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Historia Crítica

Print version ISSN 0121-1617

hist.crit.  no.41 Bogotá May/aug. 2010

 

EL PRIMER LIBERALISMO MEXICANO Y LA ENCRUCIJADA DE LA REPRESENTACIÓN.
REFLEJAR LA NACIÓN, GOBERNAR EL PAÍS (MÉXICO, 1821-1835)[*]

Mirian Galante
Licenciada en Historia Moderna y Contemporánea y Doctora en Historia de la Universidad Autónoma de Madrid, España. Trabaja en el en el Instituto de Historia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC, Madrid, España. Sus intereses investigativos son la historia política mexicana de la primera mitad del siglo XIX tanto desde una perspectiva historiográfica, como desde una específicamente histórica. En la actualidad está trabajando sobre el papel de la justicia en el proceso de institucionalización del Estado a principios de la vida independiente del país mexicano. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: El temor a las multitudes. La formación del pensamiento conservador en México. De la independencia a las Siete Leyes (México: CEPHCIS de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM), 2010; "La prevención frente al despotismo. El primer liberalismo en Nueva España y México, 1808-1835", Mexican Studies/Estudios Mexicanos 24: 2 (2008); 421-453; "Debates en torno al liberalismo: representación e instituciones en el congreso constituyente mexicano, 1824", Revista de Indias LXVIII: 242 (2008): 123-152. mirian.galante@cchs.csic.es


RESUMEN

Este artículo analiza la existencia de distintas concepciones sobre la representación política en el momento fundacional del México independiente. Para ello se entiende el liberalismo como un lenguaje político múltiple y heterogéneo, construido sobre la retórica de la prevención frente al despotismo. Así, se explica la representación política de una manera más amplia que permite introducir nuevos elementos y variables para su estudio. Finalmente, concluye con unas reflexiones que proponen una nueva lectura sobre el problema de la gobernabilidad en México después de la independencia.

PALABRAS CLAVE
Liberalismo, participación política, gobernabilidad, sistemas políticos, México.


MEXICO'S FIRST LIBERALISM AND THE CROSSROADS OF REPRESENTATION:
REFLECTING THE NATION AND GOVERNING THE COUNTRY (1821-1835)

ABSTRACT

This article analyzes the different conceptions of political representation at the foundational moment of independent Mexico. It understands liberalism as a heterogeneous and multifaceted political language that was constructed through the rhetoric of preventing despotism. Conceiving political representation in broad terms allows new elements and variables to be introduced in order to study it. The article concludes with a number of reflections that point towards a new reading of the problem of governability in Mexico after Independence.

KEY WORDS
Liberalism, political participation, governability, political systems, Mexico.

Artículo recibido: 17 de enero de 2010; aprobado: 17 de marzo de 2010; modificado: 15 de abril de 2010.


El Acta de Independencia del Imperio mexicano —aprobado por la Soberana Junta Provisional Gubernativa[1] el mismo día de su instalación— expresaba la idea de que la nación mexicana había permanecido sometida por trescientos años a la dominación española, periodo durante el cual había estado sin voluntad propia ni libre uso de su voz. Ahora que era independiente podía ejercer aquellos derechos que eran reconocidos por todas las naciones cultas como inenajenables y sagrados y otorgados por el autor de la naturaleza. Se proclamaba como una nación soberana e independiente de la antigua España, declarando su liberación del "opresivo y ominoso dominio español" y reivindicando su "libertad de constituirse del modo que más convenga a su felicidad, y con representantes que puedan manifestar su voluntad y designios"[2]. Unos meses después, el 24 de febrero de 1822, Agustín Iturbide, al inaugurar el Congreso Constituyente[3], retomó la idea de que la independencia tenía una doble cara: la liberación de la sujeción a una fuerza foránea y el fin de un sistema de gobierno tiránico.

El presidente de la regencia identificaba el servilismo con el sistema de dominación extranjera e insistía en que para consolidar la independencia y la libertad civil de la nación había que pensar en un "proyecto nacional", esto es, en constituir la nación y hacerlo sobre "la libertad y en definitiva los principios liberales", de los que no había que asustarse porque no implicaban una "tumultuosa democracia"[4]. Se expresaban en esta secuencia algunos de los tópicos sobre los que se definirán las distintas propuestas políticas para la fundación política del nuevo país. Por un lado, la distinción entre independencia y libertad civil vinculaba a esta última con la necesidad de construir un orden político propio, sobre principios que garantizaran la prevención frente a un posible abuso de poder; por otro, la consideración de que estos nuevos principios debían ser los liberales y la continua insistencia en que éstos no debían confundirse con la democracia remitían al establecimiento de un sistema de gobierno representativo.

Aunque el liberalismo mexicano cuenta con una larga y sólida tradición historio-gráfica[5], en los últimos años la confluencia del paradigma cultural y de la nueva historia política ha modificado las perspectivas de análisis y las temáticas de estudio relacionadas con este lenguaje político[6]. Si el primero ha puesto sobre la mesa la existencia de una tradición cultural y política compartida en todo el territorio integrado por trescientos años por la monarquía hispánica, el segundo ha llamado la atención sobre la intervención de la sociedad civil en el Estado. En este contexto, se ha desarrollado el concepto de 'revolución hispánica'. Éste alude a un heterogéneo conjunto de sucesos como el movimiento juntista, las guerras de independencia frente a Napoleón, el proceso gaditano o las emancipaciones americanas, que se desataron como consecuencia de la crisis de legitimidad monárquica abierta tras las abdicaciones de Bayona en 1808 y que conllevaron en definitiva la consolidación en todo este amplio territorio del principio de soberanía popular y de gobiernos representativos como los únicos basamentos sobre los que construir un orden político legítimo. Esta revolución, que ha sido calificada de liberal, fue especialmente relevante en Nueva España, en donde supuso una importante apertura de los espacios políticos que permitió la entrada en juego de actores, conceptos y prácticas políticas que paulatinamente fueron socavando el antiguo orden[7].

El proceso de traslación de la soberanía del rey al nuevo sujeto político (el pueblo o la nación), el establecimiento de las instituciones y mecanismos de representación que expresaran dicha soberanía y las tentativas de creación de una constitución que diera solidez normativa al nuevo Estado han constituido algunos de los ejes centrales de la historiografía mexicanista más reciente sobre los primeros años de la construcción del Estado liberal mexicano. Tanto desde una perspectiva teórica como desde una especial atención a las prácticas sociales, el abanico temático de las investigaciones ha ido desde la recomposición del arraigo de dicha revolución liberal en la propia tradición cultural y política de la monarquía hispana hasta el estudio más detallado de los procesos electorales, el análisis de las nuevas sociabilidades o de los procesos de creación de una esfera pública de opinión política, entre otros. En concreto, la centralidad que en el contexto político independiente ocupó la representación[8] y el interés actual por la construcción de la ciudadanía han motivado que parte importante de estos estudios se haya dedicado a analizar los procesos implicados en la definición y puesta en práctica de mecanismos de participación política, desde una perspectiva muy heterogénea: la formalización de los derechos políticos en los textos constitucionales, la repercusión social y política de la ampliación o reducción del número de mexicanos con derecho a votar o a ser elegido, los procedimientos electorales o la configuración territorial de los distritos electorales, y otras vías de concienciación ciudadana más heterodoxas, como la violencia política o la participación en la milicia cívica, entre otros[9].

Este texto se inscribe en este interés por comprender mejor cómo se entendían los sistemas representativos a principios de la vida independiente del país. Además, busca recomponer su estrecha relación con una definición múltiple del liberalismo, entendido éste como el nuevo lenguaje político sobre el que se debe fundar el nuevo Estado independiente. El estudio parte de la asunción de que la conformación del primer liberalismo mexicano estuvo fuertemente influida por el proceso de consolidación del principio de soberanía popular y de las prácticas de representación que se reprodujeron tras la crisis monárquica de 1808. Igualmente se plantea que los políticos, al menos los de la década de los veinte y los treinta, identificaron los sistemas liberales de gobierno y los sistemas representativos, pero nunca los confundieron con la democracia, a la que rechazaban taxativa-mente[10]. Propone también una lectura del liberalismo como un lenguaje político múltiple que se construyó principalmente sobre la retórica de la prevención frente al despotismo que, en algunos casos, se asociaba la concentración del poder —sin sometimiento a ley— en una persona y en otros con la misma concentración del poder en la mayoría de la población; a su vez, realiza una lectura de la participación política que no implica exclusivamente a la definición de los sujetos políticos, como viene siendo habitual en la literatura sobre el tema, sino que también tiene en cuenta a la propia arquitectura constitucional del país, a la definición de los poderes políticos y a la relación entre ellos. A partir de aquí ensaya una interpretación acerca de la cuestión de la gobernabilidad en la primera década de vida independiente, que tratará de matizar y complejizar los términos en los que ésta se ha venido presentando historiográficamente.

Con el fin de desarrollar estos planteamientos, esta exposición reconstruirá, en primer lugar, algunos de los asuntos que se discutieron en el proceso constituyente mexicano de 1824 y, en segundo lugar, las críticas a la tendencia "ampliadora" del cuerpo político que había comenzado con el proceso emancipador, se había formalizado en el proceso gaditano y había cristalizado con la aprobación de la Carta Magna de 1824. La revuelta del Parián, ocurrida en 1828, podría considerarse como el detonante a partir del cual se expresaron con más claridad y contundencia estas objeciones, produciendo la traslación progresiva del dominio de una noción de representación hacia otra[11].


1.
La ampliación del cuerpo político y los intentos de reducción institucional

Las abdicaciones de Bayona en 1808 produjeron una crisis de legitimidad de la monarquía que planteó la necesidad de reorganizar el pacto político, la relación entre rey y reino. El desconocimiento de una autoridad suprema y la desaparición del núcleo de los vínculos políticos afectaron respectivamente a la formación de un sistema político nuevo y a la disgregación de la monarquía: la desaparición del rey en la estructura de poderes dio lugar a una retroversión de la soberanía a los pueblos, movilizando a las instituciones que se consideraron representantes de la misma. Al mismo tiempo se desarrollaron iniciativas que trataron de reconstruir el orden político y mantener al mismo tiempo la unidad del territorio, para lo que invocaban a la lealtad a Fernando VII y al rechazo a la invasión francesa[12]. Aunque la mayoría de ellas apelaron a la recuperación de la soberanía por parte de los pueblos, sujetos originarios de la misma, no todas produjeron similares respuestas políticas. En este contexto se desenvolvieron el movimiento juntista, la convocatoria a elecciones para la Junta Central, primero, y para las Cortes, después, y el proceso gaditano. Este último asentó el campo en el que se definió, construyó y puso a prueba un liberalismo "a la hispana", que aún no dejando satisfechos a los americanos y les dotó de un bagaje teórico y práctico que posteriormente se reflejaría en la construcción constitucional de sus países respectivos[13].

En Nueva España, la activación retórica del principio de soberanía popular y el desarrollo de los procesos de representación de la misma supondrían un punto de inflexión significativo en el desarrollo de su comprensión de la política[14]. Especialmente a lo largo de las discusiones gaditanas, la participación americana estuvo orientada primordialmente a impedir la centralización del poder político, a garantizar el sometimiento de su ejercicio a la ley y a fomentar la dispersión de su puesta en práctica para evitar que recayera exclusivamente en manos de los peninsulares. La experiencia gaditana permitió a los representantes novohispanos tomar conciencia de que la estrategia para defender sus intereses no debía reducirse a la reivindicación del incremento del número de sujetos con derechos, sino que también debía implicar la ampliación y dispersión institucional que les permitiera una mayor participación (y fiscalización) en la toma de decisiones que afectaban a la Monarquía[15]. La insuficiencia del liberalismo peninsular ante las demandas americanas reorientó las reivindicaciones autonomistas hacia posturas independentistas, al tiempo que reforzó el consenso sobre la necesidad de que México se constituyera sobre los principios liberales. Asimismo, a lo largo del proceso insurgente se había ido consolidando igualmente el principio de soberanía del pueblo y la legitimidad de la "representación nacional" como el órgano encargado de ejercer dicha soberanía. La constitución de Apatzingán formalizaba estos principios y fijaba el procedimiento mediante el cual debía constituirse y ejercer su autoridad dicha representación; a pesar de que posiblemente la propia situación bélica limitó un tanto el desarrollo práctico de estos postulados, contribuyó a su enraizamiento en el imaginario colectivo[16].

Como ya se ha apuntado anteriormente, la independencia se fundó discursivamente sobre la dualidad de la emancipación de la dominación "extranjera" —española— y de la liberación frente al gobierno tiránico. La retórica de la protección frente a un des-potismo[17] que impusiera un poder supremo, "sin sometimiento a leyes ni a frenos" y capaz de atentar libre e impunemente contra los derechos individuales, fortaleció la idealización de los sistemas liberales como los únicos que se sustentaban sobre los fundamentos legítimos del poder político, a saber: "la soberanía del pueblo, la división de poderes, las atribuciones propias de cada uno de ellos, la libertad de prensa, las obligaciones mutuas entre el pueblo y el gobierno, los derechos del hombre libre y los medios de defensa que se deben proporcionar al delincuente". Esta forma de gobierno permitía fijar "con bastante precisión y puntualidad los límites de cada una de las autoridades establecidas", combinando en un equilibrio perfecto "la libertad del ciudadano y el supremo poder de la sociedad"[18]. Se definía como un sistema "moderno" y opuesto al servilismo precedente. En los debates públicos a menudo se identificaron los gobiernos liberales con los representativos[19], aunque no todos los actores políticos dotaron a unos y a otros del mismo contenido institucional y referencial. Entre ambos extremos —el temor a la concentración unipersonal y absoluta del poder político y el recelo a que la activación política de la sociedad producida tras la crisis de 1808 derivara hacia una democracia, que se asociaba directamente con la asamblea totalitaria roussoniana— se construyeron los discursos liberales del momento, así como las propuestas sobre el tipo de arquitectura política más conveniente para el país. Aunque el principio de soberanía del pueblo a estas alturas resultaba indiscutible, la dificultad estribaba ahora en cómo representarla y hacerla efectiva.

Desde el comienzo de la andadura independiente se hizo presente en el debate político el reto que supondría llegar a un acuerdo acerca de la naturaleza de las instancias que debían reflejar la voluntad del soberano y de su capacidad para convertir dicha voluntad en actos de poder. Mientras los diputados insistían en 1822 en que la nación les había designado como depositarios de su potestad plena, lo que les confería el protagonismo en el entramado de poderes[20], los iturbidistas consideraban que esta delegación no había sido igual para todos, ya que la soberana voluntad del pueblo había querido expresar una gratitud especial a Iturbide por sus servicios a la patria. A su "aclamación" como representante supremo de la nación, se le unían argumentos de tipo instrumental que reforzaban la necesidad de una monarquía: en la fidelidad al emperador se disolverían los intereses partidistas; además, su condición permanente (garantizada además por el principio sucesorio) y no sujeta a los vaivenes electorales evitaría las confrontaciones entre facciones y las situaciones de vulnerabilidad política en los cambios de poder[21]. Por ello, insistieron en la conveniencia de establecer un sistema de gobierno representativo o mIXto[22] en el que se combinaran dos o más tipos de los tipos de gobierno existentes (monárquico, aristocrático o republicano-oligárquico, democrático o popular). Este sistema implicaba una comprensión del ejercicio del poder que afectaba a su expresión institucional y muy especialmente a la separación y control entre los poderes. Asignaba cada uno de los poderes a instancias fundadas en legitimaciones diversas: el ejecutivo se legitimaba en un principio dinástico-hereditario, puesto que recaía en el monarca, y el legislativo en el principio electivo, al reconocer al Congreso como su titular[23].

A diferencia de los gobiernos moderados, los mIXtos no establecían la fiscalización del ejercicio del poder por medio de una regulación constitucional que fijara los límites y contrapesos de un poder frente a otro, sino más bien mediante el reparto de cotas del mismo entre los distintos sectores sociales, cada uno de los cuales contrarrestaría la actuación de los demás[24]. Esta ausencia de claridad normativa generó disputas permanentes entre el ejecutivo y el legislativo, pues cada institución se consideraba la representante de la soberanía nacional y, por tanto, con preeminencia sobre la otra. La tensión se convirtió en lucha abierta cuando Iturbide arrestó a algunos miembros del Congreso, lo disolvió y nombró una Junta Nacional Instituyente que lo sustituyera. En defensa del Congreso, Santa Anna lideró el levantamiento de Veracruz y promulgó el Acta de Casa Mata el 2 de febrero de 1823, que proponía el fomento del autonomismo regional y una amplia libertad para las diputaciones provinciales. El apoyo incondicional de las dieciocho nuevas diputaciones, que veían en este plan un futuro reconocimiento de sus atribuciones, plantearía tras su triunfo el problema de la adecuación territorial de la soberanía y su representación: Congreso y diputaciones se creyeron representantes exclusivos de la potestad suprema y se atribuyeron respectivamente la dirección política del momento. El problema del reparto institucional (principalmente entre ejecutivo y legislativo) de competencias y la definición de una lógica en la jerarquía de sus atribuciones se complejizaba a partir de aquí con la variable territorial. El Acta Constitutiva de la Federación mexicana trató precisamente de subsanar el peligro de desintegración del Estado en múltiples territorios[25]. Se trató de una carta fundamental porque fijó, aunque fuera de manera transitoria, los puntos básicos del pacto político que debían ser respetados por la comisión a la que se le encargaba la elaboración de la Constitución para el país. Precisamente este borrador comenzó a someterse a discusión en el Congreso el 1 de abril de 1824, dando lugar a algunas de las reflexiones públicas más relevantes sobre la manera de entender y hacer efectiva la representación política. Relevantes no por novedosas, sino por la trascendencia de las mismas en la construcción del país.

En la discusión sobre el preámbulo constitucional se expresaron claramente los límites entre el gobierno representativo y la democracia. Los constituyentes mexicanos coincidían en que el sistema representativo permitía mantener la ficción de que el poder procedía del pueblo y controlar a su vez el nivel y la manera de participación de éste en la toma de decisiones de la comunidad. Había, eso sí, diferencias de matiz importantes. Algunos diputados argumentaron que el ejercicio de la soberanía popular se limitaba a la elección de sus representantes, encargados de formar la voluntad general y legítimos ejecutores de la soberanía. En sus intervenciones insistían en que el pueblo no podía legislar por sí mismo, sino que debía hacerlo a través de aquellos que había elegido. Destacaban que el poder de éstos era incontestable, porque en ellos recaía no sólo el poder completo de cada uno de sus electores, sino la plena autonomía para ejercerlo sin responder a mandatos imperativos o dar cuenta de sus decisiones. Otros diputados subrayaban que no debía olvidarse que el pueblo era el que hacía la constitución, por lo que los representantes eran meros mandatarios que debían "reflejar" (y no formar libremente) la voluntad general. Aquel conservaba el ejercicio de la soberanía, que se actualizaría a través de mecanismos que le permitieran expresar su consentimiento sobre las resoluciones adoptadas por los diputados en el Congreso general. Las legislaturas de los estados, en tanto que legítimas representantes de la voluntad de los pueblos, serían las encargadas de llevar a cabo la fiscalización de sus decisiones[26].

Aunque todos los diputados asumían que el gobierno representativo implicaba también la conformación de un sistema que limitara la capacidad de acción del poder político, y que consolidara el principio de la separación de poderes como las mejores garantías frente al despotismo, no todos ellos compartían la visión sobre cuál debía ser el entramado de poderes que mejor expresara estos principios. En torno a cuestiones tan significativas como la formalización del principio de separación y control entre los poderes, la distribución de atribuciones entre las instancias estatales y federales o la definición de los sujetos con derechos políticos plenos, los diputados fueron expresando texturas distintas de un liberalismo heterogéneo aún en formación. En las discusiones constituyentes a menudo se entrecruzaron algunos de estos temas; por ejemplo, el espinoso debate sobre la delimitación de competencias entre el ejecutivo y el legislativo se entreveró con el del reparto de la soberanía entre las distintas instituciones territoriales, esto es, con la formalización de la relación entre el gobierno federal y el de los estados.

Prácticamente desde el inicio de las sesiones constitucionales se planteó el primero de estos asuntos: fundándose en una descripción de la situación nacional como caótica e insegura, una comisión nombrada a tal efecto sometió a discusión el dictamen en el que se establecía que la mejor solución ante esta emergencia era que el ejecutivo eligiera un director en quien se "concentrara el gobierno y darle las facultades necesarias para que pudiera obrar con libertad, energía y celeridad". En aras de la gobernabilidad e incluso, a su juicio, de la propia supervivencia del Estado, esta medida resultaba imprescindible: sólo un gobierno enérgico y eficaz podría frenar esa tendencia disolvente que estaba poniendo en peligro a la federación y que estaba derivando al país hacia el despotismo. Esta propuesta aunaba las ideas de que el ejecutivo debía ser mucho más fuerte que el legislativo, y aquella de que debía imponerse a las legislaturas de los estados, llegando en ocasiones a hacer insinuaciones centralistas que se presentaban como el mejor remedio a la disgregación de la nación y a la multiplicidad de rumbos que estaba tomando cada uno de los estados. El caos nacional podía generalizarse si se dejaba que el Congreso y las legislaturas fueran preeminentes frente al ejecutivo, ya que "la reunión de muchos hombres en congreso no les despoja a éstos de sus pasiones, preocupaciones y parcialidades"[27]. La refutación del dictamen vino de la mano de aquellos sectores que pensaban que la figura del director, tal y como quedaba definida, podía restablecer el despotismo al estilo de la monarquía precedente. Insistían en que esta medida no podía ser impuesta por el ejecutivo, puesto que la representación recaía de manera conjunta en el Congreso y las legislaturas estatales, por lo que ni el primero (el gobierno) tenía potestad para nombrar al director, ni el segundo (la representación nacional) podía imponerse a las terceras. La concentración del poder en una persona, aunque fuera de manera temporal y regulada legalmente, podía establecer un precedente peligroso. Proponían que, en caso de que la unidad y estabilidad nacional peligraran ciertamente, el mejor mecanismo de defensa era el de fortalecer las instancias y los procedimientos del ejercicio del poder tal y como estaban definidos, y no crear situaciones excepcionales que podían ser difícilmente controlables.

Los criterios de eficacia y energía se trataron asimismo de imponer frente al de la garantía en los procedimientos en el debate sobre la iniciativa de leyes contributivas. Esta discusión afectaba directamente al control entre las actuaciones de las distintas instituciones, ya que no sólo fijaba cuál era la instancia que tenía la prerrogativa de hacer esta propuesta fiscal tan relevante, sino también cuál era el procedimiento que había que seguir para su aprobación. El borrador otorgaba al Senado esta facultad, lo que a juicio de sus detractores suponía la simplificación de los espacios de control de una decisión vital para la garantía de la supervivencia económica del país: el Senado y el gobierno emanaban igualmente de las legislaturas de los estados, por lo que se podía producir fácilmente una connivencia entre ambos de tal manera que el ejecutivo indujera al Senado a hacer una propuesta que sólo sería revisada en una ocasión en el Congreso; por otro lado, si el Congreso era la única instancia con esta potestad, su propuesta estaría sometida a una mayor revisión al tener que ser ratificada por el Senado y por el ejecutivo respectivamente. Se reproducía aquí la competencia entre el Congreso y el gobierno, y entre el poder de la federación y el de los estados. Por último y apelando al buen gobierno se pretendió aprobar una ley restrictiva en el reparto de los derechos políticos pasivos, esto es, una ley que redujera considerablemente el número de mexicanos que pudieran ser elegidos como diputados. Frente a la extensión de los derechos políticos que se había producido desde Cádiz, ahora algunos sectores defendían, vinculando la aptitud política (virtud y formación) a la posesión de una propiedad, una selección más exclusiva de los ciudadanos con posibilidades de participar activamente en política como la mejor garantía para un buen gobierno. La oposición a esta medida se razonó deshaciendo esta identidad (propiedad=virtud) y defendiendo que este razonamiento suponía el descrédito de ciudadanos capaces de desempeñar la función política, por el mero hecho de no contar con un capital significativo[28].

Aunque para este momento no pudiera hablarse de grupos políticos sólidamente cohesionados en torno a una ideología concreta, podrían establecerse dos tendencias argumentativas: una, más preocupada por la defensa de las libertades y derechos (individuales y territoriales), que en las discusiones solía reforzar al Congreso frente al ejecutivo y a las legislaturas estatales frente al Congreso general. Otra, construida sobre argumentos de eficacia y pragmatismo, casi siempre defendió la primacía del ejecutivo, del Congreso general sobre las legislaturas de los estados y apuntaba, con mayor o menor intensidad, la necesidad de filtrar el reparto indiscriminado de los derechos políticos. La expansión de la conciencia de los derechos propulsada tras las abdicaciones de Bayona hacía difícil la aceptación de un discurso que promoviera la reducción legal de los mismos. Aunque la estrategia de los sectores más reacios a esta apertura radicó principalmente en la defensa de un mayor control y centralización institucional de las instancias de decisión política, lo que en definitiva suponía la simplificación de los posibles espacios de participación política, sin embargo, sus propuestas no lograron alcanzar el suficiente apoyo como para quedar reflejadas en el texto constitucional.


2.
La revuelta del Parián y la reorientación de la política

La inesperada victoria de Manuel Gómez Pedraza para la presidencia del gobierno en las elecciones de 1828 provocó una fuerte reacción de los partidarios de Vicente Guerrero, que acabaría desencadenando el saqueo multitudinario, el 29 de noviembre de 1828, del Parián, símbolo de la élite elegante y lujosa. Aunque como resultado del motín de la Acordada[29] el 1 de abril de 1829 el país volvía a tener nuevo presidente, Vicente Guerrero, no sería tan fácil olvidar los tumultos y revueltas vividos en la capital en estas fechas. En general estos acontecimientos provocaron un cierto viraje conservador de la política mexicana, especialmente entre aquellos sectores que vieron en estos sucesos un ejemplo de hasta dónde podía llevar la difusión de los presupuestos filosóficos difundidos por la revolución francesa. Estos políticos consideraron que los desmanes populares se habían producido por una excesiva politización de la sociedad, y muy especialmente por la extensión indiscriminada de los derechos políticos. Por ello propusieron medidas que trataran de restringir el cuerpo político tanto en lo que respecta a la definición de los sujetos con derechos como en lo referente a los procedimientos de toma de decisiones: establecieron el voto censitario y la limitación del acceso a la condición de diputado en el Distrito Federal y los Territorios; trataron de devaluar los derechos de los estados llegando en algunos casos a defender abiertamente el centralismo; reivindicaron el fortalecimiento del ejecutivo frente al legislativo, ya fuera de manera puramente "instrumental" o como objetivo político definido. En general apostaron por una política expeditiva más que deliberativa y, en fin, por el establecimiento de una forma de gobierno aristocrática, para lo que resultaba imprescindible desestimar el modelo gaditano.

A inicios de los años treinta se expresaron voces disconformes con la ampliación y extensión de los derechos políticos establecidas desde Cádiz. El político guanajuatense Lucas Alamán insistió en que esta tendencia aperturista había creado un caldo de cultivo en el que se había producido la revuelta del Parián, siendo sus principales ingredientes la distensión de la libertad de opinión política, la generalización de los derechos electorales y la accesibilidad a otros derechos cívicos, como la participación en la milicia o el derecho de petición[30]. En esta misma línea, José María Luis Mora dedicó especial atención al derecho de ciudadanía y culpó la prodigalidad con que se había concedido este derecho incluso hasta a "las clases más ínfimas de la sociedad" de hacer fracasar el establecimiento de un sistema representativo en el país[31].

En su "Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía en la República y hacerlo especialmente afecto a la propiedad", publicado el 14 de abril de 1830, Mora criticaba que la idea de igualdad que se había extendido entre la población era errónea y muy perjudicial para el país, puesto que implicaba la identificación de la igualdad natural con la igualdad política. Esta idea tan seductora había fascinado al pueblo, provocándole la alucinación

    "de que para serlo todo, bastaba el título de hombre, sin otras disposiciones que las precisas para pertenecer a la especie humana; de esto ha resultado que todos los miembros del cuerpo social [...] han aspirado a ocupar los puestos públicos, pretendiendo que se les hace un agravio por su falta de disposiciones y que éste no es más que pretexto para crear una aristocracia ofensiva de la igualdad"[32].

Por el contrario, él opinaba que sólo los que pueden "inspirar confianza" debían tener derechos políticos plenos y consideraba que éstos eran los propietarios. Aun no siendo ésta una idea exclusiva de los sectores más conservadores, sí lo era sin embargo su argumentación. Frente a la consideración de los liberales progresistas que insistían en que la importancia de la propiedad residía en que garantizaba la independencia en la toma de decisiones políticas de su titular, puesto que al no depender su subsistencia de terceros era totalmente libre para adoptar sus propias decisiones políticas y hacer frente a los tiranos, los conservadores combinaban una visión moralizante y utilitaria de la propiedad. Por un lado, defendían que ésta preservaba a su titular de cualquier tipo de corrupción, puesto que le otorgaba las virtudes necesarias para el buen desempeño de la política, entre las que destacaba la del sacrificio en favor de la patria, al ser ellos los únicos que podían sacrificar algo (su posesión) en beneficio del bien común[33]; por otro lado, el propietario al querer conservar y aumentar su capital[34] iba a preocuparse de asegurar el statu quo imperante que le reconocía su derecho sobre tal propiedad, al tiempo que iba a desarrollar acciones orientadas a agrandar su posesión, y que en definitiva favorecerían el desarrollo económico del país[35]. En este sentido, Alamán era muy explícito al afirmar que la nación debería ser una sociedad al estilo de las compañías comerciales, formada por todos los habitantes de México, pero en la que la capacidad de participación de sus integrantes debía ser proporcional a su contribución en el capital (pecuniario o virtuoso) de la misma[36].

Sobre el criterio de la propiedad, en el artículo ya citado Mora insistía en la necesidad de diferenciar la condición de elector de la de ciudadano, siendo ésta última el requisito imprescindible para poder disfrutar de la primera. Lo interesante de su propuesta era que asociaba esta distinción a una lógica de soberanías que en gran medida socavaba el orden federal existente desde 1824: siendo la ciudadanía definida por el gobierno federal y la de elector por cada estado, y siendo también obligatorio ser ciudadano para poder ser elector, se establecía la preeminencia del gobierno federal sobre los gobiernos estatales en un asunto que hasta entonces había sido prerrogativa exclusiva de éstos. De esta manera, al hilo de la discusión sobre la ciudadanía se planteaba de nuevo la relación entre los poderes estatales y el federal y más concretamente la prevalencia del último sobre los primeros.

Mora sabía que esta idea no podía justificarse en el marco del pacto político imperante en el país y por tanto optó por tratar de legitimarla a partir de argumentos extralegales de fuerte contenido historicista: la federación se había construido desde "el centro a la circunferencia", el gobierno federal era el que había dado "existencia política a los estados", ya que la nación mexicana, "única e indivisa", se había constituido federalmente porque había decidido organizarse políticamente mediante la "división en estados independientes hasta cierto punto". En definitiva, concluía que las entidades territoriales no eran unidades soberanas (atributo exclusivo de la nación), y por tanto sus instituciones no tenían validez representativa, sino que únicamente eran unidades administrativas, reflejo de un poder anterior y superior, el federal. Esta estrategia retórica justificaba que el derecho de los estados debía subordinarse al de la república, y no casualmente aparecía vinculada con la restricción de los derechos políticos[37].

La aprobación de la ley electoral de 12 de julio de 1830, emitida para "las elecciones de diputados y de ayuntamientos del Distrito y Territorios de la República"[38], reflejaba estas críticas, ya que matizaba la tendencia que habían seguido la mayoría de los estados tras la Constitución de 1824 al establecer en su artículo 34 la condición de que para poder tener voto activo en las elecciones primarias era necesario "subsistir de algún oficio o industria honesta"[39]. Aunque en principio este apunte pudiera no parecer relevante, lo cierto es que era la primera vez desde Cádiz que se "matizaba" la extensión del voto al no bastar con la condición de natural del lugar para poder disfrutar del mismo. Sobre esta garantía se fundaría posteriormente la defensa del sufragio directo. Si sólo pudiera participar en política la gente con "cualificación" demostrada, ya no había que temer que ésta pudiera actuar de modo irresponsable o perjudicial para el país, por lo que ya no resultaban necesarios los mecanismos correctores de la elección indirecta.

Unos días después de aprobarse esta ley, Mora avalaba esta reducción numérica del cuerpo político en un artículo aparecido el 4 de agosto de 1830 proporcionando cifras significativas, y vinculándola estrechamente con la demanda del establecimiento de elecciones directas: si en la actualidad se elegía un diputado por cada 80.000 almas, de las que únicamente podían votar alrededor de unas 10.000, con las elecciones directas éstas deberían reducirse a tan sólo 200 ó 300 personas, "a lo más"[40]. Esta fuerte disminución de las personas políticas consolidaría la creación de un reducido cuerpo separado y superior de la sociedad, que sería el encargado de ejecutar de manera exclusiva la soberanía del pueblo[41]. Se trataría de una aristocracia, cuya legitimidad no se fundaría sobre privilegios heredados o de familia, sino en la demostración de su especial valía para la tarea pública, lo que permitía, al menos teóricamente, la incorporación de nuevos actores sociales "hechos a sí mismos". Sobre este grupo social se asentaría un sistema de gobierno aristocrático, el del gobierno de los mejores, opuesto al democrático y al monárquico que, respetando el principio de tripartición del ejercicio del poder político, otorgaba centralidad al ejecutivo frente al Congreso.

Los aristócratas, sujetos cuya "virtud", preparación y condición social garantizaban que no iban a cometer abusos, serían los encargados de ejercer una autoridad fuerte que aunara y fuera capaz de imponerse a las voluntades particulares (individuales o territoriales), para lo que sería necesario consolidar un ejecutivo fuerte que avalara la vida ordenada en sociedad y, en definitiva, la gobernabilidad y estabilidad del país[42]. Porque, como insistía Lucas Alamán, cuando el poder "ejecutivo carece de aquella fuerza que debe gravitar sobre los particulares, e imprimir en todas sus providencias el carácter de inmovilidad y permanencia", desaparece la seguridad y con ella los atractivos de la vida en sociedad[43].

El guanajuatense era acérrimo defensor de una arquitectura constitucional que formalizara un ejecutivo fuerte, ya que a su juicio la primacía del legislativo resultaba ineficaz y poco pragmática, debido a la lentitud en la toma de decisiones, si éstas debían ser sometidas a la deliberación de muchos, y a que precisamente la diversidad de opiniones expresadas en él podía debilitar la adhesión unilateral a las resoluciones del gobierno[44]. Por último, los "muchos" podían adoptar posiciones respondiendo únicamente a intereses particulares o haber sido manipulados o, peor aún, corrompidos. Mejor entonces que fueran pocos, eso sí, "los mejores", los implicados en la toma de decisiones[45].

Reflexiones finales: repensando la gobernabilidad

Los estudios elaborados en los últimos años gracias al auge de la historia política y la historia cultural han abierto, o reabierto en algunos casos, perspectivas poco transitadas en la historia del liberalismo político en Hispanoamérica. Quizá una de las aportaciones más relevantes en este camino tiene que ver con el cuestionamiento de la identidad entre liberalismo y democracia que cierta historiografía reciente, especialmente la de tradición anglosajona, había establecido. Gracias a las investigaciones desarrolladas en el área latinoamericana, se ha puesto de relieve la trascendencia del principio de representación como la clave en torno a la cual poder comprender mejor el proceso de formación y transformación del liberalismo.

Este trabajo ha pretendido contribuir a esa recuperación de la variedad de liberalismos que se expresaron en México desde la crisis monárquica de 1808, destacando la versatilidad que la definición teórica y la aplicación práctica del principio de representación alcanzó en cada uno de ellos. Y esto lo ha hecho, mostrando, por un lado, cómo a principios de la vida independiente el liberalismo se fue construyendo sobre la idea de establecer un sistema político que garantizara las libertades y derechos, protegiéndolos frente a un uso despótico del poder político. Podría decirse que la diversidad de texturas de este lenguaje político se expresó principalmente en torno a la identificación de cuál era la amenaza de tiranía para el país: si la retórica independentista la había asociado a la concentración absoluta del poder en una persona, la experiencia independentista y concretamente la ampliación del cuerpo político que durante ella se produjo la había concebido prioritariamente como la tiranía de la multitud. Esta doble cara del despotismo generó dos fantasmas (el exceso de autoridad unipersonal y las mayorías numéricas, respectivamente) ante los que se propusieron combinaciones específicas, que tendían bien hacia la necesidad de dejar que una multiplicidad de voces en equilibrio reflejara lo que la nación quería, o bien hacia que una autoridad elegida a partir de dicha voluntad tuviera capacidad para dirigir a la nación.

Por otro lado, a lo largo de esta exposición se ha desarrollado la idea de que los mecanismos de representación no sólo afectaban a los procesos de selección de los representantes, sino también a la construcción del engranaje institucional y procedimental a partir del cual se debían adoptar las principales directrices para el país. Esta visión abre una perspectiva de trabajo que permite incorporar al estudio de los procesos de participación política nuevas variables que pueden ofrecer matices sobre los sujetos implicados en el gobierno del país y la manera en la que éste es ejercido.

La definición del número de actores que dan cuerpo a cada uno de los poderes establecidos, la atribución de competencias a cada uno de estos poderes (por ejemplo, el fortalecimiento de instituciones más decisivas que deliberativas, como por ejemplo, del ejecutivo frente al legislativo) o la capacidad de fiscalización y control entre los poderes son sólo algunas de ellas. En este mismo sentido, tal y como se ha desarrollado en este texto, puede apreciarse una dualidad en torno a la dimensión que debía adquirir la representación en el engranaje de poderes del Estado: una tendencia hacia el fortalecimiento y ampliación del "cuerpo político", entendido éste en sentido amplio, no sólo por lo que se refiere a un ensanchamiento de los sujetos políticos y sus derechos, sino también en lo que respecta a la definición de los poderes y de su arquitectura constitucional y a los mecanismos establecidos para la toma de decisiones, que sería la imperante en la primera década de construcción del país; una segunda tendencia, orientada a la reducción del cuerpo político, tendría dos expresiones diversas a lo largo del período analizado. En un primer momento apostaría por el debilitamiento institucional de las instancias de deliberación, fortaleciendo con ello a los órganos decisorios compuestos por un número de personas reducido; por la atribución de mayores competencias y responsabilidades a las autoridades federales que a las estatales; y por la simplificación de los mecanismos y procedimientos que permitieran una mayor fiscalización del ejercicio del poder político. Tras la revuelta del Parián, junto con el refuerzo de estas medidas, propondría igualmente la limitación de los derechos políticos.

A partir de estos presupuestos, se podría replantear la cuestión de la gobernabilidad en el momento de construcción del Estado mexicano desde una perspectiva diferente. Hasta la fecha, lo más común ha sido pensar que la excesiva politización de la "sociedad" luego de la crisis de 1808, que se expresó en una consideración incluyente de la ciudadanía y en la proliferación de múltiples instancias de representación territoriales (los municipios, pero también las provincias primero y los estados después en el caso mexicano), había constituido la principal amenaza para garantizar la gobernabilidad de las entidades emergentes tras los procesos emancipadores latinoamericanos[46]. Según esta interpretación, la respuesta a este peligro se habría concretado en la progresiva reducción de los derechos políticos a lo largo del siglo XIX en el subcontinente. Sin cuestionar la validez de esta perspectiva, por lo que hasta aquí se ha presentado, podría apuntarse que al menos para el período y el contexto estudiados el problema de la gobernanza pudo haberse expresado de manera algo más compleja, ya que pudieron coexistir dos lógicas acerca de cómo conseguir la gobernabilidad para el país. Como se verá, cada una de ellas podría vincularse con una de las tendencias del liberalismo que ya han sido apuntadas. Aunque ambas habrían estado vigentes en el imaginario político a lo largo de todo este período, la convulsión y sobre todo el temor que estalló tras la revuelta del Parián pudieron haber propiciado la progresiva traslación del predominio de la primera fórmula al de la segunda. En cualquier caso, éste no habría sido un proceso unidireccional ni tampoco unívoco. De la misma manera, no constituyeron bloques monolíticos, sino que se habrían influido mutuamente, dando lugar a respuestas combinadas que trataron de aportar soluciones a los problemas acuciantes de la nueva nación.

En algunas ocasiones, la gobernabilidad del país se asociaba a la garantía de las condiciones del pacto social sobre el que se había fundado el nuevo Estado, que tal y como se había formulado a lo largo de la independencia, se basaba en los principios liberales de no dominación, y remitían a asegurar la defensa de las libertades y los derechos. El establecimiento de un sistema de poder unipersonal abusivo que pudiera socavar dichos principios podía legitimar la ruptura del pacto social y dar lugar a un nuevo proceso revolucionario. Por ello resultaba sumamente importante construir un sistema garantista de prevención y protección frente a cualquier tendencia despótica del poder político. Desde una desconfianza generalizada hacia éste, se apostó por la construcción de una arquitectura política que encontraba en la ampliación del número de actores implicados en el ejercicio del poder y a su vez en la reducción de la potestad de cada uno de ellos; en la proliferación de instituciones y de procedimientos necesarios para la toma de decisiones y puesta en práctica de las mismas; y en el fortalecimiento de los mecanismos de control y fiscalización del ejercicio de dicho poder, los baluartes que mejor garantizaban la continuidad del pacto y, en definitiva, la estabilidad del país. La propia conceptualización de la soberanía y de la representación tendía a reforzar este sistema: la soberanía nacional se formaba como un sumatorio de las soberanías particulares mediante un proceso de delegación parcial que permitía a éstas la actuación en caso de posibles abusos de autoridad. La representación de dicha soberanía debía ser múltiple: en las legislaturas estatales y el congreso federal, dominando las primeras a la segunda en caso de conflicto. Por su parte, la labor de los representantes estaba igualmente limitada a reflejar lo que la nación quería, no a construir la voluntad de ésta. Por último, el poder político debía realizarse mediante la comunicación entre las instituciones y entre éstas y las personas, ya fuera en clave constructiva —mediante procesos de discusión o deliberación pública, por lo que daban prioridad a los órganos de poder en el que concurrían múltiples actores políticos—, ya en clave fiscalizadora, para controlar que ni unas ni otras cometieran abusos —para lo que fomentaban el establecimiento del equilibrio entre los distintos poderes, mediante la defensa de un sistema de frenos y contrapesos.

En otras ocasiones, la gobernabilidad se vinculaba a la capacidad para contrarrestar las tendencias disolventes de la unidad nacional, a saber, la desintegración territorial y la desarticulación social. En este caso se temía que las provincias primero y los estados después alcanzaran cotas de poder que pudieran poner en jaque al Estado; asimismo, que una excesiva exaltación de las libertades y derechos individuales pudiera derivar hacia actitudes revolucionarias que generarían el caos y el desconcierto social y político finiquitando la existencia del país. Desde este punto de vista, la mejor garantía para la gobernabilidad era la consolidación de una autoridad que, legitimada sobre los principios fundadores del nuevo orden, fuera lo suficientemente fuerte como para imponerse y controlar esas tendencias centrífugas. La legitimidad de esta propuesta residía en una comprensión específica de la nación y de su soberanía: sobre una conceptualización de la nación como un ente superior, abstracto y unívoco, con un marcado sentido trascendente, se caracterizaba su soberanía como una e indivisa y se establecía que su voluntad sólo podía ser definida por determinadas personas con características especiales. Si la nación era así, la representación de su soberanía debía ser simple, en una sola instancia (que en el momento Iturbidista era el monarca, pero después sería el Congreso general y no las legislaturas estatales, y tampoco una combinación de ambas). Por su parte, la elección de los representantes debía constituir un acto de selección de los mejores, los más aptos para la política, a los que se identificaba con los poseedores de un capital (monetario o intelectual) que avalaba su buena disposición (moral y formativa) hacia la política. A éstos se les delegaba completamente la potestad soberana, el poder total para querer y decidir por la nación, y la mejor garantía de que el poder sería ejercido dentro de los cánones liberales residía más en la confianza depositada en ellos que en la construcción de un armazón constitucional que así lo garantizara. Por ello, el quid del sistema representativo lo constituía la garantía de la calidad de sus representantes, no la cantidad. La reducción del cuerpo político se expresa en estos términos no sólo en la deslegitimación, con mayor o menor intensidad en función de la coyuntura histórica, de la ampliación "desmedida" de los derechos políticos entre los habitantes del país, sino también en la crítica a la proliferación de instancias que, se decía, dificultarían y ralentizarían la adopción y ejecución de las decisiones políticas relevantes para el desarrollo nacional; esta misma "abundancia" institucional podía generar desconcierto acerca de en dónde residía realmente la autoridad, ocasionando un caos que a la larga podría fomentar tendencias disgregado-ras en el seno de la comunidad política. De sus formulaciones puede desprenderse una connotación más ejecutiva que deliberativa de la política, centrada en valores como la eficacia y el pragmatismo.


Comentarios

[*] Este trabajo fue desarrollado en el marco de los proyectos de investigación que lleva a cabo la autora, recogiendo algunos de los aportes desarrollados en Mirian Galante, "Debates en torno al liberalismo: representación e instituciones en el congreso constituyente mexicano, 1824", Revista de Indias 242 (2008): 123-152, y "La prevención frente al despotismo. El primer liberalismo en Nueva España y México, 1808-1835", Mexican Studies/Estudios Mexicanos 24: 2 (2008): 421-453. Se ha podido realizar gracias a un contrato I3P-Docto-res concedido por el csic, adscrito al proyecto de investigación "Ciencia y política frente a las poblaciones humanas. Europa y América, siglos XIX-XX (HUM2006-10136).

[1]. La Soberana Junta Provisional Gubernativa, que se había reunido por primera vez en Tacubaya el 22 de septiembre de 1821, nació con carácter transitorio, con el objeto de detentar exclusivamente el ejercicio de la representación nacional hasta la reunión en Cortes, para lo que contaría con idénticas facultades que las descritas para las Cortes por la constitución de Cádiz (arts. 1 y 2). "Segunda reunión preparatoria en Tacubaya, 27 de septiembre de 1821", en Historia Parlamentaria de los Congresos Mexicanos de 1821 a 1857, tomo i, pub. Juan Antonio Mateos (México: LVI Legislatura del H. Congreso de la Unión-Instituto de Investigaciones Legislativas, 1997), 66 (en adelante hpcm).

[2]. "Segunda reunión preparatoria en Tacubaya", en hpcm, tomo i, 66. El primer aspecto ya se había concretado con la firma del Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba; para iniciar un proceso constituyente, la Junta eligió a cinco regentes —Agustín de Iturbide, presidente, Juan O'Donojú, Manuel de la Bárcena, José Isidro Yáñez y Manuel Velázquez de León— y nombró una comisión que fijaría la convocatoria a Cortes. No fue fácil definir el reglamento que debía seguirse para esta llamada a Cortes, como tampoco llegar a un acuerdo sobre la convivencia de la Junta y de los regentes respetando las potestades de cada uno. En hpcm, tomo i, 71.

[3]. Tras el proceso electoral y la recogida de los nombramientos de los diputados elegidos por las diferentes provincias, se procedió a la instalación del Congreso Constituyente el día 24 de febrero de 1822, en donde residiría "la soberanía nacional".

[4]. Agustín Iturbíde, "Discurso ante la instalación del Congreso", México, 24 de febrero de 1822, en hpcm, tomo i, 267.

[5]. Especialmente significativa ha sido y es en la actualidad la repercusión de las obras de Jesús Reyes Heroles y de Charles Hale realizadas en la década de los setenta. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano (México: fce, 1974); Charles Hale, El liberalismo mexicano en la época de Mora (México: Siglo XXi, 1999 [1972]).

[6]. Sobre la Nueva Historia Política, René Remond dir., Pour une histoire politique (Paris: ed. du Seuil, 1988). Algunas reflexiones interesantes acerca de su repercusión en la historiografía latinoamericana sobre el siglo XIX en Guillermo Palacios (coord.), Ensayos sobre la Nueva Historia Política de América Latina, siglo XIX (México: El Colegio de México, 2007).

[7]. Entre los trabajos pioneros que expresaron y alentaron estas transformaciones historiográficas en el ámbito latinoamericanista destacan los de François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias (Madrid: Colecciones Mapfre, 1992) y François-Xavier Guerra (coord.), Revoluciones hispánicas. Independencias americanas y liberalismo español (Madrid: Editorial Complutense, 1995); Jaime E. Rodríguez O. (ed.), The Independence of Mexico and the Creation of the New Nation (Los Ángeles: ücla Latin American Centre, 1989) y Jaime E. Rodríguez O., La independencia de la América Española (México: El Colegio de México-FCE, 1996). Sobre el estudio de los procesos de intervención de la sociedad civil en la construcción de la política latinoamericana, con especial y renovada atención a los procesos electorales: Antonio Annino, Marcelo Carmagnani, et al, America Latina: dallo stato coloniale allo stato nazione. América Latina: del Estado colonial al Estado nación (Milán: Franco Angeli, 1987); Antonio Annino, Luis Castro Leiva, y François-Xavier Guerra, De los imperios a las naciones: Iberoamérica (Zaragoza: Ibercaja, 1994); Antonio Annino (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo xrx (Buenos Aires: fce, 1995).

[8]. Algunos ejemplos significativos del interés por el estudio de la representación política en Nueva España y México, Annick Lempé-rière, "La representación política en el imperio español a finales del Antiguo Régimen", en Dinámicas del Antiguo Régimen y orden constitucional, coord. Marco Bellingeri (Torino: Otto Editore, 2000), 55-75; Alfredo Ávila, En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México (México: Aguilar-Altea-Taurus-Alfaguara-ciDE, 2002); Erika Pani, "Ciudadanos, cuerpos, intereses. Las incertidumbres de la representación. Estados Unidos, 1776-1787-México, 1808-1828", Historia Mexicana LIII: 1 (2003): 65-114; Jaime Rodríguez O., "La naturaleza de la representación en Nueva España y México", Secuencia 61 (enero-abril 2005): 7-32.

[9]. En los últimos tres lustros, la producción sobre estos temas ha sido numerosa y muy heterogénea. Resultaría interminable realizar un detalle pormenorizado de los estudios existentes, aunque puede adquirirse una buena panorámica sobre los focos de interés, así como sobre las perspectivas y las hipótesis de trabajo en obras colectivas que recogen análisis sobre el caso mexicano, como José Antonio Aguilar Rivera y Rafael Rojas, eds., El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política (México: fce, 2002); Hilda Sábato, coord., Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina (México: fce-E1 Colegio de México, 1999); Marta Terán y José Antonio Serrano Ortega (eds.), Las guerras de independencia en la América española (Morelia: Congreso Internacional Los procesos de independencia en la América española, 1999); François-Xavier Guerra, Annick Lempérière, et al., Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVM-xrx (México: fce-cemca, 1998); Jaime Rodríguez, coord., Revolución, Independencia y las nuevas naciones de América (Madrid: Fundación Mapfre Tavera, 2005). Asimismo, entre la producción que ha atendido de manera específica al caso mexicano, Antonio Annino y Raymond Buve, coord., El liberalismo mexicano (Hamburgo-Münster: ahila, 1993); Enrique Montalvo Ortega, coord., El águila bifronte. Poder y liberalismo en México (México: inam, 1995); Christon I. Archer, ed., The Birth of Modern Mexico, 1780-1824 (Wilmington: Scholarly Resources Inc., 2003); Juan Ortiz Escamilla y José Antonio Serrano, eds., Ayuntamientos y liberalismo gaditano en México (Zamora: El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2007); Virginia Guedea, coord., La independencia de México y el proceso autonomista novohispano 18081824 (México: uNAM-Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2001); Josefina Zoraida Vázquez, coord., El establecimiento del federalismo en México (1821-1827) (México: El Colegio de México, 2003); Rafael Rojas, La escritura de la independencia. El surgimiento de la opinión pública en México (México: ciDE-Taurus, 2003). Algunas valoraciones de la autora sobre estas transformaciones historiográficas en Mirian Galante, "El liberalismo en la historiografía mexicanista de los últimos veinte años", Secuencia 58 (2004): 160-187 o "La revolución hispana a debate: lecturas recientes sobre la influencia del proceso gaditano en México", Revista Complutense de Historia de América 33 (2007): 93-112.

[10]. En esta misma línea, ver Alfredo Ávila, En nombre. Desde un punto de vista teórico, Bernard Manin analiza en profundidad la importancia de la mediación en los sistemas representativos: los define como una forma indirecta del gobierno del pueblo, basada principalmente en que los que gobiernan han sido elegidos a intervalos regulares. Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo (Madrid: Alianza, 1998).

[11]. Sobre la repercusión de la revolución del Parián en el pensamiento político mexicano del momento, y concretamente sobre su vinculación con la proliferación de críticas públicas a la constitución de 1824 que fueron dando forma a un proyecto político que cristalizaría con la constitución de 1835 traté en mi tesis doctoral. En ella mostraba además cómo este proyecto no era ni reaccionario ni antiliberal. Esta tesis fue defendida en 2004 y publicada en 2006: Mirian Galante, El pensamiento conservador en México: alcance y significado de una propuesta política para el México independiente. De la independencia a las Siete Leyes (Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, 2006), 209-256. He desarrollado estos argumentos ampliando las fuentes iniciales de la tesis en Mirian Galante, "La prevención".

[12]. Los trabajos de Antonio Annino fueron los primeros en apuntar y desarrollar la relevancia de los procesos de reapropiación de la soberanía por parte de los pueblos tras los acontecimientos de 1808, abriendo con ello una línea de investigación que en la actualidad está realizando aportaciones muy valiosas para comprender mejor la especificidad hispana de la revolución atlántica.

[13]. Entre los numerosos trabajos individuales y colectivos que han abordado recientemente la importancia americana en el proceso gaditano —tanto como agente que ayudó a construir el liberalismo hispano como escenario en el que impactaron fuertemente las deliberaciones y decisiones gaditanas—, cabe destacar, entre otros, aportes como los de Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (Valencia: Fundación Instituto Historia Social, 1999); Manuel Chust e Ivana Frasquet, eds., La trascendencia del Liberalismo doceañista en España y en América (Valencia: Generalitat Valenciana, 2004); Manuel Chust, coord., Doceañismos, constituciones e independencias. La constitución de 1812 y América, (Madrid: Fundación mapfee, 2006); Jaime E. Rodríguez O., ed., The Divine Charter: Constitutionalism and Liberalism in Nineteenth-Century Mexico (Boulder: Rowman&Littlefield Publishers Inc., 2005). Para una interpretación diferente sobre la consolidación del republicanismo y los sistemas constitucionales en América Latina, entre otros, José Antonio Aguilar Rivera, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico (México: fce-cide, 2000); José Antonio Aguilar Rivera y Rafael Rojas, eds., El republicanismo; Rafael Rojas, Las repúblicas del aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica (Madrid: ed. Taurus, 2009).

[14]. En Nueva España el desconcierto generalizado por la crisis monárquica dio lugar a reacciones encontradas entre el ayuntamiento de la Ciudad de México y la Real Audiencia que llevarían a que esta última, temerosa de que la creación de una Junta a instancias del virrey Iturrigaray desencadenara una revolución, ordenara su sustitución por Pedro de Garibay, reprimiera a los partidarios de las reformas y reconociera a la Junta Central de España como soberana hasta el retorno del rey.

[15]. Estas demandas se concretaron a lo largo de las sesiones en reivindicaciones de diversa naturaleza, como la ampliación de los sujetos con derechos políticos, la cuantificación de la representación americana en base a la población, la mayor atribución de competencias al Congreso frente al monarca en cuestiones que podían afectar directamente a América, así como en la defensa de medidas tendentes a reforzar la descentralización metrópoli-colonias (e incluso en el interior de éstas). Sobre estas intervenciones, Manuel Chust, La cuestión nacional, 150-168. Aunque ésta fue la tendencia general de los americanos, es necesario recordar que también los hubo conservadores o ultraconservadores, como mostró ya María Teresa Berruezo en "Los ultraconservadores americanos en las Cortes de Cádiz (1810-1814)", Revista de Indias 177 (1986): 169-198.

[16]. A lo largo del proceso insurgente, se pasó de la consideración de que la "soberanía emanaba del pueblo, residía en Fernando VII y era ejercida por la representación nacional", tal y como se expresaba en los "Elementos constitucionales circulados por el señor Rayón", a la supresión de la mediación del monarca y, en definitiva, a la identidad entre la fuente originaria y la residencia de la misma, tal y como se formalizaba en la constitución de Apatzingán.

[17]. El diputado por Veracruz José M. Becerra definiría el despotismo, siguiendo a Benjamín Constant, como "el resultado de la ausencia de responsabilidad o de la reunión de los poderes". Sesión del 14 de abril de 1824, en hpcm, tomo ii y apéndice, 155.

[18]. José María Luis Mora, "Discurso sobre la independencia del Imperio mexicano", Semanario político y literario de México, 21 de noviembre de 1821, en José María Luis Mora Obras Completas, tomo i, (México: Conaculta-Instituto Mora, 1994), 112.

[19]. Este m ismo autor, unos años más tarde argumentaría que el sistema representativo suponía "la limitación del poder público y su distribución en los tres principales ramos, las elecciones periódicas y populares, la libertad de opiniones, la de la imprenta y la de la industria, la inviolabilidad de las propiedades, el derecho de acordar las contribuciones por los representantes de la nación y la responsabilidad de los funcionarios públicos". Biblioteca Instituto Mora, México, Raras, José María Luis Mora, "Ensayo filosófico sobre nuestra revolución constitucional", El Observador de la República mexicana, 3 de marzo de 1830, época 2, 1.

[20]. El Congreso era soberano de hecho, como la nación lo era de derecho, 74. Intervención del diputado Fagoaga. Citado en Ignacio Carrillo Prieto, La ideologíajurídica en la Constitución del Estado mexicano, 1812-1824 (México: ünam, 1986), 156.

[21]. Intervenciones de los diputados Lanuza y Bocanegra en la sesión del 22 de junio de 1822, en hpcm, tomo i, 582.

[22]. Por ejemplo, véase la sesión del 16 de agosto de 1822, en hpcm, tomo i, 781.

[23]. Situación más compleja aún cuando el propio Iturbide no pertenecía a una dinastía real.

[24]. Desde Montesquieu ésta era una de las diferencias fundamentales entre "gobierno moderado" y "gobierno mIXto", tal y como explica Norberto Bobbio, La teoría del gobierno en la historia del pensamiento político (México: fce, 2002), 135.

[25]. Para entonces, algunas provincias como Oaxaca, Guadalajara, Yucatán o Zacatecas, aunque con diferente intensidad, ya habían desarrollado iniciativas para convertirse en estados autónomos.

[26]. Esta discusión se canalizó en el debate sobre quién era el verdadero redactor de la constitución, el pueblo o sus representantes, que tuvo lugar en la primera quincena de abril de 1824. Para la revisión de las discusiones constituyentes en el parlamento se ha recurrido a hpcm, tomo ii y apéndice. Representantes de la primera tendencia fueron Santos Vélez (Zacatecas), José Mariano Marín (Puebla), José María De la Llave (Puebla), José M. Becerra (Veracruz), José Basilio Guerra (México); de la segunda, Manuel Crescencio Rejón (Yucatán), Juan de Dios Cañedo (Jalisco), Lorenzo de Zavala (Yucatán), Carlos M. Bustamante (México). Intervenciones en uno y otro sentido, en hpcm, tomo ii y apéndice, 17-21; 48-52 y 20-24, respectivamente.

[27]. El Sol, México, 14 de junio, 1824. En el Congreso también se expresaron ideas semejantes, como hizo el diputado Becerra el 14 de abril de 1824. En hpcm, tomo ii y apéndice, 155-157.

[28]. Entre los diputados que se mostraron recelosos de la proliferación de actores políticos y que apostaron por una concentración y centralización del poder destacaron José M. Becerra (Veracruz), Tomás Vargas (San Luis Potosí), José Ignacio Espinosa (México); entre los que argumentaron en sentido contrario, Juan de Dios Cañedo (Jalisco), Bernardo González Pérez de Angulo (México), Manuel Crescencio Rejón (Yucatán) y C. M. Bustamante (México). Otros diputados defendieron algunas de estas medidas puntualmente, pero en general recurriendo a los razonamientos aquí esbozados.

[29]. En 1828, tras el triunfo de las elecciones al Congreso de una mayoría de políticos favorables a Vicente Guerrero, se esperaba que la jefatura de Estado recayera también sobre él. Sin embargo, la eficaz campaña de Manuel Gómez Pedraza en los estados le propició la victoria, lo que pilló por sorpresa a los partidarios de Guerrero. El motín de la Acordada se considera el primer levantamiento que revocaba a un presidente elegido popularmente, socavando los principios legítimos del orden constitucional. Una aproximación en Michael Costeloe, La primera república federal de México (1824-1835) (México: fce, 1996), 167-216. Sobre sus consecuencias en la configuración política del país, y con planteamientos similares a los que se desarrollan en este artículo: Catherin Andrews, "Discusiones en torno a la reforma de la constitución federal de 1824 durante el primer gobierno de Bustamante (1830-1832), Historia Mexicana LVI: 1 (2006): 71-116.

[30]. Lucas Alamán, "Memoria de la secretaría de Estado y del despacho de relaciones interiores y exteriores, leída por el secretario del ramo en la cámara de diputados, el 12 de febrero de 1830, y en la de senadores el 13", en Lucas Alamán, Documentos Diversos (inéditosy muy raros), tomo i (México: Editorial Jus, 1945), 163-241.

[31]. "Ensayo filosófico sobre nuestra revolución constitucional", en José María Luis Mora, Obras Completas Vol. I, 191. Originalmente este artículo fue publicado en El Observador de la República mexicana, México, 3 marzo, 1830, en El Sol, México, 8 de mayo, 1830 y en Obras Sueltas, José María Luis Mora (París: Librería de Rosa, 1837).

[32]. José María Luis Mora, "Discurso sobre la necesidad de fijar el derecho de ciudadanía en la República y hacerlo especialmente afecto a la propiedad", en José María Luis Mora Obras Completas, tomo i, 385.

[33]. Lucas Alamán, "Examen imparcial de la administración del general vicepresidente d. Anastasio Bustamante. Con observaciones generales sobre el estado presente de la república y consecuencias que éste debe producir", en Lucas Alamán, Documentos, tomo iii, 239.

[34]. Aquí se habla de capital en sentido genérico. Igualmente cuando Mora se refería a la propiedad no se refería exclusivamente a la territorial, sino también al capital comercial e incluso al intelectual.

[35]. Mora esperaba que el incentivo de la adquisición de los derechos políticos serviría como acicate para que nuevos sectores sociales se esforzaran en adquirir un capital tal que les hiciera merecedores a ellos también de esos derechos tan estimados. La exclusividad de estos derechos alentaría a la población a emular las virtudes de los propietarios, pero también estimularía el desarrollo económico del país. José María Luis Mora, "Aristocracia", El Observador de la República Mexicana, México, 22 de septiembre, 1830, 246-247.

[36]. "[...] si la Sociedad política no es más que una compañía convencional, cada individuo debe representar en esta asociación según el capital que en ella haya introducido". Alamán reconocía que todos los individuos tenían derechos iguales, pero no derechos a las mismas cosas. Lucas Alamán, "Examen imparcial", 239.

[37]. De esta manera, se explicaría, a su juicio, por qué "en México el gobierno federal debe dar [la ley] a los estados", a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, donde "los estados dieron la ley al gobierno federal". José María Luis Mora, "Discurso sobre la necesidad", 386-388. Ya en Cádiz se había vinculado esta comprensión de la soberanía como exclusiva de la nación con la reducción de los derechos políticos.

[38]. Antonio García Orozco, Legislación electoral mexicana, 1812-1988 (México: Publicación del Diario Oficial-Secretaría de Gobernación, 1973), 158. Conviene recordar que en este momento era el Congreso general el encargado de legislar en el Distrito Federal y territorios de la República.

[39]. Este carácter restrictivo se formulará más detalladamente en la Ley sobre elecciones de 30 de noviembre de 1836. Antonio García Orozco, Legislación electoral, 162-164.

[40]. José María Luis Mora, "Discurso sobre las elecciones directas", El Observador de la República Mexicana, México, 4 de agosto, 1830; Obras Completas, tomo i, 425-435. Cita 426. Elecciones directas siempre y sólo si "no pueden disfrutar de la voz activa sino los propietarios", 427. Para garantizar una mayor estabilidad nacional se mostró partidario igualmente de prolongar la permanencia de los titulares de los distintos poderes, reduciendo con ello la frecuencia de las elecciones. En el caso del poder ejecutivo esto implicaba una duplicación de su mandato, de tres a seis años, lo que permitiría establecer lo que Mora consideró un "poder conservador", 441. Por su parte, Lucas Alamán también apostaría por las elecciones directas: "Examen imparcial", en Lucas Alamán, Documentos, tomo iii, 267-269.

[41]. José María Luis Mora, "Aristocracia", El Observador de la República Mexicana, México, 22 de septiembre, 1830, 241.

[42]. Lucas Alamán, "Examen imparcial", 271.

[43]. El Sol, México, 3 de julio, 1829. Unos años después Alamán insistirá en este aspecto en Lucas Alamán, "Defensa del ex-ministro de relaciones D. Lucas Alamán en la causa formada contra él y contra Ex-ministros de Guerra y Justicia del Vicepresidente D. Anastasio Bustamante, con unas noticias preliminares que dan idea del origen de esta. Escrita por el mismo ex-ministro quien dirige a la nación", 23 de junio de 1834, en Lucas Alamán, Documentos, tomo iii, 73-74.

[44]. Lucas Alamán, "Defensa del exministro", 74.

[45]. Esta fortaleza y capacidad de maniobra del ejecutivo fue lo que cautivó la simpatía de Lucas Alamán por el modelo constitucional estadounidense así como el rechazo del modelo francés y la constitución de Cádiz, en donde el legislativo era mucho más fuerte. Lucas Alamán, "Examen imparcial", 270-275.

[46]. Antonio Annino, "Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821", en Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, coord. Antonio Annino (Buenos Aires: fce, 1995), 177-226; "Voto, tierra, soberanía. Cádiz y los orígenes del municipalismo mexicano", en Revoluciones hispánicas. Independencias americanas y liberalismo español, coord. François-Xavier Guerra (Madrid: Editorial Complutense, 1995), 269- 292; "Ciudadanía 'versus' gobernabilidad republicana en México. Los orígenes de un dilema", en Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, coord. Hilda Sábato (México: fce-E1 Colegio de México, México, 1999), 62-93.


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