo en su obra y también puede verse como su más ostensible defecto. Pero de todos modos, ese culto al detalle y a la minucia, esa apelación obsesiva al testimonio, la constante introducción de las voces de los protagonistas y esa ilusión de cercanía (es eso, tan sólo una ilusión) constituyen, a mi modo de ver, uno de los rasgos más evidentes y definitorios de lo que ha sido para Ayala Diago la escritura de la historia política.

Esa manía descriptiva ha brindado resultados verdaderamente “mamotréticos” e intimidantes. Sus libros, especialmente este último, son un verdadero reto incluso para lectores acostumbrados a faenas de largo aliento ante volúmenes farragosos. El porvenir del pasado es apenas el primer tomo de una trilogía anunciada. Es decir, el autor nos advierte que el estudio de la trayectoria del político conservador Gilberto Alzate Avendaño (1910-1960) va a hacer asunto que superará, muy probablemente, las mil quinientas páginas. De hecho, el primer tomo es un minucioso relato de casi setecientas paginas (el tamaño microscópico de la letra permitió reducir el asunto a poco más de quinientas, algo que el lector no podrá agradecer jamás) que tan sólo reconstruye el periodo comprendido entre 1910 y 1939. El espíritu de síntesis explicativa todavía no ha invadido al profesor Ayala Diago, pero nos queda la esperanza de que el proceso largo y lento de madurez por el que ha caminado le ofrezca un momento de solaz para dedicarse a ver el paisaje. Me parece una necesidad obvia de un investigador en las ciencias humanas detenerse a sistematizar y definir categorías. Ese momento se lo deseamos y esperamos que él mismo se lo haya propuesto.

Todas sus obras se han concentrado en las disidencias políticas que han querido zafarse de los partidos tradicionales e incluso del partido comunista. Ha preferido seguirle la pista a aquellos políticos e intelectuales que han intentado fundar y sostener proyectos de organización política opuestos al bipartidismo; a aquellos que han enunciado un socialismo heterodoxo con nociones de la democracia mucho más amplias y más elaboradas que las reducidas nociones de las dirigencias liberal y conservadora, y de la dirigencia comunista engolosinada con su rígido marxismo-leninismo. Con este último libro Ayala Diago se ha afrmado en un espectro temático que desafía la predominante historiografía liberal, aquella que ha dejado marcas difíciles de borrar a la hora de reconstituir el paisaje complejo de nuestra historia política. En El porvenir del pasado, el autor introduce con lujo de detalles una historiografía de las derechas en Colombia, de las expresiones del nacionalismo católico y fascista y del populismo conservador. Nos ha obligado a pensar seriamente en la cultura política conservadora que la historiografía colombiana predominantemente liberal nos había hecho olvidar.

Tal aporte no es baladí. Poco nos hemos detenido a pensar en el enorme lugar común que nos ha preparado, como una celada, aquella historiografía que ha hecho comenzar la historia de nuestra presunta modernidad con las reformas liberales de la mitad del siglo XIX, una historia que terminaba con la derrota del proyecto modernizador liberal en el ascenso de la Regeneración. Esa forma angosta de ver nuestra historia nos había hecho creer que la dirigencia liberal era portadora, de manera incontrovertible, de un proyecto político más democrático e igualitario; que su ideal modernizador en la economía, el que se plasmaba en el librecambio, armonizaba con la difusión y puesta en práctica de libertades civiles y con la secularización de la vida pública en que la Iglesia católica ocupaba un puesto privilegiado. No obstante, nuestra historia vista de otro modo también puede mostrar que las elites liberales colombianas fueron portadoras de un aristocratismo político y social, que le dificultó desde 1830 hasta hoy unas relaciones orgánicas y armoniosas con los sectores populares.

En lo que respecta al siglo XIX, la historia está por reescribirse. El partido católico en Colombia fue mucho más precoz en su organización que el partido liberal; los ideólogos de un ideal de república católica fueron más consistentes y perseverantes que los vacilantes ideólogos liberales. Las obras de José Manuel Groot, Sergio Arboleda, José María Vergara y Vergara, Manuel María Madiedo, José Eusebio Caro, Miguel Antonio Caro, Mariano Ospina Rodríguez y José Joaquín Borda, todavía mal estudiadas, fueron más densas y sistemáticas que las de los políticos liberales. Además, todas salvo la obra de Madiedo (más cercano al igualitarismo cristiano de Lamennais) fabricaron una versión unánime y compacta de un conservatismo hirsuto, hispanista, jesuítico e intolerante ante cualquier asomo de modernidad liberal3. Su ideal de república tenía que apoyarse en la Iglesia católica, su ideal de nación no podía formularse por fuera de esta tradición religiosa y sus relaciones con los sectores populares eran inseparables de las prácticas de las virtudes teologales. Era el “verdadero comunismo” de las palabras del Evangelio el que debía oponerse a la avanzada del novedoso y peligroso socialismo. Los sectores artesanales fueron más proclives a hacer alianzas con el partido conservador que con los miembros del Olimpo Radical. El mismo asesinato de Rafael Uribe Uribe en 1914, a manos de unos artesanos ebrios y desmoralizados, puede ser visto como el corolario de las malas relaciones entre la elite liberal y los sectores populares que nunca supo representar. Por eso, es más exacto ver los primeros decenios del siglo XX como una lucha por la reconquista liberal del pueblo, una afanosa competencia por recomponer las malas relaciones seculares. Esto nos permitiría entender por qué del liberalismo se desgajaron algunas disidencias socialistas y por qué se dio el advenimiento de individuos, aquellos que como Jorge Eliécer Gaitán iban a ser los agentes de condensación de la creciente movilización urbana que sobrevino con el nuevo siglo.

Para el partido conservador, las relaciones con los sectores populares tampoco fueron fáciles, aunque buena parte de las prácticas mutualistas de los artesanos contó con la tutela de la dirigencia conservadora o de la jerarquía eclesiástica. La Regeneración y la hegemonía conservadora difundieron una restringida noción de democracia y un juicio muy adverso sobre los sectores populares. Algunos mítines urbanos de fines del siglo XIX fueron la reacción indignada de un populacho que se sentía menospreciado por los heraldos de la caridad cristiana. La emergencia de un movimiento obrero, la difusión de nuevas ideologías y las infuencias de la revolución mexicana y de la revolución rusa fueron elementos difíciles de digerir para la dirigencia conservadora, que anclada en los esquemas patriarcales del siglo XIX no supo atender la creciente puesta en escena de lo que iba a conocerse como la cuestión social. Los cambios sociales del siglo XX iban a poner en crisis las culturas políticas del liberalismo y del conservatismo. Y aunque siguieran arrastrando por mucho tiempo algunos elementos engendrados en la centuria antepasada, era inevitable la búsqueda de sintonía con las demandas de nuevas formas de movilización y organización política.

Creo que si Ayala Diago hubiese sido más atento al peso de la tradición política proveniente del siglo XIX, no habría incurrido en afrmaciones absolutas en inexactas como la siguiente: “En Colombia históricamente no se trasladaban las personas de un partido a otro” (p. 44). Él mismo ha demostrado en varias de sus obras que el personal político del siglo XX fue tan elástico y tan nómada como el del siglo XIX. En la cúspide y en la base el personal político colombiano ha sido volátil, huidizo en sus identidades. Las razones pueden oscilar entre las de índole puramente doctrinaria y aquellas afanzadas en el más evidente pragmatismo. Ahora bien, hay que reconocer que el autor ha sabido mostrarnos lo que podríamos llamar la problemática de la adaptación, esto es, la tensión entre la inercia del conservatismo esclerotizado del siglo XIX y las nuevas exigencias de un mundo social. Éste se vuelve más numeroso y complejo, y ahí se va formando lo que el autor llamará en su obra una nueva sensibilidad conservadora. Tal sensibilidad es de orden generacional, es decir, un grupo intelectual y político en ascenso que define su personalidad en el choque con grupos de intelectuales y políticos tradicionales y consolidados. Jóvenes que se autoerigen en portavoces de la modernización de un partido. Es la generación que debió administrar la derrota, la caída de la larga hegemonía conservadora, y que tuvo que pensar en modernizar doctrinariamente y organizativamente a su partido. Es la generación encargada de diseñar o imaginar las vías del retorno al poder en medio del triunfo liberal; la que pondría a prueba las consignas de la abstención electoral; la que enjuiciaría los principios de la democracia representativa y, al mismo tiempo, iniciaría una democratización de la estructura de su partido. Pero hay un aspecto aún más interesante que Ayala Diago nos ha expuesto, esto es, cómo se fue construyendo el nuevo armazón ideológico de un partido cuya esencia proviene del pasado. Eso implicó no solamente acudir a las enseñanzas reaccionarias europeas por vía del fascismo, del falangismo o de la Acción Francesa. También implicó resignificar el papel de la Iglesia católica. En tal sentido, los jóvenes conservadores a los que perteneció Alzate Avendaño se preocuparon por restablecer la relación orgánica con el pensamiento y la acción sociales de la Iglesia católica; restituyeron y reelaboraron la capacidad movilizadora de esa institución, sobre todo en el eficiente frente de la caridad (pp. 164-173). Allí, en el catolicismo social, me parece a mí y creo que también al profesor Ayala, se encuentra la matriz del populismo conservador que vislumbraron los nuevos grupos dirigentes del conservatismo colombiano.

Tal vez porque no se detiene en los antecedentes o en las conexiones provenientes de lo que había sido la política colombiana durante el siglo XIX, el autor no puede entender que las nuevas generaciones políticas del siglo siguiente reproducen, muchas veces a su pesar, consignas y preocupaciones que la dirigencia liberal y conservadora se habían venido planteando. Por ejemplo, la preocupación por la multitud, por el lugar del pueblo en la política y las definiciones racistas y aristocráticas de la democracia tuvieron cimiento en los debates de la centuria del XIX. El hispanismo fue un producto bien elaborado desde la década de 1860 -su resultado más visible fue la fundación de la Academia colombiana de la Lengua-, y lo que hicieron los fascistas y falangistas del decenio de 1930 fue adecuarlo a la nueva circunstancia con el aporte, claro, de otros elementos. La lectura del Ariel de Rodó (p. 44), compartida por liberales y conservadores, no puede separarse, por ejemplo, de la aparición de Idola fori, de Carlos Arturo Torres, publicada en 1909. En estas y otras obras están expuestas, más allá de lo que el autor aprecia como un mensaje antinorteamericano, unas nociones de democracia que reivindicaban el papel tutor de una aristocracia letrada que tenía que sentirse superior en sociedades todavía rurales y atrasadas. El pesimismo racial sobre el pueblo era compatible con una justificación del papel de guía del individuo ilustrado.

Este libro ha puesto a circular una postergada historiografía del conservatismo en Colombia. Tal esfuerzo ha implicado ponernos a pensar cómo una ideología fundada en la tradición y el pasado intentó adaptarse a procesos modernos; cómo una ideología autoritaria, surgida de un ideal de sociedad jerarquizada, podía y debía pensar en los retos de la sociedad moderna de masas, de una sociedad que se urbanizaba y que de algún modo escapaba de la sempiterna infuencia de la Iglesia católica. ¿Cómo sincronizar el reloj del pasado con una revaluación de la idea de democracia que no podía ser la misma del liberalismo ni la del socialismo? ¿Cómo actualizar el conservatismo y cómo convertirlo, además, en ideología del porvenir? Creo que esta obra se ha concentrado en describirnos minuciosamente de qué se nutrió la juventud conservadora que nació con el siglo XX para competir con el inquietante comunismo y con el cada vez más consolidado liberalismo.

Ayala Diago comparte con otros autores en América latina el uso, no bien anunciado, de la palabra sensibilidad, cuyos antecedentes más genuinos parecen hallarse en la obra de José Luis Romero. Este autor había puesto a circular a mediados del siglo XX la historia del pensamiento conservador en América Latina4. El caso es que en nuestro autor se va entendiendo, a medida que desbrozamos los densos párrafos, que la sensibilidad leoparda era una particular percepción del ejercicio de la política, una particular percepción del sentido de la democracia y una particular auto-representación pública de un grupo muy caracterizado de hombres de la vida intelectual y política colombiana. Pero esa sensibilidad de quienes fueron denominados los Leopardos fue en buena medida el modo de sentir y de vivir la política (no estamos lejos de entender el ejercicio de la política como una virtud o como una pasión) de aquellos que en su proceso de formación intelectual se enfrentaron a problemas afines y coincidieron en la manera de afrontarlos. En todo caso, la palabra sensibilidad no deja de ser arriesgada, a no ser que se trate de admitir que nuestra vida pública ha estado regida por el desorden de los afectos y pasiones, y que nuestros líderes se han dejado arrastrar más por sentimientos que por razones. Si se toma en ese sentido, tal palabra puede ser muy exacta.

A pesar de lo intimidante y frondoso, el libro es apasionante. Creo que sale bien librado, en términos generales, en la reconstrucción de un proceso de transición de la cultura política colombiana. El historiador nos ha ofrecido un vasto panorama con relación a la evolución en el ejercicio de la política en Colombia y en cuanto al establecimiento de nuevos paradigmas ideológicos, entre ellos principalmente el fascismo y el socialismo. La complejidad y la intensidad de la vida pública acaparó la vida cotidiana de las gentes. Los ritos o rituales -los términos no están bien discernidos en esta obra- de exhibición del conservatismo guardan una similitud con las costumbres cívicas y demostrativas del catolicismo ultramontano de la segunda mitad del siglo XIX. Aunque Ayala ignore o desestime este aspecto, su libro tiene la virtud de mostrarnos cómo los hombres de la política fueron apelando a otras formas, digamos modernas, de persuasión política; otras formas de representarse y exhibirse que se veían en la imperiosa necesidad de sincronizar con las innovaciones tecnológicas. El político de sensibilidad leoparda compartía con los de otras sensibilidades de la época su apego a la palabra, su afán por construir un edificio retórico. Todos ellos habían estudiado en sus años de colegiales retórica argumentativa y habían recibido lecciones de lógica y gramática. La escritura diaria de la política, cuyo escenario básico fue el periódico, fue una de las principales ocupaciones y preocupaciones de quienes eran al fin y al cabo herederos de los políticos letrados del siglo precedente.

El autor acierta a medias cuando advierte que una de las preocupaciones fundamentales de los jóvenes políticos que nacieron con el siglo XX fue la búsqueda de un héroe, de un líder, de un guía, de un apóstol. Esa fue una obsesión que invadió de manera indistinta a la juventud liberal y a la conservadora; fue algo así como la enunciación del trauma de una generación escéptica y huérfana de ideales, la que tratando de hallar una utopía apelaba a la búsqueda, con cierto halo religioso, de alguien que pudiera ser el hombre que los sacara de la incertidumbre, del vacío de ideales que los distinguió en la etapa juvenil de sus vidas. Los liberales, me parece, hallaron el hombre portador del carisma aglutinador de una multitud pluriclasista en Jorge Eliécer Gaitán. La parábola conservadora, en contraste, fue más complicada. La perplejidad de la derrota y el afán de exhibición política de los nuevos oficiantes del conservatismo hicieron muy difícil la aparición de un líder incontrovertible. Además, fue una generación que se encontró al frente con la literal monstruosidad de Laureano Gómez. Pero, en fin, el mesianismo, elemento religioso en esencia, estuvo presente en la voluntad movilizadora de los políticos leopardos. Mis dudas al respecto tienen que ver con la infuencia que se les adjudica a ciertos clásicos del pensamiento reaccionario5; pienso que con o sin ellos, la generación leoparda participaba de un malestar general de la cultura (no es gratuito este parafraseo de una obra de Freud), el que sólo podía encontrar solución en la figura de un guía. A esto lo llamaría el joven y clarividente Luis Tejada “derrumbe de los altares”; Emilio Durkheim lo denominaría “crisis de la conciencia religiosa”, que en Europa tuvo un sello más finisecular.

El historiador Ayala Diago nos ha mostrado cómo la política colombiana tuvo trascendencia desde la provincia. Sin embargo, el autor nos debe una explicación que nos permita entender qué fenómeno se dio en Manizales, una incipiente ciudad en la primera mitad del siglo XX, que le dio origen a una pléyade de líderes políticos con figuración nacional. Bastión católico, prolongación del ultramontanismo antioqueño; una ciudad producto de una colonización reciente cuya élite se obsesionó por inventar una tradición. ¿Qué pudo haber, me pregunto, de afín entre el ascenso de la burguesía cafetera y la consolidación de una élite del pensamiento y la acción fascistas en Colombia? Creo que la reconstrucción de la biografía de Alzate Avendaño es buen pretexto para ocuparse de estos interrogantes. Hay otras deudas visibles en esta incursión en el género biográfico. Así, nos preguntamos por qué el autor no se detuvo en recrearnos los antecedentes familiares de Alzate Avendaño, por qué despreció el peso de la tradición política de la familia, de los vínculos de sus padres con tal o cual tendencia política y, en últimas, con tal o cual cultura política que estaba indefectiblemente atada al siglo XIX. Alzate Avendaño -ni nadie- puede salir de la nada: sale de una cultura política y la prolonga o la transgrede. Esa ausencia es deplorable en esta parte de su obra. Es posible que Ayala Diago sólo haya querido concentrarse en la biografía de un hombre público, dejando de lado cualquier determinación proveniente de su esfera privada, pero aun así no deja de ser una omisión difícil de entender. También fotan entre la ambigüedad y la contradicción afrmaciones como el supuesto afrancesamiento intelectual de los leopardos, pero que el mismo autor desvirtúa con el ejemplo de la infuencia de la obra del flósofo español José Ortega y Gasset.

En fin, estamos ante innovaciones y propuestas de la escritura de la historia que no pueden pasar inadvertidas en la evolución de una disciplina cuya profesionalización en Colombia es desigual. Esta solitaria aventura colosal contrasta con las propensiones minimalistas de lo que podemos llamar la investigación histórica en Colombia hoy en día. Estamos ante una forma de historia total, totalizante -en el mejor sentido braudeliano- en el universo de la política. Esta biografía es un signo de varias rupturas y tiene mucho de innovador, tanto en la evolución individual de un historiador como en lo que conocemos hasta ahora como ejercicio general de la escritura de la historia -y sobre todo de la historia política- en Colombia. Ya decíamos que en este caso el historiador ha abandonado su concentración excesiva y obsesiva en los movimientos de oposición del Frente Nacional, materia de sus tres libros previos. Aquí se ha dedicado a reconstruir, mediante el seguimiento de la vida de un político, el funcionamiento, la geografía política e intelectual de la derecha colombiana y, quizás más, ha reconstruido una historia de la cultura política colombiana de la primera mitad del siglo XX. Estamos ante una arquitectura textual muy ambiciosa. No olvidemos que se trata de una trilogía anunciada, algo que también es ruptura con la costumbre: en efecto, no es costumbre escribir trilogías -menos de carácter biográfico6- ni anunciarlas sin haberlas escrito. Esta es, por así decirlo, una apuesta arriesgada por parte del autor. Y finalmente, como en toda innovación o ruptura hay un amplio margen para la polémica, para la incomprensión e incluso para el desprecio. En la trayectoria del historiador Ayala Diago nada de eso le ha sido ajeno.


1. Ricardo Arias Trujillo, Los Leopardos, una historia intelectual de los años 1920 (Bogotá: Uniandes - Ceso -Departamento de Historia, 2007).

2. Los tres libros que le preceden son: César Augusto Ayala Diago, Nacionalismo y populismo. Anapo y el discurso de la oposición en Colombia: 1960-1966 (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1995); Resistencia y oposición al Frente Nacional. Los orígenes de la Anapo. Colombia, 1953-1964 (Bogotá: Conciencias - Comité de Investigaciones para el Desarrollo Científico, Cindec - Universidad Nacional de Colombia, 1996); El populismo atrapado, la memoria y el miedo. El caso de las elecciones de 1970 (Medellín: La Carreta Editores -Universidad Nacional de Colombia, 2006).

3. Un examen de las prácticas asociativas, del recurso de la prensa de opinión y de la capacidad de difusión de la red de impresores, libreros y escritores conservadores durante el siglo XIX permite constatar que la Iglesia católica y sus agentes laicos fueron mucho más audaces y activos en la disputa hegemónica del espacio público.

4. Entre las muchas contribuciones de José Luis Romero hay que destacar que puso a circular en la historiografía hispanoamericana dos palabras ahora muy trajinadas: sensibilidad y mentalidad. Más que ideas, Romero y otros después han querido describir sentimientos colectivos, sentimientos compartidos que hacen parte de una cultura o de una corriente política. La sensibilidad puede ser transversal, en el sentido que atraviesa grupos sociales, va del campo a la ciudad. Se pueden encontrar usos historiográficos recientes de esa palabra en: José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en Uruguay (1800-1860) (Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental - Facultad de Humanidades y Ciencias, 1992); Ricardo Pasolini, “El nacimiento de una sensibilidad política. Cultura antifascista, comunismo y nación en Argentina”, en Desarrollo Económico 45: 179 (octubre-diciembre de 2005): 403-433.

5. La referencia a autores y obras que infuyen o no en determinados individuos me parece más un juego de probabilidades. También hay margen para lugares comunes y obviedades.

6. Bueno, es forzoso evocar la trilogía biográfica, publicada en la década de 1950, de Isaac Deutscher sobre León Trotsky.

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License