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Historia Crítica

versión impresa ISSN 0121-1617

hist.crit.  n.41 Bogotá mayo/ago. 2010

 

DE LA COMPULSIÓN A LA EDUCACIÓN PARA EL TRABAJO.
OCIO, UTILIDAD Y PRODUCTIVIDAD EN EL TRÁNSITO
DEL CHILE COLONIAL AL REPUBLICANO(1750-1850)[*]

Marco Antonio León León
Doctor en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico de pre y posgrado en el Departamento de Ciencias Históricas y Sociales en la Universidad de Concepción y en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad del Bío Bío, Chillán, Chile. Se ha especializado en la historia social y cultural de Chile y América durante los siglos XIX y XX. Entre sus publicaciones se destacan: "Los imaginarios urbanos en la provincia de Ñuble, 1848-1900", en Cuadernos de Historia 34 (Santiago: Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile, 2010), en prensa, y "Discurso modernizador y control social en la provincia de Ñuble (18481900)", en Experiencias de historia regional en Chile: Tendencias historíográfícas actuales, editado por Juan Cáceres (Valparaíso: Pontificia Universidad Católica de Valparaíso-Instituto de Historia, 2008), 55-75. marcoaleon@hotmail.com


RESUMEN

A través de una reconstrucción documental y bibliográfica se analiza la coexistencia de ideas, creencias y prácticas que conciben el trabajo corporal o premecánico, tanto como un castigo basado en la utilidad del trabajo forzado, como una virtud, la cual es preciso incorporar a las costumbres de la población mediante la educación. Este artículo argumenta no sólo que dichas visiones fueron paralelas, sino además que en los inicios del proceso de independencia chileno los planteamientos Egaña, Henríquez y en particular el de Salas mostraron una nueva manera de entender la educación para el trabajo como algo interclasista, donde era posible conjugar el intelecto y el esfuerzo físico en aras de una productividad futura. Tal lógica, que podía llevar a una redefinición social, fue descartada por los grupos oligárquicos en el poder desde 1830, pues vieron en ello un peligro a sus intereses.

PALABRAS CLAVE
Historia social, trabajo, criminalización, educación popular, bajo pueblo, Chile.


FROM LABOR COMPULSION TO EDUCATION:
IDLENESS, UTILITY, AND PRODUCTIVITY IN THE TRANSITION
FROM THE COLONIAL TO THE REPUBLICAN PERIOD IN CHILE (1750-1850)

ABSTRACT

Through a revision of primary and secondary sources, this article analyzes the coexistence of ideas, beliefs, and practices that viewed physical or premechanical labor as a punishment (based on the necessity of forced labor) as well as a virtue (which should be incorporated into the customs of a people through education). The article argues not only that these views paralleled each other, but also that, at the beginning of the process of Chilean independence, the ideas of Salas, especially, but also Egana, and Henriquez showed a new way of understanding education for work as important for all classes and how, in this way, intellectual and physical labor could be brought together to improve productivity in the future. This logic, which could have led towards a social redefinition, was rejected by the oligarchic groups in power since 1830 since it threatened their interests.

KEY WORDS
Social history, work, criminalization, popular education, lower-class groups, Chile.

Artículo recibido: 6 de enero de 2010; aprobado: 21 de abril de 2010; modificado: 28 de abril de 2010.



Introducción

La consolidación del mestizaje racial y cultural, el fortalecimiento de la hacienda como núcleo generador de identidad y poder en las comarcas rurales, la paulatina construcción de nuevas villas, el mejoramiento de las ciudades y el aumento de los habitantes, entre otros aspectos del último siglo colonial, fueron definiendo las características de Chile al momento de iniciar su emancipación[1]. Ya desde el siglo XVIII, la implementación de varios aspectos de las Reformas Borbónicas (incentivo al poblamiento en áreas urbanas, construcción y reparación de obras públicas, necesidad de mano de obra barata y numerosa) había implicado poder disponer de la fuerza de trabajo de una buena parte de los habitantes, tildados de ociosos e improductivos, lo que se convirtió también en un tema recurrente para las autoridades de las primeras décadas republicanas. El problema delictivo detectado por gobernadores, corregidores y, después, subdelegados, comenzó a ser abordado desde una perspectiva centrada en la ocupación de presos, vagos y falsos mendigos que, mediante el trabajo forzado, mostraban su utilidad social. Así comenzó a tomar forma un discurso criminal que consideraba la improductividad un delito, pues el ocio era entendido como la motivación inicial de actividades que terminaban por alterar el orden social y la propiedad. Bajo tal óptica, los sectores populares empezaron a ser redefinidos por la autoridad, pues su pobreza ya no se interpretó sólo como una condición o estado, sino como una etapa de la vida que podía superarse mediante alguna actividad o trabajo[2]. Por ende, la pobreza pasaba ahora a ser vista como la consecuencia lógica de la falta de empeño y deseo laboral. Sólo quienes estaban impedidos física o mentalmente podían ser considerados sujetos dignos de recibir la caridad de la Iglesia, las autoridades y los particulares. Ésta fue la distinción establecida entre los verdaderos y falsos pobres.

Si bien las sociedades americanas —novohispana y peruana principalmente— recibieron de manera distinta muchos de estos planteamientos, adecuándose los instructivos peninsulares a los intereses de las élites locales[3], en un área periférica como Chile hubo en un principio bastante concordancia, al menos en el tema que nos preocupa. Las autoridades entendieron que el discurso criminalizador tenía un fin práctico que consistía en justificar el empleo de mano de obra barata en las obras públicas, redirigiendo el "trabajo para sí" a un "trabajo para otros"[4]. No obstante, también la obligación de asistir a los necesitados y de promover su educación intelectual y práctica en aras de un progresivo colectivo, encontró asidero en la realidad dieciochesca y en parte del siglo siguiente. De este modo, mientras para algunos la pobreza y los pobres se convirtieron en parte de un problema de policía (en función del orden y de la utilidad urbana), para otros la existencia de la pobreza y los pobres fueron síntomas de un problema moral y económico, superable con una buena orientación por parte de educadores y de los dirigentes del país[5].

El planteamiento que guía esta investigación es que en ambas formas de percibir este problema el trabajo ocupó un papel preponderante, ya sea como elemento regenerador de malas conductas, trasgresiones, faltas y delitos (utilidad), o como impulsor de un progreso material que terminaría por beneficiar al cuerpo social en su conjunto (productividad). Por ende, la compulsión hacia el trabajo, si bien tuvo una pretensión de castigo y de reacción frente a la peligrosidad de la plebe, fue vista además como algo que debía evolucionar para convertirse en una costumbre, un hábito que sólo era posible inculcar a través de una educación dirigida hacia la producción[6].

Mientras la primera forma de ver el tema estigmatizaba las conductas populares, la segunda tenía pretensiones más ambiciosas, tratando de integrar a ricos y pobres. No obstante, esta última propuesta terminó siendo desechada al cuestionar los intereses de la oligarquía que se consolidó en el poder desde 1830. De ahí el carácter clasista del planteamiento utilitario que, con altos y bajos, siguió vigente y retomó fuerza en la segunda mitad del siglo XIX cuando se impulsó nuevamente la virtud del trabajo y la educación, ahora con el objetivo de consolidar un modelo de ciudadano obediente y disciplinado que pudiera insertarse con mejores "armas" en las exigencias de una economía capitalista.


1.
El discurso sobre la criminalización del ocio

Hace algunos años, el historiador argentino Luis Alberto Romero, uno de los estudiosos sobre la realidad chilena decimonónica, se refería a la "mirada horrorizada" que la élite de Santiago tenía hacia los sectores populares, situación posible de generalizar a otros puntos del país y que, en su opinión, cobraba forma definida hacia las décadas de 1860 y 1870[7]. Tal mirada no era nueva, como veremos, y descansaba en una serie de ideas, creencias, prejuicios y suposiciones que venían elaborándose y discutiéndose con más fuerza y precisión durante el siglo XVIII.

Las autoridades del reino empezaron a desarrollar una política destinada a asegurar y consolidar un orden social que descansaba, en esencia, en la imposición de los modelos de vida de las élites ciudadanas criollas, que a su vez reflejaban las preocupaciones y temores de sus pares europeos. Entre ellos había ido cobrando fuerza la idea de que la ociosidad era la fuente de todos los vicios.

Tal planteamiento encontraba respaldo en las discusiones de los círculos intelectuales del Viejo Mundo, que desde incluso antes del siglo XVII habían comenzado a cuestionar nociones arraigadas como la de considerar a los pobres como seres desdichados merecedores de la caridad cristiana. Una nueva sensibilidad social los consideró más bien parte de un problema de policía, como sujetos que debían acatar el orden de una ciudad, una provincia o un estado, para evitar así la perturbación del orden en el espacio social. Ésta era una concepción que en rigor venía gestándose desde el Renacimiento y que terminaba por crear una visión renovada sobre la pobreza. Al decir de Michel Foucault, "[se] mostrará en el miserable a la vez un efecto de desorden y obstáculo al orden [...] ya no se trata de exaltar la miseria en el gesto que la alivia, sino, sencillamente, de suprimirla"[8]. En esta línea de pensamiento, el trabajo se convertía en un elemento clave para hacer desaparecer dicha miseria, encontrándose una justificación para obligar a los ociosos a hacer uso de su fuerza física, medio aceptable para despojarlos de su inutilidad[9].

Así, la pobreza y los pobres fueron poco a poco criminalizados, estableciéndose diferencias entre los denominados "verdaderos pobres", cuyos impedimentos para trabajar eran evidentes por lesiones, mutilaciones o problemas mentales, y aquellos que, pudiendo hacerlo, dedicaban su tiempo al ocio y no a una labor productiva[10]. De ahí que la ausencia de propiedad y trabajo era la consecuencia lógica de su inactividad[11]. Sobre las prostitutas, las acusaciones no apuntaban tanto a su ociosidad, sino más bien al hecho de que su trabajo era una grave falta moral al ideal imperante de lo que debía ser una mujer, asociada con los espacios domésticos (la casa) y religiosos (el templo, el convento). Su honra era entonces la que estaba en juego, honra que por lo demás se proyectaba a su familia e hijos[12]. Para una sociedad que funcionaba de acuerdo con una mentalidad corporativa, esto no era un detalle menor. Sin embargo, las consideraciones morales no estaban presentes sólo en la prostitución, pues la vagancia y la mendicidad falsas eran objetivadas desde un punto de vista similar, lo que terminaba por catalogar a vagos y mendigos como seres viciosos y moralmente deficientes[13].

En el siglo XVIII el discurso condenatorio de la ociosidad avalaría las medidas para la compulsión al trabajo. Los ociosos eran los agentes del desorden, opuestos a la población útil o activa que se definía por su actividad, que se encontraba debidamente identificada, que ocupaba un lugar determinado en el espacio urbano y que, por ende, podía ser más fácil de controlar. Era evidente que el carácter itinerante de los habitantes en muchas áreas rurales y urbanas terminaba por incomodar a las autoridades y élites locales. Nada más preciado, entonces, que un asentamiento definitivo que permitiera saber con claridad quién era quién y qué hacía con su vida. Si esta información era desconocida, no costaba mucho esfuerzo vincular a la ociosidad con faltas y delitos.

A medida que aumentó la población chilena durante el citado siglo, la gran propiedad (el latifundio) empezó a expulsar a sus excedentes humanos sin que la minería fuese capaz de emplear a la totalidad del contingente de desamparados. Desde entonces, el vagabundaje y el bandolerismo crecieron[14]. No requeridos por las haciendas y copados los puestos de trabajo en las minas, numerosos individuos se allegarán a los poblados provocando desórdenes.

Así se comprende que aumentaran las sospechas hacia todos aquellos que no tuvieran una residencia definida, pues su vida errante era inmediatamente asociada al delito y al desorden. Como bien lo describe Gabriel Salazar, las autoridades

    "se vieron así enfrentadas a un problema que, de ser originariamente "moral", se había hecho luego "criminal", para concluir planteando un desafío político: cómo resolver el problema de una "superpoblación relativa" que, por su volumen y desarrollo, aparentaba poseer una dinámica propia mayor que la del proceso de campesinización, que era por entonces el más grande "empleador" del país. Para ello, los representantes de la corona española trataron de "reducir" las masas vagabundas dentro de una red de villas campesinas"[15].

El fiscal de Santiago, José Perfecto de Salas, indicaba en 1750 que la política de poblaciones desarrollada hasta entonces no tenía grandes resultados, debido a la reticencia de los campesinos a establecerse en las villas y ciudades. El motivo era que "después de haber mediado dos siglos de vida libre, con facultad de residir los moradores donde han querido, apenas se ha podido conseguir que una de las cuatro partes de ellos se sujeten a vida civil"[16]. Tales resistencias eran apoyadas por algunos hacendados, deseosos de mantener su control sobre aquella población flotante que colaboraba cuidando ganado o desarrollando otras actividades esporádicas. Gobernadores y otros personeros creían que la propiedad y el trabajo acabarían paulatinamente con aquellas conductas provocadoras de desórdenes sociales, pero no entregaban respuestas adecuadas para garantizar ni una propiedad ni un trabajo estable.

Por supuesto, este discurso no se circunscribía sólo a la zona central de Chile. En el norte minero, la situación no era muy diferente. Los bandos de buen gobierno, dictados para la ciudad de Copiapó entre 1743 y 1773, insistían en la imposición de un orden laboral para la población, orden que no debía ser alterado por "las pulperías abiertas a cualquier hora" o por el "grande concurso de gente baldía vagamunda y ociosa que ha venido y se halla al presente en este valle"[17]. La aparición de burdeles y casas de juego era visto como la consecuencia obvia de la llegada de dichos ociosos y no como un síntoma propio de la sociedad y sociabilidad mineras. La ausencia de normas y vida regulada de mineros y peones provenía de su natural tendencia al ocio[18], conducta que reflejaba la falta de capacidad intelectual, condición considerada atávica. Un diputado de minas de Petorca, expresaba bastante bien estas ideas en 1800, al indicar que "los individuos de que se compone la minería del Reino de Chile son de muy limitadas facultades, y la mayor parte de una consumada pobreza"[19]. Aunque pueda parecer un comentario aislado, refleja sin duda una percepción que iría cobrando fuerza con el paso de los años.

Más al sur, en la Araucanía, al igual que en otras áreas del país, el temor de las autoridades frente a las acciones de forajidos, cuatreros e indígenas en armas terminaba por crear un clima de inseguridad e incertidumbre, aparte de reforzar la imagen de estos grupos como seres incivilizados o bárbaros[20]. En el archipiélago de Chiloé, en tanto, los juicios de los gobernadores respecto del grueso de la población no eran muy diferentes de lo ya visto, pues calificativos despectivos como los de ocioso, inculto y supersticioso se usaban para denotar la carencia de buenas costumbres, aparte de la falta de intelecto y tendencia al mal[21].

Si la ociosidad era vista como la principal causa de los delitos, la peligrosidad que se derivaba de quienes los cometían también era algo aceptado sin gran discusión. Un año clave en este punto fue 1758, pues el gobernador Manuel de Amat y Juniet no sólo propuso a la Real Audiencia de Santiago, frente al aumento de la criminalidad, la conveniencia de dividir el tribunal en dos salas, una para los juicios civiles y otra para los criminales[22], sino que además debió hacer frente a la sublevación de los presos de la cárcel de Santiago, en septiembre de 1758, lo que reafirmaba los prejuicios citados y justificaba nuevas formas de represión y control. Éste fue el origen de la Compañía de Dragones en 1760, un cuerpo policial con carácter militar destinado a "contener los desórdenes del populacho"[23]. Ambos episodios muestran un reacomodamiento de las políticas disciplinarias, encauzadas ya no sólo a castigar físicamente, sino también a perfeccionar la administración de justicia y los cuerpos del orden, en la medida que se valoraba cada vez más el uso de mano de obra barata y fiscalizable. Amat y la Real Audiencia estaban de acuerdo en que los vicios de la plebe podían y debían ser corregidos. Ahí cobraba sentido la compulsión al trabajo como remedio al ocio, más aún cuando en esa coyuntura se llevaban a cabo diversas construcciones especialmente en Santiago. El jesuita Miguel de Olivares retrataba bastante bien en su Historia militar, civil y sagrada del Reino de Chile esta coyuntura, al afirmar que el ocio era:

    "...tan perjudicial a la vida civil como a la cristiana, antes con bella alternativa se suceden y causan la virtud al trabajo, i el trabajo a la virtud i mas en la jente de baja esfera criada sin educación, acostumbrada al libertinaje que no conoce ni es conocida de los jueces de los partidos, oculta en su misma pequeñez, es lamentable el ocio i mas los vicios que nacen de el. De esta jente no será exageración afirmar que la mayor parte se mantiene del hurto y que habrá en todo el reino mas de doce mil que no tienen otro oficio ni ejercicio [...] Hai en estos reinos muchísimos de estos vagantes que no se sabe de donde pueden sacar los menores medios para subsistir, porque no se les ve el fondo de bienes sobre el haz de la tierra, ni alguna loable industria o trabajo"[24].

Abundan las referencias sobre el trato aleccionador, mediante la severidad y los trabajos forzados, que merecían los falsos pobres, situación que se hizo bastante común en las décadas finales del siglo[25]. La figura del corregidor Luis Manuel de Zañartu se hizo célebre no sólo por desarrollar labores para mejorar la conducción de agua desde la quebrada de San Ramón, la construcción de nuevos tajamares en el río Mapocho, de refugios en el camino de Uspallata y del puente de Cal y Canto, sino además por ser uno de los principales impulsores del trabajo forzado. Las mencionadas obras, que tomaron lugar entre los años 1762 y 1780, buscaron utilizar la mano de obra disponible en cárceles y presidios, además de los vagabundos y falsos mendigos que fuesen aprehendidos en la vía pública y que se consideraba que estaban en condiciones de realizar esfuerzos físicos. Esta pena "fue considerada un castigo social, que recaía sobre toda la sociedad plebe", es por eso que se realizaba en una obra pública y de día, para que fuera observado por toda la comunidad. El castigo se transformaba en la "corrección del delito", mediante el trabajo, considerado "una virtud de los hombres de bien y un precepto cristiano"[26]. De ahí que se generalizara su uso y que fuera implementado en otros lugares del país como en la Plaza y Presidio de Valdivia[27].

La persecución a los juegos como variantes del ocio, o "mal-entretenimientos", se explica porque fueron considerados la antesala de disputas, peleas y hasta asesinatos debido a las apuestas y el exceso de alcohol. En 1768 el gobernador Antonio de Guill y Gonzaga prohibió las "carreras de patos" en Santiago[28], una modalidad hípica que se llevaba cabo en honor a San Juan donde, junto con embriagarse, las personas corrían desaforadamente por las calles atropellado a los espectadores. Años después, en 1773, el gobernador Agustín de Jáuregui consideró a las canchas de bolas como "la causa manifiesta de que la gente de trabajo no se entretenga sino en juegos", mientras el subdelegado de Rancagua en 1796 expresaba una opinión similar al afirmar que se trataba de "lugares en donde ordinariamente reinan todos los pecados"[29]. El nexo entre ocio e inmoralidad quedaba claro. Éstos son sólo algunos ejemplos de una sistemática reglamentación de la vida cotidiana, y en particular de la sociabilidad de los sectores populares, que se llevó a cabo con mayor fuerza durante la segunda mitad del último siglo colonial[30].

Mientras las medidas hacia los pobres "verdaderos" insistían en la caridad y en la necesidad de mejorar instituciones asistenciales como el Hospicio de Santiago, creado en 1802, las percepciones sobre los pobres "falsos" no harán más que volver a ideas ya esgrimidas: su peligrosidad y utilidad. Comentarios como el del subdelegado de Rancagua en 1789, al indicar que el "orgullo y la insolencia de la plebe es incontenible en sus des-órdenes"[31], o del Cabildo de Santiago a principios del siglo XIX, diciendo que la plebe era "naturalmente inclinada a toda clase de vicios y de delitos"[32], serán recurrentes. Y es que insistir en la peligrosidad tenía obviamente una justificación práctica. Ello permitía endurecer la legislación penal que, por lo demás, enfatizaba cada vez más las penas de prisión, privación que era la antesala del empleo de los reos y la población tildada de ociosa en las obras públicas[33].

¿Cómo se podía modificar este escenario? Dándole una nueva dirección al trabajo, no asimilándolo sólo a un castigo forzado, sino inculcándolo en el resto de los sectores populares como una costumbre más. Ese sería el mejor remedio frente a la proliferación de los delitos y otros males, tal como lo expresaba vehementemente Juan Martínez de Rozas, futuro miembro de la primera Junta Nacional de Gobierno, en un informe fechado en 1804, al indicar que

    "la falta cuasi absoluta de la educación pública y privada de la juventud, la imitación y mal ejemplo de los vicios y usos bárbaros de los indios araucanos que tratan con frecuencia, la falta de ocupación y medios de adquirir la subsistencia para los que roban por necesidad, que son los menos, y la impunidad y falta de escarmiento con los que delinquen, por la criminal negligencia de los subdelegados y jueces en perseguirlos y procesarlos"[34].

Tal juicio refleja una estrategia educativa que trataría de llevarse a cabo en los años siguientes.


2.
La dimensión redentora del trabajo y la educación

Hacia fines del siglo XVIII, personajes de espíritu filantrópico como Manuel de Salas, José de Cos Iriberri y Anselmo de la Cruz, pensaban que era posible armonizar la riqueza natural de Chile activando su producción agrícola, industrial y comercial, para así poder contrarrestar la miseria de gran parte de sus habitantes[35]. Más que reiterar juicios despectivos sobre la población, estos autores describían su miseria material y espiritual para luego realizar un diagnóstico y plantear posibles soluciones, confiando en las capacidades y voluntad del bajo pueblo para superarse. Era una forma de entender el problema criminal a partir de explicaciones basadas en consideraciones sociales y no sólo morales, a diferencia del discurso sobre el ocio. De hecho, Manuel de Salas fue uno de los primeros en Chile en analizar los vínculos entre la población, el trabajo y la educación. En su Representación al Ministerio de Hacienda, argumentaba que

    "no es desidia la que domina; es la falta de ocupación que los hace [a los pobres] desidiosos por necesidad; a algunos la mayor parte del año que cesan los trabajos, y a otros el más tiempo de su vida que no lo hallan. Si como quieren persuadirse algunos indolentes políticos, la agricultura y minas fuesen bastante ocupación para todos, no esperarían a que se les advirtiese, la necesidad y esperanza los llevaría por la mano"[36].

    Mientras, para Cos de Iriberri,
    "los diarios robos, la embriaguez habitual, los continuos asesinatos, la prodigiosa multitud de delincuentes de que rebosan las cárceles y presidios, la forzosa impunidad de muchos delitos y la frecuencia de los castigos públicos, son un testimonio irrefragable de esta triste verdad. En vano atribuiremos parte de estos males a fiereza de los habitantes, ni a su indolencia la otra parte. La pobreza, la falta de recursos, es la verdadera madre que les da a luz, los cría y los fomenta"[37].

La postura de ambos indica que no siempre era necesaria la compulsión al trabajo, pues de su diagnóstico se desprende que existía en los sectores populares una necesidad concreta para trabajar, el jornal o salario, cobrando así el trabajo físico un rol clave en el mantenimiento de una parte de la población. Pero era preciso incentivar el trabajo como algo constante, no sólo como un requerimiento coyuntural vinculado a las obras públicas, tarea para lo cual era preciso educar, convirtiendo al trabajo en una costumbre (integrándolo a la cultura) y en un hábito (integrándolo a la rutina). Para lograr lo señalado, se debía primero concebir como parte relevante de la riqueza de un país su disponibilidad de población, que debía ser significativa y estar debidamente ocupada. Ésta era la imagen de una sociedad reordenada según el principio del trabajo productivo.

El tema educativo buscó ser implementado a través de iniciativas como las sociedades económicas de amigos del país, establecidas desde 1775 en España con bastante éxito[38], planteada por el secretario del tribunal del Consulado, Anselmo de la Cruz en 1807. A través de estas instituciones se buscaba el fomento de la educación popular, una instancia que pretendía reconducir conductas e incentivar las virtudes de la instrucción para el trabajo. Se veía en el trabajo productivo una forma objetiva de ocupación que era capaz de generar riqueza nacional. Por ende, una sociedad ocupada era definida desde el criterio del trabajo productivo, apareciendo como la única forma objetiva de ordenamiento de la sociedad congruente con el fomento de la riqueza y prosperidad. Al parecer de Anselmo de la Cruz, debía entregarse plena confianza a la enseñanza como base del progreso de la vida en sociedad, progreso que requería un orden social y político para desarrollarse a cabalidad:

    "[...] he comprendido que el medio más conducente de contener los desórdenes y de que se pueda dar algún fomento a la agricultura, industria, comercio y artes del reino, sea el de proporcionar la educación popular a la porción ignorante, específico, inmediatamente contrario a la barbarie y a la desidia; que cultiva el talento, que dispone al individuo a conocerse a sí mismo, la existencia de un Dios, de una Providencia, la inmortalidad del alma, la de una vida futura, los fundamentos de la verdadera creencia, las relaciones sociales y las familiares con que se forma al útil ciudadano"[39].

Al principio, el objetivo de la creación de riqueza correspondía la reorganización de la sociedad según una estructura ocupacional que garantizara su capacidad productiva. Tales ideas, reflejo de preocupaciones europeas[40], eran propicias no sólo para mejorar las condiciones de miseria del bajo pueblo, sino también para reeducar a los individuos tildados de peligrosos: "[...] se meditará el que a los vagos se ocupen en la labranza de los terrenos eriazos y travesías para que sean regables y útiles a ellos mismos por la crianza de aves y animales a que se deben dedicar"[41].

Los llamados a establecer una educación popular deben ser analizados con cuidado, pues muchas veces no fueron más que ejercicios retóricos, aunque se aprecia un grado mayor de convencimiento en personajes como el ya citado Manuel de Salas, Juan Egaña y Camilo Henríquez, protagonistas del proceso de emancipación chileno y del ideario que le dio legitimidad y respaldo en sus primeros años[42]. Uno de los puntos de diferencia que se logra desprender de sus análisis es que dicha educación popular vinculada a lo productivo tímidamente se va ampliando en sus consideraciones hasta involucrar a la población en su conjunto y no sólo al bajo pueblo. De ellos, quien estableció el vínculo más directo entre la productividad y la educación fue nuevamente Salas, gestor del primer establecimiento de carácter técnico en Chile, la Academia de San Luis (1797), cuyos planteamientos en esta materia son explícitos hasta fines de la década de 1820. La concepción de la educación asociada a la producción generaba un problema y un desafío para la época, pues detrás de ella había una clara noción de nivelación social, ya que dicha educación, se decía, debía favorecer tanto a los hacendados como a la plebe. Así se desprende de su exposición presentada al consulado, en 1805[43]. Esto no era extraño. La nueva distinción entre clases productivas e improductivas ponía en circulación un criterio de diferenciación social bien distinto del que articulaba la estratificación de la sociedad jerárquica estamental. El trabajo desempeñaba aquí un papel relevante en la configuración de una estratificación alternativa y crítica en la que el honor de los estados claudicaba ante la utilidad de las clases[44].

En los tres personajes aludidos se ve una preocupación sincera porque la educación tenga una dimensión práctica, útil para el progreso del país, donde las artes (industria) y las ciencias se encuentren entrelazadas. Pero esta forma de concebir la enseñanza, en la que Chile debía ser "un gran colegio de artes y ciencias", al decir de Juan Egaña en su plan de gobierno para 1810[45], no tuvo mayores consecuencias. Camilo Henríquez también era partidario de que la "población siga entre nosotros los progresos de las luces, de la agricultura, de la industria y de la política"[46], dándole valor al trabajo físico e intelectual en un mismo plano. Por ello la instrucción, la ilustración, "necesita de apoyos para sostenerse. Los encontró desde luego en el estudio de las ciencias exactas, ciencias que acostumbran el entendimiento al método, a buscar la demostración, y que le comunican solidez y profundidad. Ellas se hicieron el poderoso instrumento de la razón humana, y la admiración y delicia de los grandes genios"[47]. Siguiendo este derrotero, Henríquez insistirá después, en un artículo de prensa atribuido a él, sobre la necesidad de implementar las antes citadas sociedades económicas[48], cuya existencia es finalmente aprobada por el Senado chileno en enero de 1813. Pero tales sociedades no dieron mayores resultados, tanto por la falta de coordinación entre sus miembros como por la incomprensión hacia una forma distinta de concebir el trabajo y las actividades ligadas a él. Un nuevo esfuerzo por reconstituirlas, en 1821, confirma lo dicho:

    "Que la causa general de este desorden político proviene en gran parte de la ignorancia y de la falta de estímulo que los ciudadanos de todas las clases y condiciones necesitan para esforzar el ingenio y aplicar los brazos a las tareas que pueden proporcionarles su propio bien y contribuir al de los demás; pero que los naturales del Estado sólo necesitan de buenos guías que les señalen el camino de la felicidad y aparten de él los obstáculos que puedan entorpecer su marcha"[49].

La búsqueda de esta educación de cobertura más generalizada y ligada a las necesidades productivas del país es la que encuentra resistencia a partir de la década de 1820, en especial por quienes, como la aristocracia y la Iglesia, concebían la educación no como una actividad laboral con proyección futura, sino como una mera contemplación intelectual. La utilidad volvía a imponerse como algo coyuntural y clasista (asociada a lo popular), y no como un bien para el cuerpo social en su globalidad, tal como se había sostenido desde el siglo anterior[50].

Transformar las costumbres y crear hábitos requería igualmente de tiempo. Las propuestas para mejorar la condición de las clases populares y su "incultura", pudiendo modelar así sus conductas y costumbres, se plantearon en forma más acentuada desde finales de la centuria dieciochesca. En 1797 el cabildo santiaguino había apoyado la moción para que se enseñara un oficio a muchachos de escasos recursos, pues sólo de este modo "podría disminuirse el número de pordioseros y pobres fingidos [...] cercenando estas dos clases de pobres, los que restan son muy pocos, y aunque las limosnas sean cortas podrán mantenerse, algunos del todo, como los ancianos, achacosos o inactivos absolutamente por cualquier caso"[51]. Sin embargo, no hubo mayores respuestas debido a la falta de presupuesto. En todo caso, se mantuvo la idea de que era preciso asociar a ciertas instituciones con la actividad laboral, como ocurrió con las cárceles, dejando a los asilos u hospicios el cuidado de los incapacitados, aunque ello no implicaba que el discurso sobre el trabajo como una virtud enseñable estuviese ausente.

Era frecuente que llegaran a Santiago comunicaciones sobre el pésimo estado de los penales, pero nadie solicitaba la creación de hospicios, lo que hablaba de la abundancia de falsos pobres y de la invisibilidad de los verdaderos. A juicio de Manuel de Salas, era necesario cambiar este escenario promoviendo una nueva actitud, como lo indicaba en su introducción al Oficio de la Diputación del Hospicio al gobernador Luis Muñoz de Guzmán (1804):

    "[...] sólo los trabajos sedentarios y perennes llenaron unos vacíos que trastornaban las sociedades, disminuyeron los cultivadores y criaron consumidores de los frutos que antes embarazaban; tuvieron sobrantes con que cambiar los de otras partes; tuvieron nuevas necesidades que satisfacer; tuvieron esperanzas, costumbres, virtud, educación; y se acabaron la mendiguez y la indigencia"[52].

Pero no era fácil inculcar la idea de que el trabajo tenía la capacidad de transformar las condiciones de vida, en especial de los más pobres. Al producirse la crecida del río Mapocho en 1827, que devastaría las poblaciones de Guangualí y El Carmen, se propondría como solución la creación de una villa en San Bernardo con el fin de trasladar allí a los damnificados. Tal iniciativa, sin embargo, haría surgir numerosas dudas sobre el éxito de la medida, pues al entender de Salas

    "no habría sido difícil con un pequeño socorro restablecer su pérdida a las familias industriosas y trabajadoras, pero era empresa ardua infundir estas virtudes a los miserables acogidos, sin costumbres ni ocupación. Se los ha mirado siempre como un semillero funesto de la inmoralidad: el laberinto de sus habitaciones los ha sustraído a la vigilancia del magistrado, y los delincuentes han encontrado allí siempre su asilo. Era preciso, pues, enseñarles el trabajo, acostumbrarlos a él y colocarlos en un lugar donde pudiesen olvidar sus antiguos hábitos"[53].

Como se ve, aún se entrelazaban contenidos y mensajes heterogéneos al momento de visualizar la capacidad productiva y de trabajo del bajo pueblo.

El hospicio justificaba su existencia sólo para unos pocos, pero para el resto la educación podía y debía ser el "principio de la felicidad del pueblo". A pesar de estas buenas intenciones, que revelaban una mirada más humana al mundo popular y evitaban su criminalización, fueron las visiones utilitaristas las que terminaron por imponerse. Éstas comprendieron que la calificación negativa de las conductas de los grupos populares, en lo moral y lo político, terminaban por legitimar las acciones represivas frente al resto de la sociedad.

Los vicios y pecados reiterados en bandos de buen gobierno y otros documentos oficiales se convirtieron en la justificación para insistir en el uso del trabajo forzado como una instancia de castigo ejemplificador. Sin embargo, hubo una excepción a este panorama en la Casa de Recogidas, correccional femenina de origen colonial (1723) que desde temprano incorporó el trabajo en talleres a sus dependencias, asumiendo el desarrollo de una actividad no como un castigo, sino como un medio de rehabilitación. Para 1796 ya contaba con telares, y en 1816 el regidor Rafael Beltrán y su socio Pedro Antonio Casanova propusieron establecer una fábrica de tejidos de lana y cáñamo, empleando mano de obra de esta institución[54].

Durante los inicios del proceso emancipador en Chile (18101817) y después de él, en la etapa de construcción del Estado y de invención de la nación republicana (1817-1830)[55], se presentaron algunos debates sobre el sentido de la reclusión femenina, asociada ahora a la Casa de Corrección de mujeres, como había pasado a llamarse el recinto desde la década de 1820. En gran medida las discusiones sobre este tema reflejaban, con décadas de desfase, el programa de reforma y filantropía desarrollado en Europa desde el siglo anterior, que incluía no sólo a los recintos penales, sino además a aquellas instituciones que prestaban un servicio social (hospitales, casas de huérfanos, asilos, casas de desamparados, etc.). Chile no fue ajeno a este proceso y por ello a los cambios gestados a fines del período colonial, se sumaron en el siglo XIX las ideas reformistas de quienes deseaban modificar el carácter de los establecimientos de reclusión[56]. Dichas ideas serán también las que desde 1840, con mayor meditación y sentido práctico, estarán presentes en la configuración del régimen penitenciario.

La costumbre hacia el trabajo disciplinado y fiscalizado debía forjarse e instalarse en las actividades de la población popular y en el discurso de las autoridades. Después de un cierre momentáneo, la correccional femenina fue reabierta en 1823 gracias a la insistencia del ya citado Manuel de Salas[57], quien redactó su primer reglamento, dándole el nombre de Casa de Labor y Aprendizaje[58]. Aquí el concepto de trabajo implicaba una clara referencia al género, pues se hablaba de labores de tejido o hilado que constituían, en muchos casos, una extensión de las actividades desarrolladas por las mujeres en sus hogares, por lo normal no encaminadas a generar productos para un mercado mayor. Esta situación se explicaba por las diferencias sexuales que se producían en la asignación de las labores, pues la naturaleza femenina determinaba el lugar, el rol y las tareas de la mujer, asociándosele con la "aguja y la costura". La idea era lograr que a través de su vinculación con las actividades productivas se obtuviera una utilidad del trabajo de las reclusas. Esta convicción fue asumida por algunos particulares como Joaquín Morel, Nicolás Vigor y Guillermo Porte (entre 1823 y 1824), Santiago Heitz (1833) y Santiago Mardones (1845). Todo con el propósito, según un documento de época, de "para que [la Casa] sea un destino a los delincuentes, y una escuela de labores utiles que inspiren amor a las ocupaciones fabriles i a la virtud [...]"[59].

Aunque estas propuestas estuvieron encaminadas a crear una nueva disciplina de trabajo y a autofinanciar la casa, dicha experiencia no se tradujo en un progreso para el establecimiento. Fueron normales en los años venideros las críticas hacia la administración y el mal estado de las dependencias, además de problemas como la falta de vigilancia hacia la población reclusa y el elevado número de fugas. Otro inconveniente fue el deterioro del recinto, que a pesar del compromiso de los empresarios para arreglar las murallas, tejados y dependencias, no se materializó nunca de modo eficiente. En tales circunstancias, el mantenimiento del recinto debió seguir a cargo de la Municipalidad de Santiago, que sólo se vio librada de destinar parte de su presupuesto en aquellos efímeros intentos por establecer talleres y desde 1864 en adelante, cuando la congregación del Buen Pastor asumió la dirección de la correccional. El uso de operarios baratos y los mínimos costos siguieron vigentes como criterios para continuar con la experiencia de los talleres carcelarios, tanto en la Penitenciaría de Santiago (1843) como en el resto de los recintos penales, al extenderse la idea de la redención personal a través del trabajo (1846)[60]. La mala infraestructura y la carencia de medios, rutinas y costumbres productivas para asumir una educación para el trabajo conspiraban para evitar que penetrara con plenitud, al decir de E. P. Thompson, la "disciplina del tiempo y de la máquina", siendo preciso adaptarse a una nueva "ética del trabajo fabril o industrial"[61].

Junto a estos intentos de concebir el trabajo como una virtud, de insertarlo dentro de las costumbres y los hábitos populares, estaban aún vigentes prácticas heredadas del siglo anterior, que seguían viendo al trabajo con una dimensión utilitaria, pero unida estrechamente al castigo y la humillación. Esto es lo que acontece con el arrendamiento de prisioneros españoles de guerra por el Estado a los particulares, como sucedía en Atacama hacia 1820[62]; el empleo de una importante cantidad de reos en la reparación de calles, puentes y caminos[63]; el envío forzado de ladrones, vagos y falsos mendigos (u ociosos en general) al servicio de la marina, práctica bien documentada entre 1823 y 1844, aunque es probable que se extendiera más allá de esa fecha[64]; y el denominado Presidio Ambulante (1836-1846), una suerte de cárcel móvil donde los prisioneros eran transportados en carretas empujadas por animales, recorriendo así distancias considerables con el propósito de utilizar su mano de obra también en trabajos forzados. La exposición al público, la mala comida y la escasa vestimenta provocaron críticas por parte de los contemporáneos y fugas por parte de los reos, quienes por lo demás eran reincidentes y de alta peligrosidad.

El fracaso de esta última iniciativa y la influencia de ideas provenientes de Estados Unidos, relativas al trato que debía darse al criminal y a cómo debían ser organizadas las prisiones, llevó a las autoridades chilenas, una vez superadas las consecuencias económicas de las guerras de independencia, a estudiar la posibilidad de implementar en el país un nuevo modelo de cárcel, basado en principios muy diferentes a los existentes desde el período colonial. Durante la década de 1830 se estudió con profundidad el tema y ya en 1843 se optó por el régimen penitenciario, que cristalizó en Chile con la creación de la Penitenciaría de Santiago ese mismo año. El nuevo régimen concibió la prisión como el lugar donde se cumpliría a cabalidad la pena de privación de libertad, no siendo como en el pasado un lugar de tránsito para otras penas (prisión cautelar). Para nuestros fines, lo interesante del modelo penitenciario es que entendió que la prisión debía ser un espacio de rehabilitación a través de la reflexión en una celda individual, la oración, la educación y el trabajo. De ahí la insistencia en la creación de talleres para que la reclusión tuviese una función, y que el aprendizaje de un oficio, una vez cumplida la condena, permitiera al individuo insertarse en una cadena productiva. Este ideal de prisión buscó ser extendido más allá de los muros de la Penitenciaría al resto de las cárceles del país mediante una circular (1846), pero los problemas de infraestructura, presupuesto y coordinación terminaron afectando lo que en teoría significaba darle al trabajo productivo un sentido más positivo, proyectándolo fuera de los muros de la cárcel, aunque eso no le quitaba su carácter de clase[65].

Desde el discurso general también se insistiría en que el trabajo podía tener una nueva consideración (y utilidad). La Sociedad Nacional de Agricultura (1838), heredera natural de las sociedades de amigos del país, retomó a través de su periódico El Agricultor el mensaje de Manuel de Salas, de Egaña, de Henríquez y de quienes buscaban entender al trabajo como una costumbre que debía enseñarse, inculcarse y reproducirse. En un artículo publicado en 1842, indicaría que:

    "La desmoralización y los horrores de una revolución como la que por tanto tiempo ocasionó la guerra de nuestra independencia nacional, influyó altamente en nuestro dictamen, a corromper las masas, y esta corrupción formó en parte, permítasenos decirlo, el carácter de nuestros labradores y jornaleros ¿Qué eran en aquellos tiempos los campos del país?. El teatro mas lamentable donde solo figuraban el pillaje, el asesinato y la mas brutal corrupción; estos vicios enemigos de la humanidad, como era consiguiente, quedaban impunes y sus perpetradores paseándose de un estremo a otro de la República, no podían menos de inspirar sus costumbres a la mayor parte de nuestros campesinos"[66].

Para entonces el trabajo productivo y la necesidad de mantener a los sectores populares ocupados ya tenían un carácter restrictivo, y no las pretensiones de generalidad que se habían plasmado antes y durante el proceso emancipador en las citadas figuras de nuestra intelectualidad. Asociar el trabajo forzado al castigo, al delito y a la pobreza era ya algo consolidado.


Conclusiones

Desde mediados del siglo XVIII el trabajo fue redefinido en función de su utilidad inmediata para la construcción de obras públicas y para las eventuales necesidades de mano de obra barata y disciplinada. Ello paulatinamente demostró que era necesario cambiar la imagen de una sociedad esencialmente agrícola y con una producción basada en una fuerza de trabajo sin calificación (gañanes, peones). Para esto no sólo era preciso asentar a la población en las ciudades, como se había hecho en Chile desde comienzos de ese siglo, sino también emplear a aquella parte catalogada de ociosa e improductiva en construcciones de bien público. Esta nueva manera de mirar la actividad laboral, asumiendo el aumento de habitantes y buscando encauzar así una energía individual que no quería desaprovecharse, terminó concibiendo el trabajo como un castigo y no sólo como una actividad asalariada, idea que encontró respaldo en un discurso criminalizador del ocio que, a lo largo del período, fue logrando más adeptos que detractores. A pesar de ello, hubo voces que vieron el trabajo desde otra perspectiva, como una virtud que debía enseñarse en un proceso lento, pero que a la larga generaría consecuencias positivas para todo el cuerpo social. Ello implicaba entender que debía incorporarse el trabajo a las costumbres de la población, creándose hábitos y rutinas que finalmente ayudarían al progreso del país.

Intelectuales como Manuel de Salas, Juan Egaña y Camilo Henríquez, pero en particular el primero, entendieron que transformar el carácter compulsivo del trabajo a uno educativo y centrado en la productividad más que en la utilidad era aún algo posible. De hecho, durante las décadas de 1810 y 1820 (pasando por las guerras de independencia, la reconquista española, el triunfo de los patriotas y los inicios de la organización republicana en Chile), estos planteamientos que veían en la instrucción una posibilidad para surgir en forma individual y colectiva siguieron presentes, aunque debieron coexistir con aquellas posturas que no sólo siguieron concibiendo el trabajo físico como una pena (evadiendo el pago de salarios), sino que además vieron en la educación para el trabajo y la productividad algo que se podía asociar sólo con un determinado sector: los grupos populares. Así, se fue desarrollando un discurso ambivalente que hablaba de una educación para todos, pero que en la práctica significaba que no todos podían tener igual educación, pues las diferentes condiciones sociales marcaban este ámbito. Ya desde la década de 1830 en adelante, éstas fueron las ideas que prevalecieron, mostrándose un compromiso entre los ideales republicanos y las realidades oligárquicas[67].

¿Por qué este cambio de posición? Porque las propuestas de los ilustrados antes citados, si bien muchas de ellas podían ser utópicas, apuntaban a lo mismo: en la medida que se enfatizaba una educación productiva que integraba a la élite y los sectores populares en el crecimiento y desarrollo del país (que enlazaba el esfuerzo físico e intelectual), se terminaba por generar una nivelación social que afectaba los intereses de la oligarquía, la misma que precisamente desde fines de la década de 1820 y en la siguiente consolidó su situación como grupo regente. Allí la propuesta de una educación para la producción se circunscribió de manera clara a los pobres, pues su instrucción se vio como un asunto de caridad y como un factor de regeneración de conductas (caso de los reos). La educación laboral se diseñó entonces pensando en los sectores populares, en los jóvenes y hombres de las "clases inferiores, las más robustas y las que mejor soportan el trabajo"[68]. Mientras, la educación de vuelo intelectual, especulativa, fue circunscrita a la élite.

Así se comprende que en años posteriores, durante la segunda mitad del siglo XIX, el trabajo físico se asocie fundamentalmente a los grupos populares. Cuando se busque de ahí en adelante impulsar una educación popular, se tenderá a entregar los conocimientos básicos, pero no a propiciar un ascenso social mediante dicha educación. Salvo las iniciativas de algunas escuelas de artesanos, con suerte desigual, seguirá presente con fuerza la idea de que el trabajo presta una utilidad coyuntural y que es vinculable sólo con una parte de la población[69]. Deberá transcurrir más tiempo para que esta idea se redefina y matice.


Comentarios

[*] Esta investigación es resultado del proyecto n. ° 1080192, del Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (fondecyt) administrado por la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile.

[1]. Dichos procesos históricos han sido estudiados con más detalles en las siguientes obras: Gabriel Salazar, Labradores, Peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX (Santiago: Ediciones SUR, 1985). Santiago Lorenzo, Origen de las ciudades chilenas. Las fundaciones del siglo XVM (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1986) y Alejandra Araya Espinoza, Ociosos, vagabundos y malentretenidos en Chile colonial (Santiago: dibam-lom, 1999).

[2]. La bibliografía antes citada y la que se incluirá de aquí en adelante permite apreciar lo señalado. Algunos de estos argumentos se encuentran desarrollados en una investigación preliminar: Marco Antonio León, "Pobreza, pobres y sociedad en Chile. Desde el reformismo borbónico hasta la república conservadora (siglo XVIII-1870)", Anales del Instituto de Chile XXvi (2007): 137-206.

[3]. La problemática aquí abordada ha sido estudiada, para los escenarios históricos aludidos, por los trabajos de Charles Walker, "Civilize or control?: The Lingering Impact of the Bourbon Urban Reforms", en Political cultures in the Andes, 1750-1950, eds. Nils Jacobsen y Cristóbal Aljovín (Durham: Duke University Press, 2005), 74-95; Juan Carlos Estensoro, "La plebe ilustrada: el pueblo en las fronteras de la razón", en Entre la retórica y la insurgencia: las ideas y los movimientos sociales en los Andes, siglo XVIII, ed. Charles Walker (Cusco: Centro de Estudios Regionales Andinos "Bartolomé de las Casas", 1995), 257-277; Juan Pedro Viqueira Albán, Propriety and permissiveness in Bourbon Mexico (Wilmington: Scholarly Resources, 1999); y Pamela Voekel, "Peeing on the Palace: Bodily Resis-tance to Bourbon Reforms in Mexico City", Journal of Historical Sociology 5:2 (1992): 183-208.

[4]. Esa sería también una idea que estaría detrás del uso de la mano de obra popular. El desarrollo de este planteamiento en Trabajo, ocio y coacción. Trabajadores urbanos en México y Guatemala en el siglo XIX, comps. Clara E. Lida y Sonia Pérez Toledo (México: uAM-Miguel Ángel Porrúa, 2001).

[5]. Marco Antonio León, "pobreza": 137206. Véase además Claudio Gutiérrez, Revolución y Contrarrevolución. Ideas y políticas sobre educación, ciencias y artes en Chile. 1800-1843 (Tesis para optar al grado de Magíster en Historia, Universidad arcis, 2009).

[6]. Michael C. Scardaville, "(Hapsburg) Law and (Bourbon) Order: State Authority, Popular Unrest and the Criminal Justice System in Bourbon Mexico City", en Reconstructing Cri-minality in Latin America, eds. Carlos Aguirre y Robert Buffington (SR Books: Wilmington, 2000), 1-17. Carlos Aguirre, "Los irrecusables datos de la estadística del crimen: la construcción social del delito en la Lima de mediados del siglo XIX", en Carlos Aguirre, Denle duro que no siente. Poder y trasgresión en el Perú republicano (Lima, Fondo Editorial del Pedagógico de San Marcos, 2008), 115-138.

[7]. Luis Alberto Romero, "¿Cómo son los pobres? Miradas de la elite e identidad popular en Santiago de Chile hacia 1870", Opciones 16 (mayo-agosto 1989): 55-79.

[8]. Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, vol. i (México: Fondo de Cultura Económica, 1990), 92.

[9]. Fernando Álvarez-Uría, Miserables y locos. Medicina mental y orden social en la España del siglo XIX (Barcelona: Tusquets Editores, 1983), 21-63.

[10]. Marco Antonio León, Encierro y corrección. La configuración de un sistema de prisiones en Chile (1800-1911), tomo i (Santiago: Universidad Central de Chile, 2003), 79-88.

[11]. Marcela Aspell de Yanzi Ferreira, "La regulación jurídica de las formas de vida marginal en Indias", Revista Chilena de Historia del Derecho (RChHD) 16 (1990-1991): 253-268.

[12]. Consuelo Figueroa, "El honor femenino: ideario colectivo y práctica cotidiana", en Perfiles revelados. Historia de mujeres en Chile. Siglos XVIII-XX, ed. Diana Veneros Ruiz-Tagle (Santiago: Editorial de la Universidad de Santiago, 1997), 65-90.

[13]. Gabriel Salazar, Labradores, Peones y proletarios, 27.

[14]. Marcello Carmagnani, El salariado minero en Chile colonial. Su desarrollo en una sociedad provincial: El Norte Chico, 1690-1800 (Santiago: Universidad de Chile, 1963); Rolando Mellafe, "Latifundio y poder rural en Chile en los siglos XVII y XVIII", en Historia social de Chile y América, (Santiago: Editorial Universitaria, 1986), 80-114.

[15]. Gabriel Salazar, Labradores, Peones y proletarios, 47. Sobre la situación del campesinado y sus formas de resistencia ante la dominación de los patrones, José Bengoa, El poder y la subordinación. Historia social de la agricultura chilena, tomo i (Santiago: Ediciones SUR, 1988), 57-74.

[16]. Reproducida en Ricardo Donoso, Un letrado del siglo XVIII. El Doctor José Perfecto de Salas, tomo i (Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires, 1963), 111.

[17]. Archivo Nacional de Chile (ANCh), Fondo Varios, vol. 342. Registro de bandos publicados para el buen gobierno de la villa de Copiapó desde 1743 a 1773. El Bando citado es el del 17 de agosto de 1743, fj. 7.

[18]. Milton Godoy Orellana, "Minería y sociabilidad popular en la Placilla de La Ligua, 1740-1800", Valles. Revista de Estudios Regionales 4 (1998): 90-94. Pedro Burgos Bravo, "Violencia en el Norte Chico: Los delitos de homicidio y de lesiones en la villa de San Felipe el Real y en el asiento de minas de Petorca (1750-1800)" (Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia, Universidad de Chile, 1995). Jorge Pinto, "La violencia en el corregimiento de Coquimbo durante el siglo XVIII", Cuadernos de Historia 8 (diciembre de 1988): 82.

[19]. Informe del diputado de minas de Petorca, 1800. Citado por Gabriel Salazar, Labradores, Peones y proletarios, 176. El destacado es nuestro.

[20]. Las miradas prejuiciadas hacia la Araucanía y sus habitantes son de antigua data. Un buen recuento de ellas se encuentra en Holdenis Casanova, "La Araucanía colonial: Discursos, imágenes y estereotipos (1550-1800)", en Del discurso colonial al Pro indigenismo. Ensayos de historia latinoamericana, ed. Jorge Pinto (Temuco: Ediciones Universidad de La Frontera, 1998), 43-84.

[21]. Rodolfo Urbina Burgos, Gobierno y sociedad en Chiloé colonial (Valparaíso: Universidad de Playa Ancha, 1998), 71-73.

[22]. ANCh, Real Audiencia, vol. 2801, pieza 129. Consulta del señor Presidente Manuel Amat y Juniet a la Real Audiencia de Santiago sobre la división de salas para la vista de juicios civiles y criminales, mayo-junio de 1758. Dicha propuesta sería finalmente rechazada.

[23]. ANCh, Capitanía General, vol. 723, fj. 225. Real Orden de 12 de octubre de 1760, aprobando la creación de la Compañía de Dragones. La frase citada es de Vicente Carvallo y Goye-neche, Descripción Histórico-Geográfica del Reino de Chile, 1796. Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, tomo IX, (Santiago: Imprenta El Ferrocarril, 1875), 298.

[24]. Miguel de Olivares S. I. Historia militar, civil y sagrada de lo acaecido en la conquista y pacificación del Reino de Chile. Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, tomo v (Santiago: Imprenta El Ferrocarril, 1864), 82-83.

[25]. El estudio más completo sobre este problema desde la perspectiva que nos interesa, la criminalización de las conductas improductivas del bajo pueblo, puede revisarse en la interesante tesis de Loreto Orellana Sánchez, "Trabajar a ración y sin sueldo. Elite, bajo pueblo y trabajo forzado en Chile colonial, 1770-1810" (Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia, Universidad de Chile, 2000). Desde una perspectiva más bien jurídica, el tema es abordado por Javier Barrientos Grandón, "El Juzgado de reos rematados del Reino de Chile (1781-1805)", Revista de Estudios Histórico-Jurídicos (rehj) XXii (2000): 117-167. Renato Gazmuri, "La elite ante el surgimiento de la plebe. Discurso ilustrado y sujeción social en Santiago de Chile, 1750-1810" (Tesis de Licenciatura en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2002).

[26]. Loreto Orellana Sánchez, Trabajar a ración, 7.

[27]. Pedro Usauro Martínez de Bernabé, La verdad en campaña. Relación histórica de la Plaza, Puerto y Presidio de Valdivia dedicada a Don Ambrosio de Benavides, Capitán General y Gobernador del Reino de Chile, año de 1782. ANCh, Fondo Varios, vol. 307, fjs. 10v-11. En el caso de los mapuches apresados, un acuerdo logrado en el Parlamento de Negrete en 1771 prohibió su empleo en este tipo de trabajos.

[28]. ANCh, Fondo Varios, vol. 321. Bando del gobernador Antonio de Guill y Gonzaga sobre corridas de patos, Santiago, 21 de junio de 1768, fjs. 99-99v.

[29]. Extracto de Bando de Buen Gobierno del gobernador Agustín de Jáuregui, Santiago, 1773, en ANCh, Capitanía General, vol. 688, fj. 323v. Carta del subdelegado de Rancagua al gobernador, diciembre de 1796, fj. 321.

[30]. Isabel Cruz, La fiesta. Metamorfosis de lo cotidiano (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 1995); Leonardo León Solís, "Reglamentando la vida cotidiana en Chile colonial, 1760-1768", Valles. Revista de Estudios Regionales 4 (1998): 65-66.

[31]. ANCh, Capitanía General, vol. 546, pieza 6. Carta del subdelegado de Rancagua al gobernador del reino Ambrosio O'Higgins, Rancagua, 26 de julio de 1789. El destacado es nuestro.

[32]. Acta del Cabildo de Santiago de 27 de noviembre de 1805, en Actas del Cabildo de Santiago, tomo XXxvi, pág. 150.

[33]. Marco Antonio León, Encierro y corrección, tomo i, 109-111.

[34]. Copia del informe de don Juan Martínez de Rozas, asesor de la Intendencia de Concepción, sobre el estado político de la Provincia y los medios de extirpar la plaga de vagos, ladrones, etc., que la infestan, año 1804. Publicado por María Teresa Cobos, "La institución del juez de campo en el reino de Chile durante el siglo XVIII", Revista de Estudios Histórico-Jurídicos V (1980): 155.

[35]. Algunos han sido muy críticos en cuanto a las posturas de estos ilustrados chilenos. En la opinión de Sergio Villalobos: "Salas, Cos Iriberri o Cruz, se habían detenido a considerar el estado del bajo pueblo, sin la menor esperanza, a sabiendas que clamaban en el desierto". Sergio Villalobos, "El bajo pueblo en el pensamiento de los precursores de 1810", en Estructura social de Chile, ed. Hernán Godoy (Santiago: Editorial Universitaria, 1971), 138.

[36]. "Representación al Ministerio de Hacienda hecha por el señor Manuel de Salas, síndico de este Real Consulado, sobre el estado de la agricultura, industria y comercio de este Reino de Chile", en Miguel Cruchaga, Estudio sobre la organización económica y la Hacienda Pública de Chile, tomo iii (Madrid: Editorial Reus, 1929), 152-153.

[37]. "Tercera memoria leída por el Secretario de propiedad, don José de Cos Iriberri, en junta de posesión de 30 de septiembre de 1799", en Miguel Cruchaga, Estudio sobre la organización, tomo iii, 263.

[38]. Ricardo Levene, El mundo de las ideas y la revolución hispanoamericana de 1810 (Santiago: Editorial Jurídica de Chile, 1956), cap. iii.

[39]. "Sobre la educación popular. Memoria leída en la junta de posesión que celebró el consulado de Chile en 13 de enero de 1808", en Miguel Cruchaga, Estudio sobre la organización, tomo III, 393.

[40]. Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna del trabajo (Barcelona: Ediciones Península, 2001).

[41]. "Cuarta memoria sobre una visita general ecónomo-política leída por el secretario don Anselmo de la Cruz en junta de posesión celebrada en 12 de enero de 1810", en Miguel Cruchaga, Estudio sobre la organización económica, tomo iii, 421.

[42]. Un perfil de estos personajes en los siguientes trabajos: Manuel de salas, Escritos de don Manuel de Salas y documentos relativos a él y su familia, 3 tomos (Santiago: Imprenta, Litografía y Encuadernación Barcelona, 191014); Raúl Silva Castro, Bibliografía de don Juan Egaña. 1768-1836 (Santiago: Imprenta Universitaria, 1949) y los Escritos políticos de Camilo Henríquez (Santiago: Ediciones de la Universidad de Chile, 1960).

[43]. Manuel de salas, Escritos, tomo i, 250-259.

[44]. Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud, 42. Que esta redefinición del trabajo implicase un término paulatino de los privilegios era algo ya notorio desde fines del siglo XVIII, cuando una real cédula sobre la "honradez de los oficios" indicaba que "no sólo el oficio de curtidor, sino también todas las demás artes y oficios de herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros a este modo son: que el uso de ellos no envilece la familia ni la persona de que los ejerce ni la inhabilita para obtener los puestos municipales de la República en que los ejercite". Ricardo Levene, El mundo de las ideas, 67.

[45]. Citado por Raúl Silva Castro, Fundación del Instituto Nacional (1810-1813) (Santiago: Imprenta Universitaria, 1953), 5.

[46]. La Aurora de Chile, Santiago, 27 de febrero de 1812.

[47]. La Aurora de Chile, Santiago, 7 de mayo de 1812.

[48]. La Aurora de Chile, Santiago, 16 de julio de 1812.

[49]. Manuel de Salas, Escritos, tomo ii, 446. El destacado es nuestro.

[50]. A estas conclusiones llega la interesante y contundente investigación de Claudio Gutiérrez antes citada: Revolución y Contrarrevolución.

[51]. Acta del Cabildo de Santiago de 22 de agosto de 1797, en Actas del Cabildo de Santiago, tomo XXXVI, 32.

[52]. "Oficio de la Diputación del Hospicio al Excmo. señor don Luis Muñoz de Guzmán, gobernador y capitán general del Reino, en que se proponen medidas para arbitrar recursos con que sostener el establecimiento", en Manuel de Salas, Escritos, tomo ii, 320.

[53]. Manuel de Salas, Escritos, tomo ii, 380.

[54]. ANCh, Fondo José Ignacio Víctor Eyza-guirre, vol. 28, pieza 71, fj. 265. ANCh, Fondo Antiguo, vol. 23, pieza 26, fj. 336. No hemos encontrado mayores referencias sobre el futuro de este proyecto fabril.

[55]. El período referido puede ser abordado a través de los trabajos de Sergio Villalobos, Tradición y reforma en 1810 (Santiago: Universidad de Chile, 1961); Simon Collier, Ideas y política de la Independencia chilena. 1808-1833 (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1977); Julio Heise, Años de formación y aprendizaje políticos. 1810/1833 (Santiago: Editorial Universitaria, 1978); Alfredo Jocelyn-Holt, La Independencia de Chile (Madrid: Mapfre, 1992); Leonardo León, "Reclutas forzados y desertores de la Patria: El bajo pueblo chileno en la guerra de la Independencia, 1810-1814", Historia 35 (2002): 251-297; Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile. 1800-1837 (Santiago: Editorial Sudamericana, 2005).

[56]. Marco Antonio León León, Encierro y corrección, tomo ii, Caps. v y vi.

[57]. Valentín Letelier (comp.), Sesiones de los Cuerpos Legislativos (scl), tomo vii, 18 de junio de 1823 (Santiago: Imprenta Cervantes, 1887), 211. SCL, tomo viii, 26 de agosto de 1823, 64. ANCh, Ministerio del Interior, 1818-1830, vol. 45. Informe de Manuel de Salas, Santiago, 28 de junio de 1824.

[58]. "Reglamento de la Casa de Labor y Aprendizaje", en Manuel de Salas, Escritos, tomo ii, 386-390. Un estudio de conjunto en el trabajo de Patricia Peña González, "La Casa de Corrección de Mujeres: Una 'unidad de producción'", en Mujeres ausentes, miradas presentes. IV Jornadas de investigación en Historia de la Mujer, comps. Patricia Peña y Paulina Zamorano (Santiago: Universidad de Chile, 2001), 109-132.

[59]. ANCh, Ministerio de Justicia. Expedientes particulares, 1823-1838, vol. 1. Carta de Joaquín Morel, Nicolás Vigor y Guillermo Porte al Gobierno, Santiago, 25 de septiembre de 1823.

[60]. Marco Antonio León León, Encierro y corrección, tomo ii, Cap. v.

[61]. E. P. Thompson, "Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial", en Costumbres en común (Barcelona: Editorial Crítica, 1995), 395-452.

[62]. María Angélica Illanes, "Azote, salario y ley. Disciplinamiento de la mano de obra en la minería de Atacama (1817-1850)", Proposiciones 19 (1990): 94.

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