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Historia Crítica

versão impressa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.40 Bogotá jan./jun. 2010

 

REDEFINIENDO LA MEMORIA NACIONAL:
DEBATES EN TORNO A LA CONSERVACIÓN ARQUITECTÓNICA EN BOGOTÁ, 1930-1946
*

Catalina Muñoz Rojas
Historiadora de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Especialista en Museología, Harvard Extension School, Estados Unidos; MA en Historia, Universidad de Pennsylvania, Estados Unidos, y PhD en Historia de la misma universidad. Profesora Principal del Programa de Historia de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Actualmente sus intereses investigativos giran en torno a los programas culturales favorecidos por los gobiernos liberales de 1930-1946 y su relación con el reformismo social promulgado por estos regímenes. Entre sus publicaciones se encuentran: "Redes internacionales de conocimiento e imperialismo: El caso del Instituto Latinoamericano para el Estudio de la Raza y la Cultura", en Arqueología y etnología en Colombia. La creación de una tradición científica, Cari H. Langebaek y Clara Isabel Botero, editores (Bogotá; Universidad de los Andes, 2009), 9-33; Una historia de la lectura en Nueva Granada (Bogotá: ceso, 2001); y "Una aproximación a la historia de la lectura en la Nueva Granada", Historia Crítica 22 (Bogotá, Julio-Diciembre 2001): 105-129. catalina.munoz@urosario.edu.co; catmuno@gmail.com.


RESUMEN

Este artículo examina los debates que suscitaron las demoliciones de edificios coloniales ordenadas entre 1930 y 1946 con el fin de modernizar la capital colombiana. Se evidencia que estos debates no sólo reflejaron la polarización política del momento, sino que además se convirtieron en un campo desde el cual se reconfiguraron identidades políticas a partir de usos estratégicos de la memoria. Los liberales utilizaron estas discusiones para consolidar su imagen como los modernizadores del país, mientras que los conservadores —que habían dado inicio al proyecto de modernización urbana antes de 1930— se aferraron al discurso anti-moderno de la tradición y la hispanidad.

PALABRAS CLAVE
Patrimonio cultural, memoria, modernización, desarrollo urbano, conservación de monumentos, Colombia.


REDEFINING NATIONAL MEMORY:
DEBATES ABOUT ARCHITECTURAL CONSERVATION IN BOGOTÁ, 1930-1946

ABSTRACT

This article examines the debates prompted by the planned-demolition of colonial buildings between 1930 and 1946 in order to modernize the Colombian capital. it shows how these debates not only reflected the political polarization of the period, but also, through the strategic use of memory, became a means by which political identities were reconfigured. Liberals used these discussions to consolidate their image as the country's modernizers, while Conservatives, who had initiated the urban-modernization project before 1930, emphasized the anti-modern discourse of tradition and Hispanic identity.

KEYWORDS
Cultural patrimony, memory, modernization, urban development, conservation of monuments, Colombia.

Artículo recibido: 31 de julio de 2009; aprobado: 14 de diciembre de 2009; modificado: 8 de enero de 2010.


En 1936, en una sesión de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá (SMOB), Alfonso Cifuentes y Gutiérrez presentó una moción en contra de los trabajos de remodelación que pensaba se estaban llevando a cabo en el Teatro Colón de Bogotá. De acuerdo con Cifuentes y Gutiérrez, dichos trabajos de modernización eran un atentado en contra de la tradición y del estilo clásico de este edificio de finales del siglo diecinueve:

    "El Teatro de Colón es obra de una época. Como tal, resume determinada concepción artística. Por respeto a ella y a la tradición que representa [...] dicho coliseo no debe tocarse en su ornamentación interior, ni en la distribución de sus principales dependencias [...]. La decoración con motivos artísticos modernistas es totalmente ajena al Teatro de Colón. Suficiente ejemplo de ella tenemos en el Teatro Municipal. Las entidades públicas que manifiesten interés en ello, podrían levantar un teatro ultramoderno y aun futurista, o varios, en alguno de los numerosísimos lotes sin edificación que existen en el centro y en los alrededores de Bogotá, sin que tal obra haya de significar la necesaria destrucción del coliseo nacional ya consagrado"1

La acusación de Cifuentes y Gutiérrez en contra de la agencia gubernamental a cargo del Teatro Colón por su falta de respeto contra la tradición fue refutada inmediatamente por César A. Barragán, administrador del Teatro Colón y también miembro de la SMOB, quien informó que el teatro no estaba siendo reformado ni su estilo afectado. Enfurecido por el comentario ponzoñoso y recriminatorio de Cifuentes y Gutiérrez en contra de la inclinación modernista de la agencia gubernamental a cargo de las actividades culturales —la Dirección Nacional de Bellas Artes (dnba)— Barragán aprovechó la oportunidad para proponer una moción de aplauso en la SMOB por el trabajo dedicado que la dnba estaba llevando a cabo por el bienestar del teatro. Declaró que "en un periodo de cuarenta años los gobiernos no se habían preocupado de darle al teatro el dinero que requería no solo su mejoramiento, sino una decorosa conservación"2 Muy contrario a ser desfavorable para el teatro, según Barragán la presente administración había demostrado un interés sin precedentes por su bienestar.

Esta discusión es representativa de las agudas y politizadas controversias entre la tradición y la modernización que tuvieron lugar en Colombia durante la llamada República Liberal entre 1930 y 1946, cuando el partido liberal regresó a la presidencia después de más de cuatro décadas de dominio conservador. La generación que llevó el partido al poder en 1930 bajo el liderazgo de Alfonso López Pumarejo consiguió amplio apoyo político adoptando un discurso reformista. El liberalismo no era homogéneo, pero algunos de sus miembros más radicales criticaron la "nación oligárquica" que promovían sus predecesores, proponiendo una sociedad más democrática y secular para hacer frente a la creciente agitación social temida por las élites3 La historiografía ha cuestionado su discurso social y reformista, pero más allá de establecer si la motivación de los liberales fue una genuina preocupación social o un simple interés de clase —cuestión difícil de comprobar—, podemos indagar las implicaciones de dicho discurso4 A través del mismo, los liberales de izquierda y centro por igual se representaron a sí mismos como la fuerza modernizadora necesaria para superar una etapa nacional previa que consideraban fosilizada. Caracterizaron la nueva época, la "República Liberal", como el triunfo de la modernidad sobre la tradición, borrando de un plumazo los esfuerzos modernizadores de sus antecesores para atribuirse ellos dicho papel en la narrativa de la memoria nacional. Así, atribuyeron al corte político de 1930 el significado de punto de quiebre en la historia de Colombia.

Este artículo examina el esfuerzo liberal por redefinir la memoria nacional y diferenciarse de sus predecesores desde un ángulo que no ha sido explorado aún: su narrativa de la historia y la memoria nacional representada en debates en torno a la conservación arquitectónica5 En particular, exploro los debates que surgieron en torno a la demolición de edificios coloniales para abrir paso a la modernización urbana de la capital. Argumento que estos debates tuvieron implicaciones más allá de la planeación urbana: al apoyar las demoliciones en nombre de la modernización, los liberales reclamaban un lugar privilegiado en la historia nacional como los líderes del progreso, legitimando así su poder político. Al erigirse como los modernizadores adquirían legitimidad y caracterizaban a los líderes del periodo anterior como anquilosados e incapaces de llevar al país hacia el progreso.

A través de estos debates no sólo los liberales se redefinieron. Para hacer frente al impulso reformista liberal que establecía al pasado colonial como el origen del atraso nacional, los conservadores alzaron las banderas de la tradición y el hispanismo erigiéndose en los defensores de los edificios y la tradición colonial. Si bien el partido conservador se había caracterizado como defensor de la hispanidad y la tradición en el pasado, los politizados debates sobre la conservación durante la República Liberal borraban de la memoria nacional la empresa de modernización urbana que, lejos de ser una invención liberal, había sido iniciada por los gobiernos conservadores —quienes también habían sido favorables a las demoliciones— desde las primeras décadas del siglo XX.

Finalmente, argumento que la llegada de los liberales al poder en 1930 no representó un cambio tan radical como supusieron ellos mismos en la época, idea que además ha tenido gran persistencia en el imaginario nacional. Mi investigación demuestra una efectiva continuidad en las políticas referentes a la modernización del espacio urbano. El factor de cambio parece estar, más que en las políticas, en las interpretaciones y significados que se les atribuyeron y en la consolidación de un discurso, no siempre coherente con la realidad, que equiparaba al conservadurismo con la tradición y el liberalismo con la modernidad.

Antes de entrar en materia debo hacer una aclaración conceptual. Los términos que se utilizaban en la época para hacer referencia a los edificios de conservación eran variados, siendo el más común el de "monumento histórico" o "monumento nacional", y de muy raro uso el concepto actual de patrimonio, por lo cual haré uso limitado del mismo. Se consideraban monumentos aquellos que tuvieran un valor histórico o artístico que encarnara la nación. Así por ejemplo, el escritor y congresista Maximiliano Grillo, miembro de la SMOB, decía que los monumentos "conservan religiosamente el alma nacional", ayudando así a mantener el patriotismo6

El considerar un bien como "monumental" no era una cuestión sencilla de observación, sino que implicaba una asignación de valor que estaba lejos de ser neutral. En las últimas décadas han aparecido diversos estudios que reflejan el interés desde diversas disciplinas por este fenómeno de re significar el pasado desde el presente a través de la producción de lo "patrimonial". Antropólogos, folkloristas e historiadores han llamado la atención sobre cómo el patrimonio no es un vestigio inerte del pasado, sino un lugar desde el que se producen significados nuevos desde el presente7 Un museo, una exhibición, un archivo, un sitio histórico, no son simple evidencia del pasado. Aunque se nos presentan transparentes, responden a las necesidades sociales, políticas, económicas y culturales del presente que los establece como tales. Más aún, a pesar de que se nos presentan como prueba de la unidad de una comunidad, funcionan como herramientas para la reproducción de desigualdades. Entender las suposiciones que informan estas prácticas de convertir algo en "patrimonio" y la manera como confieren nuevos significados al pasado en función de intereses presentes se ha convertido en un importante foco de trabajo académico. De manera significativa, los trabajos más recientes han tratado de alejarse de interpretaciones del pasado como lo auténtico/genuino y su resignificación en el presente como una invención8 Aunque se reconoce la ilusión que media el proceso de representar un objeto, práctica o lugar del pasado en el presente como si no hubiera intermediario ni paso del tiempo, el interés ya no es denunciarlo sino entender lo que ocurre en el proceso. ¿Cuál es el cambio de significado que ocurre y qué lo provoca?

Historiadores como Dominique Poulot y Françoise Choay han hecho un esfuerzo importante por dilucidar la idea moderna de patrimonio, historizándola y enfatizando la manera como el patrimonio, lejos de ser una categoría absoluta, se ha inscrito en el espacio social y político. En su influyente libro L'allégorie du patrimoine Choay estudia el surgimiento de la noción moderna de "monumento histórico". Argumenta que fue en Italia en el siglo XV, de la mano con el surgimiento de una mentalidad moderna, cuando por primera vez empezaron a verse los restos de la antigüedad como algo extraño y con un valor histórico particular. A lo largo del libro, que sigue las transformaciones de la noción de monumento hasta el surgimiento del concepto actual de patrimonio en la década de 1960, estudia la preservación de monumentos como una cuestión de mentalidades9 Por su parte, Poulot considera el desarrollo de la noción de patrimonio ya no solamente desde lo conceptual, sino también a partir de su práctica concreta desde la Edad Media hasta el presente. Argumenta que el patrimonio —como una categoría particular de objetos valorados y preservados como herencia para las generaciones venideras, no a causa de su valor monetario o estético, sino dada su condición de bienes que encarnan una herencia identitaria, un pasado común, una genealogía10— ha sido una herramienta de legitimación del poder a partir de una elaboración particular del pasado que vindica un lugar en el presente. De esto se desprende que las prácticas en torno al patrimonio son inevitablemente prácticas políticas, contrario a la aparente naturalidad y objetividad que revisten. El valor de los objetos patrimoniales no resulta de una autenticidad inherente sino atribuida: es construida por actores sociales como parte del proceso de reivindicar un lugar en la historia, generar una identidad y construir una genealogía legitimadora11 En suma, el patrimonio no es una manifestación transparente del pasado, sino una recreación politizada del mismo que, igual que la memoria, está siempre al servicio del presente12

Esto es precisamente lo que se evidencia en el caso de los debates en torno a los monumentos nacionales en Colombia en la primera mitad del siglo XX, a los cuales nos remitimos a continuación. Hago antes la salvedad de que mi aproximación a estas discusiones sobre la memoria asume la aproximación fenomenológica propuesta por Paul Ricoeur. Ricoeur llama la tención sobre la importancia de temporalizar los estudios sobre la memoria, de tal manera que ésta no aparezca como una simple imagen o representación, sino que esté conectada con el momento objetivo en que sucedió, y con una realidad presente desde la cual se recuerda. Me aproximo a la memoria entonces como algo pragmático, como una práctica que se circunscribe en contextos sociales específcos13

Si bien la República Liberal institucionalizó de manera significativa la intervención del gobierno en asuntos culturales en Colombia, la legislación sobre conservación de monumentos nacionales la precedió14 La Ley 48 de 1918 declaró todos los edificios, monumentos, fuertes, pinturas, esculturas u otros ornamentos coloniales o prehispánicos "material de la Historia Nacional". Como tales, fueron puestos bajo el control del gobierno, "salvo los derechos de los propietarios o legítimos poseedores". La Ley también estipulaba que no podían ser destruidos o reformados sin autorización15 Sin embargo, no se definieron los medios por los que debía dársele cumplimiento. La República Liberal no fue más efectiva en la proclamación o aplicación de la legislación sobre conservación16 Sin embargo, entre 1930 y 1946 se dieron fuertes debates públicos en torno a qué debería ser preservado y por lo tanto sobre la significación del pasado para el presente nacional.

El espacio urbano bogotano había venido transformándose desde finales del siglo XIX y aún con más fuerza en las primeras décadas del siglo XX, con la construcción de la infraestructura de servicios públicos y la modernización de las comunicaciones y los transportes para hacer frente al crecimiento demográfico y a la inserción del país a los mercados mundiales. Este auge de obras públicas implicó transformaciones importantes en el urbanismo colonial —que había permanecido prácticamente intacto a lo largo del primer siglo de independencia— y abrió el camino a la ciudad moderna con sus nuevos materiales y estilos de construcción17 A pesar de que el desarrollo urbano había acarreado la demolición de numerosas edificaciones coloniales para dar paso a calles más amplias y edificios más altos, la pregunta sobre la conservación sólo vino a convertirse en un asunto de amplia discusión pública después de la llegada de los liberales al poder en 1930. Este debate se aireó en la prensa y en otras publicaciones. En particular, dos instituciones sirvieron de canales para las denuncias en contra de las demoliciones: la Academia Colombiana de Historia (ACH) y la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá (SMOB)18 Sus esfuerzos se focalizaron en Bogotá, aunque en unos pocos casos apoyaron peticiones provenientes de otras ciudades donde también se estaban presentando demoliciones de edificios coloniales a nombre de la modernización. Aunque no fueron muy exitosas en prevenir demoliciones, los debates en los que participaron y la correspondencia que recibían de ciudadanos regulares son representativos de las tensiones que surgieron entre modernización y conservación durante la República Liberal.

La demolición que causó mayor debate en Bogotá en la época fue la del imponente convento de Santo Domingo. El edificio estaba ubicado estratégicamente en el corazón de la capital, entre las carreras 7a y 8a y las calles 12 y 13. Los dominicos habían hecho construir este monumental convento barroco — que constaba de 182 columnas para sostener la arcada que rodeaba el claustro— entre 1647 y 1678. El edificio albergó a la orden y a su universidad hasta la segunda mitad del siglo diecinueve, cuando los reformistas liberales de entonces iniciaron una campaña para controlar el poder de la Iglesia. En 1861, durante la presidencia del general Tomás Cipriano de Mosquera, el gobierno expropió el edificio del convento de Santo Domingo. Este edificio no fue vendido, como se hizo con la mayoría de bienes expropiados, y durante los años siguientes fue sede del archivo nacional, la dirección de correos, la oficina de telégrafos, la Corte Suprema, la dirección de Instrucción Pública y la Academia Nacional de Música, entre otros.

En 1936, por medio de las leyes 85 y 198, el gobierno ordenó la demolición del claustro con el propósito de reemplazarlo por un edificio moderno de varios pisos que sería nombrado el Palacio de Comunicaciones —hoy Edificio Murillo Toro— para albergar varios ministerios. A pesar de que se desató gran oposición, la demolición y construcción del nuevo edificio empezó en efecto en Mayo de 1939, sustentada por el Ministro de Obras Públicas con las siguientes palabras: "El gobierno consideró que más importante que conservar un edificio colonial, de discutible valor arquitectónico, era resolver la ampliación de las carreras 7a y 8a y de la calle 13, en el sector de mayor congestión", a lo que añadió la necesidad de un amplio edificio público19

Desde la década de 1920 la administración pública había crecido consistentemente a medida que el estado colombiano se fortalecía gracias a la consolidación de la economía cafetera y a la inyección de dineros extranjeros en forma de préstamos y de la indemnización de veinticinco millones de dólares pagada por los Estados Unidos a Colombia por la separación de Panamá20 Como resultado, el gobierno necesitaba cada vez más espacio para la administración. Además de esto, Bogotá también se había expandido de manera considerable tanto física como demográficamente —pasando de 100.000 habitantes en 1905 a 237.000 en 1930 y a 330.000 en 1938—, y la administración municipal se enfrentaba a la necesidad de ampliar las estrechas calles coloniales del centro para mejorar la movilidad de una ciudad en expansión21 El convento de Santo Domingo se volvió un blanco importante para estas dos necesidades, y el proyecto nacional recibió el visto bueno del Concejo de Bogotá, considerando que "con esa construcción obtendrá la ciudad ventajas de primer orden, en cuanto a su desarrollo desde todo punto de vista, tales como el ensanchamiento de sus vías principales para comodidad del público, embellecimiento y valorización"22

Sin embargo, además de estas consideraciones logísticas, también había un asunto simbólico de por medio. Los gobiernos liberales, para los cuales la modernización era una preocupación principal, veían en el claustro de piedra colonial a un gigante arcaico: lo opuesto a la imagen que querían imprimir en la capital. Para estas administraciones que buscaban representar el cambio y el progreso, el convento de Santo Domingo simbolizaba el pasado del cual querían alejarse; representaba la herencia hispánica del periodo colonial que asociaban con la falta de progreso del país. Ante este discurso se levantaron las voces de quienes miraban el pasado colonial con nostalgia e interpretaban la amenaza de demolición como una amenaza contra los valores tradicionales por parte de un gobierno revolucionario. Había mucho más tras estos debates que la necesidad de espacio de oficina o la facilitación del tráfico urbano. La arquitectura de la ciudad se volvió un lugar donde se depositaban diferentes formas de representar la nación y un lugar a partir del cual consolidar identidades políticas. Adicionalmente, el debate evidencia una controversia compleja que superaba las divisiones partidistas y que no puede reducirse a una simple ecuación que iguala el liberalismo con lo moderno y el conservadurismo con lo tradicional.

Los conservadores fueron fuertes críticos de la medida de demolición, que tildaron de atentado a la tradición nacional por parte de un gobierno radical que equiparaban con el gobierno revolucionario mexicano. Sin embargo, al asumir esta postura parecían olvidar que la posibilidad de demoler el convento había sido sugerida inicialmente bajo el gobierno conservador de Pedro Nel Ospina en 1925, en el contexto de la expansión de las obras públicas en la ciudad durante de la danza de los millones. Posteriormente la Ley 28 de 1927 dictaminó la construcción de un nuevo edificio público para albergar varios ministerios en el lote del convento de Santo Domingo. El edificio debía presentar "un aspecto majestuoso en su exterior a la vez que comodidades para el público y los empleados según los adelantos modernos"23 Además de la necesidad de edificios para la administración pública, a finales de los años veinte se habían presentado quejas contra el edificio por amenazar ruina, así como reclamos de quienes lo consideraban feo, pesado y disonante con la arquitectura moderna que empezaba a diseminarse en el área24

Las voces de oposición se habían hecho oír desde entonces. La ACH y la SMOB, independientemente de afiliaciones partidistas pues sus miembros pertenecían a ambos partidos, lideraron la discusión desde entonces. En marzo de 1925, alarmada por el proyecto de ley que se debatía en el congreso para ordenar la demolición del edificio de Santo Domingo, la ACH hizo un llamado a una reunión extraordinaria. Durante dicha sesión, tres miembros de la ACH hicieron una exposición sobre el valor histórico y artístico del edificio. Su argumento era que la parte más antigua del mismo, el claustro principal, era la única que merecía ser preservada por ser un excelente ejemplo de arquitectura colonial y por tener un valor histórico: había sido construido por los conquistadores españoles y, siglos después, había albergado los debates de próceres de la independencia como Camilo Torres. Pero consideraban que debía procederse con la demolición de la parte noroeste del edificio para construir uno nuevo. Aunque reconocían la importancia artística e histórica del claustro principal, añadieron al acta del día: "[esto] no impide que consultando las exigencias del tráfico urbano sean demolidos para restaurarlos a conveniente distancia, los muros que dan a la calle, particularmente el contiguo a la Real, cuyo presente estado compromete la estabilidad del edificio"25

Como podemos ver, el problema del tráfico y el riesgo que solucionarlo implicaba para los edificios coloniales que bordeaban las angostas calles del centro de Bogotá no era nada nuevo a la República Liberal. La modernización de la ciudad había empezado durante los gobiernos precedentes, los cuales habían propuesto la demolición como alternativa. Algunos casos de demoliciones anteriores a 1930 fueron la casa en que había nacido el prócer Antonio Nariño para construir el Palacio de la Carrera en 1918; parte del edificio del Colegio de San Bartolomé —del siglo XVN— para realizar algunas mejoras al edificio en 1919; la iglesia y convento de la Enseñanza para construir el Palacio de justicia a partir de 1919; y las varias edificaciones demolidas para la construcción y ampliación de la Avenida Jiménez a partir de 1926. La actitud que mostraba la ACH en 1925 también es diciente. Ésta mostraba interés por las preocupaciones de la planeación urbana, y sus esfuerzos estaban dirigidos a favorecer la modernización a pesar de las consideraciones de algunos de sus miembros a favor de la preservación de lo que veían como un edificio notable por la relación que establecía con el pasado colombiano.

Sería errado asumir que los debates sobre conservación se limitaron a políticos e intelectuales. La discusión fue mucho más allá de estas instancias institucionales a medida que los ciudadanos particulares también se apropiaron de la memoria, utilizándola para proteger sus intereses particulares. Tal fue el caso del señor Gustavo Michelsen, quien recibió orden de la Dirección de Obras Públicas Municipales de Bogotá en Junio de 1925 de ceder a la ciudad cuatro metros de su casa —que databa del siglo dieciocho— para la expansión de la esquina de la calle 12 con carrera 10a Dado que esto implicaría la demolición de parte de su propiedad, Michelsen escribió una carta a la ACH solicitando apoyo para la preservación de su casa con el argumento de que ésta tenía valor histórico y arquitectónico. Sabiendo que el interés privado por preservar su propiedad no lo protegería, apeló a la más alta autoridad en materia de historia, atribuyéndole a su casa un valor más allá de lo monetario y privado: un valor histórico de interés nacional. La ACH envió una comisión para determinar si la casa debía ser objeto de preservación. El informe de la comisión, que fue enviado a la Dirección de Obras Públicas, establecía que la casa en efecto tenía mérito histórico y debía ser preservada. Sin embargo, la réplica de la dirección fue categórica al declarar que la opinión de la ACH se basaba en argumentos históricos y la dirección, "sin despreciar este aspecto, considera que en tratándose de esta obra han de tenerse muy en cuenta los intereses de la ciudad", y en este caso el elevado volumen de tráfico en el área era de gran preocupación. La dirección dio prioridad al desarrollo urbano sobre la memoria histórica a la cual apelaban el propietario y la ACH26

Como muestran estos ejemplos, el debate entre modernización y conservación no era nuevo a la República Liberal, y de hecho durante los gobiernos conservadores la modernización demostró ser más importante que la conservación en algunos casos. Sin embargo, después de 1930 estos debates se agudizaron bajo el nuevo panorama político en el cual los conservadores, ahora desde la oposición, se aferraron fuertemente a la defensa del pasado hispánico como símbolo del orden social que veían amenazado por las reformas liberales, y en particular, aquellas de los años radicales de la primera presidencia de Alfonso López Pumarejo (1934-1938). Los edificios coloniales adquirieron importancia para los conservadores como símbolo de los valores tradicionales hispánicos y católicos que ellos defendían frente al gobierno liberal. Esta nueva postura implicaba borrar de la memoria las demoliciones de edificios coloniales anteriores a 1930, nublando el hecho de que los gobiernos conservadores también habían impulsado la modernización urbana.

Esta reconfiguración, que llevó a los conservadores a reforzar su identificación con la tradición y a silenciar su participación en el proyecto modernizador, respondía a que a sus ojos los liberales estaban llevando este proyecto en direcciones indeseadas. Los liberales estaban trastocando el orden social colombiano con políticas como el apoyo a los trabajadores en los conflictos laborales. Actuaciones como éstas eran interpretadas como evidencia de la inminente incursión del comunismo al país, especialmente después de que López Pumarejo apareciera en el balcón presidencial junto a los líderes comunistas y sindicalistas más importantes durante la celebración del Día del Trabajo en 193627 La reforma constitucional de 1936 era otro ejemplo del atentado de los liberales contra la definición conservadora de la nación colombiana: ésta eliminó el nombre de Dios del preámbulo de la constitución; estableció la libertad de culto, el matrimonio civil, el divorcio y el control estatal sobre el registro civil y los cementerios; suprimió los beneficios fiscales de la Iglesia; y estableció el control del estado sobre la educación que debía ser secular, obligatoria y libre28 A medida que los conservadores vieron la necesidad de proteger la tradición hispánica y católica del país de lo que Laureano Gómez interpretaba como el liberalismo masón, comunista y ateo, también aumentó el interés por proteger edificios que representaban un pasado usado para legitimar el orden social a defender.

Sin embargo, sería erróneo asumir que los debates en torno a la preservación de monumentos giraron exclusivamente en torno a intereses partidistas. La participación de entidades sin identificación partidista como la ACH o la SMOB lo demuestra. Cuando el debate en torno a la demolición del convento de Santo Domingo fue revivido por las leyes que ordenaban su demolición en 1936 y 1938 y por su eventual demolición en 1939 para construir el Palacio de Comunicaciones, muchas protestas circularon. La ACH fue parte de las críticas. El 1o de abril 1 de 1939, unas semanas antes del inicio de los trabajos de demolición, la academia envió la siguiente comunicación al gobierno nacional:

    "Solicítese del Gobierno Nacional, como interpretación del sentimiento histórico unánime de los bogotanos y de la mayor parte de los habitantes de la ciudad, que se conserve el claustro principal del antiguo convento de Santo Domingo al construir el Palacio de Comunicaciones.

    La Academia al expresar ese especial afecto que los bogotanos tienen al aludido claustro, con el cual verían desaparecer una joya de arte, acaso la única de este género que posee Bogotá, unida además a su tradición y a su historia, apoya también su petición en el mérito artístico de la mencionada construcción, reconocido por cuantas personas entendidas en arquitectura la han visitado, y patente en la belleza y grandiosidad del claustro para todos los que lo contemplan"29

La petición no fue atendida y la demolición comenzó. Sin embargo, antes de iniciar los trabajos el Ministerio de Obras Públicas solicitó a la ACH examinar los objetos del interior del edificio para decidir cuáles debían ser preservados30 La ACH procedió a visitar el edificio y presentó su informe el 30 de abril. Éste expresaba continuamente el valor del claustro y la pena que constituía la demolición. Se hacía referencia al claustro como "esa joya arquitectónica de tan puras y tan severas líneas" que representaba "el buen gusto artístico de los talladores, decoradores y pintores de nuestra vieja ciudad colonial". Tras presentar la lista de objetos que consideraban deberían salvarse, incluyendo la fuente de piedra del claustro, la cúpula de la escalera principal labrada en nogal al estilo mudéjar, el techo de la sala capitular, la puerta trasera junto con las columnas y el dintel de piedra que la enmarcaban y las lozas de piedra representativas de la orden así como las que enmarcaban los sepulcros de los frailes y "varones ilustres," el informe concluía:

    "Estos son, a nuestro juicio, los objetos que, dada su naturaleza, pudieran salvarse de la destrucción que amenaza fatalmente a la añosa fábrica que albergara la cien veces ilustre comunidad dominicana durante tres siglos [...] donde las gentes modernas verán levantarse muy en breve los muros de cemento armado del nuevo Palacio de Comunicaciones, muy poderosos sin duda, y muy sólidos y muy arrogantes, pero mudos y silenciosos ante la historia monumental de Colombia [...] Seguramente, y dados los conocimientos científicos de aquellos claros e ingenuos varones del siglo XVI, dirían ellos, santiguándose devotamente, que todo lo que hoy estamos contemplando, era obra del mismísimo diablo... Témpora mutantur...!!!"31

La preocupación era que, aunque moderno y poderoso, el nuevo edificio no representaría la historia de Colombia y por lo tanto no sería colombiano. De una forma similar, la Revista Colombiana, fundada por Laureano Gómez y que sí tenía un marcado carácter partidista, publicó un poema titulado "Romance del patio de Santo Domingo" por Isabel Lleras Restrepo de Ospina. El poema lamentaba la demolición del convento asimilado con una herencia española, fuente del prestigio de la ciudad. Se refería al edificio como símbolo de la nobleza que la ciudad había heredado como hija de los conquistadores que trajeron a Cristo y al idioma castellano —los dos ingredientes de la civilización—. De esta manera, identificaba al país actual como continuación de este capítulo particular de su pasado:

    "[...] Sois el escudo glorioso
    que nuestra raza atestigua!
    Escudo donde se ve
    que es esta raza la misma
    que dio a la luz a don Quijote,
    flor de la caballería,
    y a sor Teresa la grande
    sublime flor de la mística.

    Raza siempre combativa
    la de los conquistadores
    y las reinas comprensivas,
    que trajo en tres carabelas
    hasta estas tierras un día,
    el estandarte de Cristo,
    y la lengua de Castilla,
    el romancero que canta
    y el dolor que santifica!
    Raza que hace cuatro siglos
    fundó la ciudad altiva
    construyendo doce chozas
    de paja y una capilla"32

Esta interpretación de la identidad nacional como continuidad de la tradición hispánica era una ataque directo contra la interpretación de la nación promovida por los liberales radicales. Un artículo publicado en la revista Vida por Luis López de Mesa, psiquiatra liberal y colaborador de las administraciones liberales como Ministro de Educación (1934-1935) y Ministro de Relaciones Internacionales (1938-1942), es representativo de la interpretación de la nación que abanderaban los liberales y que suponía abandonar el énfasis en el pasado colonial en pro de una identidad moderna que se le oponía. López de Mesa comparaba la ciudad de comienzos de siglo con la ciudad que estaba emergiendo:

    "Recordaba la ciudad de treinta años antes, empedrada, empolvada, de techos musgosos inclinados y muros de un melancólico amarillo crema, desteñido, sin luz, que deprimía un poco el ánimo: y la comparaba con la moderna, en que los aleros dan lugar a las fACHadas elegantes, las ventanas enjutas de rotas vidrieras apolilladas cedieron el puesto a los amplios cristales traslucidos, velados por finas telas de encaje; el color, sobre todo el color gris azulado, morado leve o de un plácido amarillo, tenuemente luminoso, por lo que todo el conjunto revela mayor vitalidad, salud, prosperidad alegría, ambiente juvenil en una palabra. Esa lenta mutación se me ofreció dentro de mi pensamiento en armoniosa evolución con el alma nacional, por su propio devenir, al contagio de la modernidad e influjo de la riqueza"33

Las técnicas modernas de construcción a las que aludía López de Mesa estaban basadas en el uso de cemento reforzado. La arquitectura moderna se dirigía hacia estructuras geométricas simples en las cuales los inclinados techos coloniales cubiertos por tejas de barro eran reemplazados por techos horizontales y planos.

Las fACHadas consistían en paredes blancas lisas, dejando detrás la ornamentación del estilo neoclásico. El estilo moderno buscaba representar y servir lo racional proporcionando comodidad, practicidad e higiene; de esta manera era símbolo del progreso34 Para López de Mesa, la modernización física de la ciudad traía consigo todos los beneficios de la modernidad: prosperidad, salud y felicidad. Al mismo tiempo implicaba una ruptura con el pasado, el cual era visto como un periodo oscuro cuyos vestigios vergonzosos debían ser borrados.

A medida que la arquitectura moderna era asociada con la modernización traída por los gobiernos liberales y que los conservadores se aferraban a la memoria de lo colonial, se reconfiguraba la memoria histórica, silenciando el hecho de que cuando se dieron las demoliciones anteriores a 1930 los conservadores mismos habían adoptado una actitud de desprecio frente a la arquitectura colonial parecida a la que adoptaron los liberales favorables a las demoliciones después de 1930. Las demoliciones de las décadas de 1910 y 1920 habían dado paso a la construcción de edificios de estilo clásico francés y luego influenciados por la Escuela de Chicago y el Art Déco de Nueva York, los cuales utilizaban adelantos tecnológicos en la construcción —tales como el uso del acero y del concreto— y apelaban desde entonces a los discursos de la modernidad, la higiene y la practicidad. Tal fue el caso del edificio de la Gobernación de Cundinamarca (1917), el Edificio Pedro A. López (1919-1924) y el Edificio Cubillos (1926), entre muchos otros privados y públicos no sólo en Bogotá, sino a lo largo y ancho del país. Carlos Niño Murcia ha argumentado que en el estilo arquitectónico de los edificios construidos en las primeras décadas del siglo XX "el clasicismo actuó como factor de cambio y expresamente se lo opuso a lo colonial, con el cual se asociaba todo lo que se quería dejar atrás"35 Los conservadores, entonces, ya se habían opuesto a la arquitectura colonial planteando nuevos estilos como representativos de la modernización: los liberales no habían sido los pioneros en este discurso. La novedad, más bien, era que los conservadores aparecieran ahora como defensores de una arquitectura que ellos mismos habían querido suplantar. Esto, por supuesto, se explica en el contexto de la nueva configuración política del país cada vez más polarizada, en la que liberales y conservadores apelaban a la memoria para fortalecer sus identidades partidistas.

Los debates sobre la conservación superaban entonces el discurso estético y tenían implicaciones sociales y políticas más profundas. Para personas como López de Mesa, la cuestión en torno a la arquitectura moderna no se limitaba a la estética, pues tenía implicaciones para la identidad de la ciudad y de la nación. Preservar o demoler el convento colonial dejaba un precedente con respecto a los monumentos nacionales, a la configuración de la nación, a la valoración del pasado y a lo que debía considerarse "auténticamente" colombiano. Una de las quejas en contra de la demolición se aferró a esto último. La queja, presentada por Sophy Pizano de Ortiz, argumentaba que la demolición sería realizada "contra la manifiesta voluntad de la mayoría de los auténticos bogotanos que aún guardan amor por la tradición y el pasado cultural de nuestra ciudad"36 Al utilizar la terminología de lo "auténtico", equiparaba la voluntad de los "verdaderos" bogotanos —por oposición a un presunto grupo que falsamente reclamaba esta identidad— con el edificio en cuestión; lo que estaba en juego era la auténtica identidad de la ciudad.

A pesar de las múltiples solicitudes por la conservación del convento, el gobierno llevó a cabo la demolición. El 5 de mayo de 1939, unos pocos días después de iniciados los trabajos, el presidente Eduardo Santos (1938-1942) emitió una comunicación en respuesta a las muchas cartas de queja que había recibido. La comunicación expresaba que el desarrollo de la ciudad era más importante que la conservación de un edificio cuyo valor era cuestionable de cualquier forma. Dado el crecimiento demográfico de la capital y el problema del tráfico, el viejo edificio ubicado en un área tan vital se había convertido en obstáculo para el progreso. Santos se preguntaba con sospecha por qué un edificio que había perdido su valor hacía tiempo por el deterioro se convertía de repente en objeto de interés de una parte "muy selecta" de la sociedad, haciendo una clara distinción entre los intereses de unos pocos y los intereses de la sociedad en conjunto y aludiendo al mayor peso de los segundos. Cuestionaba los argumentos de que la demolición era un ataque contra la historia y la estética, replicando que el valor arquitectónico del convento no era comparable con aquellos de Quito o Europa: "Sus paredes de tierra pisada hablaban solo de la pobreza de nuestra colonia. Ninguna de sus columnas exhibía el menor adorno y su único valor residía en su amplitud"37 Esta cita es representativa de la manera como Santos y su gobierno evaluaban el pasado colonial colombiano y sus vestigios: no era sujeto de admiración y sus restos eran valiosos tan sólo como espacio para el avance de lo nuevo. De acuerdo con Santos, el edificio se había devaluado aún más con el tiempo, a medida que sus cuartos se habían convertido en oficinas y sus corredores se habían llenado de lustradores de zapatos y vendedores de lotería. Para concluir, Santos consideraba el debate en torno al convento como un dilema "entre su conservación y el retroceso y empobrecimiento del centro de la capital, o su demolición y la resurrección pujante de esas calles". En últimas, establecía que el futuro de la ciudad no podía sacrificarse por un edificio, y concluía que era precisamente porque se identificaba como bogotano que apoyaba la demolición:

"Les confieso que, aunque bogotano de nacimiento y vinculado a esta ciudad por todos mis recuerdos, me siento obligado, en cuanto a su esencial desarrollo urbano se refiera, a preocuparme más por su presente y futuro que por su pasado"38 Para él, la identidad bogotana no debía descansar en el pasado colonial sino en un futuro moderno.

La actitud del gobierno representada en este texto era apoyada en diferentes publicaciones. La revista de temas culturales Estampa, en cuyo consejo de redacción había varios intelectuales y artistas que se identificaban con el liberalismo reformista (incluyendo a Jorge Zalamea y Eduardo Zalamea), publicó un artículo sobre el edificio de Santo Domingo en abril de 1939, pocos días después de iniciada la demolición, que afirmaba lo siguiente, "Ante lo inevitable, ante las exigencias de la comodidad y la modernización, no debe haber protestas [...] El único lazo de unión, lazo fortísimo, sí es cierto, que va a quedar entre lo pasado y lo futuro, es el alma inmutable de la ciudad [...] cambiará en su forma pero no en su contenido"39

El carácter partidista que tomó el debate también se evidenció en la opinión pública, más allá de círculos políticos e intelectuales. Una carta de protesta de un ciudadano a la ACH sobre la posible demolición de otro edificio colonial, el templo de San Francisco, se refería a la "imprudencia de los gobernantes jóvenes que comprometen el progreso por querer acelerarlo demasiado", aludiendo a que el problema del proyecto modernizador liberal era la velocidad a la que se estaba llevando a cabo. Luego, en alusión a los liberales afirmaba: "El bárbaro se apodera de los monumentos y consuma su destrucción"40 El autor de la carta argumentaba que los liberales derrumbarían brutalmente el templo tal como lo habían hecho con los pabellones construidos por los conservadores en 1910 para la conmemoración del centenario de la independencia en el parque de La Independencia de Bogotá, acusando a la ACH de no haberlo prevenido.

En la SMOB fue particularmente el conservador Alfonso Cifuentes de Gutiérrez quien lideró el discurso anti liberal y anti modernizante. En una moción para preservar el templo de Sanjuan de Dios, afirmaba que ninguna "mole de cemento modernista [...] hablaría al espíritu ni al buen gusto de nacionales y extranjeros todo lo que expresa o puede expresar aquel santuario de tradiciones". De acuerdo con Cifuentes y Gutiérrez, la SMOB debería unirse a la defensa de los intereses "espirituales, tradicionalistas, artísticos y turísticos de Bogotá" 41 En otro caso, proclamó la necesidad de defender de la modernización edificios coloniales como la Casa de la Moneda42 Cifuentes y Gutiérrez representaba así la manera como se iba marcando y construyendo una oposición entre la tradición y la pujante modernización que la amenazaba a través de los debates sobre la arquitectura urbana.

El lenguaje antiliberal en debates en torno a las demoliciones era común en la prensa. Un artículo del periódico El Espectador en 1943 criticaba los rumores circulantes sobre la posible demolición del Palacio de San Carlos en la calle 10a con carrera 6a, el edificio colonial donde había residido temporalmente Simón Bolívar. En este caso, el foco de la crítica de la periodista conservadora Emilia Pardo Umaña fue el gusto estético de los liberales. Expresando su oposición a los rumores de una posible demolición escribió:

    "Me dicen —y hago todos los esfuerzos imaginables para no creerlo— que dizque se ha pensado echar abajo el Palacio de San Carlos. El edificio antiguo que hace esquina sobre la carrera sexta y la calle décima, con su gran patio claustrado, su nogal de siglos y sus amplísimas galerías, dizque para edificar allí algo nuevo y digno de la ciudad. No parece verosímil la idea y no puedo aceptarla en principio. Pero... Pero ocurren unas cosas! En gracia de discusión es factible otorgarle al partido liberal todas las virtudes vegetales y minerales: todas. Pero hay que reconocer, al margen de ellas, que es de un mal gusto toda prueba! Es obvio que al decirlo no se trata de calificar de poco refinada a la mayoría de sus componentes. Eso en ningún caso y ni siquiera a la minoría. Simplemente a cuantos llegan a ocupar un cargo público con influencias"43

Este comentario, lleno de ironía, es un buen ejemplo del tono que adquirió el debate. Más adelante en el artículo, la autora argumentaba que los edificios coloniales debían ser preservados por ser "algo muy nuestro". Comparaba el Palacio de San Carlos, "viejo edificio majestuoso" con la nueva "arquitectura vana y mediocre" que resultaba en edificios de cientos de oficinas y concluía que edificios como el armonioso palacio eran característicos del país: eran colombianos. Al hacer este argumento, identificaba al país con la tradición colonial y asumía que la arquitectura moderna no era nacional o "nuestra".

Sin embargo, no todos los que abogaban por la conservación de un edificio colonial eran necesariamente conservadores o hispanóflos. Muchos de los miembros de la SMOB que lideraron campañas contra las demoliciones eran liberales, o independientemente de su filiación política buscaban conciliar el progreso y la conservación sin reducir el debate a rivalidades políticas. Por ejemplo, Alberto Manrique Martín, arquitecto y miembro de la SMOB, razonaba que era "una concepción demasiado reducida y pobre del progreso, pensar que hay que destruir lo antiguo para construir nuevos edificios frente de anchas calles". La ciudad moderna, argumentaba, podía construirse en alguna de las muchas áreas inhabitadas alrededor de la misma, sin necesidad de destruir lo que quedaba de la arquitectura colonial en el centro44

Otro ejemplo era el historiador Guillermo Hernández de Alba, quien en los debates de la SMOB defendió la conservación sin recurrir a justificaciones partidistas y sin implicar una confrontación entre lo tradicional y lo moderno:

    "Ciertos monumentos antiguos de la ciudad debían defenderse, si no por bellos, ya que no se les reconocían por todos las cualidades estéticas, sí por ser los únicos, buenos o malos, que nos legaron nuestros antecesores y nos decían en un lenguaje que no debía acallarse con la pica, algo muy interesante de lo que fueron otros días, y cuya importancia seria aun mayor a medida que las modernas épocas se presentaran con mayores novedades como consecuencia de una evolución"45

Entonces, para Hernández de Alba el asunto no era de belleza estética sino de valor para la memoria. Su argumento se basaba en que el reconocimiento de cualquier herencia, al ser comparada con el presente, se constituía en evidencia de progreso. Convenía entonces, incluso para un gobierno modernizante, mantener los vestigios del pasado como prueba de progreso. Los monumentos antiguos debían ser preservados no con base en su valor o falta del mismo, sino por el simple hecho de que al ser comparados con el presente demostraban la evolución de la sociedad.

Otros miembros de la SMOB que defendieron la conservación en términos similares fueron Enrique Otero d'Costa y Maximiliano Grillo. Otero d'Costa, historiador liberal, utilizaba el ejemplo de ciudades como Nueva York, Londres y París, donde monumentos que estorbaban el crecimiento moderno de la ciudad habían sido preservados. Añadía que incluso en México, considerado un país revolucionario y comunista en la época, había una ley muy estricta de respeto por los monumentos históricos. En ese sentido, ni la modernidad ni la revolución social deberían ser enemigas de la conservación. Para este historiador, la preservación era "alimento" del concepto de patria: "El país que tiene historia está salvado", concluía. La historia era entonces necesaria para el bienestar de la nación46 De manera similar, el poeta y ensayista también liberal Maximiliano Grillo criticaba el espíritu práctico de quienes pretendían demoler la historia del país siguiendo propósitos triviales como el de crear parqueaderos públicos47 En el contexto de los debates por la conservación de los templos de San Agustín y San Juan de Dios, Grillo utilizó un lenguaje similar al de Otero d'Costa, al establecer que los templos coloniales conservaban el "alma nacional"48 Para Grillo, las edificaciones coloniales eran admirables "no por antiguas, sino por el alma que reviven, por la historia que perpetúan"49 La idea de que el alma de la nación se encontraba depositada en los monumentos del pasado y no en una identidad moderna era común en las discusiones de la SMOB. En estos argumentos la preservación aparecía como un asunto de nacionalismo, de construcción nacional.

Es importante mencionar que la ACH y la SMOB no siempre apoyaron la conservación; en algunos casos estuvieron del lado de los esfuerzos del gobierno privilegiando la modernización y apoyando demoliciones. Uno de esos casos fue el templo de San Juan de Dios, que Guillermo Hernández de Alba consideraba como portador de "poca tradición histórica". Bajo este argumento, Hernández de Alba dio visto bueno a su demolición para ampliar la angosta carrera 10a entre calles 11 y 1250

Otro caso de conciliación entre conservación y modernización que se dio fuera de la SMOB fue el del sacerdote Diego Garzón, presidente del Comité de Acción Pro-Sur, un comité de acción social al sur de Bogotá. Garzón escribió una carta a la ACH pidiendo su apoyo para la conservación de una casa histórica ocupada por la Escuela de Artes y Oficios para mujeres trabajadoras. Sin embargo, fue enfático en que él no se oponía al progreso:

    "Que no se crea ni se diga que el suscrito interpone sus ideas a las ideas del progreso local por espíritu estrecho y mezquino. Para evidenciar que tal no es su propósito, baste recordar que durante treinta y ocho años fundo asociaciones en el sur de la ciudad: fue iniciador y propulsor de muchas obras de progreso y actualmente como presidente del 'Comité de Acción Pro-Sur' ha realizado, en forma absolutamente desinteresada, muchas obras de aliento. Además, mira con simpatía la obra de progreso municipal"51

El proyecto de ampliar la carrera 5a entre la calle 16 y la Avenida Jiménez amenazaba esta casa. A Garzón, que era un activista social, le interesaba su conservación, pues allí funcionaba la Escuela de Artes y Oficios. Probablemente su interés principal era preservar la escuela más que la casa. Sin embargo, apeló al lenguaje de la conservación argumentando que la casa había sido habitada por el héroe nacional Antonio Nariño. Al mismo tiempo subrayaba el hecho de que el edificio era sede de una importante iniciativa social en favor de la clase media. La casa, afirmaba, debía preservarse no sólo por su valor histórico, sino como elemento de progreso que encarnaba por medio de la escuela.

Otra queja interesante fue la presentada por la Liga de Ciudadanos del Sur de la Ciudad. Esta asociación expresó su preocupación por los planes del Concejo de Bogotá de llevar a cabo demoliciones en los barrios trabajadores del sur de la ciudad para construir nuevas y amplias avenidas. Las demoliciones, argumentaban, llevarían a una escasez de vivienda en el área —y por consiguiente al incremento de los precios al reducirse la oferta— para las familias de clase trabajadora que vivían en cuartos arrendados y que serían desalojadas para las demoliciones. En lugar de destruir viviendas en el sur, afirmaban, el gobierno distrital debería demoler edificios en el centro, donde el tráfico era realmente problemático, o dedicarse a construir más vivienda urbana o a ampliar los sistemas de acueducto y alcantarillado para los pobres. En este caso la objeción no estaba basada en la preservación de la memoria, sino en la defensa de la clase media que se vería afectada52

La ACH también recibió cartas de personas que consideraban que las demoliciones eran atentados contra la tradición católica de Colombia. Una carta de julio de 1946 firmada por Luis Enrique Moreno, quien se describía como un "habitante de Bogotá, menor de edad", afirmaba que las demoliciones eran un atentado contra el catolicismo, pues los templos eran las víctimas más comunes. "Aquí tumban un templo, para hacer edificios, teatros, o sitios de diversión", expresaba. Además, Moreno citaba la Ley 5 de 1940 que declaraba de utilidad pública todos los lugares y edificios que por su antigüedad, belleza o tradición histórica debían ser conservados como patrimonio nacional. Terminaba su carta con una amenaza y llamado al cumplimiento de la ley citada: "Si no acatan esas órdenes los católicos haremos una guerra civil, si nos matan, no importa, porque es defendiendo la casa de Cristo. Y si no nos matan, seguiremos luchando, hasta los últimos momentos de nuestra vida [...]. Como ahora no creen en Dios, hay que enseñar la verdad de Cristo". En este caso la religión era la víctima, la herencia valiosa a salvaguardar53

Como he tratado de mostrar a lo largo de este artículo, los monumentos no estaban definidos como tales por una esencia a priori. Diferentes actores sociales atribuían significados diferentes a las edificaciones en cuestión al justificar su demolición o conservación. El ejercicio de atribuir o negar a un edificio el carácter de monumento nacional era una estrategia utilizada por diferentes actores —fueran políticos, intelectuales, o ciudadanos comunes con intereses económicos, sociales, religiosos o de otro tipo— para defender sus intereses y legitimar su causa. Así, el pasado se convertía en herramienta para construir una posición en el presente y estaba lejos de ser algo neutral y fijo.

Igual que la condición de "monumentalidad", la condición de "modernizador" también era construida y reconstruida según las necesidades del presente. Al cuestionar la narrativa difundida de que fueron los liberales quienes trajeron la modernización a Colombia por medio del desarrollo urbano, no he querido reversar el argumento para atribuir el papel de modernizadores a los conservadores. Más allá de identificar quiénes fueron "modernizadores", este artículo se ha guiado por la pregunta de cómo se construyó en la memoria la "modernización" desde diferentes presentes, y quiénes y por qué se atribuyeron esa identidad modernizadora. Así se hace evidente que al igual que el concepto de "monumento", el concepto de "modernización" estaba imbuido por una pluralidad de significados atribuidos por diferentes voces que luchaban por apropiárselo desde un lugar social particular.

Ambos procesos, el de definir qué era monumental y quiénes eran los modernizadores, implicaban usar y valorar el pasado de acuerdo con los intereses del presente. La memoria no era entonces algo fijo en un referente inamovible, sino algo inestable que se construía y reconstruía con el fin de legitimar un lugar en el presente. Los debates en torno a la conservación y el desarrollo urbano evidencian cómo diferentes actores sociales activamente reformularon la memoria en un proceso de redefinir identidades y legitimidades. Estos debates se convirtieron en un lugar de lucha entre diferentes grupos sociales, a partir del cual se consolidaron y reprodujeron las diferencias entre ellos.


Comentarios

* Este artículo es producto de una investigación sobre las políticas culturales de la República Liberal realizada para mi tesis doctoral. Sin embargo, el material aquí contenido no fue utilizado en el texto final de la misma y es presentado aquí por primera vez. La investigación fue financiada por el Benjamín Franklín Fellowship de la Universidad de Pennsylvania, Estados Unidos. La autora agradece los enriquecedores comentarios al primer borrador de este texto aportados por sus colegas en la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, particularmente a María José Álvarez, Diana Bocarejo, Bastien Bosa y Nadia Rodríguez por sus observaciones y a Mauricio Pardo por sus aportes bibliográficos. Igualmente agradece las oportunas observaciones de la evaluación externa.

1 Archivo de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá (en adelante SMOB), Actas, Libro 19, Acta 22 de 1936. Julio 15 de 1936, f. 359-360.

2 SMOB, Actas, Libro 19, Acta 22 de 1936. Julio 15, 1936, f. 361.

3 Para un análisis de los debates al interior del liberalismo y en particular las diferentes formas que tomó la izquierda dentro del mismo, ver: W. John Green, Gaitanismo, Left Liberalism, and Popular Mobilization in Colombia (Gainesville: University Press of Florida, 2003), 33-45.

4 Las interpretaciones existentes sobre la República Liberal son diversas. Para presentaciones positivas del periodo como uno de apertura democrática excepcional ver Richard Stoller, "Alfonso Lopez Pumarejo and Liberal Radicalism in 1930s Colombia", Journal of Latin American studies 27: 2 (1995); Álvaro Tirado Mejía, Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, 1934-1938 (Bogotá: Procultura, Instituto Colombiano de Cultura, 1981). Para una perspectiva que critica el discurso social liberal como una estrategia de la burguesía gobernante para conseguir apoyo popular y neutralizar la movilización social ver Daniel Pécaut, Orden y violencia: Colombia 1930-1954, trad. Jesús María Castaño, 2 vols., vol. 1 (Bogotá: Siglo XXI editores, 1987). Independientemente de cómo evalúen las intenciones reformistas de los liberales, estos autores están de acuerdo en que la República Liberal propuso una nueva manera de representar la relación entre los dominantes y los dominados, invocando el triunfo de la democracia sobre la oligarquía.

5 Aunque esta perspectiva es novedosa en Colombia, el vínculo entre la conservación, la arquitectura y las relaciones sociales y políticas ha sido objeto de interesantes estudios históricos para otros países latinoamericanos. Ver por ejemplo: Quetzil Castañeda, In the Museum of Maya Culture: Touring Chichén Itzá (Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996); Enrique Florescano, El patrimonio cultural en México (México: Fondo de Cultura Económica, 1993); Adrían Gorelík, La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936 (Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 1998); Daniel Newcomer, "The Symbolic Battleground: The Culture of Modernization in 1940s León, Guanajuato", Mexican Studies/ Estudios Mexicanos 18: 1 (2002); Patrice Elizabeth Olsen, Artifacts of Revolution: Architecture, Society, and Politics in Mexico City, 1920-1940 (Lanham, MD: Rowman & Líttlefeld Publishers, 2008); Daryle Williams, Culture Wars in Brazil: The First Vargas Regime, 1930-1945 (Durham, N.C.: Duke University Press, 2001), 90-134.

6 SMOB, Actas, Libro 27, Acta 15 de 1944. Mayo 31 de 1944, ff. 264-265.

7 Entre los trabajos recientes ver: Guillermo Bonfl Batalla, pensar nuestra cultura (México: Alianza Editorial, 1991); Françoise Choay, L'allégorie du patrimoine (París: Le Seuil, 1992); Néstor García Canclini, Culturas híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad (México: Grijalbo, 1989); Barbara Kirshenblatt-Gimblett, Destination Culture: Tourism, Museums and Heritage (B erkeley, CA: Uníversíty of California Press, 1998); Barbara Kirshenblatt-Gimblett, "Theorizing Heritage", Society of Ethnomusicology 39: 3 (1995); David Lowenthal, The Heritage Crusade and the Spoils of History (New York: Cambridge Uníversíty Press, 1998); Pierre Nora, ed., Les lieux de mémoire, 3 vols. (París: Editions Galllimard, 1984); Dominique Poulot, Patrimoine et musées: L'institution de la culture (París: HACHette, 2001); Laurajane Smith, Uses of Heritage (Abíngdon & New York: Routledge, 2006). Sin embargo, los orígenes de la reflexión sobre la naturaleza de los monumentos y la preservación se encuentran en el siglo XX e inicios del XX. Entre los clásicos ver: Alois Riegl, El culto moderno a los monumentos: caracteres y origen (Madrid: Visor, 1987); John Ruskín, Las siete lámparas de la arquitectura (Pamplona: Aguilar, 1964); Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, The Foundations of Architecture: Selections from the Dictionnaire Raisonné (New York: George Brazíller, 1990).

8 En particular buscan ir más allá de dos interpretaciones en torno a la tradición y la memoria que fueron muy influyentes en su momento y que despertaron gran debate: Eric Hobsbawm y Terence Ranger, eds., The Invention of Tradition (Cambridge: Cambridge University Press, 1983); Nora, ed., Les lieux de mémoire.

9 Choay, L'allégorie du patrimoine.

10 Poulot, Patrimoine et musées: L'institution de la culture, 3-8.

11 Sobre "invención" de la tradición ver: Hobsbawm y Ranger, eds., The Invention of Tradition.

12 Para discusiones sobre la gran variedad de lugares, además de lo arquitectónico, en los que se reconstruye el pasado al servicio del presente (para el caso de Francia), ver: Nora, ed., Les lieux de mémoire.

13 Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004), parte I.

14 Ver: Catalina Muñoz, "To Colombianize Colombia: Cultural Politics, Modernization and Nationalism in Colombia, 1930-1946" (Ph.D, University of Pennsylvania, 2009); Renán Silva, República Liberal, intelectuales y cultura popular (Medellín: La Carreta Editores, 2005).

15 Ley 48 de 1918 (Nov. 20), Diario Oficial (Bogotá), n.o 16550 (1918).

16 Aunque en el interior de la Academia Colombiana de Historia (ACH) y la SMOB se elaboraron proyectos de ley de conservación en los años treinta, sólo se aprobó la Ley 5 de 1940 que declaraba monumentos nacionales de utilidad pública "todos aquellos edificios y lugares que por su antigüedad y belleza arquitectónica o por su tradición histórica, merezcan ser conservados como patrimonio nacional". Establecía que el gobierno, asesorado por la ACH, haría las declaratorias necesarias, realizaría expropiaciones y ordenaría restauraciones. La ley declaraba monumento nacional la ciudad amurallada de Cartagena, pero no hay evidencia en la documentación de la ACH de que se hayan hecho declaratorias de monumentos nacionales posteriores como preveía la ley. Para algunos proyectos de ley ver: ACH, Tomo 18, p. 130-131 y 153, Nov. 2, 1934; SMOB, Actas, Libro 19, Acta 30 de 1939, Sept. 9, 1936, p. 409-410; Acta 34 de 1936, Oct. 7, 1936, p. 427; SMOB, Actas, Libro 25, Acta 15 de 1941, Julio 9, 1941, p. 78; SMOB, Actas, Libro 26, Acta 38 de 1942, Oct. 29, 1942, p. 353; Acta 39 de 1942, Nov. 18, 1942, p. 358.

17 Ver: Fundación Misión Colombia, Historia de Bogotá, 3 vols., vol. 3 (Bogotá: Villegas Editores, 1988); Álvaro Suárez Zúñiga, Bogotá, Obra Pública (Bogotá: Alcaldía Mayor y Secretaría de Obras Públicas, 1999); Germán Mejía Pavony, Los años del cambio: historia urbana de Bogotá, 1820-1910 (Bogotá: CEJA, 1999); Fabio Zambrano Pantoja y Carolina Castelblanco Castro, El kiosko de la luz y el discurso de la modernidad (Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2002).

18 La ACH fue creada por el Ministerio de Instrucción Pública en 1903 como un cuerpo consultivo del gobierno nacional para el estudio de la historia nacional y la preservación del patrimonio. La SMOB, en cambio, fue creada como cuerpo independiente para el progreso de la ciudad en 1917.

19 Abel Cruz Santos, Memoria de Obras Públicas (Bogotá: Imprenta Nacional, 1939), 74.

20 Sobre la expansión económica del periodo ver: Jesús Antonio Bejarano, "El despegue cafetero, 1920-1928", en Historia económica de Colombia, ed. José Antonio Ocampo (Bogotá: Siglo XXI Editores, 1987); Paúl Drake, The Money Doctor in the Andes: The Kem-merer Missions, 1923-1933 (Durham: University of North Carolina Press, 1989), 30-75; Alfonso Patiño Roselli, La prosperidad a debe y la gran crisis, 1925-1935 (Bogotá: Banco de la República, 1981).

21 Fundación Misión Colombia, Historia de Bogotá, 22 y 178; República de Colombia, Censo general de población, 5 de Julio de 1938. Resumen general del país, 16 vols., vol. 16 (Bogotá: Imprenta Nacional, 1942).

22 Citado en: Abel Cruz Santos, Memoria de Obras Públicas, 77.

23 Citado en: Abel Cruz Santos, Memoria de Obras Públicas, 75.

24 Carlos Niño Murcia, Arquitectura y Estado. Contexto y significado de las construcciones del Ministerio de Obras Públicas, Colombia, 1905-1960, 2a ed. (Bogotá: Universidad Nacional, 2003), 84.

25 ACH, Tomo 7, p. 29. Marzo 16, 1925.

26 ACH, Tomo 7, p. 119. Carta de Gustavo Michelsen a la ACH. Bogotá, Junio 20 de 1925; ACH, Tomo 7, p. 120. Informe de la ACH sobre la preservación de la casa de Gustavo Michelsen. Sin fecha; ACH, Tomo 7, p. 215. Informe de la Dirección de Obras Públicas, septiembre 23 de 1925.

27 Sobre la relación de López con la izquierda y la absorción de ésta por parte del liberalismo ver: Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia. Colombia, 1875-1994, 2a ed. (Bogotá: Grupo Editorial Norma, 2003), 159-162; Daniel Pécaut, Orden y violencia, 196 y ss.

28 Sobre las reformas de 1936 y la Iglesia ver: Ricardo Arias, "Estado laico y catolicismo integral en Colombia: La reforma religiosa de López Pumarejo", Historia Crítica 19 (2000).

29 ACH, Tomo 31, p. 169. Abril 1, 1939.

30 ACH, Tomo 30, p. 162. Carta del Ministro de Obras Públicas a la ACH. Bogotá, Abril 14, 1939.

31 ACH, Tomo 31, p. 146. Informe de la ACH al Ministro de Obras Públicas. Bogotá, abril 30 de 1939. El latín tempora mutantur se traduce como "los tiempos están cambiando".

32 Isabel Lleras Restrepo, "Romance del patio de Santo Domingo", Revista Colombiana XI: 125 (1939).

33 Luis López de Mesa, "Bogotá moderno. Piedra y cemento", Vida: 11 (1937).

34 Ver: Silvia Arango, Historia de la arquitectura en Colombia (Bogotá: Universidad Nacional, 1989).

35 Niño Murcia, Arquitectura y Estado, 42.

36 ACH, Tomo 30, p. 175. Carta de Sophy Pizano de Ortiz al Secretario de la ACH. Bogotá, Abril 26, 1939. En esta carta, como descendiente del conquistador Antón de Olalla, Sophy Pizano pedía a la ACH preservar la placa conmemorativa que un grupo de descendientes de Olalla había instalado en el convento en 1938 en memoria de su ancestro.

37 Citado en: Fray Alberto Ariza, El convento de Santo Domingo de Santafé de Bogotá. Fundación, destrucción, restauración. (Bogotá: Editorial Kelly, 1976), 23-27. También en: Abel Cruz Santos, Memoria de Obras Públicas, 77-80.

38 Fray Alberto Ariza, El convento de Santo Domingo, 23-27.

39 "Qué ha sido para la ciudad Santo Domingo", Estampa: Revista semanal de actualidad gráfica 2: 21 (1939).

40 ACH, Tomo 25, p. 94. Carta de Victor M. Herrera Almanza a la ACH. Bogotá, julio 7 de 1936.

41 SMOB, Actas, Libro 27, Acta 33 de 1943. Sept. 29, 1943, f. 158.

42 SMOB, Actas, Libro 29, Acta 24 de 1945. Ago. 1, 1945, f. 136.

43 El Espectador, septiembre 21 de 1943. Aunque conservadora, Emilia Pardo Umaña escribía en la prensa liberal.

44 SMOB, Actas, Libro 28, Acta 6 de 1944. Marzo 8 de 1944, f. 215.

45 SMOB, Actas, Libro 19, Acta 27 de 1936. Agosto 19 de 1936, ff. 387-388.

46 SMOB, Actas, Libro 19, Acta 30 de 1936. Septiembre 9 de 1936, f. 408-409.

47 SMOB, Actas, Libro 19, Acta 30 de 1936. Septiembre 9 de 1936, f. 409.

48 SMOB, Actas, Libro 28, Acta 15 de 1944. Mayo 31 de 1944, ff. 264-265.

49 SMOB, Actas, Libro 25, Acta 15 de 1941. Julio 9 de 1941, f. 77.

50 SMOB, Actas, Libro 27, Acta 34 de 1943. Octubre 6 de 1943, f. 164.

51 ACH, Tomo 27, p. 52. Carta de Diego Garzón a la ACH. Bogotá, diciembre 10 de 1937.

52 ACH, Tomo 43 (No indexado. Año 1945, Libro II), sin número de folio. Carta de la Liga de Ciudadanos del Sur de la Ciudad a la ACH. Bogotá, octubre 27 de 1945.

53 ACH, Tomo 44 (No indexado. Año 1945-1946. No encuadernado), sin número de folio. Carta de Luis Enrique Moreno a la ACH, Bogotá, julio 24 de 1946.


Referencias

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