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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.41 Bogotá mayo/ago. 2010

 

LAS INDEPENDENCIAS COMPARADAS: LAS AMÉRICAS DEL NORTE Y DEL SUR[*]

David Bushneil
Magister y Doctor en Historia, de la Universidad de Harvard, Estados Unidos, Profesor emérito de la Universidad de la Florida, Gainesville, Estados Unidos, Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de Historia, Entre sus publicaciones se encuentran: Simón Bolívar: Liberation and Disappointment (Nueva York: Longman, 2003); "Francisco de Miranda and the United States: The Venezuelan Precursor and the Precursor Republic", en Francisco de Miranda: Exile and Enlightenment, editado por John Maher (London: Institute for the Study of the Americas, 2006), 7-21; Simón Bolívar, proyecto de América (Bogotá: Universidad Externado, edición revisada [2002] 2007) y Colombia, una nación a pesar de sí misma, de los tiempos precolombinos a nuestros días (Bogotá: Planeta, edición revisada y actualizada [1996] 2007), dav@theriver.com.


RESUMEN

A fines del siglo XVM y comienzos del XIX la mayor parte de las Américas se independizó de las potencias europeas. Existían siempre motivos de descontento, pero en cada caso sucesos acaecidos en Europa contribuyeron al estallido revolucionario. La transformación política y social que produjo el movimiento en Angloamérica fue de una relativa moderación, mientras que el haitiano fue producto de un cambio profundo tanto político como social. En las colonias españolas, escenario de la lucha militar más larga y en menor grado en el Brasil, el cambio de sistema político fue más abrupto que en el caso de la América inglesa, mientras el alcance social resultó desigual pero no despreciable.

PALABRAS CLAVE
Independencia, Estados Unidos, Haití, colonias españolas, Brasil, Europa.


COMPARING INDEPENDENCE: NORTH AND SOUTH AMERICA

ABSTRACT

In the late 18th century and early 19th the greatest part of the Americas became independent of European powers. There were numerous reasons for discontent but in each case European events contributed to the outbreak of revolution. The political and social transformation produced in Angloamerica was relatively moderate whereas the Haitian revolution produced deep social as well as political change. In the Spanish colonies, scene of the longest military struggle, and in lesser degree Brazil, the change in political system was more abrupt than in Angloamerica and the social changes uneven but not insignificant.

KEY WORDS
Independence, United States, Haiti, Spanish colonies, Brazil, Europe.

Artículo recibido: 12 de enero de 2010; aprobado: 18 de enero de 2010.


La noción de una "historia común" de las Américas, que en Estados Unidos tuvo su apogeo hace medio siglo más o menos[1], ha pasado hoy día definitivamente de moda salvo en la retórica de la OEA y cosas así. Pero si realmente el hemisferio alguna vez compartió una experiencia histórica común, bien puede sostenerse que fue a fines del siglo XVM y comienzos del XIX, cuando una colonia americana tras otra rompieron los lazos que las unían a una potencia europea. La comunidad de experiencia parecía obvia a los contemporáneos que aclamaban las hazañas de tal o cual Washington del Sur, que a su turno estaba reproduciendo las de ese "Bolívar (o San Martín) del Norte". Es verdad que no todos aceptaban la validez del paralelo referido, e historiadores posteriores han destacado una gama amplia de diferencias. Pareciera, sin embargo, que los distintos movimientos de independencia tuvieron por lo menos lo suficiente en común como para hacer factible una comparación, en la que la identificación de las diferencias y de las similitudes podría contribuir a una mejor comprensión de todos los movimientos.

Cabe advertir, desde luego, que el fenómeno de la independencia no abarcó el hemisferio entero. No sólo había en todas partes personas y grupos que apoyaban la continuación del vínculo colonial, sino que en algunos casos importantes ellos tuvieron éxito. El Canadá británico no siguió el ejemplo de sus vecinos inmediatos, y Cuba y Puerto Rico se convirtieron en bases inexpugnables de apoyo a las fuerzas realistas que luchaban en tierra firme. Las Antillas francesas sintieron uniformemente el impacto de los eventos revolucionarios ocurridos en París, pero al fin y al cabo sólo Haití llevó a cabo exitosamente su propia revolución. Tampoco abrazaban todavía la independencia las Antillas británicas ni holandesas, ni las danesas (es decir Islas Vírgenes) ni mucho menos la Antillita sueca, o sea la isla de San Bartolomé, mejor conocida como St.

Barthélemy desde su traspaso definitivo a Francia en 1877 —aun cuando todas estas posesiones resultaron afectadas profundamente por los movimientos de independencia de otras colonias—. El Canadá fue blanco militar de los revolucionarios de la Nueva Inglaterra, mientras que algunas pequeñas islas antillanas se volvieron prósperos centros de abastecimiento de patriotas y realistas sudamericanos indiscriminadamente. Las Antillas fueron cuna además de varias figuras eminentes de las causas emancipadoras, como Alexander Hamilton, el mago de las finanzas norteamericanas, quien era oriundo de St. Kitts, y el almirante venezolano Luis Brión, de origen curazaleño. Por otra parte, una perspectiva comparativa hasta la no independencia de ciertas colonias podría arrojar cierta luz sobre los demás casos, y cuando menos plantea interrogantes sugestivos. Por ejemplo, ¿qué habrá tenido en común Canadá con Cuba, o Puerto Rico con Jamaica, como para resistir la tentación de la independencia? Pero un solo ensayo no puede abarcarlo todo; por ahora habrá que dejar estas especulaciones de lado.

Algo que tenían en común casi todas las colonias americanas era un proceso interno de crecimiento social, económico y cultural, que en mayor o menor grado creaba un sentido de identidad propia distinta de la de la madre patria, y un complejo de intereses locales (las más de las veces relacionados con el comercio exterior) que en alguna parte chocaban con la política imperial. Estas tendencias no excluían necesariamente la continuación de un apego, a veces bastante fuerte, a la monarquía tradicional, pero indudablemente alentaban el sentimiento a favor de algún tipo de autonomía limitada dentro del imperio (tal como de hecho poseían ya las colonias inglesas), y hacían más factible la aceptación de una opción independentista al llegar el momento de decisión.

Otro rasgo común, aunque de intensidad variable e importancia controvertible, fue la presencia de las corrientes de pensamiento político y social convencionalmente agrupadas bajo el rubro de la Ilustración. A este respecto, claro está, las colonias inglesas se interesaban menos en la Encylopédie francesa que en los conceptos de derechos individuales y gobierno limitado, que absorbían de obras como las del inglés John Locke; y aún más en sus propias tradiciones políticas, más que en las destilaciones hechas por filósofos franceses. Las autoridades intelectuales citadas por reformistas y revolucionarios de América Latina eran, por el contrario, mayoritariamente francesas. En el caso específico de la América española, ciertos estudiosos pretendieron minimizar el impacto de la Ilustración, subrayando en su lugar la influencia residual del pensamiento católico tradicional de la escuela de Francisco Suárez[2]. Sin embargo, el nombre de éste brilla casi por su ausencia entre los autores citados por publicistas de la época de la independencia, y lo más probable es que las fórmulas suarecianas de soberanía popular y demás servían más bien de refuerzo subconsciente para la recepción de nuevas ideas popularizadas por las revoluciones angloamericana y francesa[3].

Los ejemplos de esas dos revoluciones constituyeron en sí mismos otra forma de influencia política compartida, aun cuando los angloamericanos, por haber tomado la delantera, no pudieron recibir la influencia de revoluciones posteriores, sino que ejercieron influencias mutuas entre ellos mismos, de colonia a colonia. Pero en Latinoamérica, el hecho de que las colonias inglesas del litoral norteamericano se habían sacudido ya el yugo imperial se citaba con frecuencia mucho mayor que las meras palabras de Franklin o Jefferson en justificación de su propio esfuerzo por hacerlo[4]. En un sentido aún más amplio, se ha sostenido también que los movimientos americanos de independencia pertenecieron todos a un solo "ciclo" histórico de revoluciones, que comenzó en las afueras de Boston con la batalla de Lexington-Concord en 1775 y culminó en Ayacucho en 1824, pasando casualmente por París entre una y otra de estas dos fechas[5]. Es debatible, por supuesto, hasta qué punto se hayan parecido en el fondo estas revoluciones, aparte de su empleo de la violencia y la retórica revolucionarias. Y en lo que se refiere a la Revolución Francesa, en particular, la mayoría de los líderes latinoamericanos buscaban afanosamente distanciarse del modelo parisino con sus excesos de anticlericalismo y guillotina, a lo menos en sus declaraciones públicas. Es más, denunciaban a veces ellos que las malignas influencias francesas se hubieran transmitido precisamente a través de la madre patria[6].

Sin embargo, llegaban también de la madre patria repercusiones de la renovación intentada por los liberales de la península mientras luchaban en contra o, en algunos casos, a favor de la intervención napoleónica. A este respecto, dentro del "ciclo" referido de revoluciones es destacable un "subciclo" de reformismo ibérico, que involucraba a Portugal y Brasil además de a España y a la América española, y cuyo punto culminante fue la adopción de la Constitución Española de 1812. La carta referida conllevó todo un programa de innovaciones liberales, y aunque su aplicación en América resultó limitada, no fue despreciable, ya que tuvo vigencia temporal en gran parte de México, en Perú y en algunos sitios periféricos del imperio: en la plaza central de San Agustín de Florida se levanta un monumento a la Constitución que no conmemora la de Filadelfia (como sin duda imagina la inmensa mayoría de turistas norteamericanos que se toman el tiempo de mirarlo), sino la de Cádiz[7].

Entre los propósitos del liberalismo metropolitano, portugués al igual que español, no figuraba darles independencia a las colonias, pero sembró confusiones entre los defensores del nexo imperial a la vez que se alentaban esperanzas de cambio en la relación con la madre patria, cuya insatisfacción vino a fortalecer el sentimiento independentista del lado americano.

Por otra parte, las colonias tanto de Norteamérica como del Sur se habían visto afectadas, a pesar suyo, por las medidas de las potencias metropolitanas —motivadas por la agenda del despotismo ilustrado o simplemente por las rivalidades coloniales—, tendientes a estrechar su control sobre las dependencias americanas. En la América inglesa las medidas adoptadas eran sobre todo fiscales, por ejemplo el impuesto de papel sellado y los derechos sobre el té que decretó el Parlamento en Londres para compelerles a los angloamericanos a pagar una mayor cuota de los gastos de la defensa imperial. En la América española también hubo nuevos impuestos, incluso la extensión del estanco del tabaco a colonias adicionales, mientras se apretaba el control administrativo mediante el sistema de intendentes e innovaciones afines. Todo esto lo resumió John Lynch en su expresión (tan repetidamente citada) de una "segunda conquista" de la América por España[8]. El Brasil experimentó algo similar con las reformas pombalinas; Saint-Domingue, o sea el Haití francés, se afectó menos aunque no fuera sino porque el gobierno metropolitano durante los años inmediatos anteriores a 1789 tenía otras preocupaciones más graves y más cercanas.

En las trece colonias inglesas que se convirtieron a la postre en Estados Unidos, las medidas fiscales fueron de verdad el factor detonante de toda la serie de eventos que culminó en la independencia. El problema fundamental no consistía en el monto (bastante moderado) de los nuevos impuestos, sino en su fuente de origen, ya que los decretó el Parlamento metropolitano y no las asambleas coloniales, que de acuerdo con la "constitución no escrita" del imperio británico poseían el exclusivo derecho de gravar con impuestos a los habitantes coloniales. Siempre había habido ciertas excepciones a la regla, tales como los derechos de aduana, cuyo propósito (se argumentaba) consistía menos en extraer recursos fiscales que en la reglamentación del comercio imperial, algo que hasta en Boston se aceptaba como función legítima de las autoridades en Londres. Por consiguiente, cuando el gobierno británico, exasperado por las violentas protestas coloniales, abandonó su intento de 1765 de introducir el impuesto del papel sellado en las colonias americanas, creyó poder decretar unos nuevos derechos de aduana —todos ellos prontamente derogados menos el del té— sin desatar un conflicto similar. Sin embargo, en esto había calculado mal.

La mismísima moderación del derecho sobre el té contribuyó a la ira de los coloniales, porque en su concepto dejaba ver la esperanza del gobierno de que el impuesto realmente se cobrara en vez de evadirse por medio del contrabando, lo que significaba a su turno que el propósito final no era sino reunir fondos para el tesoro. El resultado fue la Boston Tea Party (o "Tertulia de Té de Boston") de diciembre de 1773, en la que se arrojaron cargamentos de té a la bahía. Esto provocó una reacción fuerte del gobierno metropolitano —comprensible pero otra vez mal calculada— en forma de los llamados "Actos Intolerables". Éstos incluyeron desde el cierre del puerto de Boston hasta la concesión de privilegios a los recién conquistados canadienses franceses, cuya religión católica romana les parecía una abominación a los bostonianos de la época. De allí en adelante se deterioró rápidamente la relación entre las colonias y la madre patria hasta desembocar en el primer conflicto armado en Lexington en 1775, y un año después en la declaración de independencia hecha en Filadelfia.

Por la importancia primordial en el caso angloamericano de la cuestión fiscal, un observador hostil habría podido interpretar los eventos que impulsaron a las trece colonias a declarar la independencia como un simple conflicto entre evasores de impuestos y el tesoro imperial. Sin embargo, los angloamericanos rebeldes tenían perfecta razón al aseverar que no únicamente el dinero estaba en juego. Aun cuando se hubieran pagado religiosamente todos los nuevos impuestos, su impacto en la vida material de los habitantes habría sido insignificante. Por consiguiente, el conflicto giraba sobre todo alrededor de una cuestión de poder político, de una percepción de amenaza a los derechos acostumbrados de autogobierno local —amenaza que, de haberse concretado plenamente, habría podido abonar el terreno para otros ataques más serios en el futuro—. En todo caso, una vez superada la amenaza mediante la acción revolucionaria, esos derechos tradicionales —consistentes en el requisito del consentimiento de los gobernados para la imposición de gravámenes fiscales— fueron codificados en el texto de las constituciones nacional y estaduales. Mas aparte del mero hecho de ser escritas y del establecimiento de una novedosa unión federal, tales constituciones guardaban una notable semejanza con el sistema de gobierno de que gozaban antes las colonias bajo el control no muy estricto del Parlamento en Londres y de la corona británica. En este sentido, la revolución angloamericana fue básicamente conservadora en sus objetivos políticos, aunque conservó, eso sí, algunas instituciones "liberales".

En ninguna otra parte del hemisferio comenzó el movimiento de independencia como respuesta directa e inmediata a medidas específicas del gobierno metropolitano, pero siempre unos sucesos europeos determinaron el inicio de la lucha. Exactamente como en las colonias inglesas, se daba un proceso reactivo que en un principio no buscaba la separación —sólo la resolución de agravios concretos—, pero que más tarde o más temprano se transformó en un movimiento independentista. El primer caso fue el de Saint-Domingue, como subproducto del estallido de la Revolución Francesa. Los hacendados blancos montaron una campaña de agitación buscando evitar la posible adopción en París de medidas favorables a los esclavos y a los libres de color, y estos dos grupos por su parte presionaron para que en efecto se adoptasen tales medidas y para que, una vez adoptadas, la población colonial blanca no lograra evadirlas. Los agentes despachados desde la Francia revolucionaria muy pronto perdieron el control de la situación en la colonia, y también lo perdieron los plantadores blancos, a pesar de la intervención a su favor de fuerzas procedentes de las cercanas colonias británicas[9]. Toussaint l'Ouverture, como jefe de los esclavos rebeldes, aceptaba la formalidad de una lealtad a Francia, mayormente cuando las autoridades revolucionarias de París aceptaron la abolición de la esclavitud; pero a la larga un regreso a la intransigencia, incluso con restablecimiento de la esclavitud del lado metropolitano, hizo inevitable la independencia plena de Haití.

Así como Napoleón debió cargar con la culpa del final rechazo de cualquier transacción que hubieran aceptado los haitianos, él también merece la culpa (o es acreedor al agradecimiento) por haber detonado, sin quererlo, el proceso revolucionario en las Américas española y portuguesa, por su intento de asir el control de las respectivas potencias metropolitanas. En el Brasil se demoró el desenlace por la decisión de la Corte portuguesa de refugiarse en Río de Janeiro; la crisis definitiva estalló sólo cuando la Corte regresó a Lisboa y los brasileños no quisieron perder la autonomía de hecho de que habían gozado mientras Río de Janeiro era capital del entero mundo portugués. Las colonias españolas de Sudamérica salvo el Perú también lograron una autonomía de hecho —a veces bien efímera por cierto— gracias a la invasión napoleónica a la península ibérica, erigiendo sus propias juntas provisionales para gobernar en nombre del cautivo Fernando VII; e Hidalgo trató por lo menos de hacer algo parecido en México.

Los eventos de la América española no fueron la culminación de una escalada de controversia pública sobre agravios coloniales, como en las colonias inglesas, pero la seriedad y la índole de los agravios hispanoamericanos pueden inferirse sobre la base de la rapidez con que las juntas de 1810 adoptaron sus medidas correctivas. Abriendo los puertos al comercio de potencias amigas, se demostró, desde luego, el descontento con las restricciones al comercio impuestas anteriormente por la política imperial, por más que el efecto de tales restricciones haya sido amortiguado por las muchas excepciones especiales y por la tolerancia del contrabando. Nombrando a hispanoamericanos para los puestos más importantes —y practicando aun una discriminación en contra de los peninsulares en los nombramientos— se dio satisfacción a la ambición de los criollos de mayores oportunidades burocráticas.

Con la abolición de la Inquisición, de la trata de esclavos y del tributo de indígenas, las juntas americanas hicieron gala de su propia ilustración social y cultural: los indígenas en lugar del tributo tendrían ahora que pagar otros impuestos que antes no pagaban, pero tributo en fin era una palabra de mala resonancia. Y mediante la creación de asambleas de elección popular y la adopción de algunas constituciones escritas rudimentarias, los hispanoamericanos se dieron un aparato de gobierno limitado y representativo en lugar del seudoabsolutismo, ahora tan pasado de moda, del antiguo régimen español[10].

En todo este plan de reformas los nuevos gobiernos hispanoamericanos no hacían nada (con excepción de la apertura de los puertos y la abolición de la trata de esclavos) que no hicieran igualmente en la misma madre patria los gobiernos de la resistencia antinapoleónica. Es más, el primer paso de la transición del absolutismo al gobierno representativo fue dado desde España cuando la Junta Central de Sevilla invitó a los hispanoamericanos a elegir a algunos de ellos mismos para tomar asiento en la Junta; y la Constitución de Cádiz de 1812 tuvo por objeto convertir el imperio español entero en una monarquía constitucional. Como han hecho ver el profesor Timothy Anna y otros estudiosos, la constitución española fue recibida con regocijo por muchos americanos[11], y una figura como el notable humanista Andrés Bello —quien había sido agente en Londres de los revolucionarios venezolanos, los primeros en abandonar el pretexto de obediencia a Fernando VII— vaciló durante largos años antes de abandonar su propia esperanza de una resolución pacifica del conflicto entre España y América sobre la base del monarquismo constitucional[12].

Por varios motivos no resultó posible una solución del tipo que anhelaba Bello. En primer lugar, la representación ofrecida a los americanos tanto en la Junta Central como después en las Cortes fue a todas luces inadecuada, ya que no guardaba relación con la población de los territorios de ultramar. Un obstáculo aún más fundamental fue el hecho de que ni siquiera los liberales españoles se mostraron dispuestos a otorgarles a los territorios americanos un grado significativo de autonomía interna. Venezuela, como ya queda notado, fue la primera de las ex colonias en darse cuenta de que lógicamente no había sino una salida posible, que era la declaración de independencia (adoptada en Caracas en julio de 1811); pero antes se había desatado la lucha armada, desde 1809 en los casos de Quito y el Alto Perú, y eventualmente cubrió casi todo el continente. Ya en la década de 1820 pudo verse por fin establecida una fila completa de gobiernos independientes desde México a Buenos Aires, todos ellos salvo en el Paraguay de tipo ostensiblemente constitucional representativo. A diferencia de lo que sucedió en la América inglesa, el nuevo orden político de la América española —y también la Portuguesa, aunque en Brasil en menor grado por la retención de la monarquía— significó un rompimiento brusco del sistema político preexistente.

Incluso cuando su intensidad era variable según la región, el conflicto en la América española fue el más largo y, con excepción de Haití, el más brutal y tenaz de las guerras americanas por la independencia. La batalla decisiva se libró en Ayacucho, unos quince años después de que hubieran sonado los primeros tiros; escaramuzas esporádicas y guerras de guerrillas continuaron algún tiempo más y cayeron las fortalezas realistas del Callao en el Perú y San Juan de Ulúa en México sólo en 1826. En diferentes ocasiones el conflicto se había caracterizado por medidas tan extremas como la guerra a muerte declarada por Bolívar y las ejecuciones en masa de patriotas neogranadinos por orden de Morillo. La guerra de independencia angloamericana, por el contrario, duró sólo seis años, de la batalla de Lexington-Concord hasta la de Yorktown, u ocho años si consideramos como fecha final la del tratado por el cual la Gran Bretaña reconoció formalmente la independencia de sus ex colonias. Hay que notar además que si la fecha terminal de la lucha en la América española también es la de la firma de tratados de paz y amistad, entonces continuó allí hasta la década de 1830 para México y Nueva Granada, y aún más tarde para algunos otros países. Tampoco se sintió compelido nunca Jorge Washington a declarar una guerra a muerte. El único índice de ferocidad que sobresalió en la lucha angloamericana fue la proporción de habitantes coloniales que finalmente pararon al exilio voluntario o involuntario: un cinco por ciento quizás de la población total (y un porcentaje aún mayor de la población blanca), lo que equivale a un éxodo superior al causado o por la Revolución Francesa o por la de la América española[13].

La accesibilidad geográfica del Canadá como lugar de refugio para los perdedores fue naturalmente un importante factor explicativo de la cantidad de exiliados angloamericanos. Por otra parte, la breve duración de la guerra en la América inglesa se explica sobre todo por la masiva ayuda extranjera que recibieron los revolucionarios —de Francia, de España y aun de Holanda—, lo que marca otro obvio contraste con la situación de las colonias rebeldes de la América española, ya que ninguna potencia extranjera le declaró la guerra a España para aliarse con ellas. Recibieron un flujo intermitente de soldados extranjeros voluntarios o mercenarios (según el punto de vista), además de los materiales de guerra que vendieron o por efectivo o a crédito los comerciantes particulares, pero esta ayuda no oficial no guarda comparación ninguna con el aporte militar del ejército real francés que luchó al lado de Washington en el continente norteamericano ni de la flota francesa (previamente abastecida en La Habana) que hizo posible la victoria culminante en Yorktown, impidiendo que refuerzos británicos llegasen a tiempo al campamento del jefe realista.

Unicamente en la revolución haitiana hubo un grado igual o mayor de internacionalización, estando España una vez más alineada (por lo menos brevemente) con los revolucionarios en contra de otra potencia europea. Pero en este caso las distintas intervenciones extranjeras tendían a cancelarse unas a otras, y en todo caso contribuyeron muy poco al resultado final. Tampoco intervinieron directamente potencias extranjeras en la guerra brasileña de independencia, cuya breve duración fue debida primordialmente a la enorme disparidad de recursos entre la colonia rebelde y la madre patria. A lo sumo, los buenos oficios de la diplomacia británica a favor de una resolución rápida del conflicto, que se daba entre un cliente tradicional europeo de Inglaterra y un potencial estado-cliente sudamericano, tuvieron necesariamente algo que ver con la voluntad portuguesa de inclinarse ante lo inevitable[14].

Para el estudio comparativo de las revoluciones, estos detalles militares y diplomáticos revisten sin duda menor interés que el contexto social, con referencia tanto a las bases sociales de las fuerzas de un lado y otro, como al alcance de los cambios sociales ocurridos, fueran estructurales o de otro tipo. Y huelga decir que la revolución haitiana no tiene rival en lo que a significado social se refiere. Con unas excepciones menores, se dio nítidamente una división de fuerzas sociales, de esclavos rebeldes contra los plantadores blancos y los petits blancs o "pequeños blancos", consistiendo la principal ambigüedad en el papel decisivo de los libres de color, que se sentían agraviados por el orden prerevolucionario, pero vacilaban en hacer causa común con los esclavos, entre otras razones por su sentimiento de superioridad frente a ellos. El desenlace también fue nítido en Haití, en cuanto fue la primera nación del Nuevo Mundo que abolió totalmente la esclavitud y que de paso abolió (aun contra los deseos de jefes como Toussaint l'Ouverture) la economía de plantaciones. En comparación con un cambio social tan radical, la independencia política de Haití parece de importancia sólo incidental.

En Angloamérica, el cambio neto social parece haber sido de una magnitud bastante similar al político; obviamente no hubo ni de lejos una transformación tan impresionante como la de Haití. La independencia política, como ya se ha mencionado, en el fondo reafirmó y amplió la autonomía de hecho existente aun antes de 1776. Con respecto al impacto social, una cuestión preliminar que necesita plantearse es hasta qué punto había diferencias significativas entre los grupos que luchaban en pro o en contra de la independencia: patriots y torxes, en terminología angloamericana. Existe una impresión popular en Estados Unidos de que los enemigos de la independencia eran básicamente los británicos y unas tropas mercenarias alemanas que ellos habían contratado, pero en realidad había fidelistas nativos pertenecientes a cada estrato social, desde esclavos negros hasta terratenientes aristócratas, y la causa de la Gran Bretaña obtuvo por cierto el apoyo de muchos de los indígenas no asimilados que vivían más allá de la frontera de asentamientos blancos. Fuera o no que los naturales se dieran cuenta de que uno de los terribles abusos denunciados en la Declaración de la Independencia norteamericana fue el intento de las autoridades en Londres de suspender la migración de colonos blancos a unas vastas regiones del interior del continente, no es sorprendente que si tuvieran que decidirse por uno u otro bando generalmente preferían ayudar a los agentes de un rey lejano y no a los vecinos inmediatos que venían arrebatándoles espacio vital[15].

Pero si dejamos de lado a los indígenas —quienes en última instancia desempeñaron un papel marginal en el conflicto— y también por el momento a los esclavos negros, al hablar del origen social de los bandos contendientes hay que hacer unas distinciones entre las colonias del norte y del sur. En el norte, la crema de la crema de la oligarquía comercial tendía a abrazar la causa del régimen colonial, fuera por un miedo instintivo al cambio, por sus vínculos con intereses comerciales británicos o hasta por un factor religioso, si es que eran anglicanos, miembros de la iglesia oficial de la madre patria, frente a las sectas disidentes que eran mayoría en todas las colonias desde Pensilvania hacia arriba. Sin embargo, si en el norte la cúspide de la pirámide social era realista, los grupos intermedios, tanto de negociantes como profesionales, así como el clero puritano y una pluralidad del resto de la población —consistente en granjeros y artesanos sobre todo— eran patriotas. Reitero que se trata de una simple pluralidad, porque ninguna facción gozaba del apoyo de una mayoría absoluta y un número indeterminado pero sin duda alto de los habitantes no querían comprometerse con una ni con otra[16].

En las colonias sureñas, por el contrario, la cúspide de la pirámide la ocupaban los miembros de una aristocracia terrateniente y esclavócrata, es decir, los Washington y Jefferson y otros de menor renombre que exactamente como los Bolívar venezolanos asumieron la jefatura de la causa patriota. Siendo ellos las personas que de hecho controlaban los órganos de gobierno locales, buscaban salvaguardar su posición política contra intromisiones de la metrópoli. Como agroexportadores vieron la posibilidad de quitarse de encima una reglamentación imperial del comercio que no constituía un estorbo grave pero sí molesto. Los principales comerciantes de los puertos del sur también se inclinaban al lado patriota, pero se daban naturalmente excepciones, y un buen número de agricultores del interior se decidieron —al igual que los indígenas cuyas tierras iban usurpando— a identificarse con el convenientemente distante Jorge III más que con los grandes plantadores que dominaban los gobiernos locales o con los comerciantes a quienes estaban adeudados.

El otro grupo social importante, por lo menos en el sur, era el de los esclavos, que en general continuaban arando y cosechando o dedicados a oficios domésticos o urbanos exactamente como antes del conflicto. En la historiografía norteamerica hasta años recientes esta circunstancia había parecido tan natural e inevitable que suscitaba pocos comentarios. Desde una perspectiva hemisférica, sin embargo, sí llama la atención el hecho de que ni patriotas ni realistas trataron de aprovecharse sistemáticamente del servicio militar de los esclavos, tal como haría después Boves en contra de Bolívar y Bolívar contra Morillo, o San Martín en su campaña a través de los Andes de Mendoza a Chile. Del lado de los patriotas, o patriots, en un principio hasta se trató de prohibir el reclutamiento de soldados negros. Después se dieron casos, aunque no masivos, de participación militar de esclavos y de negros libres a favor tanto de los patriotas como de los realistas, y el último gobernador británico de Virginia hizo brevemente del reclutamiento de esclavos una pieza clave de su estrategia. Mas él pronto abandonó el intento por contraproducente, por las airadas protestas aun de virginianos realistas: el favor de los dueños pesaba más que la posible colaboración de los esclavos[17].

Salvo la reducida participación de los esclavos y el papel marginal aunque principalmente probritánico de los grupos indígenas, no es fácil identificar pautas consistentes de alineamiento de elementos sociales en la guerra de independencia angloamericana. Lo que puede decirse de brocha gorda sobre una región no es aplicable necesariamente a otra, y por otra parte las diferencias entre estratos sociales eran menos nítidas que en otras partes del mundo occidental por aquellos años. Recuérdese, a este respecto, el asombro de Francisco de Miranda, mientras viajaba por el litoral norteamericano, al observar la relación de compañerismo descomplicado entre empleadores y empleados (tratándose de empleados blancos por supuesto)[18]. La angloamericana era una sociedad sin obispos ni títulos de nobleza, y aun cuando era notable la brecha en cuanto a estilo material de vida y hasta algunas pretensiones culturales entre plantadores de Carolina del Sur y granjeros asentados en la frontera de Pensilvania, tenían en común en la mayoría de los casos la condición de terratenientes.

En las colonias inglesas de Norteamérica casi todos los miembros de la población blanca o poseían tierras o podían razonablemente soñar con hacerse poseedores, trasladándose a la frontera para este propósito en caso necesario. Prevalecía una situación algo similar con respecto a la educación popular, habiendo alcanzado las colonias de Nueva Inglaterra un nivel de alfabetismo casi universal, y las demás colonias un nivel superior por lo menos a la generalidad de los países europeos. La sociedad en su conjunto, en fin, había internalizado los valores del sentido común práctico, del trabajo personal y de la acumulación de riqueza que ensalzaba en sus escritos Benjamín Franklin. Por lo tanto, así como Tulio Halperín Donghi se refiere a la Argentina como un país "nacido liberal"[19], podría decirse que Estados Unidos es una nación "nacida burguesa". No todos eran burgueses en sentido estricto en su función económica, y los plantadores del sur, aunque practicaban una agricultura comercial de exportación, usaban un sistema de trabajo precapitalista. La victoria definitiva de una burguesía capitalista en Estados Unidos vendría después de la magna guerra civil de mediados del siglo XIX. Pero el espíritu de la sociedad y la ideología predominante ya eran bastante favorables a tal desenlace[20].

¿Produjo el conflicto cambios significativos en la estructura de la sociedad? Por cierto que sí, según la escuela de opinión que ejemplifica (y que resume en su título) la obra de Gordon Wood, The Radicalism of the American Revolution[21]. La tesis de Wood sostiene que la sociedad prerevolucionaria era controlada por las oligarquías coloniales terratenientes y comerciales, y que lo que emergió al término de la lucha fue por primera vez un orden social realmente democrático. Es que los sectores populares de granjeros independientes y artesanos que militaron en los ejércitos revolucionarios y dieron también su apoyo a la causa de otras muchas maneras habrían tomado literalmente en serio la retórica igualitaria de la Declaración de Independencia y exigido exitosamente una participación verdadera en el proceso político. Uno de los resultados fue una mayor ampliación del sufragio, a medida que un estado tras otro (no todos) derogaban restricciones al derecho del voto, que había sido bastante generalizado aun antes de la revolución gracias a la distribución tan amplia de la propiedad raíz, y ahora alcanzaba o se aproximaba al ideal del sufragio universal de varones, siempre tratándose de varones blancos, ya que los negros libres no obtenían siempre el mismo privilegio[22].

Otro resultado fue una serie de medidas que eliminaban rasgos del orden colonial tales como las iglesias oficiales (anglicanas en el sur, puritanas en el norte) o como la ley de primogenitura en los lugares donde existiera. Hasta se vieron los comienzos de abolición de la esclavitud: durante o poco después de la guerra varios estados acabaron con la institución de una vez o adoptaron el principio del vientre libre, que más tarde se emplearía como método gradualista de emancipación en la América Española.

Típicamente, los estados abolicionistas eran los que casi no tenían población esclava, como Massachusetts; los de vientre libre, los estados como Nueva Jersey, donde no existía una esclavitud masiva pero la institución tenía la importancia suficiente como para que la voz de los dueños tuviera un peso relativo en la política estaduales. Donde no se hizo nada al respecto fue, obviamente, en los estados del sur, donde la esclavitud desempeñaba un papel económico y social de primer orden —aunque cabe añadir que la misma constitución federal de 1789 fijó una fecha límite para la importación de esclavos[23]—. Otras numerosas reformas de tipo democrático o hasta "radical" en términos de su época podrían detallarse, y no faltaban oligarcas iracundos a quienes horrorizaba la ola de demagogia fiscal y de otra índole tan característica de la política interna de los estados en los años inmediatos de posguerra. Esperaban ellos que la creación en 1789 de un gobierno federal fuerte sería el antídoto adecuado para tales excesos.

La adopción de la constitución nacional significó también la formación de un mercado común continental, otro factor que contribuyó al despegue de una sólida burguesía capitalista. Sea como fuere, las consecuencias sociales y económicas de la revolución angloamericana, aunque no despreciables, tampoco son comparables con las de la Revolución Francesa o de la haitiana, que vendrían poco después, ni de las grandes revoluciones del siglo veinte. Precisamente por la existencia aun antes de la revolución de un igualitarismo social relativo e ideario predominante de signo burgués, los cambios sociales no representaron una ruptura abrupta con el pasado, sino que se dieron diferencias de grado mayor o menor, lo mismo que los cambios políticos.

En la América española el contexto social era bastante más complicado. Con respecto al alineamiento de fuerzas sociales, pareciera que los comerciantes importadores y exportadores — con excepción natural de los agentes de casas mercantiles de Cádiz— en su mayoría apoyaban el movimiento de independencia. Lo mismo puede decirse de los terratenientes, cuya producción agropecuaria se destinaba a mercados exteriores, como en Venezuela y el Río de la Plata, y de los abogados y demás profesionales al servicio de los grupos referidos. Hasta qué punto podrían estos elementos denominarse "burgueses" es una cuestión muy distinta y altamente discutible, pero así puede denominarse su meta ulterior de ampliar y profundizar conexiones con el mercado del Atlántico Norte. Sin embargo, los independentistas no habrían ganado la guerra sin obtener la colaboración de propagandistas clericales, de terratenientes no dedicados a la exportación (en especial en colonias como la Nueva Granada donde el comercio exportador revestía menor importancia) y de miembros de las clases populares por lo menos en calidad de carne de cañón. El clero, por su parte, parece haberse alineado a favor o en contra de la independencia de acuerdo con los mismos patrones que los no clérigos de similares orígenes sociales y regionales. En cuanto a los hacendados no agroexportadores, no tenían por razón de su función económica motivos obvios para abrazar la causa de la independencia, pero esto no quiere decir que por regla general necesariamente prefirieran la causa realista.

Los elementos populares fueron reclutados también, claro está, por los revolucionarios, e igualmente por los enemigos de la revolución a veces con mayor éxito. Aunque la preferencia fundamental de los indígenas en las colonias españolas era sin duda apartarse del conflicto para que criollos y peninsulares luchasen entre sí, cuando no tuvieron más remedio que participar lo hicieron con mayor frecuencia a favor de los realistas. Esto lo hicieron tanto porque las áreas de masiva población indígena como el Perú permanecían la mayor parte del tiempo bajo el control realista, como por los mismos motivos que determinaron la predilección espontánea de los iroquois y otros grupos naturales de América del Norte por los británicos. En algunos casos entraron en juego además factores particulares regionales, como en la provincia neogranadina de Santa Marta, donde los indígenas (pero no sólo ellos) abrazaron la causa fidelista[24]. El éxito de fuerzas irregulares realistas en el reclutamiento de negros esclavos y pardos libres en contra de la Segunda República Venezolana es otro ejemplo bien conocido de apoyo popular a los enemigos de la independencia, aun cuando no tan familiar quizás como el ejemplo del apoyo masivo ofrecido a Miguel Hidalgo por los sectores populares en México central. Pero en fin, tal como se desprende de estos dos casos opuestos, no hay una sola fórmula que pueda relacionar el origen social con el alineamiento a favor de patriotas o realistas en la América española en su conjunto. Después de todo, en Cuba aun los hacendados agroexportadores y comerciantes afines eran sólidamente realistas.

Algunos historiadores han sostenido que la alianza inevitable de revolucionarios burgueses o quizás protoburgeses con sectores del clero y con terratenientes más tradicionales condenó el movimiento de independencia de la América española a ser una "revolución incompleta", revolución que logró una mayor apertura al comercio mundial pero dejó de eliminar los privilegios corporativos enquistados y otros rasgos del régimen colonial que eran obstáculos al desarrollo capitalista liberal[25]. Mejor dicho, se dio un comienzo de eliminación de semejantes obstáculos incluso cuando los logros principales se demorarían hasta las revoluciones liberales de mediados del siglo. Entre las medidas adoptadas durante la guerra o inmediatamente después figuraron reformas tales como la abolición de los mayorazgos, en casi todas partes; también en casi todas partes los primeros pasos hacia la abolición de la esclavitud; la adopción general de condiciones económicas, en lugar de las anteriores étnicas o estamentales, en lo que se refiere al acceso a la participación política y a las profesiones de mayor prestigio; y una miscelánea de decretos para la conversión de las tierras comunales de indígenas en propiedad privada.

Estos últimos decretos, en verdad, quedarían letra muerta en la mayoría de los casos por varios decenios, y tampoco fue un cambio muy significativo para un pardo tener ahora el derecho de asistir a la universidad si él ni siquiera sabía leer. En cuanto a la esclavitud, la norma latinoamericana se parece notablemente a la de los Estados Unidos: donde la institución era insignificante, como en Chile, se abolió sin más ni más; donde tenía una importancia moderada o sólo en algunas provincias, como en la Gran Colombia, se optó por el sistema gradualista del vientre libre; donde tenía una importancia básica en la economía, como en la Cuba todavía española, no se hizo nada. Tampoco se hizo nada en el Brasil imperial, donde la existencia de la esclavitud a gran escala confería a la sociedad un sesgo más conservador que en casi cualquiera de las nuevas repúblicas, pero donde algunas otras innovaciones, como la tolerancia religiosa, se aceptaron casi sin problema.

En el caso de la esclavitud, en la América española independiente, los decretos de manumisión probablemente hicieron menos por acelerar la decadencia de la institución que por los efectos de la lucha militar, que conllevó el reclutamiento de esclavos para servir en uno u otro bando —después de lo cual nunca podrían devolverse a la condición anterior—, sin decir nada de las múltiples oportunidades que les proporcionó la confusión de la guerra para escaparse. De modo algo similar, el servicio militar fue un mecanismo de movilidad social ascendente para muchos hombres libres de origen social humilde o mediano; mientras que los préstamos forzosos y confiscaciones de bienes significaron una movilidad descendente para otros, en particular para los realistas perdedores. El exilio voluntario o involuntario de muchos de los derrotados creaba naturalmente una apertura de la que se aprovecharon tanto hispanoamericanos emprendedores como extranjeros recién llegados. Todas estas instancias de movilidad social ascendente o descendente (o hacia o desde afuera) no significaron necesariamente un cambio profundo de la estructura social, ya que los movimientos en un sentido determinado tendían a equilibrarse con movimientos inversos. Sin embargo, así no ocurrió del todo, porque la sociedad que emergió de la lucha resultaba un poco más abierta que la colonial, y no sólo por la adopción de unas cuantas reformas como la eliminación de los mayorazgos o por las repercusiones sociales de la lucha misma.

Entre otros varios factores, las formas de gobierno representativas y constitucionales que se adoptaron —más novedosas en América Latina que en Angloamérica— ensancharon por sí mismas las oportunidades de empleo de sectores sociales intermedios. La élite burocrática de la colonia tardía no era capaz de ocupar todos los puestos establecidos, y el resultado fue que unos ambiciosos advenedizos de regiones antes marginadas o de sectores sociales también marginales pudieron acceder a una parte del poder político formal[26]. Y en fin, hay que tener en cuenta la ampliación de la participación popular mediante elecciones más o menos regulares. En casi todas partes, el sufragio era bastante más restringido que en los Estados Unidos, pero las elecciones probablemente tuvieron mayor significación en el proceso político global de lo que convencionalmente se ha imaginado, contribuyendo así a una temprana politización de mucha parte de la población. A este respecto no debe pasarse por alto la experiencia de regiones en que tuvo vigencia brevemente la Constitución Española (Quito, Perú, Nueva España), donde se dieron también elecciones y votaron muchos indígenas aun cuando a los pardos se les negaba la ciudadanía[27].

Algo menos novedoso era el control que en última instancia seguía ejerciendo en las nuevas repúblicas (o en la nueva monarquía del Brasil) una clase alta relativamente pequeña, cuyos intereses se vinculaban generalmente a la agricultura de exportación o, según la región, a latifundios de tipo tradicional. Esta clase alta no era exactamente la misma que antes, pero como consecuencia del hecho político de la independencia había tomado en sus propias manos ciertas funciones decisorias y administrativas antes pertenecientes a una monarquía distante y sus agentes en América. Semejante logro sin duda importaba más que la simple necesidad de compartir el poder republicano con unos cuantos conciudadanos. Así y todo, en una perspectiva comparativa es posible sostener que la dirección del cambio social en la América española —y en la América portuguesa, aun cuando el Brasil no ha recibido en este ensayo la atención que merece— fue comparable a la de Angloamérica, y quizás inclusive que el grado de innovación fuera un poco mayor. La principal diferencia consistía en los puntos de partida, porque tanto social como políticamente las colonias inglesas ya se habían acercado mucho más que las ibéricas a las metas del liberalismo burgués. Para aquellas, la guerra de independencia en último análisis les trajo algo más de lo que ya tenían; para América Latina, trajo algo diferente, aunque todavía mezclado con otras cosas acostumbradas.


Comentarios

[*]Este artículo tiene su origen en la ponencia dictada en un simposio de la Universidad de Londres, cuyas actas después se publicaron en el tomo Independence and Revolution in Spanish America: Perspectives and Problems, comps. Anthony McFarlane y Eduardo Posada Carbó (Londres: Institute of Latin American Sudies, 1999). Debido a que esta versión tiene modificaciones menores se solicitó la aprobación para su republicación al Institute of Latin American Studies (has) y de acuerdo a su nueva razón social al Institute for the Study of the Americas (isa), cuya directora actual es la profesora Maxine Molyneaux.

[1]Una compilación de textos pertinentes es el tomo de Lewis Hanke, Do the Americas Have a Common History? A Critique of the Bolton Theory (New York: Knopf, 1964).

[2]Sobre el caso específico de la Nueva Granada, véase la obra de Rafael Gómez Hoyos, La revolución granadina de 1810. Ideario de una generación y de una época, 1781-1821, 2 vols. (Bogotá: Editorial Temis, 1962).

[3]Hay un listado de autoridades citadas en David Bushnell, "El 'modelo' angloamericano en la prensa de la emancipación: una aproximación cuantitativa de su impacto", apéndice a la obra de Javier Ocampo López, La independencia de los Estados Unidos de América y su proyección en Hispanoamérica: un estudio de la independencia de Colombia a través de la folletería (Caracas: Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Comité de Orígenes de la Emancipación, 1979).

[4]En el volumen que acaba de citarse, véanse no sólo el apéndice, sino también el texto de Javier Ocampo.

[5]Tal como se desprende del mismo título, ejemplifica este enfoque la importante compilación dirigida por María Teresa Calderón y Clément Thibaud, Las revoluciones en el mundo atlántico (Bogotá: Taurus, 2006).

[6]Véase, por vía de ejemplo, el ensayo de Manfred Kossok, "La imagen de Robespierre en Latinoamérica (17891825)", en La revolución en la historia de América Latina: estudios comparativos (La Habana: Editorial de Ciencias Sociales, 1989), 209-218.

[7]Se destaca la importancia del ciclo ibérico en otro volumen colaborativo, dirigido por Jaime E. Rodríguez (él mismo uno de sus abanderados eminentes), Revolución, independencia y las nuevas naciones de América (Madrid: Fundación MAPFRE, 2005).

[8]John Lynch, Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826 (Barcelona: Ariel, 1976), 15, en cuya nota de pie de página le atribuye autoría del concepto a David Brading.

[9]Tanto la intervención británica como otras intervenciones en el conflicto son el tema de David Patrick Geggus, Slavery, War and Revolution: The British Occupation of Saint Domingue (1793-1798) (Londres: Oxford, 1982).

[10]Sobre el caso argentino en particular, con mención de paralelos con medidas de los liberales epañoles, véase el primer capítulo de mi obra Reform and Reaction in the Platine Provinces (1810-1852) (Gainesville: University of Florida Press, 1980).

[11]Fue "aclamada [...] con entusiasmo" por los criollos de la ciudad de México, según Timothy Anna (The Fall of the Royal Government in Mexico City [Lincoln, Nebraska: University of Nebraska Press, 1978], 108).

[12]Antonio Cussen, Bello and Bolívar: Poetry and Politics in the Spanish American Revolution (Cambridge: Cambridge University Press, 1992).

[13]Keith Mason, "The American Loyalist Diaspora and the Reconfiguration of the British Atlantic World," en Empire and Nation: The American Revolution in the Atlantic World, comps. Eliga H. Gould y Peter S. Onuf (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 2005), 240.

[14]Neill Macaulay, Dom Pedro: The Struggle for Liberty in Brazil and Portugal, 1798-1834 (Durham: University of North Carolina Press, 1986), 181-185.

[15]Sobre la actitud de los indígenas, véase Barbara Graymont, The Iroquois in the American Revolution (Syracuse: Syracuse University Press, 1972) y James H. O'Donnell, Southern Indians in the American Revolution (KnoXVIlle: University of Tennessee Press, 1973).

[16]Robert Middlekauf The Glorious Cause: The American Revolution 17631789 (Nueva York: Oxford University Press, 1982), 549-555, ofrece una visión global de los realistas, quienes en su estimación constituían la quinta parte más o menos de la población colonial total.

[17]Robert Middlekauf, The Glorious Cause, 556-557.

[18]Francisco de Miranda, The Diary of Francisco de Miranda: Tour of the United States, 1783-1784 (Nueva York: Hispanic Society of America, 1928), por ejemplo, 82-83.

[19]Tulio Halperín Donghi, "Argentina: Liberalism in a Country Born Liberal", en Guiding the Invisible Hand: Economic Liberalism and the State in Latin America, comps. Joseph L. Love y Nils Jacobsen (Nueva York: Praeger, 1988), 99-116.

[20]Un sugestivo análisis de esta cuestión es el ensayo de Allan Kulikoff, "Was the American Revolution a Bourgeois Revolution?", en The Transforming Hand of Revolution: Reconsidering the American Revolution as a Social Movement, comps. Roland Hoffman y Peter J. Albert (Charlottesville: University Press of Virginia, 1996), 58-89.

[21]Gordon Wood, The Radicalism of the American Revolution (Nueva York: Knopf, 1992).

[22]Clinton Williamson, American Suffrage: From Property to Democracy, 1760-1860 (Princeton, Princeton University Press, I960), capítulos 6 y 7.

[23]William M. Wiecek, The Politics of Antislavery Constitutionalism in America, 1760-1848 (Ithaca: Cornell University Press, 1977).

[24]Steinar A. Saether, "Independence and the redefinition of Indianness around Santa Marta, Colombia, 17501850," Journal of Latin American Studies 37:1 (febrero 2005), 55-80.

[25]Véase, por ejemplo, Manfred Kossok, La revolución en la historia, 139-140 y pássim.

[26]Sobre el caso específico de la Nueva Granada, véase Víctor Manuel Uríbe Urán, Vidas honorables: abogados, familia y política en Colombia, 1780-1850 (Medellín: eapit, y Bogotá: Banco de la República, 2008).

[27]Para el caso de Quito, ver el artículo de Jaime Rodríguez, "La antigua provincia de Guayaquil durante la época de la independencia (1809-1820)", Procesos 14 (1999), 18-26.

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